El espíritu eclesial es el de las bienaventuranzas

Kigali,.6.febrero.2023
Arzob.
.Antoine.Kambanda,.primado.de.Ruanda

          El evangelio de este domingo nos sitúa al inicio del Sermón de la Montaña de Jesús, como introducción a la larga enseñanza inaugural de la misión de Jesús presentada por el evangelista Mateo. En el caso concreto del pasaje de hoy, Jesús nos muestra el verdadero camino cristiano para ser felices: el evangelio de las ingingonterahirwe, o bienaventuranzas.

          Ser feliz es el anhelo más profundo de cada uno de nosotros, y este anhelo vive en todos nosotros. Sin embargo, el mundo de hoy nos enfrenta muchas veces a numerosas falsas apariencias de felicidad, en sus formas de pequeñas alegrías y placeres fugaces (tales como el éxito, el conocimiento, el poder, la riqueza, la victoria sobre esos enemigos que muchas veces creamos o inventamos...). En estas tentaciones, que corren el riesgo de impedirnos avanzar en nuestro camino hacia Dios, nos muestra Jesús que la verdadera felicidad se encuentra en Dios, y que debemos cultivar las disposiciones del corazón necesarias para acogerla.

          Estas disposiciones del corazón son las bienaventuranzas, las cuales podemos agrupar en dos grupos. En primer lugar están las bienaventuranzas que proponen una actitud de apertura y disponibilidad al reino de Dios que Jesús anunció: la pobreza de corazón (a la que Jesús une la promesa de heredar el reino de los cielos), la pureza de corazón (a la que se une la visión de Dios como promesa) y la humildad (que dispone a heredar la tierra).

          Ser pobre de corazón no significa resignarse a la pobreza, o no trabajar para obtener los bienes materiales necesarios para la vida corporal. Al contrario, significa el esfuerzo continuo de resistir la tentación de la autosuficiencia y apego a las cosas pasajeras, para abrirse al proyecto de Dios para nuestra vida, para la humanidad y para la historia. Un proyecto de salvación, por cierto, anunciado y realizado en la misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo.

          Ser pobre de corazón es reconocer que no dependemos de nosotros mismos, ni de las personas que nos rodean (por poderosas que sean), ni de las riquezas que el hombre puede acumular. Sino que dependemos de Dios, de quien "tenemos vida, movimiento y ser", como afirma Hechos de los Apóstoles (Hch 17, 28).

          Jesús proclama felices también a los limpios de corazón. El corazón representa la conciencia, el asiento de los pensamientos, la voluntad y los sentimientos afectivos. De hecho, es del corazón de donde nacen las decisiones y acciones humanas, tanto buenas como malas.

          Tener un corazón puro significa cultivar y seguir una conciencia iluminada, que nos oriente hacia el bien y nos aleje del mal. Es alimentar verdaderos pensamientos y sentimientos de amor y fraternidad. Es purificar los pensamientos, para que éstos sean capaces de inspirar buenas decisiones y actuar según nuestra conciencia, para salvación propia y mayor gloria de Dios en el mundo. El corazón puro es el corazón nuevo que Dios había prometido a su pueblo por boca del profeta Ezequiel:

"Os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios, y de todas vuestras contaminaciones e ídolos os purificaré. Os daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu dentro de vosotros, y os haré caminar según mis leyes, guardar mis preceptos y ser fieles a ellos" (Ez 36, 25-31).

          También nosotros, en el agua del bautismo, nos purificamos bien, liberándonos del pecado y de las garras de Satanás. Oremos a Dios, por tanto, para que nos conceda la gracia de unirnos a esta pureza de corazón que se nos concedió el día de nuestro bautismo. Porque ser pobres de corazón, y puros, y humildes, es, como indica la 1ª lectura, poner a Dios en el centro de nuestra vida, practicando la justicia y viviendo según la verdad:

"Buscad al Señor todos los humildes de la tierra, que cumplís su ley. Buscad la justicia y el derecho, y quizás estéis a salvo el día de la ira del Señor. Dejaré entre vosotros un pueblo pobre y pequeño, que tomará el nombre del Señor por refugio. Este remanente de Israel ya no cometerá injusticia ni mentirá, pues en su boca no habrá más lenguaje engañoso" (Sof 2,3; 3,12-13).

          La segunda serie de bienaventuranzas incluye aquellas que tienen tanto un aspecto interior (personal y espiritual) como un aspecto exterior (interpersonal y social). Son también actitudes interiores del corazón, pero tienen efectos en la convivencia con los demás. Son las bienaventuranzas de la misericordia, la justicia y la paz.

          Ser misericordioso consiste en ser capaz de inclinarse hacia la miseria del otro, para aliviarla y calmarla. Para los cristianos, la misericordia consiste en esforzarse por imitar el amor de Dios por nosotros, que se manifiesta cuando es paciente y perdonador: "Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6, 37).

          A continuación, Jesús habla de nuestro compromiso y perseverancia por la justicia. En la Biblia, la palabra justicia tiene un doble significado: el de obrar de acuerdo con la voluntad de Dios (lo cual se opone a seguir una vida inmoral) y el de obrar de acuerdo a un compromiso social (de reconocer el bien debido al otro, y colaborar en su realización). Así, se define comúnmente la justicia como la voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde.

          Buscar y practicar la justicia significa trabajar para que las relaciones interpersonales y sociales estén inspiradas en la atención sincera a la dignidad y al bien de los demás. Es así que el salmo responsorial nos presenta el corazón de Dios, como modelo a imitar para ser sus verdaderos hijos:

"El Señor hace justicia a los oprimidos, dando pan al hambriento y soltando las cadenas. El Señor abre los ojos a los ciegos, el Señor endereza a los abrumados, el Señor ama a los justos. El Señor protege al extranjero, y sostiene a la viuda y al huérfano. El Señor es tu Dios para siempre".

          Jesús nos llama hoy a dejarnos iluminar por nuestra fe, fruto de la justicia interior, para construir una sociedad más justa y más atenta a la dignidad de todos, aunque tengamos que sufrir por ello. Es lo que nos dice Jesús: "Bienaventurados los que los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos".

          Finalmente, Jesús nos invita a ser hacedores de paz. La paz por la que Jesús nos pide que trabajemos es la que él nos prometió, que supera con creces la paz mundana: "La paz os dejo, mi paz os doy. Pero no como la da el mundo. Por tanto, que no se turbe ni se angustie vuestro corazón" (Jn 15, 27). Es la paz de la tranquilidad del corazón, de ese orden interior que nos hace sentirnos unidos a Dios, perdonados por él y santificados por él. Es la paz capaz de extenderse a nuestro alrededor en un clima de sincero amor fraterno sin discriminación.

          Lamentablemente, el mundo actual confunde la paz con la ausencia de guerra, o de victoria sobre los enemigos, y por eso acaba imponiendo sumisión y opresión a los vencidos. Ser artesanos de la paz es redescubrir la tranquilidad interior del corazón, y sembrar a nuestro alrededor un orden fraterno, familiar y social, basado en la comprensión mutua y la ayuda mutua. Actuando de esta manera, nos convertiremos verdaderamente en hijos e hijas de Dios, como bien invocaba San Pablo: "Que el mismo Señor de la paz os dé la paz en todo momento y en todos los sentidos. Que el Señor esté con todos vosotros" (2Tes 3, 16).

          En este momento, en que las guerras y las divisiones amenazan la convivencia del mundo, especialmente en nuestra región ruandesa, roguemos al Señor por el don de la paz. Que se abra la inteligencia de la mente de nuestros líderes, y que éstos escuchen el grito de tantos hombres y mujeres que señalan el verdadero camino de la paz. Especialmente del papa Francisco I, cuyas recientes palabras son una conciencia más que urgente:

"La paz no sólo va más allá de lo que se puede lograr por los medios puramente humanos, sino que exige que no se rebaje a las relaciones de poder, o al silencio de las justas reivindicaciones de los menos favorecidos".

          La verdadera paz entre los hombres es un bien esencial por el que debemos trabajar con celo y fervor. Desgraciadamente, la situación actual nos recuerda algo que ya sabemos: "Cada guerra hace que nuestro mundo sea peor que antes". La guerra es un fracaso de la política, un fracaso de la humanidad, una capitulación vergonzosa, una derrota aplastante ante las fuerzas del mal. Tenemos una tendencia belicista a la destrucción, y por eso la lucha por la verdadera paz debe ser incansable, sin darnos el lujo de hacer una pausa.

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  Act: 06/02/23         @primados de la iglesia            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A