Ser la alegría de Dios

Montevideo,.30.mayo.2022
Arzob.
.Daniel.Sturla,.primado.de.Uruguay

          Queridos hermanos, cuando amamos a alguien queremos su bien y por eso deseamos agradarlo. Los padres quieren complacer a sus hijos, los hijos a sus padres, los abuelos a sus nietos, los esposos y los amigos entre sí, y ¡ni qué decir los novios!

          Ser la alegría de los que amamos nos llena el corazón. Una sonrisa agradecida es la mejor paga que podemos obtener. Un buen hijo procura agradar a sus padres, llevando buenas notas a casa, haciendo un gol, o simplemente dándoles el beso de las buenas noches. Es cierto que a lo largo de los años, más aún en la niñez y adolescencia, la relación con nuestros padres puede tener tonalidades muy diversas. Pero, salvo excepciones dolorosas, llega el momento en que lo que más deseamos es agradecerles y agradarles.

          El pasado 17 de enero de este año, en la 1ª lectura de la misa, que corresponde al domingo II del tiempo ordinario, el profeta Isaías decía: "Como la esposa es la alegría del esposo, así serás tú la alegría de tu Dios" (Is 62, 5). Cuando lo escuché, me saltó como un chispazo el fuerte deseo de alegrar el corazón de Dios, con una propuesta de vida espiritual personal y comunitaria. Es muy lindo que un hijo quiera alegrar a sus padres, pero si son todos los hijos quienes se lo proponen, esta alegría se multiplicará.

          Estamos viviendo ahora el tiempo de Pascua, tiempo de la alegría de Cristo resucitado. El Señor rompe las cadenas del pecado y de la muerte y nos abre horizontes infinitos de gracia y de vida. Como dice la Escritura, "era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer" (Lc 24, 41). Esa fue la tarea principal del Espíritu Santo: fortalecer sus corazones vacilantes, y transformarlos de discípulos en apóstoles, capacitados para llevar la alegría del Señor al mundo entero, y ofrecer a Dios el gozo de que su familia fuese creciendo.

          Casi siempre llegamos a Dios con una lista de pedidos, porque son muchas nuestras necesidades. E incluso a veces vamos a él con nuestras quejas. Sin duda alguna, Dios tiene el aguante para bancarse nuestras peticiones y lamentos. Pero ¡qué bueno cuándo llenamos el corazón de Dios con nuestro agradecimiento, nuestras alabanzas y bendiciones! ¡Qué bueno poder alegrar el corazón de Dios!

          Dios es un Padre que se alegra con sus hijos, y no sólo porque sus hijos hacen o dejan de hacer algo, sino porque él es Padre que ama y goza con sus criaturas, como dice la Escritura: "Mi delicia era estar con los hijos de los hombres" (Prov 8, 31).

          La alegría de Dios consiste en amar y salvar. Por eso, incluso cuando el pueblo está asediado, el Señor se alegra vislumbrando la salvación, exclamando por medio del profeta: "Grita de alegría, hija de Sión. Alégrate y regocíjate de todo corazón, porque el Señor está en medio de ti y ya no has de temer ningún mal. Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta" (Sof 3, 14).

          También nosotros tenemos cada día muchas oportunidades para alegrar a Dios. Alegramos el corazón de Dios cada vez que nos dirigimos a él, porque sin duda que a él también le mata la indiferencia. Y para dirigirnos a él (orar) no necesitamos más que clavar en la mirada en él, y poner en él nuestro corazón.

          La oración es un "trato de amistad con quien sabemos que nos ama", como decía Santa Teresa. Y por eso hemos de crecer siempre en la vida de oración. Sabemos que "el que canta, reza dos veces", como decía San Agustín. Más aún, sabemos que a Dios le agrada que nuestra oración concuerde con nuestra vida, y que ésta sea, toda entera, una alabanza.

          Alegramos también a Dios cuando nos acercamos a celebrar el Sacramento de la Reconciliación. Tenemos la certeza evangélica de que el corazón de Dios rebosa de alegría en el encuentro con un hijo que descubre su amor y le pide perdón. Es la alegría que nos narra el evangelio: la del buen pastor que encuentra la oveja perdida, o la de la mujer que halla la moneda valiosa que extravió. Es la alegría que describe la parábola más hermosa: la del padre que abraza a su hijo que regresa después de una vida perdida (Lc 15).

          Alegramos el corazón de Dios cuando, por su gracia, vivimos las bienaventuranzas del Reino: pobres de espíritu, mansos y humildes, puros de corazón, sedientos de justicia y de paz (Mt 5, 1-12). Alegramos el corazón de Dios en el cumplimiento de nuestro deber, porque "no hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer", como decía Pemán.

          Alegramos el corazón de Dios cuando vivimos con fidelidad la vocación que él nos ha regalado, aun cuando por momentos nos cueste sangre. Una familia unida, un matrimonio fiel, unos hermanos que saben perdonarse, un sacerdote que vive en plenitud su ministerio, una consagrada que manifiesta con todo su ser que pertenece a Dios... Todo eso llena al Señor de alegría y de consuelo.

          Alegramos también el corazón del Creador cuando apostamos siempre por la vida humana, cuando cuidamos a un bebé desde su concepción, cuando lo acercamos a la fuente bautismal para hacerlo hijo de Dios, cuando educamos y ponemos al chiquilín en el centro que más necesita.

          Alegramos el corazón de Dios cuando participamos en su Iglesia, ayudándola en sus necesidades, rezando por sus intenciones y poniendo entre nuestros planes vacacionales la misa dominical. Sobre todo porque así forjamos la gran familia de los hijos de Dios, a la escucha de su Palabra y en la mesa de su Pan de vida, al mismo tiempo que damos gracias por la salvación surgida del costado muerto de su Hijo.

          Alegramos el corazón de Dios cuando en una familia, o en una comunidad parroquial, o en un colegio o movimiento, surge una vocación consagrada o sacerdotal. Y lo alegramos porque no sentimos este momento como un desperdicio de la vida, sino como un don especial que Dios nos hace.

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  Act: 30/05/22         @primados de la iglesia            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A