Ofrecer el perdón de Jesús, aliviando las cruces

Jerusalén,.7.noviembre.2022
Arzob.
.Pierbattista.Pizzaballa,.primado.de.Israel

          Queridos hermanos y hermanas, expreso todo mi agradecimiento al Señor y a vosotros por esta hermosa participación, que reúne en este santo lugar tanto a nuestra Iglesia de Jerusalén como a muchos sacerdotes, religiosos y fieles de todo el mundo. Es un signo del retorno a la vida eclesial y social plena; una pequeña resurrección, a pesar de las sombras de muerte y violencia que, aquí y en el mundo, todavía quieren imponerse a nuestras conciencias.

          En los últimos años, todos hemos experimentado desorientación y fatiga. Dos años de cierres por la crisis sanitaria han agotado a muchas familias y al contexto social. Como he constatado en los últimos días, la violencia cíclica asusta a los padres, que temen por el futuro de sus hijos. Hay una evidente falta de referencias seguras, así como un sentimiento de soledad.

          Y si creemos que esta soledad puede disminuir a través del uso de los medios de comunicación, eso es una ilusión, porque el hombre no se alimenta del mundo virtual sino de las relaciones reales. Nuestras liturgias no pueden ser virtuales, sino que requieren encuentros reales. Incluso fuera de nuestro país, la situación actual no parece mejorar, y basta pensar en lo que está sucediendo en el este de Europa.

          Es en esta situación que la pascua de Jesús, que se dio a sí mismo para reunirnos, viene a nuestro encuentro. Porque ante nuestros miedos, y encierros y puertas enrejadas, él abre camino. Y no con la magia de las soluciones fáciles ni superficiales, sino con la confianza puesta en el Padre (que es más fuerte que el miedo) y el amor por los hermanos.

          En este día santo, memorial del don eucarístico de Cristo y de su entrega en manos de sus enemigos, Jesús viene de nuevo a nuestro encuentro en la palabra y en el sacramento, dispuesto a hacer de la muerte un don para transformar la violencia en perdón. No huye de la decisión de Caifás, no impugna el juicio de Pilato, no amenaza a los verdugos, y esto no por pacifismo amanerado o principio de no violencia, sino para afirmar una reacción nueva y verdaderamente victoriosa: la confianza en Dios y el amor a todos.

          Me gusta ver aquí la verdadera raíz y fuente de la sinodalidad, que el Santo Padre Francisco I propone como camino de la Iglesia en este tiempo presente. La invitación a la sinodalidad es la invitación a ser Iglesia en el momento de la dispersión, y a animar a todos a caminar juntos. La Iglesia, que es el cuerpo vivo de Cristo en el tiempo, sólo puede vivir y entregarse para esto, "para reunir a los hijos de Dios que están dispersos".

          Permitidme, como obispo vuestro, dirigir una palabra a todos, más allá de las legítimas distinciones que hay entre nosotros: "Volvamos a la Iglesia". No volvamos y quedémonos en Jerusalén, sino volvamos y quedémonos en la Iglesia.

          Volvamos como los discípulos de Emaús, que salieron repelidos de la comunidad por sus miedos, perezas, errores de cálculo y esperanzas frustradas. Porque el Señor aceptó morir por nosotros, nos perdonó y es capaz de hacernos volver llenos de alegría al encuentro con nuestros hermanos. Que el Espíritu, como hace con el pan y el vino, nos transforme en Iglesia.

          Dejemos que el Maestro nos sirva y lave los pies en el sacramento de la penitencia, y así destruya nuestra obstinada resistencia al perdón a y la misericordia. Porque él quiso ser nuestro esclavo, y con esa actitud nos muestra el verdadero sentido de la caridad recíproca.

          Como ministros de los sacramentos, los sacerdotes tienen en sus manos este perdón de Jesús. Pero para ello han de saber aprender a escuchar a los demás, antes que querer enseñarles; han de conocer el sufrimiento del penitente, antes que darle sus propios remedios; y han de experimentar el perdón de Dios sobre ellos mismos, antes de administrarlo a su alrededor.

          Como miembros activos de la Iglesia, los laicos han de aprender a colaborar en la misión de amor de Jesús, abriendo los ojos más allá de sus fronteras y familias, de sus amigos y valores culturales, de sus aspiraciones sociales y de sus propias ideas políticas, por muy justas que les parezcan.

          Al lavar los pies de sus apóstoles, Jesús no hizo distinción entre Judas (que lo traicionó), Pedro (que lo negó) o Juan (su discípulo amado). A todos los lavó por igual, mirándolos con el mismo amor con que abrazó al mundo desde la cruz. El único poder de la Iglesia es la cruz de Jesús, y su amor que habita en ella.

          Somos la Iglesia, luego ¡seamos esa Iglesia y hagamos Iglesia, escuchando con convicción a Dios y a nuestros hermanos! Que la escucha sea la forma concreta de la caridad eclesial, y que ésta se convierta en apertura hospitalaria a los demás, sin exclusiones ni prejuicios. Aprendamos a escucharnos antes de hablar, aprendamos a hacer espacio en lugar de ocuparlo, aprendamos a abrir en lugar de cerrar.

          Que la liturgia sea un lugar en que lleguemos a ser "un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo", celebrando nuestra relación con Dios y con los demás. Así construiremos la Iglesia de Jesús. Que los óleos que consagramos hoy en el altar fluidifiquen el dinamismo de nuestra sinodalidad. Que el lavatorio de los pies de Jesús nos capacite para hacer nosotros lo mismo con los demás. Que la eucaristía celebrada y recibida renueve en nosotros la pasión por la Iglesia y su misión.

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  Act: 07/11/22         @primados de la iglesia            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A