Reforzar la personalidad moral del cristiano

Sofía,.25.septiembre.2023
Arzob.
.Jristo.Proykov,.primado.de.Bulgaria

          Queridos hermanos, hay placeres y alegrías en la vida humana, y la línea que divide ambas es difícil de ver. A nivel general podemos decir que el placer es el que proporciona la felicidad del cuerpo, y la alegría la que proporciona la felicidad del alma. El placer vive por un momento y muere, y por eso cuando lo pruebas deja cierto sabor a muerte. La alegría es permanente, no puede morir y da alas para anhelar buenas obras. Acéptala y guardarás dentro de ti un soplo de eternidad.

          Pero para poder distinguir uno y otro (placer y alegría), y pasar de uno al otro, son necesarias las cuatro virtudes morales: prudencia, fortaleza, justicia, templanza. Sobre todo la moderación, y no sólo en el comer y el beber sino en todas las esferas de la vida, como las ambiciones, el autogobierno y la disciplina racional.

          La alegría cristiana requiere, por tanto, vigilancia y trabajo sobre sí mismo, tanto en la mente como en la voluntad. Un trabajo que, de forma gradual y constante, va haciendo que cada buena decisión haga más fácil la siguiente buena decisión, y más difícil la decisión equivocada contraria.

          Alguno preguntará ¿a qué viene esto? Lo dice el apóstol Pablo: Para que no haya "disensión en el cuerpo" (1Cor 12, 25) y mucho menos en el alma, en nuestras relaciones, en nuestra vida social. La moderación es el orden interno con el cual el cristiano podrá llevar una vida moral intachable, así como utilizar adecuadamente sus facultades y actuar con coherencia.

          Esto significa que un cristiano debe vigilar y tener cuidado de sí mismo, de sus acciones y de sus deseos, porque cualquier intemperancia (incluida la glotonería) es perjudicial, tanto para los demás como para sí mismo. Sin moderación, un cristiano puede perder la dirección correcta, y hacer que por medio de él los valores evangélicos se salgan de su cauce.

          El Catecismo de la Iglesia Católica dice que "la templanza es la virtud moral que rige la inclinación del hombre al placer". Y son muchos los placeres que hay que saber regir cristianamente: los sentidos del cuerpo, la curiosidad, las pretensiones de mando y los vicios. De no hacerlo, los instintos se harán incontrolables en nosotros, y correremos el riesgo de que los demás nos ataquen y nos destruyan, matando la semilla del Reino que había en nosotros.

          Hemos de aprender a mantener nuestro dominio sobre los instintos y deseos, dentro de los límites de la decencia. Es lo que nos recuerda el Eclesiástico ("no sigas la inclinación de tu instinto y de tus fuerzas, para no andar según los caprichos de tu corazón"; Eclo 5,2) y San Pablo ("no todo me conviene"; 1Cor 10,23).

          Ya en la antigüedad, los filósofos defendían el crecimiento en la virtud, comenzando por el místico y matemático Pitágoras. Platón hablaba del hombre de espíritu y del hombre de cuerpo en un estado de lucha constante, y Aristóteles llamaba a adquirir todas las virtudes, tanto las más elevadas como las primarias. La forja de nuestra personalidad moral es el servicio más abnegado que podemos ofrecer a Dios. En otras palabras: cada cristiano ha de saber gobernarse a sí mismo, porque como dice un dicho búlgaro, "si estiras la cuerda se romperá".

          Pero no sólo es necesaria la templanza en el hacer, sino también en el hablar. La gente necesita hablar, y toda alma, rebosante de preocupaciones, problemas o alegrías, anhela expresarse. Así, las palabras son el conducto que permite al alma comunicarse y comunicar. Pues bien, hay que saber dominar también nuestras palabras, si queremos ser fructíferos al predicar la palabra de Dios.

          Nunca interrumpas a otra persona para hablar de ti. Deja que él termine de hablar, y si te sientes tentado a hablar de ti mismo, ¿no estás pensando tan sólo en ti mismo? Si piensas en ti mismo, ya no estás disponible para los demás, y mucho menos para el reino de Dios. Para poder escuchar al otro, libérate primero de ti mismo.

          Y si hablas de ti mismo, que sea pensando en el otro, para iluminarlo, para calmarlo, para enriquecerlo, para animarlo. Y nunca para cansarlo ni ensombrecerlo. Si sabes escuchar, muchos acudirán a ti para hablar contigo, y podrás hablar de Dios. Estad atentos y en silencio ante los demás, y ellos se os abrirán y os escucharán.

          Aparte de templar nuestro hacer y hablar, hay que saber templar también nuestro amar, pues no hay ningún hombre sobre la tierra, ni lo habrá jamás, que escape del amor ilimitado de Dios. No tienes derecho a no amar, y mucho menos a desconfiar de aquel a quien Dios ama y en quien confía. ¿Estás desanimado por el pecado del otro? Repito las palabras de San Pablo: "Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia".

          ¿Quieres influir en el otro? Si crees que puedes hacer algo por tu cuenta, estás creando obstáculos. Nosotros no podemos hacer más que preparar el terreno y abrir el camino. El resto es de Dios. Él y sólo él es el que trabaja desde hace mucho tiempo para salvar y redimir. Así que querer influir en el otro no ha de pasar de ayudarlo a encontrar el Amor todopoderoso que cambia los corazones.

          En resumidas cuentas, la personalidad cristiana ha de pasar por: ver mucho, arreglar poco, callar mucho, perdonar mucho, olvidar rápido. Así amó Jesús, como dijo el propio evangelio: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los demás". Jesús cumplió magníficamente su misión, y ésta es hoy la misión del verdadero cristiano: frente al mal y al odio, seguir amando. Esto es lo que significa ser humano y cristiano.

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  Act: 25/09/23         @primados de la iglesia            E D I T O R I A L    M E R C A B A     M U R C I A