CICERÓN
Catilinarias

I
Oratio in Catilinam Prima in Senatu habita

Pronunciada el 8 noviembre 63 a.C. ante el Senado. La finalidad de esta primera Catilinaria no sólo consiste en la denuncia pública de la trama de la conspiración, sino también pretende poner de manifiesto que él, el cónsul Cicerón, dispone de medios no declarados que le permiten estar perfectamente enterado de las intrigas de los conjurados. Todo ello con el objetivo final de que Catilina, confundido e inseguro, abandonara Roma y se uniera al ejército de Manlio. El discurso incluye una etopeya de Catilina que insiste sobre el carácter licencioso de sus actividades y una caracterización social de sus partidarios. Cicerón consiguió el objetivo que se había propuesto y Catilina abandonó Roma ese mismo día.

I

¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos sé arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne(1), ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos?¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste; a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y, sin embargo, Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los quede nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la república previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Ha tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas.

Un ciudadano ilustre, Escipión, pontífice máximo, sin ser magistrado hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la república(2); y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio el mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su propia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyectaba una revolución(3). Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta república la norma de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado(4); no falta a la república ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos.

II

En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la república, y antes de que pasara una sola noche había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos(5); sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores(6), y había muerto también el consular Fulvio(7) con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules Mario y Valerio, la salud de la república. ¿Transcurrió un solo día sin que el castigo público se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe y la del pretor Sevilio?(8). ¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace veinte días la espada de vuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Según ese decreto tendrías que haber muerto al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la república, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía.

Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la república(9) crece día por día el número de los enemigos: el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno ala república. Si ahora ordenara que te prendieran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzgaran tardío. Pero lo que ha tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la república, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas.

III

¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas, ni las pare desde una casa particular contienen los clamores de la conjuración? ¿Si todo se sabe; si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Cogido como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar(10).

¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, el 27 de octubre, se alzaría en armas Manlio, secuaz y ministro de tu audacia?(11). ¿Me equivoqué, Catilina, no sólo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el 28 del mismo mes para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como por impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que aquel mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la república y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que había quedado, te dabas por satisfecho?

¿Qué más? Cuando confiabas apoderarte de Preneste(12) sorprendiéndola con un ataque nocturno el primero de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella colonia con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza.

IV

Recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la república que la tuya para perderla. Aludo ala noche en que fuiste entre falcarios(13) a casa de Leca(14) donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo probaré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos delos que contigo estuvieron.

¡Oh dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos!¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué república tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augusto del orbe entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando conviniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se les ofende.

Fuiste, pues, Catilina, aquella noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cómplices, determinaste adónde debía ir cada cual de ellos, elegiste los que habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que partirías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aún vivía yo. Ofreciéronse entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prometiendo ir aquella misma noche poco antes de amanecer a mi casa para matarme en mi propio lecho(15). Todo esto lo supe poco después de terminada vuestra junta, puse en mi casa más numerosa y fuerte guardia; a los que enviaste a saludarme tan de madrugada, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la entrada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes varones la hora en que irían a visitarme

V

Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Manlio, te aguarda como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Estátor, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Manlio, te aguarda como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Estátor, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad.

No se consentirá más que por un solo hombre peligre la república. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino con mi propia cautela. Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus demás competidores en el Campo de Marte(16), atajé tus malvados intentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siempre que atacaste a mi persona te rechacé personalmente, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria. Pero ya atacas a toda la república, ya pides la muerte para todos los ciudadanos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a ejecutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la práctica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si ordenara matarte quedarían en la república las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no ceso de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turbamulta que es la hez de la república. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Preguntas me: ¿Para ir al destierro? No lo mando; pero si me consultas, te lo aconsejo(17).

VI

Porque, Catilina, ¿qué atractivos puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, conjurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca?

¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no ejecutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo?¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando ha poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nuevas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verdaderamente increíble?(18). Maldad que callo y de buen grado consiento quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad se cometió tan feroz crimen oque no fue castigado. Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazado para las próximas idus(19). Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificultades y vergüenza domésticas, para concretarme a lo que atañe a la república entera, a la vida y conservación de todos nosotros.

¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ignora que la víspera del primero de enero(20), al terminar el consulado de Lépido y Tulo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para asesinar a los cónsules y a los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepentimiento ni el temor, sino la fortuna del pueblo romano?(21).

Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada consigues y, sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por acaso cayó de ellas?

Y sin embargo, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul(22).

VII

¿Pero cuáles tu vida ahora? Porque quiero hablar contigo de modo que no parezca me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a que no eres acreedor. Entraste ha poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las palabras el severísimo juicio del silencio? ¿Que, al sentarte, no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos consulares repetidas veces destinados por ti a la muerte, abandonar sus asientos cuando ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío?

Si mis esclavos me temieran como los ciudadanos te temen, pensaría en dejar mi casa, y tú no resuelves abandonar esta ciudad. Y si viera que mis conciudadanos tenían de mí, aunque fuera injustamente, sospecha tan ofensiva, preferiría quitarme de su vista a que me mirara todo el mundo con malos ojos. Y tú, que por la conciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido desde hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas y sentimientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarlos de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de todos nosotros, te odia y te teme, y ha tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza?

A ti se dirige, Catilina, y, callando, te dice(23): «Ninguna maldad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú solo mataste a muchos ciudadanos(24) y vejaste y saqueaste a los aliados(25); tú, no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino los hollaste y violaste(26). Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentada por ti solo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pueda intentarse contra mí que no dependa de tu aborrecida maldad no es tolerable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es fundado, para que no acabe conmigo; si inmotivado, para que alguna vez deje de temer».

VIII

Si, como he dicho, la patria te habla en estos términos, ¿no deberías atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entregado tú mismo para estar bajo custodia?(27). ¿Qué indica el que tú mismo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de Lépido?(28). Y no recibido en ella, te atreviste a presentarte ante mí y me pediste que te acogiera en la mía. Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío, vivíamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pretor Metelo(29); y rechazado también por éste, te fuiste a vivir con tu amigo el dignísimo Metelo(30), que te pareció sin duda el más diligente para guardarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enérgico para reprimirlos. Pero ¿crees que debe estar muy lejos dela cárcel quien se ha juzgado a sí mismo digno de ser custodiado?

Siendo esto así, Catilina, y no pudiendo morir aquí tranquilamente, ¿dudas en marcharte a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos? Propón al Senado, dices, mi destierro, y aseguras que, si a los senadores parece bien decretarlo, obedecerás. No haré yo una propuesta contraria a mis costumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Catilina; libra a la república del miedo; vete al destierro, si lo que esperas es oír pronunciar esta palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras si con el silencio te dicen su voluntad?

Si lo que te he dicho lo dijera a este excelente joven Sextio(31), a este esforzado varón, Marcelo(32), a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me hiciera sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tranquilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan éstos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuando tan en poco tienes sus vidas, sino también aquellos ilustres y honradísimos caballeros romanos, y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo número pudiste ver hace poco y comprender sus deseos y oír sus voces; cuyos brazos armados contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar.

IX

Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Meditar tú la huida? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojalá te inspirasen los dioses inmortal es tal idea! Veo, sin embargo, si mis exhortaciones te indujeran a ir al destierro, la tempestad de odio queme amenaza, si no ahora, por estar fresca la memoria de tus maldades, en lo porvenir. Poco me importa con tal que el daño sólo a mí alcance y no peligre la república. Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo delas leyes, que cedas a las necesidades de la república; porque a ti, Catilina, no te retrae de la vida licenciosa la vergüenza; ni del peligro el miedo; ni del furor la razón.

Por lo cual, como repetidamente te he dicho, vete, y si, cual dices, soy tu enemigo, excita contra mí el odio yendo derecho al destierro. Apenas podré sufrirlas murmuraciones de las gentes si así lo haces; apenas soportar el enorme peso de su aborrecimiento, si por mandato del cónsul vas al destierro. Pero si quieres procurarme alabanzas y gloria, sal de aquí con el modestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Manlio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz guerra a tu patria; regocíjate con este impío latrocinio para que se vea que no te he echado entre gente extraña, sino invitado a que te unas a los tuyos. Pero ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has enviado ya gente armada a Foro Aurelio(33) para que te aguarde; cuando sé que está ya convenido con Manlio y señalado el día; cuando sé que ya has enviado el águila de plata(34) que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hiciste sagrario en tu casa para tus maldades? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a alguien, pasando muchas veces tu impía diestra de su ara al asesinato de un ciudadano?

X

Irás, por fin, adonde te arrastra tu deseo desenfrenado y furioso, que no te ha de causar esto pena, sino increíble satisfacción. Para tal demencia te produjo la naturaleza, te amaestró la voluntad y te reservó la fortuna. Nunca deseaste, no digo la paz, ni la misma guerra como no fuese una guerra criminal. Has reunido un ejército de malvados, formado de gente perdida, sin fortuna, hasta sin esperanza.

¡Qué contento el tuyo! ¡Qué transportes de placer!¡Qué embriaguez de regocijo cuando en el crecido número de los tuyos no oigas ni veas un hombre de bien! Para dedicarte a este género de vida te ejercitaste en los trabajos, en estar echado en el suelo, no sólo a fin de lograr los estupros, sino también otras maldades, velando por la noche para aprovecharte insidiosamente del sueño de los maridos o de los bienes de los incautos. Ahora podrás demostrar tu admirable paciencia para sufrir el hambre, el frío, la falta de todo recurso que dentro de breve tiempo has de sentir. Al excluirte del consulado(35), logré al menos que el daño que intentaras contra la república como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio.

XI

Ahora, padres conscriptos, anticipándome a contestar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego escuchéis con atención lo que voy a decir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendimiento. Si mi patria, que me es mucho máscara que la vida; si toda Italia, si toda la república dijera: «Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad al que has demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes aguardan éstos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la conjuración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que le has echado de Roma, sino que le has traído a ella? ¿Por qué no mandas prenderle, porqué no ordenas matarle? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Quién te lo impide? ¿Las costumbres de nuestros mayores? Pues muchas veces en esta república los particulares dieron muerte a los ciudadanos perniciosos(36). ¿Las leyes relativas a la imposición del suplicio a los ciudadanos romanos?(37). Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la república. ¿Temes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena manera demostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito personal, sin que te recomendase el de tus ascendientes, te confirió tan temprano el más elevado cargo, eligiéndote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por librarte del odio o por temor a algún peligro! Y si temes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la fortaleza que el producido por la flojedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones; cuando ardan las casas, ¿crees que note alcanzará el incendio de la indignación pública?».

XII

A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé brevemente. Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora sola de vida hubiese concedido a ese gladiador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flaco y de otros muchos facciosos no les manchó, sino les honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me aborreciese la posteridad(38). Y aunque me amenazara esta desdicha, siempre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia es para el aborrecido un título de gloria.

No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliadoras, fomentaron las esperanzas de Catilina, y con no dar crédito a la conjuración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no solo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impusiera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano. En cambio entiendo que si éste cumple su propósito y se va a capitanear las tropas de Manlio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conjuración, ni tan perverso que no la confiese. Creo que con matar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la república, pero no lo atajaríamos para siempre; pero si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los demás náufragos recogidos de todas partes, no sólo se extinguirá esta peste tan extendida en la república, sino que también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males.

XIII

Ha mucho tiempo, padres conscriptos, que andamos entre estos riesgos de conjuraciones y asechanzas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevimientos han llegado a sazón en nuestro consulado; y si de tantos conspiradores sólo suprimimos éste, acaso nos veamos libres por algún tiempo de estos cuidados y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y de las entrañas de la república. Así como a veces los gravemente enfermos, devorados por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la dolencia, de igual modo la enfermedad que padece la república, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida.

Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar: sepárelos un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pretor urbano, de asediar la curia armados de espadas, de reunir manojos de sarmientos y teas para poner fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la república. Os prometo, padres conscriptos, que será tanta la activa vigilancia de los cónsules, tanta vuestra autoridad, tanto valor de los caballeros romanos y tanta la unión de todos los buenos, que al salir Catilina de Roma todo lo veréis descubierto, claro, sujeto y castigado.

Márchate, pues, Catilina, para bien de la república, para desdicha y perdición tuya y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parricidio; márchate a comenzar esa guerra impía y maldita. Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llamamos Estátor por ser guardador de Roma y de su imperio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus aras y de los otros templos, de las casas y murallas; librarás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemigos de la patria, ladrones de Italia, en criminal asociación unidos para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.

II
Oratio in Catilinam Secunda habita ad populum

Pronunciada el 9 noviembre 63 a.C. ante el pueblo de Roma. En este discurso Cicerón se muestra orgulloso de haber puesto al descubierto la conjuración y de haber conseguido forzar la huida de Catilina. Luego, al tiempo que alerta sobre los peligros que acechan desde el interior de la ciudad, pues son muchos los partidarios de Catilina que se han quedado, intenta calmar los ánimos de todos al prometerles su protección y vigilancia.  A continuación, tras una rápida y viva contraposición delas cualidades morales de los dos bandos, hace parodia de la distribución de los ciudadanos en cinco clases según el censo que aplica a los insurgentes, a los que clasifica también en cinco clases, pero atendiendo a su catadura moral.

I

Por fin, ciudadanos romanos, hemos arrojado dela ciudad, o hecho salir de ella, o acompañado hasta despedirle cuando se iba, a Lucio Catilina, desatada furia anhelosa de maldades, infame conspirador contra la salud de la patria, que a vosotros y a esta ciudad amenazaba con el hierro y el fuego. Salió, partió, huyó, escapó. Ya no fraguará aquel monstruo, prodigio de perversidad, dentro de estos muros ninguna desolación para Roma; ya no cabe duda de que hemos vencido al caudillo de esta guerra intestina; ya no removerá su puñal junto a nuestros pechos; ya estaremos sin temor en el Campo de Marte, en el foro, en el Senado y hasta en nuestras casas. Expulsado de Roma, Catilina abandonó su posición y ya no es sino un enemigo declarado, al cual, sin que nadie lo impida, haremos justísima guerra. Sin duda está perdido y hemos logrado contra él magnífica victoria al obligarle a dejar la emboscada para pelear en campo raso.

Pero juzgad cuán grande será su desesperación y abatimiento al ver que no lleva, como quería, la espada ensangrentada; que salió de aquí dejándonos vivos; que le arrancamos el puñal de las manos; que los ciudadanos quedan a salvo y la ciudad en pie. Caído está, ciudadanos romanos; siente el golpe que le ha postrado y abatido, y de seguro vuelve repetidas veces los ojos hacia esta ciudad, derramando lágrimas porque escapó de sus garras, mientras Roma creo que se regocija de haber vomitado y arrojado de sí tanta pestilencia.

II

Mas si alguno de vosotros, por ser tan celoso patriota como todos debieran serlo, me censura con vehemencia a causa de lo que yo considero un triunfo de mi discurso, acusándome de haber dejado escapar tan temible enemigo a quien debí prender, contestaré que no es mía la culpa, ciudadanos romanos, sino de las circunstancias. Ha tiempo que debió morir y ser castigado Catilina con gravísimo suplicio; así me lo pedían las costumbres de nuestros antepasados, la severidad de sus leyes y el interés de la República(39). ¿Pero cuántos pensáis que no daban crédito a lo que yo denunciaba? ¿Cuántos, por insensatez, lo consideraban quimera? ¿Cuántos procuraban defender al malvado? ¿Cuántos, por perversidad, le favorecían? Y aun si juzgara que, muerto Catilina, quedabais libres de todo peligro, ha tiempo le hubiese hecho matar, no sólo exponiéndome alodio de sus partidarios, sino hasta con peligro de mi vida.

Pero al ver que no para todos vosotros resultaba probada la conspiración, si le hubiese dado la merecida muerte, la animadversión que hubiera suscitado contra mí este hecho me habría impedido perseguir a sus cómplices. Por ello he puesto las cosas en términos de que, al verle enemigo declarado, le hagáis públicamente la guerra. Juzgad, ciudadanos, cuánto temeré a este enemigo fuera dela ciudad, al deciros que mi único pesar es que haya salido de ella tan poco acompañado. ¡Ojalá hubiese llevado consigo a todos sus partidarios! Sacó con él a Tongilio, a quien comenzó a amar desde que llevaba la toga pretexta(40); a Publicio y Minucio(41), cuyas deudas en las tabernas ninguna perturbación podían causar al estado. ¡Y qué sujetos dejó! ¡Qué entrampados! ¡Qué poderosos!¡Qué nobles!

III

Por mi parte, contando con nuestras veteranas legiones de la Galia, las que Metelo tiene en los campos Piceno y Galicano, con las fuerzas que día por día voy yo reuniendo, desprecio profundamente un ejército compuesto de viejos desesperados(42), de rústicos disolutos, de aldeanos malgastadores, de hombres que han preferido faltara su obligación de comparecer en juicio a faltar ala rebelión; de gentes, en fin, a quienes podría anonadar, no digo presentándoles nuestro ejército, sino un edicto del pretor(43). A estos que veo revolotear por el foro, estacionarse a las puertas del Senado y aun penetrar en esta asamblea, perfumados con olorosos ungüentos, fulgurando con sus trajes de púrpura, a estos partidarios suyos hubiese yo preferido que llevara consigo Catilina, porque os anuncio que la permanencia aquí de tales desertores del ejército rebelde es más tembleque el mismo ejército. Y aun son más de temer, porque saben que conozco sus designios y no se asustan.

Viendo estoy a quien, en la distribución hecha, le ha correspondido la Apulia; a quien la Etruria; a quien el territorio de Piceno; a quien el Galicano; quien pidió se le encargase de la matanza y el incendio en esta ciudad. Saben que estoy informado de todos sus acuerdos de antes de anoche, acuerdos que ayer declaré en el Senado. El mismo Catilina tembló y huyó. ¿Qué aguardan éstos? ¡Ah, cuánto se equivocan si esperan que haya de ser perpetua mi anterior indulgencia! Logré al fin lo que me proponía; poner de manifiesto a todos vosotros la existencia de una conjuración contra la república; porque no habrá quien suponga que los parecidos a Catilina dejan de obrar como él. Ya no cabe la indulgencia. Los mismos hechos reclaman el castigo. Concedo, sin embargo, a los cómplices que salgan de esta ciudad, que se ausenten; no hagan que al mísero Catilina impaciente del deseo de verles. Les diré el camino: se fue por la vía Aurelia(44) y, si van deprisa, les alcanzarán al anochecer.

IV

¡Oh afortunada república si Roma logra arrojar de sí esta canalla! En verdad, con sólo haber expulsado a Catilina, paréceme ya liberada y restablecida; porque, ¿cuál maldad o infamia podrá imaginarse que él no concibiera? ¿Qué envenenador, qué gladiador, qué ladrón, qué asesino, qué parricida, qué falsificador de testamentos, qué autor defraudes, qué disoluto, qué perdido, qué adúltero, qué mujer infame, qué corruptor de la juventud, qué depravado y deshonrado puede encontrarse en toda Italia que no confiese haber tenido familiarísimo trato con Catilina? ¿Qué homicidio se ha cometido en estos últimos años sin que él intervenga? ¿Qué abominable estupro sin su mediación?

Nadie tuvo como él la habilidad de seducir a los jóvenes, amando a unos con amor torpísimo; prestándose a los impúdicos deseos de otros; prometiendo a unos el goce de sus liviandades, a otros la muerte de sus padres y no sólo induciéndoles, sino ayudándoles a realizarla. Así ha reclutado con tanta rapidez, no sólo en la ciudad, sino en los campos, tan numerosa turba de perdidos. Ni en Roma, ni hasta en el último rincón de Italia, hay ningún acribillado de deudas(45) a quien no haya hecho entrar en la asociación para esta increíble maldad.

V

Y a fin de que podáis conocer sus varias aficiones en los más diversos asuntos, diré que cuantos en la escuela de los gladiadores se distinguen algo por la audacia de sus hechos, confiesan ser íntimos amigos de Catilina y no hay en el teatro ninguno que sobresalga por liviano y tunante, que no se precie de haber sido su asiduo compañero. Y este mismo hombre, habituado en el ejercicio de estupros y maldades, a pasar frío, hambre, sed y falta de sueño, tenía entre tales hombres fama de bravo, mientras malgastaba en liviandades y atropellos los recursos de su ingenio y sus condiciones de valeroso y esforzado.

Si tras de él se fueran todos sus partidarios; si saliera de la ciudad esa turba de hombres desesperados y perversos, ¡oh dichosos de nosotros! ¡Oh afortunada república! ¡Oh glorioso consulado el mío! Porque los deseos y atrevimientos de esos hombres ni tienen límites, ni pueden ser humanamente tolerados. No piensan sino en muertes, incendios y robos; malgastaron su patrimonio, devoraron su fortuna, se les acabó el caudal ha tiempo y empieza a faltarles el crédito, pero permanecen en ellos los gustos dispendiosos de la opulencia. Si en el vino y en el juego sólo buscaran el placer de la gula y la lujuria, aun desesperando de ellos, podrían ser tolerados. Pero, ¿quién ha de sufrir las asechanzas de los cobardes contra los esforzados, de los necios contra los sensatos, de los borrachos contra los sobrios, delos perezosos contra los activos? Paréceme estarles viendo en sus orgías recostados lánguidamente, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez, hartos de manjares, coronados de guirnaldas, inundados de perfumes, enervados por los placeres, eructando amenazas de matar a los buenos y de incendiar Roma.

Pero confío en que les arrastra un sino adverso y que tienen, si no encima, muy cerca el merecido castigo de su improbidad, maldades, vicios y crímenes. Si durante mi consulado extirpo estos miembros gangrenados de imposible curación, no por breve tiempo, sino por muchos siglos quedará tranquila la república, pues no hay nación alguna a quien debamos temer, ni ningún rey que pueda hacer la guerra al pueblo romano. En el exterior, por mar y tierra, todo lo mantiene en paz el valor de uno(46). Sólo nos quedan las guerras intestinas; dentro tenemos las asechanzas, dentro el peligro, dentro los enemigos. Contra el vicio, la demencia y la maldad, hemos de combatir. En esta guerra, ciudadanos, yo prometo ser vuestro jefe y echar sobre mí la malevolencia de todos los perdidos. Cuanto pueda curarse, a cualquier costa lo curaré; pero lo que sea preciso extirpar, no permitiré que continúe para daño de Roma. Así pues, o váyanse, o esténse quietos, y si continúan en Roma y persisten en sus intentos, esperen lo que merecen.

VI

Pero hay quienes aseguran, ciudadanos, que yo he lanzado al destierro a Catilina. Si pudiera hacer esto con mis palabras, también desterraría a los que tal dicen. Como el hombre es tan tímido y pusilánime, no pudo resistir las frases del cónsul, y cuando le dijo que se fuera al destierro, obedeció y se fue. Ayer, después de estar en riesgo de ser asesinado en mi propia casa(47), convoqué al Senado en el templo de Júpiter Estátor y descubrí a los senadores cuanto se tramaba. Cuando llegó Catilina, ¿qué senador le dirigió la palabra?¿Quién le saludó? ¿Quién, finalmente, dejó de mirarle, no como mal ciudadano, sino como mortal enemigo? Los principales senadores abandonaron y dejaron vacíos los asientos del lado al que él se acercó.

Entonces fue cuando yo, el cónsul, cuyas frases se supone que bastan para desterrar a los ciudadanos, pregunté a Catilina si había estado o no en la reunión habida la noche anterior en casa de Leca. Convencido por el testimonio de su conciencia, aquel hombre audaz empezó por callar, y entonces hice patente todo lo demás, explicando lo que había tratado dicha noche, dónde estuvo, lo que dispuso para la noche inmediata y el plan de guerra que había adoptado. Viéndole vacilante y sin saber qué decir, le pregunté por qué titubeaba en ira donde desde tiempo antes tenía dispuesto, sabiendo yo que ya había enviado las armas, las segures, las fasces, las trompetas, las banderas y hasta aquella águila de plata a la que tributaba en su casa culto criminal e infame(48).

¿Echaba yo a destierro al que veía ya metido en la guerra? ¿Será preciso creer que el centurión Manlio, acampado en el territorio Fesulano, ha declarado por sí y ante sí la guerra al pueblo romano, que esas tropas no esperan como general a Catilina y que, desterrado éste, irá a Marsella, según se dice, y no al campamento de Manlio?

VII

¡Oh cuán difícil es esta situación, no sólo para gobernar, sino para salvar la república! Si ahora Lucio Catilina cercado y debilitado en fuerza de mis providencias y a costa de mi trabajo y riesgo se amedrentara de pronto, mudara de propósito, abandonara a los suyos, desistiese de todo intento belicoso y, dejando el camino de la maldad y de la guerra, tomase el de la fuga y el destierro, no se diría que quité a su audacia las armas, que le intimidé y aterré con mi actividad, que frustré sus esperanzas y sus intentos, sino que el cónsul, empleando la fuerza y las amenazas, le obligó a salir para el destierro sin oírle y siendo inocente; y si esto hiciera Catilina, no faltaría quien le creyera, no perverso, sino desdichado, y a mí, no cónsul vigilante, sino cruelísimo tirano.

Pero dispuesto estoy, ciudadanos, a sufrir la tempestad de inicuos e injustificados odios, con tal de alejar de vosotros el peligro de esta horrible y criminal guerra. Dígase que yo le eché, con tal deque se vaya al destierro; pero creedme, no irá. Nunca pediré a los dioses inmortales, para librarme del odio, que llegue a vuestros oídos la noticia de estar Catilina al frente del ejército enemigo, y de que acude con las armas en la mano; pero no transcurrirán tres días sin que lo oigáis, y mucho más temo hacerme odioso por haberle dejado ir libre que por echarle. Pero cuando yéndose voluntariamente Catilina algunos hombres dicen que fue desterrado, ¿qué dirían si le hubieran visto muerto?

Verdad es que al asegurar que va a Marsella, más bien lo temen que lo lamentan. Ninguno de ellos es tan compasivo que no desee verle dirigirse al campamento de Manlio en vez de ir a Marsella; y seguramente él, aun cuando antes no hubiera meditado lo que hace, preferiría vivir en sus criminales empeños a morir desterrado. Pero como hasta ahora todo le ha salido a medida de sus deseos, excepto el dejarme con vida, al irse de Roma, mejor será desearles destierro que lamentarlo.

VIII

¿Mas por qué hablamos tanto de un solo enemigo, de un enemigo que ya se ha declarado portal y a quien no temo desde que, como deseé siempre, hay un muro entre él y nosotros, y nada decimos de los que disimulan y permanecen en Roma y viven a nuestro lado? A éstos quisiera en verdad, si fuera posible, en vez de castigarlos, convencerlos y reconciliarlos con la república, y entiendo que esto podrá ser si quieren escucharme. Porque os voy a decir, ciudadanos, de qué clases de hombres se compone ese partido, y después aplicaré a cada uno de ellos, si puedo, la medicina de mi consejo y amonestación.

Forman una clase los que teniendo grandes deudas poseen, sin embargo, bienes de más valía, pero no queriendo desprenderse de ellos, tampoco pueden pagar las deudas. Las riquezas hacen a éstos parecer respetables, pero su conducta y su causa son indecorosas. ¿Tú has de ser rico en tierras, encasas, en plata, en esclavos y en todas las demás cosas, y dudas en perder algo de tu riqueza para ganarlo en crédito? ¿Qué aguardas? ¿La guerra?¿Acaso piensas que de la general devastación se libraran tus bienes? ¿La abolición de las deudas? ¡Cómo se equivocan los que tal cosa aguardan de Catilina! Yo seré quien acabe con las deudas, pero obligando a los deudores a vender sus bienes; pues no hay otro camino para que éstos dejen a salvo su responsabilidad. Y si lo hubieran querido seguir antes, no comprometiendo las rentas de sus bienes en lucha con la usura (lo cual es necedad grandísima), tendríamos en ellos ciudadanos más ricos y mejores. No creo, sin embargo, a los que en tal caso se encuentran muy temibles, porque se les puede convencer, y si persisten en sus opiniones, paréceme que harán más votos que armas contra la república.

IX

Forman otra clase los acribillados de deudas que esperan lograr el poder y lo desean para conseguir por la perturbación de la república los cargos y honores que no lograrían en circunstancias normales. Daré a éstos un consejo que hago extensivo a todos los demás, y es que desesperen de conseguir lo que desean. El primer obstáculo soy yo, que vigilo y acudo a la defensa de la república, y además es mucho el ánimo y aliento de los buenos ciudadanos, grande su número, estrecha su unión y grueso el ejército con que cuentan. Finalmente, los dioses inmortales protegerán contra tan violenta maldad a este invicto pueblo, a este preclaro imperio, a esta hermosa ciudad. Y aunque lograran realizar sus furiosos deseos, ¿esperan ser cónsules, dictadores o reyes en una ciudad reducida a cenizas e inundada desangre de ciudadanos, que es lo que su mente malvada y criminal imagina? ¿No ven que el poder que desean tendrían que darlo, si lo obtuviesen, a algún esclavo fugitivo o a algún gladiador?

Viene después otra clase de hombres de avanzada edad, pero robustecidos por el ejercicio. A dicha clase pertenece Manlio, a quien Catilina sucede ahora en el mando. Son éstos de las colonias que Sila(49) fundó, las cuales, consideradas en conjunto, parécenme compuestas de excelentes y fortísimos ciudadanos; pero hay entre ellos muchos que malgastaron en vanidades y locuras las riquezas con que de repente e inesperadamente se vieron. Por construir casas como los grandes señores, tener tierras, muchos esclavos y dar suntuosos banquetes, contrajeron tantas deudas que, para salvarlos, sería preciso resucitar a Sila. Han asociado a sus criminales intentos algunas gentes del campo, personas pobres e indigentes, impulsadas por la esperanza de la repetición de las antiguas rapiñas. A unos y otros los pongo, ciudadanos, en la misma clase de ladrones y salteadores. Adviértoles, sin embargo, que se dejen de locuras y no piensen en proscripciones y dictaduras. Tan a lo vivo le llegó a la ciudad el dolor de lo que pasó entonces, que creo no hayan de sufrirlo nuevamente, no ya los hombres, sino ni siquiera los brutos.

X

En la cuarta clase hay una mezcla confusa y turbulenta de hombres que desde hace tiempo se ven abrumados de deudas, que nunca levantarán la cabeza, que parte por holgazanería, parte por hacer malos negocios, parte por derrochadores, hace ya tiempo que andan de pie quebrado en punto adeudas; los cuales dicen que, aburridos por tantas citaciones, juicios y venta de bienes, se van, lo mismo de la ciudad que del campo, al ejército enemigo. Estos me parecen más a propósito para dilatar el pago de sus deudas que para luchar con valor. Si no pueden permanecer en pie, déjense caer, pero de tal modo, que ni la ciudad ni los vecinos más inmediatos lo sientan. Y en verdad no entiendo por qué, si no pueden vivir honrados, quieren morir con deshonra, o por qué creen que es menos doloroso morir acompañados que morir solos.

En quinto lugar están los parricidas, los asesinos y todos los demás criminales. No pretendo apartarlos de Catilina. Imposible sería separarlos de él, y deben perecer como malvados, porque no hay cárcel bastante capaz para encerrar a tantos como son. La última clase de esta gente, por su número como por sus condiciones y costumbres, es la delos más amigos de Catilina, la de sus escogidos, mejor dicho, la de sus íntimos. Los reconoceréis en lo bien peinados, elegantes, unos sin barba, otros con la barba muy cuidada; con túnicas talares y con mangas, que gastan velos en vez de togas(50), cuyas ocupaciones y asiduo trabajo son prolongarlos festines hasta el amanecer

En este rebaño figuran todos los jugadores, todos los adúlteros, todos los que carecen de pudor y vergüenza. Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no sólo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter enveneno; y si no se van, si no perecen, tened entendido que, aun cuando se acabe con Catilina, serán para la república un semillero de Catilinas. Y, sin embargo, ¿qué desean esos desdichados?¿Querrán llevarse al campamento sus mujerzuelas?¿Cómo han de pasar sin ellas estas largas noches de invierno? ¿Cómo han de poder sufrir las escarchas y nieves del Apenino? Acaso crean que, por saber bailar desnudos en los festines, les será más fácil soportar el frío.

XI

¡Oh temible guerra en la cual tales hombres serán la cohorte pretoriana, la escolta de Catilina! Ordenad ahora, ciudadanos, contra las brillantes tropas de Catilina vuestras fuerzas y vuestros ejércitos, y empezad oponiendo a ese gladiador medio vencido vuestros cónsules y vuestros generales, y después llevad contra ese montón de náufragos de la fortuna, contra esa extenuada muchedumbre la flor y la fuerza de toda Italia. Nuestras colonias y municipios valen más que los cerros y bosques que a Catilina servirán de fortalezas, y no debo comparar las demás tropas, pertrechos y fuerzas vuestras con la escasez de recursos de aquel ladrón.

Aun prescindiendo de lo que tenemos y él carece, el Senado, los caballeros romanos, el pueblo, la ciudad, el tesoro público, los tributos, toda Italia, todas las provincias, las naciones extranjeras; aun prescindiendo, repito, de todo esto, y comparando solamente las dos causas rivales, podremos comprender el abatimiento de nuestros contrarios; porque de esta parte pelea la dignidad, de aquélla la petulancia; de ésta la honestidad, de aquélla las liviandades, de ésta la lealtad, de aquélla el fraude; de ésta la piedad, de aquélla la perversión; de ésta la firmeza, de aquélla el furor; de ésta la virtud, de aquélla el vicio; de ésta la continencia, de aquélla la lujuria; finalmente, la equidad, la templanza, la fortaleza, la prudencia, todas las virtudes combaten con la iniquidad, la destemplanza, la pereza, la temeridad, todos los vicios. Por último, luchan aquí la abundancia con la escasez; la razón con la sinrazón; la sensatez con la locura, y la esperanza bien fundada con la total desesperación. En tal combate, aunque falte el favor de los hombres,¿han de permitir los dioses que tan preclaras virtudes sean vencidas por tantos y tales vicios?

XII

Siendo esto así, lo que a vosotros toca, ciudadanos, es defender vuestras casas, como antes dije, con guardas y vigilantes, que en cuanto a la ciudad, ya he tomado las medidas y dado las órdenes necesarias para que, sin turbar vuestro reposo y sin alboroto alguno, esté bien guardada. Todas vuestras colonias y municipios, a quienes ya he dado cuenta de la correría de Catilina, defenderán fácilmente sus poblaciones y territorios. Los gladiadores, con quienes Catilina proyectaba formar el cuerpo más numeroso y seguro, aunque mejor intencionados que algunos patricios, serán contenidos en nuestro poder. Quinto Metelo, a quien, en previsión de lo que pasa, envié al Piceno y a la Galia, o vencerá a ese hombre o le atajará en sus movimientos y designios. Respecto a lo que falta ordenar, apresurar o precaver, daré cuenta al Senado que, como veis, acabo de convocar.

En cuanto a los que permanecen en la ciudad y dejó en ella Catilina para la ruina de Roma y de todos vosotros que habitáis en ella, aunque son enemigos, como nacieron conciudadanos nuestros, quiero hacerles y repetirles una advertencia: milenidad, que acaso haya parecido excesiva, ha esperado hasta que saliera a luz lo que estaba encubierto. En lo sucesivo no puedo olvidar que ésta es mi patria; que soy cónsul de éstos, y que con ellos he de vivir o morir por ellos. Nadie guarda las puertas de la ciudad, nadie les acecha en el camino; si alguno quiere salir, yo puedo tolerarlo. Pero el que se proponga alterar el ordenen Roma, el que yo sepa que ha hecho o proyecta hacer o intenta algo en daño de la patria, conocerá a costa suya que esta ciudad tiene unos cónsules vigilantes, excelentes magistrados, un Senado fuerte y valeroso, armas y, finalmente, cárcel, que para el castigo de estos grandes y manifiestos crímenes la establecieron nuestros antepasados.

XIII

Y todo esto se realizará, ciudadanos, haciéndolas más grandes cosas con el menor ruido, evitándolos mayores peligros sin alboroto alguno y terminando una guerra intestina y doméstica, la mayor y más cruel de que los hombres tienen memoria, sin más general ni jefe que yo, un hombre de toga(51). Y me he de gobernar en esta guerra de tal modo, ciudadanos, que, si es posible, ni uno solo de los perversos sufra en esta ciudad el castigo de sus crímenes. Pero si la audacia, acudiendo públicamente a la fuerza, o el peligro inminente de la patria me impiden continuar en la vía de clemencia a que mi corazón se inclina, haré, al menos, una cosa que en tan grande y traidora guerra apenas parece que se puede desear, y es que no muera ninguno de los buenos y que con el castigo de unos pocos se logre al fin salvar a todos vosotros.

Y lo que os prometo, ciudadanos, no es fiado en mi prudencia ni en los consejos de la humana sabiduría: me han hecho formar este juicio y concebir esta esperanza las muchas y claras muestras que de su favor han dado los dioses inmortales, quienes ya no sólo nos protegen, como solían hacerlo, de los enemigos exteriores y lejanos, sino que también demuestran su poder defendiendo sus templos y los edificios de Roma. A ellos debéis, ciudadanos, pedir, rogar y suplicar que esta ciudad, hecha por su voluntad hermosísima, floreciente y muy poderosa, vencidos en mar y tierra todos sus numerosos enemigos, la defiendan de la maldad de algunos perdidos y criminales ciudadanos.

III
Oratio in Catilinam Tertia habita ad popvlvm

Pronunciada el 3 diciembre 63 a.C. ante el pueblo de Roma. La finalidad primordial de este discurso era dar cuenta al pueblo de lo acaecido el día anterior y de la sesión del Senado habida en la mañana de este mismo día 3. Justamente el día 2 de diciembre habían sido detenidos en los alrededores de Roma unos emisarios de los alóbroges con cartas de presentación ante Catilina y con otras en que se instigaba a la asamblea de este pueblo a secundar la revuelta. Por ello se apresuró a detener a los implicados y a convocar el Senado en la mañana del día 3, y allí se presentaron las evidencias ante los inculpados (que, incapaces de rebatirlas, acabaron por confesar sus culpas). En la parte final de su discurso, Cicerón se extiende en consideraciones sobre lo singular de la acción de gracias, hace hincapié en la decisiva intervención de Dios, destaca las diferencias entre esta conjura y otras contiendas civiles anteriores y muy particularmente realza las divergencias entre las victorias logradas en el exterior y ésta (habida sobre un enemigo interior).

I

La república, ciudadanos romanos, la vida de todos vosotros, vuestras fortunas y bienes, vuestras mujeres e hijos, esta capital del gloriosísimo imperio, esta hermosísima y por todo extremo afortunada ciudad, ha sido en el día de hoy, por el sumo amor que os tienen los dioses inmortales, y gracias a mis esfuerzos, vigilancia y peligros, salvados del incendio y la matanza, librándoos de las garras de un hado adverso y siéndoos restituida y conservada la patria.

Puede decirse que el día en que se nos salva la vida no es menos feliz y solemne que aquel en que nacemos, porque la salvación es un goce positivo y cierto, y el nacimiento principio de incierta vida, y porque nacemos sin conocimiento y nos salvamos con plena satisfacción. Por ello, si la gratitud de nuestros antepasados puso entre los dioses inmortales a Rómulo, el fundador de esta ciudad, vosotros y vuestros descendientes deberéis honrar la memoria del magistrado que, encontrándola fundada y engrandecida, la salvó de su ruina. Porque toda la ciudad, templos, oratorios, casas y murallas estaban a punto de ser cercados por el fuego que supimos apagar, como también embotamos las espadas levantadas contra la república y apartamos de vuestras gargantas los puñales que las amenazaban.

Y puesto que ya lo he expuesto, aclarado y desvelado todo en el Senado, os daré brevemente cuenta de ello. Ignoráis aún cuán grande y evidente era la conspiración y los medios empleados para descubrirla y dominarla. Vais a saberlo, satisfaciendo yo vuestra justa impaciencia. Primeramente, desde que hace pocos días salió Catilina de Roma(52), dejando aquí sus infames cómplices y los jefes más acérrimos de la malvada guerra contra la patria, aumenté mi vigilancia y las precauciones para quedar a salvo de sus ocultos intentos.

II

Cuando arrojaba a Catilina de la ciudad (no temo pronunciar esta palabra(53); más bien temo que se me acuse de haberle dejado con vida), cuando quería exterminarle, creí que con él partirían sus cómplices, o que, quedando aquí sin él, serían impotentes para realizar sus malvados proyectos; pero al ver que aquellos a los que sabía inflamados por la mayor audacia y maldad continuaban en Roma y permanecían a nuestro lado, dediqué por completo los días y las noches a observar sus actos, a penetrar sus designios, pues, sabiendo, dada la magnitud del crimen, que vuestros oídos no darían crédito a mi discurso si no vieseis con vuestros propios ojos las pruebas manifiestas, debía amarrar perfectamente el caso a fin de que atendierais a vuestra salvación. Para sublevar a los galos y encender la guerra más allá de los Alpes, solicitó Léntulo(54) a los comisionados de los alóbroges(55), quienes iban ya a ponerse en camino y a dar cuenta a sus compatriotas, llevando cartas para entenderse, al paso, con Catilina. Acompañábalos Volturcio, portador también de otra carta para Catilina. Sabedor de estos hechos, creí haber conseguido, en fin, lo que, dada su dificultad, con tanta ansia pedía a los dioses inmortales, que la conspiración quedara descubierta, no sólo para mí, sino también para el Senado y para vosotros.

Llamé ayer(56) a mi casa a Flaco y Pontinio, pretores valerosos y de probado amor a la república. Diles cuenta de todo y les manifesté lo que habían de hacer. Su fidelidad a la preclara y egregia república no les consintió rehusar ni retardar la ejecución: al anochecer fueron en secreto al puente Mulvio y se apostaron separadamente en dos casas de campo entre las cuales corre el Tíber y está el puente(57). Los acompañaban muchos hombres valerosos reunidos también sin que las gentes lo advirtieran, y yo mismo les envié bastantes jóvenes de la prefectura de Rieti(58), escogidos y armados con espadas, cuyos servicios utilizo para la tranquilidad de la república. Hacia las tres de la madrugada empezaron a pasar sobre el puente Mulvio con numeroso acompañamiento los legados de los alóbroges, y con ellos Volturcio. Acometióseles con ímpetu. Ellos y los nuestros empuñaron las espadas. Sólo los pretores estaban enterados; los demás todo lo ignoraban.

III

Al llegar Pontinio y Flaco hicieron cesar el combate empeñado. Todas las cartas, bien cerradas y selladas que los comisionados llevaban, se las entregaron a los pretores, y los legados y sus acompañantes fueron presos y traídos a mi casa al amanecer. Ordené en seguida que me llevaran al más perverso autor de estas criminales maquinaciones, Gabinio Cimber, el cual nada sabía de lo ocurrido. Hice también conducir a mi presencia a Estatilio y después a Cetego.

El que más tardó fue Léntulo. Sin duda el escribirlas cartas entregadas a los embajadores de los alóbroges le hizo velar aquella noche más de lo que acostumbra(59).

Al saberse estos sucesos acudieron a mi casa multitud de ciudadanos distinguidos, los cuales deseaban que abriese las cartas antes de presentarlas en el Senado, para que, si no contenían ninguna cosa grave, no pareciera que por temor mío alarmaba a la población. Me negué a ello, porque, tratándose de un peligro de carácter público, quien primero debía conocer las pruebas era el Consejo público. En efecto, ciudadanos, aunque las cartas no dijeran lo que se me había referido, no temes que se censurara como excesiva mi prudencia cuando en tan gran peligro se encontraba la república.

Entonces, como habéis visto, reuní con amplia concurrencia el Senado, y al mismo tiempo envié un hombre seguro y valeroso, el pretor Sulpicio, a casa de Cetego para apoderarse de las armas que, según aviso de los alóbroges, había en ella; cogieron, en efecto, gran cantidad de espadas y puñales.

IV

Hice entrar a Volturcio sin los galos. Por orden del Senado, y a nombre de la república, le garanticé la impunidad, excitándole a que sin temor ninguno dijera cuanto supiese. Cuando se repuso del gran terror que le dominaba, declaró que Léntulo le había dado para Catilina una carta e instrucciones, a fin de que se valiese del servicio de los esclavos y se acercara pronto con su ejército a Roma. Según el plan convenido, debía llegar a las puertas de la ciudad al mismo tiempo que los conjurados incendiaban todos los barrios y asesinaban multitud de ciudadanos. Catilina detendría a los que intentaran huir, uniéndose en seguida dentro de Roma a los cabecillas de su facción.

Introducidos después los galos, declararon haber recibido de Léntulo, Cetego y Estatilio juramentos y cartas para sus compatriotas; que éstos y Casioles habían recomendado enviar cuanto antes a Italia fuerzas de caballería, porque de infantería no había de faltarles. Léntulo, además, les había asegurado que, según las profecías de los libros sibilinos(60) y las respuestas de los arúspices, él era el tercer Cornelio, a quien los hados destinaban por necesidad a reinaren Roma con poder absoluto, como los dos Cornelios anteriores, Cinna y Sila(61). Díjoles, además, que este año, el décimo, desde la absolución de las vestales(62), y el vigésimo desde el incendio del Capitolio(63), era el fatalmente destinado a la destrucción de Roma y de su imperio.

También declararon los galos que Cetego no estaba de acuerdo con los demás conjurados respecto al día en que debía producirse la matanza y el incendio de Roma, pues mientras Léntulo y otros querían que fuese en las fiestas Saturnales(64), le parecía a aquél demasiado lejano dicho plazo.

V

Pero abreviemos este relato. Hago presentar a los conjurados las cartas que se les atribuyen. El primero a quien enseño su sello es Cetego, que lo reconoce. Corto el hilo, y abro la carta(65). Escribía de su puño y letra al Senado y al pueblo de los alóbroges, asegurándoles que cumpliría lo que a sus legados había prometido y rogándoles hicieran ellos lo que éstos ofrecían. Cetego, que había explicado la captura en su casa de gran número de espadas y puñales diciendo que siempre fue aficionado a buenas armas, a la lectura de su carta quedó aterrado y confundido, y el testimonio de su propia conciencia le hizo enmudecer.

Hízose entrar después a Estatilio, quien reconoció también su letra y su sello. Leída la carta, resultó escrita en el mismo sentido y confesó su culpa. Entonces se le enseña la suya a Léntulo y le pido reconozca su sello, como lo hizo. «En efecto le dije, este sello es fácil de reconocer, porque contiene la imagen de tu abuelo, varón insigne que sólo amó a su patria y a sus conciudadanos(66); aunque muda, debió apartarte esta imagen de tanta maldad».

Su carta al Senado y al pueblo de los alóbroges fue leída como las precedentes. Le permito hablar si tiene algo que decir. Empieza negando; pero habiéndosele mostrado todas las pruebas, se levanta y pregunta a los galos qué negocio tenía con ellos y por qué motivo habían ido a su casa. Igual pregunta hizo a Volturcio. Respondieron éstos breve y serenamente, citando las veces que fueron a verle y quién los había llevado, y preguntándole a su vez sino era cierto que les había hablado de los libros sibilinos. Entonces la maldad le enloquece y se revela toda la fuerza de la conciencia, pues, pudiendo haber negado el hecho, de repente, contra la opinión de todos, lo confiesa. Y no mostró el ingenio y práctica en el decir que le son peculiar es para excusar su manifiesta y evidente maldad, ni tampoco el descaro y la insolencia en que supera a todos.

Volturcio pidió en seguida fuese abierta la carta que Léntulo le había dado para Catilina. Aunque muy perturbado ya Léntulo, reconoció también su letra y su sello. La carta no tenía firma y decía: «Por el que te envío sabrás quién soy. Procura mostrarte hombre; piensa en el paso que has dado y mira lo que te es preciso hacer. Busca auxiliares en todas partes, aun entre los ínfimos»(67). Introducido después Gabinio, comenzó por negar descaradamente y acabó por convenir en cuanto los galos le imputaban.

He aquí, pues, ciudadanos, las pruebas ciertísimas y los testimonios irrecusables del crimen: cartas, sellos, letra y la confesión de cada uno de los culpados; aun tenía a la vista otros más ciertos: su palidez, sus miradas, la alteración de su semblante, su silencio. Al verlos tan consternados, mirando al suelo, lanzándose mutuamente furtivas ojeadas, parecían, no acusados por otros, sino reos que mutuamente se denuncian.

VI

Expuestas las pruebas y oídas las declaraciones, consulté al Senado, a fin de saber lo que quería que se hiciese para la salvación de la república. Los más ilustres senadores han propuesto determinaciones duras y enérgicas, aprobadas por unanimidad. Como el senado consulto no está aún escrito, os referiré de memoria, ciudadanos, lo que dispone.

En primer lugar, se me muestra el mayor agradecimiento por haber librado a la república con mi valor, solicitud y previsión de los mayores peligros. Después los pretores Flaco y Pontinio son elogiados con razón y justicia por el celo y abnegación con que me han secundado; también se alaba a mi colega en el consulado por haberse apartado en su conducta pública y privada de los comprometidos en esta conjuración(68). Se ordena que Léntulo renuncie a la pretura y sea después encarcelado(69); también se manda prender a Cetego, Estatilio, Gabinio, todos los cuales estaban presentes. Se decreta igualmente la prisión de L. Casio, que había tomado a su cargo la misión de incendiar la ciudad; de Cepario, designado para sublevar los pastores de la Apulia; de Furio, uno de los colonos establecidos por Sila en Fiesole; de Amnio Quilón, que intervino en todas las intrigas de Furio para seducir a los alóbroges; por último, del liberto Umbreno, por constar que fue quien llevó a los galos a casa de Gabinio. Y la clemencia del Senado es tan grande, ciudadanos, que a pesar de la importancia de la conjuración, de la fuerza y multitud de los enemigos interiores, considera salvada la república castigando a nueve delos más criminales y dejando a los demás que se arrepientan de su extravío.

Ordénanse actos de gracias a los dioses por su singular protección, y esto se hará en mi nombre, ciudadanos, siendo yo el primero de los que visten toga que en esta ciudad ve proclamada en su nombre tal solemnidad. Las palabras del decreto son: «Porque yo he librado a la ciudad del incendio, a los ciudadanos de la muerte y a Italia de la guerra.» Lo que distingue esta acción de gracias, si se la compara con otras, es que este honor se ha concedido a otros muchos por servicios prestados a la república, a mí se me otorga por el singular mérito de haberla salvado. Después se ha hecho lo que debió hacerse desde el principio. Léntulo, cuya culpabilidad está demostrada por tantas pruebas y por sus propias declaraciones, había perdido, sin duda, en concepto del Senado, no sólo la dignidad de pretor, sino también la condición de ciudadano romano; sin embargo, ha renunciado el cargo, y del escrúpulo que no impidió al eminente varón Mario castigar con pena de muerte al pretor Glaucia, contra el cual no se había dado ningún decreto(70), nos veremos libres al castigar a Léntulo, una vez convertido en simple ciudadano.

VII

Ahora que tenéis, ciudadanos, cogidos y presos a los más peligrosos y malvados jefes de esta criminal conspiración, debéis considerar vencidas todas las huestes de Catilina, todas sus esperanzas y trabajos, y libre a Roma de peligros. Cuando eché de la ciudad a Catilina, tuve en cuenta que lejos él de nosotros nada debía temer de la somnolencia de Léntulo, de la obesidad de Casio, ni de la furiosa temeridad de Cetego. Sólo Catilina era temible, y lo era únicamente dentro de Roma, porque de todo entendía, en todas partes tenía entrada; él era quien podía llamar, sondear, solicitar, y se atrevía a hacerlo; tenía aptitudes para el crimen y no le faltaban la elocuencia ni la fuerza. En cada cosa delas que habían de hacerse tenía ya elegidos y dispuestos los que debieran intervenir, y a pesar de ello, no creía cumplidas sus órdenes por el hecho de darlas. Todo lo inspeccionaba, acudiendo a todas partes, vigilando, trabajando, arrostrando el frío, la sed y el hambre.

Si yo no hubiese obligado a un hombre tan fuerte, tan dispuesto, tan audaz, tan astuto, tan vigilante para el crimen, tan diligente para ordenar las cosas más depravadas, a cambiar en bandolerismo públicolas ocultas asechanzas (lo diré como lo siento, ciudadanos), no hubiera podido desviar fácilmente de vuestras cabezas tan grande calamidad. Catilinano hubiese dilatado vuestro infortunio hasta las Saturnales(71); ni anunciado con tanta anticipación el momento en que debía perecer la república; ni se hubiera expuesto a que su sello y sus cartas cayesen en vuestras manos, convirtiéndose en testigos irrecusables de sus crímenes. A su ausencia debemos que jamás haya sido tan evidente el delito de un ladrón cogido in fraganti dentro de una casa, como el crimen de la tremenda conjuración descubierta y sofocada en el seno de la república. Verdad es que mientras Catilina estuvo en Roma, previne y reprimí constantemente sus intentos; pero si hubiera estado hasta hoy, lo menos que puedo decir es que habríamos necesitado luchar contra él, y jamás, teniendo tal enemigo dentro de Roma, pudiera yo librar a la república de tan grandes peligros, con tanta paz, tanto sosiego y tan calladamente.

VIII

Aunque todo esto lo he ordenado y dirigido yo, parece dispuesto por la voluntad y consejo de los dioses inmortales, cosa que podemos conjeturar por ser la gobernación de tan grandes negocios superior al consejo humano; como también porque en estos tiempos fue su auxilio tan claro, que casi podíamos verlo con nuestros propios ojos. Porque prescindiendo de los rojizos resplandores que durante la noche iluminaban por occidente el cielo, de los rayos que han caído, de los terremotos y de otros muchos prodigios ocurridos durante nuestro consulado, con los cuales anunciaban, al parecer, los dioses lo que ahora sucede, lo que voy a deciros, ciudadanos, no se debe pasar en silencio, ni debe caer en el olvido.

Durante el consulado de Torcuato y Cota(72) fueron muchos los objetos alcanzados por el rayo en el Capitolio: las imágenes de los dioses inmortales se movieron de su sitio, las estatuas de los héroes cayeron abatidas y se fundieron las tablas de bronce donde estaban escritas las leyes. Lisiado fue también el Rómulo, fundador de esta ciudad, que recordaréis haber visto en un grupo dorado y en forma de niño mamando de las tetas de una loba. Vinieron entonces los arúspices de toda la Etruria y anunciaron que se verían pronto mortandad e incendios, desprecio de las leyes, guerras civiles e intestinas y el fin de esta ciudad y de su imperio sino lográbamos aplacar por todos los medios a los dioses inmortales para que ante su poder cediera el de los hados.

Conforme a sus respuestas hiciéronse juegos públicos durante diez días, sin olvidar nada de lo que pudiera aplacar a los dioses. También ordenaron los arúspices que se erigiera a Júpiter una estatua mayor que la anterior, colocándola sobre alto pedestal y con la cara vuelta en sentido contrario, es decir, hacia oriente, pues esperaban, según dijeron, que cuando la imagen que ahora veis mirase a la vez la aurora, el foro y la Curia, serían descubiertas todas las conspiraciones tramadas contra Roma y su imperio, pudiendo enterarse de ellas el Senado y el pueblo romano. Los cónsules trataron inmediatamente la colocación de la estatua, pero se hizo la obra con tanta lentitud, que no terminó en tiempo de nuestros predecesores, ni pudimos nosotros colocarla hasta hoy.

IX

¿Habrá alguno tan enemigo de la verdad, ciudadanos, tan arrebatado, tan insensato, que desconozca el poder directivo de los dioses inmortales en todas las cosas y principalmente en lo que a esta ciudad atañe? Cuando las respuestas delos arúspices anunciaban asesinatos, incendios y el próximo fin de la república por mano de algunos ciudadanos perdidos, tales crímenes los consideraban muchos, por su enormidad, increíbles: y viendo estáis cómo los malvados los meditaban, y hasta cómo han puesto mano en su ejecución. ¿Cómo no ver la intervención de Júpiter Óptimo Máximo en lo ocurrido hoy a presencia vuestra; la coincidencia de que al mismo tiempo de ser conducidos por orden mía los conjurados y sus denunciadores a través del foro al templo de la Concordia era colocada la estatua en el Capitolio? Apenas puesta sobre el pedestal y vuelto el rostro hacia vosotros y el Senado, lo mismo el Senado que todos vosotros visteis claro y manifiesto cuanto se tramaba contra vuestra vida.

Motivo es éste para que merezcan mayor odio y se imponga más duro castigo a los que proyectaban el horrendo crimen de consumir con el incendio, no sólo vuestras casas, sino también los templos de los dioses inmortales, a los cuales, si digo que yo he resistido, atribuiréme un mérito que no se me reconocerá. Júpiter, el mismo Júpiter es quien los resistió. Él ha querido salvar el Capitolio y estos templos y esta ciudad y a todos vosotros. Los dioses inmortales son los que han guiado mi mente y mi voluntad, ciudadanos, para hacer tan graves descubrimientos. Y esas tentativas de seducción a los alóbroges, y el secreto tan neciamente confiado por Léntulo y los demás enemigos interiores a desconocidos y bárbaros, y las cartas puestas en sus manos, ¿no prueba todo ello que los dioses inmortales quitaron a su audacia el juicio y el consejo? ¿Qué más? Los galos, representantes de una nación no bien sometida todavía, la única que queda con fuerza y acaso voluntad de hacer la guerra al pueblo romano, han desdeñado grandes esperanzas de aumentar su imperio y obtener otros muchos beneficios que les ofrecían algunos patricios, prefiriendo vuestra salvación a su provecho. ¿No juzgáis esto nuevo prodigio, cuando sin pelear y sólo callando pudieron vencernos?

X

Así pues, ciudadanos, ordenadas solemnes fiestas religiosas para dar gracias a los dioses inmortales, tomad parte en ellas con vuestras mujeres y vuestros hijos. Muchas veces los honores tributados a los dioses inmortales han sido justos y debidos, pero nunca tanto como ahora. Habéis escapado de grandísimo y terrible peligro y sois vencedores sin muertes, sin derramamiento de sangre, sin ejército, sin lucha, sin dejar vuestras togas y mandados y dirigidos por quien tampoco ha abandonado este traje de paz.

Recordad, ciudadanos, todas nuestras luchas intestinas, las que habéis oído referir y las que presenciasteis. Lucio Sila hizo morir a Sulpicio y expulsó de Roma a Mario, el salvador de esta ciudad, desterrando o matando a muchos varones ilustres(73). El cónsul Gneo Octavio echó de Roma por fuerza a su colega en el consulado(74); todo este sitio que ocupamos estuvo lleno de cuerpos muertos y cubierto de sangre de romanos. Vinieron después Mario y Cinna, y la muerte de los más preclaros ciudadanos extinguió lo que más resplandecía en Roma(75); crueldades que vengó la posterior victoria de Sila, y bien sabéis lo que tales luchas disminuyeron el número de ciudadanos y aumentaron las calamidades de la república(76). Estalló la discordia entre Marco Lépido y el preclaro y fortísimo varón Quinto Cátulo y murió Lépido, no sintiendo la república su muerte tanto como la de los otros(77).

Todas estas disensiones no se encaminaban, ciudadanos, a destruir el estado, sino a cambiar su forma. No pretendían los facciosos acabar con la república, sino dominar en ella; no querían que Roma ardiera, sino florecer en esta ciudad; y, sin embargo, todos estos disturbios, aunque sin afectar a la existencia de la república, terminaban, no por la reconciliación y la concordia, sino por la matanza de ciudadanos. Pero en esta guerra, la más grande y terrible de que hay memoria humana; guerra que jamás hicieron a ninguna nación bárbara sus feroces hijos; guerra en la cual Léntulo, Catilina, Casio, Cetego se han impuesto como ley considerar enemigos a cuantos, al salvar la ciudad, fueran salvados, de tal modo me conduje, que todos estáis a salvo, y cuando vuestros enemigos creían reducido el número de romanos a los que se librasen de la matanza y la misma ciudad limitada a lo que no pudieran devorarlas llamas, yo he conservado íntegra la ciudad e intactos los ciudadanos.

XI

Por tales servicios no os pido, romanos, recompensa alguna, ningún honor insigne, ningún laudatorio monumento, sino que guardéis de este día memoria sempiterna. En vuestra alma es donde yo quiero triunfar; en ella donde deseo tener mis títulos honoríficos, mis timbres de gloria, los trofeos de mi victoria. Nada me importan esos silenciosos y mudos monumentos que puede a veces conseguir el menos digno. En vuestra memoria, ciudadanos, vivirán mis servicios, aumentarán los vuestros relatos, y vuestras obras literarias les asegurarán la inmortalidad. Espero, pues, que la misma duración, que confío que será eterna, establecida para la existencia de la república sea la que alcance el recuerdo de mi consulado, pudiéndose decir que en esta época hubo dos ciudadanos en la república, uno que llevaba los límites del imperio, no a los de la tierra, sino hasta las regiones del cielo(78), y otro que salvaba la capital de este imperio, la base de su poder.

XII

Pero de todas estas cosas, las hechas por mí no son de igual condición ni tienen la misma fortuna que las realizadas en el exterior. Yo tengo que seguir viviendo entre los que vencí y subyugué, mientras el general deja a los enemigos, o muertos o prisioneros. Procurad, pues, ciudadanos, que cuando éste recoja el premio de sus servicios, no sea yo castigado por los míos. Os he salvado de los intentos perversos y criminales de los hombres más audaces; a vosotros toca ponerme al abrigo de su venganza, aunque en verdad ningún perjuicio pueden causarme: cuento con el gran apoyo de los hombres de bien, que me lo he asegurado para siempre; con la gran majestad de, la república; cuya constante y silenciosa protección no ha de faltarme; con la fuerza de la conciencia, que denunciaría a los que, prescindiendo de ella, intentaran atacarme.

Hay en mí, además, valor bastante para no ceder a los audaces y aun para atacar cara a cara a esos malvados. Pero si todos los ímpetus de nuestros enemigos domésticos, rechazados por vosotros, se dirigen contra mí, a vosotros, ciudadanos, tocará determinar en qué condición queréis que queden los que, por salvaros, arrostran todos los odios y todos los peligros.

Por lo que personalmente me atañe, ¿queda algo en el mundo que pueda halagarme, cuando ni de los honores que vosotros concedéis, ni de la gloria que proporcionan las virtudes hay nada más alto de lo que ya he obtenido?

Cuanto ambiciono, ciudadanos, es defender y ensalzar en la vida privada los hechos de mi consulado. De esta suerte los odios y envidias que haya suscitado al salvar la república dañarán a los envidiosos y contribuirán a mi gloria. Finalmente, obraré siempre con la república de modo que recuerde mis hechos y cuidados, demostrando con mi vida entera que aquéllos fueron producto de la virtud y no hijos del acaso. Vosotros, ciudadanos, puesto que ya se acerca la noche, haced actos de veneración a Júpiter, custodio vuestro y de la ciudad; retiraos después a vuestras casas y, aunque el peligro haya pasado, no dejéis de velar por vuestra defensa, como lo hicisteis anoche. Yo os libraré pronto de este cuidado, y podréis gozar de perpetua paz.

IV
Oratio in Catilinam Quarta habita in Senatu

Pronunciada el 5 diciembre 63 a.C. ante el Senado. La intervención de Cicerón tiene dos partes claramente diferenciadas: en la primera, aparte de insistir en la conveniencia de una rápida decisión, valora y calibra las dos propuestas presentadas, la de Silano, que abogaba por la imposición de la pena de muerte, y la de Julio César que abogaba por la de cadena perpetua, y acaba inclinándose por la primera. En la segunda parte de su intervención manifiesta Cicerón su decidida disposición a ejecutar, sea lo que sea, la condena que se determine, ya que manifiesta que cuenta con el apoyo de todas las clases de la sociedad y que además está dispuesto a afrontar personalmente cualquier peligro al que pueda verse abocado. No hace falta decir que la decisión que se impuso fue la condena a muerte, cosa que suponía el triunfo de las tesis de Cicerón y, sin duda, el momento más alto de su prestigio político.

I

Veo, padres conscriptos, que todos tenéis vueltos hacia mí el rostro y los ojos: os veo cuidadosos, no sólo de vuestros peligros y de los de la república, sino, conjurados éstos, de los míos. El interés que me mostráis es consuelo de mis males y paliativo de mis dolores; pero ¡por los dioses inmortales! os ruego olvidéis lo que atañe a mi propia seguridad, pensando sólo en la vuestra y en la de vuestros hijos. Si se me dio este consulado con la condición de que sufriese todas las amarguras, todos los dolores y tormentos, sufrirélos no sólo con valor, sino también de buen grado, con tal que mis trabajos aseguren vuestra dignidad y la salvación del pueblo romano.

Soy un cónsul, padres conscriptos, que ni en el foro, donde se practica la justicia y la equidad, ni en el Campo de Marte, consagrado a los auspicios consulares; ni en el Senado, donde encuentran auxilio todas las naciones; ni en la propia casa, el asilo para todos inviolable; ni en mi lecho, destinado al descanso; ni, finalmente, en esta silla curul jamás me vi libre de asechanzas y de peligros de muerte(79). Muchas cosas callé, muchas sufrí, muchas concedí, muchas con algún dolor mío remedié para evitaros temores. Ahora bien; silos dioses inmortales han querido que la conclusión de mi consulado consista en libraros a vosotros, padres conscriptos, y al pueblo romano de terrible mortandad, a vuestras mujeres e hijos ya las vírgenes vestales de acerbísimos ultrajes, a los templos y oratorios, y a nuestra hermosa patria común de horrorosas llamas, a toda Italia de guerra y devastación, sufriré resignado la suerte que la fortuna me depare. Porque si Léntulo, persuadido por los adivinos, creyó destinado su nombre fatalmente a la ruina de la república(80), ¿por qué no he de alegrarme de que los hados destinen mi consulado también fatalmente a su salvación?

II

Así pues, padres conscriptos, pensad en vosotros, mirad por la patria, salvad vuestras personas, las de vuestras mujeres e hijos y vuestros bienes; defended el nombre y la existencia del pueblo romano; no os compadezcáis de mí ni penséis en mis peligros; porque en primer lugar, debo esperar que todos los dioses protectores de esta ciudad me darán la recompensa que merezca: y si acaeciese algún percance, moriré con valor y sin disgusto, porque la muerte nunca puede ser deshonrosa para el varón fuerte, ni prematura para el consular, ni desgraciada para el sabio. No soy, sin embargo, tan duro de corazón, que no me conmuevan la amargura de mi querido y amantísimo hermano aquí presente(81), y las lágrimas de todos estos de quienes me veis rodeado; ni dejo de pensar en mi casa, en mi afligida esposa, en mi hija abatida por el miedo, en mi pequeño hijo, prenda que en mi sentir responde a la república de los actos de mi consulado, y en el yerno mío que ante mí espera ansioso el resultado de este día(82). Duélenme todas estas cosas, pero en el sentido de que prefiero salvarlos a todos con vosotros, aun a riesgo de mi vida, a que ellos y nosotros perezcamos en esta común calamidad de la república.

III

Así pues, padres conscriptos, desvelaos por salvara la patria; mirad en torno a vosotros las tempestades que os amenazan si no las conjuráis a tiempo. Los acusados traídos ante vosotros para oír la sentencia que vuestra severidad dicte no son un Tiberio Graco, que quiso ser dos veces tribuno de la plebe; ni un Cayo Graco, que procuró con la ley agraria perturbaciones(83); ni un Saturnino que mató a Memmio(84); tenéis en vuestro poder a los que quedaron en Roma para quemarla, para asesinaros a todos y recibir por caudillo a Catilina; tenéis sus cartas, su sello, su escritura, y, finalmente, la confesión de cada uno. Ellos solicitan a los alóbroges, sublevan a los esclavos; llaman a Catilina; su designio es que, muertos todos, no quede un solo ciudadano para deplorar el nombre del pueblo romano, ni para lamentar la caída de tan grande imperio.

Todo esto os ha sido denunciado por testigos; confesos están los reos; vosotros mismos habéis juzgado su conducta con vuestros decretos; primero al darme gracias en términos muy honrosos y al declarar que por mi valor y diligencia se había descubierto la conjuración de estos hombres perversos: después, porque forzasteis a Léntulo a que renunciara la pretura; además, porque ordenasteis que tanto él como sus cómplices fueran puestos bajo vigilancia, y especialmente porque decretasteis en mi nombre acciones de gracias a los dioses inmortales, honor no concedido antes que a mí a ningún hombre de toga, y en fin, porque ayer mismo disteis magníficas recompensas a los legados de los alóbroges y a Tito Volturcio: todo lo cual hace que aparezcan sin ninguna duda como condenados aquellos que habéis puesto nominalmente bajo custodia.

Pero yo, padres conscriptos, he determinado presentar de nuevo este asunto a vuestra deliberación, para que juzguéis del hecho y decretéis respecto del castigo. Yo os hablaré como debe hacerlo un cónsul. Ha días observé que perturbaba la república una especie de vértigo y furor extraordinario y se agitaban en su seno nuevas disensiones y perniciosos designios, pero nunca creí que hubiera ciudadanos capaces de tomar parte en una conjuración tan perniciosa y abominable. Ahora, sea lo que sea, cualquiera que sea el partido a que vuestros ánimos se inclinen, preciso es que resolváis antes de llegar la noche. Ya veis cuán terrible maldad os ha sido denunciada. Si creéis que fueron pocos los que en ella tomaron parte, os equivocáis grandemente. El mal ha corrido mucho más de lo que se piensa; no se extiende sólo por Italia, ha pasado los Alpes, y como negra serpiente ocupa muchas provincias. Combatirlo con paliativos y dilaciones no es ya posible. El castigo que determinéis se ha de ejecutar inmediatamente.

IV

Hasta ahora sólo veo dos opiniones: la de Silano(85), quien considera merecedores de la pena capital a los que han intentado arrasar la patria, y la de César(86), que no quiere que mueran, pero sí que se les apliquen todos los más crueles tormentos. Cada cual de ellos, conforme a su dignidad y a la suma importancia del asunto, muéstrase severísimo. Cree el primero que los que han intentado privar de la vida a todos nosotros, asolar el imperio, extinguir el nombre del pueblo romano, no deben gozar más de la existencia ni del aire que todos respiramos, y recuerda al efecto las muchas veces que en esta república se ha aplicado dicho castigo a ciudadanos criminales: éste entiende que los dioses inmortales no instituyeron la muerte para castigo de los hombres, sino como condición de la naturaleza o como descanso de nuestros trabajos y miserias. Por ello el sabio la recibió siempre sin pena y el valeroso no pocas veces con placer; pero las prisiones, sobre todo las perpetuas, se han inventado para castigo adecuado a los crímenes más nefandos, y pide que los culpados sean distribuidos entre varios municipios; cosa que no parece muy justa si ordenamos a éstos recibirlos, ni muy fácil si se lo rogamos.

Resolved, sin embargo, lo que os agrade: yo buscaré y espero hallar municipios que consideren impropio de su dignidad negarse a cumplir lo que por la salvación de todos ordenéis. Añade César graves castigos para los municipios que diesen libertad a los presos; rodea a éstos de terribles guardias, por merecerlo así la maldad de unos hombres tan perdidos; ordena que nadie pueda, ni el Senado ni el pueblo, perdonarles la pena que para ellos pide; quítales hasta la esperanza, lo único que consuela al hombre en sus desdichas; confíscales todos sus bienes, y a hombres tan malvados sólo les deja la vida, la cual, si se les quitase, los libraría con un solo dolor de muchos dolores de alma y cuerpo y de todos los castigos que por sus crímenes merecen. De igual manera, con propósito de atemorizar en esta vida a los malos, declararon los antiguos que en los infiernos había suplicios idénticos para castigar a los impíos, comprendiendo que sin este remoto temor, ni la misma muerte sería temible.

V

Veo ahora, padres conscriptos, de qué lado está lo que me interesa. Si adoptáis la opinión de César, como en su vida pública ha seguido siempre el partido más popular, acaso me exponga menos a los ataques de la plebe en sus conmociones; y si seguís el parecer de Silano, no sé si me expondré a mayores riesgos; pero mis peligros personales deben ceder a la utilidad de la república. Tenemos el dictamen de César conforme a lo que exigía su alta dignidad e ilustre nacimiento, como prenda de su constante amor ala república. Compréndese la distancia que media entre los aduladores del pueblo y las almas verdaderamente populares que aspiran a la salvación de todos.

Veo que entre los que se las dan de populares se han abstenido de venir algunos, sin duda por no tener que opinar sobre la vida de ciudadanos romanos; sin embargo, ellos mismos entregaron anteayer a algunos ciudadanos para que fuesen custodiados, ordenaron que se celebrasen en mi nombre grandes fiestas a los dioses y todavía ayer proponían que se recompensara espléndidamente a los denunciadores. No cabe, pues, duda del juicio que ha formado de este grave negocio y de toda esta causa el que decretó la prisión del reo, las acciones de gracias a quien descubrió el delito y las recompensas a los denunciadores.

En cuanto a César, comprende él que la ley Sempronia(87) fue establecida en favor de los ciudadanos romanos; pero que al enemigo de la república no se le debe considerar como ciudadano, y hasta el mismo promulgador de la ley Sempronia fue al fin castigado sin consentimiento del pueblo a causa de sus atentados contra la república. Tampoco cree César que pueda llamarse popular a Léntulo, aunque haya sido tan liberal y pródigo con la plebe, cuando con tan acerba crueldad ha procurado la destrucción del pueblo romano y la ruina de esta ciudad; por ello, aunque es hombre apacible y bondadoso, no duda en castigar a Léntulo con perpetua y tenebrosa prisión y en ordenar que en lo venidero nadie pueda jactarse de haberle librado del castigo y hacerse así popular con daño del pueblo romano. Pide además la confiscación de los bienes, para que todos los tormentos de alma y cuerpo vayan acompañados de la miseria.

VI

Si os conformáis con esta opinión, me daréis, ante la asamblea, un compañero a quien el pueblo estima y quiere; si seguís el parecer de Silano, fácilmente nos libraremos vosotros y yo del cargo de crueldad, y aun demostraré que este parecer es el más benigno. Aunque para castigar tan horrible maldad, ¿habrá, padres conscriptos, algo que sea excesivamente cruel? Yo por mí juzgo. Porque así pueda gozar con vosotros de ver salvada y tranquila a la república, como es cierto que si soy algo enérgico en esta causa, no es por dureza de alma (¿quién la tiene más benigna que yo?), sino por pura humanidad y misericordia. Paréceme estar viendo a esta ciudad, lumbrera del mundo y fortaleza de todas las gentes, ser devorada repentinamente por el incendio: me figuro arruinada la patria, y sobre sus ruinas los insepultos cuerpos de desdichadísimos ciudadanos; tengo ante mis ojos la figura de Cetego satisfaciendo su furor y gozando con vuestra muerte, y cuando imagino que Léntulo reina, como confesó que se lo habían prometido los oráculos; que Gabinio anda vestido de púrpura; que Catilina ha llegado con su ejército; que las madres de familia gritan desconsoladas y huyen despavoridos niños y doncellas; que las vírgenes vestales son ultrajadas, me estremezco de horror, y por parecerme este espectáculo digno de lástima y compasión, tengo que mostrarme severo y riguroso contra los que han intentado realizarlo. Porque, en efecto, yo pregunto: si un padre de familia viera a sus hijos muertos por un esclavo, asesinada a su esposa, incendiada su casa, y no aplicara al esclavo cruelísimo suplicio, ¿sería tenido por clemente y misericordioso, o por el más cruel e inhumano de todos los hombres? A mí, en verdad, me parece de corazón de pedernal quien no procura en el tormento y dolor del culpado lenitivo a su propio dolor y tormento. Así pues, si nosotros contra esos hombres que nos han querido asesinar juntamente con nuestras mujeres y nuestros hijos; que intentaron destruir nuestras casas y esta ciudad, domicilio común del gran pueblo romano; que trabajaron para que los alóbroges vinieran a acampar sobre las ruinas de Roma y las humeantes cenizas del imperio, fuésemos severísimos, se nos tendría por misericordiosos, y si quisiéramos ser indulgentes resultaríamos sumamente crueles, con grave daño de la patria y de nuestros conciudadanos.

A no ser que alguno tuviese anteayer por cruelísimo a César, varón esforzado y muy amante de la república, cuando dijo que se debía quitar la vida al marido de su hermana, mujer meritísima, estando aquél presente y escuchándole(88); cuando recordó que por orden de un cónsul había sido muerto merecidamente su abuelo, y que al hijo de este abuelo, siendo aún muy joven y enviado por su padre como legado, le degollaron en la cárcel(89). ¿Qué hicieron ellos comparable a lo que éstos han hecho? ¿Qué conspiración tramaron para la ruina de la república? Cundía ya entonces en la república la ambición de dádivas y las luchas de los partidos turbaban la paz. En aquel tiempo el abuelo de este Léntulo, esclarecido varón, persiguió con las armas en la mano a Graco y hasta recibió una grave herida para que no se aminorase la dignidad de la república(90). Ahora, para destruirla hasta en sus fundamentos, excita su nieto a los galos, subleva a los esclavos, llama a Catilina, encarga a Cetego matar a todos nosotros, a Gabinio quitar la vida a los demás ciudadanos, a Casio incendiar la ciudad, a Catilina, en fin, la devastación y ruina de toda Italia. Paréceme que no temeréis se estime severo el castigo que impongáis a tan atroz y bárbaro delito; mucho más es de temer, al ser benignos en la pena, resultar crueles contra la patria, que rigurosos, por la severidad del castigo, con tan implacables enemigos.

VII

Pero yo no puedo disimular, padres conscriptos, lo que oigo. Llegan a mis oídos las voces delos que, al parecer, temen que no tenga fuerza para ejecutar lo que vosotros decretéis ahora. Todo está previsto, dispuesto y arreglado, padres conscriptos, no sólo por mi cuidado y diligencia, sino también y mucho más por el celo del pueblo romano, que quiere conservar la grandeza de su imperio y la posesión de sus bienes. Presentes están ciudadanos de todas edades y condiciones; lleno de ellos el foro; llenos los templos que lo rodean; llenas las puertas de este sagrado recinto. Desde la fundación de Roma, ésta es, en verdad, la primera causa en que todos piensan lo mismo, a excepción de aquellos que, viéndose en peligro de muerte, antes que solos quisieran morir juntamente con todos nosotros.

Exceptúo a esos hombres, y de buen grado los aparto por no creer que se les debe contar entre los malos ciudadanos, sino en el número de los más perversos enemigos. Pero los otros, ¡oh dioses inmortales! ¡Cuán gran concurso! ¡Cuánto celo! ¡Qué valor! ¡Qué consentimiento tan unánime para defender la dignidad y la salud de todos! ¿Y para qué he de mencionar aquí a los caballeros romanos? Si os ceden la supremacía en dignidad y gobierno, compiten con vosotros en amor a la república. Reconciliado el orden a que pertenecen con el vuestro, después de muchos años de disensiones(91), esta causa estrechará aún más los lazos de amistad y alianza con vosotros, y se afirma la unión durante mi consulado y la perpetuamos en la república, os aseguro que no volverán a agitarla más guerras intestinas. Con igual celo por defender la república veo aquí a los tribunos del tesoro, dignísimos ciudadanos, y a todos los secretarios públicos, que reunidos por acaso hoy mismo en el tesoro, en vez de esperar el sorteo, acuden a contribuir a la salvación común(92).

Todos los hombres libres, hasta los de las ínfimas clases, están aquí; porque ¿qué romano hay para quien la vista de estos templos, el aspecto de esta ciudad, la posesión de la libertad, esta misma luz, en fin, que nos alumbra y este suelo común de la patria no sean bienes preciosos y extremadamente dulces y agradables?

VIII

Preciso es, padres conscriptos, que conozcáis los deseos de los libertos, de estos hombres que por su mérito han alcanzado los derechos de ciudadanía, y tienen por patria suya esta ciudad, ala cual pretenden tratar algunos de los nacidos en ella y de clarísimo linaje como ciudad de enemigos. Pero ¿a qué he de recordar los hombres de esta clase, a quienes excitan para la defensa dela patria el cuidado de su fortuna, los derechos civiles que gozan, la libertad, en fin, que es el más dulce de todos los bienes? No hay esclavo alguno, por poco tolerable que sea su servidumbre, que no deteste la audacia de estos ciudadanos perdidos; que no procure la estabilidad de la república; que no contribuya con cuanto puede, con sus deseos al menos, a la salvación común.

Así pues, si alguno de vosotros estuviera alarmado por haber oído decir que un emisario de Léntulo andaba recorriendo las tiendas y talleres para granjearse por precio la voluntad de los necesitados e ignorantes, sepa que se comenzó, en efecto, esta tentativa, pero no se halló ninguno tan privado de recursos o tan depravado, que no quisiera conservar su estado y ocupaciones y el cotidiano provecho de éstas, y el aposento y lecho en que descansa, y, en fin, la vida quieta y sosegada a que está habituado. La mayoría de estos artesanos, o más bien (porque así debe decirse) todos ellos son muy amantes del reposo y la tranquilidad, porque sus industrias, trabajos y utilidades se mantienen con la pacífica concurrencia de ciudadanos, y si, cerrándose los talleres y tiendas disminuyen sus beneficios,¿cuánto no perderían si fueran quemadas?

Siendo todo esto así, padres conscriptos, no han de faltaros los auxilios del pueblo romano. Procurad no parezca que le faltáis a él vosotros

IX

Tenéis un cónsul que, en medio de las asechanzas y peligros y amenazado de muerte, no atiende a su propia vida, sino a vuestra salvación. Unidas todas las clases, aplican su pensamiento, voluntad y palabra a la conservación de la república. Amenazada la patria por las teas y las armas de una conspiración impía, a vosotros tiende sus manos suplicantes; a vosotros recomienda su salvación y la vida de todos sus ciudadanos; a vosotros la fortaleza y el Capitolio; a vosotros los altares de los dioses penates, el fuego perpetuo y sempiterno de Vesta; a vosotros todos los templos y santuarios de los dioses; a vosotros los muros y edificios de esta ciudad. Finalmente, de lo que vais a juzgar hoy es de vuestras vidas, de las de vuestras mujeres e hijos, de la seguridad de vuestros bienes, de vuestras moradas y hogares.

Tenéis un caudillo que, olvidado de sí, sólo piensa en vosotros, y esto no siempre acontece; tenéis lo que hoy por primera vez vemos en una causa política, a todas las clases, todos los hombres, el pueblo romano entero de un mismo y solo parecer. Pensad con cuánto trabajo se ha fundado este imperio; con cuánto valor se ha afianzado la libertad; cuánta fue la benignidad de los dioses para asegurar y acrecentar nuestros bienes, y que todo esto ha podido perderse en una noche. Vuestra decisión de hoy ha de servir para que en adelante no pueda cometer ni aun proyectar ningún ciudadano tan execrable maldad. Os hablo así, no por excitar vuestro celo, que casi sobrepuja al mío, sino para que mi voz, que debe ser la primera, cumpla su deber consular ante vosotros.

X

Ahora, padres conscriptos, antes de volver al asunto, diré algo de mí. Bien veo que me he granjeado tantos enemigos cuantos son los conjurados, y ya sabéis cuán crecido es su número; pero a todos los tengo por abyectos, viles y despreciables. Mas si alguna vez, excitados por el furor y la maldad de alguien, prevaleciesen sobre vuestra autoridad y la de la república, no por ello me arrepentiré jamás, padres conscriptos, de mis actos y consejos. La muerte con que acaso me amenacen dispuesta está para todos; pero la gloria con que vuestros decretos han honrado mi vida, ninguno la alcanzó. Para otros decretasteis gracias por haber servido a la república; para mí, por haberla salvado.

Hónrese al preclaro Escipión, que con su genio y valor obligó a Aníbal a salir de Italia y volver a África(93); hónrese con grandes alabanzas al Escipión Africano, que destruyó dos ciudades muy enemigas de nuestro poder, Cartago y Numancia. Téngase por egregio varón a Paulo, que honró su carro triunfal con la presencia del, un tiempo, poderoso y esclarecido rey Perseo(94). Sea eterna la gloria de Mario, que libró a Italia dos veces de la invasión y del miedo a la servidumbre(95). Antepóngase a todos ellos Pompeyo, cuyas virtudes y hazañas abarcan las regiones y los términos que el sol alumbra. Entre todas estas alabanzas, espacio quedará para nuestra gloria, ano ser que se estime mayor servicio descubrir provincias por donde podamos transitar, que cuidar de que los ausentes tengan patria donde volver victoriosos.

Sé que la victoria conseguida contra extranjeros es de mejor condición que la alcanzada en luchas intestinas, porque los extranjeros vencidos quedan en servidumbre, y si se les perdona, obligados por este beneficio; pero a los ciudadanos que, arrastrados por ciega demencia, declaran alguna vez guerra a la patria, si se les impide dañar a la república, ni los contiene la fuerza ni los aplacan los beneficios. Veo, pues, la guerra perpetua que habré de sostener contra los malos ciudadanos: confío en poder, ayudado por vosotros y por todos los hombres de bien, con la memoria de tantos peligros, memoria que permanecerá siempre en este pueblo por mí salvado y en el alma y discursos de todos, alejarla fácilmente de mí y delos míos. Porque no habrá nunca fuerza capaz de quebrantar y destruir vuestra unión con los caballeros romanos ni la liga de todos los buenos.

XI

Así pues, padres conscriptos, por el mando del ejército y de la provincia a los que renuncié(96), por el triunfo y demás insignes honores cuya esperanza deseché para consagrarme a vuestra salvación y la de Roma, por indemnizarme de los beneficios de clientela y hospitalidad que hubiese adquirido en la provincia, beneficios que en la misma Roma no me cuesta menos trabajo conservarlos que adquirirlos, por todas estas cosas, en recompensa del singular cuidado que tuve siempre en serviros y por la diligencia conque, según veis, atiendo a la conservación de la república, sólo os pido que recordéis siempre este día y todo mi consulado, pues mientras el recuerdo esté fijo en vuestra memoria me consideraré rodeado de un muro inexpugnable. Pero si mis esperanzas se frustrasen por triunfar las fuerzas de los malvados, os recomiendo a mi tierno hijo, el cual encontrará seguramente en vosotros bastante amparo, no sólo para la vida, sino para alcanzar dignidades, si recordáis que es hijo de quien se expuso solo al peligro por la salvación de todos.

Por tanto, padres conscriptos, tratándose de vuestra existencia, de la del pueblo romano, de la de vuestras mujeres e hijos, de la conservación de vuestros altares y vuestros hogares, de vuestros sagrarios y templos, de la ciudad entera, de su poderío, de la libertad, de la salvación de Italia, finalmente, de la de toda la república, resolved con la prontitud y firmeza que mostrasteis en vuestras primeras determinaciones. Tenéis un cónsul que no vacilará en la aplicación de vuestros decretos, que defenderá mientras viva lo que resolváis y que por sí mismo podrá ejecutarlo.

_______

(1) El templo de Júpiter Estátor, situado en la falda del Palatino.

(2) El tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco propuso en el año 133 a.C. una reforma agraria que provocó la reacción de los aristócratas. Éstos, incitados por Publio Escipión Nasica, que en estos momentos era un simple particular, le dieron muerte. Nótese cómo el cargo de Pontífice Máximo se considera de carácter religioso y en ningún caso le libraba a Escipión de su condición de simple particular.

(3) A Cayo Servilio Ahala se le atribuía la muerte en el 439 a.C. de Espurio Melio, un rico plebeyo que a base de repartir trigo gratis entre el pueblo se había hecho sospechoso de querer instaurar una tiranía.

(4) En la reunión del Senado del día 21 de octubre por un senado consulto último se le habían concedido a Cicerón poderes dictatoriales.

(5) El cónsul Lucio Opimio hizo matar en el año 121 a.C, en virtud del primer senado consulto último dado por el Senado, a Cayo Sempronio Graco, hermano de Tiberio, por insistir en las reformas agrarias iniciadas por su hermano.

(6) El abuelo materno de los Graco era Cornelio Escipión Africano, el vencedor de Aníbal, y su padre, Tiberio Sempronio Graco, había sido cónsul por dos veces y censor (169 a.C); pasaba por ser un gran político y estratega y hombre de proverbial austeridad.

(7) Marco Fulvio Flaco, amigo de Cayo Graco, fue cónsul en el 125 y tribuno de la plebe en el 122 a.C; sus intentos por extender la ciudadanía a todos los italianos le valieron también la muerte.

(8) En el año 100 el tribuno de la plebe Apuleyo Saturnino y el pretor Servilio Glaucia propusieron la creación de colonias y la distribución de tierras para el establecimiento de veteranos; al aspirar Saturnino a repetir el tribunado y Glaucia a alcanzar el consulado, los cónsules Mario y Valerio obtuvieron del Senado un senado consulto último que llevó a aquéllos a la prisión y a la muerte.

(9) Las tropas de Catilina estaban acampadas en Fiesole a las órdenes de Manlio.

(10) Cicerón conocía puntualmente todos los planes de Catilina a través de Fulvia, amante de Curión, uno de los conjurados.

(11) Cayo Manlio era un antiguo centurión que estaba al mando de las tropas de Catilina.

(12) Ciudad del Lacio, situada a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Roma.

(13) Al parecer se refiere Cicerón a la calle en que estaban ubicados los fabricantes de hoces.

(14) Marco Porcio Leca, pariente de Catón y perteneciente a una de las más ilustres familias senatoriales.

(15) Se trataba de aprovechar el rito consuetudinario de visitar por la mañana a los personajes ilustres. Según Salustio, los dos caballeros eran Cayo Cornelio y Lucio Vargonteyo.

(16) Se habían celebrado el 28 de octubre y en ellos fueron elegidos cónsules Lucio Murena y Décimo Silano.

(17) Cicerón, en su calidad de cónsul, podía decretar la muerte de un ciudadano, pero no podía, en cambio, mandarlo al destierro.

(18) El asesinato del hijo de su primera esposa.

(19) Era tradicional el pago de las idus (el día 13 de cada mes, excepto en los meses de marzo, mayo, julio y octubre en que era el 15) de los préstamos vencidos a primero de mes.

(20) Del año 65. Referencia a lo que se ha dado en llamar la primera conjuración de Catilina en la que también habrían intervenido César y Craso.

(21) Según Suetonio participaron en esta conspiración César y Craso. Las causas del fracaso las atribuye a una falta de coordinación en el momento de dar la señal de comienzo.

(22) Parece recoger aquí Cicerón la creencia de que los conjurados para sellar su pacto habían bebido sangre humana en una misma copa

(23) El pasaje está inspirado en el correspondiente episodio del Critón (XII) de Platón, en el que las leyes se levantan y le recuerdan a Sócrates sus deberes para con la patria.

(24) Asesinatos cometidos durante las proscripciones de Sila.

(25) Referencia a los abusos cometidos durante el ejercicio de la propretura en la provincia de África (año 67 a.C).

(26) Catilina pudo escapar a la acusación de concusión comprando a sus jueces y a su acusador Publio Clodio.

(27) El derecho romano no conocía la prisión preventiva, sino que los acusados se ponían bajo la vigilancia y protección de algún ciudadano notable.

(28) Este Lépido había derrotado a Catilina en uno de los intentos de éste de acceder al consulado.

(29) Quinto Metelo Céler, lugarteniente de Pompeyo, pretor en el 63 a.C. y cónsul en el 60 a.C.

(30) Personaje, por lo demás desconocido, que ya había dado muestras de sus cualidades cívicas al permitir que Catilina asistiera a la reunión tenida en casa de Leca.

(31) Amigo de Cicerón; en estos momentos era cuestor del otro cónsul, Cayo Antonio Híbrida, que se había presentado a la elección consular formando equipo con Catilina. Publio Sextio fue el que instó a Antonio a enfrentarse a su antiguo aliado Catilina en la batalla de Pistoya. Posteriormente como tribuno de la plebe logró el regreso de Cicerón del exilio.

(32) Amigo de Cicerón y partidario de Pompeyo, fue cónsul en el 51 a.C; obtuvo el perdón de César en el 46 a.C, pese a lo cual fue asesinado al año siguiente. Cicerón le dedicó el Pro Marcello.

(33) Población de Etruria situada al final de la vía Aurelia. El nombre de Foro alude al hecho de ser lugar de celebración de un mercado semanal y de administración de justicia.

(34) Las águilas eran las enseñas de las legiones. Se creía que esta águila era la que había llevado Mario en su campaña contra los cimbrios.

(35) En las elecciones del 28 de octubre Cicerón apoyó a Murena frente a Catilina.

(36) Véase nota 2.

(37) Las leyes Valeria, Porcia y Sempronia establecían el derecho de los ciudadanos a apelar ante la asamblea del pueblo en caso de pena capital.

(38) Véase nota 2.

(38) Referencia a los intentos de asesinato reseñados en Catilinarias I, 4, 5, 6 y 13.

(39) Desde el 21 de octubre en virtud del senado consulto último Cicerón gozaba de poderes dictatoriales que le permitían condenar a muerte a cualquier ciudadano.

(40) Los muchachos llevaban la toga pretexta (con una banda de color púrpura) hasta los 17 años, edad en que la cambiaban por la toga viril, totalmente blanca.

(41) No se tienen más referencias de estos tres compañeros de Catilina.

(42) Los veteranos del ejército de Sila.

(43) Los pretores al comienzo de su magistratura publicaban un edicto con las orientaciones jurídicas que tomarían en consideración a la hora de juzgar; entre estas directrices solía figurar una referente a los deudores insolventes.

(44) Al tomar este camino para dirigirse a Etruria, en lugar de optar por la vía Casia, que era el camino más directo, Catilina pretendía dar argumentos a los que difundían la idea de que se dirigía a Marsella para autoexiliarse.

(45) Catilina había prometido la anulación de las deudas.

(46) Alusión encomiástica a Pompeyo.

(47) Véase Catilinarias I, 4.

(48) Las segures y las fasces son los símbolos del poder consular a los que Catilina no tenía derecho en ningún caso. Sobre el águila de plata, véase Catilinarias I, 10.

(49) Lucio Cornelio Sila, líder del partido aristocrático y protagonista frente a Mario de una sangrienta guerra civil. Nombrado dictador en el 82 a.C, abandonó el poder en el 79 a.C para retirarse a la vida privada. Apoyó su poder en el ejército y de aquí que repartiera tierras de Etruria y Campania entre sus veteranos ya que así se aseguraba su apoyo incondicional.

(50) Todos estos toques personales eran en Roma un indicio de afeminamiento.

(51) La toga era el símbolo del poder civil.

(52) En realidad algo más que unos pocos días; este discurso se pronuncia el 3 de diciembre y Catilina había salido de Roma el día 8 de noviembre.

(53) En la primera Catilinaria se esfuerza Cicerón en dejar claro que él no expulsa a Catilina sino que se limita a recomendarle la salida de Roma. Véase Catilinaria I, nota 17.

(54) Publio Cornelio Léntulo Sura, pretor en el 74 y cónsul en el 71 a.C, fue expulsado del Senado por los censores al año siguiente a causa de la depravación de sus costumbres; en el 63 a.C. pudo acceder de nuevo a la pretura, magistratura desde la que apoyó a Catilina.

(55) Pueblo de la Galia Narbonense sometido en el año 121 a.C. por Fabio Máximo. Los legados de este pueblo se encontraban en Roma para protestar por los abusos de algunos gobernadores romanos.

(56) El 2 de diciembre.

(57) El puente Milvio o Mulvio, hoy ponte Molle, sobre el Tíber, estaba situado al norte de Roma; por él pasaba la vía Flaminia.

(58) Las prefecturas eran municipios italianos regidos por un magistrado designado cada año por Roma. Cicerón era patrono y protector de esta prefectura.

(60) Los libros sibilinos contenían supuestamente una recopilación de las profecías de la Sibila de Cumas. Se custodiaban en el Capitolio y su interpretación estaba reservada a un colegio de 15 miembros, los quindecimuiri sacris faciundis.

(61) Lucio Cornelio Cinna desempeñó consecutivamente cuatro veces el consulado (87-84 a.C), coincidiendo con el regreso a Roma de Mario, a cuyas masacres indiscriminadas se vio incapaz de oponerse. Para Sila, véase Catilinaria II, nota 12.

(62) En el año 73 a.C. unas sacerdotisas vestales fueron acusadas de haber faltado a su voto de castidad y, aunque fueron absueltas, semejante hecho se consideraba de mal agüero.

(63) También era una mala premonición el incendio del Capitolio del año 83 a.C, en que se quemaron los libros sibilinos. De éstos se hizo una nueva recopilación a partir de tradiciones orales.

(64) Las saturnales, o fiestas del solsticio de invierno, tenían una duración de 7 días y se iniciaban el 17 de diciembre. Su carácter popular y lúdico (había intercambio de papeles entre amos y esclavos) las hacía particularmente propicias para provocar alteraciones del orden.

(65) Las diversas tablillas de cera en que se escribían las cartas iban sujetas por un hilo anudado; sobre el nudo se depositaban unas gotas de cera en las que se imprimía el sello del emisor.

(66) Publio Cornelio Léntulo, cónsul en el 162 a.C, príncipe del Senado desde el 125 a.C, fue herido de gravedad en el 121 a.C. mientras perseguía a los partidarios de Cayo Graco.

(67) En referencia a los esclavos, recurso al que Catilina se mostraba reticente.

(68) El colega de Cicerón en el consulado, Cayo Antonio Híbrida, se había aliado con Catilina para esta elección consular. Cicerón logró atraérselo a su causa cediéndole el gobierno de Macedonia.

(69) Los magistrados mientras estaban en ejercicio no podían ser juzgados ni condenados, y al no contemplarse la destitución en caso de delito flagrante se les instaba a renunciar a su cargo para poder proceder después contra ellos sin ningún escrúpulo religioso.

(70) Véase Catilinaria I, nota 8.

(71) Véase nota 13.

(72) Año 65 a.C.

(73) En el año 88 a.C. el tribuno de la plebe y partidario de Mario, Sulpicio Rufo, hizo aprobar varias leyes contra Sila, entre ellas la que le quitaba el mando de la guerra contra Mitrídates y se lo daba a Mario. Al regresar, Sila expulsó de Roma a Mario e hizo ejecutar a Sulpicio.

(74) En el año 87 a.C. el cónsul Gneo Octavio destituyó a su colega Cornelio Cinna, porque éste quería extender el derecho de voto a los italianos, y desterró y mató a muchos de sus partidarios.

(75) Después de su expulsión, Cinna reunió un ejército con la ayuda de Mario, Carbón y Sertorio, y puso cerco a Roma. Tras diversas vicisitudes, el Senado entregó la ciudad y Gneo Octavio fue ejecutado. Del 87 al 84 a.C. Cinna fue consecutivamente cónsul en cuatro ocasiones, tiempo en el que Mario realizó masacres indiscriminadas de ciudadanos hasta su muerte en el 86 a.C.

(76) En el año 83 a.C, al regresar Sila de Oriente, se impuso por las armas a Mario el Joven y a Papirio Carbón, se proclamó dictador e instauró un terrible régimen de proscripciones contra sus adversarios.

(77) Marco Emilio Lépido, padre del triunviro, fue elegido cónsul en el 78 a.C, coincidiendo con la muerte de Sila, cuyas leyes intentó derogar. Ante la oposición de Quinto Cátulo se vio obligado a huir a Cerdeña, donde murió.

(78) Nueva muestra de adulación hacia Pompeyo. Véase Catilinaria II, nota 9.

(79) Véase Catilinaria I (4, 5, 6 y 13). La silla curul era uno de los distintivos de la magistratura consular.

(80) Véase Catilinaria III, 4.

(81) Quinto Tulio Cicerón era en estos momentos pretor electo.

(82) Cayo Calpurnio Pisón, primer marido de Tulia (la hija de Cicerón).

(83) Véase Catilinaria I, notas 2 y 5.

(84) Véase Catilinaria I, nota 8. Memmio, rival de Servilio Glaucia en su aspiración al consulado, fue muerto en una revuelta callejera y se hizo responsable de su muerte al tribuno de la plebe Apuleyo Saturnino.

(85) Como cónsul electo tenía preferencia a la hora de emitir una opinión.

(86) Cayo Julio César, en su calidad de pretor electo, tenía derecho preferente de opinión después del de los cónsules electos.

(87) La Ley Sempronia, propuesta por Sempronio Graco en el 123 a.C, prohibía la condena a muerte de un ciudadano sin autorización del pueblo.

(88) Cornelio Léntulo Sura, uno de los implicados en la conjura, estaba casado con Julia (hermana de Lucio Julio César).

(89) El abuelo materno de César era Marco Fulvio Flaco, muerto en las revueltas contra Graco. Véase Catilinaria I, nota 7.

(90) Véase Catilinaria III, nota 15.

(91) Las disputas entre el orden ecuestre y senatorial se remontaban a la época de Cayo Graco, cuando éste concedió a los caballeros el derecho a formar parte de los tribunales de justicia. Este derecho les fue quitado luego por Sila.

(92) Estos funcionarios subalternos debían reunirse ese día para sortear entre ellos los magistrados a cuyas órdenes servirían.

(93) Publio Cornelio Escipión Africano derrotó a Aníbal en Zama, poniendo fin a la II Guerra Púnica.

(94) Lucio Emilio Paulo Macedónico, vencedor del rey de Macedonia Perseo, al que hizo desfilar el día de su triunfo en Roma (168 a.C).

(95) Se refiere a la victoria de Mario sobre los teutones y los cimbrios.

(96) Cicerón cedió a su colega Antonio Híbrida el gobierno de la provincia de Macedonia que le había correspondido en suerte a él.