PLUTARCO
Otón

I

Al día siguiente, de mañana, subiendo el nuevo emperador al Capitolio, ofreció en él un sacrificio, y haciendo llamar a Mario Celso, lo abrazó y le habló con la mayor benignidad, exhortándole a que pusiera más cuidado en borrar de la memoria la causa de su detención que en retener el beneficio de la soltura. Respondióle Celso, no sin dignidad ni sin reconocimiento, porque le dijo que su modo de pensar lo manifestaba el delito mismo, habiendo sido su culpa mantenerse leal a Galba, a quien ningún beneficio debía, con lo que quedaron muy complacidos de ambos los que se hallaron presentes, y las tropas los aplaudieron. En el Senado, cuanto dijo fue muy popular y humano; para el tiempo que le restaba de su consulado, nombró a Verginio Rufo; a los designados por Nerón y Galba, a todos les guardó sus consulados; con los sacerdocios honró a los más ancianos o a los de mayor opinión; y a los senadores desterrados por Nerón, que habían vuelto en tiempo de Galba, les restituyó cuanto estaba por vender de los bienes de cada uno. Con esto, los más principales y honrados ciudadanos, que al principio se habían horrorizado, pareciéndoles que no era un hombre, sino un castigo o un mal genio el que de repente les había venido, empezaron a dar entrada a lisonjeras esperanzas en cuanto aquel reinado que así se les sonreía.

II

Mas nada fue de tanto placer para todos ni le ganó tanto las voluntades como lo ejecutado con Tigelino, pues nadie se hacía cargo de que estaba suficientemente castigado con el medio mismo de un castigo que la ciudad estaba exigiendo continuamente como una deuda pública y mi las insufribles enfermedades que padecía. Los hombres de juicio, además, tenían en él por el último suplicio, equivalente a muchas muertes, sus torpezas y liviandades abominables con inmundas ramerillas, a que todavía le arrastraba su disolución y desarreglo; pero, con todo, a la muchedumbre le era siempre de sumo disgusto que todavía viese el sol un hombre después de tantos como por él no lo veían. Envió, pues, un comisionado contra él a sus campos de Sinuesa, donde entonces residía con barcos prevenidos para retirarse más lejos. Intentó, no obstante, corromper a fuerza de oro al enviado, y no habiéndolo conseguido, no por eso dejó de hacerle presentes, rogándole que esperara mientras se afeitaba; y tomando la navaja, se cortó a sí mismo el cuello.

III

Habiendo dado al pueblo este justo placer el nuevo césar, jamás por sí mismo se acordó de vengar sus ofensas particulares, y mostrándose afable y benigno a todos, al principio no rehusó el que en los teatros le apellidaran Nerón, y habiendo algunos colocado en sitios públicos estatuas de Nerón, no lo prohibió o se opuso a ello; y aun refiere Cluvio Rufo que a España se enviaron despachos de los que se dan a los correos, en los que el sobrenombre de Nerón estaba añadido al de Otón. Mas como llegase a entender que los hombres de juicio y de opinión se disgustaban de ello, lo dejó enteramente. Con ser ésta la ordenación que se propuso de gobierno, los pretorianos se le hacían molestos, previniéndole continuamente que no se fiase, que se guardase y apartase de sí a los hombres de cierto crédito, bien fuera, porque al efecto les hiciese temer, o bien porque se valiesen de este pretexto para alborotar y mover disensión. En ocasión, pues, en que enviaba a Crispino a traer de Ostia la cohorte decimaséptima, como Crispino tomase sus disposiciones todavía de noche y pusiese las armas en unos carros, los más osados empezaron a gritar que Crispino no tenía sana intención, y que, maquinando el Senado novedades, aquellas armas se llevaban contra el césar, no en su favor. Corrió esta voz, y, sirviendo de incentivo, unos se arrojaron sobre los carros y otros dieron muerte a dos centuriones que quisieron contenerlos y al mismo Crispino. Todos ellos se armaron, y excitándose unos a otros a ir en socorro del césar, entraron en Roma, e informados de que tenía a cenar a ochenta del Senado, corrieron al palacio, diciendo que aquel era el momento oportuno de acabar con todos los enemigos del césar. La ciudad, como si fuese en aquel punto a ser saqueada, se conmovió toda, y en el palacio mismo todo se volvía confusión y carreras, viéndose Otón en la mayor perplejidad, porque mientras temía por los senadores, él mismo les era temible y los veía que tenían en él fijos los ojos, estando inmóviles y sobrecogidos de temor; algunos de ellos habían llevado sus mujeres consigo. Envió, pues, a los prefectos quien les diera la orden de que hablaran a los soldados y los sosegaran, y al mismo tiempo, haciendo levantar de la mesa a los convidados, los despidió por otra puerta, siendo muy poco lo que con la fuga se anticiparon a los pretorianos, que penetraron ya en el cenador preguntando qué se habían hecho los enemigos del césar. Entonces, puesto de pie delante de su escaño, les habló largamente para tranquilizarlos, y a fuerza de ruegos y aun de lágrimas consiguió, por fin, aunque no sin dificultad, que se retirasen. Hízoles al día siguiente el donativo de mil doscientas cincuenta dracmas por plaza, y entrando en el campamento se manifestó complacido del amor y buena voluntad que, en general, le tenían; y diciendo que sólo se ocultaban allí unos pocos malintencionados que desacreditaban su moderación y la buena disposición de los demás, les rogaba que lo sintieran con él y le ayudaran a castigarlos. Aplaudiendo todos e inflamándole se prendió sólo a dos, cuyo castigo no había de ser sentido de nadie, y con él se dio por satisfecho.

IV

Los que desde luego le eran aficionados y tenían confianza en él hablaban admirados de esta mudanza; pero otros no veían en estas cosas más que una política necesaria en el momento, a fin de adquirir popularidad para la guerra. Porque ya se sabía de positivo que Vitelio había tomado la dignidad y el poder de emperador, y continuamente llegaban correos con noticia de que se le agregaba alguna fuerza más. Para eso otros anunciaban que los ejércitos de la Panonia, la Dalmacia y la Misia, con sus generales, habían elegido a Otón, y al cabo de poco vinieron cartas favorables de Muciano y Vespasiano, que tenían poderosos ejércitos, aquel en la Siria y éste en la Judea. Engreído de ánimo con estas nuevas, escribió a Vitelio amonestándole a que sólo pensara en su regalo, proponiéndole que le daría bienes y una ciudad donde pudiera con reposo vivir cómoda y alegremente. Contestóle éste por el mismo estilo con cierta burla, al principio templadamente; pero irritados después, se escribieron mil insolencias y dicterios, no con falta de verdad, pero sí con falta de juicio, y de un modo que daba que reír, cuando el uno motejaba al otro de vicios que eran comunes a ambos. Porque en cuanto a desarreglo, molicie, impericia en las cosas de la guerra, pobreza antes e inmensas deudas después, sería bien difícil discernir cuál de los dos estaba menos tiznado de estos vicios. Dícese que ocurrieron señales y apariciones, pero, fuera de la siguiente, las demás se fundan en relaciones ambiguas o que no tienen autor cierto. En el Capitolio había una Victoria que regía un carro, y todos vieron las riendas aflojadas de las manos, como que no podía tenerlas. En la isla que hay en medio del río, la estatua de Gayo César, sin preceder ni terremoto ni viento, se volvió del occidente al oriente, lo que dicen sucedió en aquellos días en que Vespasiano se apoderó ya abiertamente de la autoridad. También lo ocurrido con el Tíber se tuvo comúnmente por señal infausta, pues aunque era el tiempo en que los ríos tomaban más agua, nunca antes había subido tanto ni causado tantas ruinas y destrozos, extendiéndose e inundando una gran parte de la ciudad, especialmente la plaza donde venden el trigo, de tal manera que por muchos días hubo grande escasez.

V

Cuando ya se anunció que Cecina y Valente (generales de Vitelio) ocupaban los Alpes, en Roma uno de los patricios (Dolabela) dio sospechas a los pretorianos de que pensaba en novedades. Contentóse, pues, fuese por temerle a él o a otro, con enviarle la ciudad de Aquino, Inspirándole por lo demás confianza. Eligiendo entre los magistrados los que habían de ir con él a campaña, nombró por uno de ellos a Lucio, hermano de Vitelio, sin quitar ni añadir nada a los honores con que se hallaba condecorado. Tomó especial cuidado de la madre y la mujer de Vitelio, haciéndoles entender que nada tenían que recelar. Nombró prefecto de la ciudad a Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, ya lo hiciese en honor de Nerón, porque de éste habla recibido Sabino este cargo, que después le quitó Galba, o ya quisiese dar pruebas a Vespasiano de su afecto y confianza, adelantando a Sabino; él, por su parte, se quedó en Brixelo, ciudad de la Italia sobre el Po. De generales de los ejércitos envió a Mario Celso y Suetonio Paulino, y, además de éstos, a Galo y Espurina, varones muy principales, pero que no podían en los negocios obrar según su propio dictamen, como lo había creído, por la insubordinación e insolencia de los soldados, que se desdeñaban de obedecer a otros, estando engreídos con que a ellos les debla el emperador su autoridad. No era tampoco del todo sano el estado de los soldados enemigos, ni éstos más dóciles y obedientes a sus caudillos, sino atrevidos y soberbios por la misma causa; pero siquiera tenían experiencia de la guerra, y no huían del trabajo, por estar acostumbrados a él, mientras que éstos, por el ocio y por su vida pacífica, eran muelles, habiendo por lo más pasado el tiempo en teatros y fiestas, y llenos de orgullo y altanería afectaban desdeñar el servicio, porque no les está bien, y no porque no pudieran sufrirle. Espurina, que quiso obligarlos a él, estuvo muy expuesto a que le quitaran de en medio; por descontado, no hubo insulto e insolencia a que no se propasasen, llamándole traidor y destructor de los intereses y negocios del césar, y algunos, poseídos del vino, se presentaron de noche en su tienda, pidiéndole la paga de marcha, porque tenían que ir donde estaba el césar para acusarle.

VI

Sirvió mucho para los negocios y para Espurina el insulto hecho a este mismo tiempo a sus soldados en Placencia; porque los de Vitelio llegándose a las murallas, motejaban a los de Otón de que se resguardaban con las fortificaciones, llamándolos gente de teatro y pantomima, espectadores de juegos típicos y olímpicos, pero inexpertos en la guerra y la milicia, de las que no tenían idea, estando muy ufanos con haber cortado la cabeza a un anciano desarmado, diciéndolo por Galba, pero sin tener ánimo para presentarse a combatir y pelear con hombres a cuerpo descubierto. Porque fue tanto lo que con estos baldones se irritaron e inflamaron, que corrieron a Espurina, rogándolo que dispusiera de ellas y les mandara lo que gustase, pues que no habría peligro o trabajo a que se negasen. Trabóse, pues, un reñido combate mural, y, aunque se arrimaron muchas máquinas, vencieron los de Espurina, rechazando con gran matanza a los contrarios, y conservaron con gloria una ciudad tan floreciente como la que más de Italia. Eran, de otra parte, así para las ciudades como para los particulares, menos molestos los generales de Otón que los de Vitelio, porque de éstos Cecina ni en el idioma ni en el traje tenía nada de romano, sino que chocaba con su desmedida estatura, vestido a lo galo, con bragas y mangotes, para tratar con alféreces y caudillos romanos. Su mujer le seguía escoltada de caballería escogida, yendo a caballo sumamente adornada y compuesta. Fabio Valente, el otro general, era tan dado a atesorar, que ni los saqueos de los enemigos ni los robos y cohechos de los aliados habían bastado a saciar su codicia; y aun parecía que por esta causa marchaba lentamente y se habla atrasado en términos de no haber podido hallarse en la primera acción, aunque otros culpan a Cecina de que por apresurarse a hacer suya la victoria antes que aquel llegase, además de otros menores yerros en que incurrió, dio fuera de tiempo la batalla, y peleando flojamente en ella, estuvo en muy poco que no lo perdiese todo.

VII

Como, rechazado Cecina de Placencia, fuese a acometer a Cremona, otra ciudad grande y opulenta, el primero que acudió a Placencia en auxilio de Espurina fue Annio Galo; pero habiendo sabido en el camino que los placentinos habían quedado victoriosos, y que los que estaban en riesgo eran los de Cremona, partió allá con sus tropas y, puso su campo muy cerca de los enemigos, y además cada uno de los otros caudillos procuró socorrer al general. Emboscó Cecina gran parte de su infantería en terrenos quebrados y frondosos, dando orden a la caballería de que avanzase, y cuando le acometiesen los enemigos se retirase poco a poco, simulando fuga, hasta que, atraídos de esta manera, les metiese en la celada; pero unos desertores lo revelaron a Celso, y, saliendo al encuentro a aquellos con sus mejores caballos, con hacer la persecución cautelosamente desconcertó y rodeó a los de la emboscada, llamando entonces de los reales a su infantería; y si ésta hubiese acudido a tiempo, parece que no habría quedado ninguno de los enemigos, sino que todo el ejército de Cecina hubiera sido deshecho y arruinado a haber concurrido aquella al alcance, mientras que ahora, habiendo auxiliado Paulino tarde y lentamente, incurrió en la censura de no haberse portado como su fama lo exigía por sobrada circunspección. La turba de los soldados hasta de traición le acusaba, y ensoberbecidos irritaban a Otón, porque, habiendo ellos vencido en cuanto estaba de su parte, la victoria se había malogrado por maldad de los jefes. Otón no tanto les daba crédito como quería dar a entender que no se le negaba. Envió, pues, a los ejércitos a su hermano Ticiano y al prefecto Próculo, que era el que, en realidad, tenía todas las facultades, teniendo Ticiano la apariencia. Celso y Paulino, por otra parte, llevaban el nombre de amigos y consejeros, sin tener en los negocios ninguna autoridad ni poder. Andaban también revueltas en tanto las cosas entre los enemigos, con especialidad en el ejército de Valente, y recibida la noticia de la batalla de la emboscada, se quejaban sus soldados de no haberse hallado en ella y defendido a los suyos, de los que tantos murieron. Con dificultad los aplacó y retrajo del intento de apedrearle, y, levantando el campo, los llevó a unirse con los de Cecina.

VIII

Otón pasó al campamento establecido en Bedríaco, que es una aldea inmediata a Cremona, y deliberaba sobre la batalla, acerca de la cual a Próculo y Ticiano les parecía que, estando tan animadas las tropas con la reciente victoria, se combatiera, desde luego, sin dar lugar a que con la inacción se embotara el vigor del ejército, ni aguardar a que el mismo Vitelio llegara de las Galias. Mas Paulino decía que los enemigos tenían ya para la contienda todo cuanto podían juntar, sin que les quedase nada más, y que Otón podía esperar de la Misia y Panonia otras tantas fuerzas como las que allí tenía si quería aprovechar su oportunidad propia y no favorecer la de los enemigos; porque no estarían menos prontos los que con los pocos se arriscaban cuando les llegara mayor número de combatientes, sino que pelearían con mayor confianza; fuera de esto, que la dilación les era favorable estando abundantes de todo, cuando el tiempo había de acarrear penuria y escasez de lo más necesario a los de Vitelio, que se hallaban en país enemigo. A este parecer de Paulino accedió Mario Celso; Annio Galo no asistió al consejo, porque estaba curándose de una caída del caballo; pero habiéndole escrito Otón, le aconsejó que no convenía apresurarse, sino esperar las tropas de la Misia, que estaban ya en camino. Mas no fue esto lo que adoptó, sino que prevalecieron los que incitaban a la batalla.

IX

Aléganse por otros para esta determinación otras muchas causas. Por descontado, los llamados pretorianos, que constituían la guardia, probando entonces lo que era la milicia, y echando de menos aquellas diversiones y aquella vida de Roma, exenta de los trabajos de la guerra y pasada en espectáculos y fiestas, no podían contenerse, y todo se les iba en dar prisa para la batalla, creídos de que habían de llevarse de calle a los enemigos. El mismo Otón parece que no estaba muy a prueba de incertidumbres, ni sabía, por falta de uso y por su vida muelle, aguantar la consideración repetida de los peligros; por lo que, oprimido del cuidado, se apresuraba a despeñarse a ojos cerrados como de un precipicio a lo que quisiera hacer la suerte, explicándolo de esta misma manera Segundo el orador, que era su secretario de cartas. Otros cuentan que muchas veces estuvieron tentados ambos ejércitos para juntarse y de común acuerdo elegir el mejor entre los caudillos que allí tenían, y si esto no podía ser, convocar al Senado y dejarle la elección. Y no es inverosímil que, no teniendo opinión ninguna de los dos proclamados emperadores, a los soldados de buena índole, ejercitados y prudentes, les ocurriese el pensamiento de que era muy duro y vergonzoso que lo que en otro tiempo, primero por Sila y Mario, y después por César y Pompeyo, afligió a los ciudadanos hasta atraerse la compasión, causando y recibiendo males unos de otros, esto mismo lo repitieran y aguantaran ahora para hacer que el Imperio fuera pábulo, o de la glotonería y borrachera de Vitelio, o de la prodigalidad y liviandades de Otón. Sospechaban, pues, que, habiendo Celso tenido conocimiento de estos tratados, daba largas con la esperanza de que las cosas se arreglarían sin batalla y sin nuevas calamidades, y que, por el contrario, Otón, temiendo estas resultas, aceleraba la batalla.

X

Regresó a Brixelo, cometiendo un nuevo error, no sólo en quitar a los combatientes la vergüenza y la emulación consiguientes al haber de pelear ante sus ojos, sino también en llevarse consigo para la guardia de su persona los soldados más valientes y entusiastas, no menos de caballería que infantería, como quien hace trozos el cuerpo del ejército. Ocurrió también en aquellos mismos días el trabarse un combate en el Po, intentando Cecina echar un puente para pasarlo y peleando los de Otón por estorbárselo. Cuando vieron que nada adelantaban, pusieron en unos barcos hachones cubiertos de azufre y pez, y, levantándose viento mientras hacía la travesía, arrojó aquellos preparativos a la parte de los enemigos. Empezó primero a salir humo, y después a alzarse una gran llamarada, con lo que, sobresaltados, se echaron al río, volcando los barcos, no sin risa de los enemigos, y quedando a discreción de éstos sus personas. Los germanos, trabando pelea en una isleta del río con los gladiadores de Otón, los vencieron, con muerte de no pocos.

XI

En vista de estos sucesos, como los soldados de Otón que se hallaban en Bedríaco ardiesen en ira por correr a la batalla, los sacó de allí Próculo y los acampó a cincuenta estadios, tan necia y ridículamente que, siendo la estación de la primavera y habiendo alrededor muchos lugares con abundantes fuentes y ríos perennes, eran fatigados de la falta de agua. Queriendo al día siguiente llevarlos a los enemigos, camino nada menos que de cien estadios, no se lo permitió Paulino, por parecerle que era preciso dar tiempo y no entrar en acción fatigados, ni enseguida del viaje venir a las manos con unos hombres armados y puestos en formación a su vagar, mientras ellos hacían tan larga marcha mezclados con el bagaje y la impedimenta. Mientras los generales estaban en esta disputa, llegó, de parte de Otón, un soldado de caballería de los númidas, portador de tina carta en que mandaba que no se anduviese en largas, ni se esperase más, sino que, marcharan al punto sobre los enemigos. Levantando, pues, el campo, fueron a cumplir con lo que se les prevenía. Cecina, al saber su venida, se sobrecogió, y, abandonando a toda prisa las obras y el río, se encaminó al campamento. Armados ya en la mayor parte, y recibida la seña de Valente, mientras se sorteaba el orden de las legiones, adelantaron lo más escogido de su caballería.

XII

Concibieron los de la vanguardia de Otón, sin saberse por qué causa, la idea de que iban a pasárseles los generales de Vitelio; así, apenas estuvieron cerca, los saludaron amistosamente, dándoles el nombre de camaradas. Mas como ellos, lejos de recibir afectuosamente la salutación, respondiesen con enfado y con expresiones propias de enemigos, sobre los que habían saludado cayó gran desaliento, y sobre los otros, recelo contra éstos de que su saludo era una traición; y esto fue lo primero que a todos los trastornó, cuando ya estaban encima los enemigos. En todo lo demás hubo asimismo confusión y desorden, porque el bagaje fue de grande estorbo para los que tenían que pelear, y el terreno mismo obligaba a perder continuamente la formación, estando cortado con acequias y hoyos, pues para salvarlos les era forzoso venir con los enemigos a las manos desordenadamente y por pelotones. Sólo dos legiones porque éste es el nombre que dan los romanos a los regimientos de Vitelio (la Rapaz) y de Otón (la Auxiliadora), habiendo salido a un terreno despejado y abierto, emprendieron un combate en toda regla y pelearon en batalla por largo tiempo. Los soldados de Otón eran hombres robustos y fuertes, pero entonces por la primera vez hacían experiencia de la guerra y de lo que era una batalla, y los de Vitelio ejercitados en muchos combates, veteranos ya y en la declinación del vigor. Embistiéndolos, pues, los de Otón, los rechazaron y les tomaron un águila, con muerte de casi todos los de primera fila; pero, rehaciéndose, cayeron llenos de vergüenza y de ira sobre aquellos, mataron al legado de la legión (Orfidio), y les tomaron muchas insignias. Contra los gladiadores, que eran tenidos por diestros y osados para las refriegas, colocó Alfeno Varo a los llamados bátavos, los mejores soldados de a caballo de los germanos, y habitantes de una isla que rodea el Rin. A éstos, muy pocos de los gladiadores les hicieron frente; los demás, huyendo hacia el río, dieron con las cohortes enemigas allí situadas, a cuyas manos, en reñida lid, perecieron todos. Los que más cobarde e ignominiosamente se condujeron fueron los pretorianos, pues dando a huir, sin aguardar siquiera a tener los contrarios delante, esparcieron ya el miedo y el desorden en los que se conservaban no vencidos, atravesando por en medio de ellos. Con todo, muchos de los de Otón, que por su parte vencieron a los que les estaban contrapuestos, se abrieron paso a viva fuerza por entre los enemigos vencedores y penetraron a su campamento.

XIII

De los generales, Próculo y Paulino no se atrevieron ni siquiera a acercarse, sino que más bien se retiraron por temor de los soldados, que desde luego empezaron a echar la culpa a los jefes. Annio Galo, dentro de la ciudad, reunía y procuraba alentar a los que a ella se habían retirado de la batalla, con decirles que ésta casi había sido igual, pues había divisiones que habían vencido a los enemigos; pero Mario Celso, congregando a los que ejercían cargos, los exhortaba a que miraran por lo que a la patria convenía, pues en semejante desventura y en tal pérdida de ciudadanos no podía ser que ni el mismo Otón quisiese, si era buen romano, que otra vez se probase fortuna, cuando a Catón y a Escipión, que después de la batalla de Farsalia no quisieron ceder a César, se les hacía cargo de las muertes de tantos excelentes varones como sin necesidad fueron sacrificados en el África, sin embargo de que entonces combatían por la libertad de Roma. Porque la fortuna, que en lo demás trata con igualdad a todos, una sola cosa no quita a los buenos, que en el discurrir con acierto, aun cuando hayan sufrido algún descalabro, sobre los sucesos públicos. Persuadió con este discurso a todos los caudillos, y luego que después de algunas pruebas y tanteo vieron que los soldados suspiraban por la paz y que Ticiano se prestaba a que se hiciera legación para tratar de concordia, les pareció que los enviados fuesen Celso y Galo para entablar tratos con Cecina y Valente. En el camino se encontraron con los, centuriones, que les dijeron que ya tenían en movimiento las tropas para marchar contra Bedríaco, pero que los generales los habían mandado a hablarles de conciertos. Alabando Celso la determinación, les propuso que se volviesen, para ir juntos todos a tratar con Cecina. Cuando va estuvieron cerca, se vio Celso en gran peligro, porque hacía la casualidad que se hubiesen adelantado los de caballería de la emboscada, y apenas vieron a Celso, que iba el primero, se arrojaron a él con grande gritería. Pusiéronse los centuriones de por medio para contenerlos, y gritándoles los demás cabos que respetaran a Celso. Cecina, que lo supo acudió prontamente, reprimió al punto la demasía de aquellos soldados, y saludando a Celso con la mayor afabilidad, se fue con ellos para Bedríaco. En tanto Ticiano, que fue quien envió los mensajeros, había mudado de propósito, y a los más resueltos de los soldados los había colocado sobre las murallas, excitando a los demás a prestar su auxilio: pero aguijando Cecina con su caballo y alargando la diestra, nadie hizo resistencia, sino que los unos saludaron desde el muro a sus soldados y los otros, abriendo las puertas, salieron a incorporarse con los que venían. Nadie hizo la menor ofensa, sino que todo era parabienes y abrazos, y al fin todos juraron a Vitelio y se pasaron a su partido.

XIV

Así es como refieren haber pasado los sucesos de esta batalla los que en ella se encontraron, reconociendo que no estaban instruidos en las particularidades de cuanto ocurrió, por el mismo desorden y por lo extraño del resultado. Caminando yo, al cabo del tiempo, por el sitio, Mestrio Floro, varón consular, que había sido del número de los jóvenes que, no por su voluntad, sino por fuerza, acompañaron a Otón; me mostró un viejo templo y entonces me refirió que, yendo allá después de la batalla, vio un montón de muertos tan alto que tocaba el frontón. Inquiriendo sobre la causa, decía que no la había encontrado, ni quien se la declarase, pues si bien en las guerras civiles, cuando llega el momento de una derrota, es preciso que mueran muchos más, por no hacerse cautivos, porque no hay para qué guardar a los que se cogen, para aquel amontonamiento y hacinamiento no hay ninguna causa racional y probable.

XV

A Otón, al principio, como ordinariamente sucede, no le llegaba noticia ninguna segura de tamaños acontecimientos; pero después que se presentaron algunos heridos y los refirieron, no es muy de admirar que los amigos no le dejasen abatirse, sino que le dieran ánimo y confianza; más lo que excede todo crédito fue lo que pasó con los soldados, porque ninguno se desertó ni se pasó a los vencedores; no se les vio tratar de su propio interés, desesperadas ya las cosas de su caudillo, sino que todos sin excepción fueron a su puerta, y, acercándose, le daban siempre el título de emperador, se deshacían por él, le tomaban las manos entre voces y lamentos, se le presentaban, lloraban y le pedían que no los desamparase ni hiciera de ellos antes de tiempo entrega a los enemigos, sino que empleara sus ánimos y sus cuerpos hasta que por él dieran el último suspiro. Esto le rogaban todos a una voz, y uno de los más desconocidos, presentando la espada le dijo: "Sabe, oh César, que por ti todos estamos a este modo prontos y dispuestos". Y se pasó con ella. Mas nada de esto bastó para doblar el ánimo de Otón, el cual, volviéndose para todas partes con rostro sereno y placentero, dijo: "Este día es para mí mucho más feliz que aquel en que por primera vez me saludasteis, viéndoos ahora cuales os veo, y siendo para vosotros objeto de tales demostraciones; pero no me privéis de la mayor satisfacción y honor, que es el morir honrosamente por tantos y tan apreciables ciudadanos. Si he sido digno del Imperio, corresponde que dé la vida por la patria: sé que la victoria no es cierta ni segura para los enemigos. Dícese que nuestro ejército de la Misia se halla a pocas jornadas, habiendo bajado al Adriático el Asia, la Siria, el Egipto, y que los ejércitos que hacen la guerra a la Judea están con nosotros, y en nuestro poder, el Senado y los hijos y mujeres de nuestros contrarios: pero esta guerra no es contra Aníbal, contra Pirro o los cimbros por la posesión de la Italia, sino de romanos contra romanos, y unos y otros, vencedores y vencidos, somos injustos contra la patria, porque el bien del vencedor es para ella una calamidad. Creed que es mucho más hacedero morir con gloria que imperar, porque no veo que pueda ser de tanta utilidad a los romanos quedando vencedor como sacrificándome ahora por la paz y la concordia, y porque la Italia no vuelva a ver otro día como éste".

XVI

Dicho esto, rechazó a los que todavía insistían y el rogaban, y encargó a los amigos que vieran de ganar la gracia de Vitelio, y lo mismo a los senadores que allí se hallaban. A los ausentes y a las ciudades les escribió para que abrazaran aquel partido con honor y seguridad. Hizo llamar a su sobrino Coceyo, jovencillo todavía, y lo exhortó a tener buen ánimo y no temer a Vitelio, pues que él había salvado a la madre de éste, sus hijos y su mujer, cuidando de ellos como si fueran sus deudos. Decíale que, siendo su ánimo ahijarle, por esto mismo lo había dejado para más adelante, y que tuviera presente que, siendo ya césar, había dilatado la adopción para que imperara con él si era vencedor, y no se malograse si fuese vencido. Y le añadió: "Te prevengo, hijo mío, por último encargo, que ni enteramente olvides ni te acuerdes demasiado de que has tenido un tío césar". Acabado esto, de allí a bien poco oyó alboroto y gritería a la puerta, y era que los soldados a los senadores que iban a salir les hacían amenazas de muerte si no se estaban quietos, y si, abandonando al emperador, pensaban en retirarse. Salió, pues, otra vez, temiendo por ellos, y ya no con blandura ni en aire de ruego, sino con enojo e ira, miró a los soldados, especialmente a los alborotadores, mandándoles marcharse de allí, y ellos callaron y obedecieron.

XVII

Era ya entrada la noche, y como tuviese sed bebió un poco de agua: tomó luego en la mano dos espadas, y habiendo estado examinando sus filos largo rato, volvió la una de ellas, y la otra se la guardó debajo del brazo. Hizo llamar a sus esclavos, y habiéndoles hablado con el mayor cariño, repartió entre ellos el caudal que tenía, a cuál más y a cuál menos, no como quien es liberal con lo ajeno, sino atendiendo cuidadosamente al mérito y a la proporción de él. Despidiólos y reposó lo que restaba de la noche, en términos que sus camareros le sintieron dormir profundamente. Al amanecer, llamando al liberto por quien había corrido el cuidado de los senadores, le dio orden de informarse sobre ellos. Y volviendo con la respuesta de que al marchar a cada uno se le había asistido con lo que había menester, le dijo: "Vete tú también, y haz de modo que te vean los soldados si no quieres recibir de ellos la muerte porque piensen que has cooperado a la mía". Luego que el liberto salió, puso recta la espada, teniéndola con ambas manos, y dejándose caer sobre ella, no sintió más dolor que cuanto suspiró una sola vez, dando a los de la parte de afuera indicio del suceso. Levantaron gran lamento los de su familia, y al punto se hizo el lloro general en el campamento y en toda la ciudad, y los soldados corrieron con gritería a la casa, haciendo exclamaciones y prorrumpiendo en quejas y acriminaciones contra sí mismos, porque no habían sabido guardar a su emperador ni impedirle que muriera por ellos. Ninguno de los que se habían quedado con él desertó, con estar tan cerca los enemigos, sino que, adornando el cuerpo y levantando una pira, le llevaron a ella armados, mostrándose muy gozosos los que pudieron adelantarse a poner el hombro y alzar el féretro. De los demás, unos se arrojaban sobre el cadáver y besaban la herida, otros le cogían las manos y otros le veneraban de lejos. Algunos hubo que, dejando las antorchas sobre la hoguera, se quitaron la vida, sin que se supiese que habían recibido del muerto algún beneficio o que tenían motivo para temer algún grave mal del vencedor; de modo que, a lo que se ve, jamás hubo tirano o rey de quien se apoderase un tan violento y furioso amor de mandar como el que aquellos soldados tenían de ser mandados y de obedecer a Otón, pues que ni después de muerto los desamparó el sentimiento de su pérdida, que paró en un odio intolerable contra Vitelio.

XVIII

Lo demás de este caso tiene su tiempo propio, en que habrá de referirse. Cubriendo, pues, bajo de tierra los despojos de Otón, no le hicieron un sepulcro que pudiera ser envidiado o por su mole o por lo arrogante de la inscripción. Vi, hallándome en Brixelo, un monumento sencillo y una inscripción, que traducida es en esta forma: "A los manes de Marco Otón". Murió a los treinta y siete años de edad y a los tres meses de imperio, dejando escritores que celebrasen su muerte no inferiores ni en número ni en autoridad a los que reprenden su vida, porque en ésta no fue mejor en nada que Nerón, y su muerte fue más noble y generosa. Los soldados, como Polión, el otro prefecto, les diese orden de que jurasen a Vitelio, lo rehusaron; mas, sabiendo que se hallaban allí algunos del Senado, a los demás los dejaron en paz, y sólo pusieron en apuro a Verginio Rufo, yendo armados a su casa, excitándole y exhortándole de nuevo a que tomase el Imperio o fuese a interceder por ellos; pero teniendo a locura tomar el Imperio de unos vencidos, cuando lo había rehusado de los mismos siendo vencedores, y temiendo el ir de legado a los germanos, que se quejaban de que los había forzado a hacer muchas cosas contra su voluntad, sin que se tuviera de ellos noticia, se marchó por otra puerta. Cuando los soldados se vieron así burlados, se prestaron a los juramentos y se unieron a los de Cecina, habiendo obtenido antes el perdón.