10 de Noviembre

San León I papa

José Artero
Mercabá, 10 noviembre 2025

Semblanza

         Nació el 390 en la Toscana, en el seno de una familia romana (tusca, según el Liber Pontificalis) que con mucho fervor hablaba de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que él llama mi patria:

"La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad. Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo".

         En el 430 era ya arcediano de la Iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.

         En una legación a las Galias, en la que se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos (sobre las hordas de Atila), presenció la muerte del papa Sixto III. Y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano, no se hizo esperar. Era el 29 septiembre 440.

         La 1ª medida de León I, una vez llegado al pontificado, fue la restauración de la disciplina eclesiástica, a la que siguió el fomento del culto católico (la liturgia) y la enseñanza y defensa de la doctrina católica, que con tanta elocuencia defendía en sus discursos y cartas (como la carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le había consultado el modo de obrar contra los herejes priscilianistas).

         Fueron los días de León I agitados en las polémicas contra las herejías (a nivel interior) y las terribles invasiones de los bárbaros del Norte (a nivel exterior), pero en todos ellos logró salir airoso de forma grandiosa y eficaz.

         Ecos de las herejías, que desembocaron en Nestorio (y fueron condenadas en Efeso) fueron las de Eutiques, que atacaron a la Iglesia por el lado contrario. Pues si Nestorio afirmaba que en Cristo había 2 personas distintas (la humana y la del Verbo divino) que habitaba en el hombre como en un templo, y que la unidad divina y humana no era mayor (según él) que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión una sola naturaleza (lo que se llama monofisismo).

         Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos. Hasta que estalló la violenta cuestión en el Sínodo de Efeso (ca. 449). 

         Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro (patriarca de Alejandría), se había hecho una razonada acusación contra Eutiques y Eusebio de Dorilea. Eutiques era el archimandrita (o superior) de un gran monasterio cercano a Constantinopla, y estaba arropado por sus 300 monjes, junto a los soldados de la corte bizantina.

         Eutiques fue condenado en el Sínodo de Alejandría (ca. 449), pero no se sometió, y promovió las algaradas, llenó Constantinopla de pasquines y apeló al papa. A Eutiques se le unió Dióscoro (sucesor ilegítimo de San Cirilo de Alejandría) y Crisafio (favorito del emperador), y logró que se desterrara al patriarca Flaviano de Constantinopla, que a duras penas logró enviar un informe de la situación al papa.

         León I supo hábilmente demorar su respuesta, para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques y al mismo emperador, prometiendo un dictamen (la famosa Carta Dogmática, del 13 junio 449). Un magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.

         Pero no se aquietan los herejes ni los políticos, y convocan un nuevo Sínodo de Efeso (o Latrocinio de Efeso) a los 2 meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro, y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios, se prohíbe leer la Epístola Dogmática, son expulsados de sus sedes Flaviano (de Constantinopla) y Eusebio (de Dorilea), y 135 obispos orientales se posicionan a favor del monofisismo de Eutiques.

         Es entonces cuando León I escribe su Epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de "latrocinio efesiano", frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo. Intenta el papa sosegar los ánimos, escribe a Teodosio II y a Pulqueria (emperadores de Oriente) y procura la intervención de Valentiniano III (emperador de Occidente). Y con gran valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, así como condena las operaciones llevadas a cabo por Dióscoro (apoyado en Crisafio, favorito del emperador bizantino).

         La Providencia quiso remediar la situación, y poco a poco empezó a verse clara la derrota de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio cayó en desgracia y fue ajusticiado, y el emperador bizantino tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió las violencias de los heresiarcas, y llamó del destierro a los obispos perseguidos.

         Inmediatamente escriben los obispos ortodoxos al papa León I, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocatoria de un gigante concilio ecuménico, que zanje definitivamente la situación.

         Realmente no hacía falta ese concilio (respondió el papa), puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola Dogmática. Pero León I accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados (2 obispos y 2 presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio), no admitió la legitimidad del patriarca Anatolio (entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales) y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.

         El Concilio de Calcedonia, el 4º de los ecuménicos y congregado en Calcedonia en octubre del 451, contó con la asistencia de 630 padres conciliares (5 de ellos occidentales, y 2 africanos, junto a los 4 representantes papales). Finalmente, el concilio convocado por León I, o gran Concilio de Calcedonia (ca. 451), logró salvar la fe ortodoxa con toda su autoridad, ciencia y prestigio.

         Tras solventar la rocambolesca situación del Oriente, pasó León I a solucionar los problemas de Roma. Pues mientras acaba con sus aclamaciones el Concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban (entre incendios, matanzas y desolación) los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que "donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era "el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.

         Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes y cruzado el Po, ya acampaba Atila junto a Mantua, con todas sus hordas de los hunos. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del papa.

         León I se puso en camino hacia Mantua, junto a algún senador y a algún cónsul (que le acompañaban a retaguardia, totalmente muertos de miedo). E incluso se presentó en el mismo campamento de Atila, revestido de pontifical y llevando en sus manos el cruzado báculo en sus manos. Al encontrarse personalmente con Atila, León I le pide piedad, y le intima a la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo Atila, le escucha y le atiende, y hasta ordena la retirada de sus ejércitos, ante el pasmo de bárbaros y romanos. Roma no sería devorada por Atila.

         Apoteósico fue el recibimiento de León I en Roma, bajo vítores de libertador. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron. Y para memoria perenne hizo León I fundir la broncínea estatua de Júpiter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.

         Pero Roma no había escarmentado, y en ella seguía pululando la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y la procacidad hasta en las mismas aulas imperiales. El papa León I se quejaba de todo ello, y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.

         En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba León I de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo". Y no se hizo esperar, la nueva y más tremenda catástrofe.

         En efecto, de repente el peligro empezó a venir del Sur, en forma de unos vándalos terribles cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Habían ya devastado la Africa de San Agustín, habían ocupado las islas periféricas, habían desembarcado en la misma Italia, y avanzaban hacia Roma sembrando la desolación y la muerte.

         El pánico cundió en toda Roma, y pronto empezaron las desbandadas fugitivas, encabezadas por el emperador Patronio Máximo (que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio). E incluso la misma Eudoxia llamó al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.

         No dio tiempo a León I a pedirle un encuentro a Genserico, ni a salirle al encuentro (como sí había hecho con Atila). Pero sí que pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió. Pero en 15 días que duró aquella invasión, fue incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455, y en su retirada de Roma (según le había pedido León I) se llevó Genserico cautivas a la emperatriz y a sus hijas.

         Los 6 años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó León I en restaurar las ruinas de Roma, y continuar su obra de disciplina y apostolado eclesial. También envió a sus presbíteros a darlimosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.

         A lo que había que añadir su labor de restauración de las 3 grandes basílicas romanas y la erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.

         Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el "Hostiam sanctam, rationabile sacrificium" y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.

         Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como pontífice máximo de Roma.

         El 10 noviembre 461 murió León I, tras haber amplificado el culto católico, haber definido la fe, haber exaltado el primado pontificio de la Iglesia, haber extirpado la herejía de Oriente, haber salvado a Roma de Atila y Genserico, haber ayudado a la reconstrucción del Afica cristiano. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medioevo.

 Act: 10/11/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A