12 de Diciembre

Virgen de Guadalupe

Alfonso Junco
Mercabá, 12 diciembre 2025

Semblanza

         En diciembre de 1531, y 10 años después de tomada la ciudad de México por Cortés, caminando el indio Juan Diego por la colina del Tepeyac (colina que queda al norte de México DF), oyó que le llamaban dulcemente. Era una hermosísima Señora, que le hablaba con palabras de excepcional ternura y delicadeza, y que le decía: "Yo soy, la siempre virgen María, madre del verdadero Dios". Tras lo cual le pidió que fuera al obispo (Zumárraga) para contarle cómo deseaba ella que allí se le alzara un templo.

         El obispo, con su católica prudencia, le respondió que pidiera a la Señora alguna prueba de su mensaje. Y obtúvola Juan Diego: unas rosas y otras flores, que en pleno invierno y aquella cumbre estéril cortó por mandato de la Señora, recogió en su ayate (capa de tela burda que, atada al cuello, usaban los indios más humildes) y llevó al obispo. Mas al extender ante el obispo Zumárraga su tilma (o ayate), cayeron las flores y apareció en ella pintada la imagen de la Virgen.

         Ese mismo ayate es el que se venera en nuestra Basílica de Guadalupe. Sus 2 piezas están unidas verticalmente al centro por una tosca costura, lo menos adecuado para pintar una efigie de tan benigna y encantadora suavidad (que por cierto, mal puede apreciarse en las múltiples copias que corren por el mundo). Técnicos en las más modernas especialidades estudian hoy con asombro esta pintura original, como antaño la estudiaron el célebre pintor Miguel Cabrera o el cauteloso investigador Bartalache.

         Un contemporáneo de las apariciones, Antonio Valeriano, indio de noble ascendencia y ex-alumno fundador del Colegio Franciscano de Tlalateloco (ca. 1533), narra el milagro según lo conocemos. Su relato, en lengua náhuatl, desígnase (como las encíclicas) por las palabras con que empieza: Nican Mopohua.

         El manuscrito permaneció en manos de Fernando de Alba Ixtlixóchitl, pasó luego a poder de Sigüenza Góngora (quien da memorable testimonio jurado, de su autenticidad) y fue reproducido en letra de molde por Lasso de la Vega en 1649 (incorporándolo en el volumen náhuatl que conocemos por sus primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica).

         Dicho volumen fue traducido íntegramente al castellano en 1926 (por parte de Feliciano Velázquez), y publicado a doble página (fotocopia de la edición azteca y versión española) por la Academia Mexicana Santa María de Guadalupe. Una nueva edición, de 1953, y bajo el título de mi estudio Un radical Problema Guadalupano (donde se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua) constituye el más antiguo relato escrito de la "antigua, constante y universal" tradición mexicana.

         El relato del Nican Mopohua, lejos de oscurecerse con el paso del tiempo, se ha robustecido con los modernos y exigentes estudios críticos, que a partir del IV Centenario (1931) fueron desvaneciendo las objeciones y confirmado la historicidad que el pueblo mexicano viene proclamando, desde los orígenes hasta hoy, con un plebiscito impresionante.

         Porque el caso de nuestra Virgen de Guadalupe es singular. En otros países católicos hay diversas advocaciones de gran devoción, mas ninguna de ellas concentra la totalidad de una nación en una unidad indivisible, y ninguna de ellas viene a ser el símbolo indiscutido de un continente entero.

         Y en México y en América, esto es así. Hasta tal punto que el mismo liberal Ignacio Altamirano llegó a estampar: "El día en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo de los moradores de la México actual".

         Por otra parte la Iglesia, siempre tan tajante en estas cuestiones, prohibiendo y negando todo tipo de apariciones, ha obrado siempre a favor de las Apariciones del Tepeyac. Y así, al aproximarse la coronación de Guadalupe en 1895, y habiéndose recibido en Roma las gestiones de quienes ponían en tela de juicio la historicidad del milagro, fue el mismo León XIII quien concedió para nuestra fiesta, del 12 de diciembre, un festivo oficio litúrgico, en que se narra el prodigio uti antiqua et constanti traditione mandatur ("tal como nárralo la antigua y constante tradición").

         El 12 octubre 1945, al celebrarse el 50 aniversario de dicha coronación, fue Pío XII quien, hablando por radio desde el Vaticano para México, afirmó rotundamente que "en la tilma del pobrecito Juan Diego, unos pinceles que no eran de aquí abajo dejaron pintada una imagen dulcísima", y llamó a nuestra patrona no sólo "reina de México" sino, con anchura continental sin restricción, "emperatriz de toda América".

         Y ahora cabe dilucidar un problema sugeridor: la identidad del nombre de la Virgen (de Guadalupe) de México, respecto del nombre de la Virgen (de Guadalupe) de Extremadura.

         A cuenta de ello, muchos españoles han entendido que se trata de una especie de prolongación a América de la Virgen extremeña. Y, al encontrar que el término Guadalupe se reproducía en documentos, lugares y templos del Nuevo Mundo, han supuesto que todo ello tomaba su origen en la advocación española, de forma equivocada.

         Por lo demás, tan gloriosa puede sentirse la Madre española como la Hija mexicana, de aquellas Apariciones del Tepeyac, que nos dejó la única imagen en el orbe no pintada por mano humana. Lo cual arrancó a Benedicto XIV aquella memorable aplicación de la palabra de la Escritura: "Me felicitarán todas las generaciones".

         Expongamos sintéticamente el fruto de la dilatada reflexión, respecto al origen del término Guadalupe.

         De venerable antigüedad, la Virgen de Guadalupe de Extremadura, escondida para salvarla cuando la invasión sarracena (s. VIII), fue encontrada a fines del s. XIII por el pastor Gil Cordero. Y ello había dado origen a la fundación de la estupenda Basílica de Guadalupe.

         Siglos después, y antes de aventurarse al Océano, Colón visitó a la Virgen extremeña, y por dicha devoción puso nombre a la isla de Guadalupe, en las Antillas. De igual modo, cuando Cortés volvió a España (antes de 1531), llevó como exvoto a la basílica extremeña un alacrán de oro. Y lo mismo fueron haciendo Hernando y otros conquistadores españoles, que a la Basílica de Guadalupe extremeña iban llevando el alma y costumbres de estas tierras de América.

         Explícase así que, desde lejos y sin haber estudiado el particularísimo caso del Tepeyac, se haya formado en España la impresión de que la Virgen de Guadalupe mexicana es una proyección de la Virgen de Guadalupe extremeña. Pero no es así, salvo mera casualidad léxica, y poco más.

         Porque las Apariciones del Tepeyac de 1531 dejaron huellas históricas de primer orden mundial, como ya se han visto. Y dichas apariciones, así como la tilma prodigiosamente pintada, no tienen la más leve relación con la preexistente imagen de Extremadura. Trátase absolutamente de otra cosa, de un hecho nuevo y distinto que, por otro lado, muestra (y pinta, sin mano humana) unos rasgos nada comunes en el mundo español, como tampoco en el mexicano.

         Alude la Imagen del Tepeyac a unos rasgos o raza nueva, posiblemente alusiva (o no) al mestizaje de América y del Pacífico. Y para nada se parece a la Imagen de Extremadura (escultura románica de Madre con Niño, sentada sobre su trono), pues pinta a una Virgen (no a una Madre) con las manos juntas (no abiertas), diferente al resto de efigies hasta en la más remota semejanza (incluidas las Inmaculadas Concepción, que sería lo más parecido). 

         En cuanto al culto guadalupano, éste surgió en México del mundo indígena y no español ni mestizo, y durante 4 siglos tuvo lugar en torno al pie de la tilma del milagro, sin la más tenue conexión con la imagen de Extremadura, cuya misma existencia era para los indígenas ignorada.

         Entonces, si se trata de casos tan absolutamente apartados y autónomos, ¿por qué ambas imágenes se designan con el mismo término Guadalupe? Que se llame así la Virgen de Extremadura es natural, porque tomó nombre del sitio en que fue encontrada: Guada Lupe (lit. Río de Lobos, en arábe). Pero ¿por qué se llama guadalupana la Virgen mexicana? Porque ella no se apareció en un río de lobos, sino en el cerro del Tepeyac. Ni por ello tomó nombre la Virgen del lugar, sino al revés.

         Lo que a muchos despista tiene que ver con un hecho tenido lugar en el Proceso de las Apariciones, pues parece ser que la Virgen, al mostrarse a Juan Bernardino (tío de San Juan Diego), le había dicho que "la nombrara, y que se nombrase su bendita imagen, la siempre virgen Santa María de Guadalupe".

         Así consta también en el Nican Mopohua, la más vetusta relación de las Apariciones del Tepeyac, escrita en lengua azteca (y para nada española), por parte de uno de los indios más ilustres (el indio Valeriano). El cual, en su texto náhuatl original, incorpora explícitamente las palabras castellanas "Santa María de Guadalupe", cuando él mismo no sabía castellano.

         La Señora del Tepeyac quiso ser designada, pues, con el nombre de Guadalupe. ¿Por qué? Esto no lo sabemos. Pero, aunque no lo sabemos, creo que razonablemente podemos avanzar una plausible conjetura.

         Podemos conjeturar que quiso la Señora darse un nombre que fuera familiar y atrayente para los españoles, sobre todo para los extremeños como Pizarro, Orellana, Valdivia, Núñez de Balboa, Cortés... (que consumaron la conquista, y que tuvieron gran predilección por Juan Diego, representante de los vencidos).

         Posiblemente quiso la Virgen no sólo defender al vencido, sino atraer con dulzura a los vencedores (hermanándolos bajo una misma devoción). Y seguramente trató que su advocación no sonara a algo totalmente indio y extraño, pues eclesialmente hubiera provocado las dudas y el olvido.

         De hecho, y como históricamente consta, se dio el caso extraordinario de que, desde el inicio de las Apariciones del Tepeyac, conquistados y conquistadores fraternizaron a los pies del Tepeyac. La Virgen decidió no mostrar una fisonomía india ni el color propio de los indios, sino algo nuevo y distinto, posiblemente de fisonomía mestiza entre lo español, americano y pacífico, como un beso de razas que fundaría una nueva nacionalidad.

         Y así como la Virgen quiso unir en su milagro a un español (el obispo Zumárraga) y a un indio (San Juan Diego), también estampó en el ayate indio las rosas de Castilla, como ejemplo y símbolo de la fusión amorosa entre Castilla y México, y entre todos los pueblos que hoy conformamos la Hispanidad.

         Por eso, en una exposición magistral que la Virgen hizo en el Tepeyac, cargada de sentidos y sentimientos, ha rebasado las fronteras nuestra Virgen de Guadalupe.

         En México se la identifica con la sustancia de la patria. En el resto de América permanece vivísima su instancia (forzando a Pío X a sancionarla, en 1910, como patrona y Madre de toda la América hispana). En Filipinas es admirada en todas y cada una de sus 7.000 islas (hasta que Pío XI tuvo que incluirla, en 1935, entre la patrona de las islas Filipinas, tan hondamente vinculadas al mundo español). Y así sucesivamente.

         En 1945 Pío XII la proclamó a boca llena "emperatriz de América". Y en 1950 la vieja madre de la estirpe, al coronar espléndidamente en Madrid a nuestra Virgen de Guadalupe, coronó espléndidamente el ciclo de su expansión providencial, por todo el orbe de la hispanidad.

         Porque Juan Diego no era sólo Juan Diego, sino la desvalida encarnación de todas las razas aborígenes de la hispanidad, tanto de México como de Filipinas, tanto de América como de la Oceanía o Alaska. Y las rosas de Castilla exprimieron la policromía de sus jugos (símbolo de la savia de España) para embeberse el ayate indio (y fundirse así en todas las fibras hispanas) y dejar extasiada, para siempre, la imagen celeste de María.

 Act: 12/12/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A