12 de Febrero

Santa Eulalia de Barcelona

Angel Fábrega
Mercabá, 12 febrero 2024

         Nació el 290 en Barcelona, en el seno de una noble familia hispano-romana que vivía en una quinta de su propiedad, y que más que amarla la mimaban cariñosamente, impelidos por la humildad, la sabiduría y la prudencia que resplandecían en ella de una manera impropia de su tierna edad.

         Por encima de todo, brillaba en aquella virtuosa niña un acendrado amor a Dios. Su piedad la llevaba a encerrarse cotidianamente en una pequeña celda de su casa con un grupo de amiguitas que había reunido junto a sí para pasar buena parte del día en el servicio del Señor, rezando oraciones que alternaban con el canto de himnos.

         Habiendo llegado a la pubertad, hacia los 13 años, llegó a los oídos de los barceloneses la noticia de que la persecución contra los cristianos volvía a arder de nuevo en todo el Imperio Romano, de manera que quienquiera que se obstinara en negarse a sacrificar a los ídolos era atormentado con los más diversos y espantosos suplicios.

         Los emperadores Diocleciano y Maximiano, que hablan oído contar la rápida y maravillosa propagación de la fe cristiana en las lejanas tierras de España, donde hasta entonces había sido tan rara aquella fe, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado Daciano, para que acabara de una vez con aquella superstición.

         Al entrar en Barcelona con todo su séquito, Daciano ordenó públicos y solemnes sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar cautelosamente todos los cristianos para obligarles a hacer otro tanto. Con inusitada rapidez divulgóse entre los cristianos de Barcelona y su comarca la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez impío e inicuo como hasta entonces no se había conocido otro.

         Oyéndolo contar, Eulalia se regocijaba en su espíritu, y se ponía a repetir alegremente: "Gracias os doy, mi Señor Jesucristo, gloria sea dada a vuestro nombre porque veo muy cerca lo que tanto anhelé, y estoy segura de que con vuestra ayuda podré ver cumplida mi voluntad".

         Sus familiares estaban vivamente preocupados por la causa de aquel deseo tan vehemente que Eulalia les ocultaba, ella que precisamente no les escondía ningún secreto, sino que siempre les explicaba con la prudencia y circunspección debidas cuanto Dios Nuestro Señor le revelaba.

         Pero la joven Eulalia seguía sin contar a nadie lo que iba meditando en su corazón, ni a sus padres (que tan tiernamente la amaban) ni a ninguna de sus amigas (o de sus servidoras), que la querían más que a su propia vida. Hasta que un día, a la hora de mayor silencio, mientras los suyos dormían, emprendió sigilosamente el camino de Barcelona, al rayar el alba. Llevada de las ansias que la enardecían y la hacían infatigable, hizo todo el trayecto a pie, a pesar de que la distancia que la separaba de la ciudad fuese tal como para no poder andarla una niña tan delicada como ella.

         Llegado que hubo a las puertas de la ciudad, y así que entró, oyó la voz del pregonero que leía el Edicto, y se fue intrépida al foro. Allí vio a Daciano sentado en su tribunal y, penetrando valerosamente por entre la multitud, mezclada con los guardianes, se dirigió hacia él, y con voz sonora le dijo:

—Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? ¿Es que no temes al Dios altísimo y verdadero que está por encima de todos tus emperadores y de ti mismo, el cual ha ordenado que todos los hombres que él con su poder creó a su imagen y semejanza le adoren y sirvan a él solamente? Ya sé que tú, por obra del demonio, tienes en tus manos el poder de la vida y de la muerte; pero esto poco importa.

         Daciano, pasmado de aquella intrepidez, mirándola fijamente, le respondió, desconcertado:

—Y ¿quién eres tú, que de una manera tan temeraria te has atrevido, no sólo a presentarte espontáneamente ante el tribunal, sino que, además, engreída con una arrogancia inaudita, osas echar en cara del juez estas cosas contrarias a las disposiciones imperiales?

         Mas ella, con mayor firmeza de ánimo y levantando la voz, dijo:

—Yo soy Eulalia, sierva de mi Señor Jesucristo, que es el Rey de los reyes y el Señor de los que dominan: por esto, porque tengo puesta en él toda mi confianza, no dudé siquiera un momento en ir voluntariamente y sin demora a reprochar tu necia conducta, al posponer al verdadero Dios, a quien todo pertenece, cielos y tierra, mar e infiernos y cuanto hay en ellos, al diablo, y lo que es peor, que quieres obligar a hacer lo mismo a aquellos hombres que adoran al Dios verdadero y esperan conseguir así la vida eterna. Tú les obligas inicuamente, bajo la amenaza de muchos tormentos, a sacrificar a unos dioses que jamás existieron, que son el mismo demonio, con el cual todos vosotros que le adoráis vais a arder otro día en el fuego eterno.

         Oyendo Daciano tales requerimientos, mandó que la detuvieran y que inmediatamente la azotaran sin piedad. Mientras, sin compasión, se ejecutaba el suplicio, decíale Daciano, en son de burla:

—Oh miserable doncella, ¿dónde está tu Dios? ¿Por qué no te libra de esta tortura? ¿Cómo te has dejado llevar por esta imprudencia que te hizo ejecutar un acto tan atrevido? Di que lo hiciste por ignorancia, que desconocías mi poder, y te perdonaré enseguida, pues hasta a mí me duele que una persona nobilísima como tú, ya que vienes, según me han dicho, de rancio abolengo, sea tan atrozmente atormentada.

         A cuyas palabras repuso Eulalia:

—Esto no será jamás; y no me aconsejes que mienta confesando que desconocía tu poderío; ¿quién ignora que toda potestad humana es pasajera y temporal como el mismo hombre que la tiene, que hoy existe y mañana no? En cambio, el poder de mi Señor Jesucristo no tiene ni tendrá fin, porque es el mismo que es eterno. Por esto, no quiero ni puedo decir mentiras, porque temo a mi Señor, que castiga a los mentirosos y sacrílegos con fuego, como a todos los que obran la iniquidad. Por otra parte, cuanto más me castigas, me siento más ennoblecida; nada me duelen las heridas que me abres, porque me protege mi Señor Jesucristo, que cuando sea él quien juzgue, mandará castigarte por lo que habrás hecho con penas que serán eternas.

         Enfurecido y rabioso, Daciano mandó traer el potro. La extienden en él, y mientras unos esbirros la torturaban con garfios, otros le arrancaban las uñas. Pero Eulalia, con cara sonriente, iba alabando a Dios Nuestro Señor, diciendo:

—Oh Señor mío Jesucristo, escuchad a esta vuestra inútil sierva, perdonad mis faltas y confortadme para que sufra los tormentos que me infligen por vuestra causa, y así quede confuso y avergonzado el demonio con sus ministros.

         Díjole Daciano:

—¿Dónde está este a quien llamas e invocas? Escúchame a mí, oh infeliz y necia muchacha. Sacrifica a los dioses, si quieres vivir, pues se acerca ya la hora de tu muerte y no veo todavía quién venga a librarte.

         Mas he aquí que Eulalia, gozosa, le respondió:

—Nunca vas a tener prosperidad, sacrílego y endemoniado perjuro, mientras me propongas que reniegue de la fe de mi Señor. Aquel a quien invoco está aquí junto a mí; y a ti no es dado el verle porque no lo mereces por culpa de tu negra conciencia y la insensatez de tu alma. Él me alienta y conforta, de manera que ya puedes aplicarme cuantas torturas quieras, que las tengo por nada.

         Desesperado ya y rugiendo como un león ante aquel caso de insólita rebeldía, Daciano mandó a los soldados que, extendida todavía sobre el potro, aplicaran hachones encendidos a sus virginales pechos para que pereciera envuelta en llamas. Al oír aquella decisión judicial, Eulalia, contenta y alegre, repetía las palabras del salmo:

—He aquí que Dios me ayuda y el Señor es el consuelo de mi alma. Dad, Señor, a mis enemigos lo que merecen, y confundidles; voluntariamente me sacrificaré por Vos y confesaré vuestro nombre, pues sois bueno, porque me habéis librado de toda tribulación y os habéis fijado en mis enemigos.

         Y habiendo dicho esto, las llamas empezaron a volverse contra los mismos soldados. Viendo lo cual Eulalia, levantando la vista al cielo, oraba con voz más clara todavía, diciendo:

—Oh Señor mío Jesucristo, escuchad mis ruegos, compadeceos misericordiosamente de mí y mandad ya recibirme entre vuestros escogidos en el descanso de la vida eterna, para que, viendo vuestros creyentes la bondad que habéis obrado en mí, comprueben y alaben vuestro gran poder.

         Tras haber terminado su oración, se extinguieron aquellos hachones encendidos que, empapados como estaban en aceite, debían haber ardido por mucho tiempo, no sin antes abrasar a los verdugos que los sostenían, los cuales, amedrentados, cayeron de hinojos, mientras Eulalia entregaba su espíritu al Señor.

         El pueblo que asistía a aquel espectáculo, al ver tantas maravillas, quedó fuertemente impresionado y admirado, en especial los cristianos, que se regocijaban por haber merecido tener en los cielos como patrona y abogada una conciudadana suya.

         Pero Daciano, al ver que después de aquella enconada controversia y que, a pesar de tantos suplicios, nada había aprovechado, descendió del tribunal, mientras, enfurecido, daba la orden de que fuera colgada en una cruz y vigilada cautelosamente por unos guardianes:

—Que sea suspendida en una cruz hasta que las aves de rapiña no dejen siquiera los huesos.

         Nada más ejecutar la orden (en la actual Plaza del Pedró), y según la leyenda, cayó del cielo una copiosa nevada, que cubrió y protegió su virginidad. Los guardas, aterrorizados, la abandonaron para seguir vigilándola a lo menos desde lejos, según se les había ordenado. Tan pronto se divulgó lo acaecido muchos quisieron ir a ver el prodigio. Sus mismos padres y amigas corrieron enseguida a ver lo sucedido.

         Después de 3 días de que Eulalia pendiera de la cruz, el 12 febrero 303, Eulalia murió en aquel madero. Y unos hombres temerosos de Dios la descolgaron con gran sigilo, sin que se dieran cuenta los soldados o guardianes; y habiéndosela llevado, la embalsamaron con fragantes aromas y amortajaron con purísimos lienzos. Entre ellos había uno que dicen se llamaba Félix, que con ella había también sufrido confesando a Cristo, el cual con gran alegría dijo al cuerpo de la joven: "Oh señora mía, ambos confesamos juntos, pero vos merecisteis la palma del martirio antes que yo".

         Los demás, mientras la llevaban a enterrar, alegrábanse entonando cánticos e himnos al Señor: "Los justos os invocarán, oh Señor, y Vos los habéis escuchado, mientras les librabais de cualquier tribulación". Al oírse aquellos cantos, fue asociándose a la comitiva una gran multitud, hasta que con gran regocijo le dieron sepultura junto al mar (en la que hoy es Basílica de Santa María del Mar). El año 633 fue canonizada y declarada patrona de Barcelona. El año 878 sus restos fueron trasladados a la vieja Catedral de Barcelona, donde hoy reposan en un sepulcro de 1327.

 Act: 12/02/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A