12 de Septiembre

Dulce Nombre de María

María Rodríguez
Mercabá, 12 septiembre 2024

         Con reverente brevedad, escribe Lucas en su evangelio la frase que sirve de pórtico al divino cuadro de la encarnación: "El nombre de la Virgen era María". Es como presentarnos, en toda su regia sencillez, en el azahar florido y oloroso de su huerto cerrado, a la llena de gracia, a la reina de los cielos y tierra, a la elegida, a la excelsa madre de Dios.

         Y escuchando el acelerado palpitar de aquel corazón sorprendido ante el inefable misterio que va a realizarse, el ángel Gabriel, con dulce confianza de siervo expresamente encargado de la custodia y guarda de su Señora, le dice, subrayando su augusto nombre: "No temas, María".

         La creación entera se goza en balbucear el eufónico nombre que Dios le impuso a su madre. Un nombre "cargado de divinas dulzuras", como asegura San Alfonso Mª de Ligorio. Un nombre que sabe a mieles y deja el alma y los labios rezumando castidad, alegría y fervor: María. Por medio de la que así es llamada, nos han venido todos los bienes y la pobre humanidad puede levantar la humillada cabeza y presentir de nuevo la cercanía de inacabables bienaventuranzas: O clemens, o pia, o dulcis Virgo María!

         Bien le cantamos Mutans Evae Nomen, porque ella devolvió a la gracia, con el nombre de vida, todo lo que la desdichada madre natural de los hombres había entregado a las tinieblas, con el nombre de muerte.

         Prueba de sabiduría y de acierto es imponer a la persona el nombre que justamente le corresponde. Y nadie como Dios ha sabido dar exactitud, expresión y síntesis a los nombres que él mismo ha elegido e inspirado.

         Desde la más remota antigüedad, el nombre impuesto a las personas y a las cosas tuvo, en la mayoría de los pueblos, una significación simbólica. Aun ahora, muchas tribus africanas, y los negros australianos, consideran el nombre como una parte integrante de la personalidad, ocultándolo a veces (a los extranjeros) bajo apodos y paráfrasis, por temor a los perjuicios que pudiera acarrear su conocimiento.

         En los países cuya historia se ha ido desenvolviendo al veril de una civilización normal y cada vez más pujante, el simbolismo de los nombres perdió, poco a poco, su luz bajo la potencia bienhechora o maléfica de las personas que los ostentaron. Con razón se dice, pues, que el nombre no hace a la persona, sino la persona al nombre. Y afirma San Pedro Canisio que, "puesto que el nombre es símbolo y cifra de la persona, invocar el nombre de María equivale a empeñar su poder en favor nuestro".

         Si el Señor escogió entre todas las criaturas la más perfecta, para ser madre del Hijo divino; si como privilegio de esta maternidad la hizo inmaculada y arca de todas las virtudes, nos parece muy lógico que también eligiera para ella el nombre más hermoso, el de más alta y acendrada significación, el más dulce entre todos los del humano lenguaje.

         Pero ¿qué significados tiene, pues, según la etimología, ese nombre cuyo misterioso sentido sólo Dios nos podría explicar?

         Si el nombre María deriva del idioma egipcio, su raíz sería meryt, que quiere decir "muy amada". Según otros, la significación sería "estrella del mar". Si el nombre de María proviene del siríaco, la raíz sería mar, que significa "señor". El padre Lagrange opina que los hebreos debieron utilizar el nombre de María con el significado de "señora de la casa". Nada más conforme a la noble misión de la humilde Virgen nazarena.

         Otro 3º grupo de filólogos sostienen que la palabra María es de origen estrictamente hebreo, y que sus diversas y preciosas significaciones son las siguientes:

         1º Mar amargo, de la raíz mar y jam. María fue un verdadero mar de amargura, desde que en el templo, cuando la presentación de su Hijo, vislumbró la silueta cárdena y dolorida del Calvario. Y un mar de amargura desbordante en la pasión y muerte de Jesús.

         2º Rebeldía, de la raíz mar. Ella, la omnipotencia suplicante, vence a las satánicas huestes. Como escribe el padre Campana, "el nombre de María es de una energía singular y tiene en sí una fuerza divina para impetrar en favor nuestro la ayuda del cielo".

         3º Estrella del mar. Y de ahí que le cantamos Ave, Maris Stella. ¡Y con qué arrebatador encanto glosa y profundiza San Bernardo esta expresiva metonimia!

         4º Señora de mí linaje. Frase muy justa y apropiada a la prerrogativa nobilísima de ser Madre de Dios, Reina de todo lo creado.

         5º Esperanza. Significado más alegórico que etimológico, pero lleno de inefable consuelo. Porque Ella, Spes nostra, es el camino de la felicidad, el arco iris que señala un pacto de armonía entre Dios y los hombres. Como exclama San Buenaventura, "bienaventurado el que ama vuestro nombre, oh María, porque es fuente de gracia que refresca el alma sedienta y la hace reportar frutos de justicia".

         6º Elevada, grande. San Agustín y San Juan Crisóstomo coinciden en adjudicarle el excelso sentido de "señora y maestra".

         7º Iluminada, iluminadora. Está llena de luz. Sostiene en sus brazos la luz del mundo. Es pura y diáfana. Como dice San Pedro Crisólogo, "el nombre de María indica castidad".

         Deliciosamente narra sor María Jesús de Agreda, en su Mística Ciudad de Dios, la escena en la cual la Santísima Trinidad, en divino consistorio, determina dar a la "niña reina" un nombre. Y dice que los ángeles oyeron la voz del Padre eterno, que anunciaba: "María se ha de llamar nuestra electa y este nombre ha de ser maravilloso y magnífico".

         Los que le invocaren con afecto devoto, recibirán copiosísimas gracias; los que le estimaren y pronunciaren con reverencia, serán consolados y vivificados; y todos hallarán en él remedio de sus dolencias, tesoros con que enriquecerse, luz para que los encamine a la vida eterna".

         Y a ese nombre, suave y fuerte, respondió durante su larga, humilde y fecunda vida, la humilde Virgen de Nazaret, la que es Madre de Dios y Señora nuestra. Y ese nombre ("llave del cielo", como dice San Efrén) posee en medio de su aromática dulzura, un divino derecho de beligerancia y una seguridad completa de victoria. Por eso su fiesta lleva esa impronta: Acies Ordinata.

         España, siempre dispuesta a romper lanzas por la gloria de María, fue la primera en solicitar y obtener de la Santa Sede autorización para celebrar la fiesta del Dulce Nombre. Y esto acaeció el año 1513. Cuenca fue la diócesis que primeramente solemnizó dicha fiesta, siguiendo su ejemplo, en seguida, las demás, porque el amor de Nuestra Señora es efusivo y prende con facilidad en terrenos de sincera devoción.

         Pero fue el papa Inocencio XI, el "defensor de la Iglesia con toda la fuerza de su férreo carácter, con la sabiduría de su espíritu y, sobre todo, con el amor de absoluta entrega" (como decía en el radio mensaje de su beatificación Pío XII), quien decretó, el 25 noviembre 1683, que toda la Iglesia celebrara solemnemente la fiesta de este nombre excelso, pues invocándolo se había alcanzado la completa victoria sobre los turcos.

         Uno de los más trascendentales y emotivos episodios de la historia universal nos da el relato de esta decisiva victoria: Si el empuje de las fuerzas cristianas en Lepanto (cuya alma había sido Pío V) debilitó la potencia otomana, frenando el ímpetu de sus conquistas, el límite de los territorios dominados por los turcos no había retrocedido, y la puerta tendía a resurgir con el intento de una invasión total de Europa.

         En 1683 el peligro se hizo ya inminente. Los cálculos menores estiman el ejército que el gran visir Kara Mustafá llevó contra Viena, en unos 200.000 hombres. Era un momento critico en la historia del mundo. Inocencio XI, ante las indecisiones ambiciosas y la política turbia de algunos príncipes europeos, le escribía a Luis XIV de Francia:

"Te conjuro, por la misericordia de Dios, que acudas en auxilio de la oprimida cristiandad, para que no caiga bajo el yugo del tirano. Dios te ha señalado con tan buenas cualidades, y a tu reino con tantas fuerzas y recursos, que creo estás llamado por la Providencia para lograr la más hermosa gloria. ¡Sé digno de la grandeza de tu vocación!".

         Pero, mientras Luis XIV de Francia contestaba con frías excusas, la católica Polonia, al mando de su heroico rey Juan I Sobieski, ajustaba alianza con el emperador de Austria (Leopoldo I) y acudía en su ayuda.

         Desde el 14 de julio, Viena había quedado ya enteramente cercada por los turcos y aislada del ejército imperial, que se había retirado a la izquierda del Danubio.

         Un bosque de tiendas de campaña se extendía en forma de medialuna en torno a la ciudad. Comenzó el terrible bombardeo y, por efecto de él, un incendio imponente. Las enfermedades se cebaban también en los sitiados. Las provisiones de pólvora y los víveres disminuían con suma rapidez. Cada día se hacía más violento y amenazador el apremio de los enemigos. Pero la Providencia divina atendió, una vez más, las oraciones de Inocencio XI y de los fieles devotos de la Madre de Dios, que en ella habían puesto sus esperanzas.

         Juan I Sobieski se preparó al combate recibiendo el Pan de los fuertes y oyendo devotamente la santa misa, y todo el ejército polaco siguió el ejemplo de su rey. "La hora histórica de la batalla definitiva de Viena sonó al alborear el límpido sol del día 12 de septiembre" (decía Pío XII en el citado radiomensaje). El ejército de socorro, dirigido por Juan I Sobieski, atacó a los asaltantes. Una inesperada tormenta de granizo cayó sobre el campamento de los turcos.

         Antes de la noche, la victoria sonreía a las fuerzas cristianas que se habían lanzado al combate invocando el nombre de María. Si como instrumento de liberación Dios había escogido al rey de Polonia, unánimes afirman los críticos e historiadores que el artífice primario de esta misma liberación fue el papa Inocencio XI. Pero éste, a su vez, atribuyó el mérito y la gloria de aquella jornada al favor y socorro de María. Por eso quiso dedicar este luminoso día de septiembre a la fiesta de su Santísimo Nombre.

         "El Señor ha hecho vuestro nombre tan glorioso que no se caerá de la boca de los hombres" (Judit, 13, 25). Sublime elogio que corresponde a María, a la cual todas las generaciones llaman bienaventurada, y Aquel que "hizo en ella cosas grandes y cuyo Nombre es santo", quiso darle íntima participación de esa misma santidad para consuelo y gozo de quienes invocaren su dulce Nombre.

         Nombre que ha de ser también loado y santificado, como el nombre de Dios, en todo el mundo, porque infunde valor y fortaleza. Bien lo aprendieron los indios mejicanos de boca de los pobres soldados españoles cautivos, que subían al pavoroso teocalli invocando: "Ay, Santa María". Y con este nombre en los labios expiraban.

         En el áureo Blanquerna, de Raimundo Lull, en el cual, según alada frase del excelentísimo doctor García de Castro (arzobispo de Granada), "el beato mallorquín logró aprisionar las transparencias de las ondas del mar de Mallorca y las incógnitas armonías de los montes de Miramar", se lee de aquel monje que sólo tenía por oficio dirigir, tres veces al día, una salutación a nuestra Señora.

         Esa debe ser nuestra salutación y nuestro ruego: que todos conozcan y alaben a María, que todos pronuncien con reverencia su santo nombre y que ella mire a todos sus hijos, dispersos por el mundo, con ojos de misericordia y de amor. Su nombre, para los que luchamos en el campo de la vida, es lema, escudo y presagio. Lo afirma uno de sus devotos, San Antonio de Padua, con esta comparación:

"Así como antiguamente, según cuenta el libro de los Números, señaló Dios tres ciudades de refugio, a las cuales pudiera acogerse todo aquél que cometiese un homicidio involuntario, así ahora la misericordia divina provee de un refugio seguro, incluso para los homicidas voluntarios: el nombre de María.

Torre fortísima es el nombre de nuestra Señora. El pecador se refugiará en ella y se salvará. Es nombre dulce, nombre que conforta, nombre de consoladora esperanza, nombre tesoro del alma. Nombre amable a los ángeles, terrible a los demonios, saludable a los pecadores y suave a los justos".

         Que el sabroso nombre de nuestra Madre, unido al de Jesús, selle nuestros labios en el instante supremo y ambos sean la contraseña que nos abra, de par en par, las puertas de la gloria.

 Act: 12/09/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A