14 de Septiembre
Exaltación de la Cruz
José
María Valverde
Mercabá, 14 septiembre 2024
Se trata de una fiesta que no significa elevación ni sublimación (en vagas nubes de gloria), sino todo lo contrario: la mirada, cara a cara, de una dura realidad: el lecho de muerte del Hijo de Dios.
Ya nos hemos acostumbrado a la cruz, y hasta hay quien gusta de interpretarla como signo abstracto, casi como el más de los matemáticos, como cruce de infinitos... Pero para los primeros cristianos, la cruz era todavía algo tan horroroso que tardaron mucho en representar a Cristo clavado en ella (en la puerta de madera de la Basílica Santa Sabina de Roma, varios siglos después). Porque ¿qué era la cruz?
Lo que más se le parece hoy día a la cruz del s. I es la horca. Pero pensemos también en el garrote vil, en la guillotina, en la silla eléctrica o en la cámara de gas. Y añadamos el lento suplicio a la ejecución, para hacer lenta y desgarradora la agonía.
No entremos a preguntar detalles a los historiadores, sobre si el reo era clavado antes por las manos al palo transversal, y éste era elevado con cuerdas (como con las reses muertas, pero en vivo). Pues nos basta con saber las horas de tortura para morir, como los peores bandidos, para quienes quitarles la vida en un momento se hubiera considerado escaso castigo.
Es frecuente (se dirá) el caso de fundadores políticos y religiosos que murieron ajusticiados. En nuestra época no nos es muy difícil imaginar que el Hijo de Dios se hubiera dejado fusilar (como imagina Faulkner en su Una Fábula). Pero de haber nacido en nuestra época, el hecho de que hubiera muerto agarrotado, con 2 granujas cualquiera (un ladrón y un subversivo), eso rebasaría lo que podríamos esperar (a pesar de que nuestro siglo nos ha desengañado sobre las justicias humanas y sus castigos).
Ahora tenemos crucifijos al cuello y en las paredes, pero, ¿no nos hubiera escandalizado este artefacto de ejecución de haberlo conocido como tal antes de contar con Cristo? Quizás alguna vez, leyendo muertes de mártires (con refinadas torturas de ruedas de cuchillos, calderas de aceite, desolladuras) hemos pensado que Jesucristo aceptó una muerte sencilla, casi fácil.
Sencilla, sí, pero la peor. Una muerte corriente, de código penal, sin ningún artilugio inventado para el caso, con el procedimiento vulgar; una "muerte en serie", como diría Rilke, igual que un traje de almacén, pero el más sucio y roto entre tantos iguales, para redimir la muerte de todos.
Porque ya venía del tormento, refinado a fuerza de estúpido, de los soldados, que ni siquiera le odiaban como los judíos, y para quienes era un anarquista chiflado a quien azotaban para ver si así se podía cerrar el expediente, y a quien abofeteaban sólo por pasar el aburrimiento en el cuerpo de guardia, por vengarse de sus "horas extraordinarias" de servicio.
Y de ahí (a petición de los suyos) a una muerte de delincuente común, con su palo como un poste de tormento, para que todos descargasen en él su golpe. Unos (los celosos) para no perder su poderío religioso, y otros (los políticos) para despacharse de sus afanes de mando.
A la vez que aparato de muerte, la cruz fue para Cristo una picota de vergüenza. De hecho, para eso se ponían las cruces en alto, para "dar ejemplo" y permitir la burla y el salivazo. Pero seguramente ningún reo tuvo tal tempestad encima de insultos y manchas. Los ladrones, a los lados, aun con todos sus dolores, todavía se asombraron, sin comprender: el uno le increpó, el otro le defendió.
De cruz a cruz se hizo un extraño diálogo, más allá de la vida y el mundo: el pobre agonizante de en medio prometía la gloria eterna al otro agonizante que creía en su inocencia. "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Era una piltrafa, con la cara tapada por hilos de sangre de las espinas y por las huellas de las bofetadas; su cuerpo parecía vestido por millares de líneas de azotes; sobre su desnudez, un papelón anunciaba, con burlona seriedad: "Fulano de Tal, rey del país".
Estaba ronco de sed, pero el vino con hiel era peor que la sed; alrededor, todos se le burlaban, jaleaban su agonía, le escupían. Pero Jesús, todavía en el potro, ganaba y se llevaba un compañero de tormento.
"Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz" (Gal. 6, 8), leemos en la misa de hoy. Y de otro lugar, recordamos el mandato para salvarse: "tome cada uno su cruz, y sígame". Pero pensamos en algo extraordinario, en un peso que, hasta en su misma forma, sea un testimonio de Dios, con su recuerdo y su consuelo aún en el dolor.
Y sin embargo, nuestra cruz es lo vulgar, lo de siempre; nos la tiene preparada la vida, y no se distingue de lo humano: está hecha con la madera misma de nuestro ser. La llevamos de todas maneras encima, pero se hace de Cristo cuando, en vez de odiarla, la aceptamos para ir detrás de él. La vida, más o menos cruelmente, antes o después, nos crucifica también. Pero podemos volver la mirada al que más sufre clavado sobre nuestro mismo tormento de muerte, y confesar: "A mí me está bien empleado, pero, ¿y a éste, que no hizo más que querernos bien?".
Mientras llevamos la cruz invisible, alrededor florecen las cruces. ¡Qué extraño! Todos los emblemas suelen ser signos de gloria, o atributos de trabajo, o alusiones convenidas. El símbolo de Cristo es un esquema de muerte vil; de toda su misión en la tierra eso es lo que mejor le representa, la clave rápida para no olvidar y reconocer, justamente la mayor humillación, la peor vulgaridad.
Basta un leve gesto, casi un azar, cualquier cosa, para una cruz. Un viajero inglés (Georges Barrow) del s. XVII contaba de los españoles: "Algunos, si ven en el suelo dos pajitas cruzadas, se arrodillan y las besan en el mismo polvo". Muy bello es, pero no es ésa la obediencia de que Cristo nos daba ejemplo. Esa es la obediencia invisible, que no rompe una línea de vida como un intermedio extraordinario; en otro sentido: es la sumisión a lo que nos toque, la renuncia a que nuestra voluntad sea algo aparte de la de Dios.
Es el andar por la vida sin apego a lo que (con todo amor) hacemos: cuidando nuestros hechos, pero dispuestos a dejarlos en cuanto tiren para el otro lado de Cristo, y dispuestos a seguirlos amando también cuando se nos vuelvan dolor y fatiga sobre los hombros, y no podamos quitárnoslos de encima.
Cuando nos dicen "obediencia", parece que lo oímos siempre como a través de nuestros oídos de niño: "haz esto", haz aquello", "no comas esto", "no toques lo otro". Quizás no hemos aprendido una obediencia "de mayores", y pensamos que si Dios nos mandara algo, si Cristo nos viniera a dar una orden, ¡qué de prisa lo haríamos!
Pero nunca nos ha mandado nada Cristo, y nunca oímos de su voz qué oficio debíamos seguir, ni qué estado debíamos tomar, ni qué solución debíamos adoptar en aquella ocasión de la que dependió nuestra vida (y en que volvimos los ojos al cielo, deseando un mandato que nos evitara la responsabilidad y el terror de equivocarnos).
Nuestra obediencia ha de ser otra: una entrega ciega de nuestra voluntad a la divina, sin importarnos siquiera nuestro margen de error y aun nuestras mismas caídas de todos los días. Pues no seremos nosotros quienes nos elevemos, sino que será él quien tirará de nosotros, desde el mismo centro de la renuncia y el sufrimiento.
En el evangelio de la misa de hoy se lee: "Cuando me eleven sobre la tierra, atraeré a mí todas las cosas" (Jn 12, 32). Nadie de los suyos entendió esta paradoja, y acaso pensarían en un trono, o en el mundo entero viniendo a rendir homenaje a Cristo. Hubiera sido imposible que imaginaran un trono en forma de cruz, o una elevación a través del dolor, o que hacia la muerte y el abandono de Jesús acuden todas las cosas, acrecentando su propia desazón íntima para tender a ese centro de resolución y gloria.
Pero se ha dejado elevar en tormento, porque lo que quería no era reinar simplemente sobre los hombres y las cosas, sino elevarlos, sacarlos de su ser caído, y hacerles subir hasta que fueran mundo suyo, y ya no mundo del pecado. Muerto, y muerto a manos de los hombres, y estrujado hasta quedar como cosa, humillado hasta el nivel de la materia misma, desde ahí acompaña el ascenso de todo, tira de todo para que por su cruz suba con él al cielo.
Y la cruz volverá a estar en el trono de esplendor de Jesucristo, cuando vuelva para juzgar al mundo y darle la gloria final: cruz será el relámpago que le precederá, escrito en el cielo sobre los países, y el signo en su mano, como la llave de su poderío y la vara que divida el rebaño humano, a un lado o a otro, para siempre.
Del paso de Cristo por la tierra, sólo eso le quedará acompañando su carne gloriosa: la señal de la cruz, convertida de tortura en árbol de luz. Lo mismo que todo dolor ha de resucitar hecho esplendor en nuestro cuerpo, y toda memoria quedará convertida en alegría.
Act: 14/09/24 @santoral mercabá E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A