18 de Agosto
Santa Elena de Roma
Engracia
Ibáñez
Mercabá, 18 agosto 2024
Nació el 248 en un cortijo de Deprano (Nicomedia), alejada de los algodones imperiales y dedicada desde niña al mesón de su padre, trajinando para tener las dependencias limpias y la comida sabrosa y a punto, así como siendo obsequiosa con sus huéspedes. Siempre sencilla y siempre recatada y sonriente, según nos relata su cronista San Ambrosio de Milán. Era pagana, sí, porque de familia pagana había nacido, pero sentía en su corazón el vacío de aquellas falsas divinidades.
Hacía unos años que había unas persecuciones horribles contra los cristianos, desencadenadas por los propios emperadores de Roma, que los mandaban apresar y les sometían a tormentos terribilísimos y terminaban por llevarlos al anfiteatro para echárselos a las fieras. También a muchos los quemaban vivos.
Elena no terminaba de comprender por qué sus emperadores hacían aquello, y empieza a tener como amigas a aquellas muchachas que asistían a aquella "secta" de los cristianos, de los que no podía sino decir que eran excelentes. Tanto que, a veces, comparándolas con sus amigas paganas, había de reconocer que las superaban en todos los aspectos.
Rica por naturaleza en dones de Dios, Elena poseía físicamente una singular hermosura, que realzaba con la espontánea nobleza de su espíritu y con esa que llaman "aristocracia del alma": una inteligencia privilegiada y un gran corazón.
Tenía ya Elena alrededor de 23 años, y todos sus encantos estaban en auge, como en capullo recién abierto. Cuando la Providencia, "río caudaloso lleno de posibilidades y de sorpresas", cambió por completo el curso de su obscura vida.
Ignoramos dónde y cómo se conocieron Elena y el general romano Constancio, su futuro marido. Él sí había nacido en una cuna de algodones, era un general valeroso y ejercía de prefecto del pretorio durante el gobierno del emperador Maximiano. Era de carácter suave con ella, de espíritu exquisitamente culto y de salud delicada. De hecho, la palidez de su rostro había dado origen a su sobrenombre: Cloro.
La espléndida y pudorosa hermosura de aquella muchacha Elena le había entrado a Constancio por los ojos, robándole el corazón. Aunque ¿quién dudará que su asombro no tuvo límite cuando, al tratarla, pudo percibir la nobleza de sus sentimientos? Y la hizo su esposa.
No han faltado autores malintencionados que han hablado de concubinato. Nada de eso. Tillemont se ha encargado de demostrar plenamente la legitimidad de su matrimonio. Un matrimonio que, como principal fruto, engendrará al futuro y gran emperador Constantino, desde que Elena lo parió en Naisus (Dardania) el 27 febrero 274.
Pero vayamos al 1 marzo 293, porque el Imperio Romano se había dividido en 2 partes (la occidental y la oriental), y Diocleciano y Maximiano lo compartían todo en común, con el título de augustos. Y poco después en 4 tetrarquías, teniendo cada augusto a un césar militar como cabeza bicéfala de cada zona imperial. En este caso, el emperador Diocleciano eligió al césar Galerio, y el emperador Maximiano eligió a Constancio Cloro (marido de Elena).
Una condición se le impuso al marido de Elena: había de repudiar a su mujer y casarse con la hijastra de Maximiano, único medio de que existiera el imprescindible parentesco entre los augustos y sus césares. Constancio se separó, pues, de Elena, y se unió en matrimonio con Teodora. Como se ve, prevaleció en él la ambición de la gloria sobre la gloria del amor.
Al verse postergada de esa manera, Elena no dejó que se le quebrasen las alas del alma, y se dedicó entonces a educar a su hijo Constantino, sin sospechar que la estaba acompañando Dios.
Intuyendo Diocleciano en el muchacho Constantino excepcionales dotes de guerrero y organizador, quiso prepararlo por sí mismo con vistas al futuro, y hacía tiempo que lo tenía en su palacio. Años fecundos éstos que pasó junto al emperador. Dejaron en el adolescente una impresión indeleble, ya que, al estallar furiosa y demoledora "la gran persecución" contra los cristianos, pudo personalmente comprobar de qué era capaz una fe religiosa profundamente sentida.
El 25 julio 306 muere Constancio Cloro, y su hijo Constantino, que le acompañó en sus últimos momentos, ya no sueña más que con llevarse a su madre a vivir con él. Está orgulloso de ella y quiere compartir su misma vida para sentir siempre el beneficio de su influencia.
Elena era ya cristiana desde joven, pero el día que su hijo se plantó con su ejército a las puertas de Roma (en el Puente Milvio, ca. 312) para dar el golpe decisivo sobre la decadente Tetrarquía Imperial, rezó más que nunca. Como cuenta el cronista Eusebio de Cesarea, según oyó de los propios labios de Constantino:
"Era en las horas posmeridianas, cuando el sol declina ya; Constantino vio en el cielo, con sus propios ojos, un trofeo de cruz compuesto de luz, superpuesto al sol, y adherida al mismo una escritura que decía: "Con este signo vencerás". Él, juntamente con todo el ejército que le sigue, se sienten presa de estupor. Constantino no comprende el significado de la aparición y pensándolo largamente llega la noche. Pero, mientras duerme, le aparece el Cristo de Dios, juntamente con el signo visto en el cielo, y le manda que haga una imitación del signo y se sirva de él como de salvaguarda en las refriegas con los enemigos".
Efectivamente, fabricado el lábaro según el signo aparecido, se lanza Constantino a la Batalla de Milvio, y termina con aquella aplastante victoria "que decidió los destinos del mundo y de la cristiandad".
A los pocos días era Constantino dueño de toda Roma, y entraba en la ciudad eterna como único emperador. Era el 28 octubre 312. Desde entonces, en sus ideas y en su corazón, puede decirse que es cristiano. No obstante, plenamente, no llegó a realizarlo hasta los últimos momentos de su vida en que recibió el bautismo.
No obró así su madre. El sol de la cruz que alumbró el cielo de Roma iluminó y caldeó el corazón de Elena, haciéndole sentir la sublimidad de la religión cristiana y se abrazó con ella. El bautismo abrió en su alma una fuente de piedad viva, consciente, activa.
Ya está restablecida la unidad imperial. Reconocido Constantino soberano del orbe, considera a su madre la soberana. Le da el título de augusta, manda acuñar monedas con su efigie y, mostrándole una ilimitada confianza, deja a su plena disposición el tesoro del estado. Mas, elevada a la cúspide de las grandezas humanas, Elena no se envanece. Vive sin fausto ni lujosas ostentaciones, y según afirma San Gregorio, "su encantadora modestia enardeció de entusiasmo a los romanos".
Al ser enriquecidas por la gracia sus espléndidas cualidades personales despliega todo su poder en favor de su hijo. Y es entonces cuando se percibe el valor de su influencia al transmitirle, con su cariño, todos los tesoros de bondad y prudencia que su alma acumula.
Así como Dante decía de Beatriz que "ella miraba hacia arriba, y yo miraba en ella", algo parecido podemos creer de Elena y Constantino. Léase, si no, el famoso Edicto de Milán (ca. 313) y todos los que le siguieron, hasta su prohibición del culto de los dioses lares (ca. 321), y "toda la lluvia de beneficios morales y materiales que el gobierno de Constantino hizo caer sobre la Iglesia y que no son del todo legendarios".
Entramos en el año 326. Elena siente el declinar de su vida. Desde que el emperador ha trasladado su sede a la antigua Bizancio (la nueva Constantinopla y la "segunda Roma"), allí vive ahora Elena, en aquella ágora de Constantinopla que, en su honor, Constantino ha adornado prodigiosamente, llena de pórticos y estatuas. Cerca tiene la Iglesia de Santa Irene, también restaurada y embellecida por su hijo.
En la placidez de los atardeceres, y acompañada de alguna de aquellas esclavas a las que la emperatriz trata como a hijas de su corazón, entra un día Elena en la Iglesia de Santa Irene, y en ella permanece largo rato rezando a Dios. Considerando la magnificencia de aquella ciudad que ha hecho resurgir Constantino a orillas del Bósforo, se le enardecen los deseos de hacer algo semejante en los lugares que, en Israel, santificó Jesucristo con su presencia.
Contaba a la sazón 77 años, y los viajes en el s. IV no se hacían con la rapidísima comodidad que los hacemos en la vigésima centuria. Eran, por el contrario, de una lentitud y solemnidad abrumadoras. Pero nada hay difícil para un grande amor.
Partió, pues, a Israel. Su viaje, realizado con ese despliegue de lujo que pedía su rango en aquella época, dejó tras de sí imborrable estela de maravillas. Llamaba sobremanera la atención la persona de la emperatriz. Anciana, conservando aún los rasgos de su extraordinaria belleza, parecía no darse cuenta de la admiración que despertaba a su paso. En cambio, con una humildad que sobrecogía el ánimo de todos, se colocaba en las asambleas de los fieles en cualquier punto designado para las mujeres, mezclándose con las de más baja condición.
Se hospedaba en conventos de monjas y hacía vida común con ellas, ocupando su tiempo en remediar toda clase de necesidades y estudiando las Escrituras. Cuanto más se adentraba en la religión cristiana, mayor era el entusiasmo y la admiración que por ella sentía. Pero nada le produjo una impresión tan reverente como el ver a aquellas doncellas cristianas que, renunciando a los halagos del mundo, consagraban a Cristo su virginidad.
Leyenda o historia, no hay nadie que, al escribir la semblanza de esta ilustre mujer, silencie el caso maravilloso de la invención de la Santa Cruz.
Parece que la mayor disconformidad existente en este punto entre los historiadores es debida al silencio que del viaje de Elena hace Eusebio de Cesarea en su Vida de Constantino el Grande, a quien atribuye todas las construcciones y reconstrucciones que se hicieron en Israel aquellos años.
Así lo juzga Tillemont, al comprobar que Crisóstomo, Ambrosio, Paulino de Nola y Sulpicio Severo atribuyen a Elena el descubrimiento de la Vera Cruz. Por otra parte, el misal que a diario usamos, al comentar esta fiesta el 3 de mayo, se lo asigna también a nuestra Santa. ¿Por que habríamos de silenciarlo aquí?
Mientras la piadosa emperatriz proyectó su viaje a Israel un deseo vehemente enardecía su corazón: ver, tocar, venerar el sagrado leño del que estuvo colgado el Salvador del mundo. A su llegada a Jerusalén ahí se enderezan todas sus investigaciones. Mas sin éxito alguno entre los cristianos. Entonces se dirige a los judíos, y uno de ellos, llamado Judas, le pone en antecedentes de una tradición conservada entre ellos:
"Hacía muchos años que, por despojar los judíos a la devoción cristiana del precioso símbolo de la cruz, la habían echado, con las de los dos ladrones, a un pozo que después colmaron de tierra y piedras para que se pudriera la madera".
Comienzan las excavaciones. Y después de varios días de ansiosa expectación, aparecen las 3 cruces. Pero ¿cuál de las 3 sería la de nuestro divino Salvador? El obispo San Macario acompaña a la emperatriz, y, por una inspiración súbita, recurre a una prueba decisiva: Había en aquel lugar una enferma en estado agónico, y se dirigen procesionalmente a su casa llevando las 3 cruces, cantando durante el trayecto todos los asistentes himnos sagrados, e implorando la ayuda del cielo.
Sacan a la enferma fuera en una parihuela. Y en medio del silencio más impresionante, se acerca el obispo, ayudado por la emperatriz, y toca suavemente la cabeza de la moribunda con una de las cruces. Ni al contacto de la 1ª ni al de la 2ª muestra aquella pobre mujer ninguna reacción. Sus ojos cerrados y su rostro exánime dan la impresión de que ya es cadáver. Mas al posar sobre ella la 3ª cruz, la enferma se incorpora, abre los ojos y, cruzando las manos en el aire, exclama con exultación: "¡Dios mío, estoy curada!". La alegría rezuma el alma de Elena.
Después de dar satisfacción cumplida a su piedad, dispone Elena que la Santa Cruz se divida en 3 trozos. El 1º lo entrega al obispo Macario de Jerusalén, para la veneración de los fieles en la Iglesia de Jerusalén. El 2º lo envía a la Iglesia de Constantinopla, y el 3º a Roma, a una basílica mandada levantar por ella (unos años antes, y que más tarde se llamó Iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén).
Llegamos al 329, y Elena, cumplidos ya los deseos más ardientes de su corazón, siente en su cuerpo el peso de los años y en su alma ansias de eternidad. Y al bendecir al Señor, llena de reconocimiento, sus labios repiten con el anciano Simeón: Nunc dimittis ancillam tuam Domine.
Va entonces en busca de su hijo, y al poco de estar con él muere en sus brazos, el año 330. Se desconoce el lugar de su fallecimiento, pues ese año Constantino estaba fuera de Roma, en plena campaña militar. Constantino hizo trasladar a Roma sus restos, colocándolos con la máxima solemnidad en la Iglesia Ara Caeli de Roma, donde hoy está situada la Capilla de Santa Elena (con su cabeza y algunos huesos de la emperatriz).
No hizo Elena, que sepamos, milagros en vida. Pero supo hacer el milagro de esgrimir con la misma gentileza una escoba en la hostería de su padre, que el cetro del mundo en la corte de su hijo, y de dar un brinco gigante desde las tinieblas del paganismo hasta los esplendores de la santidad.
Act: 18/08/24 @santoral mercabá E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A