19 de Octubre

Mártires del Quebec

Vicente Palacio
Mercabá, 19 octubre 2025

Semblanza

         La evangelización del Canadá comenzó a inicios del s. XVII, en los sucesivos viajes que Samuel de Champlain y sus aventureros franceses realizaban para fundar colonias dedicadas al comercio de pieles, bajo la soberanía francesa. Así se había fundado Port Royal (Nueva Escocia), Quebec (río San Lorenzo), Trois Rivieres y Montreal.

         Aquellos aventureros del primitivo Canadá eran, pues, franceses, y en su mayor parte calvinistas. No obstante, en 1615 había hecho llegar Champlain a algunos franciscanos recoletos, que bajo la guía de fray José le Caron habían comenzado a predicar el evangelio en las enormes selvas deshabitadas de la región de los Grandes Lagos, alcanzando en su expansión el país de los hurones.

         Los hurones estaban ubicados en medio de 2 grandes familias tribales, separadas por el San Lorenzo y el Ontario: los iroqueses (en la orilla sur) y los algonquinos (en la orilla norte). Se trataba de una tribu originalmente cazadora y nómada, de piel roja y numéricamente menos importante que las otras 2 tribus canadienses, que cultivaba temporalmente algunas parcelas e iba evolucionando de la vida errante a la sedentaria, fruto de sus incipientes cultivos agrícolas.

         Invitados por los misioneros franciscanos, llegaron al Canadá en 1623 los primeros jesuitas, que bajo el mandato de Juan de Brebeuf se aplicaron con todo ardor a la misión de los hurones, sin sopesar las dificultades que oponían el clima, la tierra y los indios.

         Entre tanto, el card. Richelieu había decidido quebrantar el poderío de los hugonotes (calvinistas) en Francia, que se habían sublevado en armas por toda la Provenza, desde su cuartel de la Rochelle. Y un apéndice de esta lucha tocó al Canadá, pues en 1627 Richelieu anuló los privilegios comerciales de los hugonotes del Quebec, y fundó la Compañía de los Cien Asociados para la explotación colonial del Canadá.

         Los calvinistas pidieron auxilio a Inglaterra, que bajo una expedición militar se apoderó del Quebec en 1629, e hizo prisioneros a todos los franceses sin distinción, tanto católicos como hugonotes, tanto indios como misioneros. Tras el Tratado de Saint Germain (ca. 1632), recobra Francia su dominio del Canadá, y los jesuitas vuelven a la obra que habían interrumpido, con mayor denuedo que antes y bajo la dirección de los padres Jeune, Lalemant y Ragueneau.

         Se abre en Quebec un colegio para la formación cristiana de los niños y jóvenes indígenas, aunque éstos huyesen pronto al campo, incapaces de acomodarse a la vida ordenada de aquel centro escolar. Se diseminan los misioneros por las tierras de los hurones, fundando una serie de casas o bases de actividad apostólica (San José, San Ignacio, San Luis, Santa María...) en plena selva hurona. Y allí se puso de relieve el temple y celo misionero de los jesuitas, ante las inclemencias de la naturaleza y la animosidad de los indios hostiles.

         En este medio se acrisolaron las almas heroicas del padre Brebeuf, fundador de la misión huronesa junto a sus 7 compañeros. Día a día, en la oscuridad y sin actos ostentosos que exhibir, así como aislados en las inmensidades de bosques y praderas, ellos cumplen el mandato divino del apostolado con espíritu ignaciano, recorriendo cientos de kilómetros de poblado en poblado para llevar a todos la voz del evangelio.

         Se han adaptado a las costumbres de los indígenas, han aprendido su lengua y modos de expresión, han logrado disuadir sus ritos y prácticas supersticiosas, y el sentido de la eficacia de la Compañía de Jesús está presente en sus métodos de misión. Se trata de reducir a los salvajes a la vida sedentaria, convidándoles a ello con paciencia y generosidad. El padre Jeune, en su Relación de 1634, advirtió cuán inútil era intentar la conversión de los nómadas, y cuán impensable su sedentarización, sin un gran esfuerzo de caridad, ayudándoles a trabajar la tierra.

         El sufrimiento físico, las epidemias y la muerte violenta acechan a los misioneros a toda hora. Pero la muerte no puede acobardar a quienes han de tener talla de mártires, y en uno de aquellos días de continua y azarosa existencia, escribe el padre Brebeuf como voto formal y ofrenda de su vida:

"Dios mío y salvador mío, ¿qué podré ofrecerte a cambio de todo lo que tú has sufrido por mí? Quisiera alejar de ti el cáliz e invocar tu nombre. Mi Señor Jesús, yo hago voto solemne de no rechazar de mi parte la gracia del martirio si, en tu bondad infinita, un día cualquiera me la llegaras a conceder a mí, tu indigno servidor. Y en consecuencia, Jesús mío, yo te ofrezco alegremente desde hoy mi sangre, mi cuerpo y mi alma, de suerte que yo pueda morir sólo por ti, si tú me concedes esta gracia, tú que te has dignado morir por mí. Hazme capaz de vivir de tal manera que tú puedas finalmente otorgarme esta muerte".

         Esos eran los deseos más sublimes del padre Brebeuf y de sus 7 compañeros de la Compañía de Jesús, deseos que un día no lejano se verían cumplidos, bajo forma sentio me vehementer impelli ad moriendum pro Christo.

         También el padre Jogues había suplicado: "Señor, dame a beber abundantemente el cáliz de tu pasión", y una voz interior le advirtió que su súplica había sido escuchada. Jesús, su amigo, aceptó pronto la oblación ofrecida, y juzgó digna de ser coronada con la palma del martirio la vida de aquellos soldados de su milicia, que no sólo habían probado virtudes heroicas en la resistencia al sufrimiento del cuerpo, sino también en la práctica de la humildad, de la obediencia y de la caridad.

         Cuando la hora trágica del exterminio llegó para el pueblo de los hurones, a su lado pereció un grupo de jesuitas que no quiso rehuir el peligro anunciado, ni abandonar a sus ovejas. Una hora terrible que se descargó sobre las misiones del país hurón cuando, en apariencia, éstas ofrecían un estado más avanzado y floreciente, y hacía concebir lisonjeras esperanzas a los misioneros.

         Los iroqueses habían desencadenado desde 1642 una guerra implacable, armados por los colonos holandeses establecidos en Nueva Amsterdam, su factoría del río Hudson (más tarde Nueva York). Y las tribus algonquinas y huronesas, aliadas de los franceses, padecieron un ataque feroz.

         Bajo la amenaza que se cernía, el padre Jogues se ofreció a llevar un mensaje a Quebec desde la misión de Santa María. La flotilla en que viajaba fue capturada por los iroqueses, y los padres Jogues y Goupil quedaron prisioneros. Goupil perdió la vida el 29 septiembre 1642 a manos de un indio enfurecido, al verle cómo predicaba a sus verdugos; Jogues soportó un cautiverio de 13 meses, durante los cuales padeció bárbaras crueldades, verdadero primer martirio no consumado.

         Pero no era aquella su hora, pues el martirio le aguardaba más tarde, cuando fue destinado a tantear, con el hermano Lalande, la evangelización de los iroqueses, aprovechando la transitoria calma conseguida en 1646. El padre Jogues se llenó de alegría: "Me tendría por feliz si el Señor quisiere completar mi sacrificio en el mismo sitio en que comenzó". Allí, en efecto, le fue dado sufrir en su cuerpo torturas salvajes, hasta que el 18 octubre 1646 era degollado. Al día siguiente se consuma el martirio de Lalande, ejemplo de vida humilde y callada al servicio de la obra misional.

         Los iroqueses habían aniquilado a los algonquinos, y tras la pausa de 1646 volvieron a la guerra. En 1648 alcanzaron el país hurón, arrasando el 4 de julio una misión de San José en la que el padre Daniel fue asaeteado a flechas a los ojos de sus amigos los niños.

         En la primavera de 1649 el paso desolador de los iroqueses arrollaba las misiones de San Ignacio, San Luis y Santa María. El padre Brebeuf y el padre Lalemant, hechos prisioneros por los salvajes, padecieron un martirio atroz, cuyos detalles espeluznantes se resiste a describir la pluma.

         Y el 7 diciembre 1649 le tocaba el turno a la misión de San Juan Bautista, donde el padre Garnier fue muerto en la refriega, mientras exhortaba a los cristianos a recibir la muerte con alegría. Su compañero de misión, el padre Chabanel, había dejado poco antes San Juan Bautista para dirigirse a San José, y las últimas palabras que nos dejó quedaron ahí: "Esta vida vale poco; en cambio, la felicidad del cielo nadie nos la podrán arrebatar, ni siquiera los iroqueses".

         Pero no fueron los feroces iroqueses los que consumaron su martirio, sino un hurón apóstata que él conocía muy bien. Al padre Chabanel le fue dada probar una hiel amarga, la del martirio del corazón.

         La corona de aquellos 8 héroes de la fe, comandados por el padre Brebeuf, fue venerada sucesivamente por aquellas gentes del Canadá, así como colmada por celestiales favores de mediación. De este modo, el 29 junio 1930 fueron solemnemente canonizados por la Iglesia estos 8 mártires y santos de la fe, de aquella primitiva iglesia del Canadá.

 Act: 19/10/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A