1 de Abril

San Hugo de Cluny

Consuelo Lozano
Mercabá, 1 abril 2024

         Nació en 1052 en Borgoña, de un padre (Odilón) que se había casado 2 veces, y al quedar viudo por 2ª vez se había hecho monje cartujo, muriendo a la edad de 100 años (cuando su hijo era ya obispo, y le aplicó los últimos sacramentos).

         A los 28 años fue instruido Hugo en las ciencias eclesiásticas, destacando por un trato tan agradable que hizo que su obispo le llevara como secretario al Sínodo de Avignon (ca. 1080), para tratar de poner remedio a los desórdenes que se habían originado en la diócesis de Grenoble.

         En dicho Sínodo, el delegado del papa opinó que el más apto para poner orden en Grenoble era el joven Hugo, y por eso le convence para ordenarse sacerdote (no sin resistencia, por la timidez de Hugo) y posteriormente obispo (cosa que tendrá que conseguir el propio papa de Roma, dadas las resistencias del joven pupilo).

         En Roma, Gregorio VII recibió a Hugo muy amablemente, y Hugo le propuso las 2 cosas que más le preocupaban: la convicción de que no era digno de ser obispo, y las tentaciones de malos pensamientos que lo asaltaban de vez en cuando.

         El pontífice lo animó diciéndole que "cuando Dios da un cargo o una responsabilidad, se compromete a darle a la persona las gracias o ayudas que necesita para lograr cumplir bien con esa obligación", y que los pensamientos pueden llegar a millares a la cabeza, pero si no se consienten, no son pecado sino virtud, que unen más a Dios.

         Gregorio VII ordenó de obispo al joven Hugo con 28 años, y lo envió a dirigir una diócesis de Grenoble (Francia) en la que permanecerá Hugo por más de 50 años, aunque intentará renunciar a su cargo ante 5 papas distintos, siempre con la misma respuesta o negativa papal.

         Al llegar a Grenoble encontró Hugo que la situación de la diócesis era desastrosa, y quedó aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los cargos eclesiásticos se vendían a quien pagaba más dinero (bajo pecado de simonía), los sacerdotes no cumplían su celibato, los laicos se habían apoderado de los bienes de la Iglesia, y en el obispado no tenía con qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía casi nunca en religión, y la ignorancia religiosa era total.

         Por varios años se dedicó el obispo Hugo a combatir valientemente todos esos abusos. Y aunque se echó en contra la enemistad de muchos (que deseaban seguir por el camino de la maldad), la mayoría empezó a aceptar sus recomendaciones, produciéndose un cambio de tendencia. Hugo dedicaba largas horas a la oración y a la meditación, y recorría su diócesis de parroquia en parroquia, corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar el bien.

         La mayoría de fieles veían con admiración los cambios que Hugo estaba obrando en la ciudad, en los pueblos y en los campos, y el único que parecía no darse cuenta de ello era él mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil para el cargo, cierto día lo dejó todo y se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia. Entonces Gregorio VII, que lo necesitaba más que el agua, lo llamó paternalmente a su presencia, y lo hizo retornar otra vez a su diócesis a seguir siendo obispo.

         Al volver a Grenoble, tras su retiro conventual y regañina del papa, el obispo Hugo parecía "Moisés volviendo del Monte Sinaí", con el pelo ya canoso y resplandeciente. Las gentes notaron que volvía a su diócesis más santo, más elocuente predicador y más fervoroso en todo.

         Un día llegó San Bruno de Colonia con 6 amigos a Grenoble, y pidió al obispo Hugo que les concediera un sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse santos a base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El obispo les entregó un sitio apartado llamado Cartuja, y allí fue fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo (salvo el domingo de Resurrección) y el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus religiosos a una gran santidad.

         Se dice que al construir la casa para los cartujos no se encontraba agua por ninguna parte. Y que Hugo, con una gran fe, y recordando a Moisés golpeando la roca, se dedicó a cavar el suelo con mucha fe y oración, hasta lograr que brotara una fuente de agua que abasteciera a todo el monasterio.

         En adelante, San Bruno el Cartujo fue el director espiritual del obispo Hugo, hasta el final de su vida. Y se cumplió lo que dice el libro de los Proverbios: "Triunfa quien pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones". A veces se retiraba de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a meditar y a hacer penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus propias palabras "Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y lo demás se lo comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes, que mueven a admiración".

         Para Hugo, sus días en la Cartuja eran como un oasis en medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba varios días allí, su director San Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.

         Los sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad las órdenes y consejos del obispo. Pero los relajados, y sobre todo muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este Monseñor no tenían toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y se esforzaron por hacerlo sufrir todo lo que pudieron.

         Él callaba y soportaba todo con paciencia por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los enemigos de la santidad se le unían las enfermedades: trastornos gástricos (que le producían dolores y le impedían digerir los alimentos) y un dolor de cabeza continuo por más de 40 años (que no lo sabían sino su médico y su director espiritual y que nadie podía sospechar porque su semblante era siempre alegre y de buen humor).

         A lo que había que sumar el martirio de los malos pensamientos, que como moscas inoportunas lo rodearon toda su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o los admitiera con gusto en su cerebro.

         Varias veces fue a Roma a visitar al papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de obispo, porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia porque sabían que era un gran apóstol y que si se creía indigno, ello se debía más a su humildad, que a que en realidad no estuviera cumpliendo bien sus oficios de obispo.

         Cuando ya muy anciano le pidió a Honorio II que lo librara de aquel cargo porque estaba muy viejo, débil y enfermo, el papa le respondió: "Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que esté lleno de juventud y de salud".

         Era un gran orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que en medio de sus sermones, grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a suplicar a grandes voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían numerosas conversiones.

         Tenía gran horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba hablar contra otros exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así". Y no aceptaba quejas contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.

         Una vez, cuando por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y gran escasez de alimentos, vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos de especial valor que había en su casa y con ese dinero compró alimentos para los pobres. Y muchos ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así lograron conseguir comida para la gente que se moría de hambre.

         Al final de su vida la artritis le producía dolores inmensos y continuos pero nadie se daba cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla de sonrisas para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a Dios y salvación de las almas.

         Un día al verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "Padre, ¿por qué llora, si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado?". Y él le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus propios ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname aun de aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no recuerdo".

         Poco antes de su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba eran los Salmos y el Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y rezando padrenuestros. Murió cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 abril 1132. Inocencio II lo declaró santo, 2 años después de su muerte.

 Act: 01/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A