20 de Abril

Santa Inés de Montepulciano

Angel Morta
Mercabá, 20 abril 2024

         Nació en 1274 en Montepulciano (Siena), en el seno de una acomodada familia (los Segni) que poseía en propiedad la mayoría de terrenos de Graciano. A los 9 años Inés consigue de sus padres el permiso para vestir el escapulario las monjas del Convento de Montepulciano (llamadas "del saco"), y a los 15 decide acompañar a su maestra de vida conventual (Margarita) a la fundación del nuevo Monasterio de Proceno (Orvieto), a 25 km de Montepulciano.

         En dicha fundación, la madurez de Inés mueve al obispo de Orvieto a poner a ésta de abadesa (¡con 15 años!). De los 16 años que gobernó Inés el Monasterio de Proceno, sabemos de un viaje que hizo a Roma para poner a salvo el convento, por medio de la protección de la Santa Sede, de las usurpaciones que varios terratenientes querían hacer del lugar, en torno a Acquapendente.

         Tras el éxito de Proceno, los conocidos de Inés apremian a ésta para que funde un monasterio en la comarca de Montepulciano, con la idea de transformar la espiritualidad de los jóvenes de la comarca. Y a ello se lanza Inés, convencida de que aquélla era la voluntad de Dios.

         Cumplía Inés 31 años cuando, buscando una Regla de santidad para otro monasterio que iba a fundar en Poliziano, recibió la joven la llamada divina de Dios, a que siguiera las huellas y el magisterio de Santo Domingo de Guzmán. Como relata su cronista y confesor Raimundo de Capua:

"La sierva de Jesucristo veía durante la oración, a sus pies, un ancho mar, y en él se le ofrecían 3 grandes y hermosas naves, gobernadas por 3 patronos, columnas de la Iglesia: San Agustín, Santo Domingo y San Francisco. Los tres la invitaban a subir en su propia nave, singularmente el último, por ser el hábito casi idéntico a las hermanas de su Orden. Santo Domingo, por fin, resolvió la piadosa contienda, extendiendo la mano y trayéndola a la nave que gobernaba, mientras decía a los otros dos: Subirá a mi nave, pues así lo ha dispuesto Dios".

         Con el apoyo de sus paisanos y familiares, termina Inés de levantar el Monasterio de Montepulciano, y pone a éste bajo la tutela espiritual de los padres dominicos. Allí pasaría Inés el resto de sus días, salvo ciertas ocasiones en que tiene que acudir a unos baños termales de la zona para enderezar su maltrecha salud, obedeciendo así a sus propias hijas dominicas (que se habían empeñado en ello). No obstante, Inés no levanta su salud, y en una de las ocasiones que vuelve al Monasterio de Montepulciano, entrega su alma a Dios, a sus 43 años de edad (ca. 1317).

         Su confesor Raimundo de Capua (hoy día beato) nos habla del talante de Inés, desde que a los 9 años decidiera entrar a vivir con las monjas de Montepulciano. E insiste en su carácter dulce, obediente y concentrado en la oración. Al referirse a los privilegios con que Dios la favorecía y a través de ella favorecía a las demás, cree ponderar suficientemente la santidad de "una vida a la que el cielo pone el aval inconfundible del milagro".

         Santa Catalina de Siena, nacida 30 años después de la muerte de sor Inés, nos ofrece una visión más entrañable de su vida santa. Desde su infancia, en el ánimo de la santa de Siena había ejercido una saludable influencia y había tenido una irresistible seducción la santidad de la abadesa de Montepulciano.

         Catalina conocía bien a Inés a través de los dominicos de Siena (sus confesores, y especialmente de Raimundo), que durante los años de su estancia en Montepulciano, y para la atención espiritual del monasterio, había tratado con las compañeras de Inés, y había escrito su vida con los recuerdos de éstas y el testimonio de otras muchas personas fidedignas.

         Catalina de Siena deseó durante mucho tiempo venerar el cuerpo incorrupto y taumatúrgico de Inés, y realizó sus deseos por 1ª vez en otoño de 1374. Los prodigios se sucedieron en ésta y en las siguientes visitas, que a veces se prolongaron bastante tiempo.

         En Montepulciano se desvanece todo rastro de recelo en el ánimo de Raimundo acerca de la santidad de su dirigida Santa Catalina. Y ésta, en su Diálogo, pondera la verdadera humildad, la firme esperanza con que sirvió a Dios desde niña: "Con fe viva, y por mandato de María, ella, pobre y sin ningún bien temporal, se dispuso a levantar el monasterio. Tenía fe en la Providencia, y la Providencia cuidó de ella por medios verdaderamente extraordinarios en muchas ocasiones".

         En una de sus visiones da a entender Dios a Santa Catalina que en el cielo tiene un trono reservado junto a la Inés de Montepulciano. Disponemos también de una carta de Catalina a sor Cristófora, priora de aquel monasterio. En su brevedad, en lo palpitante y cálido de su lenguaje, en lo persuasivo de sus apremios, es una semblanza acabada de sor Inés, cuyo espíritu se siente aletear todavía. Es el espíritu que embelesa de devota admiración y afecto entrañable el alma de Catalina, el espíritu que ésta quiere ver prolongado en todas sus hijas de Montepulciano:

"Carísima hija en Cristo, dulce Jesús. Yo, Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, te escribo en su preciosa sangre; con deseo de verte a ti y a las demás seguir las huellas de nuestra gloriosa madre Inés. A este propósito os suplico y quiero que sigáis su doctrina e imitéis su vida. Sabed que siempre os dio doctrina y ejemplo de verdadera humildad, ésta fue en ella la principal virtud. No me maravillo de esto, pues tuvo lo que debe tener la esposa que quiere seguir la humildad de su esposo. Tuvo ella aquella caridad increada que ardía constantemente en su corazón y lo consumía. Hambreaba almas y se daba a ellas. Sin interrupción vigilaba y oraba. De otra suerte no habría poseído la humildad, ya que no existe ésta sin la caridad: una alimenta a la otra.

¿Sabéis qué fue lo que la hizo llegar a la perfección de una virtud verdadera? El haberse depojado libre y voluntariamente, renunciando a sí misma y al mundo, sin querer poseer de él nada. Bien se percató aquella gloriosa virgen que el poseer bienes terrenos lleva al hombre a la soberbia; por su causa pierde la virtud escondida de la verdadera humildad, cae en el amor propio, desfallece el afecto de su caridad; pierde la vigilia y la oración. Porque el corazón y el afecto llenos de cosas terrenas y del amor propio de sí mismo, no pueden llenarse de Cristo crucificado ni gustar de la dulzura de verdadera oración. Por lo cual precavida la dulce Inés, se despoja de sí misma y se viste de Cristo crucificado. No sólo ella, sino que esto mismo nos llega a nosotros, a ello os obliga y vosotras debéis cumplirlo".

         Los 10 capítulos de la Legenda de Raimundo de Capua añaden a esta visión de Santa Catalina de Siena sobre Inés de Montepulciano algunas gracias sobrenaturales, como la del maná que solía cubrir su manto al salir de la oración, y que cayó sobre Santa Catalina cuando ésta estaba orando junto a su cuerpo incorrupto.

         En el prólogo de su Legenda, confiesa Raimundo que se ve obligado a escribirla, sobrecogido por la luz radiante que aun después de medio siglo de la muerte de la fundadora le ha deslumbrado en Montepulciano. Ante la magnitud de las gracias y favores extraordinarios de la vida que se dispone a escribir previene la posible duda en el ánimo del lector:

"Todo lo que voy a escribir lo he recogido de labios de los que lo vieron u oyeron, perfecto y fielmente referido, o lo he encontrado escrito por manos de los notarios imperiales o de religiosos observantes, comprobado con la firma de testigos. De entre los que oyeron o vieron estos admirables hechos me los refirieron principalmente cuatro religiosas que viven todavía, que trataron con ella desde los principios de su juventud y recibieron sus enseñanzas en la vida religiosa".

         Con razón puede considerársela, junto a Santa Catalina de Siena, como una de las místicas más portentosas de su Orden y de su época. Clemente VII, en 1532, permitió su culto solemne y público en la iglesia del Monasterio de Montepulciano, y en 1601 Clemente VIII extiende el oficio de la santa a toda la Orden Dominica. Conocida en todas partes, llegó el culto de Santa Inés de Montepulciano hasta el nuevo mundo, y en Cuzco, Los Angeles y Santa Fe se erigieron monumentos con su nombre.

         Y es que la santidad nunca es, en la Iglesia, un fenómeno aislado. Sino que su vitalidad es regida por la ley de una ósmosis misteriosa, pero infaliblemente cierta. Los santos nunca aparecen como hechos solitarios en el curso de la Historia. Otra santidad, otras santidades anteriores habrán contribuido en sobrenaturalizar su vida. Y a la vez será inevitable su influencia elevadora para otras almas que les seguirán.

         La santidad de Inés de Montepulciano aparece, pues, dentro de una constelación de santos "del saco" de la Orden de Santo Domingo, que fue el árbol en el que su injerto prendió de forma esplendorosa. Pues en torno a ella, y sobre el fervor del Monasterio de Montepulciano, refulgieron Santa Catalina de Siena y Raimundo de Capua (biógrafo de ambas), así como buena parte de una Escuela de Caterinati que llenó de luz aquel s. XIV, tan pródigo en claroscuros morales.

 Act: 20/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A