20 de Septiembre
Mártires de Corea
Lamberto
Echeverría
Mercabá, 20 septiembre 2023
París, rue du Bac. La calle está hoy compartida, y una de sus aceras está ocupada casi íntegramente por los inmensos almacenes Au bon Marché. La otra acera conserva todavía un cierto aire del primitivo París. Una puerta humilde, que da a un estrecho callejón, conduce a la Iglesia de la Virgen Milagrosa. Y un poco más adelante, a otro edificio humilde a cuya entrada se puede leer "Seminario de Misiones Extranjeras".
Es éste último lugar donde, por 1ª vez en la historia, fue formada una nueva y novedosa concepción de la tarea misional. Y donde por 1ª vez se organizó el clero diocesano, de forma orgánica, con la idea de forjar sus armas y salir a embestir la ruda batalla de la lucha contra el paganismo.
El seminario llevaba ya muchos años funcionando, pero aquel 1831 ofertaba a sus alumnos un nuevo territorio misional: la península de Corea. Territorio vasto, cuya su extensión equivalía prácticamente a toda Italia, y cuya evangelización habría de resultar muy penosa. Pese a estar a la misma latitud que España o Italia, aquella Corea poseía un clima duro, extremadamente oriental.
Por otra parte, el país era pobre, y no podría resultar fácil la vida de los misioneros. A nivel positivo, los misioneros iban a contar con una ventaja: les esperaban unas cristiandades que habían sufrido ya su bautismo de sangre, y la terrible prueba de la persecución.
En efecto, pocos años antes (ca. 1784) un intelectual coreano, bautizado en Pekín, había conseguido introducir el cristianismo en Corea. Pero aquella naciente cristiandad había sufrido una dura persecución, y a punto estuvo de ser aniquilada. Unos 10 años después (ca. 1794), un misionero chino llegado desde Pekín encontró todavía 4.000 cristianos en aquella Corea, tan fervorosos que en poco tiempo su número se duplicó.
En 1801 se produce una nueva represión, y el sacerdote chino fue ejecutado con unos 300 cristianos, entre quienes destacaba la noble figura de Juan Niou y su mujer Lutgarda, que habían contraído matrimonio sin usar nunca del mismo.
Unos 30 años después, la Congregación de Propaganda Fide erigía un vicariato apostólico en Corea, y lo confiaba, según lo dicho, al Seminario Misionero de París, bajo la coordinación del obispo Imbert. Pese a que en 1815 y en 1827 había habido nuevas oleadas de persecución, el número de cristianos sobrepujaba ya los 6.000.
Mons. Imbert fue el principal de los mártires cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en Aix en Provence, y pasado su infancia familiar en Calas, aprendiendo a leer de una forma muy graciosa. Un día encontró un centimillo en la calle, con él compró un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara las letras. A fuerza de perseverancia, consiguió así hacer realidad lo que él sentía que Dios le pedía: el ingreso, en 1818, en el Seminario de Misiones Extranjeras. Después de 2 años de estudios se había embarcado en Burdeos, y había marchado a trabajar a China.
En plena tarea apostólica, fue sorprendido Imbert por su nombramiento al vicariato apostólico de Corea, y su elevación al episcopado. En mayo de 1837 es consagrado obispo en Seu Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.
Pero no fue Imbert el 1º en llegar a Corea. Le habían precedido ya otros 2 misioneros, llamados a compartir el martirio con él: los francese Maubant (natural de Bayeux) y Castán (natural de Digne), el 1º llegado directamente desde Francia, y el 2º tras haber trabajado anteriormente en Siam.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante todo, fue necesario aprender la lengua coreana, tributaria del chino y con muchas analogías con los dialectos siberianos. Tras lo cual, pudieron ponerse ya de lleno al trabajo apostólico. Escuchemos a mons. Imbert, sobre lo que era aquella vida coreana:
"No permanezco mas que 2 días en cada casa que reúno los cristianos, y antes de que amanezca el 3º día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha hambre, porque después de haberme levantado a las 02.30 h, esperar hasta el mediodía y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un clima bajo y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a continuación doy clase de teología a mis seminaristas. Después oigo confesiones hasta la noche. Me acuesto a las 21.00 h. sobre la tierra cubierta de una lona y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni mantas. He tenido siempre un cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada. Pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que, con una vida tan penosa, no tengamos miedo al golpe de sable".
Todo esto había que hacerlo con el mayor secreto. Las 15 ó 20 personas a las que había atendido cada día, las confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios... tenía que hacerlas antes de la aurora. Aun así, aquella vida no pudo prolongarse mucho tiempo, porque 2 años después de su llegada, el 11 agosto 1839, mons. Imbert era detenido por los perseguidores.
Comprendió bien Imbert que había llegado el final de su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías a los fieles seguidores, invitar a sus 2 compañeros a entregarse.
La tarjeta enviada por el obispo, que era una invitación al martirio, llegó 1º al padre Maubant, quien la transmitió de leer a su compañero Castán.
Ambos obedecieron sin vacilar, y cada uno redactó una instrucción para uso de sus fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el prefecto de Propaganda Fide, y una carta a sus hermanos del Seminario de Misiones Extranjeras, para encomendarles a sus oraciones. En esta carta es donde alegremente, y como si quisieran aliviarles la pena, vienen a decir que "el primer ministro Ni, actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar 3 grandes sables para cortar 3 cabezas".
Todo esto llevaba la fecha del 6 septiembre 1839. Y una vez terminados los preparativos, los 2 misioneros se unieron a su obispo. Los 3 europeos comparecieron ante el prefecto, y confesaron noblemente su fe:
"Por salvar las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los 10 mandamientos, no lo haremos jamás. Preferimos morir".
Aquel 15 de septiembre recibieron la 1ª paliza (con bastones), y otra nueva les esperaba tras el interrogatorio del día 16. Por fin, el día 21 tuvo lugar el suplicio final.
Les desnudaron hasta la cintura y les asaetearon cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas. Les colmaron de heridas, les rociaron de cal viva y, tras obligarles a dar por 3 veces la vuelta a la plaza (mostrando al público que se burlaban de ellos), se les hizo arrodillarse.
Los soldados empezaron a correr en su derredor, y al pasar les golpeaban con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al recibir el 1º golpe, pero después se arrodilló junto a sus 2 compañeros, que estaban inmóviles. Al poco tiempo, los 3 habían muerto.
Pero no quedó la cosa ahí, sino que poco después iban a perecer en aquella misma persecución otros muchos cristianos.
El 1º lugar, un sacerdote nativo: Andrés Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del Seminario de Misiones Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron, el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.
En la misma persecución murieron también 10 catequistas y una muchedumbre de fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a quienes hoy veneramos en los altares: 75 héroes, "nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de la religión santísima". Como describe el decreto de beatificación expedido por Pío XI:
"Para tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos más refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los sufrieron todos con invicta fortaleza".
Como también quedó reflejado en el decreto De Tuto sobre aquella muchedumbre, en la que había incluso niños de 15 y 13 años:
"Mostraron tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerlos. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de los jueces impíos, ni la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires".
No es extraño que muy pronto se extendiera por todo el mundo la fama de aquel admirable ejemplo. Por eso, el papa Pío XI, superando las dificultades de tipo jurídico que se oponían a su beatificación (pues resultaba muy difícil recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico), y teniendo en cuenta la certeza absoluta de lo sucedido, decidió solemnemente la beatificación de todos ellos, en 1925.
Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea del Sur es una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo el Pacífico, e incluso en 2021 eligió democráticamente como primer ministro a un católico fervoroso: Kim Boo Kyum. Juan Pablo II rindió homenaje a todos los mártires de Corea, canonizando a este escogido grupo de confesores de la fe en la ciudad de Seúl, el 6 mayo 1984.