23 de Junio
Santo Tomás Moro
Manuel
Lizcano
Mercabá, 22 junio 2025
Semblanza
Nació en 1478 en Londres, hijo de una familia de abogados en que su padre (John More) era el mayordomo del Colegio de Abogados Lincoln's Inn de Londres, el juez de la Curia Real de Londres y caballero del Reino de Inglaterra. Y en que su madre (Agnes More) llevó al pequeño Tomás a estudiar (en su Palacio de Lambeth) junto al card. John Morton, arzobispo de Canterbury y del que bebió el más sano humanismo renacentista.
Con 14 años ingresa en la Universidad de Oxford, doctorándose en Derecho y empezando a ejercer la abogacía en sus tribunales. Con 19 años conoce a Erasmo de Rotterdam y John Skelton, con quienes entabla gran amistad e inicia la Contrarreforma Católica. Con 22 ingresa en la Tercera Orden Franciscana (rama laica), y comienza a comentar el Ciudad de Dios de San Agustín.
En 1504 consigue la plaza de abogado del Parlamento de Inglaterra y es nombrado juez y vicealcalde de Londres. En 1505 contrae matrimonio con Jane Colt y en 1506 tiene a sus hijas Margaret (en adelante su más fiel discípula) y Elizabeth (con quien mantendrá una correspondencia familiar espectacular).
En 1509 empieza a alternar su abogacía del Parlamento con clases de Derecho y conferencias para el Lincoln's Inn, y es contratado como gestor por las grandes compañías de Londres y Amberes. En 1510 es nombrado vicesheriff del Parlamento de Londres y muere su esposa Jane, volviendo a casarse en 1511 con Alice Middleton.
En 1515 dirige varias misiones diplomáticas inglesas por las principales cortes de Europa, y resuelve diferentes problemas mercantiles de Inglaterra en la zona de Calais. Dicho éxito le hace ser coronado canciller de Inglaterra (ca. 1516), y pasa a ser la máxima figura política de Inglaterra por debajo del recién ascendido Enrique VIII de Inglaterra (desde 1510).
A nivel de compromiso católico, en 1516 leyó profusamente Moro la traducción del NT y el Príncipe Cristiano de su amigo Erasmo, el Príncipe de Maquiavelo y el Orlando Furioso de Ariosto, así como la traducción de la Carta a los Romanos de Lutero (su 1º desvarío doctrinal). Y comienza a escribir su Utopía. Unos meses después (ya en 1517) leyó con gran satisfacción la gran respuesta ético-política de Erasmo a todo lo que estaba sucediendo, en aquella Querela Pacis.
Como se ve, estamos en los años intelectualmente decisivos de toda Europa, en medio del desbordamiento del entusiasmo y de la embriaguez creacional, que empiezan a caracterizar al nuevo siglo renacentista. Incluso parecen darse cita simbólicamente, en tan heterogéneos acontecimientos, las 3 fuerzas colosales en cuyo conflicto vital se vio inmerso el Renacimiento: el humanismo católico, la reforma protestante y el espíritu moderno.
En ese momento, en 1516, Moro tiene 38 años, y faltan todavía 13 hasta que Enrique VIII de Inglaterra establezca la tiranía y el cisma. Unos años más (6 julio 1535), y la cabeza de Moro rodará en el patíbulo de la Torre de Londres.
Pero de momento seguimos con la Utopía, o lucha intelectual de Moro en medio de la marabunta renacentista, dentro de la plenitud intelectual del gran humanista inglés. Pues fue en Utopía donde Moro centró todos sus esfuerzos bajo un único objetivo: tomar el evangelio, confrontarlo con la sociedad de su tiempo, formular contra ella una irónica denuncia y ofrecer como única solución la implantación de una sociedad impregnada totalmente de cristianismo.
Como hombre de acción, tratará Moro de realizar lo único que a él le resulta viable: contener en lo posible el libertinaje político de los déspotas, neutralizando con su prestigio (bien ganado) el asesoramiento de los dignatarios cortesanos. A unos y a otros, a déspotas y a nobles, hace duras alusiones en su obra.
Pero empecemos por la crítica económica a la que alude Moro en su Utopía, pues en ella explica el canciller hasta qué punto el lujo palaciego (y la codicia del incipiente capitalismo lanero y textil) estaba llevando al pueblo a la miseria:
"Vuestras ovejas, que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, han comenzado a mostrarse ahora, según se cuenta, de tal modo voraces e indómitas que se comen a los propios hombres y devastan y arrasan las casas, los campos y las aldeas.
Los nobles y señores, y hasta algunos abades, santos, varones, no contentos con los frutos y rentas anuales que sus antepasados acostumbraban sacar de sus predios, ni bastándoles el vivir ociosa y espléndidamente sin favorecer en absoluto al estado, antes bien perjudicándolo, no dejan nada para el cultivo y todo lo acotan para pastos; derriban las casas, destruyen los pueblos, y si dejan el templo es para estabilizar sus ovejas; pareciéndoles poco el suelo desperdiciado en viveros y dehesas para caza. Esos excelentes varones convierten en desierto cuanto hay habitado y cultivado por doquier.
Y para que uno solo de esos ogros, azote insaciable y cruel de su patria, pueda circundar de una empalizada algunos miles de yugadas, arrojan a sus colonos de las suyas, los despojan por el engaño o por la fuerza, o les obligan a venderlas, hartos ya de vejaciones. Y así emigran de cualquier manera esos infelices".
La referencia aún podría ser bastante más extensa, con precisas alusiones de Moro a la conducta antisocial del oligopolio de la lana y de la carne, y a la cruel mecánica alcista en la formación de los precios. Así, hasta parar en la amarga conclusión a que le lleva el análisis del estado de su patria: "La malvada codicia de unos pocos arrastrará a la ruina vuestra isla, que, precisamente por esta riqueza, parecía ser tan feliz".
Pero los párrafos transcritos han bastado para dejarnos sin disimulos ante la personalidad intelectual de Moro. Al menos, ante esa parte decisiva que en su espíritu juegan la pasión por la justicia y la mentalidad ya indiscutiblemente objetiva, positiva, científica, de su enfrentamiento con los problemas sociales.
Se trata de unas actitudes que nos van a servir de clave para interpretar los aparentes juegos de fantasía con que las circunstancias le obligaban a revestir su pensamiento; actitudes, por otra parte, que le llevarán al enfrentamiento, como subraya Mesnard, "nada menos que con la monarquía inglesa y con el sistema económico-social que se le estaba estrechamente ligado".
Hay otros rasgos salientes, que no pueden silenciarse en la semblanza de Moro. Bouyer nos habla de su figura como de "la más bella del renacimiento católico, porque es la de un hombre de acción, cuya vida y muerte son el más elocuente testimonio de la vitalidad del catolicismo humanista". Erasmo, su amigo admirado y venerado, nos dejará también la entrañable evocación de la vida familiar de Moro, llena de sensibilidad, de afecto, de acierto pedagógico, discurriendo dichosamente en el jardín de la casa de Chelsea, junto al Támesis.
Su decidida militancia humanista, que le llevará a cultivar los grandes temas de su tiempo, como lo hizo en su estudio sobre la impresionante figura de Pico de la Mirándola, o a concebir la vocación política como mero ejercicio del sentido cristiano del deber, hasta el extremo de acometer la empresa de dejar su testimonio insobornable de integridad como gobernante en un país que desde 1422 hasta 1509, "en la fatídica galería de monstruos que va de Enrique VI a Enrique VIII, había vivido un drama sangriento interminable que había de terminar por devorarle también a él mismo" (Mesnard).
Pero el aspecto más valioso de su obra intelectual, transida de reiterados giros de humour sajón y de ironía universal, es, sin duda, el legado imperecedero que nos aporta como filósofo político y pensador cristiano. Su obra se centra en este aspecto en el ataque a los principios viciosos cuya extirpación consideraba único remedio capaz de devolver la salud a la sociedad de su tiempo.
Estos 2 principios permanentes de la corrupción política eran, a su juicio, la monarquía y la propiedad. Y a este fin, "para conmover a los espíritus rebeldes a la especulación filosófica; para forzar a los conservadores a evacuar posiciones en las que la crítica no tiene cabida, Moro ha dedicado cinco años a construir un mundo ideal, verdadero espejo de justicia y de prosperidad; mundo en el que, a partir de entonces, está invitado a penetrar el lector de todo país y de toda época" (Mesnard).
Por mi parte pienso que, no obstante ser Erasmo quien, en uno de los rasgos más permanentes de su obra intelectual y espiritual, sitúa doctrinalmente el problema de la evangelización de la política, a Moro es a quien corresponde hasta ahora la significación de figura máxima de cuanto a la respuesta dada al mismo por los cristianos todos los tiempos.
No podemos en esta ocasión acometer un estudio exhaustivo de la filosofía política de Moro, en cuanto discípulo y testigo del evangelio. Pero desconocen en absoluto lo que él representa en la economía del plan divino sobre el género humano quienes hacen un deliberado alarde de ignorancia acerca de la magnitud trascendental de su concepción política. Concepción a la altura de la cual él supo estar sin duda, con el testimonio de una vida ejemplar como padre y esposo, como sabio, como gobernante, como mártir.
Y ello en un trance en el que la organización eclesiástica de su patria, comenzando por un episcopado cobarde, a excepción del obispo Fisher, su compañero de cadalso, se hunde en la abyección ante el tirano. Sin embargo, ese testimonio de su vida no es lícito que pueda servir a nadie para intentar escamotear la importancia intrínseca de una aportación filosófica, cuyo autor mismo juzga con estas palabras:
"Si hay que silenciar como insólito y absurdo cuanto las perversas costumbres de los hombres han hecho parecer extraño, habría que disimular entre los cristianos muchas cosas enseñadas por Cristo, cuando él, por el contrario, prohibió que se ocultasen y mandó incluso predicar las que susurró al oído de sus discípulos; pues la mayor parte de esas palabras son tan ajenas a las actuales costumbres como lo fue mi discurso".
Precisamente desde este punto de perspectiva hay que enfocar los aspectos fundamentales de la teoría política de Moro: la construcción de una república ideal y el ataque a la monarquía y a la propiedad privada. Este último aspecto, que es el más radical de su pensamiento, emerge constantemente del texto de la Utopía:
"Dondequiera que exista la propiedad privada y se mida todo por el dinero (nos dirá Moro por boca de Rafael Hytiodeo, el descubridor portugués que le sirve para expresar sin demasiado riesgo sus enérgicos juicios), será difícil lograr que el estado obre justa y acertadamente, a no ser que pienses que es obrar con justicia el permitir que lo mejor vaya a parar a manos de los peores, y que se vive felizmente allí donde todo se halla repartido entre unos pocos que, mientras los demás perecen de miseria, disfrutan de la mayor prosperidad".
Pero esto no era una novedad en el cristianismo. Es la misma voz con que en el s. IV habían clamado varonilmente los Padres de la Iglesia. Por ejemplo, Lactancio: "Dios nos dio la tierra en común, no para que una avaricia irritante y despiadada se alzase con todo, sino para que los hombres viviesen en comunidad y nadie estuviera falto". O el mismo Crisóstomo: "Cuando tratamos de poseer algo en particular trayendo continuamente en la boca las insípidas palabras mío y tuyo, entonces es cuando surgen las luchas fratricidas, envidias y rencores".
Así pues, la posesión en común es más natural que la propiedad privada, pues como ya dijo Ambrosio: "Tú te apropias para ti solo lo que se ha dado para común utilidad de todos. La tierra no pertenece exclusivamente a los ricos; es patrimonio de todos; y, sin embargo, son muchos más los que no usan de lo suyo que los que usan de ello". O como fueron repitiendo los mismos Clemente Romano, Basilio, Jerónimo o Agustín: "La avaricia fue la causa de haberse repartido entre pocos las posesiones de todos".
Son los conceptos sobre los que Moro afirma que la igualdad de bienes, único camino para la salud pública, es casi incompatible con la propiedad privada; mientras que la república perfecta sólo podrá edificarse sobre la base de la comunión de bienes entre los hombres. Temas ambos que constituyen, respectivamente, el núcleo de la 1ª y 2ª partes de su Utopía.
Y todavía distaba más esta doctrina de ser una novedad en la revelación bíblica, desde el momento en que Dios entregaba a los hombres la tierra en común: "Los bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre la Tierra" (Gn 1, 28). O desde el momento de la expectación de muchas generaciones por una ciudad en que los hombres "construirán casas que habitarán; plantarán viñas cuyos frutos comerán. No edificarán para que habite otro, ni plantarán para que otro lo consuma" (Is 65, 21.22):
El evangelio rezuma esta misma conciencia profunda de la vida que plantea Tomás Moro. La Iglesia primitiva también, al igual que la época de los Santos Padres. El pensamiento medieval, en sus líneas de conjunto, está lejos de romper con este legado. Lo que hace Moro es darle expresión moderna. Quizás demasiado moderna, o demasiado arraigada en lo que ya empezaba a ser la modernidad. Eso sí, a la concepción de la vida que tenía el hombre mesopotámico, por ejemplo, le podría resultar demasiado comunista la República Utopiana de Moro.
La ética natural misma podría tomar noticia mucho más directa entre los iberos de la concepción evangélica de la vida, respecto a lo que pudieron lograrlo los ahistóricos pobladores de Utopía. Buena muestra son de estas afirmaciones nuestras, tanto el humanismo español de los s. XVI y XVII (en lo que tiene de no-europeo y de no-contrarreformista, sino de Reforma Católica española), como las grandes empresas utópicas de evangelización y civilización acometidas en las Indias (por los grandes misioneros que se llamaron Vasco de Quiroga, Zumárraga o Junípero Serra).
En realidad, si es grande la obra de Dios en Moro, tomándole para testigo suyo en la lucha por la justicia sobre la tierra, a costa del supremo sacrificio, la obra de Moro en Dios supone un punto culminante de ese mismo drama visto desde abajo, desde la perspectiva terrestre de la historia. Pues lo cierto es que, a partir de Moro, los cristianos no volvimos a decirle al pueblo oprimido o explotado ninguna palabra de cólera, sino de esperanza.
Como se ve por la Utopía de Moro, el hombre moderno ha empezado a tocar ya sus propios límites. Y es ahora, cuando esta vasta hazaña creativa presenta ya su entero límite, cuando al cristianismo le empieza a ser posible acometer la empresa de evangelizarla, proponiendo a los ojos apagados de los burgueses la realización de la utopía cristiana.
Y es ahora cuando el cristianismo puede entrar de nuevo en las entrañas del pueblo, cuando volvamos a ofrecer a ese pueblo (que se debate contra la injusticia) el codo con codo con los que sufren, en la línea espiritual de Tomás Moro, luchando por la paz y justicia de los hambrientos y sedientos.
El camino hacia la Ciudad Justa siempre quedará ahí fijado, por esa Utopía de Santo Tomás Moro: "Felices los pobres de espíritu, los dulces, los afligidos, los hambrientos de justicia, los misericordiosos, los corazones puros, los artesanos de la paz, los perseguidos por la justicia. Porque suyo es el reino de los cielos" (Mt 5, 3-10).
Act: 23/06/25 @santoral mercabá E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A