24 de Octubre
San Antonio Mª Claret
Arturo
Tabera
Mercabá, 24 octubre 2025
Semblanza
Nació en 1807 en Sallent (Barcelona), de padres cristianos que, al día siguiente de su nacimiento, le llevaron al bautismo. Como el mismo padre Claret dice en su Autobiografía, "me pusieron por nombre Antonio Adjutorio Juan, pero yo, después, me añadí el dulcísimo nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra y mi todo, después de Jesús".
A los 5 años de edad aparecieron ya en la precoz inteligencia y en el corazón naturalmente compasivo del niño Antonio las primeras señales y germen de su vocación al apostolado:
"Las primeras ideas de mi niñez de que yo tengo memoria son que, cuando tenía unos cinco años de edad, estando en la cama, en vez de dormir, pues siempre he sido poco dormilón, pensaba en los bienes del cielo y en las penas eternas del infierno, es decir, pensaba en aquel siempre que no tiene fin: me figuraba distancias enormes: a éstas añadía otras y otras, y, no alcanzando el fin de ellas, me estremecía por la desgracia de aquellos que tendrán que padecer penas eternas. Esta idea quedó tan grabada en mí que, sea por lo temprano que empezó, sea por las muchas veces que en ella he pensado, lo cierto es que nada tengo más presente".
La infancia de Antonio María transcurre apacible entre la escuela, su casa, los juegos y la iglesia. Los tiempos eran malos y revueltos, y las circunstancias de la familia no consentían los gastos de pensión en el seminario. El muchacho hubo de incorporarse de lleno a los trabajos del telar paterno, en espera de tiempos mejores. Golpe duro y definitivo, al parecer, para las ilusiones de Claret.
Acató resueltamente y con todo amor la orden de su padre, pasando por todas las ocupaciones y labores de la fábrica de tejidos, propiedad de su familia, y trabajando como el que más en cantidad y calidad. Así, hasta que llega un momento en que el trabajo de la fábrica paterna no tiene ya dificultades ni secretos para él. Como él mismo dijo:
"Deseoso de adelantar, dije a mi padre que me llevase a Barcelona. Se extendió por aquella ciudad la fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación. De aquí que algunos señores quisieran formar compañía con mi padre. Me excusé, y a la verdad que fue esto providencial. Yo nunca me había opuesto a los designios de mi padre. Fue ésta la primera vez, y fue porque la voluntad de Dios quería de mí otra cosa. Me quería eclesiástico. El continuo pensar en máquinas y talleres me tenía absorto. Era un delirio lo que tenía por la fabricación. En medio de esto me acordé de aquellas palabras del evangelio que leí de muy niño: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si finalmente pierde su alma? Esta sentencia me causó profunda impresión. Fue una saeta que me hirió en el corazón. Pensaba y discurría qué haría".
Hay en su alma una inquietud que no le deja sosegar y que va aumentando su tensión con varios episodios sucedidos en pocos meses, a propósito para desengañarle del mundo y avivar el interés por los negocios del alma:
"Un día que fui a la Mar Vieja, que llaman, hallándome en la orilla, se alborotó de repente el mar y una grande ola se me llevó y, de improviso, me vi mar adentro. Después de haber invocado a María Santísima me hallé en la orilla, sin saber nadar y sin haber entrado en mi boca ni una sola gota de agua".
Un amigo le llenó de amarguras el alma. Había condescendido a tener con él compañía de intereses; pero, cediendo este desventurado a los atractivos del juego, le estafó muchos miles de pesetas y se complicó después en otras acciones delictivas, hasta parar en un presidio. Antonio, aunque libre de toda complicidad, sintió hondamente el percance:
"Iba alguna vez a visitar a un compatricio mío. Un día la dueña de la casa, que era una señora joven, me dijo que le esperase, que estaba para llegar. Luego conocí la pasión de aquella señora, que se manifestó con palabras y acciones. Habiendo invocado a María Santísima, y forcejeando con todas mis fuerzas, me escapé de entre sus brazos".
Tenía 22 años, y llevaba ya 4 en Barcelona. Durante ellos había llenado el ideal que pudiera proponerse, aun en nuestros días, cualquier trabajador especializado: aptitud para la fabricación, perito en dibujo (en el que consiguió repetidos premios); conocedor del francés y del inglés (que hablaba con soltura); diestro en el manejo de las matemáticas; hábil en la técnica textil (que no tenía secretos para él); propuesto con insistencia para director de fábricas.
Y en medio de todo, eran también el joven Antonio "piadoso y honrado, de bello porte y de un carácter amable y alegre", que hacía las delicias de sus compañeros, de sus superiores y de sus subalternos.
La vida le sonríe cuando abandona la esperanzas de un porvenir brillante y decide ingresar en la Cartuja. Pero, cuando se encamina al Cenobio de Montealegre, una deshecha tempestad puso a prueba la poca robustez de sus pulmones, fatigados por la marcha y heridos por el trabajo, hasta expeler sangre. Por lo visto, Dios no lo quería así. Una vez restablecidas sus fuerzas marcha a sentarse entre los niños en el banco de un seminario. Es lo que hoy se llama una vocación tardía.
Y pasan los años. Estudia filosofía y teología en el viejo pero glorioso caserón del Seminario de Vic, con Balmes de compañero, y, por fin, el día 13 junio 1835 se ordena sacerdote, después de un mes de ejercicios.
Ahora ya es mosén Claret, con 27 años recién cumplidos. Se conserva un retrato de esta época, que nos habla de un Claret "bajo de estatura, con un tinte amarillento que colorea su rostro; con ojos grandes y tiernos, que tienden a cerrarse bajo unos párpados carnosos, y que naturalmente le inclinan a la modestia". Y de un Claret que "cuando mira la lejanía y las multitudes desde la altura del púlpito, abre el alma fogosa de un apóstol, y empieza a brillar como envuelto en brasas".
La parroquia de Sallent fue testigo de los primeros ardores de su celo sacerdotal, de la ejemplaridad intachable de su vida, de sus virtudes y de sus milagros. Pero este campo era demasiado reducido para el corazón grande de mosén Antón. Buscando horizontes más amplios para su celo se encamina a Roma, con el fin de ingresar en el Colegio de Propaganda Fide.
Pero los oficiales encargados no pueden decretar la admisión sin la aprobación del cardenal prefecto, que, por aquellos días, disfrutaba las clásicas vacaciones romanas de la Ottobrata. Frente a este conjunto de dificultades decide Claret hacer los ejercicios espirituales en una casa profesa de la Compañía de Jesús, en espera de que las congregaciones pontificias reanudaran sus trabajos.
El jesuita que le dirigió los ejercicios, viendo en él cualidades no comunes, le propuso e insistió que ingresase en la Compañía. Tanto le animaron y tan fácilmente se solucionaron todas las dificultades, que, como él mismo nos dice, "de la noche a la mañana me hallé jesuita. Cuando me contemplaba vestido de la santa sotana de la Compañía casi no acertaba a creer lo que veía, me parecía un sueño". Pero los designios de Dios son muy distintos:
"Me hallaba muy contento en el noviciado cuando he aquí que un día me vino un dolor tan grande en la pierna derecha que no podía caminar. Se temieron que quedaría tullido. El padre rector me dijo: Esto no es natural. Me hace pensar que Dios quiere otra cosa de usted; consultaremos al padre general. Este, después de haberme oído, me dijo sin titubear, con toda resolución: Es la voluntad de Dios que usted vaya pronto a España. No tenga miedo. Animo".
El padre Roothan tenía razón. Claret regresa a España y, al desembarcar en Barcelona, Claret deja de ser el mosén Antón que partió a Roma, para convertirse en el misionero Claret. Exonerado de todo cargo parroquial, sus superiores le envían "como nube ligera que, empujada por el soplo del Espíritu Santo, llevase la lluvia bienhechora de la palabra divina a regiones secas y estériles".
El ambiente político no es nada propicio. Hace poco que ha concluido la primera guerra carlista, guerra civil tenacísima y dura, que se ha prolongado siete años, y precisamente Cataluña ha sido uno de los principales teatros de la contienda. Esto no arredra al padre Claret. Más de 100 páginas de su autobiografía nos narran sus correrías apostólicas y los estímulos que le movían a predicar incansablemente:
"Siempre a pie de una población a otra, por muy apartadas que estuviesen, a través de nieves o de calores abrasadores, sin un céntimo siempre, pues nunca cobraba nada".
Claret pasaba predicando 6 y 8 horas diarias y, el restante tiempo, confesando a miles de personas y, por las noches, en lugar de descansar, la oración, las disciplinas, el escribir libros y hojas volanderas, y sin comer apenas, lo que tenía maravilladas a las gentes. Era un milagro del Señor el que sostenía aquella naturaleza. Las muchedumbres se agolpaban para oírle y el fruto era enorme.
El demonio, por su parte, le hacía una guerra sin cuartel: en esta iglesia era una piedra que se desprendía del techo; en aquel pueblo, un violento fuego que se declaraba mientras predicaba el misionero. Pero éste descubría todas las astucias del enemigo:
"Si era grande la persecución que me hacía el infierno, era muchísimo mayor la protección del cielo. Pues yo conocía visiblemente la protección de la Santísima Virgen. Ella y sus ángeles me guiaron por caminos desconocidos, me libraron de ladrones y asesinos y me llevaron a puerto seguro sin saber cómo. Muchas veces corría la voz de que me habían asesinado. Yo, en medio de estas alternativas, pasaba de todo: tenía ratos muy buenos, otros muy amargos. Habitualmente no rehusaba las penas, al contrario, las amaba y deseaba morir por Cristo; yo no me ponía, temerariamente en los peligros, pero sí me gustaba que el superior me enviase a lugares peligrosos, para poder tener la dicha de morir asesinado, por Jesucristo".
Puede decirse que recorre todas las capitales y pueblos del nordeste de España. Su fama es grande; su predicación produce auténticas manifestaciones de entusiasmo. El fruto es cierto y copioso. Son muchas las conversiones sinceras. Menudean los milagros. El padre Claret, incansable, tiene constantemente a flor de labios esta oración: "¡Oh Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme en el amor de Dios y del prójimo!".
De este modo pasaron 7 años, hasta que en 1848 fue enviado a Canarias para misionar en aquellas islas. Allí, todavía más que en España, las multitudes se desbordan, y las iglesias se ven insuficientes para contener a los que quieren escuchar la palabra del nuevo padre llegado a las islas. Así, el misionero Claret se ve obligado a predicar bajo la bóveda azul del firmamento, en las plazas públicas o a las orillas del mar.
El padre Claret acarició toda su vida, como un bello ideal, la fundación de una Congregación de sacerdotes que se dedicasen a la evangelización, según él la comprendía y practicaba. Mas, por oposición de la política y de las guerras, parecía todo un sueño que nunca habría de tener realidad. A mediados de 1849 regresó a España.
El ambiente nacional había evolucionado mucho; los cielos de la política se serenaban; la persecución ahogaba en la lejanía sus últimos rugidos. A favor de todo esto las ilusiones claretianas volvieron a reverdecer. Claret adivinó llegada la hora y, después de vencer no pocas dificultades, el día 16 julio 1849 de este mismo año reúne a 6 jóvenes sacerdotes en el Seminario de Vic y queda echada la semilla de la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María. Poco tiempo, sin embargo, pudo vivir con aquella incipiente comunidad, pues:
"El día 4 de agosto, al bajar del púlpito, me mandan ir a Palacio. Y, al llegar allí, el señor obispo me da el nombramiento para arzobispo de Santiago de Cuba. Quedé muerto con tal noticia. Dije que de ninguna manera aceptaba. Espantado del nombramiento, no quise aceptar, por considerarme indigno y por no abandonar la Congregación que acababa de nacer. Entonces el nuncio de Su Santidad y el ministro de Gracia y Justicia se valieron de mi prelado, a quien tenía la más ciega obediencia. Este me mandó formalmente que aceptara".
Mientras se tramitaba su consagración, y se preparaba el viaje a América, el celo del padre Claret continúa incansable y devorador; sigue manteniendo sus correrías apostólicas, escribe libros y funda la Librería Religiosa, interviniendo personalmente en el montaje de las máquinas.
Recibida la consagración episcopal, nada cambió de su método de vida: el mismo trato sencillo y humilde, el mismo vestido, la misma comida pobre y escasa y, sobre todo, el mismo celo apostólico. Es su pasión, y el gran fuego que quema sus entrañas. Ninguna frase mejor que la escogida por él para su sello episcopal: Caritas Christi Urget Nos. Como él mismo explica:
"Arreglados mis negocios en Madrid, me volví a Cataluña. Al llegar a Igualada prediqué. Al día siguiente fui a Montserrat, en que también prediqué. Luego pasé a Manresa, en que se hacía el novenario de ánimas: por la noche les prediqué y, al día siguiente, di la sagrada comunión. Por la tarde pasé a Sallent, mi patria, y todos me salieron a recibir; por la noche les prediqué desde un balcón de la plaza, porque en la iglesia no hubieran cabido; al día siguiente celebramos una misa solemne y, por la tarde, salí para Sanmartí, donde prediqué. Al día siguiente por la mañana pasé a la ermita de Fusimaña, a la que había tenido tanta devoción desde pequeño, y en aquel santuario celebré y prediqué de la devoción a la Virgen Santísima. De allí pasé a Artés, en que también prediqué; luego a Calders, y también prediqué, y fui a comer a Moyá, y por la noche prediqué. Al día siguiente pasé por Collsuspina, y también prediqué, y después fui a Vic, y también prediqué. Pasé a Barcelona, y prediqué todos los días en diferentes iglesias y conventos, hasta el día en que nos embarcamos".
En Cuba mantiene el obispo Claret el mismo ritmo misionero: persecuciones, puñales, incendios, calumnias... y las fuerzas del mal desencadenándose contra su persona y apostolado. Pero Claret siguió manteniéndose intrépido en la misma línea, y con celo infatigable recorrió a caballo 4 veces toda su diócesis, que era aproximadamente de 60.000 km2.
Las conversiones fueron innumerables. Y los terremotos, la peste y el cólera (que por entonces azotaban la isla) sirvieron al arzobispo para arrancar infinitas almas al diablo, arreglar innumerables matrimonios de amancebados (más de 10.000) y hasta calmar las revueltas populares.
Durante su pontificado, los revolucionarios del Norte hicieron 3 tentativas contra la isla, y las 3 fueron desbaratadas por el obispo Claret, con sólo predicar el amor y el perdón. Los enemigos de España (del Norte) planifican la forma de quitar la vida a Claret, pero todos sus intentos resultaron fallidos. Hasta que, por fin, uno acertó. Era el 1 febrero 1856, y el arzobispo Claret era gravemente herido en Holguín:
"Cuando salimos de la iglesia se me acercó un hombre, como si quisiera besarme el anillo; pero, al instante, alargó el brazo armado con una navaja de afeitar y descargó el golpe con todas sus fuerzas". Lo que menos importó al herido fue la gravedad de aquellos momentos; a pesar de su presencia de ánimo, estaba muy lejos de su cuerpo: "No puedo explicar el placer, el gozo que sentía mi alma, al ver que había logrado lo que tanto deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María".
Restablecido milagrosamente, consiguió el indulto para su desgraciado verdugo, y todavía hizo algo más por él, pagándole el viaje para que pudiese regresar a su patria.
Pero a Claret le llegó la hora de volver a España, cerrando un periodo (el cubano) que constituyó la plenitud de su vida. Era el 13 marzo 1857 y, estando predicando Claret en una misión, recibe un comunicado de la reina de España (Isabel II), que le llama a Madrid sin expresarle el motivo. El arzobispo termina apresuradamente las 2 obras de mayor envergadura que tenía iniciadas en Cuba (la granja agrícola de Puerto Príncipe, y el Instituto Apostólico para la Enseñanza) y zarpa rumbo a Madrid.
Llega Claret a Madrid y se entera, en la 1ª entrevista con Isabel II, que ésta le ha nombrado su confesor. El padre Claret, siempre reacio a aceptar dignidades y grandezas, no otorga su consentimiento, hasta que varios prelados insisten en su necesidad, y Claret acepta por el bien general, bajo condición de no vivir en palacio y disponer de tiempo libre para el ministerio apostólico. Es el momento en que Claret se va a convertir en el gran apóstol de toda España.
Efectivamente, no tiene explicación humana lo que hizo en 10 años Claret, aprovechando que era el confesor real. Misionó por todas las capitales y provincias de España, aprovechando los viajes de los reyes. Dio tandas de ejercicios al clero, religiosos y seglares de forma ininterrumpida. Predicó incansablemente (en una sola jornada con hasta 12 sermones).
Dedicó 5 horas diarias al confesionario, respondió a una correspondencia diaria de 100 cartas, publicó libros, catecismo y opúsculos. Restauró el Monasterio del Escorial, fundó un seminario modelo, impulsó la Academia de San Miguel, anticipó la Acción Católica actual...
Y todo esto sin contar su asistencia obligatoria a los actos oficiales de palacio, y el trabajo que tenía como protector del hospital e iglesia de Montserrat. Una labor, como se ve, capaz de abrumar las fuerzas y actividad de muchas personas a la vez.
Tiene Claret casi 50 años y, ante los frutos que reportaba la obra del confesor real, no podía Satanás dejar de ensañarse contra él, tratando de inutilizar su ministerio por todos los medios. La persecución se desencadena de manera metódica y perfectamente calculada: periódicos, libros, teatros... Hasta en las tarjetas y cajas de fósforos se le calumnia de la manera más baja y soez. Se escriben biografías sobre él que no eran sino noveluchos indecentes, y se falsifican escandalosamente algunos de sus libros más importantes.
Todo fue ensayado contra él, con el fin de inutilizar su celo. Pero también todo resultó inútil, pues el Señor tomó por su cuenta defender a su enviado e hizo redundasen en bien de las almas los mismos medios que los sicarios ponían en juego para impedirlo.
Hasta 12 veces intentaron asesinarle y, en no pocas de estas ocasiones, los mismos iniciadores del crimen eran los primeros en experimentar, tras una sincera conversión, la benéfica influencia de las virtudes y santidad del calumniado arzobispo.
La conducta del padre Claret no puede juzgarse como la de un estoico presuntuoso, sino como un don divino de la fortaleza. Pues ante cualquier contratiempo, él siempre permaneció erguido y sereno, imperturbable ante la calumnia y sin querer defenderse. Él prefería mantenerse sobrio y verídico, arrodillado ante el crucifijo y prefiriendo callar, recordando las palabras del evangelio Jesus autem tacebat ("Jesús, sin embargo, se mantenía callado").
Es el momento en que desaparece el hombre para dejar paso al santo, a quien se exige un sacrificio de por vida. Como dijo de él Pío XI en 1934, el día de su beatificación: "Existen dos Claret: uno el forjado por la calumnia, y otro el real y efectivo. Aquél era totalmente inexistente, y éste es Antonio María Claret, sencillamente un santo infatigable y emprendedor".
Durante su época frenética de Madrid, y cuando el trabajo ministerial y misional acaparaba todas sus horas, es precisamente cuando llegó el padre Claret a la cumbre de su vida espiritual, y a la unión mayor que se puede dar: la transformación total. Nos lo refiere, con toda humildad, él mismo:
"El día 26 de agosto, hallándome en oración en la iglesia del Rosario, de la Granja, a las 7 de la tarde, el Señor me concedió la gracia de la conservación de las especies sacramentales, y así tener siempre día y noche al Santísimo Sacramento en el pecho".
No obstante, la Revolución de Septiembre de 1868, que él había profetizado muchas veces a la reina, destronó a Isabel II de España y arrojó, tanto a ella como a su confesor Claret, a Francia. Desterrado de la madre patria, y sintiéndose ya anciano, cansado, consumido y enfermo (pero indomable), marcha Claret a Francia, y poco después a Roma para asistir al Concilio I Vaticano.
Estando en el Concilio I Vaticano (ca. 1870), y llegada la hora de discutir sobre la candente cuestión de la infalibilidad pontificia, pide la palabra el anciano Claret y suelta unas palabras que todavía conmueven a toda la asamblea. Insinúa proféticamente que habrá escisiones en la Iglesia y, tras señalar las cicatrices de su cara (de aquel atentado de Holguín, en Cuba), se pone a repetir las palabras del apóstol:
"Traigo en mi cuerpo los estigmas del Señor Jesucristo. Y por eso estoy dispuesto a morir por la confirmación de esta gran verdad: el romano y sumo pontífice es infalible".
Es la última llamarada de una lámpara que se extingue, pero que logró tumbar en su ancianidad la perversa iniciativa contra la infalibilidad papal. Vuelve Claret a Francia y, camino de París, se detiene casi moribundo en Fontfroide, en una recoleta y tranquila abadía cisterciense, cerca de Carcasona.
Era el momento de la agonía y, como no, de las fuerzas del mal contra Claret. Pero él ya se ve con un pie en las playas de la patria eterna, no hace caso a las insidias malignas, y escribe a pulso su última y definitiva obsesión: "Quiero verme libre ya de estas ataduras, y estar con Cristo como lo está María Santísima, mi dulce Madre". Y así sucedió, el 24 octubre 1870.
El 25 febrero 1934 fue declarado beato por Pío XI, y el 7 mayo 1950 fue canonizado por Pío XII, bajo unas palabras que resumen sus andanzas:
"Alma grande, y nacida como para ensamblar contrastes. Fue humilde de origen, pero glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; modesto de apariencia, pero capaz de imponer respeto a los poderosos de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la penitencia; siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior; calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y siempre enamorado de su verdadera devoción, la divina Madre".
No sería difícil encontrar quien, ignorando la vida portentosa del santo que conmemora hoy la Iglesia, se sintiera asaltado por la duda de si existió en realidad o fue una fantasía.
No obstante, este modelo de obreros, misionero apostólico, taumaturgo y escritor inagotable, gran director de almas, fundador y organizador genial, "precursor de la Acción Católica, tal como es hoy" (Pío XI), catequista célebre, prudente confesor real, abanderado de la infalibilidad pontificia, sagrario viviente, apóstol cordimariano, gran apóstol del s. XIX, y también el gran calumniado, existió y tuvo de nombre Antonio Mª Claret.
Act:
24/10/25
@santoral
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