25 de Mayo

San Gregorio VII papa

Antonio Ona
Mercabá, 25 mayo 2023

Había logrado la Iglesia primitiva triunfar sobre las persecuciones imperiales (1º triunfo) a través de la inconmovible constancia de sus mártires. Así como lograr echar de su seno a los herejes que falsamente se introducían (2º triunfo) y civilizar cristianamente a los pueblos bárbaros que inundaban los limes imperiales (3º triunfo), forjando con ellos grandes naciones cristianas.

Con la llegada de la Edad Media, los poderes civiles lograron hacerse con los cetros y tronos de esos países cristianos, empezaron a desplazar al papa y jerarquía eclesial de toda influencia temporal y acabaron por sumir a la Iglesia en una humillante situación: la dependencia del papa (cabeza eclesial) del poder civil (nuevo señor temporal) y su inminente consecuencia (la disolución de la disciplina eclesial).

No obstante, Dios suscitó un coloso en el seno de la Iglesia, capaz de remover tamaña dificultad hasta lograr el 4º y 5º de los logros eclesiales en su historia: la independencia eclesial respecto del estado civil (4º triunfo) y la restauración de la disciplina interna eclesial (5º triunfo). Se llamaba Hildebrando Aldobrandeschi, fue llamado Gregorio VII y lideró colosalmente la Reforma Gregoriana del s. XI.

Nació el 1019 en Soana (Siena), hijo de un humilde artesano (Bonizo Aldobrandeschi) que no tuvo más remedio que entregar al pequeño Hildebrando al Monasterio Santa María del Aventino de Roma, para que allí quedase al cuidado de un tío suyo que era monje benedictino. Efectivamente, allí progresó Hildebrando en la ciencia y en la virtud, hasta el punto de que su maestro (Juan Graciano, posteriormente Gregorio VI) llegó a decir que "nunca había conocido una inteligencia igual".

Al llegar a su mayoría de edad, marchó Hildebrando unos años a Francia para consolidar allí su formación, y allí decide hacerse monje benedictino e ingresar en el Monasterio de Cluny, tras lo cual volvió a Roma.

A su llegada a Roma, la clarividencia y prudencia de su inteligencia deslumbró a los pontífices romanos, que a lo largo de 5 pontificados consecutivos lo deciden establecer como consejero papal e incluso embajador papal, en las decisivas actuaciones del Concilio de Lyon (en que depuso a varios obispos simoníacos), el Concilio de Tours (en que hizo a Berengario abjurar de sus errores) y la Legación en Ratisbona (en que consiguió que la corte germana aprobara la elección de Esteban IX).

Durante 25 años rehusó aceptar personalmente el pontificado, aunque a la muerte de Alejandro II no le quedó más remedio que aceptar, dada la crítica debilidad en que se mantenía la cúpula eclesial, y sobre todo cuando la multitud romana prorrumpió en el cónclave bajo un grito unánime: "¡Hildebrando, papa!". Se precipitó Hildebrando hacia el ambón para neutralizar las aclamaciones, pero llegó antes que él Hugo el Blanco, que rubricó junto a los cardenales la consabida fórmula: "San Pedro ha escogido papa a Hildebrando".

El pueblo se apoderó de él, casi a la fuerza, y lo entronizó. Por prudente medida de paz y buen gobierno (y entonces por última vez) se dio aviso a la corte imperial de Alemania, al objeto de recabar su aprobación. Ordenado presbítero (22 mayo 1073) y posteriormente obispo (29 junio 1073), fue consagrado Hildebrando sumo pontífice el 30 junio 1073, a los 50 años de edad y bajo nombre de Gregorio VII (en memoria de su viejo maestro Graciano, posterior reformista Gregorio VI).

Pero antes de que comencemos a analizar el pontificado de este elegido de Dios, deténgase un momento el lector a contemplar la magnitud del escollo que la Iglesia había encontrado a su paso: la evolución de los hechos históricos, que habían convertido a la Esposa de Cristo en sierva de multitud de estados europeos.

Los príncipes temporales habían sustraído a la Iglesia la provisión de los obispados y de casi todos los beneficios eclesiásticos, y ejercían éstos por medio de la investidura (lit. "acto de dar posesión de un cargo o beneficio mediante la entrega simbólica de un objeto", según lenguaje jurídico del s. XI), comprando y vendiendo a su antojo todas las posesiones y cargos de la Iglesia.

Para la entrega de un obispado o abadía, por ejemplo, los príncipes temporales habían suprimido la necesidad de una elección regular y la confirmación canónica del metropolitano. Y de este indignante tráfico de funciones sagradas (y de la dudosa conducta de los que eran honrados con ellas) surgieron inevitablemente la simonía (lit. "venta de objetos sagrados") y el concubinato (en parroquias, abadías y obispados).

No se daban así los beneficios eclesiásticos a los que se lo merecían, sino a los que los compraban, ya que todo había sido expropiado por el estado, y éste trapicheaba todo a su antojo, otorgando los cargos a sus familiares y promoviendo al sacerdocio a cualquier tipo de persona.

No deje de apreciar también el lector que, cuando Gregorio VII se proponga extirpar de raíz toda esa podrida estructura, no sólo serán los poderes civiles los que explotarán en oposición, sino también los poderes militares (asociados a los poderes civiles), los falsos sacerdotes (que no renunciaban a vivir en concubinato), los falsos obispos (que no renunciaban a los beneficios económicos del cargo) y los nobles feudales (que no renunciaban a perder las posesiones que simoníacamente habían adquirido).

Así pues, con el alma inflamada por el ideal del reinado de Dios, y tras escribir muchas cartas a amigos y devotos en demanda de oración y protección, Gregorio VII decidió que era el momento de pasar a la acción, y abordar al precio que fuese la caótica situación general.

Como base de reforma de la Iglesia, convocó concilios en Roma (bajo su presidencia) y en otros países católicos (mediante legados suyos), y decretó fulminantemente que: 1º los clérigos no viviesen con concubinas, 2º no se confiriera el Sacramento del Orden sino a los que fuesen aprobados por Roma, 3º nadie asistiese a las parroquias, abadías o catedrales en situación irregular. Y todo ello con un objetivo: "Para que los que no se corrigen por el amor de Dios se arrepientan, al menos, por la vergüenza del siglo y la repulsa del pueblo".

Contra la simonía, dispuso Gregorio VII que todo aquel que hubiese obtenido, mediante algún tipo de precio, algún grado u oficio eclesial, no lo ejerciera en adelante. Y que si no renunciaban a lo que habían comprado o vendido, fuesen anatemas.

El ataque directo a las investiduras cristalizó en su decreto del Sínodo de Roma (ca. 1075), en que Gregorio VII declaró excomulgado "a todo emperador, rey, duque, marqués, conde o persona seglar que tuviese la pretensión de conferir cualquier dignidad eclesiástica".

Las disposiciones de Gregorio VII, que con el azote en la mano se disponía a arrojar del templo a los vendedores y cambistas, provocó un revuelo en toda Europa, una sublevación violenta en todas partes y un choque frontal con la imperial Alemania.

En Roma, el Partido Imperial, capitaneado por Sencillo, organizó un grupo de conjurados que, en la vigilia de Navidad, y mientras Gregorio VII celebraba la misa en Santa María la Mayor, se arrojó armado sobre el pontífice, hiriéndole de muerte y arrastrándolo hasta recluirlo en una torre. Cuando el pueblo reaccionó y la torre estaba a punto de caer en manos de los libertadores, Cencio se echó a los pies del papa, que paternalmente le otorgó el perdón y calmó a la multitud ansiosa de venganza.

Viendo que el papa había salido vivo de aquella encerrona (auspiciada por él), el emperador Enrique IV de Alemania declaró abiertamente la guerra a Gregorio VII, en un Conciliábulo en Worms (ca. 1076) que tuvo como objeto de deponer al papa.

Mucho sufría el Santo Padre. En el año anterior había escrito a San Hugo, abad de Cluny: "Si finalmente miro dentro de mí, me siento tan abrumado por el peso de mi propia vida, que no me queda esperanza de salud sino en la misericordia de Jesucristo".

A pesar de todo ello, la fortaleza de Gregorio VII no se rendía. Combatió en Francia los desórdenes de Felipe Augusto; luchó en Inglaterra por medio del arzobispo Lanfranco; en España (donde la campaña emprendida en 1056 por el Concilio de Compostela, y continuada en 1068 por los concilios de Gerona, Barcelona y Lérida, habían subvenido ya a la posible necesidad de reforma) introdujo la liturgia romana y alentó la campaña de Alfonso VI de Castilla contra los sarracenos.

Fuera de la Europa civilizada, actuó Gregorio VII en las más apartadas regiones del norte europeo y del oriente asiático, pensando, por 1ª vez, en una cruzada que había de terminar 2 lustros más tarde con la conquista de Jerusalén. Su heroica fortaleza, a juzgar por lo que aconsejaba en carta a la condesa Matilde (la gran defensora de la Santa Sede), se alimentaba "en la recepción del cuerpo de Cristo y en una confianza ciega en su Madre".

A raíz del Conciliábulo de Worms, el emperador dirigió al papa una insolente carta, que fue recibida precisamente cuando, en la Basílica de Letrán, se celebraba un concilio que, por unanimidad, declaró haberse hecho Enrique acreedor en sumo grado a la excomunión. La pronunció, en efecto, el papa, y en una bula al mundo católico explicó sus motivos y el alcance de la condenación.

Envió a su vez Gregorio VII una carta "a todos sus hermanos en Cristo" en Alemania, diciéndoles: "Os suplicamos, como a hermanos muy amados, os consagréis a despertar en el alma del rey Enrique IV de Alemania los sentimientos de una verdadera penitencia, a arrancarle del poder del demonio, a fin de que podamos reintegrarle en el seno de nuestra común Madre".

Despreció Enrique IV de Alemania todos los anatemas y se alió con todas las furias del averno. El papa contaba con la justicia, con la compañía de la piadosa y abnegada condesa Matilde y con la espada del esforzado Roberto Guiscardo. Los alemanes se disponían a deponer inmediatamente a Enrique IV, pero éste, considerándose perdido y conociendo la magnanimidad de Gregorio VII, se decidió a poner la causa en sus manos, llegando el 25 enero 1077 al Castillo de Canosa (de la condesa Matilde), donde a la sazón se hallaba el papa.

Nevaba copiosamente y el frío se enseñoreaba del ambiente cuando, descalzos sus pies, su larga melena al aire y cubriéndose con la ropa de los penitentes, golpeaba las puertas de la fortaleza un peregrino que no era otro que el mismo Enrique IV.

Más de 3 días esperó Enrique IV, gimiendo, llorando e implorando el perdón, sin probar bocado y posando sus plantas en el hielo. Ya perdía la esperanza, al anochecer del 3º día, cuando se decidió a entrar en una cercana ermita. Precisamente oraban en ella la condesa Matilde y San Hugo de Cluny, Se conmovieron éstos ante sus súplicas de intercesión por él ante el papa.

Y Gregorio VII, aun cuando su sagacidad le dictaba que era todo fingimiento e hipocresía en Enrique IV de Alemania, que no buscaba más que mantener su trono, sucumbió a la bondad de su corazón accediendo a los ruegos de tan piadosos intercesores. Como tenía que suceder, volvieron a producirse los conciliábulos, las excomuniones y las hipocresías, y el papa tuvo que oponer su indomable firmeza a los ejércitos imperiales que llegaron hasta Roma, donde sus habitantes, ganados por las larguezas del emperador Enrique IV, terminaron por entregarle la ciudad.

Gregorio VII se refugió en el Castillo Sant Angelo de Roma, donde renovó la sentencia de excomunión. Esquivó Enrique IV el golpe haciendo entronizar en la Basílica de San Pedro al antipapa Guiberto. La Providencia salió al paso: la consternación se impuso de súbito ante el rumor de que Roberto Guiscardo estaba a las puertas de la ciudad con un formidable ejército de normandos.

Ante la vacilación de los romanos, por él comprados con dinero, y viendo a sus tropas fatigadas por la larga campaña y diezmadas por la epidemia, Enrique, avergonzado, huyó precipitadamente de Roma, y los romanos, asesinados a millares o vendidos como esclavos, expiaron su traición ante los normandos que incendiaban y saqueaban la ciudad.

Abandonó Gregorio VII la urbe en ruinas, dolorido por tanta destrucción, y se refugió en la Abadía de Montecasino, de donde pasó a Salerno e hizo a la Iglesia universal este supremo llamamiento: "Por amor de Dios, todos los que seáis verdaderos cristianos, venid en socorro de vuestro padre San Pedro y de vuestra madre la Iglesia, si queréis obtener la gracia en este mundo y la vida eterna en el otro".

Como un nuevo Moisés, y sin permitirle la Providencia contemplar la perfecta realización de su ideal sagrado (aunque a sus puertas), moría Gregorio VII en Salerno el 25 mayo 1085, tras haber pronunciando sus últimas palabras: "He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por eso muero en el destierro".

Muerte de antemano aceptada cuando, ya en 1076, escribía a los obispos de Alemania esta frase, que revela la energía de su temperamento y su sinceridad apostólica: "Mejor es para nosotros arrostrar la muerte que nos den los tiranos que hacernos cómplices de la impiedad con nuestro silencio".