26 de Abril

San Isidoro de Sevilla

Isidoro Rodríguez
Mercabá, 26 abril 2024

         Haría falta un grueso volumen para describir al europeo más encumbrado del Alto Medioevo, al español que más ha influido en el mundo, al erudito que más brilló durante siglos por su ciencia, al inventor de la enciclopedia y puente de civilizaciones... Pero bastarán unas líneas para recoger lo más saliente de su personalidad, como hombre de ciencia y como santo.

         Nació el 559 en Cartagena (Murcia), en el seno de una familia hispano-romana comerciante que huyó de Cartagena a Sevilla para no pactar con los intrusos bizantinos (que Justiniano había enviado a la Spania para someterla). Fue el menor de un matrimonio de 4 hijos (San Leandro, San Fulgencio, Santa Florentina y el pequeño San Isidoro), de ellos 3 obispos y 1 abadesa, y todos ellos aureolados con la corona de la santidad.

         Bajo el mecenazgo de su hermano mayor Leandro (arzobispo electo de Sevilla el 578), fue educado el joven Isidoro en la piedad y en la ciencia, empezando por el estudio de las 3 lenguas de aquel entonces: el hebreo, el griego y el latín. Como es natural, el obispo trató que su hermano pequeño conociera y dominara todos los órdenes del saber, y le profesara a todos ellos un afectuoso amor. Como diría más tarde el también obispo Isidoro: "En aquellos años prefería todas las cosas aquí abajo, y en ellas descansaba con el más profundo cariño".

         Había Leandro fundado un monasterio y una escuela cívico-monástica (la 1ª de España) en Sevilla, y a ella acudían jóvenes de toda España, atraídos por la fama de su fundador. Algunos alumnos gozaban en ella de un régimen de vida exterior (por no aspirar a la vida claustral), mientras otros eran sometidos a una disciplina más rigorista (con inclaustración incluida).

         Pues bien, ya desde el principio determinó el obispo Leandro que su hermano pequeño (Isidoro) se empapase de toda aquella vida escolar, tanto la de enseñanza laica cultural como la de formación monástica severa. Y un día, siendo imberbe todavía, vio Isidoro cómo se le acercaba Leandro y de un tajo mandaba al suelo su rubia cabellera, mientras le ponía por encima un hábito y pronunciaba sobre él las siguientes palabras:

"Sea tu vida laudable, sea sabia y humilde tu ciencia, sea tu doctrina ortodoxa. Que seas solícito en el trabajo, que seas asiduo en la oración, que seas eficaz en la misericordia, que seas fijo en la paz. Que te comportes con prontitud para la limosna, que te comportes con piedad para con tus súbditos".

         Efectivamente, dicha súplica del obispo Leandro, en favor del joven aprendiz Isidoro, fue la que dirigió en adelante los pasos del nuevo monje Isidoro, hacia el sublime ideal religioso tan hermosamente sintetizado en las mencionadas palabras de la antigua liturgia española.

         Vivía en aquel entonces España unos años decisivos para su porvenir político y religioso. El rey Leovigildo I de Toledo apoyaba la herejía arriana, en tanto que San Leandro de Cartagena (obispo de Sevilla) se empeñaba en la competición de la ortodoxia. La lucha por la fe decidióse en el momento en que Recaredo I de Toledo (hijo menor de Leovigildo I, pues su hermano mayor Hermenegildo había sido asesinado por su paso al catolicismo), se declaró católico, a los 10 meses de haber subido al trono, abjurando públicamente de la herejía.

         Pero el campo hispano no estaba libre del arrianismo, sino que éste brotaba aquí y allá, incluso en los palacios episcopales. Para combatirlo y arrancarlo de raíz emprendió San Leandro una campana intensa, que le obligó a cruzar España en todas direcciones (incluida Constantinopla, donde empatizó con el futuro papa San Gregorio I Magno), en continuos viajes y prolongadas ausencias de Sevilla.

         En vista de lo cual, decidió que su hermano Isidoro le fuese reemplazando en sus obligaciones espiscopales de Sevilla. Contaba entonces Isidoro 30 años, y empezaba a dirigir las empresas de su hermano Leandro.

         Como director y abad de la Escuela cívico-monástica de Sevilla, distinguióse Isidoro por la escrupulosa observancia regular, por su bondad, por su sentido de la justicia y por el entrañable amor hacia sus súbditos, que él apreciaba y tenía como a hijos.

         Al poco de tomar el timón de la Escuela, percatóse Isidoro que, para llevar una vida monástica irreprensible, hacía falta dotar a la Escuela de un código de leyes que regulara la vida de comunidad, señalara los derechos y deberes de superiores y súbditos y acabara con la pluralidad de reglas y observancias que destruían la vida común y anulaban la acción del abad.

         En contra de las deformaciones del espíritu claustral, camufladas las más de las veces con pretextos de mayor perfección y renuncia, señaló Isidoro certeramente los elementos esenciales de la vida monástica, que son "la renuncia completa de sí mismo, la estabilidad en el monasterio, la pobreza, la oración litúrgica, la lección y el trabajo".

         Los monjes giróvagos disipan el espíritu y su conducta no siempre sirve de edificación a los fieles; de ahí el voto de estabilidad. Los peculios particulares crean la relajación del monje y dan pie a muchos abusos. En contra de los mismos formuló él el célebre aforismo: "Todo cuanto adquiere el monje, para el monasterio lo adquiere".

         Otro enemigo de la vida monástica era la ociosidad, que Isidoro combatió imponiendo a sus monjes la obligación del trabajo, tanto manual como intelectual. Con el trabajo manual se procuraban los monjes lo indispensable para su sostenimiento, contribuían con su ejemplo a que el pueblo se interesara por el empleo de los métodos de producción más efectivos y con su esfuerzo físico procuraban a su cuerpo la agilidad, el vigor y robustez que son el soporte obligado de una vida espiritual sana.

         Gran importancia concedió Isidoro al trabajo intelectual de los monjes, pues "después de la iglesia, debe ser la biblioteca la pieza más importante del monasterio". Los códices y libros allí almacenados tenían para Isidoro carácter de cosas sagradas. Si algún monje deterioraba algún manuscrito, recibía por ello la penitencia correspondiente.

         Por la mañana se prestaban los libros, que se devolvían después de vísperas al bibliotecario, quien comprobaba el estado del códice que se había prestado. Al estudio diario se añadían las lecturas durante la misa y el oficio divino, la lectura en el comedor, mientras duraba la refección, y las conferencias en determinados días de la semana.

         Entre las actividades del monje figuraba la de copiar códices, tarea ésta considerada como cosa santa. En el escritorio isidoriano de Sevilla ocupaba el 1º plano la Biblia, sobre cuyo texto se hacían concienzudos estudios y mejoras que debían extenderse por toda España y Europa.

         Isidoro fue en este punto un dechado y ejemplo para sus monjes. Conocía todos los libros de su tiempo; podía dar razón de todos los autores griegos y latinos, padres de la Iglesia y otros escritores de menos talla. Su biblioteca era la mejor de su tiempo, tanto por su calidad como por el número de ejemplares. A todos los autores de la antigüedad se les concedía un sitio en sus estantes; a todas las ciencias, eclesiásticas y profanas, franqueaba Isidoro las puertas de su biblioteca.

         Pero entre sus libros había uno por el cual sentía enorme pasión: la Biblia. Porque, según él, "encierra la suma de los misterios y sacramentos divinos", y "es el arca sagrada que guarda las cosas antiguas y las nuevas del tesoro del Señor". Conocidos son sus esfuerzos para unificar el texto latino de las Sagradas Escrituras. Entre sus libros es muy conocido el Libro de los Proemios, que contiene una corta introducción a cada uno de los libros sagrados.

         Entre las obras más famosas que escribió cabe señalar su libro de las Etimologías, verdadera enciclopedia de las ciencias antiguas, que revela la inmensa erudición de Isidoro. Como historiador le han hecho célebre su Historia de los Godos, la llamada Crónica Mayor y el Libro de los Varones Ilustres. Con esta producción bibliográfica influyó Isidoro en toda la literatura mundial medieval, a la cual retransmitió la inmensa literatura de la antigüedad. Como dice de él Montero Díaz:

"Como puente entre dos edades, como firme pilar en una época de transición, como depositario del saber antiguo al tiempo que heraldo de la ciencia medieval, San Isidoro ocupa un lugar singularísimo en la historia de la cultura europea. El puesto honroso de quien, consciente de una misión, la cumple con humilde y heroica voluntad de entrega".

         Pero además de padre de los monjes, fue Isidoro arzobispo de Sevilla. El gobierno de su dilatada diócesis debía alejarle un tanto de sus actividades literarias para dedicarse al cuidado pastoral de las almas confiadas a sus desvelos. Según confesión propia, el verdadero obispo debía dedicarse a la lectura de la Biblia y exponerla a sus fieles, imitar el ejemplo de los santos, vivir una vida intensa de oración, mortificar su cuerpo con vigilias y abstinencias, y, sobre todo, practicar la caridad y la misericordia para con sus hermanos y súbditos.

         Con la dignidad episcopal fue ensanchándose el horizonte del magisterio de Isidoro, que transformó el púlpito de la Catedral de Sevilla en cátedra de la verdad. El pueblo acudía en tropel a escucharle, porque, según testimonio de San Ildefonso, "había adquirido tanta facilidad de palabra y ponía tal hechizo en cuanto decía, que nadie le escuchaba sin sentirse maravillado". Pero, más que por sus dotes oratorias, le escuchaba el pueblo por la solidez de su doctrina teológica y por la unción que ponía Isidoro en sus palabras.

         Entre los puntos capitales del programa episcopal de Isidoro figuraba su solicitud por el clero, "la porción escogida de la heredad del Señor", según palabras suyas. Y era tanto más necesario este cuidado en cuanto que la herejía arriana había penetrado hondamente en las filas clericales y había creado un sector que llevaba una vida sacerdotal nada conforme con su excelsa vocación. De ahí que empezara por una depuración a fondo en las filas de los ministros del altar, prefiriendo pocos y buenos a gran número de ellos carentes de espíritu sacerdotal.

         Para su formación fundó la Escuela Catedralicia de Sevilla, en donde los futuros ministros de la Iglesia eran educados religiosa e intelectualmente, y él mismo no sentía reparo alguno en tomar parte activa en esa labor. Los candidatos al sacerdocio vivían en comunidad, y dispuso que este mismo régimen de vida observaran los clérigos e incluso los mismos obispos, empezando él por dar ejemplo de una vida santa en común.

         Con el fin de facilitar la santificación propia y desarmar a los murmuradores dictó a los obispos de España la siguiente ley: "Para que no se dé motivo a la murmuración, en adelante los obispos tendrán en su casa el testimonio de personas en quienes no puede haber sospecha ninguna".

         Entre las obligaciones episcopales señala la visita anual de las iglesias, que debe hacerse personalmente, o por medio de delegados. De esta manera, el obispo velará por la buena marcha espiritual y material de las iglesias parroquiales.

         El obispo era en aquel entonces el funcionario más poderoso. Por su doble personalidad (política y religiosa), debía influir necesariamente en los destinos de España. Pero, aunque ligado con la monarquía por el vínculo de vasallaje, no olvidó nunca, sin embargo, que antes se debía a la Iglesia y a la grey que se le había confiado. Supo Isidoro armonizar sus obligaciones episcopales con sus deberes hacia la patria.

         Sentía Isidoro un amor intenso por España, que ha expresado con un lirismo impresionante en sus Laudes Hispaniae. En su vida mostróse enemigo de los bizantinos, habla de las "insolencias romanas", elogia la actitud política de Leovigildo I de Toledo (a pesar de su arrianismo) y canta la grandeza del reino visigodo. Como explica Montero Díaz, "no puede rigurosamente hablarse de sentimiento nacional. Pero es evidente su adscripción a la unidad peninsular, a una Hispania como ámbito estatal, a una decidida nostalgia de fusión étnica y convivencia religiosa".

         Uno de los actos de más resonancia de su vida episcopal fue la celebración del Concilio IV de Toledo (ca. 633), que Isidoro convocó con el fin de dotar a España de una legislación que asegurara su porvenir y la estabilidad de sus instituciones, y reorganizar al mismo tiempo la vida religiosa.

         El que había sido moderador de monjes, metropolitano de la Bética, fecundo escritor, mentor de reyes y moderador de concilios, padre de la Iglesia y de España, encorvábase bajo el peso de los años. Al echar una mirada retrospectiva, dolíase en su corazón de las debilidades, defectos e imperfecciones de su larga vida, pero le confortaba la perspectiva del perdón. Rebasados los ochenta años, Isidoro todavía predicaba al pueblo y leía las páginas de la Biblia. En los últimos años distribuyó cuantiosas limosnas a los pobres.

         La muerte se acercaba a grandes pasos. Su estómago se negaba a retener el alimento, y la fiebre devoraba su cuerpo y su rostro aparecía demacrado. Presintiendo un próximo desenlace, se hizo trasladar a la Basílica San Vicente de Sevilla para pedir penitencia en una ceremonia emocionante. Un sacerdote rasuró la cabeza del moribundo, vistióle de cilicio y derramó sobre él un puñado de ceniza en forma de cruz.

         Hizo después Isidoro su confesión con palabras que arrancaron las lágrimas de todos los presentes. Tres días después, el 4 abril 636, entregaba su alma al cielo, tras haberla dedicado completamente al servicio de la Iglesia. Dante, vislumbró en su Paraíso el llamear ardiente del espíritu de San Isidoro (Divina Comedia, X, 130).

 Act: 26/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A