26 de Diciembre
San Esteban Protomártir
Lorenzo
Riber
Mercabá, 26 diciembre 2025
Semblanza
Vamos a presenciar hoy el nacimiento del martirio cristiano, y el sepelio del primer mártir que, con extrema simplicidad, relata el libro Hechos de los Apóstoles:
"Suscitóse en aquellos días una gran persecución en Jerusalén. Y los discípulos todos, menos los apóstoles, se esparcieron y anduvieron huidos por toda la Judea y Samaria. Y unos varones religiosos enterraron a Estaban e hicieron sobre él un llanto muy grande" (Hch 8,2).
Harto da a entender este pasaje que la 1ª agresión contra la Iglesia de Jerusalén, medrosa y simple, ocasionó en los adeptos de la nueva fe cristiana una impresión de desconcierto. Y no precisamente por la sorpresa y posterior afán de huida (que ya había predicho Cristo, y así sucedió), sino por lo violenta que debió ser.
En efecto, lo 1º que leemos en este texto es que el mártir Esteban, glorificado más tarde como caudillo de los mártires, no tuvo en este momento laureles ni coronas de triunfo, sino funerales, exequias y un sabor amargo. Y posiblemente esa fue la manera en que se vivió lo acaecido en Jerusalén.
De igual manera, en Roma y no muchos años más tarde, el holocausto cristiano decretado por Nerón parece haber dejado, en vez de momentos de euforia, un reguero de deserción espantosa Y así sucedió en el resto de primeras colisiones violentas, tanto en Jerusalén como en Roma y cualquier otro sitio: espanto y huida, por parte de unas comunidades que todavía vivían su infancia más tierna, acogiendo sus dudas con desconcierto y fuga (en vez de alegría y dicha).
Posiblemente no hubiesen recibido todavía aquellos neófitos parte de las enseñanzas del Maestro respecto a esta materia, por parte de los apóstoles. Pues él lo había anunciado a los apóstoles con palabras claras y llanas, como algo prometido en su nombre propio: "Os entregarán en tribunales y en sinagogas, os azotarán, y ante príncipes y reyes seréis llevados por mi causa, por haber dado testimonio de mí". Y también porque había pedido al respecto poner buena cara y alegría, cuando en aquel Sermón de la Montaña había proclamado ante los apóstoles:
"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os denostaren y os persiguieren, y dijeren con mentira todo linaje de mal contra vosotros. Alegraos entonces y gozaos, porque vuestra ganancia será copiosa en los cielos. Pues así fueron perseguidos los profetas que han venido antes que vosotros".
Diríase que las iglesias primitivas no atinaron a interpretar (o todavía no habían escuchado) el obvio sentido de estos pasajes, que siglos después el típico obispo San Cipriano denominó evangelium Christi unde martyres fiunt, "el evangelio de Cristo, poderosa forja de mártires".
Y parece ser que sólo los apóstoles, conocedores más profundos de la intimidad del pensamiento de Cristo, se mostraron más penetrados por el sentido de la nueva doctrina. Pues como también dicen los Hechos, en Jerusalén eran conducidos los apóstoles a la presencia del Sanedrín, y allí eran azotados ibant gaudentes, con una alegría ostensible, juzgándose indignos de sufrir baldones por el nombre de Jesús.
Pero volvamos a los hechos, al martirio de Esteban, y aclaremos la vanguardia de aquellos que mancharon de sangre (o blanquearon, según se mire) las estolas de aquel incorrupto. Porque nos dice el libro de los Hechos que:
"En aquellos días, como el número de los discípulos iba en aumento, murmuraban los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución de la limosna cotidiana".
En aquellos días y helenistas. ¿Quiénes eran, por tanto, aquellos murmuradores? Está claro que se trataba de gente avecindada en Jerusalén de forma temporal, y que no eran cristianos locales (porque su número no iba en aumento) ni hebreos nativos (porque a éstos les recriminaban). Entonces, ¿quiénes eran, y de qué protestaban?
Por supuesto, procedían de las colonias griegas (helenistas) del Asia Menor y de Egipto, y su motivo de estar en Jerusalén debía coincidir con aquel estampido de años atrás que había hecho llover lenguas de fuego, y escuchar la 1ª homilía de Pedro. Luego no queda otra que sospechar de los judíos de la diáspora, imbuidos de paganismo helénico, y que habían recibido alguna que otra plática cristiana. Y que, por ello, se creían en derecho a recibir (a saber para qué viudas), las grandes cantidades que entre los cristianos habían empezado a circular (al compartir todos sus bienes y terrenos en común).
Se trataba, pues, de aprovechados judíos, que posiblemente aprovechaban las fiestas judías de Pentecostés para presentarse como cristianos. Lo que, aparte de provocar escisiones internas, había provocado lo que nos narra el libro de los Hechos:
"Entonces los Doce convocaron una asamblea y dijeron: No es razón que nosotros abandonemos el ministerio de la palabra y sirvamos en las mesas. Escojamos, pues, siete varones de probidad acrisolada, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, y constituyámoslos en el servicio de la distribución del pan. Así, nosotros continuaremos en la oración y en el ministerio de la palabra".
Unos 3.000 cristianos había pescado el pescador de Galilea en su 1ª redada, tras la efusión del Espíritu. Y los conversos no eran sólo judíos de Jerusalén, sino de todas las partes de Israel. ¿Cómo iban a cejar los apóstoles, pues, en el apostolado de la palabra? Por eso, deciden elegir diáconos que se ocupasen de la denuncia helénica, y entre ellos estaba Esteban.
Plugo a los discípulos el consejo de Pedro. Como dicen los Hechos, "eligieron a Esteban, varón lleno de fe y de Espíritu Santo, y también a Felipe, Prócer, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía". Helenistas son todos ellos y, por sus nombres, helénicos. Presentados a los apóstoles, les consagraron diáconos por la imposición de las manos. Y así callaron las murmuraciones, y las viudas de los helenistas pudieron ser atendidas equitativamente. Con estos animosos servidores, la palabra evangélica crecía y los cristianos se multiplicaban.
Nos dice el cronista Lucas que "Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obraba en el pueblo prodigios y milagros grandes", sin especifica cuáles eran esos carismas, que acompañaban y robustecían su palabra. Lo que sí relata es que muy pronto irguiéronse algunos judíos, de la sinagoga de los libertos, que secundados por algunos otros recalcitrantes (originarios de Cirene, y aún otros procedentes de Cilicia), iniciaron una contraofensiva.
Debieron ser descendientes de aquellos judíos que, 63 años antes de que el Verbo se hiciese carne, había traído cautivos a Roma Pompeyo, que con su presencia exasperó el judaísmo, mancilló Jerusalén y profanó el santo de los santos. Y vendidos en Roma por esclavos, así como recobrada temprano o tarde su libertad, tornaron a Jerusalén. Trabaron entonces una disputa con Esteban, el cual los arrollaba en sabiduría y vehemencia, así como los desorbitaba con la ardiente palabra del Espíritu.
El discurso con que el primicerio diácono Esteban arrolló a tales judíos libertos lo relata el autor de los Hechos, y parece ser que consistió en una fulminante acusación contra sus acusadores, defendiendo así la causa y honor de Jesús, y su evangelio.
A sus recias verdades debió acompañar a Esteban una mirada fulminante y devoradora, pues parece ser que su rostro "resplandecía" como una lumbre purpúrea venida de otro mundo (a forma de ángel). Sus primeras palabras salieron en forma de miel, cual favus distillans labia tua: "¡Hermanos y padres míos, escuchad!". Con estas palabras, las más tiernas del vocabulario humano, les recuerda la comunidad de su origen, la de Abraham. Y con gran amargura de alma les despliega, con precisión geográfica y cronológica, la larga cadena de sus infidelidades...
El parlamento, que empezó con mansedumbre y una exposición objetiva, está llegando a su fin, estallando en aquel valentísimo apóstrofe:
"¡Duros de cerviz; incircuncisos de corazón! Siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres fueron, habéis sido vosotros. ¿Qué profeta no persiguieron? Dieron muerte a quienes les anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora traicionasteis y crucificasteis; vosotros, sí, vosotros, que por ministerio de ángeles recibisteis la Ley y no la observasteis".
El impávido apóstrofe de Esteban pone en revuelo a los judíos, sobre todo ese postrero y directísimo agravio que para ellos resulta insoportable: la desobediencia a la Ley. Y estalla el griterío. Los judíos se tapan los oídos, y una embestida unánime se arrojan sobre Esteban, L arrastran fuera de la ciudad y lo lapidan. Saulo asiente a la fiera lapidación y guarda celosamente los vestidos de los lapidadores. Esteban hunde en el cielo sus ojos y exclama: "Veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios".
¡El Hijo del hombre en pie! ¿Y por qué puesto en pie? Pónese Jesús en pie, comenta San Ambrosio, para contemplar el combate de su atleta aguerrido. Por eso se levanta de su trono, para ver la 1ª de las victorias del futuro ejército de sus mártires, cuya victoria es su propia victoria. Yérguese e inclínase a la tierra para estar más dispuesto a coronarle. Pues el héroe combate y triunfa de rodillas, sabiendo que su fuerza es su oración: "Señor Jesús, recibe mi espíritu". Y con voz más recia, añade: "No les imputes, Señor, este pecado".
¿De dónde, si no, aprendería el pecador San Pablo a decir en el futuro que "ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni la desnudez, ni el hambre, ni el peligro, ni la espada... le hacía temer"? ¿De dónde aprendió a decir el jevenzuelo Saulo que "Cristo es mi vida, y la muerte una ganancia"?
El dolor es el camino de la Iglesia, y eso es lo que enseñó a la Iglesia San Esteban. Como supo condensar en 4 palabras el poeta Aurelio Prudencio, ad astra doloribus itur. Pero un dolor consolador, pues también la liturgia primitiva supo dotar a la palabra martirio de otra similar: bautismo, por su inmersión en la sangre.
Así, del costado abierto de Cristo ya no fluye una herida de sangre, sino un manantial. Pues no sólo sufre el martirio el mártir en la arena, sino Christus in martyre est, como decía en 3 palabras nuestro acérrimo Prudencio, o en otro momento de forma más explayada:
"En lo más profundo de mi ser hay otro; otro a quien nada ni nadie pueden dañar. Hay otro ser sereno e íntegro, que se mantiene ajeno a todo lo que sucede al exterior".
Act:
26/12/25
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