29 de Septiembre

Santos Arcángeles de Dios

Fermín Izurdiaga
Mercabá, 29 septiembre 2025

Semblanza

         Nunca hubiéramos imaginado a un ángel guerrero (San Miguel), con su rodela al brazo, la cota bien ajustada y abierta la espada en orden de combate. Pero es lo que hizo Eugenio d'Ors en sus Glosas, concebiendo muy varonil a ese ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido.

         Miguel había sido creado por Dios de la nada, como puro espíritu (inteligente, amoroso, libre) y doméstico del trono de Dios, con las funciones de una alabanza incesante. Y desde él se distribuía la arcana jerarquía (querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles), componiendo muy hermosamente la gran escenografía del cielo.

         San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las 12 puertas, con 12 ángeles, que son las 12 tribus de Israel.

         No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?

         San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz: Lucifer (lit. el que lleva la Luz), criatura extraordinaria que podía perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. Y en el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja en dicho ángel alocadas capitanías e idolatrías febriles, y quiere ser dios.

         Lucifer le debía a Dios un servicio generoso y dócil, y eso era lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador: "Subiré a los cielos (grita) y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir". Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.

         Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.

         Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses".

         Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo.

         Los humanos somos el eje de aquellas 2 economías de que nos habla San Pablo (la de Jesucristo y la de Satanás). Los 2 nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,

         Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones".

         La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y Miguel se lo impide, velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.

         Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.

         El Sacramentario de San León Magno y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel Miguel, con una basílica, perfectamente localizada en el VII miliario de la vía Salaria, y con la consagración de5 misas en su memoria.

         El año 611, el papa Adriano IV le construye a Miguel, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. El Templo de San Miguel, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 mayo 663.

         Nos guarda y nos defiende el arcángel Miguel, en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont Saint Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte.

         Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad.

         Pero los devotos de Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.

         El cardenal Schuster pensó que el arcángel Miguel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las 7 cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo.

         Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.

         Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios!

*  *  *

Joaquín Ruiz
Mercabá, 29 septiembre 2025

         Dios es el único ser que no tiene historia. Todos los seres creados son, en mayor o menor medida, seres históricos: nacen, evolucionan, mueren. Sólo que la historia de cada uno tiene un signo diferente, según el lugar que ocupe en la jerarquía ontológica. A medida que se asciende de lo inerte a lo sensitivo y de lo irracional al mundo del espíritu, la historia va enriqueciéndose y entrañándose en la esencia misma del ser.

         Por eso el hombre es el ser más histórico de todos los que pueblan la tierra. Sobre el cimiento de unas pocas tendencias universales y permanentes de su naturaleza, cada hombre participa en la historia general de la humanidad desde un ángulo propio e irrenunciable. Del hombre, y sólo del hombre, cabe hacer biografía. Una piedra, como tal, no tiene biografía, aunque las piedras, en su conjunto, tengan también historia.

         Pero ¿y los ángeles? Hay, ciertamente, una historia universal de los ángeles, criaturas de Dios; una historia que ha quedado escrita en la Escritura, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Los ángeles nacieron de una palabra de Dios. Pronto, rebeldes unos, fieles otros, se bifurcó para siempre su historia colectiva en dos inmensos bloques, de luz y de sombras, de odio y de amor.

         La inmensa mayoría de los ángeles, espíritus puros, han quedado sin nombre y sin hazañas extremas. Sólo Dios sabe sus nombres y sus papeles en el gran teatro del mundo. Para nosotros son como anónimas estrellas fugaces, que de vez en cuando cruzan el firmamento del espíritu. Así los que se aparecieron a los pastores de Belén, anunciando la paz a los hombres de buena voluntad; el ángel de Getsemaní, que confortó a Cristo en su agonía, el que traspasó de una lanzada el corazón de Teresa de Jesús; tantos otros, que pusieron un momento de luz en la vida de algunos elegidos de Dios y se desvanecieron para siempre.

         Mas hay unos ángeles, muy pocos, que tienen, además de esa historia anónima y colectiva, algo así como una biografía personal. Entre esos pocos, Miguel (el capitán de las huestes angélicas contra Luzbel), Rafael (el compañero de peregrinación de Tobías) y Gabriel.

         Por de pronto, Gabriel tiene uno de los nombres más bellos que ha podido troquelar el lenguaje humano: "hombre de Dios, hombre en que Dios confía"; o también, como Gregorio Magno glosa, "el fuerte de Dios".

         Cuando Dios va a hacer uso de su poder sobre el mundo, en su manifestación más excelsa, la de la Redención, elige como mensaje, como su embajador y plenipotenciario, a este soberano arcángel. Tres veces le vemos surgir corpóreamente en la historia de la humanidad.

         Se aparece en 1º lugar Gabriel a Daniel (allá en el año 3º del reinado del rey Baltasar I de Babilonia), para revelarle el sentido de la visión del combate entre el carnero y el macho cabrío. Lo hace en figura de varón y sobrecoge al profeta, que, de bruces y espantado, le contempla con un estremecedor anuncio para días lejanos: "Entiende, oh hijo del hombre, esta visión, que es para el tiempo final" (Dn 8,15).

         Pero aún recibirá Daniel una nueva visita del celestial mensajero, al iniciarse el imperio de Darío; y en ese encuentro se traslucirá la inmensa profundidad de la misión que Dios confía al arcángel. Mientras el profeta está postrado ante Dios, en ayuno, saco y cenizas, al caer la tarde, rogando y confesando sus pecados y los pecados de su pueblo y presentando su oración al Señor "grande y terrible", irrumpe Gabriel en raudo vuelo y silueta de hombre, y le anuncia las 70 semanas decretadas por Dios sobre el pueblo y su ciudad santa para expiar la iniquidad, traer la justicia eterna y ungir al Santo de los santos: "Siete semanas y setenta y dos semanas, hasta la llegada del Mesías príncipe" (Dn 9,1).

         Cuando ese plazo de Dios se cumple, el arcángel Gabriel vuelve a la tierra con perfil de mancebo, penetra en el gran templo de Jerusalén y llega a Zacarías, el sacerdote del turno de Abías, desposado con Isabel, la hija de Aarón. El temor sobrecoge y turba al venerable sacerdote mas el arcángel le tranquiliza y anuncia que su oración ha sido escuchada: su mujer le dará un hijo, a quien pondrán por nombre Juan, y será gozo y alegría para él y para muchos, grande a los ojos del Señor y lleno del Espíritu Santo.

         Santo desde el seno de su madre. Un hijo precursor del Señor de Israel que volverá a los rebeldes a la prudencia e los justos y preparará al Señor un pueblo debidamente dispuesto. Zacarías no acierta a comprender cómo le llegará ese regalo, en que se cifra la ilusión de toda su vida. Él ya es viejo y su mujer estéril y avanzada en sus días. Pero el ángel le abre la inmensa perspectiva del misterio: "Yo soy Gabriel, que asisto ante Dios y he sido enviado para hablarte y darte estas buenas nuevas".

         Desde ahora, Zacarías permanecerá mudo hasta el día en, que se verifique el prodigio, por no haber dado fe a las palabras del enviado, que se cumplirán a su tiempo. Escasos meses tendrán que transcurrir para que la familia de Zacarías se alegre con la realización de la promesa y para que un más extraordinario acontecimiento conmueva al pueblo de Israel (Lc 1,5).

         Va a sonar la hora que el arcángel anunció al profeta Daniel. Y en esa hora retornará por tercera vez Gabriel a Israel, para consumar la más alta embajada que jamás conocieron los siglos: el anuncio de la encarnación del Verbo a la Virgen María.

         Y tres rastros de luz nos permiten vislumbrar la suprema hermosura de ese momento; uno, en los lienzos de Angélico; otro, en las páginas evangélicas de Lucas; un tercero, en el pensamiento teológico de Tomás de Aquino. Estos tres rastros son palabra hecha luz; luz que es calor y perfil de amanecer, Verbo encarnado y verdad de salvación. Porque el arcángel Gabriel es el portador de la palabra omnipotente, el gran mensajero, el primer embajador de Dios a los hombres.

         Contemplemos la escena de su mensaje con nuestros ojos del cuerpo, poniéndolos sobre la tabla del Angélico. A la izquierda, entre el verde follaje del paraíso perdido, Adán y Eva, la primera pareja humana, que se aleja bajo la pesadumbre de su culpa. Arriba, sobre una ráfaga de oro, el Espíritu divino, y a la derecha, bajo una tenue y transparente luz de amanecer, el inefable espectáculo de la reconciliación entre Dios y la naturaleza humana, que se anuncia en el saludo del ángel, bajo la bóveda azul, tachonada de estrellas de oro, sin más testigo que la golondrina silenciosa sobre la barra de hierro entre las esbeltas columnas.

         El arcángel se inclina reverente ante la Virgen con sus brazos cruzados. Hay en él una armonía de amapolas y de trigo maduro; hay en ella un juego de rosas y azul. La ráfaga luminosa del Espíritu toca apenas las alas y la aureola del arcángel y besa el pecho inmaculado de la doncella, que acepta el mensaje. Todo es elegancia, suprema elegancia de cuerpo y de espíritu, que es el signo de lo angélico.

         Para poner sonido de este mudo cuadro de colores divinos, se nos acerca San Lucas y nos repite con sobrecogedora sencillez las palabras del arcángel.

         Gabriel, enviado por Dios a Nazaret de Galilea, está ante María, la Virgen desposada con José, el varón justo de la casa de David. Y entrando a ella le dice: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo". Se turba la Doncella al oír estas palabras y busca el significado de la desconcertante salutación. Y el ángel la serena: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin".

         María, suavemente, pregunta: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?". Y el ángel descorre el velo del inmenso enigma: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios".

         María, rendida y humildemente, acepta: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra". El ángel parte, y la Redención ha comenzado. La misión, del embajador ha quedado soberanamente cumplida (Lc 1,26).

         Pero a los hombres (a estos pobres seres que somos los hombres) nos quedan, atenazantes, unas cuantas preguntas. Para que Dios viniera al mundo a redimirnos, ¿era necesario este insólito anuncio a la Virgen, a través de un arcángel? ¿No había sido ya objeto de una profecía de predestinación el misterio de la encarnación del Mesías en el seno de una Virgen?

         Y si la Virgen María tenía esa fe en la encarnación y creía en ella con invencible certeza, como indiscutiblemente creía, ¿para qué el anuncio a través de un ángel? Aún más: si concebir en el espíritu es algo superior a concebir en el cuerpo, y son muchas las almas santas que conciben espiritualmente, ¿para qué era necesario y cómo fue posible que la Virgen de las vírgenes recibiera esa noticia de boca de una criatura, aunque fuera arcángel?

         La mente, a la vez poderosa y angélica de Tomás de Aquino, se hace problema de estos misterios y nos abre perspectivas de luz (Summa Theologica, III, q.30). La anunciación a María era necesaria, no con necesidad absoluta, pero sí con necesidad relativa, de conveniencia, porque la unión del Hijo de Dios a María debía hacerse gradualmente y porque antes que concibiera a su Hijo en la carne, el espíritu de la Virgen tenía que estar advertido de la insondable maravilla.

         Con razón Agustín de Tagaste ha podido decir que María fue más feliz al abrazarse a la fe en el Cristo que se le anunciaba, que al concebirlo en su carne. Pero, además, al ser instruida por Dios del gran misterio a través del ángel, se transformaba la Virgen Madre en el testigo más seguro y podía ofrecer a Dios, sin demora, el don voluntario de su ofrenda, de su entrega y servicio, que dejaba sellado, externa y solemnemente, el matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana entera.

         Pero por qué ese anuncio tenía que hacerse a través de un ángel? Si Dios se revela directamente, sin intermediario, a los ángeles supremos y si María está por encima de todos los ángeles, ¿por qué no le haría Dios directamente a ella la revelación del misterio? De otro lado, si en el orden humano establecido por Dios, las mujeres, como enseña San Pablo, deben ser instruidas de las realidades divinas por sus esposos, ¿por qué el misterio de la encarnación no fue anunciado a la Virgen bienaventurada a través de San José, en vez de serlo por mediación del arcángel?

         Y aún más: Si Dios eligió a un ángel para transmitir su palabra, ¿no debía haber sido uno de los ángeles de la jerarquía suprema, la de los serafines? Sin embargo, el texto revelado de Lucas es inequívoco: Dios eligió precisamente a un arcángel, al arcángel Gabriel, para ser su mensajero en la Anunciación a María. Y convenía que así fuese por tres razones principales, que desgrana el genio teológico de Tomás de Aquino.

         Dios, en su plan, de gobierno del universo, reveló los misterios a los hombres por medio de los ángeles. El arcángel Gabriel dio a conocer a Zacarías el próximo nacimiento de su hijo, el profeta Juan, y el mismo arcángel completaría el anuncio revelando a María el misterio por excelencia de la encarnación del Verbo.

         En 2º lugar, la humanidad debía ser regenerada por Cristo. Si un ángel de oscuridad, bajo forma de serpiente, causó la perdición de la primera mujer, convenía que un ángel de luz restaurara la paz entre la humanidad y Dios a través de otra mujer: la Virgen María.

         Por último, esa virginidad misma de la Madre de Dios requería que fuese un ángel el que le anunciara la encarnación porque la vida de las vírgenes es como una vida de ángeles sobre la tierra y aunque la que había de ser Madre de Dios era ya superior a los ángeles por la dignidad a la que había sido divinamente elegida, sin embargo, su estado de vida presente, de vida corpórea, la hacía inferior a ellos y entraba dentro de la armonía de los planes divinos que fuese un ángel quien se acercase a ella para anunciarle la Buena Nueva.

         Y ese ángel no tenía por qué pertenecer a la jerarquía suprema de los serafines, sino ser el primero del orden de los arcángeles, porque a los arcángeles les corresponde la misión de intermediarios, de mensajeros entre Dios y los hombres. Y Gabriel es, por su nombre mismo, "el fuerte de Dios". ¿Quién mejor que él para anunciar a una criatura humana que llegaba a la tierra el Señor de todo poder y de toda verdad?

         Todavía puede asaltarnos una duda o reproche: ¿por qué Gabriel, el ángel anunciador, tomó forma corpórea para aparecerse a la Virgen? ¿No hubiera sido más alta una visión espiritual o, a lo más, una visión imaginativa, como la de San José durante su sueño? ¿No se hubiera evitado así la turbación que, según el evangelio mismo de Lucas, produjo a la Virgen la aparición corporal del ángel?

         Sin embargo, la revelación no nos permite dudar de que el arcángel Gabriel se apareció en forma corpórea a la Virgen María, con rostro rutilante, vestido resplandeciente, en, actitud admirable, según le describe Agustín de Tagaste: "Facie rutilans, veste coruscans, incessu mirabilis".

         Podía, en verdad, haberse dado una visión espiritual o imaginativa, pero había, según Tomás de Aquino, poderosas razones de conveniencia para que la aparición fuese bajo forma corpórea. En 1º lugar por el mensaje mismo, Ya que lo que en ángel venía a anunciar era la encarnación de un Dios invisible y esta idea se hacía más clara y rotunda si una criatura invisible, como un arcángel, tomaba forma visible al acercarse a la mujer elegida entre todas las mujeres para ser Madre de Dios.

         En 2º lugar por la dignidad misma de la Virgen Madre que había de recibir al Hijo de Dios no sólo en su seno corporal, sino también en su espíritu; y para ello importaba que sus sentidos exteriores fuesen reconfortados, al mismo tiempo que su espíritu, por una aparición angélica.

         Y en 3º lugar, para que el extraordinario mensaje lograra el necesario grado de certeza, era conveniente que llegara al espíritu por vía de los sentidos, ya que el ser humano capta con mayor seguridad lo que ven sus ojos que lo que forja su imaginación.

         Y no importa que esa aparición corpórea produjera turbación en la Virgen. Siempre que una fuerza superior del espíritu actúa sobre nuestras vidas, sea a través de visiones imaginativas o de apariciones sensibles, experimentamos turbación. Pero eso es motivo de honor y no de humillación, porque ese estremecimiento en las potencias inferiores tiene precisamente por causa el hecho de la elevación del espíritu a un plano más alto.

         Además, en el caso de la Virgen María, la turbación no fue de duda (como la de Zacarías frente al mismo arcángel Gabriel), sino de humildad y pudor, y mereció la inmediata palabra tranquilizadora del mensajero: "Ne timeas", "No temas", y la plena revelación del misterio. Tomás de Aquino subraya agudamente (glosando a San Lucas) que lo que turbó a la Virgen no fue la vista del ángel corpóreo, sino el insondable mensaje que brotaba de sus labios; un mensaje que el arcángel cumplió en un orden perfecto, consecuente con la triple finalidad de su misión.

         Gabriel tenía que poner al espíritu de la Virgen en actitud de expectativa ante una gran realidad; y por ello la saluda con un saludo nuevo e insólito, al llamarla "llena de gracia", y al decir que el Señor está con ella y que es bendita entre todas las mujeres.

         Además, el ángel debía instruir a la Virgen en el misterio de la encarnación que iba a tener lugar en ella, y lo hace con las delicadas palabras de que "concebirá en su seno" y de que "el Espíritu Santo vendrá sobre ella". Y por último, el ángel debía obtener del corazón de la Virgen una palabra de consentimiento, y para lograrla, evoca el ejemplo de su prima Isabel, grávida en su ancianidad, y, sobre todo, descorre el velo del misterio de la omnipotencia divina.

         Esta es la breve y divina historia del arcángel Gabriel. Su palabra vence al tiempo y nos llega viva a nosotros cada vez que releemos el relato evangélico o que rememoramos la figura del enviado del Señor. Una palabra que nos abre los oídos del espíritu al ser último de todas las cosas; palabra de fe en el Dios Omnipotente.

         Una noticia que nos abre, como a la Virgen María, los ojos del alma a la belleza de la patria que no vemos; palabra de esperanza en la promesa, que garantiza con su sacrificio y con su redención el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho Hombre en las entrañas de María. Un mensaje, por último, que nos abre el corazón, nuestro duro corazón de piedra, al latido del amor; palabra de caridad enardecida por el Espíritu, que liga al cielo y la tierra, al hombre con Dios.

         ¡Oh tú, arcángel Gabriel, embajador de Dios, patrono de todos los embajadores y mensajeros de la tierra, de todos los que tienen que cumplir misiones cerca de los hombres; tú a quien contemplamos amorosamente en silencio, empújanos a ser incansables heraldos de la pureza y de la humildad de María y de la realeza y la magnanimidad de Dios!

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Rafael García
Mercabá, 29 septiembre 2025

         Divisar desde las sombras del destierro las cimas celestes, coronadas de luz, y hallar allí quien interceda por nosotros ante el Altísimo y quien descienda para llevarnos de la mano hacia las alturas, será siempre entre los cristianos una fuente de consuelos y esperanza. Venimos de Dios y a Dios caminamos: pero no solos, sino en compañía de ángeles que nos guardan e iluminan.

         El Apocalipsis los describe incensando el trono de Dios y poniendo sobre el altar de oro las oraciones de todos los santos (Ap 8,3). Las cuales, en olor de suavidad y de incienso suben entremezcladas con las oraciones de Aquel que, según la frase de San Pablo, vive siempre para rogar por nosotros (Hb 7,25).

         ¿Quiénes son estos ángeles? Uno de ellos, Rafael, nos lo va a revelar, al mismo tiempo que contemplamos su paso visible y su paso invisible por la tierra. Pero situemos estas páginas mirando a la remota lejanía, en el 720 a.C. Reinan en Nínive Salmanasar V de Asiria, y después Sargón II de Asiria, en pleno s. VIII a.C.

         Rafael acompaña a Tobías en el viaje: nosotros le acompañaremos a él muy de cerca, porque las huellas de sus pies y los pliegues de su manto han quedado prendidos en uno de los libros sagrados más deliciosos que han leído los hombres.

         En el libro de Tobit pensaría, sin duda, San Pablo cuando escribió: "¿No son todos los ángeles espíritus ministrantes, enviados para el servicio en favor de aquellos que han de alcanzar la herencia de la salud?" (Hb 1,14). ¡Cuán maravillosamente realiza el arcángel Rafael este ministerio del espíritu! Sobre todo en lo referente a la piedad, a la caridad, a la pureza del matrimonio y a la santificación de la familia.

         Al despedirse Rafael revelará en casa de Tobit el misterio de su misión. Y el joven Tobías traza este resumen del ministerio angélico: Porque él me llevó y me trajo sano, él cobró el dinero de Gabaelo, él hizo que yo tuviera mujer, y él alejó de ella el demonio, ocasionó gozo a sus padres, y a mí mismo me liberó de ser devorado por el pez; a ti, además, hizo ver la luz del cielo y por él hemos sido colmados de todos los bienes. En correspondencia a esto, ¿qué le podemos dar que sea digno? (Tob 12,3).

         Los bienes derramados sobre los 2 Tobías corren paralelos y tienen un fundamento común: premiar una familia santificada, preparar un matrimonio santificador. Rafael desciende del cielo para premiar la virtud del anciano Tobías, sobre todo su heroica caridad, para aliviarle en su tribulación y curarle su ceguera. Él es la "medicina de Dios". A Tobit le descubre el secreto de la muerte de los 7 maridos de Sara, le enseña la pureza y fecundidad del matrimonio, y tapa una fosa preparada para enterrar las rosas de la cuna la misma noche de las bodas (Tob 8,1 1-1 5).

         Tobit pertenece a la tribu de Neftalí, vive los días aciagos de la ruina de Israel, sufre la invasión de los enemigos de su pueblo y marcha cautivo a Nínive bajo el vasallaje de los asirios. Pierde la anchura de la libertad, pero día a día recorre los caminos de la verdad y de la justicia (Tob 1,3).

         Era niño, y ninguna niñería se descubría en sus obras; sonreíale ante Dios la vigorosa y lozana juventud. Mientras vive en su patria sube a Jerusalén, visita el templo, adora al Señor Dios de Israel y le ofrece su diezmo con entera fidelidad. Ya casado, tiene un hijo y le impone también el nombre de Tobías, y le enseña desde la infancia el santo temor de Dios (Tob 1,4-10).

         Las virtudes de Tobit se abrillantan entre las inclemencias del destierro. No se contamina con la impiedad de los ninivitas. Mientras soplan vientos favorables en tiempo del rey Sargón II de Asiria favorece a sus hermanos de cautiverio, los visita, los socorre y les presta dinero, como a Gabaelo, según veremos pronto.

         De sus manos brotan continuamente los alimentos, los vestidos, las medicinas y el dinero en favor de los necesitados. Entierra a los muertos, incluso jugándose la vida, porque, muerto Sargón II, Senaquerib I de Asiria le persigue a muerte (Tob 1,11-23). Mas, si arrecia el ciclón, arrecia también su caridad; y Tobit, temiendo más a Dios que al rey, recoge cadáveres de sus hermanos de patria y de destierro, los oculta en su casa y durante la noche los entierra (Tob 2,9).

         No tardó en llegar de nuevo la hora de la tentación, permitida por Dios para dejar a la posteridad admirables ejemplos de paciencia. Tobit se queda completamente ciego de una manera inesperada. En pos de la ceguera vienen los insultos, la incomprensión, las burlas. Mas ni se queja de la ceguera ni se enoja con la fea conducta de parientes y de amigos (Tob 2,11-23).

         Acude al Señor, ora con lágrimas en su acatamiento y exclama: "Justo eres, Señor, y justos son tus juicios: hágase conmigo tu voluntad, porque más me conviene morir que vivir" (Tob 3,1-6). ¡Cerrados estaban los ojos de la cara de Tobit, pero muy abiertos los de su espíritu! En éstos se estaba mirando desde el cielo el arcángel Rafael, y muy pronto, como médico enviado por Dios, se miraría también en la luz de aquellos!

         Pero ¿moriría Tobit? Ante la posibilidad de un desenlace inminente llama Tobit a su hijo Tobías, encargándole que vaya a Ecbatana (región de Media, hoy Irán). Vivía allí su pariente Gabaelo, a quien hacia tiempo había prestado Tobit 10 talentos de plata. Había llegado, pues, el momento de cobrar la suma prestada, antes que se echasen encima las sombras de la noche.

         Al recibir Tobías el encargo replica: "Haré, padre mío, cuanto me mandas. Mas no conozco a Gabaelo ni tengo idea del camino" (Tob 4,1; 5,1,4). Pero no lo recorrería él solo fácilmente, pues Ecbatana distaba de Nínive 700 km. ¿No se prestaría algún varón a acompañarle mediante la merecida recompensa?

         Apenas ha dado los primeros pasos Tobías le sale al encuentro un joven "espléndido", ceñido de su manto y en actitud de caminante. No cae en la cuenta Tobías de hallarse ante un ángel de Dios (Rafael en persona), como lo revelará más tarde. Desde el 1º momento roba todas las simpatías del joven. Es el compañero ideal de viaje:

—¿De dónde procedes, simpático joven?, pregunta Tobías.

—De los hijos de Israel.

—¿Conoces el camino de Media?

—Lo conozco, lo he recorrido muchas veces, y he vivido con Gabaelo, nuestro hermano.

         Salta de júbilo Tobías, y sin poderse contener le dice a Rafael:

—Aguarda un momento; voy a comunicárselo a mi padre.

         El cual, no menos gozoso que el hijo, llama al ángel, que le saluda así:

—Alegría siempre para ti.

—¿Qué alegría puede haber para mi, si vivo en tinieblas y no veo la luz del cielo?, replica el ciego Tobit.

         Anúnciale entonces el ángel que curará, que cobrará la deuda a Gabaelo, que acompañará a su hijo, y se lo devolverá sano y salvo. A las preguntas de Tobit sobre su persona y su linaje, San Rafael responde con piadosas evasivas, hasta terminar este diálogo con la frase, tan inocentemente expresiva, de Tobit:

—Buen viaje, Dios os guíe en vuestro camino, y su ángel os acompañe (Tob 5,5-21).

         Avanzaba bordeando las orillas del Tigris. Bañándose cierto día en sus aguas, un enorme pez se abalanza sobre Tobías para devorarle. Asustóse, y entonces Rafael le indica que, sin miedo ninguno, agarre al pez (Tob 6,4-6):

—Desentráñalo, y guarda su corazón, la hiel y el hígado, pues son cosas muy útiles para medicinas (Tob 6,5).

         ¿Cuál sería su aplicación? Rafael responde:

—Si pusieres sobre las brasas un pedacito del corazón del pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, con tal eficacia que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos que tuvieren alguna mancha o nube, con lo que sanarán.

         Los acontecimientos sellarán más tarde el acierto de estas observaciones. Pues ahora era necesario hacer un alto en el camino. ¿En donde? Todo lo tiene previsto el ángel, y, al contestar, entra de lleno en el asunto que más había de interesar a Tobías. Oigamos sus palabras:

—Aquí hay un hombre, llamado Ragüel, pariente tuyo, de tu misma tribu, el cual tiene una hija llamada Sara; ni tiene otro varón ni hembra fuera de ésta,

—Pero he oído, replica Tobías, que se ha desposado con 7 maridos, y que han fallecido todos; y aun he oído decir que un demonio los ha ido matando. Temo, pues, no sea que también me suceda a mi lo mismo, y que, siendo yo hijo único de mis padres, precipite su vejez al sepulcro con la aflicción que les ocasione.

—Óyeme, añade el ángel Rafael, y escúchame, que yo te enseñaré cuáles son aquellos sobre los que tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio, que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión, como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, ésos son sobre los que tiene poder el demonio. Mas tú, cuando la hubieres tomado por esposa, entrando en el aposento no te llegarás a ella en 3 días; y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma 1ª noche, quemado el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la 2ª noche serás admitido en la unción de los santos patriarcas. En la 3ª alcanzarás la bendición, para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la 3ª noche te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia, a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abraham.

         En casa de Ragüel reciben a los viajeros con alborozo; corren lágrimas de alegría y se les prepara el banquete. Antes de comenzarlo indica Tobías su firme propósito de casarse con Sara. Hay estupor general en los asistentes, y el padre de Sara no acierta con la respuesta. Interviene entonces el ángel y le dice:

—No temas dar a tu hija por esposa de Tobías, puesto que con este joven temeroso de Dios es con quien debe casarse, y no hay otro que la merezca.

         Convencido Ragüel con estas palabras, accede gustoso a las bodas. Juntan, pues, los jóvenes sus diestras, firman el acta matrimonial, celebran un banquete y se piden para ellos las bendiciones del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Tob 7,1-17).

         Correspondía ahora a Ana preparar la habitación de los nuevos esposos. Cuando entró en ella su hija Sara la madre rompió a llorar. ¿Qué suerte correría aquella noche su hija? ¿Cómo terminará Tobías, después del desastrado fin de los siete maridos anteriores? Afortunadamente no se había olvidado de los consejos de Rafael, y, sacando de su alforjilla el pedazo de hígado y corazón, púsolo sobre unos carbones encendidos. Entonces el ángel Rafael cogió al demonio y le confinó en el desierto del Egipto superior.

         Con esta protección tan visible de la divina Providencia, por ministerio de Rafael, quedan aseguradas la felicidad y santidad de los nuevos esposos. Tres noches pasan en oración. Tobías dice:

—Tú sabes, Señor, que no me he casado con Sara por lujuria, sino por amor de una posteridad en la cual será bendito tu nombre por los siglos de los siglos.

         Y Sara oraba así:

—Compadécete, Señor; compadécete de nosotros, y haz que lleguemos sanos a la ancianidad (Tob 8,4-10).

         Hay una escena encantadora y de un patético realismo. Cerca del canto de los gallos, Ragüel y sus criados preparan, no lejos del lecho de bodas, la tumba. Una muchacha se encarga de asomarse y ver si ha muerto ya el octavo marido. Comprobado que duermen tranquilamente, el suegro ordena que se tape la tumba antes que amanezca (Tob 8,1 1-16).

         Ragüel y Ana entonan un himno de acción de gracias al Señor Dios de Israel. No ha muerto el esposo, como se temían, y ante tanta misericordia todas las gentes confesarán que el Dios de Israel es el solo Dios en toda la tierra,

         Siguen los convites para la familia y los amigos; en pos del convite los espléndidos donativos de los padres y las cariñosas porfías para que permanezcan con ellos los esposos dos semanas. Mas el viaje no ha terminado. ¿Cómo llegar hasta Ecbatana y cobrar la deuda de Gabaelo?

         Para el ángel del Señor no existen dificultades. Rafael, acompañado de 4 criados, se encarga de ir a Ecbatana; y no sólo realiza cumplidamente el encargo y cobra la suma prestada, sino que, además, convida a Gabaelo, por encargo de Tobías, a regresar con él y acompañar a los nuevos esposos en la felicidad de sus bodas (Tob 9).

         Entre tanto, pasan días y los nuevos esposos no regresan. Ana y Tobit se ponen en lo peor y llegan a sospechar si Gabaelo habrá muerto y tal vez el mismo Tobías. ¿A qué obedece tanta tardanza? Ambos lloran con lágrimas irremediables. La madre no se consuela con nada, sino que a diario corre los caminos por donde algún día había de regresar su hijo. Sus ayes los escuchan todos los vecinos:

—Ay de mí, hijo mío, ¿para qué te dejamos marchar, oh lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra ancianidad, consuelo de nuestra vida y esperanza de nuestra prosperidad?

         Esta amargura e impaciencia ya la preveía Tobías. Por eso no accede a la proposición de su suegro, que insistía en el retraso de la vuelta. Por tanto, se concierta el viaje y se entregan a los recién casados cuantiosos bienes como dote de matrimonio. A Sara le recomiendan sus padres, entre ósculos de despedida, que honre a sus suegros, ame a su marido, cuide de la familia, gobierne la casa y permanezca en todo irreprensible.

—Que el ángel santo del Señor, dice Ragüel, os acompañe en el camino y os conserve incólumes (Tob 10). Caminan delante Rafael y Tobías; éste, por consejo del ángel, lleva consigo la hiel del pez. La necesitarán muy pronto. Oigamos ahora a Rafael hablando con Tobías en el camino.

—Apenas entres en tu casa adora al Señor tu Dios, y, dándole gracias, acércate a tu padre y dale un ósculo. E inmediatamente unge sus ojos con la hiel del pez; y sábete que entonces se abrirán sus ojos y verá tu padre la luz del cielo y se gozará contemplándote con sus ojos.

         Realizóse todo esto al pie de la letra. Al ciego Tobit se le enredan los pies y tropieza al salir al encuentro de su hijo. Se abrazan, se besan, lloran y bendicen al Señor. Tobías unge en seguida con la hiel del pez los ojos de su padre y poco después recobra Tobit la vista, exclamando lleno de alegría:

—Te bendigo, Señor Dios de Israel, porque tú me has probado y tú me has salvado; y he aquí que ya veo a Tobías, mi hijo (Tob 11).

         No es para descrito el júbilo de toda la familia a lo largo de 7 días de fiestas familiares, en las que participaron padres e hijos por tan venturosos acontecimientos. ¿Qué parte tomó en las alegrías de la familia el providencial acompañante de Tobías en el camino? ¿Quién era el misterioso personaje?

         Cuantos le han tratado estímanle por un santo varón e insuperable amigo. No pasan de ahí. Habrá, pues, que preparar una recompensa digna de su persona y de sus servicios. Pero ¿cuál? Se lo preguntan mutuamente padre e hijo y no dan con la solución. Toda recompensa les parece pequeña. Al fin insinúa Tobías a su padre la necesidad de rogar a San Rafael que acepte la mitad de los bienes que ha traído.

         Y diciendo y haciendo, llaman aparte al gentil acompañante y le proponen la idea. He aquí la deliciosa respuesta:

—Bendecid al Dios del cielo y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno, y el dar limosna mucho mejor que tener guardados los tesoros de oro; porque la limosna libra de la muerte y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad son enemigos de su propia alma (Tob 12,6.15).

         Caen trémulos de emoción los dos Tobías a los pies del ángel, que se despide de ellos con las siguientes palabras:

—La paz sea con vosotros; no temáis, Pues que, mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado; bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros: mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros, empero, bendecid a Dios y anunciad todas sus maravillas (Tob 12,17-20).

         Y pronunciando estas frases desapareció de su presencia. En el Cántico de Tobit, en su visión de la ruina de Ninive y restauración de Jerusalén, en su pía ancianidad de 102 años, en su testamento espiritual, exaltando la justicia del Señor y las excelencias de la limosna, y en la última mirada de sus ojos se reflejó con arreboles de gloria la figura del arcángel Rafael.

 Act: 29/09/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A