Mártires de Lyon
Lorenzo
Riber
Mercabá, 2 junio 2023
Corrían los años del emperador Marco Aurelio, y la ciudad de Lyon se preparaba para su fiesta anual del mes sextil (agosto), que reunía en derredor del Altar de Roma a los legados de las tres Galias.
Pero ese año 177 la conmemoración imperial iba a ser diferente, porque un grupo de jóvenes y aguerridos cristianos de Lyon tuvieron la osadía de plantar cara a los dioses romanos, conscientes como eran de todas las consecuencias. De los episodios de dichas luchas nos queda una relación pormenorizada que Eusebio salvó en el libro V de su Historia Eclesiástica, y que yo ahora, spatiis exclusus iniquis, trataré de resumir.
En efecto, los siervos de Cristo de Viena y Lyon, en la Galia, "profesando una misma fe e idénticas esperanzas, decidieron no acudir a la rendición de culto que el emperador había decretado para la fiesta sextil, exponiéndose con ello a la saña que los gentiles ejercieron contra ellos, y a la descarga de furia con que el brazo poderoso de Roma les infligió, en pública connivencia".
Con todo, la gracia de Dios combatió junto a ellos, apuntaló los pilares de la fe y mostró de qué manera eran superadas por sus siervos todas las tribulaciones de la frenética plebe, en escarnios, golpes, lapidaciones y cárcel, a la espera de la llegada del gobernador.
Una vez llegado el gobernador, le explicaron los paganos lioneses que "los cristianos hacen cenas como las de Tiestes, e incestos como los de Edipo". Y el legado romano, sin más argumentos que escuchar, decretó su 1ª decisión: el encierro colectivo, en noche perpetua "en el interior de una zahurda, con ambos pies en un cepo y separados el uno del otro hasta el 5º agujero". En número muy grande, muchos de aquellos cristianos murieron en aquella mazmorra de asfixia, mientras el resto se mantuvo firme en su fe.
Tras lo cual, el gobernador mandó llamar a los supervivientes y comenzó con ellos el interrogatorio, uno a uno y por el orden que sigue.
En 1º lugar fue llamado a declarar Vetio Epagato, cabecilla del grupo cristiano, que no se avino al expeditivo procedimiento y que reclamó que se le oyera. La plebe aulló, y el presidente se limitó a una pregunta escueta:
—¿Eres cristiano?
Su respuesta fue afirmativa y tajante:
—Soy cristiano.
A la declaración de Vetio Epagato siguió la de Santo (el diácono de Viena), Maturo (simple neófito, pero púgil invencible), Atalo (originario de Pérgamo, y columna y sostén de la cristiandad lionesa) y Blandina. En ésta última Cristo alardeó de lo que es bello y puro ante lo que es ruin y rahez, y mostró cómo un cuerpo débil era capaz de tumbar al mismo cuerpo imperial, a cada palabra de se decía. Y así, ante la amenaza verduga que apuntaba con su hacha al cuello de la joven, ésta siempre insistió en lo mismo:
—Soy cristiana, y nosotros no hemos hecho ningún mal.
El diácono Santo se mantuvo firme como un risco marino en medio del oleaje, y perseveró inconmovible en su silencio y en su confesión. No se dignó a decir su nombre, ni el de su nación, ni el de su ciudad, ni el de su condición, y a todas las preguntas capciosas contestaba siempre en latín paladino:
—Soy cristiano.
Con gran ansiedad y congoja compareció la joven Biblis, que ante los dolores provocados por los golpes no dudó en mirar con vehemencia y a la cara a los calumniadores y decirles:
—¿Cómo podéis decir que nosotros comemos carne de niños, si nos está mandado abstenernos de sangre de animales?
El bienaventurado Potino, obispo de Lyon, ya había colmado la rotación de los 90 años, y apenas había sobrevivido en la mazmorra, al no poder respirar. Fue sacado de las tinieblas y arrastrado por la venerable melena al tribunal. Y cuando el gobernador le preguntó cuál era el Dios de los cristianos, el viejo obispo le contestó:
—Si tú lo merecieras, le conocerías.
Atado de manos y pies, y saturado de oprobios por el populacho, se volvió a sepultar a Potino en la negra cárcel, cuyo aire irrespirable provocó que, 2 días después, volase silenciosamente como un ave cautiva, en espíritu aleluyante.
Maturo, Santo, Atalo y Blandina fueron excarcelados, porque el veredicto para ellos era diferente: la voracidad de las fieras, como cartel de lujo de los festivales olímpicos con que las tres Galias solemnizaban las calendas de agosto, en derredor del Altar de Roma en el cerco del anfiteatro.
Maturo y Santo sufrieron los zarpazos de las bestias, ante el aullido del populacho. De Santo no se oyeron más palabras que las de su confesión: "Soy cristiano". Maturo hubo de soportar también toda la variedad de golpes que le propinaron los gladiadores.
Quedaba tan sólo vivo Atalo. Y el populacho, que bien harto le conocía, le reclamó a gritos. Se le hizo dar la vuelta al ruedo con un letrero infamante ("Atalo cristiano"), hasta que el gobernador se informó in situ de su condición de ciudadano romano. Le entró entonces el pánico al melindroso gobernador, que ipso facto mandó parar el ruedo y devolver al joven a la mazmorra infernal, mientras consultaba con el emperador qué debía hacerse en ese caso.
En este lapso de tiempo la misericordia de Cristo tuvo una espléndida manifestación en la misma cárcel, pues parece que ser que por mediación de Atalo algún que otro muerto (de los juegos) volvió a la vida.
Y en ese ínterin llegó la orden del césar, que en pleno tribunal fue leída solemnemente: "Decapitación para Atalo, ciudadano romano. Y para los restantes, la voracidad de las fieras". Entonces se levantó Alejandro, médico frigio y avecindado durante muchos años en la Galia lionesa, conocido y amado de todos. Y de pie ante el tribunal, exhortó a todos los lioneses a que se retractasen de lo que estaban haciendo.
El populacho aulló enfurecido, y culpó a Alejandro de haber sido el instigador del grupo de jóvenes cristianos. Y ante la pregunta que le dirigió el gobernador, Alejandro contestó:
—Soy cristiano.
Tras lo cual, fue también condenado a las bestias.
El gobernador había dejado como colofón final de los juegos a la joven y frágil Blandina, que fue sacada al anfiteatro llevando de la mano a Pontico, mozuelo de 15 años escasos. La plebe, ebria y sedienta de sangre, no se apiadó de la niñez del muchacho ni del carácter débil de la joven, y para ambos reclamaron todo el ciclo de los tormentos.
Pontico recibía numerosos ánimos de Blandina, pero no aguantó los golpes de las fieras, y pronto sucumbió. Y ya quedaba sola la joven Blandina, a la que le pusieron un toro furioso que, como arista leve, empezó a proyectarla incesantemente hacia arriba, consumando su tránsito al cielo.
Los cadáveres de los mártires de Lyon quedaron insepultos durante 6 días, hasta que finalmente fueron incinerados y llevados solemnemente a las aguas del Ródano, desde entonces fluviorum rex de los ríos de Francia.