30 de Septiembre

San Jerónimo de Estridón

José Janini
Mercabá, 30 septiembre 2024

         La Iglesia ha reconocido a San Jerónimo como doctor máximo en exponer las Sagradas Escrituras, aunque tampoco se le puede negar el título de doctor de los ayunos. Un doctor que ya fue admirado en la Edad Antigua como el varón trilingüe, por sus conocimientos del latín, del griego, del hebreo, y en la Edad Media por sus cartas ascéticas a clérigos, monjes, vírgenes y viudas, a los que exponía el ideal de la cristiana perfección.

         Hoy mismo, más que sus trabajos bíblicos, superados por el incesante avance de la ciencia, siguen deleitándonos sus epístolas y sus polémicas, sus vidas de Pablo, Malco e Hilarión, y todos aquellos escritos en que se revela más espontáneamente el temperamento y la personalidad de San Jerónimo. Y aquí, precisamente, es donde radica la dificultad para tejer su semblanza.

         Ya en el s. XVI, el gran escritor Juan José de Sigüenza, en su Vida de San Jerónimo (la 1ª escrita en castellano) tuvo que defenderlo de quienes reparaban en que "tiene mucha libertad en el decir, por lo desenvuelto que era". Por otra parte, se ha llegado a decir en nuestros días que algunos pasajes de sus obras completas quizás no hubieran sido aprobadas en un proceso moderno de canonización.

         Ciertamente, la vida de Jerónimo, seguida paso a paso a través de sus fragmentos autobiográficos, nos da la clave para interpretar su santidad. Pues en sus duras invectivas, así como en sus críticas y polémicas contra herejes, había mucho de literatura (adornos retóricos) para impresionar a los lectores.

         Nació el 340 en Estridón (Dalmacia), en el seno de una familia acomodada en que su padre (Eusebio) pudo enviar a su hijo a Roma para que estudiara allí bajo el célebre Elio Donato, con el que aprendió Retórica y Filosofía.

         A medida que avanzaba en los saberes, crecía en el joven Jerónimo la afición a los libros. Y así comenzó a formar su propia biblioteca, unas veces comprando los códices y otras veces copiándolos del original. Iba así aumentando su rica colección de autores profanos ("mi tesoro", como él reconocerá más tarde).

         Durante esta época de estudiante romano, Jerónimo no estaba bautizado, y era solamente catecúmeno. Le gustaba visitar las catacumbas, aunque sus amigos no lo llevaron por los mejores caminos, sino a numerosas cenas bien rociadas con vino, que hacían peligrar la castidad de los ebrios (de ahí que más tarde, zanjase Jerónimo que "jamás juzgaré casto al ebrio, según mi conciencia).

         Al terminar sus estudios, recibió en Roma el bautismo, y comenzó entonces una etapa viajera. Fue a Francia y entró en contacto con la colonia del Monasterio de Tréveris. Estuvo luego en Aquilea, y allí se le ocurrió, súbitamente, peregrinar a Jerusalén.

         Cortó así de un tajo todos los lazos que le unían a Occidente (casa, padres, hermana, parientes, alimentación variada), y todo ello lo trocó en una dieta de ayuno cotidiano. Se llevó consigo sus libros, "la biblioteca que con enorme esfuerzo y trabajo logré reunir en Roma", y se instaló en Belén.

         Estando en Antioquía de Siria, a mitad de la cuaresma, cuando una gravísima avitaminosis (un beriberi) estuvo a punto de poner fin a su vida. Durante el delirio de su enfermedad, soñó que le azotaban por ser ciceroniano. Al despertar, sintió el dolor de las heridas y sus espaldas acardenaladas. Y él mismo se las había causado, en la agitación del ensueño, al chocar su piel adelgazada y ser comprimida entre el duro suelo y sus costillas. Juró Jerónimo en aquella ocasión no volver a leer más los códices paganos.

         Comprendió que era necedad ayunar para estudiar a Marco Tulio. Su vocación innata de escritor estaba en crisis. Había que renunciar a los caminos de la gloria humana que le brindaba su dominio de los clásicos latinos. Era preciso, para ser fiel a la nueva llamada, entregarse al estudio de la divina palabra. La decisión de Jerónimo fue inquebrantable: el literato en ciernes se transformaría en filólogo.

         Profundizó el estudio del griego, y más tarde, en la soledad del desierto y con un esfuerzo sobrehumano, aprendió el hebreo con un maestro judío. La gracia había venido en ayuda de la naturaleza. La literatura profana podía despedirse de contar un clásico entre sus filas, y la literatura cristiana ganaba, en cambio, al doctor máximo de las Escrituras.

         Apenas repuesto de su beriberi, en la misma Antioquía, comenzó Jerónimo a escribir para el público de Occidente. Fueron al principio cartas dirigidas a los amigos, pero destinadas a la publicidad. Poco después se trasladó al desierto de Calcis, donde comenzó su vida de anacoreta. Los primeros días, entregado de lleno a la oración y el ayuno, se vio envuelto en un mar de tentaciones.

         Su cuerpo, débil por las abstinencias y convaleciente de la avitaminosis, se estremecía con el recuerdo de las danzas romanas. Y la temperatura subnormal, típica del hambre, enfrió su cuerpo. Sin embargo, seguían hirviendo en su mente los incendios libidinosos.

         Esto indignaba al eremita y provocaba sus golpes de pecho, una noche tras otra, y apenas le dejaba dormir. Aquel fugaz episodio ha servido de inspiración para toda la iconografía jeronimiana. Lienzos y estatuas en iglesias y museos nos presentan a Jerónimo semidesnudo, sarmentoso, golpeando con una piedra su pecho, con un león a sus pies, la cueva por habitación y la soledad por paisaje.

         Sin embargo, aquellas vehementes tentaciones desaparecieron pronto; tan pronto como Jerónimo comenzó en serio el estudio del hebreo. Le costó, se desesperó, lo echó a rodar y, por la porfía de aprender, volvió a comenzarlo de nuevo. Reanudó, pues, sus tareas intelectuales; mandó buscar los libros que necesitaba; se rodeó de copistas, siguió escribiendo.

         De esta época son la Carta a Heliodoro, donde canta las excelencias de la vida solitaria, así como la Vida de Pablo el Ermitaño, en la que la fantasía del autor suplió maravillosamente la falta de información de las fuentes.

         Poco más de 30 años contaría Jerónimo cuando se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquía, pero a condición de seguir siendo monje solitario, y no dedicarse al servicio del culto. Tras ello visitó Constantinopla, y allí entabló gran amistad con San Gregorio Nacianceno y San Gregorio de Nisa.

         Hacia el 382, invitado por el papa Dámaso I, Jerónimo se trasladó a Roma. Llegó a ser secretario del anciano papa español, y hasta se habló de que sería su sucesor. Recibió el encargo de revisar el texto de la Sagrada Escritura, y ya no cesó de ocuparse de los trabajos bíblicos, acumulando códices, cotejando textos y dándonos su versión latina del hebreo (la Vulgata).

         Casi 3 años duró esta estancia de Jerónimo en Roma, y durante ella pasó un verdadero calvario, sobre todo al querer extender su apostolado a un grupo de damas romanas. No obstante, allí ayunó Jerónimo a diario, se abstuvo de toda carne y vino, durmió siempre en el suelo, e introdujo en el corazón de Roma el más severo ascetismo oriental.

         Ese era el programa de las penitencias exteriores, a las que se sometieron gustosas las viudas Marcela y Paula, así como la hija de ésta (Eustoquia). Así mismo, impartió Jerónimo a sus discípulas lecciones bíblicas, les enseñó el hebreo, les hizo rezar en arameo, y les hizo llevar siempre en la mano el libro sagrado.

         Las murmuraciones fueron surgiendo solapadamente. Pero Jerónimo, ajeno a la tempestad que le rodeaba, quiso seguir corrigiendo los escándalos que veía en la capital imperial. E incluso en su Carta sobre la Virginidad, que escribió a su discípula Eustoquia, lanzó críticas mordaces sobre los abusos del clero romano.

         La tormenta estalló cuando murió la joven Blesila, la otra hija de Paula y joven viuda. En sus funerales, el público gritó contra "el detestable género de los monjes", y acusó a Jerónimo de haber provocado, con sus ayunos, la muerte de la amable y noble joven.

         Jerónimo, consternado, decidió abandonar Roma, y emprender el camino de Jerusalén. Poco después, se reunía en Oriente con Paula y Eustoquia, "quiera o no el mundo, mías en Cristo", y juntos visitaron los santos lugares, llegando a Alejandría a través del desierto de Nistria.

         Hacia el año 386 se establecieron definitivamente en Belén, y con el rico patrimonio de Paula pudieron construir 3 monasterios femeninos y 1 masculino, dirigido por Jerónimo. Se agregó más tarde una hospedería para los peregrinos y una escuela monacal, en la que Jerónimo explicaba los autores clásicos.

         Aquellos 7 lustros pasados en Belén fueron de incansable actividad literaria. Rodeado de una magnífica biblioteca, Jerónimo seguía leyendo y escribiendo día y noche, y sólo cuando las repetidas enfermedades (avitaminosis, ocasionadas por las abstinencias) le impedían escribir, dictaba a sus taquígrafos, sin retocar el escrito.

         Junto a sus trabajos bíblicos sobre la Escritura, que culminaron en la versión del hebreo, hay que señalar sus Comentarios Bíblicos a los profetas, a San Pablo y al evangelio de Mateo. Fue también traductor excelente de Orígenes, de la Crónica de Eusebio, de Dídimo el Ciego y de la Regla de Pacomio.

         Escribió contra Elvidio (que negaba la perpetua virginidad de María), contra Joviniano (que negaba la superioridad del estado virginal sobre el matrimonio y proclamaba la inutilidad de las prácticas ascéticas), contra Vigilancio (que atacaba el culto de los santos y de las reliquias), contra los pelagianos, contra su antiguo amigo Rufino y contra Juan de Jerusalén (en aquella desdichada controversia origenista). He aquí una muestra en el libro Contra Joviniano:

"Sólo nos resta que nos dirijamos a nuestro Epicuro, metido en su jardín, entre adolescentes y mujerzuelas. Te apoyan los gordinflones, los de reluciente cutis, los que visten de blanco; a cuantos viere guapetones, a cuantos se rizan el cabello, a los que vea con cara sonrosada, de tu rebaño serán, o mejor, gruñen entre tus puercos. Tienes también en tu ejército muchísimos que añadir a la centuria: los gordos, los peinados y perfumados, los elegantes, los charlatanes, que te pueden defender con sus puños y sus patadas. A ti te ceden el paso en la calle los nobles; los ricos besan tu cabeza. Porque si tú no hubieras venido, los borrachos y los que eructan no podrían entrar en el paraíso".

         Cierto que en estos insultos personales hay mucho de retórica (para desarmar con el ridículo al hereje), y es verdad también que el tono oratorio se prestaba a exagerar las frases (para que produjeran mayor efecto en los lectores). Pero esto le creó muchos enemigos. Aunque de lo que no podemos dudar es de la buena intención con que Jerónimo luchó siempre en defensa de la ortodoxia, de la virginidad y del ascetismo.

         Precisamente en sus Cartas de Belén y en sus homilías (que predicaba a sus monjes), se nos aparece un Jerónimo más moderado, más humano, y más deseoso de vivir en paz que lo que muestran sus polémicas. La bella Epístola a Nepociano sobre los deberes de los clérigos, o los Panegíricos de sus amigos difuntos, o las cartas de dirección a monjes y vírgenes, forman una corona de prudentes consejos, de sabias enseñanzas, de cálidas exhortaciones a la virtud y a la perfección. Es lo que se desprende de su Carta a Nepociano:

"Me pides a mí, carísimo Nepociano, en carta de la otra parte del mar, que redacte para ti, en un pequeño volumen, los preceptos del vivir y con que proceder aquel que, abandonada la milicia del siglo, tratare de ser monje o clérigo, debe ir por el recto camino a Cristo para no ser arrastrado a los apartaderos de los vicios. Imponte solamente el modo de ayunar que puedas tolerar. Pues por experiencia he aprendido que el asnillo, cuando se fatiga en el camino, busca el pesebre".

         O lo que se puede ver en su Carta a Demetríades:

"No te imperamos, en verdad, los ayunos inmoderados ni las enormes abstinencias de los alimentos, con las cuales se quebrantan en seguida los cuerpos delicados y empiezan a enfermar antes de que echen los fundamentos de la santa conversión. El ayuno no es la perfecta virtud, sino el fundamento de las demás virtudes".

         Con idéntica moderación va señalando Jerónimo, en esos escritos de dirección de las almas, los peligros de la vida solitaria, la necesidad de un director experto, del vencimiento del orgullo, de las buenas obras, sin las cuales las mismas vírgenes, según la parábola del evangelio, son excluidas, por tener sus lámparas apagadas.

         Las invasiones de los bárbaros al Imperio Romano, o el asalto de su propio monasterio por los herejes, fueron dejando huella en el anciano septuagenario. Y así murió un 20 septiembre 420. Así fue la vida y la obra de aquel dálmata fogoso, que logró domeñar sus pasiones con las más severas abstinencias, y acertó a encauzar la traducción de la Biblia, convirtiendo su pecho en la biblioteca de Cristo.

 Act: 30/09/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A