31 de Marzo

Beato Amadeo IX de Saboya

Doroteo Fernández
Mercabá, 31 marzo 2024

         Saboya fue siempre uno de los lugares más bellos de la región alpina, situada en territorio francés (al occidente de la cadena de los Alpes) y guardando dentro de sí las cumbres desde el Mont Blanc (a 4.800 m) hasta el Monte Thabor (a 3.200 m). La magnificencia de sus costas, la grandiosidad de su variopinto paisaje, los contrastes de color y la melancolía de sus castillos y monasterios, ofrecen un espectáculo estupendo. Cada uno de sus 7 grandes valles tiene su propia fisonomía en tipos y maneras, aunque todos guardan un mismo tipo social montañés.

         Sus habitantes son conocidos por la bondad de su carácter y la sencillez de sus costumbres, así como por haber sabido conservar sus primitivas tradiciones. El saboyano es fuerte y alegre, religioso y amante de sus instituciones, y cuando tiene alguna necesidad sabe desde antiguo solucionársela por sí mismo.

         La Casa de Saboya era una de las familias más antiguas e ilustres. Había sido fundada en el s. X por Humberto Blancamano (descendiente de la Casa de Sajonia), que había ofrecido sus buenos servicios al emperador (Conrado II de Alemania) y había recibido a cambio numerosas tierras y privilegios. A través de los siglos el estado saboyano fue ensanchando sus límites geográficos a través de las guerras entre los señores feudales, así como con alianzas matrimoniales.

         En el s. XV, y durante el largo gobierno de Amadeo VIII de Saboya, los dominios saboyanos alcanzaron la máxima extensión, comprendiendo entre otros territorios la Saboya, el Piamonte y el Vaud. Aunque todavía conservaba su organización feudal, con grandes y poderosas casas señoriales afincadas en los cerrados valles alpinos, con escasos centros urbanos.

         Amadeo VIII de Saboya había conseguido del emperador Segismundo I de Alemania la transformación del condado en ducado (ca. 1416). Pero lo que había destacado en él eran sus inquietudes espirituales y su amor por la vida ascética, llegando a crear en la corte un acentuado ambiente de religiosidad, dentro del cual discurrieron los primeros años de vida de su nieto Amadeo IX de Saboya. Amadeo VIII había dejado el gobierno en manos de su hijo (Luis II de Saboya) y se había retirado a la vida eremítica, fundando la Orden Militar de San Mauricio en el Monasterio de Ripaglia (ca. 1434).

         Su nieto, Amadeo IX de Saboya, nació en 1435 en Tournon (Saboya), como hijo primogénito de Luis II de Saboya y Ana de Lusiñán (hija del rey de Chipre).

         La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el pequeño pueblo de Tournon, comunicó al joven Amadeo su encanto y su poesía, y las cimas nevadas del San Bernardo y del Mont Blanc infundieron en su alma el amor por todo lo cándido y puro. Y sus cristianos padres lo educaron en el santo temor de Dios, juntamente con sus otros 17 hermanos.

         Muy pronto se manifestaron en el príncipe los piadosos sentimientos, y una natural inclinación hacia la virtud. De niño jugaba y paseaba por los jardines del palacio, hincándose frecuentemente de rodillas y elevando sus manos y sus ojos al cielo, dirigiendo a Dios fervorosas jaculatorias.

         De joven se apartaba Amadeo del fastuoso brillo de la corte, prefiriendo la conversación con los sacerdotes y la meditación en la pasión de Jesucristo, arrasándosele los ojos de lágrimas al contemplar el crucifijo. Su semblante era siempre risueño, sus maneras apacibles, y su estilo a la vez humano y majestuoso. Sin votos de religión, ni hábitos sacerdotales, sino en medio del bullicio de la corte, supo llevar a la práctica Amadeo aquel mandamiento de Jesucristo: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto".

         Después del Tratado de Cleppié (ca. 1453), y con 17 años de edad, Amadeo contrajo matrimonio con Yolanda de Valois (hija de Carlos VII de Francia y hermana de Luis XI de Francia), con la cual estaba prometido desde que ésta nació (ca. 1436).

         Fue Yolanda una mujer afectuosa, amante de su casa y fiel a su familia. Y ambos esposos estuvieron desde un principio muy unidos, no sólo en la comunidad de vida, sino en la rectitud de conciencia y en idénticos sentimientos. De su amor conyugal nacieron 9 hijos, a los que sus padres supieron legar, además de los bienes de su fortuna, su religión y virtud (subiendo a los altares por Gregorio XVI una de sus hijas, Luisa de Saboya).

         En 1465 sucedió Amadeo IX de Saboya a su padre en el trono, y sus virtudes alcanzaron mayor brillo con la diadema. Desde un 1º momento, sabedor de que toda autoridad y poder viene de Dios, se esforzó en imponer en la corte sus piadosas tendencias, volviendo la vida cortesana a lograr el mismo o mayor nivel de religiosidad que tuvo en los tiempos de su abuelo Amadeo VIII.

         El ejemplo de los príncipes es siempre poderoso y eficaz en la mejoría de las costumbres. Y el modo de vida de Amadeo IX impuso en todos sus vasallos fue un sello tan fuerte de honradez, que por mucho tiempo se vio el vicio desamparado en todos sus estados.

         La falta de compostura en el templo, el hablar con menosprecio de la religión, las conversaciones licenciosas en la corte, eran motivo suficiente para incurrir en la desgracia del príncipe, quien siempre se mostró resoluto e intransigente cuando estuvieron por medio los intereses de Dios.

         Fue norma constante en el gobierno de Amadeo IX el anteponer el servicio de Dios a todas las restantes cosas. No hubo a la sazón corte más brillante ni mejor arreglada en toda Europa, reinando la paz y la justicia con todos sus derechos, y extendiéndose la vigilancia del príncipe a todos sus estados con segura política interior.

         Argumento singular en Amadeo IX fue su amor a los pobres, teniendo delante de los ojos aquellas palabras de Jesucristo: "Lo que hiciereis con los necesitados, conmigo lo hacéis". Pues como él no paraba de repetir: "Me conduelo tanto de los pobres, que al verlos no puedo contenerlas lágrimas. Si no amase a los pobres, me parecería que no amaba a Dios".

         Empleó mucha parte de sus riquezas en fundar hospitales y en dotar los ya existentes con mayores rentas, conservándose todavía en el Piamonte y en la Saboya numerosos vestigios de la magnificencia del caritativo príncipe. Con su propia mano atendía a los necesitados, gozando al distribuirles personalmente las limosnas, visitaba a los enfermos en sus humildes viviendas.

         Socorría Amadeo IX a los menesterosos con tanto cariño y solicitud, que alguno de ellos llegó a decir que sólo por haber sido asistido por el santo duque, bendecía la hora en que Dios le había postrado en el lecho víctima de penosa enfermedad. Llamábanle el padre de los necesitados, y a su palacio el jardín de los pobres.

         La tradición nos ha conservado una simpática anécdota, que nos descubre hasta dónde llegó la caridad del corazón de Amadeo. En cierta ocasión, habiéndole preguntado un embajador de un príncipe extranjero si tenía jauría de perros y si le gustaba la caza como entretenimiento, el duque le contestó:

—Tengo otros entretenimientos, en los que me ocupo con mayor placer. Y deseo que vea el señor embajador con sus propios ojos el, objeto de mis distracciones.

         Seguidamente, el príncipe abrió el balcón de la sala, descubriéndose un gran patio, en el cual iban y tornaban numerosos criados atendiendo y dando de comer a más de 500 pobres. Y añadió:

—Ved ahí señor embajador, mis divertimientos, con los que intento conseguir el reino de los cielos.

         El embajador intentó diplomáticamente censurar la conducta del santo duque, y le dijo:

—Muchas gentes se echan a mendigar por pereza y holgazanería.

         A lo que respondió el caritativo príncipe:

—No permita el cielo que entre yo a investigar con demasiada curiosidad la condición de los pobres que acuden a mi puerta. Porque si el Señor mirase de igual manera nuestras acciones, nos hallaría con mucha frecuencia faltos de rectitud.

         Replicó el embajador:

—Si todos los príncipes fuesen de semejante parecer, sus súbditos buscarían más la pobreza que la riqueza.

         A lo que contestó Amadeo:

—Felices los estados en los que el apego a las riquezas se viera por siempre desterrado. ¿Qué produce el amor desordenado de los bienes materiales, sino orgullo, insolencia, injusticia y robos? Por el contrario, la pobreza tiene un cortejo formado por las más bellas virtudes.

         Añadió el embajador:

—En verdad que vuestra ciencia, en relación con los restantes príncipes de este mundo, es totalmente distinta. Porque en todas partes es mejor ser rico que pobre, pero en vuestros estados los pobres son los preferidos.

         Y continuó el santo duque:

—Así lo he aprendido de Jesucristo. Mis soldados me defienden de los hombres, pero los pobres me defienden delante de Dios.

         Ningún otro príncipe rayó a tanta altura en el ejercicio de la caridad; un día sus ministros le advirtieron que el tesoro se hallaba exhausto a causa de tantas limosnas, y Amadeo no dudó un momento en entregarles el rico collar de la orden militar que llevaba sobre su pecho, para remediar las necesidades más urgentes de los pobres que acudían a su palacio. Fue siempre clemente y compasivo, sin que estas cualidades le desviaran en ningún caso de la justicia, que administraba con entera rectitud.

         Pero quiso Dios probar su virtud con diferentes y graves adversidades, purificando el alma de su siervo como oro en crisol, para que resplandeciera mayormente su santidad. Porque la virtud tanto más vale, cuanto mayor esfuerzo significa; por ello la santidad es patrimonio de almas heroicas, aunque ayudadas siempre de la gracia divina.

         Durante toda la vida se vio Amadeo IX atormentado por frecuentes ataques de epilepsia, una enfermedad que le causaba contorsiones y le sirvió para ejercitarse en la paciencia cristiana, aceptando con alegría la voluntad del cielo. Como él solía repetir: "Nada más útil para los grandes y poderosos, que las dolencias habituales, que les sirven de freno para reprimir la vivacidad de las pasiones y templan las dulzuras de esta vida con una amargura saludable".

         Otra fuente de numerosos sinsabores y amarguras para Amadeo IX fue la defensa de sus estados, en tiempos en que la ambición de los príncipes multiplicaba las guerras. Rico de virtudes personales, pero pobre de salud, el duque hubiera abdicado si la duquesa Yolanda (mujer de gran energía) no se lo hubiera impedido, para asegurar la sucesión de sus hijos, ocupándose ésta directamente del gobierno de estado por encomienda de su esposo.

         Conocedores de esta situación de aparente debilidad, algunos príncipes de los estados colindantes intentaron incrementar sus dominios a costa de la Casa de Saboya, e incluso algún familiar del duque pretendió destronarlo para ceñirse la corona ducal. Pero unos y otros tropezaron con la entereza de Amadeo IX en defensa de sus derechos, sabiendo poner siempre un remedio pacífico a las violentas situaciones.

         Concedió inmediatamente la libertad Amadeo IX al duque Galeazzo Sforza, tan pronto como supo que sus soldados lo habían arrestado, tras sorprenderlo atravesando disfrazado las tierras de Saboya, cuando regresaba desde Francia a sus estados. Sin embargo, no pudo conseguir la amistad del duque, desde antiguo enemigo de la Casa de Saboya.

         Años más tarde, cuando el marqués de Monferrato rechazó el derecho de Amadeo IX al homenaje (en conformidad con el Tratado de 1412), dio con ello origen a la Guerra en el Piamonte. El duque de Milán (Galeazzo Sforza) intervino a favor del marqués. La duquesa Yolanda se alió con Borgoña y Venecia, nombró capitán general de sus tropas a Felipe de Bressa (hermano del duque de Saboya) y logró ayuda de su hermano Luis XI de Francia.

         Mas otra vez el bondadoso corazón de Amadeo IX se interpuso a favor del duque de Milán, firmó con él nuevos tratados, le dio como esposa a su hermana menor (Bona de Saboya) y logró una paz definitiva en 1468.

         Entonces, Felipe de Bressa, apoyado por el duque de Borgoña, traicionó a los Saboya e intentó apoderarse del estado saboyano, asediando a Montmélian en 1471 (donde se encontraba la corte). Pero tan sólo pudo hacer prisionero al hermano de Amadeo IX, mientras Yolanda se refugiaba en Grenoble, y llevaba a sus hijos en Francia. Hasta que la intervención de Luis XI de Francia, y la presión diplomática de Milán y Suiza, hicieron el acuerdo; Felipe de Bressa dejó que Amadeo IX retornase con su mujer, devolvió las fortalezas, y obtuvo para sí una lugartenencia.

         Ante ésta u otras desventuras, Amadeo IX fortalecía la entereza de su carácter con los consuelos de la religión, yendo muchas veces fue a pie a Chambery, acompañado de su esposa Yolanda y para tributar culto al Santo Sudario (que se venera en aquella ciudad). Fue muy devoto también de la Santísima Virgen (a la que llamaba su Señora, y a la que honraba con frecuentes devociones), y hacía peregrinaciones de incógnito a Roma, para buscar allí la paz del corazón, aparte de dejar ricos presentes en la Iglesia de San Pedro.

         Consumido por las violencias de tantos rigores, y conociendo cercano su acabamiento, llamó Amadeo IX a su presencia a los principales señores de su corte, nombró regente de sus estados a su mujer, e hizo testamento político con estas palabras:

"Mucho os recomiendo a los pobres, derramad sobre ellos liberalmente vuestras limosnas, y el Señor derramará abundantemente sobre vosotros sus bendiciones; haced justicia a todos sin acepción de personas; aplicad todos vuestros esfuerzos para que florezca la religión y para que Dios sea servido".

         Este fue su testamento, y también el programa de su política durante los pocos años de su reinado. Murió en Verceli el 31 marzo 1472, fecha en que la Iglesia celebra su fiesta.

         La noticia de su muerte puso fin a las procesiones públicas rogativas, llevando el luto a todos los lugares de la Saboya y el Piamonte. Fue sepultado en la románica Iglesia San Eusebio de Verceli, debajo de las gradas del altar mayor, confirmando el cielo con numerosos milagros la fama de santidad que ya en vida gozaba Amadeo IX de Saboya.

         San Francisco de Sales rogó al papa Pablo V su canonización, e Inocencio XI concedió a Amadeo IX de Saboya los honores de la beatificación, dando licencia para que se rezase oficio y se dijese misa en su honra dentro de los dominios del duque de Saboya y de las iglesias de Roma. Uno de sus sucesores, Carlos Manuel I de Saboya, mandó acuñar las monedas con la efigie de Amadeo IX, rodeada de la siguiente inscripción: "Bendice a tu descendencia".

 Act: 31/03/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A