3 de Junio
Mártires de Uganda
Lamberto
Echeverría
Mercabá, 3 junio 2023
Ya Tertuliano describía de tal manera la vida pura que los cristianos africanos llevaban, que conmueve el ánimo de sus lectores. Y en verdad que aquella región a ninguna parecía ceder en varones ilustres y en abundancia de mártires. Entre éstos agrada conmemorar los mártires scilitanos, que en Cartago derramaron su sangre por Cristo.
Justo es también recordar los Potamios, Perpetuas, Felicidades, Ciprianos y muchos hermanos mártires que las Actas enumeran de manera general, aparte de los mártires aticenses, conocidos también con el nombre de masas cándidas según el opinar Agustín. Poco después los herejes y los vándalos, y por último los mahometanos, devastaron y asolaron el Africa cristiana, de más de 300 sedes episcopales.
Así comenzaba Benedicto XV las letras apostólicas de beatificación de los siervos de Dios Carlos Luanga, Matías Murumba y sus compañeros, más conocidos con el nombre de los Mártires de Uganda.
En efecto, ya hacia fines del s. XIX, cuando las glorias del Africa cristiana habían pasado a una remota perspectiva histórica, y mientras los exploradores iban penetrando en los misterios del continente negro, los misioneros emulaban los trabajos y esfuerzos primitivos. Entre ellos destacaba un insigne hijo de Bayona (el card. Lavigerie), a quien correspondió la gloria de restituir la gloriosa sede de Cartago y promover eficazmente el apostolado misional en Africa, instituyendo los Misioneros de Africa (populares Padres Blancos).
En 1878 los Padres Blancos se encargaron de la región de Uganda, como parte del Vicariato del Nilo superior, y consiguieron entrar en la región y obtener no pocos neófitos. Establecida una estación misional (la de Santa María de Rubaga), acudieron a ella por centenares los negros, y hubo momentos en que podía esperarse una rápida cristianización de toda aquella región.
El mismo rey Mtesa I de Uganda les favoreció en un principio, aunque luego recelara sobre su floreciente comercio de esclavos que él mantenía, y obligara a los misioneros a alejarse. Muerto el rey Mtesa I, le sucedió su hijo Muanga I de Uganda, amigo de los cristianos y reavivador de las esperanzas misioneras. Más aún, el nuevo rey decidió rodearse de cristianos, y tras descubrir y sofocar una conjura contra él, conformó los ministerios de su corte por jóvenes bautizados, con alguno de los cuales había llegado el rey a establecer auténtica amistad.
Pronto, sin embargo, aquel panorama iba a verse enteramente turbado. Se interpuso, de una parte, la política. Pues el primer ministro, que había tenido cierta intervención en la conjura anterior, y no podía perdonar a los cristianos su lealtad al rey, empezó a tramar en secreto su destrucción. Hasta que no pudo aguantar más tras la noticia del nombramiento que el rey pensaba hacer para José Mnasa, otro joven cristiano más. Y se puso manos a la obra traicionera, utilizando el método que él creyó más idóneo para el momento: la lujuria.
En efecto, sabía aquel primer ministro que Muanga I de Uganda había caído en la lujuria más abyecta y opuesta a la naturaleza, mientras que los jóvenes cristianos que conformaban su corte se oponían a sus infames solicitaciones. Y decidió utilizar esta brecha moral para enemistar al rey con sus cortesanos cristianos, y utilizarla de pretexto para la persecución.
Nada faltaba al esquema clásico de persecución: las pasiones de la carne (en su forma más baja y repugnante), la codicia del rey (que no quería perder el comercio de esclavos) y la ambición de los políticos (temerosos de verse al margen del poder). Y todo ello en el más clásico escenario de persecución: el corazón del continente africano, en 1886
En efecto, Muanga I de Uganda, irritado por aquella resistencia que encontraba en los cristianos (a llevar una vida licenciosa con él), y a instancias de su primer ministro (que le dirigió en todo momento, por envidia a los cristianos), decretó la persecución contra "todos los que hicieren oración", e inmediatamente desató la furia pagana contra aquella cristiandad.
En cuanto al número de los cristianos que perecieron bajo Muanga I, no es algo fácil de saber, y es muy arriesgado aventurarse a dar cifras. Sin embargo, Dios quiso que conociéramos el martirio de algunos de ellos, que por la relevancia de su posición social sí fue posible averiguar lo sucedido. Tales son los mártires que Benedicto XV beatificó solemnemente el 6 junio 1920.
Pueden dividirse dichos mártires en 2 grupos, de los que hablaremos sucesivamente. El 1º está constituido por unos cuantos jóvenes, cuyas edades fluctúan entre los 13 y los 26 años y que tienen como nota común el formar parte de la corte, y haber estar viviendo como pajes en el Palacio Real. Todos fueron martirizados un mismo día, y casi todos bajo el mismo tipo de martirio.
De entre estos jóvenes, puede tenerse como principal a Carlos Luanga. Tenía 21 años y podía considerarse como el favorito del rey, ya que con él había realizado encargos bastante delicados. Hasta el día en que el rey se atrevió a pedirle lo que él no podía darle de ninguna manera, y de ipso facto fue arrojado al calabozo, junto al también cristiano Mbaga Tuzindé (de 16 años, e hijo de Mkadjanga),.
Era el tal Mbaga catecúmeno cuando empezó la persecución, y el mismo Carlos Luanga le bautizó nada más verlo llegar a la celda, poco antes de ser condenado a muerte. Por su parte, su padre (gran notario del reino) sólo pudo obtener para él un triste privilegio: que cuando estuviera junto a la pira, le dieran un golpe en la cabeza para que perdiera el sentido, y así fuese quemado sin sufrir los tormentos.
No es posible dar, ni siquiera en síntesis, las biografías de los 13 mártires que forman este 1º grupo. Dos de ellos, Mgagga y Gyavira, de 16 y 17 años, fueron bautizados en la misma cárcel por Carlos Luanga. Otro, Santiago Buzabaliao, intentó repetidas veces la conversión del mismo rey, con quien le había unido buena amistad antes de su elevación al trono.
Los demás, jóvenes todos, resistieron impávidos todas las amenazas. Pero entre ellos destaca la figura angelical y encantadora de Kizito, niño aún de 13 años, que fue el que dio la nota de máxima valentía. Porque fue él quien levantó el ánimo de los que desfallecían, quien invitó a todos a cogerse de las manos en el camino del patíbulo (consiguiendo que ninguno decayera) y quien rechazó con mayor fuerza las proposiciones libidinosas del rey.
Nota curiosa constituye la presencia en el grupo de Mukasa Kiriwanu. Formaba parte del grupo de los pajes de la corte, pero aún no estaba bautizado. Cuando sus compañeros salían hacia el lugar del suplicio, uno de los verdugos le preguntó si era cristiano. El contestó que sí, y se unió a los condenados. Y así, sin haber recibido el bautismo de agua, sino únicamente el de sangre, ascendió a los altares.
Es hermoso también el caso de Lucas Banabakintu. No pertenecía a la servidumbre regia, sino a la de un gran señor. Había recibido hacía 4 años el bautismo y la confirmación, y cuando después recibió la 1ª comunión, se distinguió por su extraordinaria pureza de vida y fervor. Al estallar la persecución le hubiera sido fácil evitar ser apresado. Con gran fortaleza de ánimo se presentó a su dueño, y éste le entregó a los soldados del rey. Así, a pesar de que su edad era superior a la de sus compañeros (tenía 30 años), mereció padecer el martirio con ellos.
Amaneció el día 3 junio 1886. Agrupados todos los mártires, salieron del calabozo camino de una colina llamada Namugongo. No todos, sin embargo, llegaron a ella. Algunos, que no pudieron andar con la suficiente presteza, fueron alanceados por el camino. Los que quedaban llegaron, por fin, al lugar del suplicio. Les ataron de pies y manos; les envolvieron en una red hecha de cañas y les pusieron en pie sobre unos haces de leña, para que sus cuerpos se fueran consumiendo lentamente.
Y entonces se produjo la maravilla que colmó de admiración a los verdugos, que jamás habían visto cosa parecida: empezó a arder la leña y comenzaron las llamas a lamer los pies de los mártires; quedaron éstos envueltos en una nube de humo.
Y en lugar de salir de ella gemidos o maldiciones, salieron únicamente murmullos de oración y cánticos de victoria. Exhortándose unos a otros estuvieron firmes sobre el fuego, hasta que, por fin, sus voces se fueron extinguiendo. Grex immolatorum tener (lit. tierna grey de los inmolados) les llamó Benedicto XV, aplicándoles la frase que la liturgia dedica a los santos inocentes.
Pasemos al 2º grupo de mártires, formado por 9 de ellos. En realidad, sin embargo, muy bien pudieran agregarse 5 al grupo anterior, pues, aunque no fueron martirizados el mismo día ni de la misma forma, pertenecían también, como los anteriores, a la Corte, estaban unidos con ellos por lazos de íntima amistad, eran jóvenes de la misma edad, y sólo circunstancias fortuitas hicieron que no fuesen atormentados el mismo día 3 de junio.
Junto a ellos nos encontramos con otros mártires, que también repiten, por su parte, las más hermosas páginas de los primeros tiempos del cristianismo.
Recordemos en primer lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un hombre hecho, pues tenía 50 años y ejercía la profesión de juez. Había sido mahometano y después protestante, para terminar recibiendo el bautismo en la Iglesia católica el 28 mayo 1882. Entonces, temiendo las dificultades de su profesión, la dejó, y se dedicó con alma y vida a la propagación de la religión, no sólo mediante la educación cristianísima de sus propios hijos, sino también con una labor de ardiente proselitismo.
Llamado a la presencia del primer ministro, confesó abiertamente la fe y fue condenado a morir con muerte horrible. Sus verdugos le llevaron a un lugar inculto y desierto, temiendo que la piedad de los espectadores pudiera poner obstáculos a la ejecución de la tremenda sentencia. Allí fue Matías, con sus verdugos, alegre y contento. Empezaron por cortarle las manos y los pies.
Después le arrancaron trozos de carne de la espalda, que asaron ante sus propios ojos. Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas, para prolongar su martirio, y le dejaron abandonado en aquel lugar desierto. Unos 3 días después unos esclavos que estaban cortando cañas oyeron la voz de Matías, que les pedía un poco de agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado, temieron al rey y se horrorizaron de tal manera que huyeron dejándole abandonado. Solo por completo, expiró al poco tiempo.
Tiene también un corte evangélico el martirio de Andrés Kagua, pues nos recuerda la escena del de San Juan Bautista. Unido con íntima amistad al rey, había dado muestras de una gran caridad con ocasión de la peste que había invadido a la región. Fueron muchos los enfermos a los que, después de haberles atendido con caridad ardiente, bautizó y enterró después con sus propias manos.
En su apostolado llegó Kagua a intentar catequizar a los hijos del primer ministro. Este juró su ruina, hasta el punto de prometerse que no habría de cenar aquel día sin que al verdugo le trajera a la mesa la mano cortada de Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en que el mártir, a sus treinta años de edad, voló a los gozos del cielo.
El mismo primer ministro consiguió también que el rey le entregase a Juan María Lamari, conocido con el sobrenombre de Muzei (lit. el Anciano). Hombre de gran prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los pobres, daba su dinero y su actividad para conseguir la redención de los cautivos, a los que catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó huir. Antes al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le envió al primer ministro.
Algo sospechaba el mártir, pero como dicen las letras de beatificación, "pensé que era absurdo temer por algo que tuviera relación con la causa de la religión". Y, en efecto, al presentarse al primer ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su finca. Allí pereció ahogado.
Terminemos la relación con el caso de José Mkasa Balikuddembé. Había servido ya al rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo Muanga, al llegar al trono, le conservó junto a sí y le puso al frente de la casa regia. El mártir se dedicó a un apostolado activísimo entre los jóvenes que formaban parte de la corte.
Todo iba bien, y el rey le tenía en gran consideración y afecto, hasta que Juan María hubo de oponerse a las obscenas pretensiones del rey. Entonces cambió todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a un lugar llamado Mengo, donde fue decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia se ejecutara Juan María declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al rey y que encargaba a sus verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que hiciese penitencia cuanto antes.
Tal es la historia de los Mártires de Uganda. Otros muchos martirios hubo en aquella misma persecución, de los que, como hemos dicho, no conservamos memoria pormenorizada. Lo que ciertamente sabemos es que al poco tiempo cambiaba por completo la situación. Los perseguidores morían con muertes miserables. Y, en cambio, las multitudes acudían en masa a los misioneros solicitando el bautismo.
Hoy las tierras de Uganda se han transformado en una de las más florecientes cristiandades. Establecida la jerarquía eclesiástica con 1 arzobispado y 6 diócesis sufragáneas, florece el clero indígena, y alguno de los obispos puestos al frente de las diócesis es descendiente directo de los beatos mártires. Los católicos de aquella región se cuentan por muchos millares, y ha vuelto a cumplirse la frase de Tertuliano: "la sangre de los mártires ha sido semilla de cristianos".
Su causa de beatificación fue introducida por Pío X el 15 agosto 1912. Declarado que constaba el martirio el 10 marzo 1920, el 6 de junio del mismo año eran solemnemente beatificados por Benedicto XV. Su fiesta se celebra en todas las casas de Padres Blancos, y en todos las circunscripciones encomendadas a su Congregación.
Ojalá veamos pronto la canonización de este grupo de mártires, de tal manera que pueda extenderse a la Iglesia universal el culto a estos negros que, casi en nuestros días, renovaron las hazañas que con tanta devoción leíamos en las Actas de los Mártires de los primeros tiempos del cristianismo.