4 de Noviembre

San Carlos Borromeo

Lamberto Echeverría
Mercabá, 4 noviembre 2025

Semblanza

         La Iglesia del s. XVI se encontraba en una de sus coyunturas más decisivas. Se había consumado la ruptura religiosa en el norte de Europa, y tras mil dificultades el Concilio de Trento iba trazando un programa de reforma realmente maravilloso, que había de bastar para llenar durante siglos las actividades de los más celosos pastores.

         Por aquellos días (ca. 1560) acude a Roma un joven de 22 años, llamado por su tío y papa Pío IV. Es cierto que había estudiado en la Universidad de Pavía, y que durante esos estudios se había mostrado serio y formal, y buen amigo de los libros y de las prácticas de piedad. Y es cierto que un año antes (ca. 1559) había obtenido su doctorado en Derecho Canónico y en Derecho Civil.

         Pero de eso a hacer de aquel joven (nada brillante, por otra parte) cardenal de la Iglesia romana, y administrador de la diócesis de Milán, de las legaciones de Bolonia y de toda la Romaña... iba una gran distancia. Distancia que una vez más llenaba el nepotismo de la época.

         En efecto, Pío IV hizo de su sobrino Carlos Borromeo su cardenal secretario. Pero lo que no sabía es que bajo ese nepotismo descarado iba enmascarada la divina Providencia, que haría de ese nepote (lit. sobrino) una de las figuras más extraordinarias de la moderna historia europea.

         Borromeo llegó a Roma contento, al ver la suerte que se le venía encima, con apenas 22 años. Por otro lado, talento no le faltaba, ni ganas de trabajar con ahínco, lealtad, activismo y sacrificio. Hay que decir también que no le faltaba el trabajo, porque a la tarea normal él añadía las fatigas del Concilio de Trento, que no dudó en echarse sobre las espaldas. Una correspondencia delicadísima con los legados conciliares, y con los padres más destacados, se entreteje con la que hay que mantener con los nuncios y los agentes pontificios, en las diferentes cortes.

         Aunque el ejemplo que daba era bueno, reconozcamos que su santidad estaba aún lejos de vislumbrarse, hasta que decidió dar el paso y ordenarse sacerdote (ca. 1563). Desde entonces, sí que pudieron observar los romanos que el card. Borromeo era otro. Meses después, recibiría también Borromeo la consagración episcopal, como nuevo arzobispo de Milán.

         Terminado felizmente el Concilio de Trento (ca. 1563), quiso dar Borromeo el mejor ejemplo de observancia a los decretos conciliares, abandonando Roma y yendo a residir en Milán, porque si es cierto que desde Roma atendía (con minuciosidad que hoy nos admira) la marcha de la diócesis milanesa, no es menos cierto que los decretos del Concilio de Trento eran terminantes por lo que a la residencia de los obispos se refería.

         Y a Milán marcha, entrando solemnemente el 23 septiembre 1565 y desarrollando allí una labor colosal durante 20 años, hasta su muerte a los 46 años de edad. Es un tiempo en que el arzobispo Borromeo atiende no sólo a las necesidades de su archidiócesis de Milán (que aún hoy continúa siendo inmensa), sino también a las de las 15 diócesis sufragáneas.

         Es más, designado Borromeo protector de los cantones católicos (primero) y visitador de toda Suiza (después), realiza allí el arzobispo Borromeo varias veces minuciosas visitas, en las que consigue contener el avance del protestantismo, y toma medidas eficacísimas para lograr la sólida implantación de la reforma católica.

         Notemos que todo esto se alcanza a fuerza de laboriosidad y de entrega. Dotado de una salud de hierro, que le permite pasar días enteros sin comer y durmiendo unas pocas horas; resistir largas horas de viaje, a un ritmo extraordinario con los medios de que entonces se disponía; sacar tiempo para hacer larga oración sin desatender los cuidados de su diócesis.

         Carlos logra superar todo. De una parte su falta de simpatía natural. Con tendencia a la rigidez, tímido por naturaleza, escasamente conversador, le faltaba además una de las condiciones más preciadas para un hombre hábil: la rapidez en las decisiones. Y sin embargo, este hombre excepcional consiguió a fuerza de santidad cambiar la fisonomía de su clero, hacerse amar por su pueblo, superar los continuos conflictos con los autoridades y los representantes de los intereses creados y dejar en pos de sí una huella imborrable.

         Su santidad es, en su suprema sencillez, una gran lección para todos. Se hizo santo por un método viejo y poco complicado: cumpliendo su obligación. Se hace santo por la observancia rigurosa y plenísima de sus deberes, quemando toda su existencia, poco a poco, entre los mil negocios de cada día.

         Sus mismos defectos, al contacto con la santidad, quedan trocados a lo divino: su orgullo y desprecio a lo bajo, se transforman en horror al pecado; su mala administración y excesiva liberalidad de los tiempos de estudiante, se truecan en caridad hacia los pobres; su terquedad se hace tenacidad; su falta de brillantez, le da ocasión de ejercitarse en la laboriosidad y en la humildad.

         Pero si quisiéramos resumir su vida espiritual en una virtud más característica diríamos que fue la constancia. Pese a todo y a todos mantuvo en alto la bandera de la reforma. Es cierto que la visita a los humillados termina a tiros; los canónigos de la Colegiata de Santa María le cierran las puertas a la faz de todos sus acompañantes; los asuntos temporales le traen disgusto sobre disgusto y denuncia sobre denuncia; si consigue ir a su diócesis y permanecer en ella es con la oposición de los papas que le querían junto a sí. Y contra todo esto, él realiza impávido su obra.

         ¡Y qué obra! Recientemente ha hecho Mols un balance de lo que hoy debemos al card. Borromeo, en la vida de la Iglesia:

"En materia administrativa: la residencia de los pastores, la celebración de concilios provinciales, de sínodos diocesanos, de reuniones y conferencias arciprestales, el desenvolvimiento de la estadística eclesiástica y de los datos numéricos parroquiales, el llevar libros, expedientes y registros sobre los aspectos más variados de la administración diocesana y parroquial, el cuidado de una adaptación geográfica de las diócesis a las exigencias pastorales, la preocupación por asegurar un mayor cuidado material de las iglesias, la tendencia a acentuar el aspecto defensivo del catolicismo y su organización. En materia escolar: la fundación de seminarios e instituciones especializadas de enseñanza y ayuda mutua, el desenvolvimiento de la formación catequística y religiosa de los cristianos. En materia directamente apostólica: la fundación de los Oblatos de San Ambrosio comprendiendo miembros laicos, el impulso dado a las misiones parroquiales, el apostolado de la Prensa, a una predicación dominical regular de inspiración bíblica y litúrgica, a ciertas devociones populares eucarísticas, la organización regular de visitas diocesanas y de recorridos de confirmación, el recurso a equipos apostólicos especializados, la preocupación por un apostolado comunitario".

         Salta a la vista que no todas estas cosas pueden atribuírsele a él exclusivamente. Pero lo que no se le puede negar es haber sido el genial ordenador de materiales legislativos y pastorales tomados de sus predecesores, que, sistematizados, ofreció a toda la Iglesia.

         Porque durante toda la época de la reforma católica puede decirse que en la Iglesia entera los ojos están fijos en Milán, y ya nos encontremos en la Francia del s. XVII (de tan magnífica orientación pastoral), ya en la España de Felipe II (y en Valencia con San Juan de Ribera), ya en Italia (que en gran parte visitó él mismo), ya en Indias (con Santo Toribio de Mogrovejo)... en todas partes vemos que el card. Borromeo es el auténtico ideal del obispo reformador, y sus medidas legislativas son copiadas, adaptadas, implantadas y urgidas.

         En muchos aspectos es decidido antecesor de iniciativas que estimamos modernísimas. Recordemos el Asceterium al que Pío XII llamó en la encíclica Menti Nostrae la 1ª casa de ejercicios del mundo; recordemos su preocupación por el seminario, y su clara visión de la necesidad de adaptar la formación de los seminaristas a la vida real; recordemos su empeño por la santificación de los seglares y la organización apostólica de los mismos; recordemos la amplitud de espíritu con que concibió las relaciones del clero secular con los religiosos.

         Todavía más que en sus obras puede encontrarse la medida de sus preocupaciones apostólicas en las actas de las visitas apostólicas. Porque, como escribió Juan XXIII:

"la historia escrita por otros tiene un poco siempre del pensamiento y de las impresiones de quien escribe. En cambio, en las actas de la visita es San Carlos mismo vivo, operante, el que a distancia de más de tres siglos aparece tal cual le veneraron sus contemporáneos; alta inteligencia de hombre de gobierno que todo lo ve y a todo llega, espíritu noble y excelso, corazón de obispo y de santo. De aquellos papeles brota su figura entera, y juntamente con ella todo un mundo que resucita en torno a él. Mas aún que en las disposiciones conciliares y sinodales, las actas de las visitas dan el tono más justo y auténtico de esta sabiduría apostólica y pastoral que tan admirablemente supo unirse en Borromeo con su íntimo fervor religioso, de aquella arte exquisita que él poseía de proveer a todo con medios aptos, de conseguir con orden, con organización perfecta, con calma, lograr un fruto, no sin dificultades a veces, pero siempre con gran dignidad y con bondad inmensa en los mismos choques".

         Muchísimas veces desafió Borromeo a la muerte, con viajes de noche por los Alpes, entrevistas con sus más mortales enemigos sin defensa alguna, contactos con los apestados durante largas temporadas (en especial durante la terrible Peste de 1576)... Sin embargo, la muerte le había respetado hasta entonces.

         Pero hubo un momento en que ésta llegó. Tenía el cardenal 46 años, y aunque devorado por la fiebre, continuaba haciendo su visita pastoral. El 30 de octubre 1584 inauguró un seminario por la mañana, y por la tarde se dedicó a consolar a los habitantes de Locarno, que de 4.800 habitantes habían quedado reducidos a 700 (a causa de la peste). La fiebre le devoraba, y una vez vuelto a Milán, no pudo ya levantarse de la cama. Lo hizo rodeado del amor de todo su pueblo, expirando dulcemente el 3 noviembre 1584.

         Desde el 1º momento empezó a recibir Borromeo la veneración de sus feligreses. Ya el día 4 hubo una grandiosa manifestación de veneración pública, y pocos años después (ca. 1610) era canonizado. Su culto se extendió rápidamente por todo el mundo, como símbolo de la Reforma Católica, imagen del buen pastor y estímulo para continuar trabajando en las mismas tareas que él había emprendido.

         San Francisco de Sales le tuvo una gran devoción y visitó su sepulcro, y Juan XXIII eligió para su coronación el día de su fiesta, colocando así su pontificado bajo el patrocinio del gran arzobispo de Milán.

 Act: 04/11/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A