5 de Abril

San Vicente Ferrer

José Milagro
Mercabá, 5 abril 2024

         Nació en 1350 en Valencia, en el seno de una familia en la que su padre (Guillermo) era notario, y la casa distaba poco del Convento Real de Predicadores, donde los hijos de Santo Domingo de Guzmán se habían establecido por singular gracia de Jaime I de Aragón, recién conquistadas para la fe las tierras de Valencia.

         El gran prestigio que siempre tuvieron en aquella capital los frailes dominicos, así como el contacto habitual que la familia Ferrer debió tener con ellos, determinó muy pronto en Vicente la resolución de vestir el hábito blanco de los dominicos (el 5 febrero 1367), emitiendo con ellos votos de profesión religiosa (el 6 febrero 1368).

         Por la coyuntura del momento en que nace, Vicente vivió el ocaso de la Edad Media, en estructura mental y criterios tradicionales. No debemos olvidar que 2 años antes de su nacimiento (ca. 1348), la Peste Negra había influido notablemente en la vida religiosa, provocando una quiebra de insospechadas proporciones.

         En la provincia dominicana de Aragón, a la que Vicente perteneció, habían muerto 510 dominicos de un total de 640, lo que hacía difícil no sólo el mantenimiento económico de los conventos, sino hasta la propia observancia de las constituciones religiosas. Poco después, la escisión de la Iglesia por el Cisma de Avignon (ca. 1378) vendría a debilitar todavía más la flaca situación de la vida conventual. Paralelamente, la vida piadosa de los fieles se vio mermada sensiblemente, en su tradicional pujanza.

         La Orden de Predicadores, en los momentos en que Vicente hace su profesión, gozaba de un sólido prestigio social y académico, aun cuando su trayectoria docente no alcanzase en aquel momento los mínimos. Sin embargo, los frailes dominicos, fieles a su gloriosa tradición y doctrina, intentaban mantener en la máxima tensión de eficacia formativa estudiantil, y desarrollo intelectual entre los miembros de su Orden.

         Desde su profesión y hasta recibir el presbiterado (ca. 1374), Vicente alterna el estudio y la enseñanza de la Filosofía, en Lérida y Barcelona. A los 20 años era ya profesor de Lógica, y en 1376 lo vemos estudiando Teología en la Universidad de Toulouse, en la que adquiere el más depurado tomismo.

         Perfectamente conocedor de la exégesis bíblica (que estudió en Toulouse) y de la lengua hebrea (que estudió en Barcelona), Vicente regresó a Valencia en 1378, donde inmediatamente se dedicó a la enseñanza de la Teología.

         Alternando sus tareas de docencia con las de predicador y consejero, muy pronto conocieron los valencianos las extraordinarias dotes personales del padre Ferrer, y empezaron a hacerle árbitro en graves problemas públicos. Mas su dinamismo exterior jamás turbó su total entrega a la práctica de las observancias conventuales, acentuando cada día más el estudio y la oración.

         Por aquellos días la Iglesia sufrió el trallazo del infausto Cisma de Avignon (ca. 1378). Demostrada por algunos cardenales la nulidad de la elección de Urbano VI, declararon vacante la Sede Apostólica y procedieron a la elección de un nuevo papa. El 20 septiembre 1378 firmaron aquellos cardenales (incluido Pedro de Luna), en Fondi (manifiesto) por el que comunicaban al pueblo cristiano la elección de un nuevo papa (Roberto de Ginebra, nuevo Clemente VII), a quien ellos sometían su obediencia (frente al anterior Urbano VI).

         La división de la Iglesia afectó a la misma vida pública europea, y los reyes y príncipes se vieron en la grave disyuntiva de tener que prestar su obediencia a Roma (de Urbano VI) o Avignon (de Clemente VII). Pedro IV de Aragón adoptó una postura prácticamente neutralista, preocupado más por los problemas internos de su casa que por la escisión de la Iglesia. Sin embargo, Clemente VII se dispuso a conquistar la obediencia de los 4 reinos de España, y para ello despachó amplios poderes al card. Luna, con el nombramiento de legado.

         El card. Luna buscó el apoyo e influencia de Vicente Ferrer, y tras una reunión con él en Barcelona para doblegar a los jurados de Valencia, consiguió del dominico su compromiso de tratar el asunto con el monarca aragonés, así como dejarse acompañar por el cardenal en sus viajes apostólicos por España.

         El card. Luna fue el elegido para suceder a Clemente VII (ca. 1394), y bajo nombre de Benedicto XIII reclama a Vicente a la Corte de Avignon, otorgándole el título máximo de magister (lit. maestro) en Teología.

         Vicente, en contacto con las realidades de Avignon y amargamente dolido por el daño que sufría la Iglesia de Cristo, cayó allí tan gravemente enfermo que estuvo a punto de morir. Fue entonces cuando tuvo aquella visión en la que se le apareció Jesucristo (acompañado de Santo Domingo y San Francisco) encomendándole la misión de predicar por el mundo una única causa: la integridad del evangelio, en la unidad de la Iglesia.

         El papa Luna se resistió en un principio a dejarle marchar, pero al fin, convencido de que en la empresa de Vicente urgía el llamamiento de Dios, le concedió amplísimos poderes ministeriales para que pudiera ejercer su apostolado. Vicente quedó sometido a la obediencia inmediata al maestro general de su Orden, y el día 22 noviembre 1399 partió de Avignon a recorrer caminos y ciudades europeas llevando a todos los hombres el mensaje de la palabra de Dios.

         Este es el momento en que el dinamismo interior de Vicente se desata en torrentes de sabiduría y de elocuencia sobre una sociedad en trance de agudísima crisis espiritual para despertar la unidad de la fe en su vida, abrir los horizontes a la esperanza y encender en las almas la caridad.

         En su larga peregrinación apostólica recorrió innumerables pueblos y ciudades de España, Francia, Italia, Suiza y Bélgica. En una época en la que la oratoria sagrada se resentía gravemente de su ineficacia, por el afán de predicar al pueblo oscuros y macizos sermones con rancias argumentaciones de escuela, cuando no rimbombantes y huecas composiciones retóricas con extravagantes alusiones a los clásicos de la antigüedad grecolatina, la palabra de Vicente era como un látigo de fuego que abrasaba e iluminaba.

         Su metódico sistema de exposición de la doctrina de Cristo, sin la gracia boba de halagar superficialmente los oídos, con el recio temple de unos conceptos claros y precisos, servidos siempre en la bandeja de oro de su portentosa y dócil imaginación y la enorme fuerza sugestiva de su poderosa voz, rica en matices y sonoridades, las gentes sentían el vértigo de la presencia de Dios y el delicioso estremecimiento de su gracia.

         La palabra de Vicente inflamaba y seducía. Su dominio absoluto de las Escrituras le servía de mágico resorte para encarnar en sus frecuentes alusiones la aplicación de un hecho concreto o de una circunstancia real de su tiempo. Fue de sobrecogedora grandeza aquel memorable sermón que, después de vencida la resistencia de Benedicto XIII, y obtenida la promesa de su abdicación, pronunció ante el papa de Avignon y sus cardenales, aquel el 7 noviembre 1415 en Perpignan: "Huesos secos, oíd la palabra de Dios".

         Bajo el signo de su voz las enemistades públicas cedían al abrazo de la paz, los pecadores experimentaban la mordedura del arrepentimiento y los hambrientos de perfección le seguían a todas partes en una permanente compañía de fervoroso apoyo. Él organizaba aquella imponente comunidad de disciplinasteis, que en conmovedoras procesiones penitenciales producía en los espectadores un escalofrío de compunción y la eficaz mudanza de vida.

         Ante la visión de río revuelto que ofrecía el mundo de su tiempo, ante el estrepitoso desmoronamiento de la ideología cristiana que habla presidido e informado la vida pública de la Edad Media al choque violento de unos sistemas y estructuras de vida que pretendían remozar al hombre, ante la estampa de Apocalipsis que presentaba una Iglesia desgarrando a la cristiandad en partidos y banderías de cisma, no es de admirar que la leyenda, apoyada en puntos flacos de tradición, haya hecho que Vicente se atribuyera personalmente el título de "ángel del Apocalipsis", y hasta que la obsesión determinante de su apostolado fuera la predicación del cercano Juicio final.

         Cierto que el Señor le otorgó en diversas ocasiones el don de profecía, pero cuando San Vicente hablaba del Juicio final como acontecimiento próximo (cosa que hizo en muchas menos ocasiones de lo que habitualmente se cree) no lo hacía como profeta, sino como hombre que observa las realidades de su tiempo y deduce unas consecuencias.

         Hemos de puntualizar también que el lema "temed a Dios y dadle honor", con que la tradición ha cifrado la predicación vicentina, no puede ser interpretado con sentido terrorista, como si Vicente se hubiera preocupado de sembrar el pánico en su tiempo, y despertar un espanto colectivo.

         El temor de Dios propugnado por Vicente no era ese que surge de la raíz amarga del miedo, sino el que nace del amor filial. Era el temor de la reverencia y no el del servilismo pavoroso. El auditorio de sus sermones era siempre de multitudes. En algunas ocasiones pasaban de los 15.000 oyentes, por lo que, resultando insuficiente la capacidad de las iglesias, hubo de predicar en las plazas. Contemporáneos del santo nos dan la referencia de que, hablando en su lengua nativa, le entendían por igual todos los oyentes, aunque pertenecieran a países de distinto idioma.

         En los últimos 30 años de su vida el quehacer de la predicación condicionó su horario de trabajo. Solía dedicar 5 horas al descanso, haciéndolo sobre algunos manojos de sarmientos o un jergón de paja, y el tiempo restante lo invertía en la oración y las atenciones exclusivas de sus deberes ministeriales. Sus comidas eran extremadamente sobrias. De una ciudad a otra se desplazaba siempre a pie, hasta que cayó enfermo de una pierna y tuvo que montar en un asnillo.

         Era tanta la fama de santidad que precedía los itinerarios de Vicente, que las gentes le recibían como enviado de Dios y su entrada en las ciudades tenía tal carácter de apoteosis delirante que, para evitar graves atropellos y el que los devotos le cortasen trozos de hábito, habían de protegerle con maderos. Todos los días cantaba la misa con gran solemnidad y después pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres horas, y en alguna ocasión, como la de Viernes Santo en Toulouse, estuvo 6 horas seguidas.

         El cansancio y achaques físicos, que en los últimos años obligaba a que, para subir al púlpito o al tabladillo de la plaza, le tuvieran que ayudar cogiéndole de un brazo, desaparecía al punto que comenzaba el sermón, de tal manera que su rostro se transfiguraba como si la piel cobrara una frescura juvenil, le centelleaban los ojos en expresivas miradas, la voz salía clara, limpia y sonora, y los movimientos de sus brazos obedecían dóciles al imperio y compás de las palabras.

         El tono de convicción con que se enardecía dejaba atónitos a los oyentes, y por ello no es de admirar que los frutos de sus sermones fueran tan copiosos que se necesitara siempre el concurso de muchos sacerdotes para oír confesiones. El crédito universal de su sabiduría y de sus prudentes consejos fue puesto a prueba en multitud de contiendas en las que hubo de intervenir corno árbitro de paz y nivelador de intereses.

         Nobilísima fue su actitud como compromisario de Caspe, donde fue requerido para dar solución al problema generado en la Corona de Aragón, al morir Martín I de Aragón (ca. 1410) sin dejar sucesión. En efecto, Vicente acudió al Compromiso de Caspe (ca. 1412) con el ánimo sereno y la inteligencia despierta, para dar una razón jurídica en el asunto del pretendiente al trono, pero sobre todo con la limpia y altísima intención de aceptar el resultado como designio providencial.

         La elección hecha por Ferrer a favor del infante de Castilla (Fernando de Trastámara, futuro Fernando I de Aragón) fue publicada el 28 junio 1412. Y fue su resolución tan honrada y digna, que hasta fue respetada por los estados y nobleza de la Corona de Aragón, hostiles a la solución castellana adoptada.

         Muy laboriosas fueron sus gestiones para determinar la conclusión del Cisma de Avignon, y podemos afirmar que si no fuera por su influencia, no se hubiese terminado. En efecto, el cónclave reunido en Constanza el 11 noviembre 1417 dio a la Iglesia un nuevo papa (Martín V), a cuya obediencia sometió Vicente Ferrer a toda la cristiandad.

         Tras la superación del Cisma de Occidente, Vicente prosiguió su misión evangelizadora, dirigiendo sus pasos a una Bretaña en la que el Señor le tenía preparado su paso definitivo. El 5 abril 1419 moría Vicente en Vannes, lejos de su patria y en medio de la cristiandad europea. En 1455 el papa valenciano Calixto III le elevó a los altares, avalando los numerosos milagros que San Vicente Ferrer obró en vida y después de muerto.

 Act: 05/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A