5 de Febrero
Santa Agueda de Catania
Francisco
Martín
Mercabá, 5 febrero 2025
Semblanza
Nació el 230 en Catania (Sicilia), hija de nobles y ricos padres. Desde muy niña, siempre repetía Agueda que de mayor se dedicaría al servicio del Señor, y cuando llegó a la juventud no dudó en ofrecer a Dios su vida, su virginidad y las gracias con que profusamente se veía adornada. Y al igual que hacían sus coetáneas Cecilia y Inés, también Agueda prefirió escoger el camino de las vírgenes, dando de lado las instituciones y promesas que continuamente le ofrecían sus admiradores.
Pero a Agueda le tocó vivir tiempos de persecución, sobre todo con la llegada al trono de Roma del emperador Decio, obcecado en deshacer, en sus mismas raíces, toda semilla cristiana, extendida ya por todos los ámbitos del Imperio.
En efecto, el "execrable animal" Decio (como le llama Lactancio) comprende la inutilidad de hacer mártires sin más, y por eso pretende ahora cambiar de táctica, para organizar sistemáticamente su total exterminio. Inventa nuevos artificios y seducciones, y empieza a emplear el soborno y los halagos. Y en caso de negarse, decreta la opresión, el destierro, la confiscación de bienes y los tormentos. Y sólo, como último recurso, se les había de condenar a muerte.
El año 250 publica Decio un Edicto General, por el que cita a los tribunales a todos los cristianos de cualquier condición (hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos), y les obliga a sacrificar a los dioses. Eso es suficiente para quedar libres, con tal que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden en las estatuas paganas, o que participen de los manjares consagrados a los ídolos. Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas o trirremes, e incluso a la misma esclavitud.
El intento del emperador, al decir de San Cipriano, no era el de no "hacer mártires", sino "deshacer cristianos", con todos los malos tratos posibles, pero sin el consuelo de la condenación y la muerte. Lo cual vino a hacerse con Agueda, que por entonces residía en Catania, donde mandaba (en nombre del emperador) el déspota Quinciano, gobernador de la isla de Sicilia.
Si hemos de creer a las Actas, ya antes del edicto el procónsul Quinciano se había enamorado de Agueda, "cuya belleza sobrepujaba a la de todas las doncellas de la época". Esta había rechazado siempre sus pretensiones, y ahora el desairado gobernador se prometía reducirla intimándola con la persecución y los tormentos a que se hacía acreedora por su constancia en defender la religión cristiana.
Obedeciera o no a esta medida, el hecho es que Agueda, como tantos cristianos de la isla, fue llevada ante el tribunal para que prestara también su sacrificio a los dioses. La Santa no teme a la muerte, pero le hacen temblar los infames propósitos del gobernador para hacerla suya. Decidida y llena de fe y de confianza, ofrece de nuevo al Señor su virginidad y se prepara para el martirio.
No eran éstos, sin embargo, los propósitos inmediatos del procónsul que, para forzar su voluntad e intimidarla, la pone en manos de una mujer liviana y perversa, y en compañía de otras de su misma deplorable condición. Durante treinta días estuvo la Santa sufriendo duramente en su sensibilidad, pero no pudieron desviarla de seguir en su propósito de esposa de Jesucristo.
Desengañado, el procónsul manda llamar a Agueda, y le increpa ásperamente:
—Pero tú, ¿de qué casta eres?
—Soy de familia noble y rica (le contesta), pero mi alegría es ser sierva y esclava de Jesucristo.
Quinciano se enfurece, y le hace ver los castigos a los que va a ser condenada si sigue en esa decisión, como a un vulgar asesino y con la vergüenza que con ello sobrevendría a su familia:
—Pero ¿no comprendes lo ventajoso que sería para ti, el librarte de este suplicio?
—Tú sí que tienes que mudar de vida (responde Agueda), si es que quieres librarte de los tormentos eternos.
Desarmado ante tal fortaleza, Quinciano manda la sometan al rudo tormento de los azotes, y ya despechado, sin tener en cuenta los sentimientos más elementales de humanidad, hace que allí mismo vayan quemando los pechos inmaculados de la virgen, y se los corten después de su misma raíz.
Deshecha en su cuerpo y en los espasmos de un fiero dolor, es arrojada Agueda al calabozo, donde a media noche se le aparece un anciano venerable, que le dice dulcemente: "El mismo Jesucristo me ha enviado para que te sane en su nombre. Yo soy Pedro, el apóstol del Señor". Agueda queda curada, da gracias a Dios, pero le pide a su vez que le conceda por último la corona del martirio.
Poco después, el gobernador la vuelve a llamar a su tribunal:
—¿Quién se ha atrevido a curarte?
—Jesucristo, Hijo de Dios vivo, responde Agueda.
—¿Aún pronuncias el nombre de Cristo?
—No puedo (le responde decidida) callar su nombre, pues siempre le estoy invocando dentro de mi corazón.
Quinciano quiere tentar la última prueba. Allí mismo prepara una hoguera de carbones encendidos y hace extender el cuerpo desnudo de Agueda sobre las brasas. En esto, un espantoso terremoto se extiende por toda la ciudad. Mueren algunos amigos del gobernador. El pueblo mismo se solivianta. Y entonces Quinciano manda se lleven de su presencia a la heroica doncella, que está casi a medio expirar.
Cuando la vuelven a meter en el calabozo, su alma se le va saliendo por las heridas, y después de balbucir: "Gracias te doy, Señor y Dios mío", descansa tranquila en la paz de su martirio, y de su virginidad. Era el 5 febrero 251, último de la persecución de Decio.
Los cristianos recogen los restos de Agueda, y pronto se extiende por todas las cristiandades la fama de su heroísmo. Con la paz de la Iglesia, escriben de ella los padres y doctores y son numerosos los templos que van levantándose por todas partes en su honor. En el pueblo queda prendida la llama de su constancia y de su martirio, llegando a ser su devoción una de las más extendidas de todos los tiempos.
Las reliquias de Santa Agueda reposaron en un principio en Catania, pero ante el temor de los sarracenos fueron llevadas por un tiempo a Constantinopla, de donde se rescataron por fin el año 1126. Hoy se veneran en Catania, la misma ciudad que fuera testigo de su martirio. Se trata de una de las vírgenes y mártires cristianas más populares de la antigüedad, tanto por su aureola de heroísmo como por su martirio tan atrayente.
Act:
05/02/25
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