6 de Mayo

Santo Domingo Savio

Rodolfo Fierro
Mercabá, 6 mayo 2024

         Nació en 1842 en Chieri (Turín), hijo de un herrero (Carlos Savio) y una costurera (Brígida Agagliate), ambos buenos cristianos y deseosos que sus hijos se educaran en la religión y las letras. A los 5 años sabía ayudar a misa, y a los 7 fue admitido a la 1ª comunión, a pesar de que la costumbre era a los 12. De su talento son pruebas los propósitos que tomó ese día: "Me confesaré con frecuencia y comulgaré todas las veces que me lo permita el confesor; santificaré los días de fiesta; mis amigos serán Jesús y María; antes morir que pecar".

         A los 12 años su padre se lo presentó a don Bosco, y éste, después de sondearle, le dice:

—Me parece que hay buena tela.

—¿Y para qué puede servir esta tela?, responde el hijo del herrero.

—Para hacer un buen traje y regalárselo a nuestro Señor.

—Entendido, respondió Domingo, que continúo: Pues yo soy la tela y usted el sastre: hagamos ese traje.

         Y así entró Savio en el Colegio el Oratorio de don Bosco. A salida del despacho, vio Domingo un letrero que decía: "Da mihi animas, cetera tolle", a lo que don Bosco le explicó:

—Dadme almas y quedaos con lo demás.

         A lo que Domingo Savio contestó:

—Comprendido. Esto es un negocio de cielo, no de la tierra. Yo quiero entrar en él.

         Y con esas disposiciones entró en el colegio.

         Poco después oyó una plática en que el director decía a sus alumnos: "Quedaos con estos 3 principios: 1º es voluntad de Dios que todos nos hagamos santos; 2º Dios no manda cosas imposibles, y ayuda a conseguir los propósitos, incluso a gente que no sea de altar; 3º hay grandes premios para quien se hace santo".

         Esto confirmó a Domingo en sus ideas y propósitos, y decidió hacerse santo. Y por 1ª medida escogió un confesor fijo y director del espíritu, decidiendo que debía ser uno muy concreto: el mismo don Bosco. Tenía todavía una idea un poco errada de la santidad, creyendo que era necesario macerarse el cuerpo "a fuerza de ayunos y penitencias". Y por eso don Bosco le enseñó que la esencia de la santidad está en "hacer la voluntad de Dios, y servirle con alegría".

         A ciertos reparos del chico, San Juan Bosco le enseñó que la penitencia que de él quería Dios (pues que no le dispensaba de ella) era seguir un plan que nunca debía olvidar:

"Combatir las propias pasiones cuando se desordenen, conservar la paz y alegría de espíritu, sobrellevar con paciencia las molestias del prójimo y las inclemencias y variedades del tiempo (convirtiendo así en virtud voluntaria lo que es necesidad) y cumplir alegremente el propio deber. Y sobre todo, trabajar por la salud de las almas, ejerciendo apostolado especialmente entre los propios compañeros y en el ambiente en que se vive".

         Domingo tomó con todo empeño el desarrollo de este programa de santidad, tan práctico y relativamente tan fácil. Tenía su geniecito: un día que un compañero le gastaba unas bromas demasiado pesadas, Domingo le dio unos arañazos que le hicieron sangre. Y quedó tan apesadumbrado, que se propuso refrenarse a costa de cualquier esfuerzo, y lo logró tan perfectamente, que otro día respondió a un bofetón de otro compañero iracundo con estas palabras:

—Mira, podía otro tanto contigo, pero no lo hago. Ahora, no lo hagas tú con otros compañeros, que te podría ir muy mal".

         Pero no todo fue coser y cantar, pues también tuvo Domingo Savio su pequeña crisis espiritual: la melancolía, fruto de su constante lucha y las dificultades del entorno, así como de su misma edad. Su sabio director (don Bosco) le advirtió que "en medio de la turbación, no se puede oír la voz de Dios", y le repitió la consigna:

—Mantén tu serena y constante alegría, tu perseverancia en el cumplimiento de los deberes, tu empeño en la piedad y el estudio. Y participa siempre en los recreos de los compañeros, porque también el recreo puede y debe santificarse, haciendo en él todo el bien que se pueda.

         Tan bien comprendió Domingo la lección, que se consagró en alma y cuerpo al apostolado, tanto en el internado como en el Oratorio (del que era catequista), y en las calles y el colegio al que iba para recibir las clases de bachillerato (pues el Oratorio aún no las tenía). Y lo hizo empleando toda su acuciosidad, prudencia, amabilidad, celo, sonrisa y servicios de toda clase. Decía San Juan Bosco que "Savio llevaba más almas al confesionario con sus recreos que los predicadores con sus sermones".

         Un día 2 compañeros del instituto se enfadaron tanto el uno contra el otro, que se desafiaron a muerte: las armas eran piedras, el campo era la explanada de la ciudadela y la hora una en que nadie pudiera estorbarlos. Domingo lo supo, los acompañó al "campo del honor" y allí, a riesgo de su propia salud, logró amistarlos y hacerlos confesar.

         Savio amó el deporte y practicó el canto. Como su voz era hermosa, fue uno de los solistas del Oratorio, así como cantó también en las iglesias y el teatro de Turín (de ahí que Pío XII lo nombrara patrono de los Pueri Cantores). En sus cantos ponía la mayor rectitud de intención: agradar sólo a Dios. Un día que había cantado un solo en la catedral y recibido muchas felicitaciones, le sorprendieron llorando. Preguntado por la causa, respondió:

—Mientras cantaba, sentía cierta complacencia. Pero ahora me felicitan. Así perderé todo el mérito.

         En la clase se distinguió siempre Domingo entre los primeros, siendo esto parte del buen ejemplo que daba a sus compañeros. Pues como recuerda San Juan Bosco, "Savio sabía que cada minuto de tiempo es un tesoro".

         La caridad entre sus compañeros la practicó de mil maneras: ayudándoles en los estudios y trabajos, avisándoles de sus defectos e irregularidades para evitarles castigos, socorriéndoles en las necesidades, dándoles buenos consejos, consolándoles, intercediendo por ellos y hasta prestándose a sufrir castigos por ellos. En un invierno muy crudo, regaló a un compañero sus guantes, aunque él mismo tenía sabañones. Durante una epidemia de cólera morbo, que azotó la ciudad, se prestó, con otros compañeros, a servir a los apestados.

         No podía oír una palabra malsonante y mucho menos una blasfemia sin repararla con una jaculatoria, y frecuentemente avisando al mal hablado; y lo hacía con tanta gracia y caridad, que, lejos de llevárselo a mal, se esforzaban por enmendarse.

         Cierta vez que compañeros malos llevaron una sucia revista y los chicos se entretenían mirándola, Savio se la arrancó de las manos y la hizo mil pedazos, afeándoles su malsana curiosidad. Otra vez que un corifeo de las sectas trataba de sembrar sus perversas doctrinas entre los chicos, Savio lo apostrofó. Y como no se alejara, le quitó todos los oyentes. No tenía el menor respeto humano, sino todo lo contrario: era valiente y franco en la profesión de la fe, en la práctica de la oración y en el cumplimiento exacto de todos los deberes del buen cristiano.

         Secundó a su maestro don Bosco en practicar y difundir la más tierna y práctica devoción a María Santísima y a Jesús Sacramentado. En los días en que Roma se preparaba para la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, vibraba de entusiasmo, se preparó a la novena con la confesión general y el día de la fiesta estuvo rumiando en su interior algo especial para honrar a su dulce Madre y Señora.

         Don Bosco vino en su ayuda y así instituyó y perfiló esa admirable Compañía de la Inmaculada (que hoy todavía pervive en todos los colegios y escuelas salesianas, haciendo un bien incalculable), cuyo principal objetivo era santificar a sus socios mediante la exactitud en los deberes, el culto a la Virgen y a la eucaristía, y el ejercicio activo del celo apostólico.

         Cuando rezaba el Angelus y el Rosario parecía un ángel. ¿Y qué decir de su amor a Jesús sacramentado? Apenas despertaba, su corazón volaba al sagrario. Oía la la Misa como si asistiera a la Ultima Cena y a la muerte del Señor en el Calvario. Era feliz cuando podía ayudarla. Ya a los pocos meses de estar en el oratorio su director le dio permiso de comulgar diariamente y hacíalo como pudieran los serafines. Durante el día, y especialmente durante los recreos, hacía frecuentes visitas "al Prisionero del Altar", ya solo, ya acompañado de muchos condiscípulos.

         Fiel alumno de don Bosco, otra de sus grandes devociones era la del papa. Lo amaba ternísimamente, viendo en él al vicario y representante de Jesús. Oraba por él, hablaba de él, narraba sus hechos, secundaba, como podía, sus disposiciones y deseos. Antes de morir, le dio a su director el encargo de saludar al papa y contarle una visión que había tenido, en la cual le había visto portando el Santísimo a través de un país nebuloso, el cual se iluminaba a medida que avanzaba; y que ese país era Inglaterra.

         Nuestro Señor premió, tanto amor con gracias y carismas singulares. Un día, durante la misa y después de comulgar, quedó Domingo Savio en éxtasis hasta las 14.00 horas, en que don Bosco lo sorprendió detrás del altar mayor con la mirada fija en la parte que daba al tabernáculo. Despertado, preguntó si ya había terminado la Misa. Las dulzuras que en estos raptos disfrutaba no se pueden expresar con palabras.

         Un día, durante la epidemia del cólera, sacó urgentemente Domingo a don Bosco de su despacho y lo llevó a través de unas callejuelas de Turín, hasta una buhardilla donde agonizaba una enferma. Y allí le pidió que la asistiera en su muerte. Preguntado cómo lo había sabido, miró Domingo indefiniblemente a su director y se echó a llorar, y éste respetó su silencio.

         De pronto, una enfermedad misteriosa empezó a minar su salud. Y consultado el doctor Vallauri, éste diagnosticó:

—A esta perla de muchacho, 3 limas le están royendo las fuerzas vitales: la precocidad de su inteligencia, la debilidad por su rápido crecimiento y la tensión de su espíritu.

         Según parece, la enfermedad provenía de su intensa aplicación al estudio, pues se había empeñado en ser "un sacerdote sabio y santo" que sirviese para salvar a las almas, especialmente en tierras de misión. Y esto le había creado un gran estrés mental, y tenía mal cariz.

         A pesar de sus deseos de morir en el Oratorio, los médicos tenían esperanza de que los aires nativos y el reposo junto a sus padres le devolvieran la salud. Y por eso le obligaron a marchar a Mondonio, hermoso pueblecito en las rientes colinas del Monferrato. Los primeros días hubo alivio y se le practicaron 10 sangrías, que él miraba con una sonrisa en los labios.

         Sintiendo cercana la muerte, pidió Domingo los santos sacramentos, y junto a su padre rezaron las letanías de la buena muerte (como hoy se hace en el Oratorio). Hasta que poco antes de terminarlas, abrió los ojos y, levantando las manos dijo:

—¡Qué cosas hermosas estoy viendo! La Santísima Virgen viene a llevarme ¡Adiós, papá, adiós!

         Y así expiró. Era el 9 marzo 1857. Poco después se apareció a su padre y a San Juan Bosco, al frente de una multitud de niños. Pío XI lo declaró venerable en 1938, Pío XII lo beatificó el 1 junio 1950, y el mismo Pío XII lo canonizó el 13 junio 1954. Los aspirantes de Acción Católica hicieron de él la siguiente semblanza:

"Fue siempre el primero en todo, por amor de Cristo Rey, vivió de Jesús, entregó su corazón a la Virgen, fue alegremente obediente, fue heroicamente leal, fue eucarísticamente puro, fue siempre alegre, fue apóstol, amó al papa y amó a la patria".

 Act: 06/05/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A