6 de Octubre

San Bruno de Colonia

Antonio González
Mercabá, 6 octubre 2024

         Nació en 1030 en Colonia, en una noble y esclarecida estirpe de los Ubior que supo sacar de él una educación cristiana, agudizar su ingenio y clarificar su inteligencia. Siendo niño, aprendió las primeras letras en su ciudad natal, pasando muy joven a proseguir sus estudios en las escuelas de Reims y de París, famosas en su tiempo.

         Siendo Bruno estudiante en la Escuela Universitaria de París, se celebraban los funerales de un famoso doctor llamado Raimundo, muy estimado por su saber y apreciado por su gran fama de virtud y santidad. Pero según dicen los testigos, al llegar a cantarse la 4ª lección del oficio de difuntos, de labios del cadáver, allí presente, salió esta terrible confesión: "Por justo juicio de Dios he sido acusado".

         Espantados los circunstantes, resolvieron aplazar la fúnebre ceremonia para el siguiente día. Al llegar, en el oficio, al mismo pasaje volvió a gritar el cadáver con voz más terrible: "Por justo juicio de Dios he sido juzgado". Suspendido el acto y celebrado de nuevo por tercera vez, la muchedumbre, cada día más numerosa, quedó horrorizada al oír de boca del difunto la tremenda sentencia de su eterna condenación: "Por justo juicio de Dios he sido condenado".

         Tal impresión causó en Bruno este hecho que le decidió a abandonar el mundo. Comunicó su pensamiento a algunos amigos y compañeros que también lo habían presenciado, y 6 de ellos se decidieron a seguirle: Lauduino (doctor teólogo, natural de Luca), Esteban de Bourg y Esteban de Die (ambos canónigos regulares de San Rufo, en Aviñón), Hugo (apodado el Capellán) y los piadosos seglares Andrés y Guerino.

         Vuelto a su patria alemana, recibió Bruno la dignidad sacerdotal. Fue nombrado canónigo de la Colegiata de San Cuniberto, en la que residió hasta que fue llamado por el arzobispo de Reims, que le hizo profesor y maestro de los estudios de aquella metrópoli, de la que poco tiempo después fue nombrado canciller.

         Estando allí entró a ocupar la silla arzobispal Manasés, hombre de carácter ambicioso, que abusando de su autoridad comenzó a despojar a la Iglesia y a los monasterios de sus bienes en provecho propio, no respetando ni aun los ornamentos ni vasos sagrados.

         Por oponerse Bruno a los vicios y abusos del indigno arzobispo (denunciándolos ante el papa), hubo de sufrir las represalias de aquél (que, desobedeciendo al legado pontificio, se resistió a abandonar su puesto hasta que el pueblo, cansado de sus abusos, se amotinara contra él, arrojándolo de la ciudad). Bruno sufrió la persecución, pero él se sintió honrado al padecer así por la gloria de Dios y de la Iglesia, mientras esperaba el triunfo de la justicia.

         Para entender este hecho, hay que saber que aquel s. XI fue uno de esos siglos duros de la historia. Se había extendido el vaticinio de que el año 1.000 señalaba el fin del mundo, pero no sucedió nada de eso, y un nuevo impulso de vitalidad sacudió a las gentes. Ahuyentado el fantasma del apocalipsis mundial, un reguero de frivolidad invadió la sociedad europea, y pronto entró en ella la violencia, la heterodoxia, el cisma, la codicia y la ligereza, tanto en las gentes como en el clero y órdenes monacales.

         Fue entonces también cuando voces poderosas y enfervorizadas por el amor a Cristo clamaron por la reforma de las costumbres, por la dignidad eclesiástica, por la libertad e independencia de la Iglesia frente a la codicia y a las intromisiones de los poderes públicos. Fue el siglo del gran Gregorio VII, de Pedro Damiano y de San Norberto. Y fue también el de San Bruno, restaurador de la vida solitaria bajo la Orden de la Cartuja.

         A través de Colonia, París y Reims, Bruno ejerció los elevados cargos de la Iglesia, destacando por su bondad y sabiduría a la hora de dedicarse a la enseñanza. No obstante, el ansia de una sabrosa soledad embargaba de continuo su alma ascética y contemplativa, y suspiraba por llevar una vida de unión con Dios, en la oración y en el silencio. La vida del mundo, con sus pasiones y luchas, rencillas y locuras, le entristecía y conturbaba.

         Y un día, juntándose con sus compañeros, y después de haber repartido sus bienes entre los pobres, abandonó la ciudad de Reims (donde el clero, de acuerdo con el legado del papa, quería elevarlo a la dignidad arzobispal). De Reims se retira Bruno a la benedictina Abadía de Molesmes, se pone bajo la dirección de San Roberto y hace sus primeros ensayos de la vida religiosa.

         Pasa luego a la Abadía de Seche Fontaine, dependiente de Molesmes. Pero, deseando Bruno y los suyos buscar un lugar más desierto y totalmente apartado de la vista de los hombres, se dirigen al macizo montañoso del Delfinado, en la diócesis de Grenoble.

         No podía explicarse el obispo San Hugo de Grenoble, por aquella época, de un misterioso sueño en el que había visto descender 7 estrellas sobre un desierto llamado "de la Cartuja" (en los confines de su diócesis), y a unos ángeles que levantaban en medio de él un templo. Hasta que al día siguiente se presenta Bruno a su puerta, se postra éste ante sus pies, y sus 6 compañeros hacen lo mismo bajo una petición: licencia para retirarse a un lugar apartado, donde darse de lleno a la oración y a la penitencia.

         El obispo de Grenoble dio por explicado el sueño. Y el día de la natividad de San Juan Bautista (ca. 1084) partían Bruno y sus 6 discípulos a tomar posesión de aquellos bosques y quebradas peñas, hasta entonces sólo frecuentados por las fieras.

         Levantaron allí unas celdillas de madera, y una pequeña capilla dedicada a la Virgen. Y junto a la capilla hizo brotar Bruno, en plena sequedad del bosque, una fuente copiosa y suculenta, capaz dar de beber al sediento y a los devotos cartujanos. Había nacido la Orden de la Cartuja.

         Pero ¿quiénes eran aquellos hombres? ¿Y qué pretendían hacer en aquellos montes de la Cartuja, llevando una vida solitaria, llena de recogimiento y austeridades? ¿Estaban imitando a los antiguos padres de la Tebaida? ¿Qué silencio era aquel que buscaban con tanto afán aquellos seres singulares, mezcla de ermitaños y cenobitas, entre los riscos y los bosques casi impracticables de la Cartuja?

         Un silencio hondo y maravilloso envolvía los sacrificios y austeridades de aquellos 7 hombres. Su abstinencia era rigurosa, su sueño breve, sus vigilias prolongadas, y las disciplinas con que castigan sus cuerpos, frecuentes y dolorosas. Iban vestidos con ásperos sayales blancos (exponentes de la blancura y de la pureza de sus almas), alternaban la oración con el trabajo manual y se consagraban a las más altas contemplaciones.

         Bruno vivió en este mundo como si no viviese en él, porque su unión con Dios era tan íntima y continua, que rebosaba su corazón de alegría, oyéndosele repetir constantemente aquella tan dulce y para él familiar jaculatoria: "Oh Bonitas, oh bondad de Dios".

         Y como el amor de Dios y el amor al prójimo están tan íntimamente relacionadas, Bruno ejercitó como el que más el amor para sus semejantes. Su caridad se dio a todos, su trato fue siempre dulce y apacible, y en todo momento fue modelo de desprendimiento de sí mismo hacia los demás.

         Pero la luz podía ocultarse bajo un celemín, y buen conocedor de todo eso el papa Urbano II (que había sido discípulo suyo en las escuelas de Reims), le llama un día a Roma, pues necesita de su consejo y colaboración para solventar dificultades que pesan sobre su pontificado. Los tiempos son duros, y la nave de Pedro sufre las sacudidas de los temporales, que dificultan su rumbo.

         Bruno, obediente a la voz del papa, tuvo que dejar el desierto y trasladarse a Roma, junto con algunos discípulos. Asiste a diversos concilios, preside embajadas pontificias cerca de los príncipes normandos (establecidos en las costas meridionales de Italia) y hasta es nombrado arzobispo de Reggio. Pero la vida y ocupaciones de la gran ciudad le desazonan.

         Entre el azacaneo de la corte de Roma, el pensamiento de Bruno vuela de continuo hacia el silencio y la soledad de su añorada Cartuja (adonde han vuelto ya sus compañeros). Pero por obediencia al papa permanece en Roma, hasta que, rechazado el honor de la mitra, el papa le permite volver a la soledad, pero sin irse más allá de Calabria, donde Bruno funda el Monasterio Santa María del Yermo.

         Crecen sus discípulos en número y santidad, y se hace preciso levantar otro monasterio no muy lejos de allí: el Monasterio de San Esteban del Bosque. Ambos reciben pingues dotaciones del conde Roger, a quien Bruno, por extraordinaria visión, avisó del peligro que corría su vida, librándole de una segura muerte que le tenían preparada unos soldados de su guardia. Muchedumbres de devotos empiezan a acudir al inquilino cartujo, solicitando su protección y ayuda. Una nueva luminaria brilla con luz inmarcesible en el cielo de la Iglesia.

         En todas las nuevas fundaciones que va haciendo Bruno de la Orden Cartujana, se observan rigurosamente las austeras enseñanzas del fundador, que en 1127 recopilará Guigo (5º prior de la Cartuja) bajo el nombre de Costumbres.

         La soledad y el silencio forman el ambiente propio en el que se desenvuelve la vida de la Cartuja. Un silencio único en el que sólo se oyen los latidos de la naturaleza y el susurro de las oraciones, el canto de los pájaros y la salmodia de los monjes. Y en donde la campana conventual llama constantemente a los montes y a los ocasos a cantar las alabanzas de Dios y de María.

         Rodeado de uno de esos silencios maravillosos, un 6 octubre 1101 muere el santo fundador de la Cartuja, para desaliento general de todos sus hijos. Llevaba ya 17 años de vida cartujana.

         Fue enterrado en su Monasterio Santa María del Yermo (Calabria), y trasladado en 1102 a la Iglesia de San Esteban. Y el agua, que tantas veces dio música a sus soledades con el murmullo y la risa de sus espumas, quiso también acompañarle en su sepulcro, brotando milagrosamente a su lado, en una fuente que tenía la virtud de curar a los enfermos que invocaban al Santo.

         El papa León X autorizó en 1514 y a viva voce el culto público de San Bruno, y Gregorio XV ordenó en 1623 incluir su rezo en el Breviario romano, extendiendo su culto a toda la cristiandad bajo la oración:

"Rogámoste, Señor, que nos auxilie la intercesión de tu santo confesor Bruno: y pues gravemente hemos ofendido a tu Majestad con nuestras culpas, por sus méritos y súplicas consigamos el perdón de nuestros pecados".

         Así dice la oración de la misa del santo fundador de la Cartuja. Que él nos ayude, en todo momento, a perseverar en la vida de la gracia y que nos haga amar, como él amó, la soledad y el silencio, en los que florece la vida interior que conduce a las almas a las cimas de la santidad.

 Act: 06/10/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A