8 de Octubre

Santa Tais de Alejandría

Justo Pérez
Mercabá, 8 octubre 2025

Semblanza

         A principios del s. IV el anacoreta Serapión de Tebaida vivía entristecido en el desierto, al ver la cantidad de almas que caían en las redes de la Corte de Alejandría. Hasta que decide despojarse de su túnica de oveja y cilicio metálico, lavarse por 1ª vez desde hacía muchos años, derramar sobre su cabeza el bálsamo de resinas y flores maceradas, cubrir su cuerpo con una brillante túnica de escarlata, echarse al cuello una cadena de oro y, apoyándose en su bastón de puño de marfil, emprender la marcha hacia la metrópoli egipcia de Alejandría.

         La bella Tais es una de esas cortesanas alejandrinas, y la más afamada por sus artes y encantos. Ella tiene su casa en la inmensa plaza de intersección del cardo y decumano, o lugar donde se juntaban las dos calles principales de Alejandría, de 60 m. de anchura.

         Se trata de una casa elegante y señorial, con pórtico de columnas y capiteles, y un amplio peristilo en cuyo centro se escondían (entre palmeras) deliciosos rincones adornados y perfumados por los rosales, los terebintos y los miosotis. Y en ella se dedica Tais a pasear por los largos senderos de sus jardines, mullidos de alfombras polícromas y de lo más exquisito de lo visto en las fábricas de Egipto.

         El anciano Serapión pisa confiado aquellos senderos alfombrados de Alejandría, como si no hubiera pasado lo mejor de su vida en aquellos desiertos de la Tebaida, alejado del contacto con los hombres. Una fuerza interior le guía, y no ha dudado ni temblado cuando poco antes de pisar los umbrales de Tais, unos muchachos le han ponderado la seducción irresistible de dicha cortesana.

         Hasta que se planta delante de la bella joven, causa de caída de numerosos hombres a sus brazos. La mira sin vacilar, y clava en ella sus ojos profundos, aquellos que se habían acostumbrado a las lejanías de los desiertos. Por 1ª vez en su vida, Tais se acobarda delante de un hombre, y no sabe dónde esconderse.

—¿Quién es este desconocido y enigmático? comenta Tais a su esclava, y volviendo la mirada con un gesto de turbación y desprecio.

—Soy un hombre que te ama, dice el falso galán.

—¡Bah! Eso mismo me dicen todos, musita Tais.

—Pero sólo yo te lo digo sin engaño. ¡Y qué viaje tan largo he tenido que hacer para decírtelo!

         Estas palabras habían despertado una gran curiosidad en la bella alejandrina. Este hombre, pensaba, no es un hombre vulgar, y tal vez sea un príncipe lejano, o un poeta famoso, o un peregrino de aventuras. Y Tais, que despreciaba a los hombres, no importándole más que su dinero y su adulación, pregunta casi vencida:

—Pero ¿quién eres tú? ¿Cuál es el secreto de tu vida?

—Bien dices, respondió el solitario, pues tengo cosas muy íntimas que decirte.

         Y como en este momento se oyese allí cerca el rumor que levantaba el ir y venir de los esclavos, añadió:

—¿No podríamos ir a otro lugar más retirado?

—Ven, dijo Tais levantándose y cogiendo a su huésped del brazo. Aquí tengo una salita muy mona y recogida, que sólo dos conocemos: Dios y yo.

—¡Dios! Pero ¿tú crees que Dios te conoce a ti?

—Así debe ser, pues dicen que no se le oculta nada.

—Dios lo ve todo, replicó Serapión, y a él le importan muy poco lo que hacen los hombres.

—Pues los filósofos y los obispos enseñan todo lo contrario.

         Por estas palabras comprendió Serapión la inconsciencia de aquella mujer, y el verdadero estado de su alma. La suya se llenó de angustia y compasión, y no pudo retener un grito que salía de lo más profundo de su alma:

—¡Oh Cristo!, exclamó. ¡Cuán grande es la benignidad de tu paciencia con nosotros! Ves pecar a los que te conocen, y sin embargo aguardas, para que no se pierdan.

         Serapión había cambiado de color, su voz temblaba y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¡Desgraciada!, continuó. Tu locura me da miedo, y lloro tu perdición. Sabes muy bien lo que estás haciendo, y no cesas de arrastrar las almas a la muerte.

—¿Y tú quién eres?, ¿a qué has venido aquí?, ¿por qué me atormentas?

         Así preguntaba la pobre Tais, sin acabar de comprender todavía, y empezando a temblar y vacilar. Serapión la veía ya próxima a rendirse, pero continuó su obra de conversión. Su voz pasaba de las blandas inflexiones del amor a los terribles apóstrofes de la indignación, y sus ojos relampagueaban al describir las sendas dolorosas del pecado.

         Hasta que la pecadora no pudo resistir más, deshecha en lágrimas, temblando como una hoja y cayendo a sus pies:

—Tú eres un enviado de Dios, confesó Tais. Habla, y dime lo que tengo que hacer.

—Huir, dijo el solitario. Así como hacer penitencia, y esconderte de tus amantes.

—Huiré, haré cuanto dices, pero déjame una hora para disponer de las riquezas.

—No te preocupes por ellas; ya habrá quien las recoja.

—No es que quiera recogerlas o dárselas a los amigos, respondió Tais. Pues ni los pobres mismos deben participar de ellas, ya que son el precio del pecado.

         Poco después, la gran ciudad, acostumbrada a todas las novedades, veía el más extraño espectáculo. En la gran plaza se alzaba una pira inmensa de fuego. Sedas de la India, púrpuras y espejos de Fenicia, ánforas de Cádiz, tapices de Siria, alhajas, pulseras, anillos, muebles de maderas preciosas, collares de perlas y brillantes, alfileres y ajorcas de oro, clámides y muselinas estatuas y pinturas. Todo ardía, pintando el azul del cielo de rojizos resplandores, y mientras los curiosos se aglomeraban alrededor de las llamas, diciendo burlones:

—La famosa cortesana se ha vuelto loca.

         Entre tanto, Tais entraba en una trirreme y se alejaba de Alejandría siguiendo el curso del Nilo. Allá, en el fondo de la Tebaida, conocía Serapión un convento de mujeres adonde no llegaban los ruidos mundanos. En él dejó a la bella alejandrina meditando sólo ideas de penitencia. Abrió en el muro de la basílica un agujero le volvió a tapiar, y allí dejó a su discípula, sin más que un pequeño ventanillo para comunicarse con el mundo que ella tanto había amado.

         La pobre Tais, acostumbrada a la libertad y a los regalos, temblaba al entra en aquella cárcel oscura, pero tan firme había sido su resolución, que ni el recuerdo de los placeres perdidos ni la perspectiva de la espantosa soledad, pudieron hace vacilar un momento su espíritu.

         Allí quedó abandonada a su tristeza y a la misericordia de Dios. Su alma estaba en llagas por efecto de la contrición. Sus ojos eran dos fuentes de lágrimas. El sueño huía de ellos, ahuyentado por las alas negras del cuervo de la inquietud. Ya no le importaba lo que había dejado y quemado: sólo su felicidad eterna la preocupaba. Lloraba y rezaba, sin atreverse a levantar aquellos ojos que lanzaran flechas de fuego por las calles de la ciudad. Su oración era siempre la misma. Dolorida, humilde, temblorosa, clamaba si cesar: "¡Oh tú que me criaste, ten compasión de mí!".

         La misma incertidumbre atormentaba a Serapión en su choza lejana. Muchas veces pensaba en su cautiva ¿Qué será de ella? ¿Habrá lavado ya las manchas de sus pecados? Pero he aquí que llega un discípulo suyo y dice:

—Padre, he tenido una visión. Había en el cielo un lecho adornado de paños blanquísimos, y cerca de él, y como guardándole, había 4 vírgenes hermosísimas. Encima había una claridad apacible, de la cual yo no podía apartar los ojos. Pero "nadie más digno de esta gloria, decía yo en mi interior, que Serapión, mi padre y maestro".

—No, hijo mío, dijo el anacoreta. Tu padre no es digno de tanta ventura. Estoy oyendo una voz que me dice: Esa gloria la destina Dios a Tais, la meretriz.

         Habían pasado 3 años, tres años de lágrimas y penitencias, cuando una tarde la reclusa oyó que la decían desde fuera:

—Tais, hija mía, ábreme el ventanillo, que quiero hablarte.

—¿Quién es? ¿Quién se acuerda de mí?

—Soy Serapión, tu padre. Vengo a que me hables de la historia de tu vida y del fervor de tu arrepentimiento.

—Sólo sé decir que no he hecho nada digno de Dios, y que lo único que puedo es recoger en un ramillete mis innumerables pecados, ponerlos delante de mis ojos y pensar en los suplicios del infierno.

—Dios te ha perdonado, hija mía, le contestó el anciano Serapión.

         Dijo estas palabras aquel monje con tal seguridad, que la joven Tais tuvo súbitamente la certidumbre del perdón divino. Su frente se ilumino, una oleada de agradecimiento inundó su mirada, y su corazón se ensanchaba con una felicidad que no había sentido en los días de sus mayores triunfos.

         Tan grande fue la alegría que aquel cuerpo de Tais, gastado por la penitencia y por el tormento interior, que ya no pudo resistir más. Y los labios de aquella pecadora, purificados ya por el fuego de las jaculatorias, pudieron aún repetir una vez más su oración favorita: "¡Oh tú que me creaste, ten compasión de mí!".

         No lejos del Nilo, en los alrededores de Antinoe, la ciudad del emperador Adriano, se encontró a principios de este siglo la tumba de Serapión el anacoreta. Su momia aparecía cubierta del tosco sayal oscuro y acompañada de las pesadas cadenas con que quiso martirizarse en la vida.

         Del cuello le colgaba un feo collar de hierro sosteniendo una cruz, y bajo una bóveda cercana reposaba la momia de una mujer. La durmiente había querido presentarse a Cristo con los mejores atavíos de los días de fiesta, guiada por aquel mismo pensamiento que hacía decir a San Macario: "Guardo mi vestido nuevo para comparecer delante del Señor".

         Cubriendo el rostro de la yacente había un canastillo de mimbre, que nos recuerda la costumbre primitiva de colocar la sagrada Eucaristía en los sepulcros, según aquellas palabras de San Jerónimo: "Nadie es más dichoso que aquel que guarda el cuerpo del Señor en un cestillo de mimbres". Sus manos sostenían una rosa de Jericó (la anastásica), la flor que resucita como Jesús, símbolo de la inmortalidad. Unas tablitas de madera y de marfil, taladradas con muchos agujeros, descansaban sobre el pecho. Era un instrumento para llevar la cuenta exacta, de las oraciones: un rosario.

         Cerca de ellas, una cruz ansada, que en el viejo Egipto era una figura de la vida y del eterno renacimiento; y bajo cada uno de los brazos, tocando la frente con las extremidades, dos palmas, símbolo clásico de gloria y de renovación. A un lado del nicho se leía esta inscripción en letras rojas: "Aquí descansa Tais, la bienaventurada".

 Act: 09/10/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A