9 de Enero

San Eulogio de Córdoba

Justo Pérez
Mercabá, 9 enero 2025

Semblanza

         Fue el gran padre de la Iglesia mozárabe de España, el renovador del fervor religioso en la cristiandad bajo dominio musulmán, y el principal exponente de la resistencia y combate religioso mantenido con las autoridades islámicas del s. IX.

         Conocemos su figura por sus propios escritos (cartas, el Memorial de los Mártires y el Documento Martirial) y por la biografía que de él escribió su amigo Alvaro Paulo. Pues aunque Eulogio abanderó la lucha porfiada contra el Islam, su nombre no aparece en las historias hispanoárabes (cuyos autores miraron con la mayor indiferencia la gran epopeya martirial).

         Nació el 800 en Córdoba, en el seno de una rica familia cristiana que nunca había apostatado ante el Islam, desde que 90 años antes éste hubiese invadido Andalucía. En su hogar familiar recibió los primeros rudimentos de la educación religiosa, de parte de su abuelo Eulogio que, cada vez que oía la voz del almuédano anunciando la oración musulmana, rezaba de esta manera:

"Dios mío, ¿quién puede compararse a ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus enemigos, y los que te aborrecen han levantado la cabeza".

         En vista del atractivo que tenía por los libros de los santos, los sacerdotes de la Iglesia de San Zoilo decidieron admitir a Eulogio en su escuela parroquial. Allí recibió el aprendizaje del sabio abad Esperaindeo, que gobernaba el Monasterio de Santa Clara (cerca de Córdoba), y allí conoció al que había de ser su biógrafo (Alvaro, otro niño aprendiz, con el que estrechó una amistad de por vida).

         Pasados los umbrales de la juventud, se entrega Eulogio a las actividades de la vida clerical, y entra a formar parte de la comunidad de sacerdotes que servía la Iglesia de San Zoilo. No tarda en darse a conocer por su inflamada elocuencia, así como por una vida íntegra. Como relata su biógrafo:

"Todas sus obras estaban llenas de luz, de su bondad, de humildad y de caridad, dando testimonio del amor de Dios a cuantos se le acercaban. Su afán de cada día era acercarse más y más al cielo, y gemía sin cesar por el peso de la carga de su cuerpo".

         Sólo Eulogio estaba descontento de sí mismo. O como él mismo dirá, más tarde:

"Señor, yo tenía miedo de mis obras, y mis pecados me atormentaban. Veía mi monstruosidad, meditaba el juicio futuro y sentía de antemano el merecido castigo. Apenas me atrevía a mirar al cielo, abrumado por el peso de mi conciencia".

         Para aminorar el tormento que le causaba este sentimiento de indignidad, pensó tomar el báculo de peregrino y viajar a pie a Roma. Pero como nos relata su amigo y biógrafo, "todos nos opusimos a aquella tentativa, y al fin logramos detenerle, aunque no persuadirle". Eulogio cedió, pero las circunstancias le obligaron a hacer otro viaje, que no sería menos difícil: la visita a 2 hermanos de sangre, cuyos azares de la vida habían llevado al otro lado de los Pirineos, y estaban negociando en las ciudades del Rhin.

         Era el año 845. Pero por más que hizo Eulogio, no pudo salir de España. En Cataluña encontró los pasos cerrados por las luchas entre los hijos de Ludovico Pío. Retrocedió hasta Zaragoza, y desde allí subió hasta Pamplona (donde le dieron las peores noticias de lo que pasaba al otro lado de Roncesvalles). Se acercó a Gascuña, pero no pudo pasar el puerto pirenaico.

         No obstante, para no perder completamente el viaje, decidió visitar los pirenaicos monasterios de Seire, Siresa... donde los monjes le regalan unos libros preciosos, que él llevó como precioso botín a Córdoba. Se trataba de obras de Porfirio, Avieno, Horacio, Juvenal... y una de San Agustín.

         Los discípulos del abad Esperaindeo habían emprendido la noble tarea de restaurar en Al Andalus la cultura isidoriana, sofocada por la invasión sarracena. Y al frente de todos ellos estaba Eulogio. Fomentar los estudios, crear escuelas y compilar librerías era para él defender la religión de sus padres y resucitar el sentimiento nacional. Como decía su amigo y biógrafo:

"Cada día nos daba a conocer nuevos tesoros y cosas admirables desconocidas. Diríase que las encontraba entre las viejas ruinas o cavando en las entrañas de la tierra. No es posible ponderar debidamente aquel afán incansable, aquella sed de aprender y enseñar que devoraba su alma. Y, ¡oh admirable suavidad de su alma!, nunca quiso saber cosa alguna para sí solo, sino que todo lo entregaba a los demás, a nosotros, los que vivíamos con él, y a los venideros. Para todos derramaba su luz el siervo de Cristo, luminoso en todos sus caminos: luminoso cuando andaba, luminoso cuando volvía, límpido, nectáreo y lleno de dulcedumbre".

         Por el prestigio de su sabiduría y de su santidad, Eulogio se fue convirtiendo en luz ferviente de la cristiandad cordobesa, de los sacerdotes y fieles de la ciudad, de los ascetas de la sierra, de los monjes y monjas de los más de 20 monasterios que había en la ciudad o en sus alrededores.

         La opresión musulmana, que a muchos los llevaba a la apostasía, había producido en ellos una reacción de amor exaltado a sus creencias. Es verdad que no había persecución propiamente dicha, pero la misma ley hacía la vida insoportable para un cristiano, y a la ley se juntaba el fanatismo popular, más intolerante tratándose de monjes y sacerdotes, cuya presencia en la calle daba lugar con frecuencia a escenas desagradables.

         A fines del reinado de Abderramán II de Córdoba, la intolerancia se hizo más violenta, y en los primeros meses del 850 empezaron los martirios y las decapitaciones: primero un sacerdote, después un mercader. Entonces, los cristianos más fervorosos empezaron a protestar contra el cadí, declarando la divinidad de Jesús y las imposturas de Mahoma. Inmediatamente, dichos cristianos empezaron a ser torturados y degollados, ya fuesen doncellas o vírgenes, anacoretas o soldados.

         El sultán, no sabiendo qué medida tomar contra aquellos hombres que se reían de los tormentos, acudió al arzobispo de Sevilla (Recafredo), y le dio orden de que anatematizase a los mártires e hiciese callar a sus defensores y panegiristas. Pareció al principio que esta medida iba a detener aquellos entusiasmos, pero hubo un grupo numeroso que rechazaba todo pacto con la infidelidad, que fue a parar en el calabozo.

         Al frente de ellos estaba el maestro de San Zoilo (Eulogio), que lejos de someterse a las imposiciones del metropolitano, empezó a escribir un libro intitulado Memorial de los Mártires, en que se proponía ir haciendo una crónica de los combates, y una defensa de los héroes cordobeses.

         Ya lo tenía casi terminado, cuando un día de otoño del 851 se presentó en su casa la policía y, entre los lamentos de su madre y de sus hermanos, lo llevaron a la cárcel. Aquel encierro llena a Eulogio de alegría, porque le permite convivir con los otros prisioneros, instruirles y alentarles. Un día le dicen que 2 jóvenes encerradas en un calabozo cercano están a punto de desmayar, vencidas por los sufrimientos y las amenazas.

         Inmediatamente se pone a escribir un libro, al cual dio el título de Documento Martirial, destinado a sostener el ánimo de aquellas 2 vírgenes (Santa Flora y Santa María). Al mismo tiempo, aprovecha el calabozo para leer, rezar y escribir. Escribe su larga carta al obispo Viliesindo de Pamplona y, con un detenido examen de los poetas clásicos, descubre las reglas de la prosodia latina, que se habían olvidado en España después de la invasión árabe.

         Recobra la libertad a los pocos meses, pero sin renunciar a su culto admirativo por los confesores de la fe. La persecución arrecia cuando el emir Mohamed I de Córdoba sucede a su padre Abderramán II. Muchas iglesias fueron destruidas, y muchas comunidades disueltas. El catálogo de los mártires se aumentaba cada día, y Eulogio aumentaba al mismo tiempo las páginas de su Memorial.

         Su escuela había sido clausurada, pero él seguía siendo el oráculo de la religión perseguida. Unas veces anda huido por la ciudad, otras se esconde entre las fragosidades de la sierra. Y responde a los detractores de los héroes sacrificados con una obra, intitulada Apologético y notable por su estilo, sinceridad y elegancia. Unos 10 años duró aquella lucha épica contra los musulmanes y malos cristianos, 10 años de heroísmo continuado, tenso y jovial. No obstante, Eulogio estaba triste, al ver que iban muriendo y triunfando sus amigos, y que él estaba en pie.

         La fama de Eulogio saltó las fronteras de Andalucía. De hecho, cuando el 858 murió el arzobispo de Toledo, el clero y fieles de la sede primada eligieron por sucesor al humilde sacerdote cordobés. Pero era necesaria la aprobación del emir, que le impidió salir de Córdoba. Por lo demás, Dios quería poner sobre su cabeza aquella corona del martirio, por la cual él había suspirado tanto.

         Había en Córdoba una joven llamada Lucrecia (Santa Lucrecia), a quien la ley condenaba a ser musulmana por ser hija de un padre musulmán. Sin embargo, ella creía y quería ser discípula de Cristo, lo cual le acarreaba continuas amenazas y malos tratamientos. Huyendo de la venganza de los suyos, se refugió en la casa de Eulogio, el cual la recibió sin temor a las leyes (que la condenaban a la pena capital por su apostasía, y a él por proselitismo). La policía se puso en movimiento.

         Entre tanto, Eulogio rezaba, y hacía que la joven cristiana se refugiase en la casa de unos amigos. Al poco tiempo, los 2 fueron detenidos, y él fue acusado de haber apartado a Lucrecia de la obediencia debida a sus padres y al Islam. Eulogio contestó que no podía negar su consejo y su enseñanza a quien se la pedía, y que según sus principios era preciso obedecer a Dios antes que a los padres. Llegó incluso a proponer al juez el camino del cielo, demostrándole que Cristo es el único camino de salvación. Irritado por estas palabras, ordenó el cadí que preparasen los azotes. A lo que Eulogio contestó:

—Será mejor que me condenes a muerte. Soy adorador de Cristo, hijo de Dios e hijo de María. Y para mí vuestro profeta es un impostor.

         Al proferir estas palabras, Eulogio no era ya solamente un proselitista, sino también un blasfemo, incurso en pena de muerte. Sin embargo, el juez no se atrevió a cargar con una responsabilidad como aquélla. El primado electo de Toledo, y sacerdote más respetado por los cordobeses, debía ser juzgado por el consejo del emir. Y lo llevó al alcázar, ante un tribunal formado por los más altos personajes del gobierno. Uno de los visires, íntimo de Eulogio y compadecido de él, le habló de esta manera:

—Comprendo que los plebeyos y los idiotas vayan a entregar inútilmente su cabeza al verdugo; pero tú, que eres respetado por todo el mundo a causa de tu virtud y tu sabiduría, ¿es posible que cometas ese disparate? Escúchame, te lo ruego; cede un solo momento a la necesidad irremediable, pronuncia una sola palabra de retractación, y después piensa lo que más te convenga; te prometemos no volver a molestarte.

         Eulogio dejó escapar una sonrisa de indulgencia y de agradecimiento, pero su respuesta fue firme:

—Ni puedo ni quiero hacer lo que me propones. ¡Oh, si supieses lo que nos espera a los adoradores de Cristo! ¡Si yo pudiese trasladar a tu pecho lo que siento en el mío! Entonces no me hablarías como me hablas y te apresurarías a dejar alegremente esos honores mundanos.

         Y dirigiéndose a los miembros del consejo, añadió:

—Oh príncipes, despreciad los placeres de una vida impía; creed en Cristo, verdadero rey del cielo y de la tierra; rechazad al profeta que tantos pueblos ha arrojado en el fuego eterno.

         Condenado a muerte, fue llevado al lugar del suplicio. Al salir del palacio, un eunuco le dio una bofetada. Y sin quejarse por ello, Eulogio le presentó la otra mejilla. Ya en el cadalso, Eulogio se arrodilló, tendió las manos al cielo, pronunció en voz baja una breve oración y, después de hacer la señal de la cruz en el pecho, presentó tranquilamente la cabeza. Éste fue el combate hermosísimo del doctor Eulogio, éste su glorioso fin, éste su tránsito admirable. Eran las 3 de la tarde del 11 mayo 859. Y el día 15 sería decapitada Lucrecia.

         Los fieles de Córdoba recogieron los sagrados restos y los sepultaron en la Iglesia de San Zoilo. El 1 junio 860 fueron solemnemente elevados, y ese día empezó a celebrarse la memoria de los 2 santos mártires. El año 883 fueron trasladados de Córdoba a Oviedo, conservándose su urna todavía en la Cámara Santa de Oviedo. Los escritos del santo (Memorial de los Mártires, Documento Martirial y Apologético), así como varias cartas, fueron publicados por Flórez en los vol. X y XI de su España Sagrada, de donde pasaron al vol. CXV de la Patrología Latina.

 Act: 09/01/25     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A