16 de Abril

Fructuoso de Braga

Manuel Díaz
Mercabá, 16 abril 2024

         Los confines noroccidentales de España había sido ganado para la ortodoxia católica el año 560, merced a la conversión que había hecho San Martín de Dumio del Reino suevo de Galicia. Unos 30 años después, dicho territorio fue ocupado por la arriana Corte visigoda de Toledo, pero no cejó en seguir produciendo para la Iglesia nuevos e insignes varones de la zona, como vemos en el caso de hoy: Fructuoso de Braga.

         Había nacido el 595 en el Bierzo (León), como hijo de un general visigodo que desde pequeño lo educó para la más rigurosa disciplina. Llegado a la edad de las letras, púsose en contacto la madre de Fructuoso (de la nobleza visigoda toledana, instalada en León) con el eclesiástico Conancio de Palencia, bajo cuya dirección comenzó el joven a iniciarse en las más variadas disciplinas eclesiásticas visigóticas, totalmente católicas desde el Concilio III de Toledo (ca. 589).

         Con Conancio de Palencia recibió Fructuoso una esmerada educación sagrada, en compañía de numerosos jóvenes a los que había atraído la sabiduría y la discreción de este obispo. Pero en su alma florecía la vocación monacal, manifestada desde niño con "piadosos pensamientos contemplativos", al decir de su biógrafo (un sencillo monje discípulo y admirador suyo, que escribió una vida llena de detalles maravillosos de su maestro).

         Así que, joven aún, renunció Fructuoso a todos sus bienes, dotó con ellos numerosas iglesias y comedores de pobres, y se desprendió así totalmente de la tentación por las cosas mundanas.

         Todo hace sospechar que se retiró Fructuoso a las cumbres más elevadas del Bierzo, pues allí le encontrarnos pronto rodeado de discípulos, llevando un penitente estilo de vida y fortaleciendo a toda la zona con su ejemplo e instrucción.

         Nos narra su biógrafo que familias enteras se sentían arrastradas por el hondo movimiento espiritual que había iniciado Fructuoso en la zona, y que allí estableció éste un estilo de vida monástica con redoblado vigor, retiros en soledad y exigente disciplina. Su biógrafo nos cuenta, admirado, cómo en varias ocasiones intentó huir a la soledad completa desde sus cenobios, para mejor y más intensamente consagrarse a Dios. Hasta que el fervor de sus discípulos se lo impidió, y no dejó que todo lo iniciado allí se quedara sin su guía natural.

         En esta 1ª etapa de su actividad fundó Fructuoso muchos y diversos monasterios en el Bierzo, en Galicia y en el norte de Portugal, que pronto se vieron invadidos por una multitud creciente. De hecho, tanta debió ser esa multitud, que hasta los mismos militares visigodos llegaron a temer quedarse sin hombres para reclutar sus campañas (lo que no es inverosímil, ya que el monacato eximía de la obligación militar).

         Quizás en estas fundaciones puso ya por norma Fructuoso su famosa Regla, que presenta una enorme originalidad y muestra cómo no fue breve su conocimiento de los hombres que se le sometían para servir a Dios. Se trato, pues, de una Regla dura y enérgica, adecuada a los galaicos del norte, con vivo sentimiento de comunidad y con un concepto de la obediencia muy desarrollado.

         En breve, aquel movimiento ascético iniciado por Fructuoso trascendió los límites de Galicia, y su nombre y obra empezó a circular por toda España. Comienzan a desarrollarse entonces las inquietudes apostólicas de Fructuoso, peregrinando personalmente a Mérida (para visitar la Tumba de Santa Eulalia) y Sevilla (para conocer a su obispo San Isidoro de Sevilla), en donde hace nuevas fundaciones bajo intensa disciplina.

         El respeto y las atenciones de que es objeto en su peregrinar nos revelan la fama de santidad que le antecedía, y provocó numerosos adelantos en la vía cristiana de la perfección.

         No pocas leyendas nos transmite su biógrafo para mostrar la protección que Dios le dispensaba en dichos viajes fundacionales. Unas veces le protege Dios de las fieras, confundiéndole con un animal cuando el monje se dedicaba a la oración en medio de un matorral. En otra ocasión atraviesa con sus códices un río, sin que sus tesoros de formación sufrieran el menor detrimento con el agua.

         En otra ocasión consigue fructuoso un castigo para un malvado que inicuamente le ataca. En otro momento logra concluir un viaje en medio de la tormenta marina, cuando los marineros estaban ya agotados en su manejo de los remos. E incluso no falta la anécdota de la barquichuela arrastrada por las olas y recuperada por Fructuoso, que no vacila en lanzarse al mar para poder traerla de nuevo a la orilla.

         Incansablemente prosiguió Fructuoso la fundación de monasterios por toda España, hasta que un día decide marchar al Oriente en peregrinación. Es probable que, además de visitar Tierra Santa (como habían hecho tantos hombres ilustres del Occidente español), tuviera ánimo Fructuoso de dirigirse a Egipto, cuna y fuente de donde había llegado a España el monacato cristiano. No obstante, no pudo lograr Fructuoso su propósito oriental, ya que su proyecto llegó a conocimiento del rey visigodo de Toledo, y sus consejeros tomaron urgentes medidas para evitar que Fructuoso abandonara España.

         En medio de tanta actividad, cuidaba Fructuoso su propia formación intelectual y de la de sus monjes, y buscaba libros y explicaciones que satisficieran sus dudas e ignorancia: las vidas de santos, las narraciones de los anacoretas egipcios, la Biblia, y todo tipo de escritos de aquellos hombres que ya descollaban en España.

         Sobre todo de San Braulio de Zaragoza, el gran obispo y discípulo de San Isidoro de Sevilla (el gran faro de España, y la mayor eminencia cultural de la Alta Edad Media) y al que Fructuoso llama "brillante faro de la espiritualidad española", por no parar de proclamar que "los bosques y desiertos se llenen de grupos de monjes, que canten sin cesar las alabanzas de Dios".

         La amistad de Fructuoso con San Braulio, así como la buena concepción que todo el mundo tenía de aquel monje del Bierzo, hizo que el grupo de obispos españoles aupasen a Fructuoso a la dignidad episcopal, que en aquel momento se había quedado vacante en Braga (Galicia). En aras de su deseo de soledad y oración, Fructuoso considera repugnante aquel nombamiento y estilo de vida, pero acepta el honor de ser elevado a la dignidad de obispo abad del Monasterio de Dumio, notable monasterio próximo a Braga.

         Poco tiempo después, y obligado por su cargo, asiste Fructuoso al Concilio X de Toledo (ca. 656), presidido por el gran San Eugenio de Toledo. Allí, depuesto Potamio, metropolitano de Braga, por diversas faltas de las que se acusó espontáneamente, con voto unánime, los padres asistentes al concilio elevan a Fructuoso a la silla metropolitana de Braga, con la esperanza y la seguridad, dicen, de que daría ello mucha gloria a Dios y redundaría en gran beneficio de la Iglesia.

         Puede decirse que nada (o casi nada) se sabe de lo que hiciera en su paso por la sede bracarense. Pero su celo incansable le mantenía tenso, y por ello una y otra vez acude ante el rey Recesvinto I de Toledo (cuyo comportamiento tanto aflige a los obispos de este momento) para amonestarle, pedirle clemencia y aconsejarle.

         El biógrafo de Fructuoso, celoso como era de poner de relieve el espíritu monástico del biografiado, insiste en la rigurosa vida ascética que mantuvo durante su tiempo de episcopado, en lo continuado de su actividad como fundador, hasta decir que, conocedor de su próximo fin, se entregó a tal frenesí de trabajo que no cesaba en su labor de dirección y construcción sin darse descanso ni de día ni de noche. Su última fundación parece haber sido el Monasterio de Montelios (muy cerca de Braga), lugar donde se quedó a vivir ya Fructuoso hasta su muerte (ca. 665).

         Efectivamente, en dicho monasterio se vio atacado Fructuoso por la fiebre, quedando mermadas todas sus facultades. No obstante, con ella o sin ella siguió el monje visigodo disponiendo todos los asuntos relacionados con sus fundaciones, hasta que no tuvo más remedio que guardar cama.

         Tras varios días de agonía, fue llevado Fructuoso al Monasterio de Montelios, donde con sumo fervor y devoción recibió la penitencia y decidió permanecer toda la noche en total soledad, postrado en el suelo de la iglesia en oración. A la mañana siguiente, los libros litúrgicos de Braga nos dicen que los monjes encontraron al santo, a día 16 abril 665, postrado en el suelo y habiendo entregado su alma a Dios.

         Su cuerpo se mantuvo en el Monasterio de Montelios (Braga) hasta 1102, en que el arzobispo de Compostela (mons. Gelmirez) lo trasladó a Santiago de Compostela. San Fructuoso de Braga (o del Bierzo) fue el gran renovador espiritual del monacato visigodo español.

 Act: 16/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A