18 de Marzo
Cirilo de Jerusalén
Ursicino
Domínguez
Mercabá, 18 marzo 2023
Nació el 314 en Jerusalén, llevando de joven una vida ascética que, sin retirarle al desierto, hizo de su vida una continencia perfecta. Posiblemente sí que experimentó algún que otro monasterio de la zona (como afirma un Sinaxario griego), en el que debió ser iniciado, ya desde joven, en la ciencia y el conocimiento de la Escritura. Su buena preparación hizo de él un candidato fiable al sacerdocio, y por eso su obispo (San Máximo de Jerusalén) decidió ordenarle presbítero, cuando Cirilo tenía 30 años.
El año 348 aparece ya Cirilo investido de obispo, aunque no quedan datos de su consagración episcopal. San Jerónimo nos dice que Acacio de Cesarea (metropolita palestinense) habría ofrecido a Cirilo la sede episcopal jerosolimitana, a condición de que repudiase la ordenación sacerdotal que había recibido de San Máximo.
Cirilo habría aceptado dicha condición (prosigue el Solitario de Belén), y después de permanecer algún tiempo como simple diácono, y haber muerto Heraclio (nombrado por San Máximo para sucederle), habría recibido en recompensa la sede de Jerusalén. Rufino de Aquileya parece insinuar lo mismo.
Observamos, sin embargo, que a la hora de hablar San Jerónimo de Cirilo, trasluce una información deficiente, que le lleva en muchos casos a afirmaciones inexactas. Ofrece más garantía Teodoreto cuando dice que Cirilo, por su valiente defensa de la doctrina apostólica, mereció ser colocado al frente de la diócesis de Jerusalén, a la muerte de San Máximo.
El hecho es que los padres del Concilio I de Constantinopla (ca. 381), en carta al papa Dámaso I, afirman que Cirilo era "el obispo de Jerusalén, que había sido ordenado canónicamente por los obispos de la provincia eclesiástica, y que era un verdadero atleta, que había luchado en varias ocasiones contra los arrianos". Hilario de Poitiers fraternizó con él en Seleucia, y San Atanasio le trataba como amigo.
Vivió el obispo Cirilo una de las épocas más difíciles de la Iglesia, en la que las controversias teológicas (sobre la divinidad de Jesucristo) exigían una precisión suma en la formulación de los conceptos, y se habían vuelto encarnizadas y poco edificantes. El obispo Cirilo aborrecerá esta situación (como veremos), y por su suave temperamento trató de permanecer alejado del campo de batalla, mediando ante unos y otros e instruyendo más que polemizando.
Los primeros años de su episcopado los pasó Cirilo consagrado a una intensa actividad episcopal. La aparición de una luminosa cruz en el cielo de Jerusalén el 7 mayo 351 reforzó la actuación espiritual del obispo, y fue motivo de entusiasmo y fervor popular, tanto para él como para sus fieles. Cuando San Basilio el Grande visitó la Iglesia de Jerusalén el 357, nos asegura que estaba muy floreciente y que un gran número de santos le habían acogido y venerado.
De estos primeros años apacibles de su episcopado datan las principales obras de Cirilo. En la cuaresma del 348 predicó a los fieles de Jerusalén sus famosas Catequesis, de una manera sencilla. Dieciocho de ellas, dirigidas a los catecúmenos, las tuvo en la Basílica de la Resurrección, erigida por Constantino en el emplazamiento del sepulcro del Señor.
En ellas habla del pecado, de la penitencia, del bautismo, y explica el Símbolo de Fe artículo por artículo. Otras 5 catequesis, llamadas mistagógicas, las predicó a los neófitos, en una capilla particular del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de aquel mismo año. En ellas comenta Cirilo, en un lenguaje íntimo y cordial, las ceremonias del bautismo, e instruye a los recién bautizados sobre la confirmación, la eucaristía y la liturgia. Se trata de verdaderas obras maestras en su género, y por algo le han valido el calificativo de "príncipe de los catequistas".
Después de 10 años de paz e intenso apostolado, se inicia una vía dolorosa para el obispo de Jerusalén. Y por una desafortunada interpretación del canon 7 del Concilio de Nicea, Cirilo se vio envuelto en una controversia con el metropolita de Cesarea (Acacio), con tristes resultados. En efecto, el canon 7 reconocía a la sede de Jerusalén un primado de honor, que Cirilo justamente reclamaba y que Acacio (antiniceno por convicción) rechazaba de plano.
De ese modo, un conflicto de orden puramente jurisdiccional degeneró en polémica doctrinal. Cirilo veía en Acacio un obispo arriano, y Acacio en Cirilo un defensor de las decisiones de Nicea. Durante la discusión, el metropolita de Cesarea citó al obispo de Jerusalén a comparecer en su presencia. Cirilo se negó a ello, y Acacio reunió un sínodo el 358, que lo depuso por contumacia.
Cirilo apeló a un concilio superior e imparcial, y el emperador Constancio accedió a ello pero bajo una condición: que Cirilo abandonara antes su diócesis, y marchase al destierro. Las intrigas de Acacio se habían impuesto a los principios de la legalidad.
El obispo de Jerusalén se dirigió entonces a Antioquía, cuya sede estaba vacante por muerte del titular. De allí prosiguió entonces su viaje hacia Tarso, donde el obispo Silvano le acogió benévolamente y le permitió ejercer las funciones episcopales, especialmente la predicación. Como Silvano era partidario del grupo arriano de los homeousianos, puso a Cirilo en relación con este partido.
Junto a ellos aparece Cirilo en el Concilio de Seleucia (ca. 359), y gracias a su apoyo (y enérgicas reclamaciones) recobró su silla de Jerusalén. Pero al año siguiente Acacio se vengó de él en el Sínodo de Constantinopla (ca. 360), teniendo que emprender de nuevo Cirilo el destierro (esta vez sin que tengamos noticias de él).
A finales del 362, Cirilo entró de nuevo en su diócesis. Por esta época, el emperador Juliano había dado órdenes a los judíos de reconstruir el antiguo Templo de Jerusalén. Y el santo obispo, en medio de su pena, predijo el fracaso de tan impía empresa, como así efectivamente aconteció.
El 366 había quedado vacante la sede de Cesarea, por la muerte de Acacio. Cirilo propuso por sucesor a Filumeno (que se negó) y a Gelasio (que no fue del agrado de los arrianos), y ante su insistencia de intervenir en el proceso, fue depuesto por 3ª vez de su sede de Jerusalén, teniendo que salir por 3ª vez al destierro, del 367 al 378 (sin que se tenga noticia de él).
Con la subida de Graciano al trono del Imperio Romano, Cirilo pudo volver a su iglesia jerosolimitana, a finales del 378. A su llegada, se encontró Cirilo con que algunos intrusos habían introducido en la diócesis todos los errores dogmáticos, y los fieles estaban excitados y divididos, así como las antiguas costumbres perdidas o relajadas.
En los 8 años que permaneció Cirilo al frente de su diócesis, cumplió con la misión de un gran pastor, y devolvió a su diócesis el antiguo fervor. Hizo volver al redil a los macedonianos de Jerusalén, y obtuvo la sumisión de 400 monjes partidarios de Paulino de Antioquía. Murió el 386, a la edad de 72 años, después de 27 años de episcopado y 16 de destierro. En 1882 fue declarado doctor de la Iglesia.
Los dolores físicos de San Cirilo, inherentes a un destierro de 16 años, se habían visto aumentados con los sufrimientos morales. Ya en sus días se polemizó en torno a su ortodoxia, y por sus relaciones con los homeousianos se le llegó a considerar arrianizante. Por otra parte, en sus escritos no habla ni una sola vez San Cirilo de Arrio ni de los arrianos, y nunca usa la palabra homousios, ni ningún otro tipo de términos que se prestase a discusión.
Estos hechos fueron maliciados por los adversarios del obispo. Y lo que era en San Cirilo un acto de prudencia, fue convertido por sus enemigos en motivo de escándalo. Si bien es cierto que San Cirilo comunicó con los homeousianos, es todavía más seguro que nunca varió en su fe, que fue la de la Iglesia de Roma. Porque siempre ejerció el obispo de Jerusalén la más estricta neutralidad entre los partidos, evitando toda palabra o fórmula que pudiera enturbiar la convivencia, o acrecentar la división.
Un temperamento suave como el suyo y un auditorio sencillo, como eran sus fieles, explica satisfactoriamente que no utilizase nunca la palabra omousios; una catequesis dada a quienes todavía no eran cristianos, no se prestaba ciertamente para altas discusiones teológicas.
Ante aquel auditorio hubiesen resultado cuestiones bizantinas. Pero Cirilo, con gran espíritu sacerdotal, quería instruir y no polemizar. Ni dejemos de observar que si sostuvo a los homeousianos fue en lucha con los homeos, que representaban la facción intransigente de Arrio. También San Hilario de Poitiers les apoyó. Muchos de los homeousianos en el fondo eran completamente ortodoxos.
Es indiscutible que sus enseñanzas son de una ortodoxia incensurable y que, a pesar de que evita deliberadamente la palabra omousios, combate, sin embargo, con decisión la doctrina de Arrio. En las obras del obispo jerosolimitano la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía se halla más claramente que en todos los Padres anteriores a él. Hermosa es también la insinuación que hace Cirilo a sus fieles de cómo han de acercarse a recibir la comunión:
"Haced de vuestra izquierda como un trono en que se apoye la mano derecha, que ha de recibir al rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del cuerpo divino y comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: si os entregasen pajuelas de oro, ¿no las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más precioso que el oro y la pedrería son las especies sacramentales".
Cirilo no fue un teólogo como otros tantos de su tiempo, sino un catequista que enseñaba. No era original ni como pensador ni como escritor, pero sí un testimonio acreditado de la fe tradicional. Y por eso, sus Catequesis fueron eso: una exposición sencilla y popular de la fe cristiana.
El mejor elogio que se puede hacer de Cirilo es el odio que le tenían los arrianos, que veían en él un enemigo temible. Por odio tuvo que salir 3 veces desterrado de la ciudad santa y por mantener sus creencias se vio obligado a recorrer las ciudades del Asia Menor, cual peregrino errante que sufre por amor a Cristo. Pero al fin sus penas recogieron el triunfo.
Pocos años antes de su muerte pudo asistir Cirilo al Concilio I de Constantinopla (ca. 381), que definía como verídicas sus enseñanzas y las de otros muchos obispos que, como él, habían sostenido una violenta lucha contra el arrianismo. El sueño de Cirilo (de ver apaciguados los espíritus) empezaba a hacerse realidad, y así entregaba su alma a Cristo, por quien tanto había sufrido en vida.