23 de Octubre
Juan de Capistrano
Alberto
Martín
Mercabá, 23 octubre 2025
Los 40 años de vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi exactamente en la 1ª mitad del s. XV, puesto que ingresa en la Orden a los 30 años (en 1416) y muere a los 70 (en 1456), en medio de sucesos tan importantes como el nacimiento de la casa de Austria, el concilio de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos.
Nació en 1386 en Capestrano (los Abruzzos), como italiano que se sentía francés de adopción (al ser hijo del gentilhombre de Luis I de Anjou), alemán de procedencia (pues su familia procedía de Alemania, según las Acta Sanctorum de los Bolandos), español por ciudadanía (como súbdito de Alfonso V de Aragón, rey de media Italia), húngaro por méritos propios (pues los magiares lo tienen por héroe nacional, con estatua en Budapest) y esloveno en su tránsito al más allá (pues su vida fue entregada en Illok).
En cuanto a su santidad, Juan se santificó a través del apostolado, recorriendo Europa de punta a punta, a pie o en cabalgadura, haciendo y deshaciendo los caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia; por el sur, desde España hasta Serbia. Él corría de una nación a otra, y en todas partes se le conocía como "el padre devoto" y "el santo varón". Fue popular en toda Italia, en Austria, Alemania, Hungría, Bohemia, Borgoña y Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades europeas.
Su vida está dividida en 2 partes por la trágica fecha de 1453 (de la caída de Constantinopla): la 1ª fase, centrada en la unidad de la Europa occidental y en las discordias intestinas de los príncipes; la 2ª fase, centrada en la embestida de los ejércitos islámicos contra la Europa oriental.
Por eso dedica Capistrano su 1º apostolado a reconciliar entre sí y con la sede apostólica a los príncipes, a restaurar el espíritu cristiano del pueblo, debelar herejías, cortar el paso al cisma y reformar la Orden franciscana, y consagra sus últimos años a predicar, con la palabra y con el ejemplo, la cruzada contra el turco; con el ejemplo, también, porque el buen fraile en persona toma parte decisiva en la famosa Batalla de Belgrado de 1456, en que es derrotado el ejército de Mohamed II, que ya remontaba el Danubio con la ambición de dominar el occidente europeo.
Dotó Dios a Capistrano de prendas singularmente adecuadas a su misión de universalidad. Para ganarse al pueblo, no importa en qué nación, poseía las cualidades que suele el pueblo cristiano pedir a sus santos. Ya fraile y anciano, según nos lo describen sus coetáneos, era de figura ascética: pequeño, magro, enjuto, consumido, apenas piel y huesos, y su gesto austero, pero a la vez dulce y caritativo.
Vibraba su palabra en la predicación de las verdades eternas; pero hablaba, sobre todo, con el semblante luminoso y encendido; con los ojos centelleantes, magnéticos; con el ademán sobrio y a la vez cálido y acogedor. Esto explica que en sus correrías transalpinas, predicando las más de las veces en latín, aun antes de que el intérprete hubiera traducido sus palabras, ya andaban sus oyentes pidiendo a gritos confesión y prometiendo cambiar de vida.
Muchos rompían en llanto y hacían hogueras con los objetos de sus vanidades: dados, naipes, afeites, arreos de lujo... mientras otros le pedían ser admitidos a la vida religiosa: 120 escolares de Leipzig en un solo sermón, según el decir de un cronista, y 130 que tomaron sus hábitos en Cracovia, gracias a su predicación.
Llegado a una villa predicaba por las plazas, porque en los templos no había cabida para la muchedumbre que le seguía. Hablaba durante 2 ó 3 horas sin que la gente desfalleciera y siempre fustigando la corrupción de costumbres e incitando a penitencia; terminada la predicación visitaba sin descanso a los enfermos, haciendo innumerables y prodigiosas curaciones.
No sólo por su celo apostólico era hombre santo, sino también por su vida de oración y por su penitencia, que no en vano tuvo por maestro de espíritu y por su mejor amigo al gran San Bernardino de Siena. Dormía 2 horas, comía apenas, y andaba con frecuencia enfermo, renqueaba siempre, padecía del estómago y estaba mal de la vista. Pero a todas sus flaquezas se sobreponía su espíritu gigante.
A tan extraordinarias dotes para el apostolado popular unía Capistrano otras nada corrientes cualidades que le hacían apto para la diplomacia, arte que ejerció con acierto a lo largo de toda su vida. Era sabio y prudente en juicio y en palabra; había sido en su mocedad un buen jurisconsulto y probado dotes de gobierno cuando ejerció autoridad de juez en Perusa.
Era, además, hombre muy docto en las ciencias sagradas y escritor fecundo: sus manuscritos, coleccionados por el padre Sessa de Palermo, suman 17 grandes volúmenes. Siempre fue muy dócil a la sede apostólica y entre sus muchos escritos canónicos sobresalen los que dedica a la defensa de las prerrogativas pontificias.
Por gozar de tales prendas fue elevado en la Orden, por 2 veces, al cargo de vicario general de la observancia, lo que le permitió emprender la reforma de muchos monasterios y extenderlos por toda Europa, y 4 papas (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) le confiaron misiones delicadas: la detracción de los Fraticelli, la lucha en Moravia contra la herejía husita, las negociaciones para la incorporación de los griegos a la Iglesia Romana, la vigilancia de los judíos, la contención del cisma de Basilea...
Su fama de virtud y de ciencia no libró al santo de contradicción. Túvola Capistrano, y la que más puede afligir a un corazón magnánimo y sensible: la que proviene de parte de los afines. Algunos minoristas conventuales (sobre todo el sajón Doering), descontentos de la Reforma de los Observantes que Capistrano llevaba al interior de los conventos, se opusieron a sus innovaciones, acusando al vicario de inquieto y revoltoso.
Y otros, celosos acaso de su inmensa popularidad, le imputaban ambición de honra y vanagloria; injustísima acusación hecha a un hombre que por dos veces había declinado la mitra episcopal: la de Chieti, que le brindó el papa Martín V (ca. 1428). Un papa al que Capistrano contestó, por cierto, que no quería "verse encarcelado en el episcopado". Al igual que contestó a Eugenio la de Aquila, su diócesis natal, que le ofreció, más tarde, Eugenio IV.
Tampoco le faltaron críticas por parte de personas más autorizadas, tales como el cardenal español Carvajal y aun el propio Piccolomini, en razón de las cuales, sin duda, hubo más tarde dificultades para su canonización, que no culminó hasta 1690, siendo pontífice Alejandro VIII.
Pero el mayor número de sus detractores, y los más violentos, se encontraban en las filas de los enemigos del pontificado, sea entre los políticos laicistas de la época (como Jorge de Podebrad, que pertinazmente le cerró las puertas de la Bohemia), sea entre los herejes (como el arzobispo de Praga Rokytzana, cabeza de los husitas), o bien entre los judíos (como aquellos de las comunidades italianas que llamaban a Capistrano "el nuevo Amán" perseguidor del pueblo elegido).
Las grandes empresas apostólicas de Capistrano al servicio de la Europa cristiana podrían resumirse en 6: restauración de la vida cristiana del pueblo mediante la predicación; reforma de la Orden Franciscana implantando la observancia; impugnación de la herejía husita, que resultó ser el primer brote de la gran apostasía luterana; represión de los abusos del judaísmo, que se hallaba enquistado en los pueblos cristianos; contención del cisma incubado en el Concilio de Basilea, que minaba la autoridad del papado, y cruzada contra el turco, que amagaba sobre la cristiandad.
Dejando a un lado, como menos propias de una hagiografía, aquellas empresas del santo que presentan un tinte político o diplomático, me detendré en las que ofrecen un carácter enteramente apostólico y misionero.
Por aquel tiempo, la Orden de los frailes menores, más o menos recluida hasta entonces en el interior de sus conventos, se echó a peregrinar por pueblos y ciudades, predicando en calles y plazas las verdades eternas y excitando a la reforma de las costumbres.
Esta empresa no fue obra de un hombre solo, fue obra de un equipo de hombres excepcionales, a cuya cabeza figuraba el gran San Bernardino de Siena y en el que formaron en seguida otros 2 santos: Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca; los beatos Alberto de Sarteano y Mateo de Girgente, y los egregios minoristas Miguel de Carcano y Roberto de Lecce, por no citar sino las figuras más descollantes. Fue la época clásica de los grandes predicadores peregrinos y el origen de las misiones populares.
Cada uno de estos grandes misioneros, acompañado de un grupo de 6 u 8 frailes de su Orden, tomó por un camino y corrió por su cuenta su aventura apostólica. Pero la mayor parte de ellos se mantuvieron en los límites de la península italiana, en la que consiguieron una verdadera renovación de la vida moral y religiosa de su pueblo.
Mérito singular de Capistrano es haber acometido por sí solo, más allá de los Alpes, lo que sus hermanos de Orden hicieron en el interior de Italia, consiguiendo él resultados pariguales en los principados alemanes, en Polonia, en Moravia y hasta en la Saboya, en la Borgoña y en Flandes.
Grandes fueron los frutos de este vasto e intenso movimiento religioso. El pueblo cambiaba de vida, corrigiendo innúmeros abusos: el juego, el lujo, la embriaguez, la usura, el concubinato, la profanación de las fiestas, y los príncipes, los consejeros de las ciudades y los jueces se veían compelidos a usar de su autoridad con equidad y clemencia.
Cierto que no todos estos frutos fueron perdurables, pero también es verdad lo que el mismo Capistrano habría de escribir después, refiriéndose a la predicación de sus hermanos de Orden en Italia: "Si no hubiera sobrevivido la predicación, la fe católica habría venido a menos y pocos la hubiesen conservado".
Importante aportación del capistranense fue su lucha por la observancia conventual. San Juan sembró la Europa central de nuevos conventos franciscanos y, mediante la reforma de los antiguos, devolvió su primitivo celo a la Orden franciscana. Y no fue éste un pequeño servicio a la cohesión y revitalización de la Iglesia.
Pero pasemos ya a relatar la participación personal de Capistrano en la cruzada contra el turco, recordando de ello lo más esencia.
Corría el año 1453, último del pontificado de Nicolás V y año en que Mohamed II conquista Constantinopla, somete la Tracia griega al señorío turco, afianza en el Asia Menor el imperio del Islam sobre las ruinas de la Iglesia oriental y amenaza con adentrarse en la cristiandad occidental.
Grave momento para el mundo católico, y para la misma supervivencia de la Iglesia. Porque aunque desde hacía 100 años tenían los turcos sojuzgada gran parte de los Balcanes, y prácticamente rodeada Constantinopla, Europa no había sentido en sus carnes esa amenaza de dominación musulmana, y había echo oídos sordos al llamamiento del papa Eugenio IV a una cruzada contra el turco, ya en 1444. Hasta que en 1453 cae la vieja capital cristiana de Constantinopla bajo los turcos, y entonces sí fue consciente la cristiandad occidental del peligro que amenazaba.
Consciente del peligro, y 4 meses después de aquel nefasto día, el papa Nicolás V publica una bula contra los turcos, que enciende en Occidente el entusiasmo por las cruzadas. En ella amonesta el pontífice a hacer la paz entre sí a las potencias cristianas, al decir en boca de un cronista que "se despedazan entre ellos como canes, Milán contra Venecia, y Génova contra Nápoles". Y eso que había que crear alianzas para la cruzada.
Capistrano toma la decisión de marchar por su cuenta a la amenazada Hungría, ante el temor de que su gobierno pactara un acuerdo con los turcos (como lo hicieron poco después, y para escándalo de todos, los venecianos). Y por el camino va predicando la cruzada en todos sus pueblos y ciudades: Nuremberg (ciudad libre imperial), Viena (donde recluta 200 universitarios, que deciden tomar la cruz), Neusdtadt (corte del emperador)...
Sobreviene entonces la muerte del papa Nicolás V, y para su sucesión la Providencia suscita la elección del español Calixto III, auténtica figura indicada que afrontó, mejor que nadie, la extremada y arriesgada situación.
Mientras tanto Capistrano, que desde la Estiria había escrito al papa para recordarle la bula de cruzada, prosigue su marcha a Gyor a fin de asistir a la dieta imperial de Hungría, expresamente convocada para tratar la guerra contra el turco. Se trataba de un país (Hungría) que había sido amenazado directamente por el sultán, y que recibía entre espantos las noticias que llegaban desde Serbia, sobre los atropellos de la soldadesca turca.
El general Hunyades, caudillo húngaro encargado para el caso, traza un plan que Capistrano comunica al papa, y pide todo su apoyo a la Iglesia. Entre tanto, fray Juan se aplica a deshacer las enemistades entre los caudillos cristianos, y se reúne en Budapest con Hunyades y el card. Carvajal (legado papal para la cruzada oriental), de cuyas manos recibe el Breve pontificio que le concede toda clase de facultades, para predicar la cruzada. Se trata de la Alianza de los 3 Juanes: Juan el fraile, Juan el cardenal, y Juan el militar.
Durante la Dieta de Budapest (febrero de 1456) se recibe la noticia de que Mohamed II estaba ya a las puertas de la frontera sur de Hungría. Hunyades acude a Belgrado, y Capistrano levanta su campamento cristiano y dirige sus tropas al encuentro de los infieles, bajo el compromiso de sacrificar su vida en la lucha.
En su camino hacia el Sur (frontera balcánica) recorre los pueblos meridionales de Hungría haciendo un llamamiento desesperado a la cruzada, al tiempo que Hunyades le apremia a conducirse aprisa a Belgrado, para ofrecer la 1ª línea de combate.
Es fascinante el relato que hace fray Juan de Tagliacozzo, testigo presencial de la Batalla de Neudorfehervar, de lo acaecido en el frente de batalla. Un relato que comienza con la llegada del ejército turco, abastecido por 200 cañones de fuego, camellos y búfalos de tierra, e incontable flota sobre las aguas del Danubio.
Y que continúa con el asedio de 50.000 genízaros a las murallas de Belgrado, en una desproporción de fuerzas que hace vacilar al propio Hunyades, provoca cierta evacuación cristiana de la ciudad, y genera gritos de júbilo del sultán, sobre celebrar el próximo Ramadán en Budapest.
Así mismo, describe el fraile Tagliacozzo la batalla naval sobre el Danubio, que rompe todos los pronósticos y, ante la inesperada y milagrosa victoria de los cruzados, provoca la retirada del ejército turco (antes que perder sus naves de regreso).
La intervención de Capistrano en esta batalla fue decisiva, y sin ella la ciudad de Belgrado hubiera caído sin remedio en manos de los turcos. Él aportó la legión popular de cruzados, que sostuvieron lo más duro de la lucha, y que enardeció con su palabra y ejemplo a los propios naturales serbios, obligándoles a resistir.
Capistrano salvó la ciudad de Belgrado a través de su triple intervención: la 1ª cuando los turcos llegaron a sus murallas, y Hunyades y Szilagyi intentaron decretar la orden de retirada, y el santo se lo impidió; la 2ª durante el asedio turco a la ciudad, cuando arengó a los nativos serbios a no evacuarla; y la 3ª cuando indujo a Hunyades a lanzar su escuadra contra la flota turca, percibiendo que estaba descuidada.
Dominado Juan por una confianza sobrenatural en la victoria, condujo a la batalla a los cruzados con un ardor y coraje sobrehumanos. Cuenta el cronista cómo durante la acción naval, fue el fraile Capistrano el que agitó la bandera cruzada y levantó la cruz, mirando al cielo y gritando sin descanso el nombre de Jesús, que era el lema de sus cruzados.
Y cómo, durante los días que duró el asedio turco, vivió en el campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de guerra. Y cómo, mientras la infantería turca escalaba ya el foso de la ciudadela, corría el fraile Capistrano de una a otra parte de la muralla, gritando a lo más granado de los defensores: "Valientes húngaros, ayudad a la cristiandad".
Jamás esgrimió armas Capistrano, pues sus artes eran espirituales. El campamento de los cruzados, más que un cuartel militar, parecía una concentración religiosa. Él mismo daba ejemplo, pues los 17 días que duró la batalla durmió 7 horas, no se mudó de ropa y comió sólo sopas de pan con vino.
Capistrano y sus frailes celebraban a diario la misa y predicaban, y los combatientes recibían en gran número los sacramentos. Todos le obedecían "como novicios", pues como decían los propios soldados: "Tenemos por capitán un santo y no podernos hacer cosa mal hecha", y "si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos".
En la lucha de la Europa cristiana contra el Islam, la Batalla de Belgrado (ca. 1456) fue un hecho de importancia trascendental. Una batalla que la cristiandad había ido siguiendo angustiada, y de la que vino la tradición del rezo del Angelus, al toque de campana del mediodía: la "campana del turco", que había mandado tañer el papa en todas las iglesias europeas, para que el pueblo cristiano sostuviera con su oración a los cruzados.
Una semana después de la victoria lograda por los cruzados de Capistrano, el card. Carvajal entró con un ejercito de verdad en la ciudad liberada de Belgrado. Pocos días después, la terrible peste tomó posesión de su cuerpo, y entregó a fray Juan en brazos de la muerte.
Act:
23/10/25
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