30 de Abril

Pío V papa

Alvaro Huerga
Mercabá, 30 abril 2024

         Nació en 1504 en Bosco Marengo (Piamonte), entre el mar de Génova y los Alpes suizos, en una casita humilde, cuidada y blanca, fruto del matrimonio de Pablo Ghislieri y Dominga Augeria, venido a menos en lo económico pero sin perder el rango espiritual. Al niño le pusieron el nombre de San Antonio Abad, y le educaron en el temor de Dios.

         De joven, Antonio buscó el camino vocacional del claustro, pero la pobreza era tanta que tuvo que dedicarse a pastorear un rebaño. El pastorcillo cumplía resignadamente el oficio, y entre el ganado no se cansaba de levantar el corazón a Dios, en limpia oración.

         Hasta que su oración fue oída, y el señor Bastone (natural también de Bosco Marengo) le ayudó generosamente, enviándole a la escuela de los dominicos en compañía de su hijo Francisco. Antonio (redimido de su ocupación pastoril) y Francisco (el vástago del señor Bastone) iban todos los días a la escuela, revelando Antonio unas excepcionales condiciones para el estudio y un alma transparente, en la que ardía de antiguo la llama de la vocación.

         Los padres le allanaron las dificultades, y el joven Antonio, con 14 años y un mundo lleno de sueños, recibió el hábito de Santo Domingo en Voghera. Poco después, los dominicos le destinan a Vigevano, donde hace el noviciado y profesa el 18 mayo 1521, bajo nombre de fray Miguel. Su siguiente destino, Bolonia (con sus torres y cátedras), guarda todavía los restos de Santo Domingo de Guzmán, y junto a la celda y sepulcro del fundador, fray Miguel estudia Filosofía y Teología. En 1528 está ya en Génova, y allí recibe el orden sacerdotal.

         Empieza para Miguel una nueva etapa de su vida: la de la acción. Si buscásemos un símbolo para definir la entrega y fidelidad con que se dedica a su tarea (la enseñanza, la predicación, la pobreza y los oficios divinos), tanto en Pavía como Alba y Como, no sería menester alejarse del primitivo empleo que tuvo en la infancia: el buen pastor.

         Austero y tenaz en todo, sus compañeros le comparan a San Bernardino de Siena (en la pobreza) y a San Pedro Mártir (en el celo por la verdad y la fe). Incluso años después, como inquisidor de Como, caminará Miguel siempre a pie, vestido con su hábito, con el hatillo al hombro y la mirada puesta en el cumplimiento del deber. No le arredraban los peligros, ni los trabajos, ni las amenazas.

         Como inquisidor, Miguel se enfrentaba con el lucero del alba, si era preciso, y le cantaba las cuarenta a los nobles y herejes cuantas veces era preciso, sin intimidarse nunca. Un día, el conde de la Trinidad, furibundo, le dijo en Alba que le arrojaría a un pozo, pero él no se inmutó.

         En Como tuvo que refugiarse en casa de Bernardo Odescalchi, y los mercaderes de libros heréticos promovieron una algarada contra él, pues no dudó en decomisar sus mercancías. En otra ocasión, le aconsejaron que se disfrazase para no ser reconocido por los herejes, en tierras de grisones. Pero él prefería (contestó) "ser mártir con el hábito puesto".

         A finales de 1550 marchó Miguel a Roma para justificar su conducta de inquisidor. Las acusaciones de mala fe le estaban formando en Roma un ambiente difícil. Pero el card. Caraffa supo comprenderlo y admirarlo, y de Roma no sólo salió justificado, sino que aumentó su prestigio. Un año más tarde Julio III, a instancias del card. Caraffa, le nombró comisario general de la Inquisición, y junto a Caraffa y Cervini siguió siendo el mismo de siempre: un austero religioso, un hombre de oración, un pastor vigilante.

         En 1555 falleció Julio III, y el 9 abril 1555 es elegido Cervini como su sucesor, con el nombre de Marcelo II. Su pontificado fue breve (pues murió el 30 de abril), y el 23 mayo 1555 la triple corona recayó Caraffa, bajo nombre de Pablo IV.

         El nuevo papa confirmó a fray Miguel en el cargo de comisario general de la Inquisición, y le preconizó obispo de Sutri y Nepi (el 4 septiembre 1556), amenazándolo con darle más cargos, o ponerle cadenas en los pies, si renunciaba y se retiraba a la paz conventual. Mas no fueron cadenas lo que le puso, sino el capelo cardenalicio, el 15 marzo 1557 (pasando ahora a llamarse card. Ghislieri). Un año más tarde, le nombra inquisidor mayor de la Iglesia.

         El sucesor de Pablo IV fue el card. Medicis (Pío IV), coronado el 6 enero 1560. Se trató de un papa totalmente renacentista, que postergó al austero card. Ghislieri cuanto pudo, ignorando que aquel cardenal inflexible, amante de la pobreza y despegado del mundo y de los honores, sería su sucesor y se llamaría Pío V (nuestro Antonio, Miguel y card. Ghislieri).

         Efectivamente, Pío IV falleció el 9 diciembre 1565, y el cónclave se convocó en la Torre Boria. El duque de Altemps, con sus tercios de infantería, montó la guardia para que la elección fuese enturbiada por las intrigas externas, y más de 50 cardenales se encerraron allí el 20 de diciembre. Era la medianoche, y el frío congelaba la argamasa con que se tapió el cónclave, según rito y usanza antiguos. Fuera de él, todo eran conjeturas y expectación, y nerviosismo en los embajadores. Dentro, los cardenales Borromeo, Farnesio y Este encabezaban los 3 partidos eclesiales más fuertes.

         Morone vio caer su candidatura tras los informes de la Inquisición, Farnesio se resignó a una mejor ocasión, Riccia le achacó a Borromeo su vida anterior, y Sirleto proponía otra solución distinta al bloqueo provocado. Hasta que Farnesio y Borromeo logran reconciliarse, y optar por Ghislieri. La tarde del 7 enero 1566 quedó decidida la elección, y nuestro Antonio era el nuevo Pío V.

         Al anochecer, una fila de púrpuras se encaminó a la celda del austero fraile, y sin que él supiera nada le condujeron a la fuerza a la capilla Paulina, proclamándole allí sucesor de Pedro. Un momento de angustia se produjo cuando el cardenal decano (Pisani) le preguntó si aceptaba, y Ghislieri guardó silencio. Todos le asentían con la cabeza, hasta que por fin, exclamó: "Estoy conforme".

         La tapia del Cónclave fue derribada, y la Iglesia mostró a su nuevo papa. Todos reconocían al card. Ghislieri por sus austeras virtudes, así como por su acérrima defensa de la verdad, y eso que las intrigas de los soberanos le habían excluido de antemano. "Nos llevó el Espíritu Santo y no hubo presión en el proceso (apuntaba el card. Pacheco a su rey Felipe II de España), y eso que cuando entramos en Cónclave, muchos se cortarían las piernas antes que ir a hacer papa a Alejandrino (por residir su natal Bosco Marengo muy cerca de Alessandría)". Pío V era el papa que la Iglesia necesitaba.

         La vida íntima de Pío V redobló el ritmo de la austeridad y de la oración. La tiara era su nueva cruz; no se quitó la tosca ropa interior de fraile, fue muy parco en el comer, e incansable en el trabajo. Visitaba las iglesias a pie, ahuyentó del palacio a los bufones, y vivía alla fratesca. Sus devociones preferidas eran la meditación de la Pasión, el Santísimo (diciendo misa todos los días) y el Rosario.

         En la procesión del Corpus llevaba Pio V  la custodia a pie, descubierta la cabeza y arrobado en éxtasis adorante. La gente se asombraba de aquel recogimiento y el mismo embajador español (Requesens) opinaba que "desde hacía 300 años la Iglesia no había tenido mejor pastor que él". Era enemigo de los aduladores, y gustaba que le dijeran las verdades del barquero. Dadivoso en extremo con los pobres, a ellos les repartía con gozo Pío V cuanto estaba en sus manos.

         Las razones políticas no existían para él; sí, en cambio, las razones de Dios y del bien de la Iglesia. Como comenta el autor de una Historia de los Papas, "raras veces un papa había quedado tan por atrás del sacerdote, como fue el caso de aquel hijo de Santo Domingo, que ahora estaba sentado en la silla de San Pedro".

         No quiso saber nada Pío V de nepotismos (el mal del tiempo), y cuando le indicaron que convenía elevar a sus parientes, respondió con firmeza: "Dios me ha llamado para que yo sirva a la Iglesia, no para que la Iglesia me sirva a mí".

         Inexperto en los negocios políticos (que no le atraían), cedió Pío V a los ruegos de todos los cardenales y del embajador español, nombrando secretario de estado al dominico Bonelli (primo 2º carnal, pero al que obligó a seguir viviendo como un mendicante, y le exigió "una vida parecida a la suya", reprendiéndole tan severamente una vez, que el joven cardenal enfermó de tristeza). En otra ocasión, el card. Farnesio le sugirió que fortificase Anagni, y él le replicó que la Iglesia "no necesitaba cañones ni soldados, sino oración, ayuno, lágrimas y estudio de la Sagrada Escritura".

         La independencia de criterio de Pío V se debía a su carácter, pero también influyó en ello la desconfianza en los cardenales, a quienes, por otra parte, trataba con inaudita afabilidad y respeto, aunque pronto pensó purificar el Sacro Colegio con la elevación de hombres dignos de tal honor.

         Con denuedo trabajó Pío V para convertir a Roma en un dechado de las ciudades cristianas. Visitó las parroquias, castigó los escándalos (sin acepción de personas) y dio ejemplo con una vida de virtud y no lujo. Roma, cuentan los embajadores, cambió por completo: la ciudad del lujo y de la frivolidad renacentistas parecía ahora un "convento seglar".

         El pontificado de Pío V se centró en 4 dimensiones capitales: 1º la puesta en marcha de los decretos tridentinos, 2º la lucha contra los herejes, 3º la cruzada contra los turcos, y 4º el fomento de las ciencias eclesiásticas.

         El espíritu de Trento parecía haberse encarnado en la persona de Pío V. Todo el mundo estaba convencido de esta verdad. A raíz de su elevación al trono pontificio un observador extranjero comentó: "Tiene vida para diez años y planes de reforma para ciento y mil”. Empezó por la cabeza, ayudado de Ormaneto, instado por San Carlos Borromeo, dando a la Corte ejemplo incontrovertible de rigor y de vida austera.

         Reformó Pío V el Breviario y el Misal, publicó el famoso Catecismo de Trento (llamado también de Pío V, e impreso en 1566 en la imprenta Manucio), urgió la obligación de la residencia a los obispos, impulsó la celebración de sínodos diocesanos y visitas pastorales. Tiépolo decía que "el nuevo papa no hacía otra cosa que reformar".

         Como Pablo IV (con quien estuvo tan compenetrado), sabía Pío V que la fe es sustancia y fundamento del cristianismo, y los que esperaban que no se llevasen a la práctica los decretos tridentinos se equivocaron de punta a punta. Peor agüero fue Pío V para los herejes, pues a éstos los persiguió sin descanso, y el viejo inquisidor no les concedió ni una sola tregua.

         El palacio inquisitorial, demolido a la muerte de Pablo IV, fue reedificado con mayor suntuosidad, y el 2 septiembre 1566 atronaban el aire las salvas de los cañones del Castillo de Sant Angelo. Se estaba colocando la 1ª piedra del nuevo edificio, y el papa asistía a las sesiones de la Congregación de la Inquisición, que él creó (junto a la del Índice de Libros Prohibidos) para velar por la ortodoxia.

         Otro medio eficaz fue el fomento de las ciencias eclesiásticas. Destinó crecidas sumas de dinero a la reedición de las obras de San Buenaventura y de Santo Tomás de Aquino. A éste le declaró doctor de la Iglesia por bula del 11 abril 1567, y a San Pedro Canisio (a quien apreciaba grandemente) comisionó para refutar los centuriadores de Magdeburgo y la Confesión de Augsburgo. Favoreció igualmente a Sixto Senense (autor de la Bibliotheca Sancta), desterró las ponzoñas del Renacimiento y levantó la Universidad Sapientia de Roma.

         Aquel fraile, que nada anhelaba más que la paz del claustro, logró forjar una cristiandad bien hermanada, procurando que los príncipes cristianos estuviesen unidos. Pero, por fuerza de este anhelo, tuvo que convertirse en el papa de las grandes batallas.

         En efecto, el poderío turco era la pesadilla de la cristiandad, y Pío V fue el paladín de la Liga Santa. Exhortó con machacona insistencia a España, a Venecia, a Francia (que le salió traidora) e incluso a Rusia, con cartas personales, con legados y con promesas. Las miras del papa se clavaban en la defensa y expansión de la fe y en el robustecimiento de la paz, pues sólo así se podía llegar a una Europa robusta y cristiana.

         El 31 julio 1566 ordenó Pío V una procesión de rogativas para que el Señor alejase el peligro temible de los turcos, y Pío V caminó a pie, rezando y llorando. Era conmovedor ver llorar al papa, y "si fuese posible remediar la amenaza con la propia sangre (dijo él), la daría de buen grado".

         Ayudó al emperador alemán y a los caballeros de Malta, y visitó personalmente las fortificaciones que mandó hacer en Ancona, Civitavecchia y Ostia. Pero no se contentó con la defensa, pues la mejor manera de librar al Occidente del poderío musulmán era aplastar ese poderío. Y para ello, se necesitaba una acción naval conjunta de todas las naciones cristianas.

         Después de mil intentos y fracasos, la constancia de Pío V logró ganar a Venecia y a España para la Liga Santa, y el 27 mayo 1571 pudo felizmente publicar en San Pedro la noticia de la triple alianza: Roma, España y Venecia lucharían juntas contra el Islam. Se acuñó una medalla conmemorativa, y fue publicado un jubileo general para que el Dios de las batallas bendijese al ejército cristiano.

         El 21 junio 1571 la escuadra pontificia (al mando de Marco A. Colonna) se hizo a la mar rumbo a Messina, lugar de cita de las 3 potencias. El 23 de julio llegó la escuadra veneciana (comandada por el viejo lobo de mar Veniero), y la gigantesca escuadra española recaló en Nápoles el 8 de agosto (al mando de Juan de Austria, Luis de Requesens y Alvaro de Bazán), junto a alguna ayuda genovesa (de Andrea Doria). El infante español Juan de Austria fue nombrado almirante general de la empresa, y Pío V se puso desde ya mismo a rezar.

         En Nápoles recibió el español Juan de Austria el bastón de mando y el estandarte (damasco de seda azul, imagen del Salvador crucificado, con escudos enlazados con cadenas de oro) de manos del card. Granvela, y el 24 de agosto logró arribar en Messina el último buque español. La tropa se preparó a la lucha confesando y comulgando. Pío V mandó decir a don Juan que "iba a combatir por la fe católica, y por eso Dios le concedería la victoria". Zarpó, pues, la escuadra cristiana hacia Corfú, y los espías anunciaron que los turcos esperaban en Lepanto, con sus barcos en forma de media luna.

         El 7 de octubre, y a la hora del alba, habían dejado atrás las islas Equínadas y entraban en el golfo de Patrás. Don Juan dio con un cañonazo la señal de prepararse para el ataque, y enarboló la bandera de la Liga Santa en el palo mayor de su navío. Y un grito cristiano resonó en las olas: "¡Victoria, victoria!".

         Las principales civilizaciones mundiales (el Islam y la Iglesia) iban a chocar, por parte musulmana (con 222 galeras, 60 buques, 750 cañones, 34.000 soldados, 13.000 marineros y 41.000 galeotes) y por parte cristiana (con 207 galeras, 30 buques, 6 galeazas, 1.800 cañones, 30.000 soldados, 12.900 marineros y 43.000 remeros). La Iglesia embestiría en forma de cruz, y el Islam se dispuso a defender en forma de media luna.

         A mediodía chocaron las escuadras, entre los representantes de Cristo y los secuaces de Alá. Se lucha por las alas y en el centro. Don Juan, con 300 veteranos, adelanta su nave hacia la del generalísimo turco (que tiene a su lado a 400 jenízaros). El cielo está limpio, pero el mar está que arde de miedo, pues la pelea está indecisa. A las 16.00 horas cae muerto el almirante Alí, los turcos se ven obligados a retroceder, y las aguas griegas se llenan de sangre, cadáveres y naves rotas.

         Por parte turca, más de 8.000 soldados perdieron la vida, 10.000 cayeron prisioneros, 50 de sus galeras quedaron totalmente hundidas, y 117 totalmente destrozadas. Por parte cristiana, 7.500 soldados perdieron la vida, 7.500 quedaron heridos, 12 galeras quedaron totalmente hundidas y casi 12.000 esclavos cristianos (en manos turcas) fueron liberados. La cristiandad respiró a pleno pulmón, y Lepanto se convirtió, como dijo Miguel de Cervantes (testigo ocular de la batalla) en "la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, y esperan ver los venideros".

         Pío V, que había estado en constante oración ante el crucifijo y la Virgen del Rosario, supo por revelación la noticia del triunfo, y exclamó como el anciano Simeón: "Ahora, Señor, dejas ya a tu siervo en paz". La fiesta del Rosario quedará en la Iglesia como recuerdo de la victoria sin par. Y en las letanías se añadirá un piropo: "Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros".

         En realidad, Pío V podía morir tranquilo. Consumido por la penitencia y el trabajo, postrado en el lecho del dolor y de la muerte, exclamaba: "Señor, aumentad mis dolores, pero aumentad también mi paciencia". El día 1 mayo 1572 pasó Pío V a la vida bienaventurada. Había muerto un santo. La víspera de su tránsito ordenó que le vistiesen el hábito de su Orden, para morir como un simple dominico. Su voluntad era que le diesen sepultura en Bosco, lugar donde nació y pastoreó, como el más humilde de los mortales.

         Pero el nuevo papa (Sixto V, que le debía el cardenalato) hizo trasladar sus restos, enterrados provisionalmente en el Vaticano, a un grandioso mausoleo en Santa María la Mayor, donde aún está revestido con vestiduras pontificias y cubierto el cráneo con una mascarilla de plata. A su lado está un libro viejo y usado: el libro de los decretos del Concilio Tridentino, que siempre estuvo abierto en su mesa de trabajo.

         El 22 mayo 1712, Clemente XI le canonizó, y hasta Pío X fue el último papa en ser elevado a los altares. El humilde pastor de Bosco señaló una etapa nueva en la historia de la Iglesia. Los papas que le sucedieron seguirían sus huellas. Vencida la frivolidad del Renacimiento, la Iglesia ganó prestigio y hermosura, encauzada por el espíritu de Trento, que San Pío V encarnó en su vida e irradió a todos los estratos de la grey cristiana.

 Act: 30/04/24     @santoral mercabá        E D I T O R I A L    M E R C A B A    M U R C I A