JUAN CRISÓSTOMO
Sobre los Absentistas

I

De nada sirvió, como parece, el prolongado discurso que os dirigí recientemente para avivar vuestro celo por las asambleas aquí presentes, pues nuestra Iglesia, una vez más, se ve desprovista de sus hijos. Por lo tanto, también me veo obligado a parecer molesto y agobiante, reprendiendo a los presentes y criticando a los que se han quedado atrás. A ellos, por no haber dejado atrás su pereza; a vosotros, por no haber ayudado a la salvación de vuestros hermanos. Me veo obligado a parecer pesado y agobiante, y no por mí mismo ni mis posesiones, sino por vosotros y por vuestra salvación, que es más valiosa para mí que cualquier otra cosa. Quien quiera, que lo tome a mal, y me llame insolente e impúdico. Yo no dejaré de molestarlo continuamente por el mismo motivo, pues nada es mejor para mí que este tipo de impudencia. Puede ser que esto, al menos, los avergüence, y que para evitar ser perpetuamente importunados sobre las mismas cosas, algún día participen en el tierno cuidado de sus hermanos. En efecto, ¿qué provecho me da la alabanza, si no os veo progresar en la virtud? ¿Qué daño hay en el silencio de los oyentes, cuando no veo que vuestra piedad aumenta? La alabanza del orador no consiste en aplausos, sino en el celo de los oyentes por la piedad. No consiste en el ruido hecho justo en el momento de escuchar, sino en una sinceridad duradera. Tan pronto como el aplauso sale de los labios, se dispersa en el aire y perece. En cambio, la mejora moral de los oyentes trae una recompensa imperecedera e inmortal, tanto para quien habla como para quienes obedecen. La alabanza de los vítores hace al orador ilustre aquí, pero la piedad del alma brinda al maestro mucha más confianza ante el tribunal de Cristo. Por tanto, si algún orador ama su trabajo, que no busque el aplauso sino el beneficio de los oyentes. Descuidar a nuestros hermanos no es una falta común, sino una que conlleva un castigo extremo y una pena inexorable. El caso del hombre que enterró el talento lo prueba. Sí, porque no fue reprochado por su forma de vivir, sino por lo que en él se había depositado. No resultó ser una mala persona (pues restituyó intacto lo depositado), pero sí resultó ser un perezoso en la administración de su depósito. No duplicó lo que se le confió, y por eso fue castigado. ¿Qué tiene que ver eso con vosotros? Esto mismo: que si sois fervientes, y lleváis una buena vida, y mostráis celo por escuchar las Sagradas Escrituras, esto no basta para vuestra salvación. No basta porque el depósito debe duplicarse, y se duplica cuando, junto con la propia salvación, nos comprometemos en el bien de los demás. El hombre de la parábola dijo: "Mira, aquí tienes lo que es tuyo", y eso no le sirvió de defensa. ¿Por qué? Porque "debía haber dado el dinero a los cambistas" (Mt 25,27).

II

Los hombres suelen hacer responsables de la devolución de capital a quienes prestan con interés, a forma de decir: Has hecho el depósito, luego debes reclamarlo, sin importar quién lo haya recibido. No obstante, Dios no actúa así, y sólo nos ordena hacer el depósito, y no nos hace responsables de la devolución. Quien habla tiene el poder de aconsejar, no de persuadir, y por eso tan sólo se le dice: Te hago responsable del depósito, pero no de la devolución. ¿Qué puede ser más fácil que esto? Sin embargo, el siervo llamó duro al amo, a quien había sido tan amable y misericordioso. Hermanos, así es la costumbre de los ingratos e indolentes, que siempre intentan echar la culpa de sus ofensas a su amo. Por eso ese siervo fue arrojado con tortura y cadenas a las tinieblas eternas. Para que no suframos este castigo, depositemos nuestra enseñanza en los hermanos, ya sea que se sientan persuadidos por ella o no. Si se convencen, se beneficiarán tanto a sí mismos como a nosotros. Si no se convencen, se verán envueltos en un castigo inevitable, pero no podrán causarnos a nosotros el más mínimo daño, pues habremos cumplido con nuestra parte de aconsejarles. Si no nos escuchan, no nos perjudicarán, pues la culpa recae por no aconsejar, y no por conseguir lo aconsejado.

III

Estoy ansioso por saber con claridad si vosotros continuáis exhortando a vuestros hermanos, y si ellos permanecen siempre en la misma condición de indolencia. Tal como están las cosas, lo que temo es que puedan permanecer sin corrección por vuestra negligencia e indiferencia. Es imposible que un hombre que continuamente se beneficia de la exhortación no se vuelva mejor y más diligente. El proverbio que voy a citar es ciertamente común, y confirma esta verdad: "Una gota perpetua de agua desgasta una roca". Sí, mas ¿qué es más blando que el agua? ¿Y qué es más duro que una roca? La acción perpetua vence a la naturaleza, y si la vence, mucho más podrá prevalecer sobre la voluntad humana. El cristianismo no es un juego de niños, queridos míos, ni un asunto de importancia secundaria. Digo esto continuamente, y sin embargo, no logro nada.

IV

Me aflijo al recordar que en los días festivos las multitudes reunidas se asemejan a la vasta extensión del mar, y ahora ni siquiera la más pequeña parte de esa multitud está reunida aquí. ¿Dónde están ahora quienes nos oprimen con su presencia en los días festivos? Los busco y me aflijo por ellos, al observar la multitud que perece entre quienes están en el camino de la salvación. Siento y sufro la gran pérdida de hermanos que sufro, y me aflijo por los pocos que han sido alcanzados por las cosas que conciernen a la salvación. Por lo que veo, la mayor parte del cuerpo de la Iglesia es como un cadáver inerte. Alguno dirá: ¿Y qué nos importa eso? La mayor preocupación posible, hermano, sobre todo si no prestas atención a tus hermanos, o no los exhortas ni aconsejas, o no los coaccionas, o no los arrastras a la fuerza hasta aquí y los alejas de su profunda indolencia. En efecto, uno no debe ser útil sólo para sí mismo, sino también para muchos otros. Esto es algo que Cristo declaró claramente, cuando nos llamó sal (Mt 5,13), levadura y luz (Mt 5,14), porque estas cosas son útiles y provechosas para los demás. Así como una lámpara no brilla para sí misma, sino para los que están sentados en la oscuridad, así tú eres una lámpara que no ha de emitir luz para ti mismo, sino a los que andan extraviados. En efecto, ¿de qué sirve una lámpara, si no da luz al que está sentado en la oscuridad? ¿De qué sirve un cristiano que no beneficia a nadie, ni conduce a nadie de vuelta a la virtud? Así como la sal no es un astringente para sí misma, sino que fortalece aquellas partes del cuerpo que se han descompuesto, y evita que se deshagan y perezcan, así también vosotros sois sal espiritual destinada a fortalecer los miembros decaídos (es decir, a los hermanos indolentes y sórdidos), rescatándolos de su indolencia y uniéndolos al resto del cuerpo de la Iglesia. Esta es la razón por la que Cristo os llamó levadura, pues así como la levadura afecta a toda la masa, así también vosotros sois pocos pero capaces de afectar a todos los demás. Así como la levadura no es débil por su pequeñez, sino que prevalece debido a su calor inherente y a la fuerza de su cualidad natural, así también vosotros podéis recuperar un número inmenso de personas para Cristo. Hay quienes usan el verano como excusa, y dicen que el calor sofocante actual es excesivo, y que el sol abrasador es intolerable, y que no soportan verse encerrados entre una multitud, ni estar sudorosos y oprimidos por el calor y el espacio reducido. De esos tales, yo me avergüenzo, pues tales excusas son de mujer, e incluso las propias mujeres (que tienen cuerpos más blandos, y una naturaleza más débil) no los emitan para justificarse. Estas excusas son vergonzosas y sonrojantes. ¿Qué debo decir, entonces, a quienes presentan estos pretextos? Quisiera recordarles a los tres jóvenes de Babilonia en el horno y en las llamas, cuando vieron el fuego que los rodeaba por todos lados y no cesaron de cantar un himno sagrado y místico a Dios. No lo cantaron en compañía del universo ni el día de la fiesta, sino en medio de una pira y manteniéndose en pie, con mayor alegría que los que habitan los campos floridos. Si no les gusta este ejemplo, les propongo el de Daniel en el foso de los leones (Dn 6,24) y el de Jeremías en el pozo de lodo, que le asfixió hasta el cuello (Jer 38,5). También les propongo a Pablo y a Silas atados en el cepo de la cárcel, cubiertos de moretones y heridas, lacerados por todo el cuerpo con una masa de azotes, pero cantando alabanzas a Dios a medianoche y celebrando su santa vigilia. ¿Acaso estos santos, tanto en el horno como en el foso, entre fieras o entre lodo, en la prisión o con cepo, entre azotes y moratones, se quejaron? Nada de esto, sino que continuamente pronunciaban oraciones y cánticos sagrados con mucha energía y ferviente celo. Por nuestra parte, nosotros no hemos sufrido ninguno de esos innumerables sufrimientos, y lo que hacemos es descuidar nuestra propia salvación a causa del sol, del exceso de aforo o del escaso. Quienes ponen estas excusas se están desviando del camino, y se están depravando al asistir a reuniones que son completamente insalubres (el circo, el teatro...), bajo el mismo sol y exceso de aforo. Cuando el rocío de los oráculos divinos es tan abundante, ¿hacéis del calor vuestra excusa? Dice Cristo que "el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna" (Jn 4,14), y "el que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva" (Jn 7,38). Respóndeme a esto, absentista: Cuando tienes a tu alcance ganar pozos y ríos repletos de agua, ¿te acuerdas del calor? En el mercado hay tanto bullicio o más que aquí, y un calor que sí que es realmente abrasador, ¿y no te ausentas de él, ni te acuerdas de la sofocación? Es imposible que digas que allí puedes disfrutar de una temperatura más fresca, y que te acuerdes del calor mucho menor que se concentra aquí. La verdad es ésta, y exactamente contraria a tus excusas. Lo es por el pavimento y el tipo de construcción de esta iglesia, que está elevada a gran altura. Aquí arriba, oh absentista, el aire es más ligero y fresco, y allí abajo el sol es fuerte en todas las direcciones. En un mercado sí que hay mucha gente, y vapor, y polvo y otras cosas que aumentan la incomodidad mucho más que éstas. Tus excusas, oh absentista, son insensatas, son hijas de la indolencia, son de una disposición supina, están desprovistas del fuego del Espíritu Santo.

V

Estas observaciones mías no se dirigen tanto a los absentistas como a vosotros, hermanos, que sois lo que no los traéis aquí de la mano, ni los sacáis de su indolencia, ni los atraéis a esta mesa de salvación. Los esclavos domésticos, cuando tienen que realizar algún servicio en común, convocan a sus compañeros. Vosotros, en cambio, venís aquí sin haber invitado siquiera a vuestros seres cercanos, permitiendo que ellos se hagan negligentes. Alguno dice: ¿Y si no lo desean? En ese caso, hacedle desearlo con vuestra continua importunidad, pues si ven que insistís, sin duda lo desearán. ¿Cuántos padres hay aquí, al menos, sin haber traído a sus hijos? ¿Tan difícil les ha sido traer a alguno de ellos? Con esto queda demostrado que el negligente no ha sido el niño, sino el padre que no lo ha traído aquí. Y no sólo negligente, sino también indolente. Despertad, hermanos, y venid a la Iglesia acompañados al menos por un miembro de vuestra familia. Animaos a venir a la asamblea, el padre a su hijo, el hijo a su padre, los esposos a sus esposas, las esposas a sus esposos, el amo a su esclavo, el hermano a su hermano, el amigo a su amigo. O mejor aún, no sólo convoquemos a amigos, sino también a enemigos, pues éste es un tesoro común de bienes. Si tu enemigo ve tu preocupación por su bienestar, sin duda abandonará su odio hacia ti. ¿Cómo invitar a un enemigo? De cualquier manera, o preguntándole: ¿No te avergüenza que los judíos guarden su sabath, y desde la tarde se abstengan de todo trabajo, y se dediquen a la sinagoga? Sí, en cuanto un judío ve declinarse el sol del viernes, ya se pone a preparar su día sagrado, e interrumpe sus negocios, e incluso rechaza un dinero extra por alguna compra-venta. ¿Por qué hablo del precio de los artículos del mercado, y de las transacciones comerciales? Porque ni siquiera ante un tesoro lleno de dinero, un judío sería capaz de pisotear su ley. ¿Son estrictos los judíos, o somos nosotros negligentes? ¿Es estricto observar la ley, o es negligente desoírla y burlarla? ¿Quién lo está haciendo bien, y al final recibirá el premio? ¿Quién lo está haciendo mal, y al final acabará perjudicado? ¿Eres tú, oh absentista, superior a la sombra, a quien se le ha concedido ver el Sol de Justicia? ¿Cómo va a ser un ciudadano del cielo tan aferrado a la tierra, y a lo incorrecto, y a la falsa excusa? Y todo ello, por no venir aquí un pequeño rato a la semana. ¿Qué clase de indulgencia, por favor, podrías obtener? ¿Qué respuesta razonable y justa tendrás que dar?

VI

Es completamente imposible que alguien tan indiferente e indolente obtenga indulgencia, incluso si alegara las necesidades de los asuntos mundanos mil veces como excusa. ¿No sabes que si vienes a adorar a Dios y participas en la obra que se realiza aquí, el asunto que tienes entre manos se te facilita mucho? ¿Tienes inquietudes mundanas? Ven aquí para que, durante el tiempo que pases aquí, puedas ganarte el favor de Dios y partir con seguridad; para que lo tengas como aliado, para que te vuelvas invencible ante los demonios porque cuentas con la ayuda de la mano celestial. Si te beneficias de las oraciones de los padres, si participas en la oración común, si escuchas los oráculos divinos, si te ganas la ayuda de Dios, si, armado con estas armas, sales, ni siquiera el mismísimo diablo podrá mirarte a la cara, y mucho menos insultarte y difamarte. Pero si vas de tu casa al mercado y te encuentran desprovisto de estas armas, serás fácilmente dominado por quienes te insulten. Esta es la razón por la que, tanto en los asuntos públicos como en los privados, ocurren muchas cosas contrarias a nuestras expectativas, porque no hemos sido diligentes con los asuntos espirituales en primer lugar, y en segundo lugar con los seculares, sino que hemos invertido el orden. Por esta razón, también se ha alterado la secuencia y el orden correctos de las cosas, y todos nuestros asuntos están llenos de mucha confusión. ¿Puedes imaginar la angustia y el dolor que sufro cuando observo que, si se acerca un día festivo público, todos los habitantes de la ciudad se reúnen, aunque no haya nadie que los llame; pero cuando el día festivo y la festividad han pasado, aunque nos quebráramos la voz al seguir llamándote todo el día, nadie nos hace caso? A menudo, al reflexionar sobre estas cosas, me he lamentado profundamente y me he dicho: ¿De qué sirve la exhortación o el consejo, si todo lo haces por pura costumbre y no te vuelves ni un ápice más celoso gracias a mis enseñanzas? Si durante las festividades no necesitan mi exhortación, y una vez pasadas no se aprovechas de mis enseñanzas, ¿no demuestro que mi discurso es superfluo?

VII

Quizás muchos de quienes escuchan esto se sientan afligidos. Pero ese no es el sentir de los indolentes; de lo contrario, dejarían de lado su despreocupación, como nosotros, que nos preocupamos a diario por sus asuntos. ¿Y qué ganancia obtienen de sus transacciones seculares en proporción al daño que sufren? Es imposible abandonar cualquier otra asamblea o reunión con tantas ganancias como las que reciben del tiempo que pasan aquí, ya sea el tribunal, la cámara del consejo o incluso el propio palacio. Nosotros no confiamos la administración de naciones o ciudades, ni el mando de ejércitos a quienes entran aquí, sino otro tipo de gobierno más digno que el del propio Imperio. O mejor dicho, no lo confiamos nosotros mismos, sino la gracia del Espíritu Santo. ¿Qué gobierno, más digno que el del imperio, reciben quienes entran aquí? Están entrenados para dominar las pasiones inicuas, para gobernar las lujurias perversas, para dominar la ira, para regular la mala voluntad, para someter la vanagloria. El emperador, sentado en el trono imperial y luciendo su diadema, no es tan digno como el hombre que ha elevado su propia razón interior al trono del gobierno sobre las bajas pasiones, y por su dominio sobre ellas se ha ceñido como una gloriosa diadema sobre la frente. En efecto, ¿de qué sirve, por favor, la púrpura, las vestiduras labradas con oro y una corona enjoyada, cuando el alma está cautiva de las pasiones? ¿Qué provecho hay en la libertad exterior cuando el elemento gobernante dentro de nosotros se reduce a un estado de servidumbre vergonzosa y lastimosa? Pues así como cuando la fiebre penetra profundamente e inflama todo el interior, no se obtiene ningún beneficio de la superficie externa del cuerpo, aunque no se vea afectada de la misma manera; así también, cuando nuestra alma es violentamente arrastrada por la pasión interior, ningún gobierno externo, ni siquiera el trono imperial, resulta beneficioso, ya que la razón es destituida del trono del imperio por la violenta usurpación de las pasiones, y se inclina y tiembla ante sus movimientos insurreccionales.

VIII

Para evitar que esto ocurra, profetas y apóstoles concurren por todos lados para ayudarnos, reprimiendo nuestras pasiones y expulsando toda la ferocidad del elemento irracional dentro de nosotros, y confiándonos un modo de gobierno mucho más digno que el imperio. Por eso dije que quienes se privan de este cuidado reciben un golpe en las partes vitales, sufriendo un daño mayor que el que se puede infligir desde cualquier otra fuente, ya que quienes acuden aquí obtienen una ganancia mayor que la que podrían obtener de cualquier otra fuente, tal como lo declara la Escritura. La ley decía: "No te presentarás ante el Señor con las manos vacías" (Ex 23,15) y: "No entrarás al templo sin sacrificios". Ahora bien, si no es correcto entrar a la casa de Dios sin sacrificios, mucho más deberíamos entrar a la asamblea acompañados de nuestros hermanos, pues este sacrificio y esta ofrenda son mejores que traer un alma a la Iglesia. ¿No ven a las palomas adiestradas cómo cazan a otras cuando se las suelta? Hagamos lo mismo. ¿Qué excusa tendremos si criaturas irracionales son capaces de cazar un animal de su propia especie, mientras que nosotros, que hemos sido honrados con la razón y tanta sabiduría, descuidamos esta búsqueda? Los exhorté en mi discurso anterior con estas palabras: Vayan cada uno a las casas de sus vecinos, espérenlos a que salgan, agárrenlos y llévenlos a su madre común; e imiten a quienes, locos por ir al teatro, se organizan diligentemente para encontrarse y esperan al amanecer para ver ese espectáculo inicuo. Sin embargo, no he logrado nada con esta exhortación. Por lo tanto, vuelvo a hablar y no cesaré hasta convencerlos. Escuchar no sirve de nada si no va acompañado de práctica. Nuestro castigo se agrava si oímos continuamente lo mismo y no hacemos nada de lo que se dice. Que el castigo será más severo, escuchen la declaración de Cristo: "Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa para su pecado" (Jn 15,22). Por su parte, el apóstol dice que "no serán justificados los oidores de la ley" (Rm 2,13), Estas cosas les dice a los oyentes; pero cuando también desea instruir al orador, que ni siquiera él ganará nada de su enseñanza a menos que su comportamiento esté en estrecha correspondencia con su doctrina, y su forma de vida esté en armonía con su discurso, escuche cómo se dirigen a él el apóstol y el profeta: porque este último dice, pero al pecador le dijo Dios, ¿por qué predicas mis leyes y tomas mi pacto en tu boca, cuando has aborrecido la instrucción? Y el apóstol, dirigiéndose de nuevo a estos mismos que pensaban grandes cosas de su enseñanza, habla de esta manera: "Tú que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?" (Rm 2,19-21). Puesto que no me beneficiaría a mí, el orador, hablar, ni a ustedes, los oyentes, escuchar, a menos que nos apeguemos a lo que se dice, sino que, más bien, aumentaría nuestra condenación, no limitemos nuestro celo a solo escuchar, sino que observemos lo que se dice en nuestras obras. Porque es ciertamente bueno dedicar tiempo continuamente a escuchar los oráculos divinos; pero este bien se vuelve inútil cuando el beneficio que se deriva de escuchar no está vinculado a él.

IX

Para que no se reúnan aquí en vano, no cesaré de suplicarles con todo fervor, como ya les he pedido con frecuencia, que nos traigan a sus hermanos, que exhorten a los descarriados, que los aconsejen no sólo con palabras, sino también con hechos. Esta es la enseñanza más poderosa: la que se transmite a través de nuestros modales y comportamiento. Aunque no pronuncien una sola palabra, al salir de esta asamblea, con su porte, su mirada, su voz y todo el resto de su comportamiento, muestren a los hombres que se han quedado atrás la ganancia que se han llevado consigo; esto es suficiente para exhortación y consejo. Porque deberíamos salir de este lugar como si fuera un santuario sagrado, como hombres que han descendido del cielo mismo, que se han vuelto sobrios y filosóficos, que hacen y dicen todo con la debida medida. Cuando una esposa ve a su esposo regresar de la asamblea, y un padre a su hijo, y un amigo a su amigo, y un enemigo a su enemigo, que todos reciban una impresión del beneficio que han obtenido al venir aquí: y lo recibirán, si perciben que se han vuelto más apacibles, más filosóficos, más devotos. Consideren qué privilegios disfrutan quienes han sido iniciados en los misterios, con qué compañía ofrecen ese himno místico, con qué compañía proclaman en voz alta el Sanctus. Enséñenles a los de afuera que se han unido al coro de los serafines, que tienen rango de ciudadanos de la comunidad celestial, que han sido inscritos en el coro de los ángeles, que han conversado con el Señor, que han estado en la compañía de Cristo. Si nos regulamos de esta manera, no necesitaremos decir nada al salir hacia los que se quedaron atrás; pero, gracias a nuestra ventaja, percibirán su propia pérdida y se apresurarán a venir para disfrutar de los mismos beneficios. Porque cuando, simplemente con el uso de sus sentidos, vean brillar la belleza de tu alma, incluso si son los más estúpidos de los hombres, se enamorarán de tu buena apariencia. Porque si la belleza corporal emociona a quienes la contemplan, mucho más podrá la simetría del alma conmover al espectador y estimularlo a un celo igual. Adornemos, pues, nuestro hombre interior y tengamos presentes las cosas que se dicen aquí al salir: porque allí es especialmente un momento oportuno para recordarlas; y así como un atleta muestra en la pista lo que ha aprendido en la escuela de entrenamiento, así también debemos mostrar en nuestras transacciones en el mundo exterior lo que hemos escuchado aquí.

X

Tened presente, pues, lo que se dice aquí: que cuando hayáis salido, y el diablo os atrape, ya sea por ira, vanagloria o cualquier otra pasión, podréis recordar la enseñanza que habéis recibido aquí, y liberaros fácilmente de las garras del Maligno. ¿No veis a los maestros de lucha en los campos de práctica, quienes, tras innumerables combates y habiendo obtenido la exención de la lucha por su edad, se sientan fuera de las filas junto al polvo y gritan a los que luchan dentro, diciéndoles que agarren una mano, que arrastren una pierna, que se agarren de la espalda, o que "si haces esto o aquello, fácilmente derribarás a tu antagonista", son de gran ayuda para sus alumnos? Así también mira a tu maestro de entrenamiento, el bendito Pablo, quien después de incontables victorias ahora está sentado fuera del límite (me refiero a esta vida presente), y clama a voz en cuello a quienes luchamos, diciendo por medio de sus epístolas cuando nos ve vencidos por la ira y el resentimiento por las injurias, y ahogados por la pasión: "Si tu enemigo tiene hambre, aliméntalo, si tiene sed, dale de beber" (Rm 12,20). Se trata de un hermoso precepto lleno de sabiduría espiritual, y útil tanto para quien lo hace como para quien lo recibe. Pero el recordatorio del pasaje causa mucha perplejidad, y no parece corresponder al sentimiento de quien pronunció las palabras anteriores. ¿Y cuál es la naturaleza de esto? Ésta mismas: el dicho de que "al hacerlo amontonarás brasas sobre su cabeza". ¿Por qué? Porque con estas palabras perjudica tanto al que lo hace como al que lo recibe, prendiendo fuego a su cabeza y colocando brasas sobre ella. ¿Qué beneficio obtendrá de recibir comida y bebida en proporción al mal que sufrirá por las brasas que le amontonan? Así, el que recibe el beneficio es perjudicado, recibiendo una venganza mayor, pero el benefactor también es perjudicado de otra manera. ¿Qué puede ganar haciendo el bien a sus enemigos cuando actúa con la esperanza de venganza? Quien da comida y bebida a su enemigo con el propósito de amontonar brasas sobre su cabeza no se volvería misericordioso y bondadoso, sino cruel y severo, al haberle infligido un castigo enorme por un pequeño beneficio. ¿Qué podría ser más cruel que alimentar a una persona con el propósito de amontonar brasas sobre su cabeza? Esta es, pues, la contradicción. Queda añadir la solución, para que precisamente por aquellas cosas que parecen violar la letra de la ley se pueda ver claramente toda la sabiduría del legislador. ¿Cuál es, entonces, la solución?

XI

Ese hombre grande y noble era muy consciente de que reconciliarse rápidamente con un enemigo es algo penoso y difícil; penoso y difícil, no por su propia naturaleza, sino por nuestra indolencia moral. Pero nos ordenó no sólo reconciliarnos con nuestro enemigo, sino también alimentarlo; lo cual era mucho más penoso que lo anterior. Pues si algunos se enfurecen con la mera vista de quienes los han molestado, ¿cómo estarían dispuestos a alimentarlos cuando tienen hambre? ¿Y por qué hablo de la vista que los enfurece? Si alguien menciona a las personas y simplemente menciona su nombre en público, reaviva la herida en nuestra imaginación y aviva la pasión. Pablo, consciente de todo esto y deseando suavizar y facilitar la corrección difícil, y persuadir a quien no soportaba ver a su enemigo a estar dispuesto a otorgarle el beneficio ya mencionado, añadió las palabras sobre las brasas, para que quien, movido por la esperanza de venganza, se apresurara a prestar este servicio a quien lo había molestado. Así como el pescador, rodeando el anzuelo con el cebo, lo ofrece a los peces para que uno de ellos, corriendo hacia su alimento habitual, sea capturado con él y fácilmente retenido, así también Pablo, deseando atraer al hombre agraviado para otorgarle un beneficio, no le presenta el anzuelo desnudo de la sabiduría espiritual, sino que, cubriéndolo con una especie de cebo, es decir, las brasas, invita al hombre insultado, con la esperanza de infligir castigo, a otorgarle este beneficio a quien lo ha molestado. Pero cuando llega, lo retiene firmemente en el futuro y no le permite escapar, pues la propia naturaleza del acto lo vincula con su enemigo; y prácticamente le dice: "Si no estás dispuesto a alimentar al hombre que te ha hecho daño por piedad, aliméntalo al menos con la esperanza de castigarlo". Pues sabe que si el hombre se pone manos a la obra para otorgar este beneficio, se establece un punto de partida y se le abre un camino de reconciliación. Ciertamente, nadie tendría el valor de considerar continuamente como enemigo a un hombre al que le ha dado de comer y beber, incluso si inicialmente lo hace con la esperanza de venganza. Pues el tiempo, con el paso del tiempo, relaja la tensión de su ira. Así como el pescador, si presentara el anzuelo desnudo, nunca atraería al pez, pero al cubrirlo, lo lleva sin darse cuenta a la boca del animal que se acerca a él; así también Pablo, si no hubiera anticipado la expectativa de infligir castigo, jamás habría persuadido a los agraviados a beneficiar a quienes los habían molestado. Deseando entonces persuadir a quienes retrocedían con disgusto y se paralizaban ante la sola visión de sus enemigos a que les otorgaran los mayores beneficios, mencionó las brasas, no con la intención de obligarlos a un castigo inexorable, sino para que, una vez persuadidos los agraviados a beneficiar a sus enemigos con la expectativa de castigarlos, pudiera posteriormente persuadirlos a abandonar por completo su ira.

XII

Así, pues, animó al hombre agraviado. No obstante, observad también cómo une de nuevo al agraviado con el provocado. En primer lugar, por la forma misma del beneficio (pues nadie es tan degradado e insensible como para no estar dispuesto, al recibir comida y bebida, a convertirse en siervo y amigo de quien se lo ofrece); y en segundo lugar, por el temor a la venganza. El pasaje citado ("haciendo esto, amontonarás brasas sobre su cabeza") parece dirigirse a quien da la comida; pero se dirige más especialmente a quien ha causado la molestia, para que, por temor a este castigo, se disuada de permanecer continuamente en enemistad y, consciente de que recibir comida y bebida podría causarle el mayor daño si mantiene constantemente su animosidad, pueda reprimir su ira. Así podrá apagar las brasas. Por lo tanto, el castigo y la venganza propuestos inducen al agraviado a beneficiar a quien lo ha molestado, y disuaden y frenan a quien ha provocado la provocación, impulsándolo a la reconciliación con quien le da de comer y beber. Pablo, por tanto, unió a las dos personas con un doble vínculo: uno dependía de un beneficio, el otro de un acto de venganza. Pues la dificultad radica en comenzar y encontrar una vía para la reconciliación; pero una vez superada, sea cual sea la forma, todo lo que siga será fácil y sencillo. Pues incluso si al principio el hombre molesto alimenta a su enemigo con la esperanza de castigarlo, al hacerse amigo suyo al darle de comer podrá expulsar el deseo de venganza. Pues cuando se haya convertido en amigo, ya no alimentará al hombre que se ha reconciliado con él con tal expectativa. De nuevo, el que ha dado la provocación, cuando ve que el hombre que ha sido agraviado elige darle comida y bebida, arroja fuera toda su animosidad, tanto a causa de este hecho, como también por su temor al castigo que está reservado para él, incluso si es excesivamente duro y severo y de corazón de piedra, avergonzado por la benevolencia de quien le da comida, y temiendo el castigo reservado para él, si continúa siendo un enemigo después de aceptar la comida.

XIII

Por esta razón, Pablo no detuvo aquí su exhortación, sino que, tras haber vaciado la ira de ambos lados, procedió a corregir su disposición, diciendo: "No os dejéis vencer por el mal". Pues si, dice, continúan guardando resentimiento y buscando venganza, parece que están venciendo a su enemigo, pero en realidad están siendo vencidos por el mal (es decir, por la ira). Así que, si desean vencer, reconcíliense y no ataquen a su adversario; pues una victoria brillante es aquella en la que mediante el bien, es decir, mediante la paciencia, se vence el mal, expulsando la ira y el resentimiento. El hombre ofendido, inflamado por la pasión, no habría soportado estas palabras. Por lo tanto, cuando hubo satisfecho su ira, procedió a guiarlo hacia la mejor razón para la reconciliación, y no le permitió permanecer animado permanentemente por la malvada esperanza de venganza. ¿Percibís la sabiduría del legislador? Y para que sepáis que introdujo esta ley sólo por la debilidad de quienes, de otro modo, no se contentarían con llegar a un acuerdo entre ellos, escuchad cómo Cristo, al dictar una ley sobre este mismo tema, no propuso la misma recompensa que el apóstol; sino que, tras decir "amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian", lo que significa "dales de comer y beber", no añadió "al hacerlo, amontonaréis brasas sobre sus cabezas". Entonces, ¿qué es lo que dijo? Esto mismo: "Para que seáis como vuestro Padre celestial" (Mt 5,44). Como se dirigía a Pedro, Santiago, Juan y al resto del grupo apostólico, por eso propuso esa recompensa. Pero si decís que, incluso con este entendimiento, el precepto es oneroso, mejoráis una vez más la defensa que yo hago en favor de Pablo, pero os priváis de toda excusa indulgente. Puedo demostraros que esto que os parece oneroso se logró en la antigua dispensación, cuando la manifestación de la sabiduría espiritual no era tan grande como ahora. Por esta razón, Pablo no introdujo la ley con sus propias palabras, sino que usó las mismas expresiones que empleó quien la introdujo originalmente, para no dar excusas a quienes la incumplieran: pues el precepto "si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber" no es una expresión original de Pablo, sino de Salomón (Prov 25,21-22). Por esta razón, citó las palabras para persuadir al oyente de que, para alguien que ha alcanzado tan alto nivel de sabiduría, considerar una antigua ley como onerosa y penosa, la cual fue cumplida a menudo por los hombres de la antigüedad, es una de las cosas más viles posibles. ¿Quién de los antiguos, te preguntas, la cumplió? Hubo muchos, pero entre otros, David lo hizo especialmente con mayor abundancia. No sólo dio de comer y beber a su enemigo, sino que también lo rescató varias veces de la muerte cuando estaba en peligro; y cuando pudo matarlo, lo perdonó una, dos, sí, muchas veces. En cuanto a Saúl, lo odiaba y aborrecía tanto después de los innumerables buenos servicios que había realizado, después de sus brillantes triunfos y la salvación que había obrado en el caso de Goliat, que no soportaba mencionarlo por su propio nombre, sino que lo llamaba como su padre. Porque una vez, cuando se acercaba una fiesta, y Saúl, tras haber urdido una traición contra él y urdido un cruel complot, no lo vio llegar, dijo: "¿Dónde está el hijo de Jesé?" (1Sm 20,23). Lo llamó por el nombre de su padre, tanto porque a causa de su odio no podía soportar el recuerdo de su nombre propio, como también porque pensaba perjudicar la distinguida posición de ese hombre justo al referirse a su baja cuna, un pensamiento miserable y despreciable: pues ciertamente, incluso si tuviera alguna acusación que presentar contra el padre, esto de ninguna manera podría perjudicar a David. Porque cada hombre es responsable de sus propias acciones, y por estas puede ser alabado y acusado. Pero como era de esperar, al no tener ninguna mala acción que mencionar, sacó a relucir su baja cuna, esperando con esto eclipsar su gloria, lo cual, de hecho, era el colmo de la locura. ¿Qué clase de ofensa es ser hijo de hombres insignificantes y humildes, hijo de Jesé? Pero cuando David encontró a Saúl durmiendo en la cueva, no lo llamó hijo de Kish, sino por su título de honor, y dijo: "No alzaré mi mano contra el ungido del Señor" (1Sm 26,11). Tan completamente libre estaba de ira y resentimiento por las injurias: lo llama el ungido del Señor, quien le había causado tan grandes males, quien ansiaba su sangre, quien después de sus innumerables buenos servicios había intentado muchas veces destruirlo. Porque no consideró cómo merecía ser tratado Saúl, sino lo que le correspondía hacer y decir, lo cual es la mayor muestra de sabiduría moral. ¿Cómo? Cuando tienes a tu enemigo en prisión, atado por una doble, o mejor dicho, por una triple cadena: confinamiento, falta de asistencia y necesidad de dormir, ¿no exiges un castigo para él? No, dice, porque no me refiero a lo que merece sufrir, sino a lo que me corresponde hacer. No buscaba la facilidad para matar, sino la estricta observancia de la sabiduría moral que le convenía. Sin embargo, ¿cuál de las circunstancias existentes no fue suficiente para impulsarlo a matar? ¿No fue el hecho de que su enemigo fuera entregado atado en sus manos un incentivo suficiente? Porque sabes, supongo que nos apresuramos con más entusiasmo a realizar actos para los que abundan las facilidades, y la esperanza de éxito aumenta nuestro deseo de actuar, que fue precisamente lo que ocurrió en su caso.

XIV

¿Acaso el capitán que lo aconsejó y lo instó a cometer el crimen, lo indujo a matar? Nada de esto lo conmovió; de hecho, la misma facilidad para matar lo disuadió, pues pensó que Dios había puesto a Saúl en sus manos para brindarle amplias oportunidades para el ejercicio de la sabiduría moral. Quizás lo admires, pues no atesoraba el recuerdo de ninguno de sus males pasados; pero a mí me sorprende mucho más por otra razón. ¿Y cuál es esta? Que el temor a los acontecimientos futuros no lo impulsó a atacar violentamente a su enemigo. Porque sabía claramente que si Saúl escapaba, volvería a ser su adversario; sin embargo, prefirió exponerse al peligro dejando ir al hombre que lo había agraviado, a asegurar su propia seguridad atacando violentamente a su enemigo. ¿Qué podría igualar entonces el espíritu grande y generoso de este hombre, quien, cuando la ley mandaba "sacar ojo por ojo, diente por diente", y la retribución en igualdad de condiciones (Dt 19,21), no sólo se abstuvo de hacerlo, sino que exhibió una medida mucho mayor de sabiduría moral? Al menos si hubiera matado a Saúl en ese momento, habría conservado intacto el crédito por la sabiduría moral, no sólo porque había actuado a la defensiva, al no ser él mismo el originador de la violencia, sino también porque por su gran moderación era superior al precepto de ojo por ojo. Porque no habría infligido una matanza a cambio de una; sino que, a cambio de muchas muertes, que Saúl intentó causarle, habiendo intentado matarlo no una ni dos, sino muchas veces, solo habría causado una muerte a Saúl. Y no sólo esto, sino que si hubiera procedido a vengarse por temor al futuro, incluso esto, combinado con las cosas ya mencionadas, le aseguraría la recompensa de la paciencia sin ninguna deducción. Quien está enojado por las cosas que le han hecho, y exige satisfacción, no puede obtener el elogio de la paciencia. En cambio, cuando uno descarta la consideración de todos los males pasados (aunque sean muchos y dolorosos) se ve obligado a tomar medidas para defenderse por temor al futuro y para asegurar su propia seguridad, y nadie lo privaría de las recompensas de la moderación.

XV

David no actuó así, sino que halló una forma novedosa y extraña de sabiduría moral. Ni el recuerdo del pasado, ni el temor al futuro, ni la instigación del capitán, ni la soledad del lugar, ni la facilidad para matar, ni nada más lo incitaron a matar; sino que perdonó a su enemigo, quien le había causado dolor como si fuera un benefactor y le hubiera hecho mucho bien. ¿Qué clase de indulgencia tendremos, entonces, si recordamos las trasgresiones pasadas y nos vengamos de quienes nos han causado dolor, mientras que ese hombre inocente, que sufrió tantos sufrimientos y esperaba que le sobrevinieran más y peores males por salvar a su enemigo, es visto perdonándolo, prefiriendo correr peligro y vivir con miedo y temblor, antes que dar una muerte justa al hombre que le causaría problemas interminables? Su sabiduría moral, entonces, podemos percibirla no solo por el hecho de que no mató a Saúl, cuando hubo una fuerte compulsión, sino también por no proferir una palabra irreverente contra él, aunque el insultado no lo hubiera escuchado. Sin embargo, a menudo hablamos mal de los amigos cuando están ausentes; él, por el contrario, ni siquiera del enemigo que le había causado tan gran daño. Su sabiduría moral, entonces, podemos percibirla por estas cosas; pero su amorosa bondad y tierno cuidado por lo que hizo después. Pues después de cortar el fleco del manto de Saúl y tomar la botella de agua, se retiró a cierta distancia, se puso de pie y gritó, y exhibió estas cosas a aquel cuya vida había salvado, no con fines de ostentación, sino deseando convencerlo con sus hechos de que sospechaba sin motivo de su enemigo, y con el objetivo, por lo tanto, de ganarse su amistad. Sin embargo, cuando ni siquiera así logró persuadirlo, y pudo haberlo apresado, prefirió de nuevo exiliarse de su país y residir en una tierra extraña, sufriendo a diario para conseguir el sustento necesario, antes que quedarse en casa y vejar a su adversario. ¿Qué espíritu podría ser más bondadoso que el suyo? De hecho, tenía razón al decir: "Señor, recuerda a David y toda su mansedumbre". Imitémoslo también nosotros, y no digamos ni hagamos mal a nuestros enemigos, sino beneficiémoslos según nuestras fuerzas; pues nos haremos más bien a nosotros mismos que a ellos, y se nos dice que "si perdonáis a los demás sus deudas, también vosotros seréis perdonados" (Mt 6,14). Perdonen las ofensas viles para que reciban un perdón real por sus ofensas; pero si alguien les ha hecho grandes agravios, cuanto mayores sean los agravios que perdonen, mayor será el perdón que recibirán. Por lo tanto, se nos ha instruido a decir "perdónanos, como nosotros perdonamos", para que aprendamos que la medida de nuestro perdón comienza, en primer lugar, en nosotros mismos. Por lo tanto, en proporción a la gravedad del mal que el enemigo nos inflige, es la magnitud del beneficio que nos otorga. Seamos, pues, sinceros y deseosos de reconciliarnos con quienes nos han vejado, sea justa o injusta su ira. Porque si se reconcilian aquí, se libran del juicio en el otro mundo. Si en el intervalo, mientras el odio sigue en curso, la muerte interviene y se lleva consigo la enemistad, por lo que es necesario que el juicio se celebre en el otro mundo. Así como muchos hombres, al tener una disputa, si llegan a un acuerdo amistoso fuera del tribunal se ahorran pérdidas, alarmas y muchos riesgos, pues el resultado del caso se resuelve según el sentir de cada parte. En cambio, si confían el asunto individualmente al juez, el único resultado será la pérdida de dinero, y en muchos casos una pena, y la persistencia permanente de su odio; así también aquí, si llegamos a un acuerdo durante nuestra vida presente, nos libraremos de todo castigo; pero si, siendo enemigos, nos dirigimos a ese terrible tribunal en el otro mundo, sin duda pagaremos la pena máxima con la sentencia del juez, y ambos sufriremos un castigo inexorable: el que se enoja injustamente porque está así dispuesto injustamente, y el que se enoja con razón porque, aunque con razón, ha albergado resentimiento. Porque incluso si hemos sido maltratados injustamente, debemos conceder perdón a quienes nos han hecho daño. Y observe cómo insta e incita a quienes han causado dolor injustamente a la reconciliación con aquellos a quienes han hecho daño: "Si presentas tu ofrenda ante el altar, y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, vete; reconcíliate primero con tu hermano" (Mt 5,23-24). No dijo "reúnanse y ofrezcan su sacrificio", sino "reconcíliense y luego ofrézcanlo". Deja que repose allí, dice, para que la necesidad de hacer la ofrenda pueda obligar a quien está justamente enojado a llegar a un acuerdo incluso en contra de su voluntad. Vea cómo nuevamente nos impulsa a ir al hombre que nos ha provocado cuando dice: "Perdona a tus deudores para que tu Padre también pueda perdonar tus ofensas". Porque no propuso una recompensa pequeña, sino una que excede con creces la magnitud del logro.

XVI

Considerando todo esto, y considerando la recompensa que se da en este caso, y recordando que borrar los pecados no requiere mucho trabajo ni celo, perdonemos a quienes nos han hecho daño. Porque aquello que otros apenas logran, es decir, borrar sus propios pecados mediante ayunos, lamentaciones, oraciones, cilicio y ceniza, es posible para nosotros lograrlo fácilmente sin cilicio, ceniza ni ayuno. Si tan sólo expulsamos la ira de nuestro corazón, y perdonamos con sinceridad a quienes nos han ofendido, se nos dirá: "Que el Dios de paz y amor, habiendo desterrado de nuestra alma toda ira, amargura e ira, se digne concedernos que, unidos unos a otros según la debida armonía entre nuestras partes" (Ef 4,16). Con un solo corazón, una sola voz y una sola alma, ofrezcamos continuamente nuestros himnos de acción de gracias debidos a Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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