JUAN CRISÓSTOMO
Sobre Ana

HOMILÍA 1

I

Cuando a algún peregrino que se ha hospedado con nosotros lo hemos acogido con toda benevolencia y lo hemos hecho partícipe de nuestras conversaciones y de nuestra mesa, y al fin nos despedimos de él, al sentarnos a la mesa, al día siguiente de su partida, al punto lo recordamos y también la conversación que con él tuvimos, y con mucha caridad lo echamos de menos. Pues bien, esto mismo tenemos que hacer respecto del ayuno, porque él se hospedó entre nosotros durante 40 días y lo recibimos con toda benevolencia y con la misma lo hemos despedido. Ahora, pues, cuando se nos va a disponer la mesa espiritual, acordémonos de él y de todos los bienes que nos trajo. Porque no solamente la presencia del ayuno sino también su recuerdo puede sernos de grande utilidad. Pues así como aquellos a quienes amamos no sólo cuando están presentes sino también cuando los recordamos nos causan grande placer, del mismo modo el ayuno juntamente con las colectas y las comunes reuniones, y todos los demás bienes que por beneficio del ayuno hemos recibido, aun con sola su memoria nos deleitan; y así, si las recordamos, obtendremos de ellas grande ganancia aun en este tiempo.

II

No digo esto porque quiera yo obligaros al ayuno, sino para persuadiros que no os dejéis llevar de vuestros deseos, ni estéis en la disposición en que muchos hombres suelen estar (si es que pueden llamarse hombres quienes demuestran tan grande pusilanimidad); que, como si salieran de una cárcel y de sus pesadas ataduras, hablan entre sí y dicen: ¡Por fin hemos salido de ese mar del ayuno molesto! Y algunos que están en peor disposición y son más débiles, incluso se aterrorizan por la futura cuaresma. Esto les acontece porque durante todo el resto del tiempo se entregan a los deleites, a la lujuria y a la crápula. Porque si durante los demás días nos acostumbráramos a llevar una vida casta y moderada, echaríamos de menos el ayuno pasado, y recibiríamos con grande regocijo al que luego vendrá. En efecto, ¿qué bienes nos vinieron por medio del ayuno?

III

Ahora todo está en tranquilidad plena y en serena calma. ¿Acaso las mansiones no han quedado libres de los alborotos, de las vueltas y revueltas y de toda perturbación? Más aún: más que las mismas casas, los ánimos de los que ayunaron gozan de esa paz, y la ciudad toda imita esa moderación que se ve en todos los ánimos y en todos los hogares. No se oyen ahora por las tardes hombres que se dediquen a cantares escandalosos, ni quienes anden ebrios durante todo el día, ni que vociferen, ni que pleiteen, sino que por todas partes puede observarse cómo reina una completa paz.

IV

Con todo, apenas ha pasado el ayuno, y ya no es lo mismo. Desde que nace el sol comienza la grita y andan las turbas agitadas y se apresuran los cocineros y se levantan grandes humaredas así en los hogares como en las mentes, al suscitarse en nuestro interior la pugna de afectos que enciende la llama de las torpes codicias, empujadas por el ansia de los deleites. ¡Echemos pues de menos el ayuno, puesto que era él quien todo eso lo mantenía reprimido! De manera que, aunque ya nosotros nos hayamos despedido de su trabajo, no echemos de nuestras mentes su deseo ni su recuerdo. Cuando tú vinieres al foro, una vez que has comido y te has espabilado, y observares que el día va ya declinando hacia la tarde, entra en esta iglesia y, habiéndote acercado al santuario, acuérdate del tiempo del ayuno; del tiempo aquel en que veíamos la iglesia repleta con la reunión de los fieles, y todos andaban encendidos con el deseo de escuchar la palabra divina, y había grande regocijo, y todas las mentes andaban levantadas al cielo. Meditando todo esto en tu interior, acuérdate de aquellos deseables días. Y si vas a sentarte a la mesa, saborea tus alimentos con este recuerdo; y así nunca podrás deslizarte a la embriaguez.

V

Así como los que han tomado en matrimonio a una mujer casta, honesta y no de servil condición, y se han inflamado vehementemente en su cariño, ni aun estando ella ausente pueden encariñarse con una meretriz y perdida, porque aquel su amor les tiene preocupadas las mentes y no permite la entrada a otro amor alguno, así te sucederá respecto del ayuno con la embriaguez. Si de aquél, casto y honesto, nos acordamos, fácilmente rechazaremos a ésta, meretriz pública y madre de toda torpeza, digo a la embriaguez; porque el recuerdo del ayuno rechazará la impudencia de la crápula con mayor fuerza que otra mano cualquiera.

VI

Por todas estas razones, os ruego que recordemos los días aquellos. Para ayudar también yo de alguna manera a ese recuerdo, me esforzaré en proponeros ahora la misma materia que entonces iba a tratar, a fin de que la semejanza de la doctrina suscite en vosotros el recuerdo de aquellos días. Quizás vosotros la habéis olvidado ya por haber nosotros interpuesto grande cantidad de sermones sobre otras materias. En efecto, habiendo regresado nuestro Padre de aquella lejana peregrinación, fue necesario conmemorar lo que entonces aconteció en su acompañamiento; y luego en seguida, fue necesario emprenderla con los gentiles, a fin de que, a quienes la fuerza de la calamidad había vuelto a mejores procederes y habían abandonado sus errores paganos y se habían sumado a nosotros, según nuestras fuerzas los confirmáramos en la fe y los instruyéramos acerca de la inmensa luz a donde se habían acercado, "libres ya de las tinieblas". Tras esto, por muchos días disfrutamos de la festividad de los mártires; y no habría sido oportuno que, encontrándonos vecinos a los sepulcros de los mártires, nos alejáramos luego sin haber participado en las alabanzas que a los mártires les son debidas. Vino luego la exhortación, para que os abstuvierais de los juramentos. Así, habiendo nosotros advertido la inmensa cantidad de rústicos venida de los contornos a la ciudad, pensé ser bueno despacharlos bien abastecidos con ese viático.

VII

A causa de esta multitud de materias, no os será fácil recordar la disputa que entonces sostuvimos contra los gentiles. Pero yo, por estar continuamente ejercitándome en estas cosas y aplicándome a este combate, sin trabajo alguno, con repetiros algunas pocas cosas de las que entonces dije, podré refrescar en vuestra memoria la materia de todo mi discurso. ¿Cuál fue, pues, esa materia? Nos preguntábamos de qué manera, allá a los principios, proveía Dios al género humano, y de qué manera le enseñaba lo que le había de ser útil, ya que entonces no había aún letras, ni se nos habían comunicado las Sagradas Escrituras.

VIII

Queda demostrado, por tanto, que el hombre era conducido al conocimiento de Dios mediante la contemplación de las criaturas. Y habiéndoos tomado, no con mi mano, sino por medio del pensamiento, os hice recorrer todo el universo de las criaturas; y os mostré el cielo, la tierra, el mar, los lagos, las fuentes, los ríos, las inmensas llanuras, los prados, las huertas de árboles fructíferos, las mieses florecidas, los arbustos inclinados al peso de sus frutos y las cumbres de las montañas cubiertas de encinas; y luego, diserté largamente acerca de las semillas y de las verduras, y de las flores y de las plantas, así las que producen fruto como las que son estériles, y de las bestias, así de las domésticas como de las agrestes, y de las aguas y de la tierra, y de los anfibios que habitan en ambos elementos, y de las aves que cortan el aire con sus alas y de los animales que se arrastran por la tierra, y de los elementos constitutivos del mundo. En cada uno de esos seres, todos a la vez aclamábamos a Dios, porque nuestro pensamiento no podía abarcar tan infinitas riquezas: "Cuan excelentes son, Señor, tus obras. Todo lo has hecho con sabiduría".

IX

Admiramos la sabiduría de Dios no solamente por la multitud de los seres, sino también por estas dos cosas: que había criado hechuras tan grandes y bellas, y que les había dejado muchos indicios de la misma debilidad de ellas, embebidos en las cosas que contemplamos. Y esto, tanto para que alabáramos su sabiduría de él y las criaturas nos atrajeran a darle culto, como también para que no sucediera que aquellos que observaran la grandeza y la belleza de las criaturas, tras de abandonar al Creador de ellas, fueran a adorar, en lugar de Dios, esas criaturas colocadas delante de sus ojos. En efecto, la debilidad que en ellas aparece puede corregir error semejante.

X

Percibimos, por tanto, que toda criatura está sujeta a la corrupción, y que será llevada a mayor belleza y gozará de una gloria mayor, y cuándo y por qué motivo, y por qué causa ha quedado sujeta a la corrupción. Todas estas cosas las discutíamos entonces delante de vosotros, y ahí demostrábamos el poder de Dios que ha puesto tan grande hermosura en cuerpos corruptibles, como, por ejemplo, la que desde el principio dio a las estrellas, al cielo y al sol. Realmente podemos admirarnos de que, a pesar de haber transcurrido ya tan grande cantidad de años, no hayan sufrido nada de lo que suelen sufrir nuestros cuerpos. Podemos admirar que, ni la ancianidad las haya hecho más débiles, ni por alguna enfermedad o accidente se hayan desmejorado, sino que perennemente conservan su vigor y su belleza (aquella que, como ya dije, Dios les comunicó desde el principio). Ni se ha consumido la luz del sol, ni se ha oscurecido el esplendor de los astros, ni se ha deteriorado el brillo de los cielos, ni se han cambiado los términos del mar, ni se ha extinguido la virtud generativa de la tierra, con dar a luz, año por año, sus frutos.

XI

Que todas las cosas estén sujetas a la corrupción, lo descubrimos tanto por la luz de la razón como por las Sagradas Escrituras. Y que sean bellas y espléndidas y que conservan su perenne vigor, lo testifican las diarias miradas de los que las observan: en todo lo cual sobre todo ha de ser admirado Dios, puesto que él desde los principios así las creó. Pero ¿por qué cuando nosotros eso decíamos, algunos se nos oponían, y decían: Entonces, de todas las cosas visibles, ¿la más vil es el hombre? Puesto que la masa del cielo, y la del sol, y la de la tierra, y la de las estrellas han durado tanto tiempo, mientras que el hombre, después de los 70 años, se disuelve y perece. Por mi parte, afirmo, en primer lugar, que no todo el ser viviente se disuelve, sino que la parte principal y más necesaria, que es el alma inmortal, permanece para siempre, y que ella no está sujeta a ninguna clase de corrupción. Y en segundo lugar, que precisamente esto sucede para mayor honor nuestro.

XII

No sin justo motivo, sino con toda justicia y en favor nuestro, sufrimos la ancianidad y las enfermedades. Con justicia, porque caímos en pecado; en favor nuestro, para que así rectifiquemos la soberbia, nacida en nosotros a causa de nuestro descuido, oponiéndole la consideración de estas enfermedades y defectos. De modo que Dios permitió que esto fuera así no porque quisiera hacernos injuria. Si nos la hubiera querido hacer, no habría hecho inmortal a nuestra alma. Tampoco hizo así nuestro cuerpo porque él fuera impotente; puesto que si hubiera sido débil no habría podido mantener en su naturaleza los cielos, las estrellas y la masa de la tierra. Lo hizo para volvernos mejores y más modestos y más obedientes a él; y esto nos da ocasión de plena salud espiritual. Por lo mismo hizo que ni vetustez ni enfermedad ninguna afectaran al cielo, porque éste, como carece de libre albedrío y no tiene alma, no puede ni pecar ni obrar rectamente en lo moral; y por esto no necesita de correctivo. En cambio nosotros, dotados de cuerpo y alma, necesitábamos que, mediante estas debilidades y enfermedades, se nos ingiriera la modestia y la humildad, puesto que ya desde el principio y antes que todo, el hombre se elevó en soberbia. Por lo demás, si el cielo estuviera constituido de la misma manera que nuestros cuerpos y se encontrara sujeto a la vejez, muchos habrían acusado al Creador de debilidad e impotencia, ya que no había podido conservar un cuerpo a través del círculo de muchos años. Ahora, en cambio, les ha quitado esa ocasión, puesto que a través de tan largos tiempos su obra permanece.

XIII

Añádase a lo que ya dije que nuestras cosas no se contienen dentro de los límites del tiempo presente ni a ellos se circunscriben; sino que, una vez que hayamos sido bien probados en esta vida, nuestros cuerpos resucitarán con una gloria mayor, y se verán más que el cielo espléndidos, más que el sol y que los otros seres, y pasarán a otra condición y suerte mejor. De manera que hay un camino para el conocimiento de Dios por medio del universo. Y hay otro, en nada inferior, que es el que nos ofrece nuestra propia conciencia, camino que entonces expusimos largamente. Al mismo tiempo demostramos cómo la naturaleza misma nos ha dotado del conocimiento de las cosas buenas y malas y cómo la conciencia interiormente nos dicta todo eso. Porque desde el principio la naturaleza nos dio dos preceptores: las criaturas y la conciencia. Estos sin palabras nos adoctrinan a todos. Porque las criaturas, admirando con sola su figura a quien las contempla, a ése, que todo lo observa, lo van llevando a la admiración de Aquel que las creó. Y la conciencia, resonando interiormente, nos sugiere todo lo que debe hacerse, y por la vista misma de las cosas, venimos al conocimiento de sus juicios y su fuerza. Pues ella, al acusarnos interiormente de pecado hace que aún exteriormente el rostro decaiga y lo llena de tristeza. Y cuando nos vemos cogidos en alguna cosa torpe, nos vuelve pálidos y temerosos. No oímos su voz, pero por el aspecto exterior contemplamos la interior indignación que en ella se ha engendrado.

XIV

Demostraba también el discurso que, además de estos dos maestros, la providencia de Dios había añadido un tercero; y éste, no ya mudo, al modo de los dos anteriores, sino tal que con su palabra, amonestación y consejo, corrigiera nuestras almas. ¿Cuál es ése? ¡El padre que a cada uno se le ha dado al nacer! Porque por esto hizo Dios que fuéramos amados de nuestros padres para que tuviéramos en éstos preceptores de la virtud. No el sólo engendrar hace al padre, sino el educar rectamente; ni el dar a luz tan sólo, sino el bien educar hace a la madre. Y que esto sea verdad, y que no sea la naturaleza la que hace al padre sino la virtud, lo confesarán los padres mismos. Porque muchas veces, cuando ven a sus hijos con depravadas costumbres, y que han degenerado hacia la maldad, los echan de entre los consanguíneos suyos y los desconocen, y adoptan como hijos a otros que no estaban unidos a ellos con ningún parentesco.

XV

¿Puede haber cosa más admirable que ésta, que a los que ellos engendraron los echen de sí, y en cambio adopten a los que no engendraron? Y no sin motivo voy diciendo estas cosas; sino para que veáis que es mayor la fuerza del libre albedrío que la de la naturaleza; y que es aquélla y no ésta la que hace a los padres. Pero esto, obra es de la providencia divina; es a saber, que ni dejara a los hijos destituidos del natural afecto de sus padres, ni, por el contrario, todo lo encomendara al afecto. Porque si los padres hubieran de amar a sus hijos, sin ser compelidos por ninguna natural necesidad, sino únicamente llevados por la probidad de sus costumbres y de sus buenas obras y habríais visto a muchos arrojados de la casa paterna por causa de su maldad, y aun a todo el mundo lo veríais destruido y desgarrado. Si, por el contrario, todo lo hubiera encomendado a la fuerza de la naturaleza, y no hubiera permitido odiar ni siquiera a los malvados, sino que los padres, tras de sufrir infinitos males e injurias de parte de sus hijos, no cesaran con todo de acariciarlos a causa del vínculo natural, al mismo tiempo que eran respecto de ellos contumeliosos e insensatos, entonces el género humano habría llegado al colmo de la injusticia.

XVI

Los hijos no pueden enteramente fiarse de las leyes de la naturaleza, sino que saben que muchos, por ser depravados, han sido echados de sus casas y despojados de los bienes paternos. Con todo, si fiados en el amor de sus padres, los colman de injurias, y si Dios no hubiera permitido que éstos, encendidos en ira, se vengaran arrojando lejos de sí a los hijos que se han convertido, en malvados, ¿con qué perversidades no se habría ya contaminado el género humano? Por esto quiso Dios que el amor de los padres se apoyara a la vez en la necesidad natural y en la probidad de los hijos en sus costumbres; para que cuando los hijos cometieran faltas más leves, el amor natural invitara a los padres a darles el perdón, y en cambio, a los ya depravados y corrompidos con una enfermedad insanable, los castigaran; de manera que no por su indulgencia les hicieran fáciles mayores vicios, si acaso la natural necesidad los venciera y los obligara a acariciar a esos hijos suyos, a pesar de haberse convertido en unos malvados.

XVII

¡Cuan gran providencia, os ruego lo consideréis, es ésta! Puesto que manda amarlos, pero pone límites a ese amor y además constituye premios para la excelente educación de la prole. Y para que entiendas que se ha propuesto el premio no únicamente a los varones sino también a las mujeres, oye cómo, en muchos sitios, a ellos y a ellas les habla la Escritura, y no menos a ellas que a ellos. Pues habiendo dicho Pablo que "la mujer seducida cayó en la prevaricación" añadió que "se salvará por la generación de los hijos". ¿Te dueles de que la primera mujer te arrojó a los dolores del parto y a los trabajos de una larga gestación? Pues no te irrites. Porque no es tanto lo que sufres con los dolores del parto y sus trabajos, cuanto es lo que ganas, si lo quieres, cuando tomas de eso ocasión para buenas obras, mediante la recta educación de tus hijos. Puesto que esos niños que te han nacido, si tuvieren una recta educación y por tus cuidados se formaren en la virtud, te darán una ocasión magnífica de salvarte. Y recibirás un gran premio, aparte de tus otras buenas obras, por el cuidado puesto en ésta.

XVIII

Para que entiendas que no es el parto lo que constituye a la madre, y que no es a esa obra material a la que se le ha propuesto el premio, en otro sitio Pablo, hablando a una viuda, le dice "si educó a los hijos", y no "si engendró hijos". ¿Por qué? Porque lo primero es cosa que pertenece a la naturaleza, pero esto otro es lo propio del libre albedrío. Y por lo mismo ahora, cuando dijo "se salvará por la generación de los hijos", no se detuvo en eso, sino que, como quisiera manifestar que lo que nos acarrea la merced no es el haber engendrado hijos, sino el haberlos educado rectamente, añadió: "Si permaneciere en la fe, en la caridad y en la castidad acompañada de la modestia".

XIX

El sentido de estas palabras es como sigue: entonces recibirás un gran premio si los hijos que has procreado permanecen en la fe, en la caridad y en la castidad. De manera que si tú los incitas y amonestas, y los enseñas y los ayudas con tus consejos, por esa diligencia te está reservada delante de Dios una grande merced. No tengan, pues, las mujeres por cosa ajena de ellas el cuidar así de las niñas como de los niños. Porque en esto Dios no hizo distinción de sexos. En el otro lugar de la Escritura se dijo "si educó a sus hijos", y en éste añade: "Si permanecen en la fe y en la caridad y en la castidad". De manera que es necesario tomar sobre sí el cuidado de los hijos de ambos sexos. Y esto, tanto más toca a las mujeres cuanto que son ellas las que con mayor frecuencia residen en la casa. Porque a los varones muchas veces los viajes y los cuidados del foro y los negocios políticos los apartan; mientras que la mujer, a quien ha tocado en suerte la inmunidad de semejantes cuidados, más fácilmente podrá, por tener tan grande descanso, ocuparse de los hijos.

XX

Así lo hacían las mujeres antiguas. Porque, lo repito, no solamente de los varones se pide esto, sino también de las mujeres: el que eduquen a sus hijos y los inciten a la virtud. Y para que conste ser esto verdad, os referiré una historia antigua. Hubo entre los judíos cierta mujer de nombre Ana. Esta mujer sufrió por mucho tiempo la esterilidad; y, lo que es más grave aún, su émula era madre de muchos hijos. Sabéis bien cuan intolerable cosa sea ésa, tanto por su naturaleza misma como por lo que ella es en sí, para las mujeres. Porque cuando se añade "el que la émula tenga hijos hace mucho más pesada la carga", también por la felicidad de ésta, mejor comprende aquélla su desgracia. Lo mismo que sucede con los que andan oprimidos con la extrema miseria: que más fuerte se duelen cuando se acuerdan de los ricos.

XXI

No fue la única calamidad el que la émula tuviera hijos y la otra no, sino que además se añadió el que fuera su émula. Y no solamente que lo fuera, sino que además la provocara a cólera mediante los desprecios. Dios, aunque veía esto, lo dejaba ir, y no le concedió hijo "según su tribulación y la tristeza de su alma". ¿Qué significa eso de "según la tribulación"? No puede decirse, sugerirá alguno, que mirándola Dios cómo llevaba con ánimo tranquilo y pacífico su calamidad, le impidió los partos; sino que, aunque la veía destrozada, afligida, adolorida, con todo no apartó de ella la tristeza, con el fin de llevar a cabo una obra más grande.

XXII

No escuchemos esto como si estuviéramos ocupados en otra cosa, sino aprendamos de aquí una excelente sabiduría. De manera que si alguna vez cayéremos en algún mal, aunque sintamos dolor, aunque nos lamentemos, aunque nos parezca insoportable el padecimiento, no nos precipitemos, no decaigamos de ánimo, sino confiemos en la providencia de Dios. En efecto, él sabe muy bien cuándo ha de apartar de nosotros aquello que nos engendra tristeza, como le aconteció a esta mujer. Pues no porque la aborreciera y la odiara le había Dios cerrado la matriz, sino para abrirnos las puertas de la sabiduría con que procedía aquella mujer y de que estaba dotada, y para que pudiéramos así contemplar las riquezas de su fe, y conociéramos que mediante esto él la había hecho más preclara aún.

XXIII

Escucha lo que sigue: "Y así lo hacía, año por año, desde tiempos atrás, cuando subía ella a la casa del Señor", y: "Se entristecía y lloraba y no comía". Intenso era el dolor, continua la tristeza, y no de un solo día, ni de dos, ni de tres, ni de veinte, ni de ciento, ni de mil, ni de dos tantos más: durante muchos años se dolía aquella mujer y era atormentada. Esto es lo que significa aquello de "desde hacía mucho tiempo". Pero ella no lo llevó con impaciencia, y la larga duración del tiempo no venció a su sabiduría, ni aun los insultos y burlas de su émula; sino que asiduamente oraba y suplicaba. Y lo que es más que todo, y mejor nos declara su amor a Dios, es que no simplemente pedía un hijo, sino que deseaba dedicarlo y entregarlo a Dios, apenas hubiera salido de su vientre, para lograr de este modo ella misma el premio de aquella preclara promesa.

XXIV

¿Cómo nos consta esto? Por esto mismo: porque todos sabéis cuan intolerable es para las mujeres la esterilidad, por motivo de sus maridos. En efecto, hay hombres tan brutales que aún reprochan a sus mujeres como una falta el que no engendren hijos, e ignoran que eso de engendrar trae su origen de lo alto y de la providencia de Dios, y que no basta para eso la sola naturaleza de la mujer, ni el coito ni otra cosa alguna de por sí. Y con todo, aun sabiendo que injustamente las acusan, muchas veces las insultan, y con frecuencia las rechazan y no se deleitan con su convivencia.

XXV

Veamos, pues, si acaso a esta mujer le sucedió eso mismo. Si la ves despreciada y humillada, e insultada por su esposo, y que no encuentra gracia delante de él, y que él no le dispensa benevolencia alguna, podrás por ahí conjeturar que tal vez por ese motivo era por lo que Ana deseaba ella tener un hijo, con el objeto de alcanzar así grande confianza y libertad, y hacerse más agradable a su marido. Si es al revés, y encuentras que era ella más grata a su esposo que la que tenía hijos, y que éste le mostraba mayor benevolencia, de aquí aparecerá que Ana deseaba tener hijos, mas no por algún afecto meramente humano, ni para ganarse más el cariño de su esposo, sino por el motivo que ya dijimos.

XXVI

¿Cómo quedará esto más claro aún? Oye al autor sagrado que dice esto mismo. Porque no lo escribió al acaso, sino para que conozcas la virtud de esta mujer. ¿Qué es pues lo que dice? Esto mismo: que "amaba Elcaná a Ana mucho más que a Fenena". Y luego, como viera él que ella no comía sino que lloraba, dice: "¿Qué es esto que te sucede para que estés llorando, y por qué no comes, y por qué motivo está acongojado tu corazón? ¿Acaso no soy yo para ti mejor que diez hijos?". ¿Adviertes cuan unido estaba a ella, y como más bien se dolía por causa de ella, y no porque ella no tuviera hijos, sino porque la veía consumida en el abatimiento y en la tristeza? Con todo, logró persuadirla que echara de sí la tristeza. Porque no era ese el motivo por el que ella andaba en busca de un hijo, sino para ofrecer a Dios algún fruto suyo.

XXVII

La Escritura continúa diciendo: "Una vez haber comido en Silo, y haber bebido, fue a presentarse delante de Dios". Esto se ha dicho para que entiendas que el tiempo que otros emplean en deleites y pasatiempos, ella lo gastaba en oraciones y lágrimas, por encontrarse bien alerta a causa de la moderación y templanza. Ana "se presentó delante del Señor". El sacerdote Elí, añade el texto, "estaba sentado en su silla, en el dintel de la casa de Dios". Tampoco esto está escrito sin motivo, sino para que entiendas cuánto era el fervor de aquella mujer.

XXVIII

A la manera que una mujer viuda, cuando está destituida de todo auxilio y abandonada y cubierta de contumelias y varias injurias, sucede con frecuencia que si está para llegar el emperador no se aterroriza por los guardias ni por los soldados que portan escudo ni por los jinetes ni por toda la comitiva de siervos que le preceden, ni echa por delante ningún patrono, sino que ella misma, con inmensa confianza y atravesando por entre todos, se llega y habla al emperador en persona y le llora su calamidad, movida por su propia desgracia a semejante coloquio, del mismo modo, en verdad, esta mujer no se avergonzó ni se apenó de pedir directamente a Dios, aunque el sacerdote estaba en su silla, ni de acercarse con grande confianza al emperador mismo; sino que llevada de su deseo y con el pensamiento clavado en el cielo, como si viera al mismo Dios ahí presente, así le hablaba con sumo fervor.

XXIX

¿Qué es lo que le dice? En realidad, ni siquiera le dice una palabra de antemano, sino que hace exordio de su llanto y derrama fervorosos ríos de lágrimas. Y así como cuando descienden las lluvias aun la tierra de suyo más dura, regada y reblandecida se excita a sí misma a producir con mayor facilidad los frutos, así sucedió en esta mujer. Porque su matriz, como reblandecida con sus lágrimas a la manera de una cierta lluvia, y como recalentada por el dolor, comenzó a excitarse para este preclaro parto de los hijos. Mas oigamos sus palabras mismas y su bellísima oración, pues llorando Ana, dice la Escritura, hizo voto al Señor diciéndole: "Adonai, Domine, Eloi, Sabaot". ¡Qué palabras tan tremendas, y de abundante pavor! Y muy bien hizo el autor sagrado en enquistarlas a nuestro idioma, puesto que no hubiera podido pasarlas a la lengua griega y al mismo tiempo mantenerles su propia fuerza. No lo llamó la mujer con una palabra sola, sino con varias que se le aplican, con el objeto de "manifestarle su amor y lo ardiente de sus deseos".

XXX

Así como los que redactan libelos de súplica para presentarlos al emperador, no le dan a éste un solo nombre, sino que primero le ponen el de triunfador, el de augusto, el de emperador y otros muchos más encumbrados que éstos, y finalmente le ponen sus peticiones, del mismo modo esta mujer, como presentara a Dios un libelo de peticiones, en el comienzo le pone cantidad de nombres, y esto, tanto para demostrarle, como antes dije, el afecto, como también para denotar el honor que se le debe a Aquel a quien ella suplica.

XXXI

En el caso de Ana, la súplica la dictó el dolor. Y por esto fue oída al punto, puesto que la había presentado con tanta prudencia y tan maravillosa. Pues así suelen ser las oraciones que nacen del dolor del corazón. Ahí le sirvió de papel o libelo su mente, de pluma su lengua, de tinta sus lágrimas; y por esto su petición se nos ha conservado hasta el día de hoy. Peticiones así escritas permanecen indelebles cuando con semejante tinta se escriben. Tal fue pues el exordio del libelo de súplicas. Pero ¿qué fue lo que se siguió? Esto mismo: "Si te dignas mirar a la humillación de tu sierva". Aún no ha recibido nada y con todo, comienza su discurso y oración por la promesa. Ya da gracias a Dios y le ofrece la paga, cuando aún no tiene nada en sus manos. ¡Tan fervorosa se encontraba, y así miraba más a esto que a lo otro! Y por este motivo, rogaba se le concediera un hijo, como si dijera: En doble derecho me apoyo, en el de sierva y en el de afligida. En concreto, Ana dijo: "Concédeme un hijo varón, a mí tu sierva, y yo te lo entregaré y lo pondré como un don delante de ti". Pero ¿qué significa esto de "te lo daré como un don delante de ti"? Esto mismo: Entregado a toda tu discreción, como siervo total, pues me despojo de toda potestad sobre él. Porque solamente y en tanto deseo ser madre, en cuanto el hijo tome de mí su principio, pero desde ese momento te cedo totalmente mis derechos y me retiro.

XXXII

Considera la piedad de esta mujer, que no dijo "si me dieres tres yo te daré dos", o "si me dieres dos yo te daré uno", sino que si uno solo me dieres yo te consagraré íntegro el fruto, y "no beberá vino ni cosa alguna que pueda embriagar". Aún no recibe el hijo y ya lo está modelando para profeta, y habla del modo como lo educará, y establece un pacto con Dios. ¡Oh confianza de esta mujer! Puesto que no podía en aquel momento pagar con lo que aún no había recibido, paga con los bienes que luego le han de venir. Y a la manera que muchos agricultores, oprimidos por la penuria extrema, no teniendo el dinero suficiente para comprar una ternera o una oveja, frecuentemente reciben de sus dueños esos animales con la condición de que les entregarán la mitad de lo que éstos produzcan, y luego les pagarán con el precio de los frutos de las cosechas futuras. del mismo modo hizo esta mujer; o mejor aún, hizo una cosa mayor.

XXXIII

No recibió Ana al niño bajo la condición de restituir la mitad del fruto, sino con la de restituirlo en seguida y totalmente, y en vez de los frutos futuros se encarga de la educación del hijo. Porque juzgó ser suficiente paga el emplear sus trabajos en la formación de un sacerdote de Dios. Y dice: "No beberá vino ni nada de lo que embriaga". No se le ocurrió decir: ¿Qué sucederá si mientras aún está tierno el infante la bebida del agua daña su salud? ¿Qué, si acaso cae enfermo? ¿Qué si bajo el peso de una grave enfermedad perece?. No, sino que, como si conociera que Aquel que se lo había dado era poderoso para proveer a su salud desde el parto mismo y desde los pañales, lo empuja a la santidad y deja todo el negocio en las manos de Dios. Antes del parto ya se santificaba su vientre, que portaba un profeta; era concebido un sacerdote y era presentado un don, digo un don animado.

XXXIV

Por esto permitió Dios que fuera Ana atormentada con la tristeza por tan largo tiempo; por esto se tardaba en concederle lo que le pedía; para mediante este parto, hacerla más preclara, y manifestar así la prudencia y moderación de ánimo de ella. Ana, en su oración, no se acordó de su emula, ni trajo a colación sus injurias, ni sacó a relucir los oprobios, ni dijo "véngame de aquella malvada y perversa mujer" (como hacen muchas mujeres), sino que, sin acordarse de los oprobios, suplicaba únicamente aquellas cosas que le habían de aprovechar.

XXXV

Haz tú lo mismo, oh mujer. Y cuando te encuentres con un enemigo que te atormenta, no le digas alguna palabra menos blanda, ni lances imprecaciones contra el que te aborrece, sino que, habiendo entrado en la iglesia, y habiendo doblado las rodillas, ora a Dios derramando lágrimas, a fin de que retire de ti la tristeza y mitigue tu dolor. Como lo hizo esta mujer, con lo que sacó no pequeño fruto de aquella su enemiga. Porque ésta le ayudó para alcanzar el parto de aquel infante. Y cómo haya sido eso, lo voy a explicar. Esta le había lanzado oprobios, la había afligido, le había causado las mayores penas. Pero precisamente por esto su oración fue más fervorosa, y la oración hizo benévolo a Dios, y logró que ella alcanzara lo que pedía, y así vino el parto de que nació Samuel. De manera que si permanecemos vigilantes, en nada podrán dañarnos los enemigos; antes bien, nos ayudarán en gran manera, puesto que nos volverán para todo más diligentes, con tal de que nosotros no nos dejemos arrastrar a las injurias y ofensas contra ellos, a causa de las molestias y sufrimientos que nos causan, sino más bien nos convirtamos a la oración.

XXXVI

Una vez que Ana dio a luz al niño, "le puso por nombre Samuel", que significa "oirá el Señor". Porque por haber sido escuchada y haber recibido al niño por obra de la oración y no por beneficio de la naturaleza, quiso que la memoria de aquella ganancia quedara grabada, como sobre una columna de bronce, en el nombre mismo del niñito. Y no dijo "llamémoslo con el nombre de su padre, o de su tío paterno, o de su abuelo o de su tatarabuelo", sino que dijo: "Aquel que me lo dio, que ése sea honrado con el nombre del niño".

XXXVII

¡A ésta emulad, oh mujeres! ¡A ésta imitad, oh varones! Y pongamos tanto cuidado en la educación de los niños y de tal manera instemos en su formación, una vez nacidos, como ella; y esto tanto en todo lo demás como sobre todo en la castidad. Porque en nada es tan necesario esforzarse y poner tanto cuidado, como en que los jóvenes sean castos y honestos, puesto que "esta enfermedad causa grandes molestias en esa edad". Procedamos pues con los niños como solemos con las lámparas. Con frecuencia exhortamos a la sierva encargada de las luces a que no lleve la lámpara a un sitio en que haya paja o heno o cosas semejantes, no vaya a acontecer que sin darnos cuenta caiga alguna chispa y tras de abrasar aquella materia enseguida incendie toda la casa. Tengamos el mismo cuidado respecto de los niños, y no expongamos sus miradas a sitios en donde haya criadas disolutas o doncellas descocadas o sirvientas petulantes, sino más bien amonestémosles y avisémosles (si es que tenemos en la casa alguna de semejantes criadas o alguna vecina de ese jaez, o alguna otra del mismo género) a fin de que no se acerque a los jóvenes ni platique con ellos (no sea que, brincando de ahí alguna centella, incendie totalmente el alma del jovencito y le acarree una desgracia irreparable).

XXXVIII

Apartémoslos no solamente de los espectáculos, sino aun de los cantares muelles y disolutos, a fin de que su alma no se deje fascinar por ellos. No los llevemos al teatro ni a los banquetes y symposios, sino más bien cuidemos de los jóvenes con más cautela que de las vírgenes encerradas en sus tálamos. No hay cosa que adorne a esa edad como la corona de la honestidad, y el que los jóvenes lleguen al matrimonio libres de toda lascivia. Entonces las mujeres les parecerán amables cuando nunca antes se hubieren entregado a la fornicación, ni el alma se hubiere corrompido. Porque entonces el joven no conocerá sino a aquella mujer con la que se ha unido en matrimonio; entonces será más ardiente su cariño y más sincera su benevolencia; entonces la amistad será más íntima, cuando los jóvenes se lleguen al matrimonio tras de haberse defendido con tantas cautelas.

XXXIX

Las que ahora se celebran no merecen el nombre de nupcias, sino de negociación pura de dineros y mercaderías. Cuando el joven se ha corrompido antes del matrimonio, y luego, enseguida del matrimonio, lanza sus miradas sobre otra mujer ¿de qué, pregunto, le sirve el matrimonio? Más aún, el pecado merece un mayor castigo y es menos digno de perdón, cuando teniendo en el interior de la casa a su legítima esposa, el joven se mancha a sí mismo acercándose a las meretrices y cometiendo adulterio. Porque tras de haber tomado esposa, aunque sea una meretriz aquella con que se une el marido, el hecho no deja de ser un adulterio.

XL

Esto es lo que ahora sucede, pues los jóvenes, apenas celebrado el matrimonio, corren hacia las meretrices; y hacen esto porque no aprendieron a guardar la castidad antes del matrimonio. Y de esto nacen los pleitos, los insultos, la destrucción de los hogares y las continuas y diarias querellas. De aquí nace que el amor a la esposa disminuya y languidezca y al fin desaparezca, por la frecuentación de los lupanares. En cambio, si el joven aprende a guardar la castidad, tendrá a su esposa por la más amable y digna de desearse de entre todas las mujeres, y la mirará con suma benevolencia, y guardará con ella una absoluta concordia. ¡Todos los bienes estarán en un hogar semejante!

XLI

Así pues, para que las cosas de esta vida las administremos debidamente, y mediante ellas alcancemos el reino de los cielos, tengamos cuidado de nuestros hijos, así para cumplir con este mandamiento, como por el bien de los mismos hijos; y para no presentarnos con los vestidos sórdidos a aquellas espirituales nupcias; sino que confiadamente disfrutemos de ese honor que está allá reservado a los que dignamente se presentan. Honor que ojalá todos consigamos por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

HOMILÍA 2

I

Si no es que a alguno le parezca yo ser pesado y cansado, quiero volver a tratar de la misma materia, acerca de la cual he disertado hace poco delante de vosotros; y llevaros de la mano otra vez hacia Ana y enderezar mi discurso hacia el prado de las virtudes de esta mujer. Prado, digo, que tiene no flores que se marchitan, ni rosales, sino oraciones y preces y confianza y grande paciencia. Porque estas virtudes vencen con mucho en sus aromas a las flores primaverales, y no se riegan con las corrientes de las aguas sino con la lluvia de las lágrimas. Puesto que los raudales de los ríos no hacen tan florecientes los huertos, las fuentes de lágrimas hacen crecer la planta de la oración y la llevan hasta lo sumo, si la riegan. Esto es lo que le sucedió a esta mujer llamada Ana.

II

Apenas había Ana hablado, y su oración voló hasta los cielos y en seguida le produjo frutos en sazón (es decir, al santo Samuel). Así que no os disgustéis si de nuevo comenzamos a tratar de la misma materia; porque no repetiremos lo ya dicho, sino que diremos cosas nuevas y hasta ahora no proferidas. También en un banquete corporal podría alguno confeccionar, mediante un mismo manjar, una grande variedad de guisos. Más aún, vemos que los orfebres, de una misma masa de oro forman brazaletes y collares y muchos otros artefactos. Y esto es porque, aun siendo una misma la materia, el arte es variado y no se contrae a un solo modo de ser de la materia a que se aplica, por ser él tan rico en diversos artificios.

III

Si las cosas de este mundo son de tal naturaleza, mucho más lo es la gracia del Espíritu Santo. Y que la gracia sea como una mesa variada y multiforme y opípara, oye cómo lo dice Pablo: "A uno le da el Espíritu Santo la palabra de la sabiduría, a otro la palabra de la ciencia, a otro el don de curaciones, de obrar milagros, de gobierno, de interpretación de lenguas. Pero todo esto es obra del único y mismo Espíritu, que distribuye separadamente a cada cual como quiere". ¿Ves cuan variada es la gracia? Muchos son los ríos, pero una sola es la fuente; muchos son los manjares, pero es uno solo el que ofrece el banquete.

IV

Siendo, pues, tan grande y tan múltiple la gracia del Espíritu Santo, no nos cansemos nosotros. Vimos a esta mujer estéril y la vimos hecha madre; la vimos llorando y la vimos gozosa. Entonces nos condolimos con ella; ahora gocémonos con ella juntamente. Así lo ordena Pablo: "Gozarse con los que se gozan, llorar con los que lloran". Y esto debe hacerse no únicamente con los que con nosotros viven sino también con los que antes de nosotros existieron. Y nadie me vaya a decir: ¿Qué fruto saco yo de esa Ana, y de estarla recordando? Porque de aquí pueden las estériles aprender el modo como han de hacer para llegar a ser madres; y a su vez las madres pueden aprender cuál sea la forma mejor para educar a sus hijos. Y no solamente las mujeres, sino también los hombres pueden sacar mucho fruto de esta historia, si de aquí aprenden a ser para con sus esposas bondadosos y de suave trato, aun en el caso de que ellas sufran de esterilidad, como se portó Elcaná con Ana. Ni solamente sacarán este fruto, sino otro mucho mayor, si aprenden cómo es necesario que los padres eduquen para Dios a sus hijos, todos los que les nazcan. De manera que no porque de esta narración no podamos obtener dineros y haberes, ya por eso estimemos que el discurso no tiene ninguna utilidad.

V

Por esto mismo, por no tener oro ni plata, sino lo que con mucho es más grande que todo (como es la piedad del ánimo y la manifestación de los tesoros del cielo y la enseñanza de cómo hemos de apartarnos de todos los peligros), estimemos la historia de Ana como útil y gananciosa para nosotros. Porque procurar a los hombres dinero, es cosa fácil; pero corregir su natural, echar de sí tal o tal tristeza, apartar tal pena del alma o levantar el ánimo que ya casi está a punto de caer, esto no está en mano de ningún hombre, sino solamente en la de Dios, Señor de la naturaleza.

VI

Por cierto que si tú, por estar sufriendo una enfermedad incurable, hubieras gastado tus dineros y recorrido toda la ciudad y consultado a muchos médicos, y con todo no hubieras encontrado remedio alguno; pero luego dieras con una mujer que hubiera padecido el mismo mal que tú padeces y hubiera sido curada, por cierto no dejarías de rogarla, exhortarla y suplicarle que te mostrara al médico por cuyo medio ella había sanado. En cambio ahora, cuando ves a Ana traída aquí al medio, y que ella misma cuenta su enfermedad y declara cuál fue el remedio y señala al médico, y esto no obligada por preces ni ruegos algunos, ¿no te acercarás a recibir el remedio ni pondrás toda tu atención en su historia? Con estos procederes, ¿cuándo podrás conseguir bien alguno?

VII

Otros con frecuencia han recorrido mares inmensos y han emprendido largas peregrinaciones y han gastado dineros y sufrido trabajos para poder visitar a un médico que se les ha dicho que vive en otra región, y esto lo han hecho sin tener absoluta confianza en que quedarán libres de su enfermedad. En cambio tú, oh mujer, no teniendo que emprender un viaje hasta el otro lado de los mares, ni salir de los patrios confines, ni padecer ningún otro trabajo semejante, y cuando no te ves obligada ni siquiera a traspasar los umbrales de tu casa, sino que en tu misma recámara puedes encontrar al médico, y hablar con él sin intermediario acerca de cuantas cosas quisieres... ¿lo difieres y andas dudando?

VIII

¿Qué excusa tendrás, o qué perdón alcanzarás, si pudiendo encontrar un camino fácil y en absoluto plano (por el cual te veas libre de los males que te apremian), por sola desidia pones en peligro tu salvación? Porque este médico puede, si lo quiere, sanar no solamente de la esterilidad, sino de todo género de enfermedades así del cuerpo como del alma. Ni esto solo es lo admirable: que sin peregrinaciones, sin gastos, sin intermediarios hace la curación, sino además sin dolor. Porque no cura las dolencias mediante el hierro o el fuego, como lo hacen los otros médicos: le basta con solo su asentimiento simple, y al punto huyen los males, toda aflicción, todo dolor, y se van muy lejos y se destierran.

IX

Así pues, no emperecemos ni dejemos este camino para más adelante, aunque seamos pobres y estemos reducidos a la última estrechez. Porque aquí no hay que hacer pagos, de manera que podamos alegar nuestra pobreza. Este médico no pide su pago en plata sino en lágrimas, oraciones y confianza. Si llevando estas cosas te acercas a Dios, en absoluto alcanzarás lo que pidieres, y regresarás con abundante gozo. Y esto se puede conocer por muchas cosas, pero sobre todo por el caso de esta mujer, la cual no presentó al Señor oro ni plata, sino oraciones y lágrimas y confianza, y alcanzó cuanto pedía.

X

No juzguemos que esta narración no nos trae ninguna utilidad, ya que "estas cosas han sido escritas para amonestarnos a nosotros, para quienes ha llegado ya la plenitud de los tiempos". ¡Vamos, pues, a ella! Aprendamos cómo fue librada de su desgracia y qué hizo una vez que fue aliviada de su enfermedad, y cómo usó del don que Dios le había concedido. Quedóse Ana, dice la Escritura, y "dio su lactancia a Samuel". Advierte cómo consideraba ella al niño desde entonces para adelante, no únicamente como a un niño cualquiera, sino como algo que estaba consagrado a Dios. De manera que a esta mujer se le dio un doble estímulo de cariño: uno por la naturaleza y otro por la gracia. Y según yo me persuado, incluso reverenciaba a su niño, y con razón.

XI

En efecto, si aquellos que han de consagrar a Dios unas copas y recipientes de oro, una vez que los reciben ya labrados los guardan en sus casas y no los miran ya como vasos profanos sino como consagrados a Dios, y no se atreven a andarlos manoseando a la ventura y sin motivo, como hacen con las demás cosas, con mayor razón esta mujer atendía con esa disposición de ánimo a aquel niño, aun antes de ir a presentarlo al templo, y lo amaba con mayor ternura, y lo cuidaba como cosa dedicada a Dios, y estimaba que ella por su medio sería santificada, puesto que su casa misma estaba convertida en templo, pues tenía dentro a un profeta y sacerdote. Puede conocerse su piedad no solamente por haberlo consagrado a Dios, sino también porque no se atrevió a subir al templo antes de destetar al niño. En efecto, Ana dijo a su esposo: "No subiré hasta que el niño suba conmigo. Cuando lo destete, entonces será ofrecido en presencia de Dios, y se quedará allí para siempre".

XII

¿Lo adviertes? A Ana no le parecía cosa conveniente subir al templo ella, y al niño dejarlo abandonado. ¿Por qué? Porque habiéndolo recibido como un don, no se atrevía a subir al templo sin el don, e igualmente temía bajar del templo tras de recibir de nuevo al niño, una vez que ya lo hubiera llevado. Por eso se detuvo tanto tiempo, cuanto fue necesario para presentarse con el don. Lo llevó consigo, pues, y lo dejó allá. Y el niño no se molestó por quedar separado de su madre (y eso que sabéis cuánto suelen los niños indignarse cuando se les aparta de la lactancia). Ni se entristeció el niño por quedar apartado de su madre, sino que miró a Dios, quien a ella la había hecho madre. Tampoco la madre se dolió de separarse del niño, porque intervino la gracia y venció al natural afecto; de manera que uno y otro pensaban que seguían viviendo juntos.

XIII

Así como la vid plantada en un sitio alarga lejos sus ramos, y la uva pendiente allá lejos está con todo unida a la raíz, del mismo modo sucedió con esta mujer; la cual, permaneciendo en la ciudad, extendió sus ramos hasta el templo, y en éste quedó suspendida la uva ya madura. Ni la distancia llevó consigo algún impedimento, porque la caridad que es según Dios unía a la madre con el niño. Tierna era la edad, pero madura la virtud, y así se hizo el niño maestro de grande piedad para todos los que al templo subían. Ellos, al preguntar y conocer cuál había sido el nacimiento de aquel niño, recibían un inmenso consuelo por la esperanza que es según Dios. Nadie de cuantos habían contemplado aquel niño, bajaba callado, sino que todos glorificaban a Dios, quien, contra toda esperanza, se lo había otorgado a su madre.

XIV

Por este motivo había dilatado Dios el parto, para aumentar el gozo y hacer más ilustre a aquella mujer, y para que todos cuantos conocían su desgracia se hicieran testigos de la gracia de Dios. Así pues, el haber permanecido tan largo tiempo estéril hizo que fuera más conocida de muchos, y que todos la llamaran bienaventurada y la admiraran, y que muchísimos, por causa de ella, dieran gracias a Dios. Digo estas cosas con el objeto de que, si nosotros conocemos algunas santas mujeres que sean estériles, o vivan en alguna otra aflicción, no lo llevemos pesadamente ni digamos en nuestro interior: ¿Por qué Dios ha abandonado a esa mujer de tan ilustre piedad, y no le ha dado hijos? Estas cosas, repito, no son motivadas por olvido de Dios, sino porque sabe él mejor que nosotros que esto así nos conviene.

XV

Subió Ana, pues, al templo, y llevó el corderito al redil y el ternerillo al ganado, y colocó en el prado aquella rosa ya libre de las espinas; la rosa digo que nunca se marchita, sino que perpetuamente florece y que puede llegar hasta los cielos; y cuya fragancia hasta el día de hoy disfrutan todos cuantos habitan en la tierra. Ha pasado ya tan grande número de años, y con todo, la fragancia de la virtud de aquel niño crece siempre y no languidece, a pesar de tan largos tiempos. Porque tal es la naturaleza de las cosas espirituales.

XVI

Subió Ana, pues, al templo, y trasplantó aquel germen excelente. Y a la manera que suelen los agrícolas hábiles, que primero ponen en tierra la simiente de un ciprés o de otros árboles semejantes; y luego, cuando han visto que de la simiente se ha hecho ya un árbol, no lo dejan en el mismo sitio, sino que lo sacan de ahí y lo pasan a otra tierra, con el objeto de que la tierra nueva, habiendo recibido en su seno la raíz del árbol desarrolle íntegra y pura su fuerza para alimentarla, así hizo esta mujer, quien, al niño sembrado fuera de toda esperanza en su seno, lo trasplantó de la casa y lo llevó al templo, en donde continuamente saltan los raudales de las fuentes y los riegos espirituales; de manera que pudo verse cómo en él se cumplía aquella palabra profética, dicha por David: "Bienaventurado el varón que no anda en consejo con los impíos, ni camina por la senda de los pecadores, ni se sienta en compañía de los malvados, sino que tiene en la ley de Yahveh sus complacencias, y en ellas medita de día y de noche". Este será "como el árbol plantado a la vera del curso de las aguas, que da a su tiempo sus frutos".

XVII

Este niño no llegó tras de la experiencia de la maldad al perdón de la maldad, sino que eligió el camino de la virtud desde sus comienzos. No tuvo nada que ver ni se mezcló con las juntas de los obradores de la maldad, ni participó en los conventículos llenos de iniquidad, sino que ya desde su primera infancia pasó de los pechos de su madre a los pechos de la vida espiritual. Así como un árbol que tiene un riego constante crece a muy grande altura, así este niño, regado constantemente con la doctrina de las espirituales enseñanzas, llegó hasta las cumbres de la virtud.

XVIII

¡Ea, veamos cómo lo trasplantó, sigamos tras esta mujer, entremos con ella en el templo! Dice la Escritura, en efecto, que Ana subió con Samuel a Silo, "llevando un toro de tres años". Hay ahora un doble sacrificio: el ternero es irracional, pero el niño es racional; a aquél lo inmoló el sacerdote, a éste lo consagró su madre. Y era más excelente la víctima de la madre, que la hostia que ofrecía el sacerdote. Aquélla se hizo sacerdotisa de sus propias entrañas e imitó al patriarca Abraham y entró en competencias con él. Por cierto, éste regresó del monte con su hijo devuelto; aquella en cambio lo abandonó en el templo para que ahí permaneciera para siempre (aunque, a decir verdad, también aquél consagró totalmente a su hijo). Guárdate de atender, pues, a que no le dio muerte, sino mira a que con su ánimo lo sacrificó totalmente.

XIX

¿Has visto a esta mujer en certamen con el varón? ¿Has visto cómo en nada le impidió el sexo para no emular al patriarca? Pero veamos ya cómo lo consagró. Se presentó Ana, dice la Escritura, al sacerdote, y le dijo: "Hacia mí, Señor". ¿Qué significa eso de "hacia mí"? Esto mismo: "Atiende diligentemente a lo que voy a decir". Es decir, por haber pasado ya mucho tiempo procura traerle a la memoria las cosas que anteriormente le había dicho. Por esto dice "hacia mí, señor", a forma de decir: Por tu vida, que yo soy aquella mujer que estuvo aquí cerca, delante de ti, orando al Señor y pidiéndole este niño. Aquí derramé mis preces delante del Señor, y él me concedió lo que en mi petición le pedí, y "yo ahora lo entrego al Señor, para que le sirva por todos los días de su vida".

XX

No dijo Ana "yo soy aquella mujer a la que tú reprendiste y a la que acometiste con injurias y de la que te burlaste como si estuviera tomada del vino y harta y tambaleante, y por esto Dios ha declarado que yo no estaba harta de vino, y que tú me echabas en cara este crimen sin ningún motivo". No, ninguna de esas duras palabras dijo, sino que habló con grande mansedumbre, aunque tenía los hechos como defensores; y con razón podía acusar al sacerdote de haberla reprochado en aquel tiempo sin razón. Nada de eso hace Ana, sino que únicamente recuerda la benignidad de Dios para con ella. Considera, pues, el ánimo agradecido y prudente de la sierva. Cuando estaba afligida, a nadie declaró su pena, ni dijo al sacerdote "tengo una mujer que es émula mía, la cual, porque tiene toda una caterva de hijos, a mí me carga de oprobios; mientras que yo, que ando cultivando la mansedumbre, aún no he podido ser madre, porque Dios cerró mi matriz, y no se ha conmovido a misericordia ni aun viendo mi aflicción". Nada de eso dijo Ana.

XXI

Ana omitió la clase de desgracia, y solamente indicó que estaba en aflicción, diciendo: "Mujer afligida soy". Y ni aun esto habría dicho a no haberla obligado el sacerdote, por sospechar que ella estuviera harta de vino. Pero después de haber soportado este azote y una vez que Dios le dio lo que le había pedido, entonces finalmente descubre al sacerdote el beneficio divino; porque deseaba que la acompañara en la acción de gracias así como anteriormente la había acompañado en la oración. Y dijo: "Por este niño rogaba yo, y el Señor me concedió lo que le pedía en mi petición. Y ahora yo lo consagro al Señor".

XXII

Advierte su modestia, y cómo Ana vino a decir: No vayas a pensar que yo hago alguna cosa grande o admirable en consagrar al niño. No soy yo la autora de la buena obra, sino que únicamente pago una deuda. Recibí este depósito y lo devuelvo al que me lo dio. Al venir a decir esto, Ana se consagró juntamente con el niño; y como si el afecto natural fuera una cadena, con ella se ligó al templo. Si "donde está tu tesoro está su corazón", con mayor razón donde está el niño ahí está la mente de la madre, y así de nuevo su vientre se llenaba de bendiciones. En efecto, apenas dijo Ana esta oración, oye lo que el sacerdote Elí dijo a su marido Elcaná: "Que el Señor te devuelva otro hijo de esta mujer por lo que has entregado al Señor". ¡Observa! Al principio no había dicho Elí "que el Señor te devuelva", sino "Dios te conceda lo que le pides", mas ahora que ella ha hecho a Dios su deudor, le dice "devuélvate", dándole con esto esperanzas buenas de bienes futuros. Puesto que si Dios le dio cuando nada le debía, mucho más le devolverá ahora que de ella algo ha recibido. Así le nació el primer hijo por la oración, y tras él los otros, por la bendición, y así quedó santificado todo el fruto de esa mujer.

XXIII

Este primogénito, por tanto, se debió a la virtud de la madre, mientras que el segundo fue fruto de la madre y del sacerdote en común. Porque así como la tierra fértil y gruesa, una vez que ha recibido la semilla, luego nos muestra las mieses florecientes, del mismo modo esta mujer, por haber recibido con fe las palabras del sacerdote, nos produjo otras nuevas y vigorosas espigas, y cambió la antigua maldición de Eva, dando a luz mediante la oración y la bendición.

XXIV

Oh mujer, hazte émula de aquélla, y si eres estéril usa semejante oración y llama al sacerdote, a fin de que te sirva como legado ante Dios. Ciertamente, si recibes sus palabras con fe, la bendición de los sacerdotes te acarreará frutos magníficos y sazones. Y si fueres luego madre, a imitación de aquella mujer consagra a Dios tu hijo. Ella lo llevó al templo, pero tú conviértete en un templo regio, como recuerda Pablo ("vuestros miembros son cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo") y Jesucristo ("habitaré en vosotros, y andaré en medio de vosotros"). ¿Acaso no es cosa ilógica que nosotros reparemos una casa vieja y que amenaza ruina, gastando en ello dineros, y llamando a los constructores y no dejando piedra por mover, y en cambio no pongamos ni siquiera un cuidado vulgar y ordinario en la casa de Dios, ya que el alma del adolescente tiene que ser casa de Dios?

XXV

No oigas lo que en otro tiempo oyeron los judíos, porque ellos, una vez vueltos de la cautividad, cuando vieron el templo material abandonado, se pusieron a arreglar sus propias moradas; y con esto de tal manera irritaron a Dios que no solamente les mandó un profeta que los amenazara con el castigo del hambre y con una grande penuria de las cosas más necesarias, sino que además les descubriera la causa de semejante amenaza: "Vosotros habitáis en casas artesonadas, mientras mi casa está en ruinas". Pues si el descuido de aquel templo material suscitó tan grande ira en Dios, mucho más provocará su enojo el descuido en este otro templo, porque éste es tanto más honorable que aquél, cuanto tiene mayores señales de santidad.

XXVI

¡Cuida, pues, que no se convierta el templo de Dios en cueva de ladrones, para que no vayas a oír aquella otra reprensión con que Cristo reprendió a los judíos cuando les dijo: "La casa de mi Padre es casa de oración, pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones". Y ¿cómo se convierte en cueva de ladrones? Cuando permitimos entrar en él las concupiscencias bajas y serviles y la liviandad, y que se asienten en el ánimo de los jóvenes. Porque sus pensamientos de ellas son más perniciosos que los mismos ladrones, puesto que arrastran los ánimos libres de los adolescentes a la servidumbre y los hacen esclavos de las pasiones propias de los brutos y los cubren de heridas y los destrozan de todas maneras.

XXVII

Por este motivo, vigilemos a diario y, usando de la palabra como de un azote, echemos fuera de sus ánimos toda clase de inclinaciones torcidas, a fin de que los hijos puedan ser partícipes con nosotros de la ciudad celestial y puedan celebrar allá correctamente toda la liturgia que en ella se usa. ¿Acaso no habéis visto con frecuencia que los que viven en las ciudades, hacen a sus niños (apenas apartados de la lactancia) portadores de ramos en las festividades, o bien jefes de certámenes o prefectos de los juegos, o jefes de los coros? ¡Pues hagamos nosotros otro tanto! Desde los primeros años hagamos a los niños expertos en la disciplina celeste; porque esta otra terrena, por una parte ocasiona gastos, y por otra ningún fruto produce.

XXVIII

Aquí, yo te pregunto: ¿Qué fruto se saca del aplauso popular? En cuanto llega la tarde, enseguida todo aquel aplauso y alboroto se esfuman; y una vez pasadas las festividades, como si hubiera sido en ensueños en donde se hubieran deleitado, así quedan privados de todo gusto; y no pueden ya encontrar, si es que lo buscan, aquel placer que les produjo la corona, la magnífica veste, ni todo el fausto, porque todas esas cosas pasan corriendo con mayor velocidad que un viento cualquiera.

XXIX

En la vida celeste todo va de un modo contrario, sin gastos traen un lucro abundante y permanente. Porque allá aplauden a quien así se ha portado, no hombres dados a la embriaguez sino el conjunto de los ángeles. Pero ¿qué digo los ángeles? El Señor mismo de los ángeles lo alabará y aprobará. Quien es alabado por Dios no triunfa por un día ni por dos ni por tres, sino que lleva en el cielo para siempre su corona, y nunca podrá verse aquella su cabeza privada de gloria. El tiempo destinado para aquella festividad no está circunscrito a determinados días, sino que se extiende a toda la eternidad de la vida venidera. A aquellas solemnidades jamás la pobreza podrá serles impedimento, sino que aún al pobre le será posible celebrar la fiesta, y más al pobre que a otros, a causa de que él se encuentra libre de todo fausto y estrépito mundano. ¿Por qué? Porque allí no habrá necesidad de dineros que gastar, ni opulencias, sino simplemente almas puras y mentes llenas de templanza.

XXX

En la vida celeste, si el alma no fuere adornada con el ejercicio de las virtudes de nada le servirá la abundancia del oro; así como al revés, en nada le dañará la pobreza si interiormente abunda en esta clase de riquezas. Esta festividad la celebrarán no solamente los hijos de los ciudadanos libres sino también las hijas. Porque no es allá como acá en la administración terrenal y exterior, por la que solamente a los varones se les ha ordenado celebrar las fiestas, sino que aquella reunión admite también a las mujeres y a los ancianos y a los siervos y a los libres.

XXXI

En la vida terrestre, donde los espectáculos son propiamente de las almas, nada puede impedir ni el sexo ni la edad ni las dignidades de este mundo ni otra cosa alguna. Por esto, yo os exhorto a todos vosotros a que, desde sus más tiernos años, conduzcáis a estas festividades a vuestros hijos e hijas, y les procuréis las riquezas convenientes a este género de vida, no sepultando bajo la tierra oro, ni amontonando plata, sino llenando sus almas de modestia, sobriedad, pudor y todas las demás virtudes. Estos son los gastos que exige aquella festividad.

XXXII

Si reuniésemos esta clase de riquezas, así para nosotros como para nuestros hijos, conseguiremos gran honra en la vida presente, y en la futura oiremos aquella feliz voz por la que Cristo, a todos los que aquí le confesaron, los exaltará. En concreto, esta confesión no se hace únicamente con la fe, sino también con las obras; hasta el punto de que si éstas faltaren caeremos en peligro de ser castigados juntamente con los que lo negaron. En efecto, no hay un único modo de negar a Dios, sino muchos, y por eso Pablo, describiéndolos, nos dice: "Alardean de conocer a Dios, pero con las obras lo niegan", y: "Si alguno no mira por los suyos, sobre todo por los de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel", y: "Huid de la avaricia que es una especie de idolatría". En consecuencia, siendo tantos los modos que hay de negar a Cristo, manifiesto es que serán otros tantos los que hay de confesarlo, y aun muchos más. Cuidemos, pues, de confesarlo por todos estos modos, a fin de que nosotros a nuestra vez alcancemos en los cielos el honor, por gracia y bondad de nuestro Señor Jesucristo.

HOMILÍA 3

I

No sé qué expresiones debo usar hoy, porque al ver cómo nuestras reuniones son poco frecuentadas, y que son injuriados los profetas y despreciados los apóstoles, y que aún se llega a levantarse contra el Señor mismo de ellos, nos vienen deseos de acusar; pero no veo presentes aquí a los que deberían oír nuestra acusación. Solamente estáis presentes vosotros, precisamente los que no necesitáis de nuestra exhortación y correctivo. Aún así, no callaré, puesto que de este modo mitigaré la indignación que nos han causado, y la echaremos fuera juntamente con las palabras. Además, a ellos les haremos sentir vergüenza y pena, y les echaremos por delante tantos acusadores cuantos aquí sois mis oyentes.

II

Si hubieran ellos acudido, habrían escuchado mis reprensiones. En cambio, por haber huido de mis increpaciones, tendrán que oirlas por vosotros mismos. Esto es lo que hacen los amigos, cuando no encuentran a aquellos a quienes querían exigir cuentas, y se dirigen a los amigos de éstos con el objeto de que estos amigos les refieran a aquellos otros sus palabras. Esto es algo que no sólo digo yo, sino que el mismo inocente Jeremías dice de ellos: "¿Has visto lo que ha hecho conmigo la necia hija de Judá?". Por este motivo, yo, acusando a aquéllos, os hablo a vosotros, a fin de que los corrijáis nada más salir de aquí.

III

¿Quién puede soportar semejante descuido? Nos reunimos aquí una vez por semana, y no soportan el abandonar los cuidados seculares ni siquiera durante este día. Y si esto se les echa en cara, al punto pretextan su pobreza y la necesidad de preparar los alimentos y las ocupaciones urgentes; con lo cual ponen delante una excusa que es más grave aún que cualquiera otra acusación. Porque ¿qué puede haber mayor que este crimen cuando otro negocio cualquiera nos parece de más importancia que los negocios divinos? ¡En verdad que aunque todo ello fuera verdadero, esa misma defensa sería ya, como dije, una acusación!

IV

Para que entendáis que no es sino un pretexto para encubrir la pereza, veréis como lo de ayer convencerá a todos los que echan por delante semejantes excusas. Porque ese día la ciudad entera se trasladó al circo, y se quedaron vacíos por motivo de aquel nefario espectáculo los hogares y las plazas. Mientras que aquí no vemos que esté lleno ni siquiera el sitio principal de la iglesia. Allá se ocuparon no solamente el circo sino además los techos y las casas y los palacios y sitios peligrosos e infinitos lugares elevados; y ni la pobreza, ni las ocupaciones, ni la flaqueza del cuerpo, ni la debilidad de las piernas, ni otra cosa alguna pudo detenerlos en su locura que rompió por entre todos los obstáculos; y concurrieron allá aun los hombres ya consumidos por la vejez, con una celeridad mayor que la de los jóvenes aún florecientes, depurando sus canas, traicionando su edad provecta y haciendo risible su ancianidad.

V

Cuando vienen acá, oyen la palabra divina llenos de fastidio y molestos, y se quejan del calor sofocante y de las apreturas y de otras cosas semejantes. Allá reciben el sol pleno en sus cabezas desnudas, y los pisotean y los apretujan duramente, y sufren otras infinitas incomodidades, y con todo les parece que están entre delicias, como en un ameno prado. Mas por esto las ciudades se han corrompido, porque son malvados los directores de la juventud. ¿Cómo podrás corregir y reducir a la moderación al joven que procede lasciva e impúdicamente cuando tú procedes tan a la manera de esos jóvenes? ¿cuando tú mismo, a pesar del grande lapso aún no sientes la saciedad de tan desagradable espectáculo? ¿Cómo podrás reformar las costumbres de tu hijo o castigar a tu criado que peca o amonestar a otro que se descuida, cuando tú mismo ya en la extrema ancianidad andas así enloquecido?

VI

Si un joven injuria a un anciano, éste al punto saca a relucir lo de su edad, y encuentra otros muchos que juntamente con él se irritan; mientras que cuando es necesario traer a los jóvenes a la moderación, y presentarse ante ellos como un ejemplar de la virtud, entonces para nada tienen en cuenta la edad, sino que, con una insania mayor que la de los jóvenes, se arrojan a ver aquellos espectáculos. Y esto digo y me refiero a los ancianos, no porque deje libres de crimen a los jóvenes, sino para amonestar a éstos a través de aquéllos. Porque si los ancianos no deben proceder de esa manera, con mucha mayor razón tampoco los jóvenes. Puesto que para los ancianos eso es una burla y una vergüenza, pero en los jóvenes tanto mayor es el daño y tanto más profundo el precipicio, cuanto es en ellos mayor la llama de la concupiscencia y más vehemente y que todo lo abrasa en cuanto ha encontrado el menor incentivo. La juventud es más inclinada a la concupiscencia y ésta hace en ellos presa con mayor facilidad; y por lo mismo necesitan de mayor cuidado, de más severo freno, y de más segura guarda e impedimento.

VII

No me vayas a interponer, oh amigo, aquello de que esos espectáculos tienen su placer; sino más bien demuéstrame que semejante placer no trae consigo ningún daño. Pero que ni siquiera traigan consigo esas cosas algún deleite lo verás por aquí con toda claridad. Cuando vengas de regreso del circo hazte encontradizo con el otro que viene de la iglesia, y considera quiénes son los que en realidad disfrutan de mayor deleite: si aquel que habiendo escuchado a los profetas y recibido la bendición y cosechado el fruto de la enseñanza y orado a Dios por sus pecados, y descargado en algo su conciencia, no tiene remordimiento de falta alguna de ese género; o tú que abandonaste a tu madre, despreciaste a los profetas, injuriaste a Dios, te divertiste con el demonio, prestaste oídos a quienes mutuamente se maldecían y querellaban, y finalmente perdiste el tiempo y no reportaste a tu casa ganancia ninguna de aquello, ni temporal ni espiritual.

VIII

Aún ateniéndonos a lo del placer, es preferible acudir aquí a la iglesia. Porque de lo de allá se sigue inmediatamente reprobar el hecho la conciencia y condenarlo y arrepentirse de lo que allá sucedió, y vergüenza y oprobio, de manera que ni siquiera te atreves a levantar los ojos. En cambio, lo de acá va todo al contrario, pues de ello se sigue la confianza, la franqueza en la mirada y la libertad de poder hablar con todos de las cosas que aquí se han oído. Así pues, cuando vayas al foro, y observes que todos corren hacia el espectáculo, tú anda inmediatamente a la iglesia, y tras detenerte en ella por algún espacio de tiempo gozarás de una perpetua alegría, a causa de la palabra divina.

IX

Si arrastrado por el ímpetu de las turbas vas al circo, tras haberte dado un ligero baño de placer, al día siguiente te sentirás mal de continuo y lo mismo los siguientes días, y tú mismo te reprocharás de lo que hiciste. En cambio, con un poco que te venzas gozarás de una plena y segura alegría por todo el resto de la jornada. Esto es lo que suele suceder, y no solamente en este género de cosas, sino en todas: que el vicio tiene un placer momentáneo y un dolor perpetuo, mientras que la virtud por el contrario tiene un trabajo breve y en cambio un fruto perenne y lleno de gozo.

X

Sea por ejemplo el siguiente. Ha orado alguno a Dios; ha derramado lágrimas; se ha dolido un poco de tiempo durante la oración; otro ha pasado todo el día alegre, ha dado una limosna, ha ayunado o ha hecho alguna otra buena obra o habiendo sufrido una injuria no devolvió insultos por insultos: este tal, tras de reprimirse y vencer su ira por un momento, luego goza y se alegra perpetuamente por el recuerdo de sus buenas obras. En los vicios sucede lo contrario. Injurió alguno o volvió injuria por injuria, pues cuando regresa a su casa lleva roído el corazón por el recuerdo de sus palabras, que con frecuencia además produjeron algún grave daño.

XI

Si andas buscando el placer, "huye de las concupiscencias juveniles" y ejercítate en la templanza y atiende a la palabra divina. Todo esto lo decimos para que vosotros a ellos lo repitáis y golpeándolos con estas palabras los apartéis de toda mala costumbre y los persuadáis a que en todo procedan conforme a la recta razón. Porque de los hombres que proceden a la ventura y sin motivar sus actos, ni su misma diligencia es cosa que pueda aprobarse, como lo probaré en la reunión que luego se seguirá. Puesto que cuando celebremos la fiesta de Pentecostés se aglomerará tanta multitud en todos estos sitios, que serán estrechos para contenerla; pero yo no estimaré como cosa muy excelente semejante reunión, porque más será fruto de la costumbre que no de la virtud de religión y de la piedad.

XII

¿Qué hay más miserable que el hombre cuyo descuido está lleno de crímenes, y cuya diligencia no es cosa que pueda alabarse? En efecto, todo aquel que se acerca a esta reunión por el fervor de su piedad, y con moderación y anhelo, debe hacer esto mismo sin interrupción, y no acercarse únicamente cuando lo hacen aquellos que vienen a la festividad y luego al mismo tiempo que ellos retirarse y no volver, como quien sin motivo y a la manera de un rebaño, es llevado y traído.

XIII

Podía yo extenderme más aún en el exordio de este mi discurso. No obstante, sabiendo que vosotros, aun sin nuestra exhortación, diréis, como es digno que lo hagáis, las muchas cosas que yo os he dicho a los otros y aun muchas más, para no seros molesto si continúo la reprensión de aquéllos, dejo el resto a vuestro cuidado, y me regreso a la acostumbrada enseñanza y a la historia de Ana.

XIV

No os admiréis de que me detenga en esta materia, porque no puedo echar de mi mente la imagen de esta mujer. ¡Hasta tal punto admiro la belleza y hermosura de su alma! Yo amo los ojos que siempre lloran alguna vez mientras se está en oración, y los labios y la boca no pintados con vanos y postizos colores, sino adornados con las acciones de gracias a Dios, como lo eran los de esta mujer, cuya sabiduría tan grandemente admiro. Y mucho más la admiro porque siendo mujer llegó a tal grado de sabiduría; siendo mujer, digo, porque con frecuencia la mujer escucha las acusaciones de muchos. Por la mujer, dice la Escritura, "tuvo al principio el pecado, y por ella morimos todos", y: "Ligera es toda maldad comparada con la maldad de la mujer". Pablo, además, nos dice: "No fue Adán seducido, sino Eva la que seducida incurrió en la trasgresión".

XV

Por esto admiro yo precisamente a Ana, porque deshizo esa acusación y, siendo del sexo acusado, echó de sí todos los oprobios, demostrando con las obras que no era tal por su naturaleza sino por su propia voluntad y descuido, y que también a este sexo le será posible llegar a las cumbres de la virtud. ¡Qué querelloso y malvado es este animal, tal que si se inclina a la maldad comete los más grandes crímenes, y si se aplica a la virtud antes deja la vida que su buen propósito! De esta manera, esta mujer superó a la vez su propia naturaleza, y venció la necesidad, y alcanzó con la continua oración un hijo para su vientre estéril.

XVI

Después de haber alcanzado el favor que pedía, retornó Ana a la oración, y decía de este modo: "Mi alma salta de júbilo en Dios, Yahveh ha levantado mi cuerno". Lo que significan las palabras "mi corazón se ha confirmado en el Señor", lo habéis oído de mí, cuando hace poco lo explicaba a vuestra caridad. Resta que ahora interpretemos lo que sigue. Porque tras de haber dicho "mi corazón se ha confirmado en el Señor", añadió: "Yahveh ha levantado mi cuerno". ¿Qué significa eso de "mi cuerno"? La Sagrada Escritura suele usar de esta expresión con alguna frecuencia, como cuando dice: "Ha sido exaltado su cuerno", y: "Levantará el cuerno de su Ungido". ¿Qué es pues lo que llama cuerno? Significa esto mismo: el poder, la gloria, la claridad. Toma esta metáfora de los animales porque Dios, a éstos, en vez de armas les dio cuernos, y si pierden éstos pierden la mayor parte de su fuerza. En efecto, a la manera de un soldado sin armas, así un toro sin cuernos fácilmente es capturado. En definitiva, no es otra cosa lo que aquí dice la mujer, sino que "se ha exaltado mi gloria".

XVII

¿Cómo fue exaltada? Así mismo: "En mi Dios". Y por esto esa exaltación es cosa segura, puesto que tiene una raíz firme e inmóvil. La gloria que proviene de los hombres, imita la bajeza de los hombres, y por esto con facilidad sucede que se derribe. No es así la gloria que viene de Dios, sino que ésta permanece inmóvil para siempre. Y declarando el profeta ambas cosas, o sea la debilidad de aquélla y la firmeza de ésta, dice así: "Toda carne es heno, y toda la gloria del hombre como la flor del heno. Se secó el heno y se cayó la flor". En cambio no dice lo mismo de la gloria que viene de Dios. Entonces ¿qué es lo que dice? Esto mismo: que "la palabra de Dios permanece para siempre".

XVIII

Todo esto se ve claro en esta mujer. Porque los reyes y los jefes y los poderosos no dejaron piedra por mover para legar una memoria inmortal de sí mismos en lo futuro: se construyeron espléndidos sepulcros y se erigieron grande cantidad de estatuas en muchos sitios y dejaron innumerables monumentos de sus hazañas. Pero ahora se callan sus nombres y ni siquiera por los monumentos son conocidos, mientras que esta mujer en todas partes es celebrada. Ya sea que vayas a Escitia, o a Egipto, o a la India, o a los últimos confines del orbe, oirás a todos cómo cantan sus proezas. Cuántas regiones de la tierra son iluminadas por el sol, otras tantas llenadas con su gloria. Así pues, lo digno de admiración no es que Ana sea celebrada en todas partes, sino que habiendo transcurrido el tiempo no se hayan oscurecido las alabanzas hacia ella, sino que se aumenten y se extiendan cada vez más, y todos estén al tanto de su sabiduría y longanimidad, tanto en los pueblos como en los campos, en las casas como en los campamentos, en las naves como en las oficinas. En una palabra, no hay parte alguna en donde no oigas sus encomios.

XIX

Cuando quiere Dios glorificar a alguno, y esclarecerlo, aunque se interponga la muerte o la distancia de los tiempos u otra cosa cualquiera, con todo permanece inmóvil y floreciente la gloria de ese tal y nadie puede oscurecer su brillo. Por esta razón, esta misma mujer, amonestando a sus oyentes para que no se acojan a las cosas perecederas sino a Aquel de quien esperamos todos los bienes, señala al autor de esa gloria. Y después de haber dicho: "se ha confirmado mi corazón en el Señor", añadió: "Y Yahveh ha levantado mi gloria", indicándonos con estas palabras los dobles bienes que no sin razón se encuentran reunidos en una sola persona.

XX

Ana consiguió la tranquilidad y la honra. Pero es difícil que encontremos ambas cosas reunidas en una misma persona. Porque muchos se ven libres de los peligros, pero no llevan una vida con gloria; otros, por el contrario, disfrutan de la gloria y la fama, pero precisamente por ellas se ven en peligro. Así, por ejemplo: muchos con frecuencia han sido encarcelados por adúlteros, impostores, perforadores de sepulcros, reos de otros crímenes semejantes; pero luego, ordenándolo así la regia benignidad, se encontraron libres. Quedaron libres de la pena, pero no borraron su deshonra, sino que a todas partes los sigue la deshonra. Otros eran varones militares y nobles, y habían abrazado un género de vida brillante y honroso, acometiendo los peligros en los combates; pero muchas veces recibieron heridas, y al fin acabaron con una muerte prematura: éstos, por amor a la gloria se privaron de una segura tranquilidad.

XXI

A esta mujer le vinieron ambos bienes, puesto que juntamente disfrutó de la gloria y de la seguridad. Y lo mismo aconteció a aquellos tres jóvenes, que salieron libres del peligro del horno y se hicieron famosos por haber vencido con un modo sobrenatural el poder del elemento del fuego. Así son los beneficios de Dios, porque él al mismo tiempo concede una vida tranquila y gloriosa. Cosas ambas que ya insinuaba esta mujer cuando dijo: "Se ha confirmado mi corazón en el Señor, y se ha exaltado mi gloria en mi Dios". No dijo simplemente "en Dios", sino "en mi Dios", tomando como propio al que es común Dios de todo el orbe de la tierra. Y esto lo hizo no por amenguar el dominio de Dios, sino solamente por declarar su cariño y por más enfervorizarlo. Esto es lo que suelen hacer los que aman, que no toleran el amar juntamente con otros, sino que desean demostrar un cariño especial y particular.

XXII

Por este motivo decía David: "Oh Dios mío, tú eres mi Dios, a ti te busco solícito". De manera que tras de haber puesto la denominación común, añadió aquello por la que es particular Señor de los santos. También dijo: "Oh Dios mío, atiéndeme, ¿por qué me has desamparado?", y: "Diré a Dios: tú eres mi protector". Estas expresiones son propias de un alma fervorosa y que arde en deseos. Pues lo mismo hizo esta mujer. Por lo demás, no es cosa admirable que así lo hagan los hombres. En cambio, cuando veas que lo hace también Dios, entonces con razón quedarás estupefacto. En efecto, así como éstos no lo invocan en común, sino que se lo apropian y quieren que les pertenezca, del mismo modo él también profesa ser Dios no sólo en común para todos los demás, sino en particular de cada uno de ellos.

XXIII

Por esto decía Dios: "Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob". No porque él contrajera su imperio, sino más bien ensanchándolo. Porque él demuestra su imperio no tanto por la multitud de súbditos cuanto por la virtud y excelencia de ellos. Y no se goza tanto en ser llamado Dios de cielo y tierra y del mar y de todo lo que éstos contienen, cuanto en serlo de Abraham, Isaac y Jacob. Y podemos ver en Dios lo que en los hombres no solemos ver. Por ejemplo, entre los hombres, los siervos se llaman por el nombre de sus dueños, y todos nos expresamos así, llevados de la costumbre; y decimos "fulano, el administrador de fulano", o bien "fulano, el ecónomo de fulano". Es decir, del estratega o del hiparjo. Pero nadie dice "fulano, el hiparjo del administrador fulano";, sino que siempre acostumbramos llamar a los inferiores con el nombre de los de más altas dignidades.

XXIV

Tratándose de Dios, no solamente se dice "Abraham, el que es de Dios", sino "el Dios de Abraham", de manera que el Señor se denomina por el nombre del siervo. Esto mismo decía Pablo lleno de admiración: "Por eso Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos". No se avergüenza, dice, el Señor de tomar el apelativo suyo del nombre de sus siervos. Pero ¿por qué no se avergüenza? Dime la razón, a fin de que nosotros lo imitemos. ¿Porque "eran peregrinos y huéspedes"? Bien, mas por esto precisamente convenía que se avergonzara, puesto que el que es huésped parece que ha de ser vil y despreciable.

XXV

Aquellos santos no eran huéspedes en esa forma que nosotros pensamos, sino en otra en absoluto especial. Nosotros solemos llamar huéspedes a quienes tras de abandonar su patria se van a otra región. Pero aquéllos no eran huéspedes en ese sentido, sino porque despreciaban al orbe todo, y juzgaban pequeña la tierra, y miraban hacia la ciudad celestial. Y esto no por arrogancia, sino por magnanimidad; no por insolencia, sino por el cultivo de la sabiduría. En efecto, una vez que hubieron contemplado todas las cosas terrenas, y hubieron visto ser ellas cosas deleznables y perecederas, y que nada había aquí que fuera estable ni firme (a saber, ni la gloria, ni el poder, ni las riquezas, ni la vida misma), sino que todas tenían un término y acabamiento, y a él se apresuraban, y las cosas celestiales no eran de semejante naturaleza, sino infinitas e inmortales... prefirieron ser huéspedes acá entre las cosas pasajeras y deleznables, para poder alcanzar aquellas otras eternas.

XXVI

Aquellos santos eran huéspedes, pero no porque no tuvieran patria, sino porque anhelaban aquella otra patria sempiterna. Significando lo cual, el mismo Pablo decía: "Los que tales cosas dicen dan bien a entender que andan en busca de la patria". ¿Qué patria? ¡Te ruego me lo digas! ¿Acaso aquella primera que abandonaron? De ninguna manera, porque si se acordaran de aquélla, "en su mano estaba el retornarse allá". En concreto, la patria que deseaban era otra mejor: la celestial, cuyo creador y artífice es Dios. Por esto Dios no se avergonzaba de llamarse "Dios de ellos". Pues bien, imitémosles, y despreciemos las cosas presentes y anhelemos las futuras. Tomemos como maestra a esta mujer, y así acojámonos continuamente al Señor, y a él pidamos todas las cosas. Porque no hay cosa igual a la oración. Ella es la que de lo imposible hace lo posible; de lo difícil hace lo fácil; de lo torcido, lo recto. El bienaventurado David usaba de ella a su vez, y por lo mismo decía: "Siete veces te alabo en el día por los decretos de tu justicia". Pues si este rey, metido entre mil cuidados, y distraído entre tan variados negocios, tantas veces al día oraba a Dios ¿qué defensa o qué perdón podemos nosotros obtener, que tanto descanso tenemos y con todo no oramos continuamente, y esto cuando tan grande fruto de ello habría de venirnos?

XXVII

Es imposible que el hombre que ora con la debida presteza, y que constantemente se encomienda a Dios, caiga alguna vez en pecado. Sobre cómo pueda ser esto, es lo que en seguida vamos a declarar. Aquel que tiene fervorosa el alma, y ha levantado su pensamiento y lo ha pasado a las cosas celestiales, y de esta manera se ha puesto a invocar a su Señor, y con la memoria de sus pecados habló con él acerca del perdón, rogándole se dignara ser para con él manso y propicio, ese tal, después de esa oración, ya ha dejado todos los cuidados de esta vida y se ha levantado con la esperanza y se ha colocado por encima de todas las afecciones humanas. De manera que si después de su oración se encuentra con su enemigo ya no lo verá como enemigo; y si ve a una mujer hermosa, ya no le impresiona ni vence con su aspecto, porque aún le dura en el interior aquel fuego que encendió con la oración, el cual aparta de sí todo pensamiento indecente.

XXVIII

Por ser hombres, fácilmente caemos de nuevo en la tibieza una vez que ya han pasado una o dos o tres horas de oración, cuando sientas que aquel tu fervor poco a poco se va enfriando, vuelve a encender tu pensamiento. Si esto lo vas haciendo durante todo el día, enfervorizándote con frecuentes oraciones de cuando en cuando, no darás al demonio ocasión alguna ni le presentarás entrada al interior de tus pensamientos. Así como al preparar la comida, si cuando habernos de beber encontramos que el agua caliente ya se ha enfriado la volvemos a poner al fuego, y la calentamos otra vez, de ese modo hay que proceder aquí, y hemos de poner nuestra boca, como en unas brasas, en la oración, para que con este artificio la mente se encienda de nuevo en la piedad.

XXIX

Imitemos también a los que trabajan en las construcciones. Éstos, cuando han de edificar una pared de ladrillo, a causa de la fragilidad del material, lo ciñen con unos maderos, y esto en espacios no muy distanciados sino pequeños, a fin de que la trama de los ladrillos quede más firme a causa de la frecuencia de los maderos. Pues bien, procede tú del mismo modo, y así como aquéllos lo hacen mediante las ligaduras de los maderos, así tú, interponiendo entre los negocios seculares las frecuentes oraciones, defiende tu vida.

XXX

Si esto haces, aun cuando sean innumerables las tempestades que se te echen encima, ya sea de tentaciones, ya de tristezas, ya de pensamientos molestos, ya de cualquiera otra materia, no podrán echar abajo tu casa defendida y asegurada con tan frecuentes oraciones. Me dirás: ¿Cómo puede ser que un hombre seglar y ocupado en negocios forenses haga tres horas de oración cada día y acuda a la iglesia? Puede hacerlo, y es cosa fácil. ¿Que acudir a la iglesia no le es fácil? Muy bien, pues que ore cuando esté en el foro, o pegado a la puerta de su oficina. Para esto es más necesaria es la mente que la boca, y más la atención del ánimo que el extender las manos. No importa tanto la postura del cuerpo con que lo hagas, cuanto el afecto del alma. La misma Ana fue oída no por sus intensos clamores sino por el interno afecto de su corazón.

XXXI

Dice la Escritura que "su voz no se oía, y el Señor la escuchó". Esto mismo han hecho otros muchos. Y mientras allá dentro el magistrado amenazaba y se exasperaba y se enfurecía, ellos permaneciendo junto a las puertas de la oficina, tras de haberse fortalecido con el signo de la cruz, y haber rogado brevemente dentro de sí mismos, una vez que entraron, hicieron cambiar al hombre y lo aplacaron, y de irritado lo volvieron manso. Ni el sitio, ni el tiempo, ni lo tocante al silencio, les impidió hacer oración.

XXXII

¡Haz tú del mismo modo! Llora amargamente, trae a tu memoria tus pecados, levanta tus miradas al cielo y di con el pensamiento: "Apiádate de mí, oh Dios". Si lo haces, con esto ya habrás hecho oración. Quien dice apiádate confiesa y reconoce su pecado, puesto que es propio de los que han caído el buscar misericordia. El que dice apiádate ya obtuvo el reino de los cielos. A aquel de quien Dios se compadece, no solamente lo libra de las penas, sino que además le concede la posesión de los bienes futuros.

XXXIII

No busquemos excusas, alegando no estar cerca la casa de oración. Ya que a nosotros mismos, si vivimos con templanza, la gracia del Espíritu Santo nos hace templos de Dios, de manera que por todas partes tengamos posibilidades de orar. No tenemos nosotros un culto como el que antiguamente tenían los judíos, que era de grandes ceremonias sensibles y necesitaba de mucho trabajo. En aquel culto, el que había de orar tenía que subir al templo, comprar una paloma, tener a la mano leña y fuego, y asistir con el cuchillo empuñado cerca del altar, y hacer otras muchas cosas que estaban mandadas. Acá en el nuestro nada hay que a eso se parezca; sino que en donde quiera que estuvieres tienes a la mano el altar y el cuchillo y la víctima, pues tú mismo eres "altar, sacerdote y víctima".

XXXIV

Donde quiera que estuvieres, puedes ahí levantar un altar con tal de que tengas una voluntad vigilante, porque ni el sitio ni el tiempo te impiden, aunque no te arrodilles ni te des golpes de pecho, ni levantes al cielo tus manos; con sólo que tengas fervoroso el pensamiento, ya nada te falta para la oración. Puede la mujer, aunque tenga en la mano el huso y esté tejiendo una tela, mirar al cielo e invocar a Dios con pecho inflamado. Puede el varón, aun estando en la plaza o yendo de camino, orar atentamente. Lo mismo puede hacer el otro sentado en su oficina y cosiendo los cueros levantar al Señor su espíritu. Puede el siervo, mientras hace las compras y sube y baja y presta sus servicios en la cocina, aunque no le sea posible ir a la iglesia, hacer una oración atenta y fervorosa. No se avergüenza Dios por el sitio, pues una sola cosa se exige: el fervor en el alma, y una mente llena de moderación.

XXXV

Para que veas que no se necesita de sitios ni de tiempos oportunos sino de un ánimo recto y atento, ve a Pablo recostado en la cárcel, y que no puede tenerse derecho (porque los grillos de madera no se lo permitían), cómo oraba con grande prontitud, así tendido sacudió la cárcel y la conmovió hasta en sus cimientos y aterrorizó al guardia y luego a éste una vez iniciado lo introdujo en los sagrados misterios. También Ezequías, no estando de pie ni de rodillas, sino recostado en su lecho a causa de la enfermedad y con la cara vuelta hacia la pared, invocó a Dios con ánimo fervoroso y modesto, y apartó de sí la sentencia dada ya contra él, y alcanzó grande ganancia y le fue devuelta su primera sanidad.

XXXVI

Puedes ver cómo esto ha sucedido no solamente a excelentes varones y santos, sino también a los malos. También el ladrón aquel, sin estar en el templo ni de rodillas, sino extendido en la cruz, con unas cuantas palabras logró el reino de los cielos. Y también lo logró el arrojado a la cisterna cenagosa, y el expuesto a las fieras en la cueva, y el encerrado en el vientre del cetáceo. Todos ellos, habiendo invocado a Dios, apartaron los males que los amenazaban y lograron la benevolencia divina.

XXXVII

Con estas palabras, os exhorto a que frecuentéis las iglesias y a que oréis en vuestros hogares con toda tranquilidad durante el descanso, puestos de rodillas y levantadas las manos. Si acaso el tiempo y el sitio en que estamos abunda en cantidad de hombres, con todo, no por eso se ha de interrumpir la costumbre de orar; sino que, como amonestaba a vuestra caridad, orad e invocad a Dios, ciertos del todo de que semejante oración os alcanzará todo lo que deseáis. No he dicho esto para que lo alabéis y aplaudáis, sino para que lo llevéis a la práctica, y para que llenéis todo vuestro tiempo, así nocturno como diurno y el dedicado al trabajo, con la oración. Si de esta manera disponemos nuestras cosas, pasaremos seguros por esta vida presente y conseguiremos además el reino de los cielos. Al cual ojalá se nos conceda llegar, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo.

HOMILÍA 4

I

En vano, según parece, exhortaba yo a los que estuvieron presentes en la reunión anterior, a que permanecieran en sus hogares paternos y no se presentaran acá mezclados con los que solamente se acercan a la iglesia en las festividades y luego se alejaran. O mejor dicho, ¡no en vano!, porque aunque ninguno de ellos se hubiera persuadido con nuestro discurso, con todo a nosotros nos queda íntegro nuestro premio y estamos perfectamente defendidos delante de Dios. Conviene por esto que el predicador, aunque nadie le atienda, lance la simiente y ponga a rédito el capital, a fin de que Dios lo exija no de él, sino de los banqueros con su rédito.

II

Esto es lo que yo he hecho al argüiros, increparos, rogaros y amonestaros. Para esto os traje a la memoria al hijo aquel dilapidador de los bienes paternos, vuelto finalmente de nuevo a la casa de su padre. Por eso os puse delante toda su miseria, y aquella hambre, y aquella ignominia, y aquellos insultos y todo lo que de los extraños sufrió, para con ese ejemplo haceros entrar en razón. No dimos con esto por acabado mi discurso, sino que además os declaré mi benevolencia paterna para con ellos, al no exigirles el castigo por la desidia. Los recibí con las manos tendidas, y les concedí el perdón de sus faltas, y les abrí las puertas del hogar, y les puse la mesa, y los vestí con el vestido de la doctrina, y usé con ellos todos los cuidados.

III

A pesar de ello, ellos no han imitado a aquel hijo pródigo, ni se apenaron de haber abandonado la reunión, ni se quedaron en la casa paterna, sino que nuevamente se apartaron de ella. Es propio de vosotros, de los que siempre estáis a mi lado, el regresarlos, y persuadirlos a que estén con nosotros en todas las reuniones y se hagan partícipes de la festividad. Aunque haya pasado ya Pentecostés, toda reunión en la iglesia es una festividad. ¿Cómo quedará esto en claro? Por las palabras mismas que dice Cristo: "Donde quiera que estuvieren dos o tres congregados en mi nombre, ahí estoy en medio de ellos". Cuando Cristo se encuentra en medio de los que se han reunido, ¿qué mayor argumento hay que éste? Donde hay enseñanza de la sagrada doctrina, y oraciones y bendición de los sacerdotes, y se escucha la ley divina, o donde hay reunión de hermanos, y unión de sincera caridad, o donde se habla con Dios y Dios habla con los hombres, ¿cómo puede ser que no haya aquí fiesta y solemnidad?

IV

La solemnidad no la hace la multitud de los que se reúnen, sino la virtud. Y no la riqueza de los trajes, sino el adorno de la piedad. Y no la abundancia de los manjares, sino el cuidado de las almas. ¿Por qué? Porque la fiesta más excelente es la buena conciencia. En las fiestas seculares, quien no tiene ni un vestido hermoso que ponerse, ni una abundante mesa que participar, sino que vive en pobreza y en hambre y en extrema necesidad, no goza del día de fiesta, aun cuando vea a la ciudad toda entregada a los bailes. Al revés, tanto más se angustia y se duele, cuanto más ve a los otros entre delicias mientras él está entre necesidades de todo. En cambio, un rico muelle, que abunda en vestidos con que cambiarse, y vive en suma prosperidad, aun fuera del tiempo de las festividades cree disfrutar de perpetuos festivales. Pues bien, del mismo modo sucede en las cosas del espíritu. El que vive en santidad y en buenas obras, aun sin festividades vive en fiesta perenne, porque recibe un gozo puro, nacido de la buena conciencia. En cambio, quien vive en pecado, y tiene conciencia de muchas malas obras, aun cuando tenga fiesta carece de festival como el que más.

V

Según esto, podemos tener todos los días fiesta, con tal de que ejercitemos la virtud y purifiquemos nuestra conciencia. ¿En qué es mejor la presente reunión que la pasada? ¿Acaso no lo es únicamente en el tumulto y en el alboroto y no en otra cosa alguna? La participación de los misterios sagrados, y la comunicación de las demás cosas espirituales, como son las preces, la predicación, las bendiciones, la caridad y las otras cosas, son a día de hoy las mismas, y en nada aventaja a éste el día anterior, por lo que a vosotros mira o yo os predico. Los que entonces nos oían, esos mismos nos van a oír ahora, y los que ahora están ausentes tampoco entonces estaban presentes, aun cuando con el cuerpo se les viera presentes. ¡Ahora no oyen, pero menos aún oían entonces! Y no solamente no oían, sino que con su estrépito molestaban a los que oían. En consecuencia, entonces y ahora cuento yo con los mismos oyentes en esta reunión, y el mismo concurso, y no es este día en nada inferior a aquel otro. Más bien, si es que me permitís que diga algo llamativo, este día es mejor que aquel otro, porque la predicación se tiene sin aquel estrépito, y la enseñanza se hace sin aquel tumulto, y se oye con mayor reflexión por no impedir nuestros oídos ningún alboroto.

VI

No digo esto porque yo desprecie la multitud que entonces se reunió, sino para persuadiros a que no tengáis por ello dolor, ni os contriste lo escaso de los que ahora acudieron. Los cristianos no buscamos que haya en la Iglesia multitud de cuerpos, sino multitud de quienes nos escuchen. Así pues, puesto que ahora tenemos el mismo número de comensales que tuvimos entonces, con igual presteza os presentaré el banquete, volviendo a la materia que nos impidió la festividad. Así como no era oportuno omitir en Pentecostés la conmemoración de los beneficios que en ese tiempo se nos proporcionaron, ahora que ya ha pasado la festividad de Pentecostés es oportuno volver a continuar la materia que anteriormente había escogido: la historia de Ana. No hay que mirar a que ya se hayan dicho muchas cosas, sino a que llegamos ya al término de la materia. Quienes han encontrado un tesoro, aunque saquen de él innumerables riquezas, no desisten hasta que las agotan todas. Lo más provechoso no es haber sacado ya mucho, sino el no dejar nada por sacar.

VII

Si los que andan locos por el dinero tan grandemente se preocupan por las cosas que han de perecer y no permanecer, mucho más conviene que nosotros tengamos ese mismo respeto de los tesoros divinos, y no desistamos hasta haber agotado todo cuanto ahí aparece. Digo aparece porque no me es dado agotar todo cuanto ahí se encuentra. La fuerza de las sentencias divinas es una fuente perenne que mana y jamás se agota y nunca se extingue. Así pues, no nos cansemos, porque no estamos discurriendo acerca de cosas vulgares, sino de la oración, que es nuestra esperanza. Estamos hablando de la oración por la cual aquella mujer estéril fue hecha madre, y la que no tenía hijos fue madre de una grande prole, y de triste quedó alegre por aquella oración que reparó la naturaleza viciada, y abrió la matriz antes cerrada, y lo imposible lo hizo posible. Examinemos, pues, cada cosa por sí y despacio, y expliquemos cada frase, a fin de que nada se nos escape.

VIII

Hasta ahora he gastado dos discursos íntegros en solos dos de los dichos de Ana: "Mi corazón se ha confirmado en el Señor", y: "Mi fortaleza se ha exaltado en mi Dios". Es lógico, pues, tomar ahora el tercero. ¿Cuál es? Éste mismo: "Y ha abierto mi boca contra mis enemigos, porque esperé de él la salud". Notad lo perfecto de la oración, pues no dijo "mi boca se ha aguzado contra mis enemigos", porque no se hallaba preparada para las injurias y los dicterios, ni para los oprobios y las acusaciones, sino para la amonestación y el consejo, para la corrección y la enseñanza. Por eso no dijo "mi lengua se ha aguzado contra mis enemigos", sino "se ha ensanchado", a forma de decir: Ahora gozo de amplitud, ahora puedo hablar con libertad, una vez echada a un lado la pena y el rubor, he vuelto a la libertad.

IX

Tampoco ahora recordó Ana a su émula, sino que bajo una expresión vaga e indefinida, ocultó, como bajo una careta de teatro, la causa de su tan grande tristeza. No dijo lo que muchas mujeres dicen ("Dios la ha confundido, él ha destruido y echado por tierra a esa criminal y arrogante y grandilocuente"), sino que dijo con sencillez: "Se ha ensanchado mi boca contra mis enemigos y me he alegrado en tu salud". Y no simplemente "por la salud", sino "por ser salud de tu mano", a forma de decir: Yo no me alegro de haber sido curada, sino de haber sido curada por ti. Por eso me alegro y doy saltos de gozo.

X

¡Así son las almas de los santos! Más se alegran de Dios, autor de los beneficios, que de los mismos beneficios; porque no lo aman por los dones, sino que aman los dones por él. Esto es lo que conviene que hagan los siervos agradecidos y los criados que guardan memoria de los beneficios, anteponiendo a Dios a todas las cosas. Tengamos también nosotros esta disposición. Cuando caigamos en pecado, no tengamos dolor porque se nos va a castigar, sino por haber ofendido a Dios. Y si hacemos alguna obra buena, no nos alegremos por el reino de los cielos, sino porque hemos agradado con nuestra obra al Rey de los cielos. En efecto, aquel que piensa rectamente, más teme la ofensa de Dios que todos los infiernos, y en más estima agradar a Dios que todos los reinos.

XI

No te admires que convenga tener esta disposición respecto de Dios, puesto que muchos hombres así se encuentran dispuestos para con los otros hombres. Muchas veces tenemos hijos nobles, y si acaso en algo los herimos, aunque sea involuntariamente, nos imponemos a nosotros mismos un castigo. Y lo mismo solemos hacer respecto de nuestros amigos. Pues bien, si juzgamos ser cosa más dura el ofender a los hijos o a los amigos que el sufrir un castigo, mucho más conviene tener estos sentimientos respecto de Dios. Así se ha de estimar, como cosa más grave que cualquier infierno, el haber hecho algo que a él le desagrade.

XII

Así era el bienaventurado Pablo, y por eso decía: "Estoy cierto que ni los ángeles ni los principados ni las potestades ni las cosas presentes ni las venideras, ni la altura ni la profundidad ni ninguna criatura podrá arrancarnos del amor a Dios en Cristo Jesús Señor nuestro". Y aun así eran los mártires, cuando los llamamos bienaventurados por sus llagas y por las coronas que les esperan. En efecto, los premios se dan por las llagas, y no las llagas por los premios.

XIII

Del mismo modo, Pablo se alegraba no tanto por los bienes que le esperaban, como por los trabajos sufridos por Cristo, y decía y exclamaba: "Me gozo en mis padecimientos por vosotros", y: "Me glorío en las tribulaciones", y: "Nos ha sido dado por Dios no solamente el que creamos sino el que padezcamos por él". Verdaderamente, es la gracia más grande el ser tenido por digno de padecer algo por Cristo, y es corona perfecta y merced no menor que el premio futuro. Esto lo saben quienes saben amar recta y fervorosamente a Cristo.

XIV

Sobre qué clase de mujer era Ana, quedémonos con su ardentísimo amor de Dios, y su encendido cariño. De hecho, por esto decía ella: "Me he alegrado con tu salud". Nada tenía ella de común con las cosas terrenas, sino que despreciaba todo auxilio humano y andaba elevada con la gracia del Espíritu Santo, y en todas las cosas miraba a Dios, y en todos los trabajos rogaba que de allá le llegara la salvación. Conocía, conocía claramente que las cosas humanas, cualesquiera que ellas sean, imitan la naturaleza de aquellos que las proporcionan; y que nosotros constantemente necesitamos del auxilio divino si queremos anclar en terreno firme. Por esto ella siempre se refugiaba en Dios, y cuando recibía algún beneficio, más se alegraba por ser Dios el autor del beneficio, y le daba gracias diciendo: "No hay santo como Yahveh, no hay justo como nuestro Dios, no hay santo como tú".

XV

Esto es lo que decía Ana, como diciendo: Su juicio es irreprensible y su sentencia infalible y rectísima. ¿Has visto cómo piensa un alma agradecida? No dijo en su interior "¿qué tiene de grande lo que he recibido, o qué he recibido más que los otros?", ni "lo que hace tiempo posee mi émula con abundancia, eso yo, apenas con grande esfuerzo y lágrimas y oraciones y súplicas finalmente lo he venido a conseguir", sino que sentía la providencia divina y no exigía a Dios cuentas ni porqués de su beneficencia. Esto es lo que, desgraciadamente, muchos hacen, trayendo cada día a juicio a Dios. Muchos, en efecto, si ven a uno rico y a otro pobre, no se cansan de hablar contra de la providencia de Dios. Pero ¿qué es lo que haces, oh hombre? No te permite Pablo juzgar a tu consiervo, cuando dice: "No juzguéis antes de tiempo, hasta que venga el Señor". Y tú, ¿traes a juicio al Señor, y le pides razón de sus hechos, y no te horrorizas ni espantas?

XVI

Llegados aquí, te ruego que me digas: ¿Qué perdón alcanzarás o qué excusa tendrás, siendo así que cada día y cada hora tienes experiencia de su providencia, y con todo, a causa de la desigualdad que observas entre los pobres y los ricos, condenas toda su buena ordenación, y esto con injusticia? Si hubieras querido, como era lo conveniente, examinar con atención profunda estas cosas, aunque no hubieras tenido ningún otro argumento de la divina providencia, ciertamente habrías podido apreciarla, precisamente por las riquezas y la pobreza. Si se suprimiera la pobreza, perecería toda la organización de la vida, y se perturbaría toda la forma de convivir. No habría ni marineros ni patrones en las naves, ni agrícolas ni constructores, ni tejedores ni zapateros, ni carpinteros ni herreros, ni curtidores ni pasteleros, ni en fin ningún otro de los oficiales. Y no habiéndolos, todo iría a la ruina.

XVII

La necesidad, nacida de la pobreza, a la manera de maestra, urge a todos el trabajo aun a pesar de ellos mismos. Mas si todos fueran ricos, todos vivirían en el ocio, y así todo perecería y se acabaría. Por lo demás, esos hombres, con sus mismas palabras, pueden ser redargüidos y reducidos al silencio, pues ¿por qué, pregunto yo, acusas a la providencia divina? ¿Porque uno tiene más, y otro menos dinero? Si yo te pruebo que, en las cosas de suma importancia, y en las que más se apoya la vida, todos los hombres son iguales, ¿aprobarás que todas las cosas han sido ordenadas por la divina providencia? En una cosa es mejor la condición de los ricos: en poseer riquezas. Mas ¿de ahí deduces tú que no existe la Providencia? ¿Y si se descubre que todos gozamos igualmente no sólo de una sola cosa tan vil (el dinero), sino de muchas y mayores, como la salud y el amor? ¿Quedará ya manifiesto que estás obligado a asegurar, aunque no quieras, que existe la providencia divina?

XVIII

¡Ea pues, vengamos con el discurso a las cosas en que se apoya nuestra vida sobre todo, y examinémoslas con diligencia y veamos si en ellas tiene más el rico que el pobre! Por ejemplo, el rico abunda en vinos de Tasos y en otras muchas bebidas artificiosamente confeccionadas y aptas para causar placer. En cambio, todos tienen a la mano las fuentes de las aguas, lo mismo los pobres que los ricos. ¿Tal vez esta igualdad te ha causado risa? Pues bien, escucha cuánto mejor es la naturaleza del agua que la de cualquier vino, y más necesaria y más útil; y con eso corregirás tu parecer y entenderás las verdaderas riquezas de los pobres. Si el vino se suprime, en realidad no se sigue un gran detrimento, a no ser únicamente para los enfermos. En cambio, si alguien suprimiera las fuentes y el elemento de las aguas, echaría abajo toda una civilización y acabaría con todas las artes, y no podríamos sobrevivir ni siquiera por tres días. Sí, en tres días sin agua todos moriríamos, con un género de muerte miserable y durísimo.

XIX

En las cosas necesarias, y que forman el substrato de la vida, el pobre no es inferior. Más aún, es superior al rico. En efecto, muchos ricos conocemos faltos de salud a causa de los placeres, y por eso tienen que abstenerse del uso del agua. En cambio, el pobre puede gozar de por vida de las corrientes, y acercarse a ellas como a fuentes de miel, y correr hacia los riachuelos cristalinos, y recibir de ellos un sano y verdadero placer. Y si no, ¿qué diré de la naturaleza del fuego? ¿Acaso no es más útil que mil tesoros? Pues bien, este tesoro está también igualmente puesto a disposición del rico y del pobre. La utilidad para nuestros cuerpos nace del aire y de la luz del sol, y ¿acaso está más a disposición del rico que del pobre, de manera que aquél ve con cuatro ojos y éste solamente con dos? Nadie puede afirmar esto, pues ambos lo disfrutan con igual medida. Más aún, también aquí es mejor la parte que le toca al pobre, porque éste tiene los sentidos más vigorosos, y el ojo más aguzado, y más excelente la virtud perceptiva.

XX

Los pobres, en definitiva, disfrutan de un placer más verdadero, y se deleitan más con la contemplación de las criaturas. En todos los servicios de la naturaleza verás que hay gran igualdad, e incluso cierta prerrogativa en favor de los pobres. El sueño, por ejemplo, es más suave que todas las otras delicias, y más necesario y más útil que toda otra clase de alimentos. Pues bien, éste también es más fácil para el pobre que para el rico. Y no solamente más fácil, sino también más tranquilo. ¿Por qué? Porque éste, como vive entre delicias, previene el hambre con el alimento, la sed con la bebida, con el sueño la necesidad de dormir, con lo que el mismo se priva de todo placer. En definitiva, el placer que producen estas cosas no consiste tanto en la naturaleza de ellas, cuanto en la necesidad de usarlas.

XXI

No el vino de suave olor, ni la bebida de licor, deleita tan propiamente tanto como el beber agua a quien tiene sed. No tanto agrada el comer pasteles, como el comer cualquier alimento a quien tiene hambre, ni tanto el recostarse en un muelle lecho como el acostarse oprimido por el sueño: cosas todas que más se dan entre los pobres que entre los ricos. En las cosas tocantes a la salud corporal y a todo bienestar, ¿acaso no son comunes igualmente a pobres y ricos? ¿Puede alguno probar que los pobres siempre están enfermos, y los ricos siempre gozan de próspera salud? En concreto, esto es lo que suele verse: que los pobres no fácilmente enferman de enfermedades incurables, sino que estas enfermedades ¡hacen en los ricos el agosto! Ciertamente, la gota y los dolores de cabeza, y la pesadez y los incurables desórdenes nerviosos, contraen y distorsionan todos los nervios, y los fluidos malos de todas clases atacan a los delicados y a los que huelen a ungüentos. En cambio, no así hacen con quienes trabajan y se ejercitan, y en el diario trabajo se ganan el sustento.

XXII

Según esto, quienes viven entre delicias son más miserables que los mendigos, y esto es algo que ellos mismos no pueden negar. Con frecuencia el rico, reclinado en muelle lecho y entre los servicios de todas clases de sus siervos y de sus criadas, al oír por la ciudad el clamor de un mendigo que pide un poco de pan, gime y con lágrimas ruega ser como ése, con tal de encontrarse sano en vez de estar entre delicias pero consumido por la enfermedad. Y no sólo cuanto a la buena salud, sino también respecto a la felicidad de tener prole, verás que los ricos en nada son mejores que los pobres. ¿Por qué? Porque de una y otra parte suele haber o abundante o ninguna prole, sin diferencias. Si las hay, más bien en esta parte aparece inferior el rico al pobre.

XXIII

El pobre, aunque no llegue a ser padre, no lo siente tanto. En cambio el rico, cuanto más aumentado ve su caudal, tanto más se angustia con la esterilidad, y por el ansia de tener heredero no disfruta de gozo alguno. Por otra parte, la herencia del pobre, aunque éste muera sin hijos, como por ser escasa no vale la pena de pleitearla, pasa a los amigos o parientes. La herencia del rico, como atrae sobre sí los ojos de muchos, no raras veces acaba por ir a dar a manos de los enemigos del difunto. Como éste lo sabe, y ya en vida advierte que así sucede, lleva una vida más molesta que la misma muerte, porque teme que a él le vaya a suceder otro tanto.

XXIV

Por lo que mira a la muerte, ¿acaso en esto no hay también igualdad? ¿Acaso no perecen de muertes prematuras tanto los ricos como los pobres? Y después de la muerte, ¿acaso no se corrompe del mismo modo el cuerpo de unos como de otros? ¿No se convierten ambos en ceniza y polvo, y no engendran sino gusanos? Dirás que los funerales no son semejantes, pero ¿qué utilidad tiene eso? Cuando al difunto lo tiendes sobre abundantes telas preciosas, recamadas de oro, ¿qué otra cosa haces, sino acumular mayores envidias y acusaciones contra él? ¿No abres las bocas de todos en su contra, y le preparas infinitas maldiciones y recriminaciones de avaricia? En efecto, cada cual estalla de indignación, y maldice al muerto, y éste ni aun después de muerto deja de andar tras los dineros.

XXV

Añádase a ése este otro mal: que la riqueza incita los ojos de los ladrones. De manera que, cuanto mayor es el funeral, tanto mayores ocasiones tiene el difunto de ser injuriado. En cambio, al cadáver de un pobre nadie se cuida de ir a despojarlo, y está defendido por la pobreza misma de su vestido. En cambio, en el arca del rico se echa mano de llaves y cerrojos, y puertas y guardias, y todo en vano porque con la codicia de las riquezas no hay cosa a la que no se atrevan quienes ya están acostumbrados a semejantes fechorías. De esta manera, el mayor honor acarrea al difunto mayores injurias, y mientras aquel a quien tocaron funerales humildes, yace intocado en su honor y en su sepulcro, el otro a quien se le hicieron solemnísimos es despojado y violado. Si acaso evade el rico esta injuria, ni aun así es mejor que el pobre, sino en que su corrupción es más amplia y presenta mayor pábulo a los gusanos.

XXVI

Sobre estas cosas, pregunto yo: ¿Son tales como para que a los ricos se les llame felices? ¿Quién habrá tan miserable, y lleno de penas, que por tales cosas vaya a juzgar a un hombre digno de envidia? No es esto sólo. Sino que recorriendo las demás cosas, una por una, y examinándolas con diligencia, encontraremos que hay que preferir los pobres a los ricos. Considerando todo esto, y refiriéndolo a otros (puesto que dice la Escritura "da ocasión al sabio, y se hará más sabio"), y reteniéndolo constantemente en la memoria (esto es, que los dineros no dan a sus posesores otra cosa sino cuidados, solicitudes, angustias, temores y peligros), no juzguemos nuestra condición en nada inferior a la de los ricos.

XXVII

Si somos vigilantes, nos encontraremos en mejor situación no solamente cuanto a las cosas de este siglo, sino también en las otras que son divinas. Porque mejor se encuentran entre los pobres que no entre los ricos "el gozo, la seguridad, la buena fama, la salud, el recto modo de vivir, la buena esperanza, y son más raras las ocasiones de pecar". Así pues, no murmuremos como los siervos ingratos, ni acusemos al Señor, sino démosle gracias por todo. No estimemos cosa alguna como mal si no es el pecado, ni a cosa alguna como buena si no es la justicia. Si de esta manera pensamos, ni las enfermedades ni la pobreza ni la ignominia ni cosa alguna semejante nos causará molestia, sino que, tras de haber alcanzado de cada cosa un goce puro, conseguiremos además los bienes futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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