JUAN CRISÓSTOMO
Discurso a los Antioquenos

I

¿Son por ventura reales las cosas que me están sucediendo? ¿De verdad acontecieron las que se han llevado a cabo y no nos hemos engañado? ¿No son noche y ensueño las que ahora tenemos delante, sino que es de día y estamos todos despiertos? ¿Quién podría creer que, siendo de día y estando todos los hombres despiertos y en vigilia, un pobrecillo y despreciado, y de ínfima clase (yo mismo), haya sido encumbrado a tan gran alteza de la dignidad sacerdotal? Que esto suceda durante la noche, ¿no es increíble? Con todo, lo más increíble es que algunos mutilados del cuerpo, o que apenas tienen lo necesario para vivir, por la escasez de sus recursos, se vean entre vosotros.

II

Lo que ahora sucede nadie creería jamás que se verificara en la realidad de los acontecimientos de hoy. Y sin embargo, ¡ahora todo eso se ha realizado, y acontece y se lleva a cabo, como lo estáis presenciando, y es más increíble que las visiones de los ensueños! ¡Una ciudad de tanta grandeza y tan populosa, y un pueblo tan admirable, se desvive por la pequeñez mía, como si fuera a escuchar de mis labios alguna cosa notable y preclara! Mas he aquí que, aunque de mí brotara, al modo de los ríos perennes, el discurso, y aunque estuvieran en mi boca las fuentes de la elocuencia, todavía, por el miedo a este concurso de tan inmensa multitud que corre a escucharme, se detendría la corriente y los ríos se volverían hacia atrás.

III

Como yo estoy tan lejos de la abundancia de los ríos y de las fuentes, que ni siquiera llego a lo exiguo de una mediana llovizna, ¿cómo puede suceder que no se extinga necesariamente mi pequeño caudal, desecado por el temor, y que no me suceda exactamente lo que en lo corporal suele sucedemos? ¿Qué exactamente? Esto mismo: que muchas veces, precisamente por el temor, se nos caen de las manos las cosas que en ellas tenemos y con los dedos apretamos, porque se nos aflojan los nervios y el cuerpo todo se nos relaja en su vigor. Este es el miedo que yo tengo ahora: que los discursos que con tanto trabajo he preparado, aunque sean verdaderamente humildes y de ninguna importancia, se me olviden con el temor y se me evaporen, y se me vayan y dejen desierto mi espíritu.

IV

Os ruego a todos vosotros por igual, a los que tenéis el mando y a los que al mando obedecéis, que cuanta fue la ansiedad con que habéis venido a escucharme, tanta sea la audacia que me inspiren vuestras oraciones con su diligencia; y que supliquéis al que da a los que anuncian la Buena Nueva palabras de grande virtud, me las proporcione también a mí y "sea él quien abra nuestra boca". Ningún trabajo será para vosotros, tantos y tan esclarecidos varones, levantar el ánimo de un pobrecito, decaído a causa del temor. Más aún, es cosa conveniente y justa que me concedáis lo que ahora os pido, ya que en favor vuestro, y sólo por vuestro amor, he afrontado el éxito de este discurso. Este motivo es el más fuerte y poderoso que cualquier otro, puesto que a mí, que no tengo excesiva experiencia en el hablar, habéis logrado mover y arrastrar al pulpito, a pesar de que anteriormente no había aprendido este género de certámenes; sino que estaba colocado perpetuamente en las filas de los oyentes, y había gozado de la plática sin trabajo y con completa tranquilidad.

V

¿Quién será tan duro y tan intratable que guarde silencio delante de vuestro concurso, y que habiendo encontrado un auditorio tan inflamado en el deseo de escuchar, permanezca callado, aunque sea el hombre más imperito en los discursos? Esta es la primera vez que hablo en la Iglesia, y por eso consagro mis primicias y comienzos al Dios que me ha dado esta lengua. Es conveniente que así lo haga, porque no solamente de la era y del lagar se han de ofrecer las primicias, sino también de la palabra. Así como el fruto de aquélla es algo propio de nosotros, así es más agradable a Dios, a quien se honra. El racimo y la espiga de su seno los brota la tierra y los alimenta el riego de la lluvia y los cultiva la mano del agricultor, mientras que el himno sagrado lo engendra la piedad, lo alimenta la buena conciencia y lo recibe Dios en sus graneros celestiales. Cuanto más excelente es el alma que la tierra, tanto mejor es este provecho que aquél.

VI

Un varón grande y admirable de entre los profetas, llamado Oseas, a quienes habían ofendido a Dios, y se preparaban para hacérselo propicio, les exhortaba a llevar consigo no manadas de bueyes ni tantas medidas de flor de harina ni tórtolas, ni palomas ni otra alguna cosa a éstas semejante, sino esto mismo: "Llevad con vosotros palabras". Quizás pregunte alguno: ¿Qué clase de sacrificio son las palabras? ¡Grandísimo es y muy excelente, mi muy amado, y más precioso que otro cualquiera! Y ¿quién es el que lo dice? Uno que conoce a fondo y con exactitud estas cosas, a saber: el magnánimo David. En cierta ocasión. David inmoló víctimas de acción de gracias a Dios por una victoria alcanzada, y poco más o menos dijo así: "Alabaré el nombre de mi Dios con un cantar, lo engrandeceré con alabanzas". Más tarde, declarando la excelencia de este sacrificio, añadió: "Agradará a Dios más que el novillo tierno que va echando cuernos y pezuñas".

VII

Deseaba yo en este día ofrecer víctimas de esta clase, y ensangrentar el altar espiritual con este género de ofrendas. Pero ¿qué haré? Sobre todo porque un varón sabio me cierra la boca y me aparta de esto, diciendo: "No es preciosa la alabanza en la boca del pecador". En efecto, así como en las coronas no basta con que las flores sean puras, si no es también pura la mano que las entreteje, así también en los himnos sagrados es necesario que no solamente las palabras sean piadosas, sino también el alma que los canta. En mi caso, yo ¡la tengo manchada, vacía de confianza y llena de infinitas maldades!

VIII

A quienes así se encuentran, no solamente esta ley les ciñe la boca, sino también otra ley más antigua y promulgada antes que ésta. Por eso David, una vez que dijo "alabad al Señor desde los cielos, alabadle desde las alturas", poco después añadió: "Alabad al Señor desde la tierra". Invitó así a todas las criaturas, las de arriba y las que están aquí abajo, las sensibles y las intelectuales, las que se ven y las que no se ven, las que están en los cielos y las que están debajo de ellos, y de ambos géneros constituyó un coro solo. A ese único coro ordenó que alabara al Rey del universo, pero a él no invitó en modo alguno al pecador, sino que le cerró las puertas.

IX

Para que veáis con mayor evidencia esto que os digo, voy a leeros el salmo desde su comienzo: "Alabad al Señor en los cielos; alabadlo en lo alto. Alabadlo vosotros, sus ángeles todos; alabadlo vosotras, sus milicias". ¿Veis a los ángeles alabándolo? ¿Veis a los arcángeles? ¿Veis a los querubines y a los serafines, y aquellas potestades sumas? ¿Veis a todas sus milicias, que abarcan a todo el pueblo celestial? Sí, las veis, mas ¿se veis en alguna parte al pecador? Responderá alguno: ¿Cómo puede ser que lo vea en el cielo? ¡Ea pues, bajemos a la tierra y pasemos a la otra parte del coro, y veamos lo que aquí se dice! En concreto, esto es lo que aquí se dice: "Alabad al Señor toda la tierra, los dragones y todos los abismos, y las bestias feroces y todos los ganados, y los reptiles y las aves aladas".

X

Mientras digo esto, guardo silencio, pues mi pensamiento, en mi interior, queda confuso por el miedo, y reciamente me empuja a las lágrimas y los gemidos. En efecto, esto me pregunto yo: ¿Qué cosa puede haber más miserable? ¡Los escorpiones, las serpientes, los dragones son invitados a alabar a Aquel por quien fueron criados, y solamente el pecador queda excluido de este coro sagrado, y con muy justo derecho! ¡Qué mala y cruel bestia es el pecado, y cómo daña los cuerpos de los consiervos, y cómo levanta su malicia contra la gloria del mismo Dios! Por ellos, dice el mismo Dios, "mi nombre es blasfemado entre las gentes".

XI

Por este motivo el profeta alejó al pecador, como de una patria sagrada, del orbe de la tierra, y lo obligó a desterrarse. Y así como un citarista excelente arranca de su cítara la cuerda que desentona (a fin de que no eche a perder la armonía de las otras voces), y el médico perito amputa el miembro corrompido (para que su humor maligno no se pase a los otros miembros que están sanos), del mismo modo el profeta procedió al apartar del cuerpo que forman las criaturas al pecador, como a cuerda disonante o a miembro contagiado.

XII

¿Qué habremos, pues, de hacer, una vez que hemos sido rechazados, una vez que hemos sido cortados? ¿Convendrá que en absoluto nos callemos? Decidme, os lo ruego: ¿Callaremos? ¿Nadie nos permitirá celebrar a nuestro Dios con nuestros himnos? ¿Acaso he implorado en vano el auxilio de vuestras oraciones, y en vano me he acogido a vuestro patrocinio? ¡De ninguna manera ha sido en vano! En esta duda, yo he encontrado otro modo de glorificar a Dios, modo que ha brillado como un relámpago en medio de las tinieblas. Este modo es éste: vuestras oraciones. Alabaré, por tanto, a mis consiervos, porque lícito es alabar a nuestros consiervos y, alabándolos, su gloria redundará en gloria de su Señor. Sobre que esto redunde en gloria del Señor, nos lo enseña Cristo cuando dice: "Brille vuestra luz delante de los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre vuestro que está en los cielos". He aquí, pues, otro modo de glorificar a Dios, que sí puede usar el pecador, sin que por ello viole la ley.

XIII

¿A cuál de los consiervos alabaré? ¡A cuál otro sino al común maestro de esta patria, y por medio de esta patria maestro también de toda la tierra! En efecto, a la manera que Ignacio os enseñó a permanecer firmes hasta la muerte, en defensa de la verdadera fe, así vosotros enseñasteis a los demás que antes es preferible perder la vida que no la piedad. ¿Queréis, pues, que partiendo de aquí, le teja una corona de encomios?

XIV

Advierto que el asunto de sus virtudes es un piélago insondable en sus profundidades, y temo mi discurso, una vez sumergido hasta el fondo, se encuentre débil para de nuevo aflorar a la superficie. Va a ser necesario referir sus hechos antiguos, sus peregrinaciones, sus vigilias, sus presentaciones ante los jueces, sus luchas, sus victorias y sus trofeos acumulados. En una palabra, la empresa que llevó a cabo Ignacio supera no sólo mi lenguaje sino el de todo el universo, y necesita una voz inflamada en celo apostólico, que sea capaz de demostrarlo y explicarlo todo.

XV

Dejando a un lado esta parte de su elogio, vengamos a la otra, que presenta menos escollos y puede, por lo mismo, navegarse en una humilde barquilla. Ea pues, encaminemos el discurso a su templanza, y de qué manera tuvo a raya su vientre y despreció los placeres, e hizo a un lado las mesas suntuosas, a pesar de haber sido educado en un hogar notable por su esplendor. A la verdad, no es cosa de admiración que quien ha vivido en pobreza llegue hasta ese extremo de vida ruda y austera, puesto que ha tenido a la estrechez por compañera durante todos los días de su vida y ha peregrinado juntamente con él, con lo que la carga se le hizo día a día más llevadera. En cambio, quien fue dueño de abundantes riquezas no se libra fácilmente de su abrazo, pues ¡tan enorme es el enjambre de codicias que en torno del alma revolotean! En este caso, las desordenadas aficiones, a la manera de una inmensa y caliginosa nube, le oscurecen los ojos del pensamiento y no le permiten levantar sus miradas al cielo, sino que la obligan a inclinar la cabeza a la tierra y andar anhelando lo terreno.

XVI

No hay nada que más impida el camino del cielo que las riquezas, y los males que de ellas se siguen. Y no es esta palabra mía, sino que proviene de los labios del mismo Cristo que dijo: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos". En el caso de Ignacio, lo que era difícil se hizo posible, y aquello de que en otro tiempo Pedro dudaba y quiso saber del Maestro, ahora todos lo sabemos por experiencia, y sabemos más aún que eso. Hoy en día, no solamente sube al cielo el que es rico, sino que el que introduce consigo en el cielo a un pueblo tan grande, y eso a pesar de tener no menos impedimentos que ellas, como es el ser joven y el haber quedado en la orfandad prematuramente. Estas son cosas que, por sí mismas, podían llevar el engaño al ánimo de cualquiera de los hombres, pues tan inmenso encanto poseen y tan dulce es el veneno que ofrecen.

XVII

Todas estas cosas fueron vencidas por Ignacio, que comprendió lo que vale el cielo y se dedicó a la celestial sabiduría. No consideró ni el esplendor de la vida presente ni el lustre de sus progenitores, sino que más bien atendió a la nobleza más brillante y mucho mayor (no ciertamente de estos a quienes la naturaleza unió con los vínculos del parentesco, sino de aquellos otros que viven unidos con los lazos de la piedad). Con esto se modeló a sí mismo, tal como ellos habían sido. Ignacio miró al patriarca Abraham y al gran Moisés, que habiendo sido educado en el palacio del rey, y hallándose acostumbrado a una mesa sibarítica, y habiendo vivido entre el estrépito de los egipcios y su alboroto (ya sabéis bien de qué clase son las costumbres de aquellos bárbaros, y cómo están llenos de fausto y arrogancia), despreció todo eso, y voluntariamente se entregó a los trabajos de la arcilla y del lodo, y prefirió ser del número de los esclavos antes que seguir siendo hijo del rey.

XVIII

Por este motivo regresó Moisés con mayor dignidad de la que antes tenía, y había rechazado. Después del destierro y de la servidumbre en la casa de su suegro, y de los trabajos tolerados allá lejos, volvió como señor de su mismo príncipe, según Dios le había dicho ("te he hecho dios del faraón"). Sin portar corona ni vestido de púrpura, ni ser llevado en carro de oro, sino habiendo conculcado todo ese fausto, resplandecía ahora más que el mismo rey, porque "toda la gloria de la hija del rey es interior".

XIX

Regresó Moisés con su cetro, mediante el cual había de mandar no sólo a los hombres sino también a los cielos y a la tierra, y al mar y al aire, y a la naturaleza de las aguas, y a las lagunas, las fuentes y los ríos, porque ¡los elementos se convertían en lo que él quería, y en sus manos la naturaleza de las criaturas se transformaba! A la manera de una criada presta y laboriosa que ha visto llegar a un amigo de su amo, así en todo obedecía la naturaleza a Moisés, y en todo se mostraba dócil, como si él fuera el señor de ella.

XX

Mirando a éste del que he hablado (a ese Moisés), Ignacio se hizo semejante a él cuando era joven, si es que alguna vez fue joven, cosa que no creo pues ¡de tal manera su pensamiento estaba maduro ya desde sus pañales! En fin, conforme a la cuenta de los años, era joven y se aplicó a la sabiduría. En cuanto conoció la naturaleza humana a manera de una heredad y campo silvestre, cortó, como con una hoz, todas las enfermedades del alma, y presentó al Agricultor un campo purificado, para que en él se depositara él la semilla. Una vez recibida ésta, la ocultó en lo más profundo, a fin de que enraizara lo más posible, y no cediera ni a los rayos del sol (urentes y violentos) ni tampoco fuera malamente sofocada por las espinas.

XXI

Así fue como Ignacio cuidó su alma. Las concupiscencias de la carne las curó con los remedios de la templanza, e impuso a su cuerpo, como a un corcel rebelde, el freno del ayuno, y lo obligó a caminar en sentido contrario a sus propios deseos. Hasta tal punto hizo esto que, a causa del conveniente régimen y gobierno, llegó a ensangrentar las bocas mismas de las concupiscencias. Atormentó así su cuerpo, afligiéndolo sin moderación hasta volverlo corcel inútil que no se le insubordinara de nuevo, ni recibiera un indebido desarrollo, ni dictara contra los dictámenes de la razón. Por supuesto, todo eso sin olvidar la salud y la templanza.

XXII

Este dominio del cuerpo no lo ejerció Ignacio únicamente cuando era joven; sino hasta ya entrada la ancianidad. Lo hizo como puerto seguro, observando continuamente aquel mismo régimen de vida. La juventud, hermanos carísimos, es un piélago enfurecido y lleno de la aspereza de las olas y de los vientos malignos; mientras que la ancianidad tiene ya ancladas las almas de los ancianos en un como puerto seguro y sin olas, y les concede gozar tranquilos de los placeres propios de esa edad. Como decía, sentado ya Ignacio en el puerto seguro, y gozando de él, prosiguió solícito su régimen de vida.

XXIII

Semejante cuidado y temor lo había aprendido del mismo San Pablo, que aun habiendo sido arrebatado al tercer cielo, y como de allí tornando a la tierra, dijo: "Temo que, tras de haber predicado a otros, yo mismo me haga réprobo". En ese santo temor se ha afianzado siempre Ignacio, para poder vivir en continua confianza y para poder sentarse al timón, no precisamente para observar el nacimiento de los astros ni los escollos que ocultos yacen debajo de las aguas, sino los asaltos y engaños del demonio y las luchas entabladas en el pensamiento, y para observar por todas partes su ejército y mantenerlos a todos en seguridad. En efecto, él no mira únicamente a que no se hunda la navecilla, sino a que ninguno de los pasajeros que lleva consigo le sea arrebatado en algún asalto, como por unos piratas. Y así, nada deja por hacer y nada tanto procura como esto. Por él y por su sabiduría, antioquenos, ¡navegamos todos con próspero viento, y con las velas de la nave totalmente desplegadas!

XXIV

Cuando perdimos a nuestro padre Ignacio, nuestros asuntos entraron en grave dificultad. Por eso nos lamentábamos amargamente, como quienes no esperaban que este trono fuera ocupado por otro varón semejante a él. Una vez que un nuevo prelado vino, y en plena luz se nos manifestara, toda aquella angustia pasó de largo a la manera de una nube, y todas las penas se disiparan. Nuestro luto no se fue quitando con lentitud, sino de una manera repentina, como si aquél hubiera vuelto vivo a esta su sede por segunda vez, habiendo abandonado el sepulcro.

XXV

Sin darme cuenta, llevado del cariño y con el anhelo de referir los hechos preclaros de nuestro padre Ignacio, he ido alargando en demasía mi discurso. No digo "en demasía" por lo que mira a las empresas que éste llevó a cabo (ya que de ellas ni siquiera he comenzado a hablar), sino que digo "en demasía" en atención a mi poca edad. ¡Ea pues, dejemos descansar la palabra en el silencio como en un puerto, a la manera de una fuente deseosa de henchir todo el prado! Hermanos, desistamos de perseguir lo que es imposible de alcanzar, y basten para nuestro consuelo las cosas ya dichas. Al fin y al cabo, aun tratándose de los ungüentos más preciosos, no solamente quien vacía todo el vaso, sino también aquel que apenas toca con la punta de sus dedos la superficie, llena el ambiente de un aroma nuevo, y envuelve con la suavidad de su fragancia a todos cuantos se hallan presentes.

XXVI

Esto es lo que ahora ha sucedido, y no precisamente por la fuerza de mi elocuencia sino por la virtud de las buenas obras de nuestro padre en Antioquía. Apartémonos, pues, de la elocuencia, y acojámonos a la oración, rogando a Dios que nuestro padre, doctor, pastor y gobernante, nos prolongue la vida virtuosa. Si acaso os interesáis un poco por mí, rogad por mí, porque en verdad no me atrevo a colocarme entre el número de los presbíteros, puesto que no es lícito contar a los abortivos entre los hijos legítimos y perfectos.

XXVII

Cuando vivía solo, y apartado de los negocios, ya de por sí necesitaba vuestra defensa. Así pues, ¡cuánto más ahora, que he sido traído aquí, en medio de vosotros (no sé si por favor humano o por beneficio divino), y he recibido este recio y pesado yugo, necesito vuestro auxilio! Necesito de muchas manos y de infinitas oraciones, para poder devolver íntegro el depósito depositado en mí, y dar cuenta de los talentos que me han sido confiados, cuando sea citado ante el juicio y dé cuenta de mi administración. Orad, pues, para que no me acontezca como a aquellos que fueron atados y arrojados a las tinieblas exteriores, sino más bien que sea del número de los que podrán alcanzar algún perdón, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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