GREGORIO DE NACIANZO
Atanasio de Alejandría

I

Al alabar a Atanasio, alabaré la virtud. Hablar de él y alabar la virtud son idénticos, porque él había, para decirlo con toda verdad, ha abrazado la virtud en su totalidad. En efecto, todos los que han vivido según Dios todavía viven para Dios, aunque hayan partido de aquí. Por esta razón, Dios es llamado el "Dios de Abraham, Isaac y Jacob", ya que él "no es Dios de muertos, sino de los vivos" (Mt 22,32). Por eso, al alabar la virtud alabaré a Dios, quien da la virtud a los hombres y los eleva hacia sí mismo por la iluminación que es afín a él (1Jn 1,5). Muchas y grandes son nuestras bendiciones (nadie puede decir cuántas y cuán grandes), que tenemos y recibimos de Dios, mas ésta es la más grande y bondadosa de todas: nuestra inclinación y relación con él. En efecto, Dios es a las cosas inteligibles lo que el sol es a las cosas de los sentidos. Uno ilumina el mundo visible, el otro el invisible; uno hace que nuestros ojos corporales vean el sol, el otro hace que nuestra naturaleza intelectual vea a Dios. Y como aquello que otorga a las cosas que ven y son vistas el poder de ver y ser vistas, es en sí mismo lo más bello de las cosas visibles, así Dios, que es quien crea el poder de pensar y ser pensado, es él mismo el más alto de los objetos del pensamiento, y es en quien todo deseo encuentra su límite, más allá de quien no puede ir más allá. Ni siquiera el intelecto más filosófico, ni el más penetrante, ni el más curioso tiene, o jamás tendrá, un objeto más exaltado. Esto es lo máximo de lo deseable, y quienes lo alcanzan encuentran un descanso completo de la especulación.

II

Quien quiera que haya podido escapar, mediante la razón y la contemplación, de la materia y de esta nube o velo carnal (como se le llame), y haya podido mantener comunión con Dios, y estar asociado (hasta donde la naturaleza humana puede alcanzar) con la luz más pura, bendito sea, tanto por su ascenso desde aquí como por su deificación allí (que es conferida por la verdadera filosofía). Sobre todo por elevarse por encima del dualismo de la materia, mediante la unidad que se percibe en la Trinidad. Quien quiera que haya sido depravado por estar unido a la carne, y tan oprimido por la arcilla que no haya podido ver los rayos de la verdad, ni elevarse por encima de las cosas de abajo, aunque haya nacido de arriba, y sea llamado a las cosas de arriba, será miserable en su ceguera, aunque abunde en las cosas de este mundo. ¿Por qué? Porque será el juguete de su abundancia, y será persuadido por ella de que hay algo bello en lugar de lo que es realmente bello, cosechando (como pobre fruto de su pobre opinión) la sentencia de las tinieblas y el ver, como fuego, a Aquel a quien no reconoció como luz.

III

Tal ha sido la filosofía de pocos, tanto hoy como en la antigüedad (pues pocos son los hombres de Dios, aunque todos son obra suya), entre legisladores, generales, sacerdotes, profetas, evangelistas, apóstoles, pastores, maestros y toda la hueste y grupo espiritual, y entre todos ellos, de aquel a quien ahora alabamos. ¿Y a quiénes me refiero con estos? Me refiero a hombres como Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, los doce patriarcas, Moisés, Aarón, Josué, los jueces, Samuel, David, hasta cierto punto Salomón, Elías, Eliseo, los profetas antes del cautiverio, los que vinieron después del cautiverio (los últimos en el orden, pero primeros en verdad). Me refiero a los que se ocuparon de la encarnación de Cristo, a la toma de nuestra naturaleza, a la lámpara antes de la Luz, a la voz antes de la Palabra, al mediador antes del Mediador, al mediador entre el antiguo pacto y el nuevo, al famoso Juan, a los discípulos de Cristo, a los que vinieron después de Cristo, a los que fueron puestos sobre el pueblo, a los ilustres en palabra, a los conspicuos por milagros, a los hechos perfectos por su sangre.

IV

Con algunos de éstos compitió Atanasio, de algunos fue ligeramente superior, y a otros (si no es atrevido decirlo) los superó. A unos los hizo sus modelos en poder mental, a otros en actividad, a otros en mansedumbre, a otros en celo, a otros en peligros, a otros en la mayoría de los aspectos, a otros en todos, reuniendo de uno y otro varias formas de belleza (como hombres que pintan figuras de excelencia ideal). Combinándolas en una sola alma, Atanasio hizo una forma perfecta de virtud de todo, superando en acción a los hombres de capacidad intelectual, en intelecto a los hombres de acción, en intelecto a los hombres renombrados por intelecto, en acción a los del mayor poder activo. Lo hizo aventajando a los que tenían una reputación moderada en ambos aspectos, por su eminencia en cualquiera de los dos, y a los que se destacaban más en uno u otro, por sus poderes en ambos. Si es gran cosa para quienes han recibido ejemplo usarlo de tal manera que se adhieran a la virtud, no tiene Atanasio título inferior a la fama quien para nuestro beneficio haya dado ejemplo a los que vengan después de él.

V

Hablar de Atanasio, y admirarlo plenamente, sería quizás una tarea demasiado larga para el propósito de mi discurso, y tomaría la forma de una historia más que de un panegírico. Sería una historia que he deseado dejar por escrito para el placer e instrucción de la posteridad, así como él mismo escribió la vida del divino Antonio y expuso, en forma de narración, las leyes de la vida monástica. Por consiguiente, tras entrar en algunos de los muchos detalles de su historia (que la memoria me sugiere como los más destacables), y para satisfacer mi propio anhelo y cumplir con el deber que corresponde a la festividad, dejaremos los demás detalles a quienes los conocen. En efecto, no es piadoso ni seguro, mientras las vidas de los impíos sean honradas por el recuerdo, pasar por alto en silencio a quienes han vivido piadosamente, especialmente en una ciudad como Alejandría, tan llena ejemplos de virtud, y que se divierte con las cosas divinas no menos que con las carreras de caballos y el teatro.

VI

Atanasio fue educado, desde su infancia, en hábitos y prácticas religiosas. Fue educado en literatura y filosofía, para no ser completamente inexperto en tales materias, ni ignorante de asuntos que había decidido despreciar. Su alma generosa y ansiosa no soportaba estar ocupada en vanidades, como los atletas inexpertos que golpean el aire en lugar de sus adversarios y pierden el premio. Al meditar sobre cada libro del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, con una profundidad como nadie más ha aplicado siquiera a uno de ellos, se enriqueció Atanasio en la contemplación y en el esplendor de la vida, combinándolos de forma maravillosa con ese vínculo de oro que pocos pueden tejer. Lo hizo usando la vida como guía de la contemplación, y la contemplación como sello de la vida. Lo hizo porque sabía que el temor del Señor es el principio de la sabiduría y, por así decirlo, su primera envoltura. En efecto, cuando la sabiduría rompe las ataduras del miedo, y se eleva al amor, nos hace amigos de Dios e hijos en lugar de esclavos.

VII

Criado y preparado Atanasio, como deben serlo quienes han de presidir al pueblo y dirigir el poderoso cuerpo de Cristo (según la voluntad y la presciencia de Dios, que preceden con creces a los cimientos de las grandes obras), fue investido con este importante ministerio y nombrado uno de los que se acercan al Dios que se acerca a nosotros, y considerado digno del santo oficio y rango. Tras pasar por todas las órdenes, se le confió (para abreviar) el gobierno supremo del pueblo (es decir, la responsabilidad del mundo entero). No puedo decir si recibió el sacerdocio como recompensa a la virtud o para ser fuente y vida de la Iglesia. No podría decirlo si lo hizo como Ismael (Gn 21,19), que desfalleciente de sed por la verdad, necesitaba que se le diera de beber, o como Elías (1Re 17,4), que necesitaba refrescarse en el arroyo cuando la tierra estaba reseca por la sequía. y, cuando apenas respiraba débilmente, ser restaurado a la vida y dejado como una semilla para Israel (Is 1,9), para que no llegáramos a ser como Sodoma y Gomorra (Gn 19,24), cuya destrucción por la lluvia de fuego y azufre es solo más notoria que su maldad . Por lo tanto, cuando fuimos arrojados, un cuerno de salvación se levantó para nosotros (Lc 1,69), y una piedra angular principal (Is 28,16), uniéndonos a sí misma y unos a otros, fue colocada a su debido tiempo, o un fuego (Mal 3,2-3) para purificar nuestra materia baja y malvada, o un aventador (Mt 3,12) para aventar la luz de lo pesado en la doctrina, o una espada para cortar las raíces de la maldad; y así la Palabra lo encuentra como su propio aliado, y el Espíritu toma posesión de uno que respirará en su nombre.

VIII

Por el voto de todo el pueblo, por tanto, y no de la forma perversa que ha prevalecido desde entonces, ni mediante derramamiento de sangre y opresión, sino de manera apostólica y espiritual, fue conducido Atanasio al trono de San Marcos, para sucederlo en piedad no menos que en el cargo. En este último, ciertamente a gran distancia de él, en el primero, que es el genuino derecho de sucesión, siguiéndolo de cerca. En efecto, la unidad en la doctrina merece unidad en el cargo, pues un maestro rival establece un trono rival, y por ello uno es sucesor en realidad, y el otro sólo de nombre. De ser el caso, no sería el intruso, sino aquel cuyos derechos son violados, quien es el sucesor, y no sería el infractor, sino el legítimamente designado, y no sería el hombre de opiniones contrarias, sino el hombre de la misma fe. Si esto no es lo que entendemos por sucesor, sucede en el mismo sentido que la enfermedad a la salud, o la oscuridad a la luz, o la tormenta a la calma, o el frenesí al sano juicio.

IX

Desempeñó Atanasio los deberes de su cargo con el mismo espíritu con el que había sido elegido. En concreto, no se volvió insolente por la embriaguez, una vez tomada la posesión de su trono (como quienes se han apoderado inesperadamente de alguna soberanía o herencia). Esta última es la conducta de sacerdotes ilegítimos e intrusivos, indignos de su vocación, cuya preparación para el sacerdocio no les ha costado nada, no han soportado ningún inconveniente por causa de la virtud, y sólo comienzan a estudiar religión cuando son designados para enseñarla, y se encargan de la purificación de otros antes de purificarse ellos mismos. Estos últimos, ayer eran sacrílegos, y hoy sacerdotales; ayer eran excluidos del santuario, y hoy son sus oficiantes; ayer eran expertos en el vicio, y hoy son novicios en la piedad. Esto últimos son el producto del favor del hombre, y no de la gracia del Espíritu. Habiendo recorrido toda la gama de la violencia, al final tiranizan incluso la piedad, y en lugar de ganar crédito por su cargo por su carácter, necesitan para su carácter el crédito de su cargo, subvirtiendo así la debida relación entre ellos. Estos últimos deberían ofrecer más sacrificios por sí mismos que por las ignorancias del pueblo, pero inevitablemente caen en uno de dos errores. O bien, por su propia necesidad de indulgencia, siendo excesivamente indulgentes, enseñando en lugar de reprimir el vicio. O bien encubriendo sus propios pecados, bajo la dureza de su gobierno. Ambos extremos los evitó Atanasio, siendo desde el principio sublime en acción, humilde en mente; inaccesible en virtud, muy accesible en trato; gentil, libre de ira, comprensivo, dulce en palabras, más dulce en disposición, angelical en apariencia, más angelical en mente, tranquilo en reprensión, persuasivo en alabanza, sin estropear el buen efecto de ninguno por exceso, reprendiendo con la ternura de un padre, alabando con la dignidad de un gobernante. Su ternura no se disipó, ni su severidad se agrió, porque el uno era razonable, el otro prudente, y ambos verdaderamente sabios. Su disposición bastaba para la educación de sus hijos espirituales, con muy poca necesidad de palabras, con muy poca necesidad de la vara (1Cor 4,21) y con menos uso aún del cuchillo.

X

¿Por qué debería pintaros el retrato de Atanasio? San Pablo lo esbozó ya por anticipación, cuando cantó las alabanzas del gran sumo sacerdote que cruza los cielos (pues me aventuraré a decir incluso esto, ya que la Escritura puede llamar a quienes viven según Cristo con el nombre de Cristos), y cuando, mediante las reglas de su Carta a Timoteo, dio un modelo para futuros obispos (diciendo que, si aplican la ley como prueba a quien merece estas alabanzas, percibirán claramente su perfecta exactitud). Venid, pues, a ayudarme en mi panegírico, hermanos, pues estoy trabajando mucho en mi discurso, y aunque deseo pasar punto por punto, me atrapan uno tras otro, y no puedo encontrar excelencia superior en una forma que es en todos los aspectos bien proporcionada y hermosa; pues cada uno, según se me ocurre, parece más hermoso que el resto y así toma por asalto mi discurso. Venid, pues, os lo ruego, vosotros que habéis sido sus admiradores y testigos, repartíos entre vosotros sus excelencias, luchad valientemente unos con otros, hombres y mujeres por igual, jóvenes y doncellas, ancianos y niños, sacerdotes y pueblo, solitarios y cenobitas, hombres de vida sencilla o de vida exacta, contemplativos o de mentalidad práctica. Que uno lo alabe en sus ayunos y oraciones como si hubiera sido incorpóreo e inmaterial, otro su incansable celo por las vigilias y la salmodia, otro su patrocinio de los necesitados, otro su intrepidez hacia los poderosos o su condescendencia con los humildes. Que las vírgenes celebren al amigo del Esposo (Jn 3,29). Los que están bajo el yugo son su limitador, los ermitaños, quien les dio alas, los cenobitas, su legislador, la gente sencilla, su guía, los contemplativos, la divinidad, los alegres, su brida, los desafortunados, su consuelo, los canosos, su cayado, los jóvenes, su instructor, los pobres, su recurso, los ricos, su mayordomo. Incluso las viudas, me parece, alabarán a su protector, incluso los huérfanos, su padre, incluso los pobres, su benefactor, los extranjeros, su anfitrión, los hermanos, el hombre de amor fraternal, los enfermos, su médico, en cualquier enfermedad o tratamiento que deseen, los sanos, el guardián de la salud, sí, todos los hombres, a aquel que se hizo todo para todos los hombres para poder ganar casi, si no del todo, todo.

XI

Por estas razones, como ya he dicho, dejo a quienes tengan tiempo para admirar los detalles menores del carácter de Atanasio, que lo admiren y ensalcen. Los llamo detalles menores solo al compararlo a él y a su carácter con su propio modelo, pues lo que se ha glorificado no se ha glorificado, aunque sea excesivamente espléndido por la gloria que lo supera (2Cor 3,10), como se nos dice; pues, de hecho, los detalles menores de su excelencia bastarían para ganar fama para otros. Pero como me resultaría intolerable abandonar la palabra y centrarme en detalles menos importantes (Hch 6,2), debo centrarme en su característica principal. Sólo Dios, en cuyo nombre hablo, puede capacitarme para decir algo digno de un alma tan noble y tan poderosa en la palabra.

XII

En los tiempos florecientes de la Iglesia, y cuando todo marchaba bien, el actual tratamiento teológico (elaborado, inverosímil y artificial) no se había introducido en las escuelas de teología, pero jugar con guijarros que engañan la vista por la rapidez de sus cambios, o bailar ante un público con contorsiones variadas y afeminadas, se consideraba algo similar a hablar o escuchar a Dios de forma inusual o frívola. Pero desde que Sexto y Pirro, y el estilo antitético, como una enfermedad nefasta y maligna, han infectado nuestras iglesias, y el parloteo se considera cultura, y, como dice el libro de Hechos (Hch 17,21) sobre los atenienses, no dedicamos nuestro tiempo a otra cosa que no sea decir o escuchar algo nuevo. ¡Oh, cuánto lamentará Jeremías (Lm 1,1) nuestra confusión y ciega locura! Sólo él pudo proferir lamentaciones acordes con nuestras desgracias.

XIII

El comienzo de esta locura fue Arrio (cuyo nombre deriva de frenesí), quien pagó el castigo de su lengua desenfrenada con su muerte en un lugar profano, provocada por la oración, no por una enfermedad, cuando, como Judas, estalló en pedazos (Hch 1,18) por su similar traición a la Palabra. Luego otros, contagiados de la infección, organizaron un arte de impiedad y, confinando la deidad al Ingénito, expulsaron de la deidad no sólo al engendrado, sino también al procedente, y honraron a la Trinidad con la comunión solo de nombre, o incluso se negaron a retener esto por ella. No así ese bendito, quien ciertamente era un hombre de Dios y una poderosa trompeta de la verdad. Siendo consciente de que contraer las tres personas a una unidad numérica es herético, y de la innovación de Sabelio (quien primero ideó una contracción de la deidad), y que separar las tres personas por una distinción de naturaleza es una mutilación antinatural de la deidad, Atanasio preservó felizmente la unidad, que pertenece a la deidad, y enseñó religiosamente la Trinidad, que se refiere a la personalidad, sin confundir las tres personas en la unidad, ni dividiendo la sustancia entre las tres personas, sino permaneciendo dentro de los límites de la piedad, evitando la inclinación u oposición excesiva a cualquiera de los lados.

XIV

El santo Concilio de Nicea, o reunión de los 318 hombres escogidos y unidos por el Espíritu Santo (en la medida de sus posibilidades), contuvo la enfermedad. Aunque aún no figuraba entre los obispos, ocupó el primer lugar entre los miembros del concilio, pues se daba preferencia a la virtud tanto como al cargo. Después, cuando la llama fue avivada por los soplos del maligno y se extendió ampliamente (de ahí las tragedias de las que están llenos casi toda la tierra y el mar), la lucha se enfureció en torno a quien era el noble campeón de la palabra. En efecto, el asalto es más intenso en el punto de resistencia, mientras que diversos peligros lo rodean por todos lados: pues la impiedad es hábil en planear males y excesivamente atrevida en tomarlos en sus manos: ¿y cómo perdonarían a hombres que no habían perdonado a la divinidad? Sin embargo, uno de los asaltos fue el más peligroso de todos, y yo mismo contribuyo en parte a esta escena; Sí, permítanme abogar por la inocencia de mi querida patria, pues la maldad no se debió a la tierra que los vio nacer, sino a los hombres que la cometieron. Esa tierra es santa en verdad, y en todas partes se destaca por su piedad, pero estos hombres son indignos de la Iglesia que los vio nacer, y han oído hablar de una zarza que crece en una vid; y el traidor (Lc 6,16) fue Judas, uno de los discípulos.

XV

Hay quienes no eximen de culpa ni siquiera a mi tocayo; quien, viviendo en Alejandría por aquel entonces por motivos de cultura, aunque había sido tratado con gran bondad por él, como si fuera el más querido de sus hijos, y había recibido su especial confianza, se unió a la conspiración revolucionaria contra su padre y protector; pues, aunque otros participaron activamente, la mano de Absalón estaba con ellos, como dice el dicho. Si alguno de vosotros ha oído hablar de la mano que se produjo mediante fraude contra Atanasio, del cadáver del hombre vivo y del injusto destierro, sabe a qué me refiero. Pero esto lo olvidaré con gusto. Pues en los puntos dudosos, me inclino a pensar que deberíamos inclinarnos por la caridad y absolver en lugar de condenar al acusado. Porque un hombre malo condenaría rápidamente incluso a uno bueno, mientras que un hombre bueno no estaría dispuesto a condenar ni siquiera a uno malo. Porque quien no está dispuesto a hacer el mal, ni siquiera se inclina a sospecharlo. Llego ahora a lo que es un hecho, no un informe, lo que se confirma como verdad en lugar de una sospecha no verificada.

XVI

Había un monstruo de Capadocia llamado Jorge, nacido en nuestros confines más remotos, de baja cuna y mente inferior, cuya sangre no era completamente libre, sino mestiza, como sabemos que es la de las mulas; al principio, dependiente de la mesa ajena, cuyo precio era un pastel de cebada, que había aprendido a decir y hacer todo con la vista puesta en su estómago, y, finalmente, tras infiltrarse en la vida pública y desempeñar sus cargos más bajos, como el de contratista de carne de cerdo y las raciones de los soldados, y luego, tras demostrar ser un sinvergüenza por codicia en esta función pública, y ser despojado de sus pieles, logró escapar, y tras pasar, como hacen los exiliados, de país en país y de ciudad en ciudad, finalmente, en una hora aciaga para la comunidad cristiana, como una de las plagas de Egipto, llegó a Alejandría. Allí, interrumpidas sus andanzas, comenzó su villanía. Inútil en todo lo demás, sin cultura, sin fluidez en la conversación, sin siquiera la forma y pretensión de reverencia, su habilidad para sembrar villanía y confusión era inigualable.

XVII

Todos conocen con todo detalle los actos de insolencia de este capadocio (Jorge) hacia Atanasio. Con frecuencia, los justos fueron entregados a manos de los malvados (Job 9,24), no para que estos fueran honrados, sino para que los primeros fueran probados. Y aunque los malvados sufren, como está escrito, una muerte terrible, por el momento, los piadosos son el hazmerreír, mientras que la bondad de Dios y los grandes tesoros que les aguardan en el más allá permanecen ocultos. Entonces, en efecto, las palabras, los hechos y los pensamientos serán pesados en la justa balanza de Dios, cuando él se levante para juzgar la tierra, reuniendo el consejo y las obras, y revelando lo que había mantenido sellado (Dn 12,9). Que las palabras y los sufrimientos de Job te convenzan de esto. Job era un hombre veraz, intachable, justo y temeroso de Dios, con todas las demás cualidades que se le atribuyen, y sin embargo, sufrió una serie de calamidades tan notables a manos de quien imploró poder sobre él. Si bien muchos han sufrido a lo largo del tiempo, y algunos incluso, como es probable, han sido gravemente afligidos, nadie puede compararse con él en desgracias. En efecto, no sólo sufrió Atanasio, sin que se le permitiera lamentar las pérdidas que se sucedieron rápidamente, la pérdida de su dinero, o sus posesiones, o su numerosa y hermosa familia, o las bendiciones que todos anhelan, sino que finalmente fue afligido por una enfermedad incurable, horrible de contemplar. También tenía entre sus amigos consoladores verdaderamente miserables, como él los llamaba, que no podían ayudarlo (pues al ver su sufrimiento, e ignorando su significado oculto, supusieron que su desgracia era el castigo del vicio y no la piedra de toque de la virtud). Y no sólo lo pensaban, sino que ni siquiera se avergonzaban de reprocharle su suerte, en un momento en que, incluso si hubiera estado sufriendo por el vicio, deberían haber tratado su dolor con palabras de consuelo.

XVIII

Tal fue la suerte de Job, y tal, a primera vista, la historia de Atanasio. En realidad, fue una lucha entre la virtud y la envidia, una esforzándose al máximo para vencer al bien, y la otra soportándolo todo para que no se le sometiera; una esforzándose por allanar el camino al vicio mediante el castigo de los rectos, y la otra por mantener su dominio sobre los buenos (incluso si superan a otros en desgracias). ¿Qué hay entonces de Aquel que respondió a Job desde el torbellino y la nube (Job 38,1), que es lento para castigar y rápido para socorrer, que no permite que la vara de los malvados caiga sobre los justos, para que estos no aprendan iniquidad? Al final de la competición, declara la victoria del atleta en una espléndida proclamación y revela el secreto de sus calamidades, diciendo: ¿Crees que te he tratado con otro propósito que no sea la manifestación de tu rectitud? Este es el bálsamo para sus heridas, esta es la corona de la competición, esta es la recompensa a su paciencia. Quizás su prosperidad posterior fue pequeña, por grande que pueda parecerles a algunos, y ordenada para beneficio de mentes pequeñas, aunque recibió el doble de lo que había perdido.

XIX

En este caso, no es de extrañar que Jorge tuviera la ventaja de Atanasio. De hecho, sería aún más maravilloso si los justos no fueran probados en el fuego de la contumelia, y más maravilloso habría sido si las llamas hubieran servido para algo más. Entonces se encontraba en retiro y organizó su exilio de forma excelente, pues se dirigió a los santos y divinos hogares de contemplación en Egipto, donde, aislándose del mundo y aceptando el desierto, los hombres viven para Dios más que todos los seres humanos. Algunos se esfuerzan en una vida completamente monástica y solitaria, hablando solo consigo mismos y con Dios (1Cor 14,28), y todo el mundo que conocen es lo que ven sus ojos en el desierto. Otros, que aprecian la ley del amor en comunidad, son a la vez solitarios y cenobitas, insensibles a los demás y a los torbellinos de los asuntos públicos que nos arremolinan y se arremolinan a su alrededor, burlándose de nosotros en sus repentinos cambios, siendo el mundo para los demás y avivando su amor en la emulación. Durante su trato con ellos, el gran Atanasio, quien siempre fue mediador y reconciliador de todos los demás hombres, como Aquel que hizo la paz mediante su sangre (Col 1,20) entre las cosas que estaban en desacuerdo, reconcilió a los solitarios con la vida comunitaria, mostrando que el sacerdocio es capaz de contemplación, y que esta necesita una guía espiritual.

XX

Así combinó Atanasio ambas sensibilidades, y unió a los partidarios de la acción serena y de la calma activa, convenciéndolos de que la vida monástica se caracteriza por la firmeza de carácter más que por el retiro corporal. En consecuencia, el gran David fue un hombre de vida a la vez sumamente activa y solitaria, si alguien considera valioso y autorizado el verso "estoy en soledad hasta mi muerte" para la exposición de este tema. Por lo tanto, aunque superaban a todos los demás en virtud, se distanciaban más de su mente que otros de la suya, y si bien contribuían poco a la perfección de su sacerdocio, obtenían a cambio mayor ayuda para la contemplación. Todo lo que él pensaba era una ley para ellos; todo lo que, por el contrario, desaprobaba, lo abjuraban. Sus decisiones eran para ellos las tablas de Moisés, y le tributaban más reverencia de la que los hombres deben a los santos. Sí, y cuando los hombres vinieron a cazar a Atanasio como a una bestia salvaje, y después de buscarlo por todas partes no pudieron encontrarlo, no dijeron ni una sola palabra a estos emisarios, y ofrecieron sus cuellos a la espada, como arriesgando sus vidas por amor a Cristo, y considerando los sufrimientos más crueles en nombre de Atanasio como un paso importante hacia la contemplación, y mucho más divinos y sublimes que los largos ayunos, las duras mentiras y las mortificaciones en las que constantemente se deleitan.

XXI

Así se encontraba Atanasio cuando aprobó el sabio consejo de Salomón de que todo tiene su momento oportuno (Ecl 3,1). Así que se ocultó por un tiempo, escapando en tiempos de guerra, para manifestarse al llegar la paz, como ocurrió poco después. Mientras tanto, Jorge, al no encontrar absolutamente nadie que se le resistiera, invadió Egipto y desoló Siria con el poder de la impiedad. También se apoderó de Oriente hasta donde pudo, atrayendo siempre a los débiles, como los torrentes arrastran los objetos a su paso, y asaltando a los inestables o pusilánimes. También se ganó la simplicidad del emperador, pues así debo llamar su inestabilidad, aunque respeto sus motivos piadosos. A decir verdad, Jorge tenía celo, pero no conforme a la ciencia (Rm 10,2) sino al oro, pues él compró a aquellos en autoridad que eran amantes del dinero en lugar de amantes de Cristo, porque estaba bien provisto de los fondos para los pobres, que malversó, especialmente los hombres afeminados y poco varoniles, de sexo dudoso, pero de manifiesta impiedad; a quienes, no sé cómo ni por qué, los emperadores de los romanos confiaron autoridad sobre los hombres, aunque su función propia era el cuidado de las mujeres. En esto yacía el poder de ese siervo del Maligno, ese sembrador de cizaña, ese precursor del Anticristo, el más destacado en el discurso de los oradores de su tiempo entre los obispos. Si a alguien le gusta llamarlo orador, como razonador hostil y contencioso, con gusto pasaré por alto su nombre. De todos modos, él era la mano de su partido, pervirtiendo la verdad por el oro suscrito para usos piadosos, que los malvados hicieron un instrumento de su impiedad.

XXII

La hazaña cumbre de esta facción fue el concilio que se reunió primero en Seleucia (la ciudad de la santa e ilustre virgen Tecla), y después en esta poderosa ciudad, vinculando así sus nombres, ya no con asociaciones nobles, sino con las de la más profunda desgracia; ya sea que debamos llamar a ese concilio, que lo subvirtió y lo perturbó todo, una torre de Chalane (Gn 11,4), que merecidamente confundió las lenguas (¡ojalá las suyas hubieran sido confundidas por su concordia en el mal!), o un Sanedrín de Caifás donde Cristo fue condenado, o algún otro nombre similar. La antigua y piadosa doctrina que defendía la Trinidad fue abolida, erigiendo una empalizada y derribando la consustancial, abriendo la puerta a la impiedad mediante lo escrito, usando como pretexto su reverencia por las Escrituras y el uso de términos aprobados, introduciendo un arrianismo anti-bíblico. El término como, según las Escrituras, era un cebo para los ingenuos, ocultando el anzuelo de la impiedad, una figura que parecía mirar en dirección a todos los que pasaban, una bota que calzaba cada pie, una aventada por todos los vientos (Ecl 5,9), cobrando autoridad ante la villanía recién escrita y la artimaña contra la verdad. Porque eran sabios para hacer el mal, pero para hacer el bien no tenían conocimiento (Jer 4,22).

XXIII

De ahí surgió la condena que hizo Atanasio de los herejes, acusándolos no de impiedad desmedida sino de lenguaje exagerado. De ahí surgieron los jueces profanos de los santos, la nueva combinación, la exposición pública y la discusión de cuestiones misteriosas, la investigación ilegal de las acciones de la vida, los informantes a sueldo y las sentencias compradas. Algunos fueron destituidos injustamente de sus sedes, otros se inmiscuyeron y, entre otros requisitos necesarios, se les obligó a firmar los compromisos de iniquidad. La tinta estaba lista, el informante a mano. Esto, incluso la mayoría de nosotros, que no nos dejamos vencer, tuvimos que soportarlo, sin ceder a la tentación, aunque se nos convenció de firmar, uniéndonos así con hombres malvados en ambos aspectos, y envolviéndonos en el humo, si no en la llama. Por esto he llorado a menudo, al contemplar la confusión de la impiedad en ese tiempo y la persecución de la enseñanza ortodoxa que ahora surgió a manos de los patronos de la palabra.

XXIV

En realidad, como dice la Escritura, los pastores se embrutecieron (Jer 10,21), y muchos pastores destruyeron mi viña y contaminaron mi porción agradable (es decir, la Iglesia de Dios), que ha sido reunida con el sudor y la sangre de muchos trabajadores y víctimas, tanto antes como después de Cristo; sí, incluso los grandes sufrimientos de Dios por nosotros. Porque con muy pocas excepciones, y éstos, ya sean hombres que por su insignificancia fueron ignorados o por su virtud resistieron valientemente, siendo dejados a Israel (Is 1,9) como estaba ordenado, para que una semilla y raíz floreciera y volviera a la vida entre las corrientes del Espíritu, todos cedieron a las influencias de la época, distinguiéndose sólo por el hecho de que algunos lo hicieron antes, otros después, que algunos se convirtieron en campeones y líderes de la impiedad, mientras que a otros se les asignó un rango inferior, como si hubieran sido sacudidos por el miedo, esclavizados por la necesidad, fascinados por la adulación o engañados por la ignorancia. Siendo este último el menos culpable, si es que podemos admitir que incluso esto sea una excusa válida para los hombres encargados del liderazgo del pueblo. Pues así como la fuerza de los leones y otros animales, o de los hombres y las mujeres, o de los ancianos y los jóvenes, no es la misma, sino que existe una diferencia considerable debido a la edad o la especie, así también ocurre con los gobernantes y sus súbditos. Pues si bien podríamos perdonar a los laicos en tal caso, y a menudo se libran, porque no se les pone a prueba, ¿cómo podemos excusar a un maestro, cuyo deber es, a menos que se le llame falsamente así, corregir la ignorancia de los demás? Pues ¿no es absurdo que, mientras a nadie, por muy grosero o inculto que sea, se le permita ignorar la ley romana, y mientras no exista una ley que favorezca los pecados de ignorancia, los maestros de los misterios de la salvación ignoren los primeros principios de la salvación, por ingenuas y superficiales que sean sus mentes respecto a otros temas? No obstante, aun concediendo indulgencia a los que erraron por ignorancia, ¿qué puede decirse de los demás, que afirman tener sutileza de intelecto y, sin embargo, cedieron ante el partido judicial por las razones que he mencionado y, después de desempeñar el papel de piedad durante mucho tiempo, fracasaron en la hora de la prueba?

XXV

Una vez más, oigo a la Escritura decir que el cielo y la tierra serán sacudidos, como ya les ha sucedido antes, lo que significa, supongo, una renovación manifiesta de todas las cosas. Debemos creer a San Pablo cuando dice (Hb 12,27) que esta última sacudida no es otra cosa que la segunda venida de Cristo y la transformación y cambio del universo a una condición de estabilidad inquebrantable. Y me imagino que esta sacudida actual, en la que los contemplativos y amantes de Dios, quienes antes de tiempo ejercen su ciudadanía celestial, son sacudidos de nosotros, no es de menor importancia que cualquier otra de tiempos pasados. ¿Por qué? Porque por pacíficos y moderados que sean estos hombres, en otros aspectos no pueden soportar llevar su razonabilidad, hasta el punto de ser traidores a la causa de Dios por amor a la tranquilidad; es más, en este punto son excesivamente belicosos y tenaces en la lucha; tal es el ardor de su celo que preferirían excederse en la perturbación que no darse cuenta de nada que esté mal. Una porción no pequeña del pueblo se va con ellos, y huye como una bandada de pájaros con los que dirigen el vuelo, y aún ahora no cesa de volar con ellos.

XXVI

Así era Atanasio para nosotros, cuando estaba presente: un pilar de la Iglesia. Y así, incluso cuando se retiraba ante los insultos de los malvados. Pues quienes han tramado la toma de alguna fortaleza, al no ver otros medios fáciles de acercarse o tomarla, recurren a artimañas y luego, tras seducir al comandante con dinero o astucia, se apoderan de ella sin esfuerzo alguno, o si se quiere, como quienes conspiraron contra Sansón: primero le cortaron el cabello (Jc 16,19), donde residía su fuerza, y luego se apoderaron del juez y se burlaron de él a su antojo para compensarle por su antiguo poder; así hicieron nuestros enemigos extranjeros, tras deshacerse de nuestra fuente de poder y despojar a la gloria de la Iglesia, de igual manera se deleitaron en palabras y actos impíos. Entonces murió el partidario y protector del pastor hostil, coronando su reinado, que no había sido malo, con un final nefasto, y arrepintiéndose inútilmente, como dicen, con su último aliento, cuando cada hombre, ante el tribunal superior, es juez prudente de su propia conducta. De estos tres males, indignos de su reinado, dijo ser consciente: del asesinato de sus parientes, de la proclamación del apóstata y de la innovación en la fe. Con estas palabras se dice que partió. Así, una vez más, hubo autoridad para enseñar la palabra de verdad, y quienes habían sufrido violencia gozaban de una libertad de expresión tranquila, mientras la envidia afilaba las armas de su ira. Así sucedió con los alejandrinos, quienes, con su habitual impaciencia hacia los insolentes, no toleraron los excesos de aquel hombre, y por lo tanto, marcaron su maldad con una muerte inusual, y su muerte con una ignominia inusual. Ya conocéis aquel camello, y su extraña carga, y la nueva forma de elevación, y la primera y, creo, única procesión, con la que hasta hoy se amenaza a los insolentes.

XXVII

Cuando de este huracán de injusticia, este corruptor de la piedad, este precursor del maligno, se había exigido tal satisfacción, de una manera que no puedo alabar, pues no debemos considerar lo que debió haber sufrido, sino lo que debemos hacer: exigida como sea, como resultado de la ira y la excitación públicas: y entonces, nuestro campeón fue restaurado de su ilustre destierro, pues así llamo su exilio en nombre y bajo la bendición de la Trinidad, en medio de tal deleite del pueblo de la ciudad y de casi todo Egipto, que corrieron juntos de todos lados, desde los confines más lejanos del país, simplemente para escuchar la voz de Atanasio, o deleitar sus ojos con la visión de él, es más, incluso, como se nos dice de los Apóstoles, para que pudieran ser santificados por la sombra (Hch 5,15) e imagen insustancial de su cuerpo: de modo que, como son muchos los honores y las bienvenidas otorgadas en frecuentes ocasiones en el transcurso del tiempo a diversos individuos, no solo gobernantes y obispos, sino también los ciudadanos más ilustres, no han registrado una asistencia más numerosa ni más brillante que esta. Sólo un honor comparable, otorgado por el propio Atanasio, le fue conferido en su anterior entrada a la ciudad, al regresar del mismo exilio por las mismas razones.

XXVIII

Con referencia a este honor, también corría la voz de la siguiente noticia, que me permito mencionarla aunque sea superflua, como una especie de adorno para mi discurso, o como una flor esparcida en honor a su entrada. Tras dicha entrada, un oficial, que había sido dos veces cónsul, cabalgaba hacia la ciudad; era uno de nosotros, uno de los más ilustres capadocios. Estoy seguro de que saben que me refiero a Filagrio, quien se ganó nuestro afecto mucho más que nadie, y fue tan honrado como amado, si se me permite exponer brevemente todas sus distinciones: a quien se le había confiado por segunda vez el gobierno de la ciudad, a petición de los ciudadanos, por decisión del emperador. Entonces, uno de los presentes, pensando que la multitud era enorme, como un océano cuyos límites ningún ojo puede ver, le dijo a uno de sus camaradas y amigos (como suele ocurrir en tales casos): "Dime, buen amigo, ¿has visto alguna vez a la gente salir en tal número y con tanto entusiasmo para honrar a alguien?". El joven contestó: "No, y me imagino que ni siquiera el propio Constancio sería tratado así", indicando, con la mención del emperador, el clímax del posible honor. "¿Hablas de eso (dijo el otro con una dulce y alegre risa) como algo maravillosamente grande? Me cuesta creer que incluso el gran Atanasio fuera recibido así, añadiendo al mismo tiempo uno de nuestros juramentos nativos en confirmación de sus palabras". En definitiva, el punto de lo que dijo, como supongo que también veis claramente, es este: que presentó el tema de nuestro elogio ante el mismísimo emperador.

XXIX

Tan grande fue la reverencia de todos por Atanasio, y tan asombrosa parece aún ahora la recepción que he descrito. Si se divide por nacimiento, edad y profesión (y la ciudad suele estar organizada así cuando se otorga un honor público a alguien), ¿cómo podría describir con palabras ese imponente espectáculo? Formaban un solo río, y sería tarea de un poeta describir ese Nilo, de caudal verdaderamente dorado y rico en cosechas, que fluía de vuelta desde la ciudad hasta el Quero, a un día de viaje, supongo, y más. Permítanme deleitarme un poco más en mi descripción, pues voy allí, y no es fácil rememorar ni siquiera mis palabras de aquella ceremonia. Cabalgó sobre un pollino, casi, no me culpen por mi insensatez, como mi Jesús lo hizo sobre ese otro pollino (Lc 19,35), ya fuera el pueblo de los gentiles, a quien monta con bondad, liberándolo de las ataduras de la ignorancia, o algo más, como lo establece la Escritura. Fue recibido con ramas de árboles, y vestiduras con muchas flores y de diversos tonos fueron arrancadas y esparcidas ante él y bajo sus pies: sólo allí estaba todo lo que era glorioso, costoso e incomparable tratado con deshonra. Una vez más, a la entrada de Cristo estaban los que iban delante con gritos y los que seguían con bailes. La multitud que cantaba sus alabanzas no eran sólo niños, sino que cada lengua era armoniosa, ya que los hombres sólo competían por superarse unos a otros. Paso por alto los vítores universales, el derramamiento de ungüentos, las festividades nocturnas, la ciudad entera reluciente de luz, los festejos públicos y privados, y todos los medios para dar testimonio de la alegría de una ciudad, que entonces se le otorgaban con pródiga e increíble profusión. Así, este hombre maravilloso, llamado Atanasio, con semejante concurso, recuperó su ciudad.

XXX

Vivió entonces Atanasio como corresponde a los gobernantes de un pueblo así, pero ¿acaso dejó de enseñar como vivió? ¿Acaso sus contiendas no armonizaban con su enseñanza? ¿Fueron sus peligros menores que los de quienes han luchado por alguna verdad? ¿Fueron sus honores inferiores a los objetivos por los que luchó? ¿Tras su recepción, deshonró de algún modo dicha recepción? En absoluto. Todo era armonioso, como una melodía en una sola lira, y en la misma tonalidad: su vida, su enseñanza, sus luchas, sus peligros, su regreso y su conducta tras su regreso. Pues inmediatamente después de su restauración en la Iglesia, no fue como aquellos cegados por la pasión desenfrenada, quienes, bajo el dominio de su ira, rechazan o atacan de inmediato todo lo que se les cruza en el camino, aunque bien pudieran perdonarlo. No obstante, pensando que éste era un momento especial para consultar su reputación, ya que quien es maltratado generalmente es restringido, y quien tiene el poder de devolver un agravio es ingobernable, trató tan suave y gentilmente a aquellos que lo habían perjudicado, que incluso ellos mismos, si se me permite decirlo, no encontraron desagradable su restauración.

XXXI

Purificó Atanasio el templo de quienes mercadeaban con Dios y traficaban con las cosas de Cristo, imitando también a Cristo (Jn 2,15). Lo hizo con palabras persuasivas, y no con un azote retorcido. Reconcilió también a quienes discrepaban, tanto entre sí como con él, sin la ayuda de ningún ayudante. Liberó de la opresión a los agraviados, sin hacer distinción entre si pertenecían a su partido o al contrario. Restauró también la enseñanza que había sido derribada: la Trinidad fue nuevamente mencionada con valentía, y puesta sobre el candelero, irradiando con la brillante luz de la deidad única en las almas de todos. Legisló de nuevo para todo el mundo y sometió todas las mentes a su influencia, mediante cartas a algunos, invitaciones a otros, instruyendo a algunos que lo visitaban sin invitación, y proponiendo como ley única para todos: la buena voluntad (pues sólo esto pudo conducirlos al verdadero resultado). En resumen, ejemplificó las virtudes de dos piedras célebres: para quienes lo atacaban era inflexible, y para quienes discrepaban, un imán que, por algún secreto poder natural, atrae el hierro hacia sí e influye en las sustancias más duras.

XXXII

Con todo, no era probable que la envidia pudiera tolerar todo esto, ni que la Iglesia volviera a la misma gloria y salud de antaño, mediante la rápida curación (como en el cuerpo) de las heridas de la separación. Por ello, se alzó contra el emperador Atanasio un rebelde como él, igual en su villanía e inferior a él solo por falta de tiempo. Fue el primero de los emperadores cristianos en enfurecerse contra Cristo, sacando a la luz de golpe el basilisco de la impiedad con el que había estado trabajando durante tanto tiempo, cuando tuvo la oportunidad, y mostrándose, al ser proclamado emperador, traidor al emperador que le había confiado el Imperio, y traidor doblemente a Dios que lo había salvado. Ideó la más inhumana de todas las persecuciones, mezclando engaño y crueldad, en su envidia del honor alcanzado por los mártires en sus luchas. Así, puso en duda este villano la reputación y valentía de Atanasio, haciendo de las tergiversaciones y las sutilezas verbales parte de su carácter, o para decir la verdad, dedicándose a ellos con un afán nacido de su disposición natural e imitando con variadas artimañas al Maligno que habitaba en él. La subyugación de toda la raza de los cristianos le pareció una tarea sencilla; pero encontró una gran tarea vencer a Atanasio y el poder de su enseñanza sobre nosotros. Porque vio que no se podría obtener éxito en la conspiración contra nosotros, debido a la resistencia y oposición de este hombre; los lugares de los cristianos eliminados se llenaron de inmediato, por sorprendente que parezca, por la adhesión de los gentiles y la prudencia de Atanasio. Por lo tanto, a plena vista de esto, el astuto pervertidor y perseguidor, ya no aferrándose a su manto de sofistería iliberal, expuso su maldad y desterró abiertamente al obispo de la ciudad. Porque el ilustre guerrero debe necesariamente vencer en tres luchas y así hacer valer su perfecto título de fama.

XXXIII

Breve fue el intervalo antes de que la justicia dictara sentencia, y entregara al ofensor a los persas, y lo enviara como un monarca ambicioso, y lo trajera de vuelta con un cadáver por el que nadie siquiera sintió compasión (el cual, según he oído, no se dejó reposar en la tumba, sino que fue sacudido y arrojado por la tierra que él había sacudido, como un preludio de su futuro castigo). Entonces surgió otro rey (Ex 1,8), no de rostro desvergonzado como el anterior, ni un opresor de Israel con tareas crueles y capataces, sino sumamente piadoso y gentil. Para sentar las mejores bases para su imperio y comenzar, como es justo, con un acto de justicia, llamó del exilio a todos los obispos, pero en primer lugar a aquel que se destacó en virtud y había defendido conspicuamente la causa de la piedad. Además, investigó la verdad de nuestra fe, que había sido desgarrada, confundida y dividida en diversas opiniones y porciones por muchos. Lo hizo con la intención de reducir el mundo entero a la armonía y la unión mediante la cooperación del Espíritu, o si fracasaba en esto, de unirse al mejor partido, para apoyarlo y ser apoyado por él (dando así muestra de la extraordinaria altura y magnificencia de sus ideas sobre cuestiones de suma importancia). Aquí también se demostró en gran medida la sencillez de Atanasio y la firmeza de su fe en Cristo. Cuando todos los demás que simpatizaban con nosotros estaban divididos en tres bandos, y muchos vacilaban en su concepción del Hijo, y aún más en la del Espíritu Santo (un punto en el que un pequeño error equivalía a ser ortodoxo), y pocos eran firmes en ambos puntos, Atanasio fue el primero y el único (con la concurrencia de apenas unos pocos) en aventurarse a confesar por escrito, con total claridad y distinción, la unidad de la divinidad y la esencia de las tres personas, y así alcanzar posteriormente, bajo la influencia de la inspiración, la misma fe respecto al Espíritu Santo que se había otorgado anteriormente a la mayoría de los Padres respecto al Hijo. Esta confesión, un regalo verdaderamente real y magnífico, la presentó al emperador, oponiendo a la innovación no escrita, un relato escrito de la fe ortodoxa, de modo que un emperador pudiera ser vencido por otro emperador, razón tras razón, tratado tras tratado.

XXXIV

Esta confesión de Atanasio fue, al parecer, recibida con respeto por todos, tanto en Occidente como en Oriente, quienes eran capaces de vivir. Algunos albergaban piedad en su interior (si podemos creer lo que dicen), pero no avanzaban más (como un niño muerto que muere en el vientre de su madre). Otros, encendiendo hasta cierto punto chispas, trataban de escapar de las dificultades de la época, surgidas ya sea del fervor de los ortodoxos o de la devoción del pueblo. Otros decían la verdad con audacia. Y de otro lado estaría yo, pues ya no consultaba mi propio miedo ni las opiniones de hombres más insensatos que yo (para esto hemos hecho bastante y de sobra, sin obtener nada de otros ni proteger de daño lo que era nuestro, tal como hacen los malos administradores), sino que sacaba a la luz a mi descendencia, alimentándola con afán y exponiéndola, en su constante crecimiento, a los ojos de todos.

XXXV

Todo esto, sin embargo, fue menos admirable que la conducta de Atanasio. ¿Qué tiene de extraño que él, quien ya se había aventurado en defensa de la verdad, lo confesara por escrito? Sin embargo, añadiré este punto a lo ya dicho, pues me parece especialmente maravilloso y no puede pasarse por alto impunemente en una época tan ávida de desacuerdos como la actual. Su acción, si la tomamos en cuenta, servirá de ejemplo incluso a los hombres de hoy. Pues, así como en el caso de una misma cantidad de agua, se separa no solo el residuo que deja la mano al extraerla, sino también las gotas que, una vez contenidas en la mano, se escurren entre los dedos; así también existe una separación entre nosotros y, no solo aquellos que se mantienen al margen en su impiedad, sino también los más piadosos, tanto en lo que respecta a doctrinas de poca trascendencia (asunto de menor importancia) como a expresiones que pretenden tener el mismo significado. Usamos en sentido ortodoxo los términos "una esencia" y "tres hipóstasis", uno para denotar la naturaleza de la divinidad, el otro las propiedades de las tres; los italianos significan lo mismo, pero, debido a la escasez de su vocabulario y a su pobreza terminológica, no pueden distinguir entre esencia e hipóstasis, y por lo tanto introducen el término personas para evitar que se entienda que afirman tres esencias. El resultado, si no fuera lastimoso, sería risible. Esta ligera diferencia de sonido se interpretó como una diferencia de fe. Entonces, se sospechó de sabelianismo en la doctrina de las tres personas, de arrianismo en la de las tres hipóstasis, siendo ambos el resultado de un espíritu contencioso. Y entonces, debido al crecimiento gradual pero constante de la irritación (el resultado infalible de la contenciosidad), surgió el peligro de que el mundo entero se desgarrara en la disputa sobre sílabas. Al ver y oír esto, nuestro bendito Atanasio, verdadero hombre de Dios y gran protector de almas como era, consideró incompatible con su deber pasar por alto una interpretación tan absurda e irrazonable de la palabra, y aplicó su remedio a la enfermedad. ¿De qué manera? De esta misma: conversando con su estilo amable y comprensivo con ambas partes, tras sopesar cuidadosamente el significado de sus expresiones y comprobar que tenían el mismo sentido y no diferían en nada en doctrina. De hecho, tras permitir que cada parte usara sus propios términos, las unió en unidad de acción.

XXXVI

Esto en sí mismo era más provechoso que el largo recorrido de trabajos y enseñanzas que todos los escritores ensalzan, pues en Atanasio se mezclaba algo de ambición y, en consecuencia, quizás, algo de novedad en sus expresiones. Esto, a su vez, era de mayor valor que sus numerosas vigilias y actos de disciplina, cuyo beneficio se limita a quienes los realizan. Esto era digno de los famosos destierros y huidas de nuestro héroe; pues el objetivo por el que eligió soportar tales sufrimientos, lo perseguía aún después de que estos hubieran pasado. No dejó de alimentar el mismo ardor en otros, elogiando a algunos, reprendiendo suavemente a otros; despertando la pereza de estos, refrenando la pasión de aquellos; en algunos casos ansioso por prevenir una caída, en otros ideando medios de recuperación tras una caída; sencillo de disposición, versátil en las artes del gobierno; hábil en la argumentación, aún más hábil en la mente; condescendiente con los más humildes, superando a los más elevados. Atanasio fue hospitalario, protector de los suplicantes, protector ante los males, reuniendo en sí mismo todos los atributos que los hijos de Grecia compartían entre sus deidades. Además, era el patrón tanto del matrimonio como de la virginidad, pacífico y pacificador, y protector de los que parten de aquí. ¡Oh, cuántos títulos me otorga su virtud, si detallara su excelencia multifacética!

XXXVII

Tras una trayectoria como maestro, cuya vida y hábitos conforman el ideal de un episcopado, y su enseñanza la ley de la ortodoxia, ¿qué recompensa obtiene Atanasio por su piedad? No es justo pasar esto por alto. En una buena vejez, terminó su vida y se reunió con sus padres, los patriarcas, profetas, apóstoles y mártires, quienes lucharon por la verdad. Para ser breve en mi epitafio, los honores a su partida superaron incluso los de su regreso del exilio, y fueron objeto de muchas lágrimas. Su gloria, atesorada en la mente de todos, eclipsaba todas sus señales visibles. Oh tú, amado Atanasio, que con todo tu renombre ilustraste las debidas proporciones de palabra y silencio, mis palabras no alcanzan tu verdadera recompensa de alabanza, aunque hayan exigido el pleno ejercicio de todas mis facultades. Ilumínanos desde lo alto con una mirada propicia, y guía a este pueblo en su perfecta adoración a la Trinidad perfecta, que como Padre, Hijo y Espíritu Santo, contemplamos y adoramos. Si mi destino es pacífico, ayúdame en mi tarea pastoral. Si atravieso dificultades, sostenme o llévame contigo. Ubícame contigo y con aquellos como tú. Esto tan grande te pido, amigo Atanasio, en Cristo mismo, nuestro Señor.