JUAN CRISÓSTOMO
Babilas de Antioquía
DISCURSO 1
I
Hace muchos años hubo un varón anciano y admirable, si es que se le ha de llamar varón y no ángel, que cuidaba este rebaño y esta sede, y su nombre era Babilas. No diré que este varón aventajaba a Elías ni a Juan, para no decir algo que pueda molestar, pero en nada era inferior a aquellos generosos varones. ¿Por qué? Porque él solo no sólo se enfrentó a un tetrarca de ciudades, o a un rey nacional, sino al mismísimo emperador que gobernaba la mayor parte del orbe. Es decir, a aquel sanguinario Filipo el Arabe que gobernaba países y gentes sin número con un ejército copioso, con un poder temible y con su propia ferocidad de costumbres. A ése, como si fuera un vil esclavo y de ninguna estimación, Babilas lo echó fuera de esta misma iglesia con tanta fortaleza y constancia como la que tiene un pastor que aparta de su grey a una oveja enferma y roñosa, e impide que la enfermedad inficione al resto del rebaño.
II
Esto fue lo que Babilas llevó a cabo, para confirmar la palabra del Salvador que dice no ser sino esclavo quien comete pecado y asesina a su prójimo (como hizo Filipo, al asesinar a su predecesor Gordiano), aunque lleve en la cabeza infinitas coronas y parezca mandar a todos los hombres de todo el universo. Dejó Babilas por esclavo, pues, al mismo emperador, y puso a juicio al que a todos dominaba, y le dio sentencia de condenación. Cuando oigáis estos relatos, por tanto, no los paséis de corrida, pues ya esto sólo (que un súbdito expulse del vestíbulo de su iglesia al emperador) basta para despertar el ánimo de los oyentes, e impresionarles.
III
Si queréis conocer el suceso en su integridad, no os quedéis en las simples palabras, sino sopesad en vuestro interior el acompañamiento de guardias, los soldados de escudo, los tribunos, los jefes de palacio, los gobernadores de ciudades, la fastuosa comitiva del rey, la multitud de los que le aclamaban, los que iban abriendo paso, y toda la plebe asistente. Cuando imaginéis todo eso, poned en medio de todos al emperador, entrando con inmensa pompa, con sus mejores vestidos e insignias, entre púrpura y gemas preciosas por todo su manto, y coronado con la diadema resplandeciente en su cabeza. Cuando hayáis hecho todo eso, no os detengáis todavía, sino extended vuestra imaginación hasta el siervo de Dios llamado Babilas, y a su hábito humilde, y a su vestido vulgar, y a su ánimo contrito, y a sus pensamientos del todo ajenos a la audacia.
IV
Una vez que los hayáis imaginado a ambos, y los hayáis comparado, captad entonces la alteza de aquel hecho maravilloso. Intentadlo, aunque no comprenderéis su totalidad, aunque las palabras no puedan reproducir aquella libertad en el hablar, ni las voces, ni la presencia, sino solamente el verlas en acción. Respecto a la solemnidad del momento imperial, y a la serenidad de ánimo de Babilas, pensad esto: ¿Cómo se acercó aquel anciano al emperador? ¿Cómo atravesó por entre los soldados? ¿Cómo abrió su boca? ¿Cómo habló? ¿Cómo corrigió al emperador? ¿Cómo llevó su diestra hasta aquel pecho hinchado aún y caliente con la matanza? ¿Cómo rechazó a aquel homicida? Os lo diré yo: no aterrorizándose ante ninguno de los crímenes cometidos por el rey, ni apartándose de su propósito.
V
¡Oh ánimo impertérrito, oh mente sublime, oh pecho celestial, oh constancia de ángel! Como si solamente estuviera viendo pintada en la pared aquella pompa, así lo llevó todo a cabo aquel generoso Babilas. Imbuido estaba en aquellos divinos principios, de que las cosas de este mundo son sombra y sueño y aun menos y más vanas que éstos. Por esto, ninguna de ellas le aterrorizó, sino que le llenaron de confianza. La vista de todas aquellas cosas elevaba su mente al Rey de allá arriba, y a aquel trono aquel glorioso y excelso, y al ejército celeste, y a las miríadas de ángeles, y a los miles de arcángeles, y al tribunal aquel tremendo, y al juicio en donde no hay acepción de personas, y al torrente de fuego, y al Juez mismo.
VI
Levantándose desde la tierra al cielo, como si se encontrara presente y delante de aquel Juez, y lo oyera mandarle echar del rebaño sagrado al nefario asesino y criminal, así apartó el anciano Babilas al mismísimo emperador Filipo, y lo segregó del resto de las ovejas, y lo rechazó varonilmente. ¡Cuánta debió ser la libertad de este héroe! Por mi parte, estoy persuadido que Babilas nunca hizo ni dijo cosa alguna movido por el deseo de agradar o por el odio, sino únicamente llevado por el temor de Dios y amor a su grey, sin importarle el miedo ni las consecuencias, sino tan sólo el recto juicio. Si el traje de un hombre, el modo de enseñar los dientes cuando ríe, la forma de mover los pies cuando camina, son argumentos de sus costumbres, mucho más pueden manifestar sus hechos con cuánta virtud ha vivido en el resto de su vida. Nadie es admirable por su valentía, sino por haberla llevado a un grado tan alto y por no propasarse más allá de lo debido. Pues bien, así es la sabiduría en Cristo, que no permite excederse en el combate, sino que hace en todo guardar la moderación.
VII
Por cierto, Babilas se hubiera podido propasar, si hubiera querido, porque a él ya no le preocupaba vivir (de hecho, se supone que ya de antemano hubiera tenido este pensamiento, cuanto tuvo la idea de acercarse y amonestar al emperador), y hasta bien podía haberle quitado la diadema de la cabeza, y golpearlo con sus puños en la boca. No obstante, nada de eso hizo Babilas, porque tenía el alma adobada con la sal espiritual de la moderación. Por este motivo, nada hizo que no fuera razonable ni en vano, sino que en todo procedió conforme al recto juicio de la sana razón.
VIII
No proceden así los sabios de entre los gentiles, los cuales jamás mantienen la moderación, sino que en todas partes, por así decirlo, ostentan su audacia en el hablar y en el proceder, y van o más allá o más acá de lo que es conveniente. De manera que nunca quedan con fama de fortaleza, sino de dejarse llevar de afectos no razonables; y así delante de todos, se les convence o de arrogancia y vana gloria cuando se exceden, o de miedo cuando se quedan atrás. En el caso del bienaventurado Babilas, él no hacía lo primero que se le ocurría al pensamiento, sino una vez examinadas cuidadosamente las cosas, y temperados sus pensares conforme a las leyes divinas. Por esto mismo no hizo un corte superficial a Filipo, ni cortó más profundamente de lo que convenía, sino que atemperó la herida con la enfermedad, usando la medicina adecuada del modo más excelente.
IX
Por esto, yo diría que Babilas estuvo limpio de ira, de desidia, de arrogancia, del deseo, de vanagloria, de odio, de miedo y de adulación. Si se puede usar de una paradoja, diré que no es de admirar tanto que Babilas se atreviera a reprimir al emperador, cuanto que lo hiciera en el grado que convenía hacerlo, y de no haber dicho más de lo que convenía. Sobre que esto sea más de admirar que lo otro, se ve porque hay muchos que hicieron lo primero pero que no pudieron llegar a lo segundo. Con frecuencia, muchos hablan con libertad, pero no a su tiempo debido, ni con el modo oportuno, ni con moderación y prudencia, lo cual es sólo propio de los ánimos grandes y admirables.
X
Con gran libertad acometió Simei al rey David, por ejemplo, pero lo hizo con injurias y llamándolo "varón de sangre y homicida". Yo a esto no lo llamaría libertad de hablar, sino más bien intemperancia de la lengua, contumacia, arrogancia y cualquier otra cosa menos libertad. A este respecto, yo opino que, el que ha de reprender, ha de abstenerse de toda audacia, y mostrar su fuerza únicamente en la naturaleza de sus palabras y gestos. Cuando se hace necesario cortar un miembro podrido, y comprimir los hinchados, los médicos no se entregan a la curación encendidos en ira, sino que procuran mantener sus pensamientos en la conveniente moderación, a fin de no dañar su arte por la perturbación de su ánimo. Pues bien, si el que quiere curar el cuerpo necesita de tan grande tranquilidad de ánimo, ¿qué ha de hacer, pregunto, y qué debemos determinar del médico de las almas, y cuánta mayor moderación requeriremos en él? Muchísima, ciertamente, y tanta cuanta ostentó aquel anciano obispo llamado Babilas.
XI
De tal manera rechazó Babilas al miserable Juliano de aquel sagrado recinto, que nos dejó cierto término y regla conforme a la cual proceder, y la proporción que en todas las cosas hemos de observar. En aquella ocasión, Babilas no llevó a cabo sino una obra buena, que a la postre resultó ser un gran tesoro de utilidades. Ciertamente, el que entonces era rechazado era solamente uno (el emperador Filipo el Arabe), pero los que de ahí sacaron ganancia fueron muchos, tanto los antioquenos como poco después los ciudadanos del entero Imperio (cuando éstos lo supieron). En efecto, los incrédulos que se enteraba se quedaba atónitos y temblorosos, al ver con cuánta libertad habló Babilas a Filipo, y la fuerza de los seguidores de Cristo, y cuán gran diferencia había entre la nobleza de los cristianos y la bajeza de los gentiles.
XII
Los que tienen a su cargo las cosas sagradas, más que a sus señores o a sus ídolos, sirven a los emperadores, de manera que por miedo a éstos se encuentran sentados junto a los simulacros, hasta el punto de que los demonios perversos agradecen a los emperadores los honores que a ellos se les tributan. Por eso, en cuanto alguno es constituido emperador, y no concuerda en religión con ellos, si alguno entra en los templos de los ídolos, observará a cada paso tendidas por los muros las telarañas, y la estatua del ídolo tan llena de polvo que no se le alcanzan a distinguir ni la nariz, ni los ojos, ni otra alguna parte de su rostro. Por su parte, de los altares apenas quedan los restos, por estar derribada la mayor parte de ellos, y estar tan llenos de hierba que, quien no lo sepa, pensará que son simples montones de estiércol.
XIII
La causa del asunto de Babilas era, por tanto, esta: que con Filipo los aduladores de ídolos podían robar, y llenarse el vientre mediante el culto a sus estatuas, mientras que con otros emperadores (sus ancestros) no podían hacerlo, pues eran más prudentes y adoraban al Hijo de Dios, y quitaron a los sacerdotes de ídolos sus prerrogativas. A este respecto, también he de decir que, cuando sube al trono imperial algún emperador cristiano, los asuntos cristianos se relajan, y que cuando sube al trono un emperador impío, entonces florece el cristianismo, y se forja el espíritu de fortaleza.
XIV
En cuanto a este culto a los ídolos, he de decir que nuestra ciudad no tenía parangón respecto al resto de ciudades del Imperio. En primer lugar, eran muy pocas las ciudades que, a estas alturas, seguían manteniendo el viejo culto idolátrico. En segundo lugar, el culto que aquí se hacía a los ídolos tenían un arraigo sin igual, pues tenía como base la crápula y los banquetes, tanto de día como de noche, así como las flautas y los tímpanos, y la impudentísima libertad de hablar groserías, y la osadía de hacer obras más torpes aún. Aquí, la gente se llenaba de vino y alimentos hasta reventar, y de proceder con absoluto desarreglo, hasta resbalar hasta la más fea locura.
XV
Estos despilfarros vergonzosos sostienen aún el error que se bambolea en nuestro suburbio de Dafne, donde los más opulentos reúnen a los que andan consumidos por el hambre y la pereza, y los tienen en el mismo grado que a los parásitos y a los perros alimentados debajo de las mesas. Éstos hinchen sus vientres con las sobras de los inicuos banquetes (sin la menor vergüenza), y aquellos los administran como les da su gana. Nosotros, en cambio, los que nos apartamos de estas necedades e iniquidades, no alimentamos gratis a quienes se mueren de hambre (a causa de su pereza), sino que les aconsejamos que se pongan a trabajar a fin de conseguir su propio sustento, y aun ayuden ellos a otros. A los que tienen sus miembros mutilados, los cristianos concedemos el alimento necesario, peor nunca la crápula, la embriaguez y toda esa otra locura y torpeza que sí les conceden los opulentos. En definitiva, los cristianos ordenamos todas nuestras a través de la madurez, la castidad, la justicia, lo honorable, la virtud y la mutua alabanza.
XVI
Las demás cosas de que se jactan los gentiles, respecto de sus filósofos, sólo demuestran vanagloria, audacia y obras propias de un ánimo pueril. Entre nosotros, nadie se ha encerrado en un tonel, ni ha andado rodeando por el foro con vestidos de telas desgarradas, porque estas cosas no son dignas de alabanza. Es astucia propia del demonio el sobrecargar a quienes le sirven con esos trabajos que atormentan a los por él engañados y sobre todo los presentan como seres ridículos. En efecto, el trabajo de que no resulta utilidad ninguna, no es digno de alabanza. Aun actualmente hay cantidad de hombres perdidos y cubiertos de vicios, que han hecho en público más cosas que aquel filósofo. Unos se tragan agudísimos clavos, otros mastican y devoran su calzado, otros hacen cosas propias de criminales, y mucho más admirables que el tonel y la vestidura desgarrada.
XVII
Los cristianos no aprobamos estas cosas ni aquellas otras, sino que llamamos miserables y deploramos tanto al filósofo de Sínope como a estos otros que andan exhibiendo sus asuntos portentosos. Me dirás que ese filósofo (Diógenes de Sínope) usó de gran libertad para hablar con Alejandro Magno. Sí, pero examinemos dicha excelente libertad, para ver si acaso ella no es más inepta aún que el maravilloso tonel. ¿Cuál fue esa libertad? Cuando el rey macedón avanzaba contra los persas, como se acercara al filósofo y le preguntara si acaso necesitaba de algo, el filósofo le dijo: "De nada, oh rey, tan sólo que no me hagas sombra". Porque entonces el filósofo estaba calentándose al rayo del sol. ¿No os escondéis, oh gentiles? ¿No os ocultáis? ¿No desaparecéis y os hundís bajo tierra, pues andáis pensando altamente de aquello de que más bien conviene avergonzarse? Sí, y también hubiera sido mejor (de paso) que este filósofo (Diógenes), cubierto con una decente vestidura, se hubiera mostrado como hombre de trabajo y pidiera al rey algo útil, que no el estarse sentado al rayo del sol, cubierto de un manto raído, a la manera de los niños de pecho, a los cuales la nodriza así coloca, con el mismo objeto de calentarlos, una vez que los ha bañado y ungido con el óleo, exactamente como el filósofo se estaba sentado, a la manera de un infeliz, y demandaba una gracia propia de cualquier viejecita.
XVIII
Quizás os parezca admirable aquella libertad de Diógenes en el hablar, pero yo digo que fue algo más: hasta improcedente. En efecto, es conveniente que el varón probo mida todos sus actos por la utilidad pública, y que de esa manera enmiende la vida de los demás. No obstante, pedir al rey que no le hiciera sombra, ¿a qué ciudad, a qué casa, a qué hombre o a qué mujer salvó? ¡Indícame el fruto que se siguió de esa libertad de hablar! Sobre todo, porque los cristianos sí demostramos las ventajas obtenidas con la libertad en el hablar de nuestro mártir Babilas.
XIX
Babilas castigó al emperador insultante sin hacerle injuria, en la forma en que era lícito que un sacerdote lo hiciera, reprimió la soberbia hinchada de los príncipes, acudió a las leyes de Dios que habían sido violadas, e impuso una sanción por la muerte del niño, que es la más grave de todas las sanciones, a lo menos para quienes no están locos. ¿Os acordáis cuando os hablé del asesinato del emperador Gordiano, por parte de Filipo el Arabe, y de cómo todos los asistentes se enardecieron, y deseó cada cual llegar a las manos con ese rey, y se vengaron de él matando a su hijo y heredero? Pues bien, nada de esto fue lo que pasó en Babilas, pues lo único que hizo fue imponer el emperador Filipo su pena conveniente, con la que el propio emperador hubiera podido alcanzar su conversión si no hubiese sido tan necio. Babilas no le dijo al emperador "apártate, que me tapas el sol", pensando tan sólo en su propio bienestar, sino que lo expulsó cuando impudentemente se adentraba por los sagrados recintos, creando el desorden en su interior. Eso fue, única y exactamente, lo que hizo Babilas. Por supuesto, lo echó como se hace a un perro o a un criado, de la puerta de sus amos.
XX
¿Veis cómo no era jactancia mía el deciros que Babilas dejó por tierra a los filósofos pueriles? Sobre todo, a aquel Diógenes de Sínope. Me dirás que Diógenes eran un varón temperante, y que llevó una vida continente, ya que ni siquiera contrajo nupcias ante la ley. Bien, pero añade tú la manera como fue y por qué motivo. Sin duda, esto es algo que no harás, e incluso de buena gana le quitarás la alabanza de continente antes que sacar a luz el modo de su temperancia, pues tan lleno está de torpeza y deshonra. De buena gana pasaría ahora a las puerilidades, trabajos inútiles y torpezas de los demás filósofos, porque, dime: ¿Qué utilidad trae gustar del semen humano, como hacía Aristóteles? ¿Qué utilidad hay en unirse en matrimonio con su madre o sus hermanas, como determinó por ley el Zenón de Elea? Respecto de Platón y su maestro, y lo mismo de otros que son tenidos en mayor admiración, demostraría yo que fueron aún más obscenos, y pondría al desnudo, sin usar de ninguna alegoría, su infame amor a los jóvenes, del cual afirmaban ser honesto y formar parte de la filosofía. De buena gana que lo haría, si no fuera porque el discurso se nos alargaría demasiado. Además, lo que quiero ahora es tratar de otras cosas. Eso sí, el ejemplo de uno solo de ellos dejaría por suficientemente demostrado cuan ridículos eran los demás.
XXI
Si el principal de los dichos filósofos, y el más puesto en filosofía, y el que hablaba con más seguridad, era tan torpe, absurdo e inepto (puesto que dijo que era indiferente devorar carne humana o no), ¿qué objeto tiene hablar contra todos los demás, ya que el que estaba al frente de la institución y resplandecía más que los otros, se nos ha mostrado tan ridículo, pueril y necio a todos nosotros? Volvamos, pues, a nuestra digresión sobre Babilas.
XXII
En la forma dicha reprimió Babilas al impío emperador Filipo, y con él a todos los infieles. En cambio, a los fieles los volvió más piadosos. Y no sólo a los ciudadanos privados, sino también a los soldados, a los tribunos y a los prefectos, haciéndoles ver que, delante de Cristo, desde el emperador hasta el último de ellos eran tan sólo simples mortales, y que el que andaba ceñido de diademas no por eso estaba en mejor situación cuando se trata de corregir y castigar los pecados. Además, refrenó Babilas a los impudentes, que decían que nuestras cosas no eran más que fingimiento y engaño, y demostró con hecho la confianza en el hablar que tienen los apóstoles, y enseñó cómo en los tiempos pasados tales varones se necesitaron.
XXIII
Hay en Babilas, además, un tercer hecho, preclaro y no vulgar: que levantó el ánimo de los futuros sacerdotes, y reprimió el de los reyes. Con ello, declaró que el sacerdote de Dios es más verdaderamente prefecto que las cosas de la tierra (y lo que en ella se lleva a cabo) y que el que se reviste de púrpura. También demostró que es necesario impedir que semejante potestad sacerdotal disminuya, y que es mejor despojarnos de la vida antes que de la dignidad que Dios nos ha atribuido. Quien así muere, aún después de la muerte puede ayudar a los demás. Quien abandona su puesto, no sólo no aprovecha a nadie a su muerte, sino que ya en vida hace a sus súbditos cobardes, y se muestra vituperable ante los extraños, y sale de este mundo con deshonra y tristeza, y se presenta ante el tribunal de Cristo con todas las credenciales para padecer las llamas del infierno.
XXIV
A este respecto, dice cierto sabio: "No tengas respetos que vayan en perjuicio de tu alma". Así pues, si al varón que ha recibido una injuria no le es cosa segura el disimular, ¿de qué suplicios será digno aquel que calla cuando han sido violadas las leyes de Dios? Además de todo esto, otra cosa nos enseñó el mártir: que conviene que cada cual cumpla con su oficio, aun cuando de ello no se siga ventaja alguna para otros. Ciertamente, Babilas no alcanzó ninguna ventaja cuando habló francamente al emperador, pero no por eso dejó de hacer lo que le correspondía. En este caso, el enfermo Filipo, con su arrogancia, tornó inútil la pericia del médico Babilas, y con gran furia quitó de la llaga la medicina. Como si no fuera bastante con haber cometido asesinatos, y haberse después acercado al templo de Dios con impudencia, añadió Filipo un asesinato a otro asesinato, como si pretendiera superar lo pasado con algo nuevo y de mayor grandeza. En efecto, tal es la locura del demonio, que procura cosas contrarias, y éstas a la vez, como si tuvieran entre sí una verdadera congruencia.
XXV
La muerte primera (la de Gordiano) fue más miserable que la segunda (la de Babilas), pero la segunda fue más criminal que la primera. Lo fue porque el alma de Filipo le había cogido gusto al pecado, carecía de sentido moral, y fue realizada como acrecentamiento de la enfermedad. Así como una chispa de fuego cae en materiales inflamables, e inmediatamente incendia lo que topa, y sin detenerse consume lo demás, y cuanto más se inflama la llamarada tanta mayor fuerza tiene para dañar lo que resta, y los leños a donde llega se convierten en amenaza, la llama se arma todavía más, según va creciendo, así sucede con la naturaleza del pecado. Una vez que ha llenado el pensamiento de un alma, ya no hay quien extinga el fuego del pecado, sino que se hace cada vez más indómito y opresor. Por eso los pecados posteriores son más graves que los anteriores, porque el alma, con la añadidura de pecados, se levanta a mayor soberbia y desprecio hacia Dios, y por el camino destruye su propia energía y aumenta la del pecado.
XXVI
Así como muchos caen en toda clase de pecados por no haber apagado la llama al principio, así el miserable Filipo el Arabe añadió pecados más graves a los pecados anteriores. Una vez que dio muerte a su predecesor, del asesinato pasó al sacrilegio contra el templo, y de ahí a la persecución contra el sacerdote del templo, avanzando siempre por el mismo camino. En cuanto a Babilas, Filipo lo castigó ciñéndolo de hierros y arrojándolo a una cárcel, obligándolo a padecer el encarcelamiento propio de los malhechores.
XXVII
El pecado, una vez nacido, y sobre todo si nadie lo frena, no puede ya detenerse ni cohibirse. Los caballos furiosos, una vez sacudido el freno de los hocicos, y derribados al suelo, y tendidos boca arriba en la tierra sus jinetes, resultan en exceso molestos para aquellos con quienes se topan. Más tarde, como nadie los reprime, van a dar consigo a los precipicios, a causa de su ímpetu loco. Pues bien, el enemigo del alma hace algo parecido en nosotros. En concreto, inocula en nuestras almas la locura, hace que nadie se preocupe de su salvación, y las rodea de males sin cuento. Los que padecen enfermedades corporales, mientras soportan que los visiten los médicos, tienen aún esperanza de sanar. Si esos enfermos caen en el frenesí, y patean o muerden a los que tratan de curarlos, entonces se vuelven ya enfermos incurable. Y esto no sólo por la naturaleza de su enfermedad, sino por haber quedado desahuciados de aquellos que podían librarlos del frenesí.
XXVIII
A tal frenesí se arrojó este emperador del que estamos tratando, porque habiendo aprehendido al médico, cuando aún le estaba abriendo la llaga, al punto lo rechazó y lo alejó cuanto pudo (en concreto, a una cárcel). Pudo haber oído de él aquel drama del rey Herodes, pero prefirió al diablo antes que al bendito Babilas. Aquí no se violaban, como en el caso de Herodes, las nupcias, ni el demonio maligno tejió una unión ilícita, pero sí la muerte de inocentes y una cruelísima tiranía, con iniquidades cometidas no contra una esposa sino contra la santidad.
XXIX
Llevado Babilas a la cárcel, ciertamente gozó con las ataduras, pero se dolía por el daño causante de ellas. ¿Y eso? Por esto mismo. El padre o el entrenador, si por lo que se hacen
famosos es por alguna desgracia (de un hijo, o de un alumno), reciben semejante fama con tristeza. De igual manera, Babilas codiciaba más la salud de sus discípulos que el premio de la cárcel, y más prefería hacer entrar en razón a sus discípulos (en la calle) que ganar él solo la corona (en la cárcel). Por otra parte, no anhelan los santos que se les tejan coronas mediante las desgracias ajenas.XXX
Por este motivo, David lloraba tras un triunfo y victoria, y se lamentaba de que ella hubiera estado unida a la desgracia de su hijo Absalón. Más aún, a los jefes les daba muchas órdenes para la salvación del príncipe, y reprimía a quienes deseaban matarlo, diciéndoles: "Perdonad al joven Absalón". Tendido en tierra, David lloraba, y con gemidos y lágrimas llamaba a su enemigo. Pues bien, si un padre tanto ama a su prole, mucho más la ama un padre espiritual. Y si no, oíd como lo expresa Pablo: "¿Quién desfallece y yo no desfallezco? ¿Quién se escandaliza que yo no me abraso?". Por si alguno cree que en esto habla sólo Pablo en términos de igualdad y equivalencia, y no de padre a hijo, aquí os dejo las palabras y las entrañas de Moisés, rogando a Dios por el pueblo que él mismo engendró, espiritualmente hablando: "Perdónales su pecado, o bórrame a mí de tu libro".
XXXI
Ciertamente, ningún padre en cuya potestad esté el gozar de bienes innumerables, querrá ir al suplicio junto con sus hijos. En cambio, el apóstol presenta este afecto paterno en un grado mayor, y lo hace por Cristo. No sólo querría sufrir él junto con sus hijos el castigo, como Moisés, sino que, con tal que otros se salvaran, prefirió el daño para sí, con estas palabras: "Desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, deudos míos según la carne". ¡Qué gran misericordia, qué grande caridad hay en los santos! Por eso se atormentaban las entrañas de Babilas, al ver constantemente delante la condenación del emperador, y cómo injuriaba al ministerio y servicio divino.
XXXII
Este era el motivo por el que Babilas, observando que aquel emperador estaba lleno de ira, e iba de precipicio en precipicio, tratara de reprimir sus ímpetus brutales, como quien procura apartar a un caballo desbocado mediante el azote dado a la grupa. El infeliz emperador no soportó aquel azote, sino que tomó el freno entre los dientes, y recalcitrando, y entregándose al furor de su locura, se lanzó al abismo de la extrema ruina. ¿Qué abismo fue ése? Éste mismo: ordenó sacar de la cárcel al santo, y que se le condujeran atado al suplicio.
XXXIII
Todo lo que sucedía era lo contrario de lo que se veía. Sí, porque aquél que iba atado al hierro, en realidad estaba suelto de toda atadura. Por el contrario, aquel que parecía libre de todo hierro, y diamantinas cadenas, estaba atado con otros vínculos más recios, puesto que estaba ligado con las cadenas del pecado. Ya próximo a la muerte, Babilas ordenó que, junto con su cuerpo, fueran sepultados los hierros, para enseñarnos que aquellas cosas que parecen ignominias las consideremos honoríficas y gloriosas, cuando se hacen por Cristo. En esto imitaba a Pablo, quien traía y llevaba sus cadenas y sus llagas de un lado para otro, gloriándose de ellas y gustando profundamente lo que otro llevaría con vergüenza.
XXXIV
En efecto, esto es lo que Pablo manifestó, en su defensa propia, ante Agripa. Más o menos, Agripa vino a decirle: Por poco me persuades que me haga cristiano. Y más o menos, Pablo le vino a contestar: Yo anhelo que, por poco o por mucho, no sólo tú, sino todos los que están presentes, se hagan cristianos como yo, excepto estas cadenas. No habría añadido esto último Pablo si no les hubiera a ellos ignominioso eso de las cadenas. Los santos, como amantes de Dios, con gran presteza abrazan todos los trabajos por él, y por esos trabajos cobran mayor alegría. Por eso es por lo que dijo Pablo: "Me alegro en mis aflicciones". El mismo Lucas señala que, "tras de recibir muchos azotes, salían del tribunal gozosos, por haber sido hallados dignos de padecer padecimientos por Cristo".
XXXV
Para que ninguno de los gentiles fuera a pensar que entraba en el certamen contra su voluntad, Babilas ordenó que los símbolos del certamen fueran sepultados junto con su cuerpo. Con esto demostró que tales marcas eran para él sumamente agradables, y que sería colgado por caridad de Cristo. Yacen aquí todavía, de hecho, los grillos junto con sus cenizas, para enseñar a todas las iglesias que, aunque fuere necesario padecer cadenas, o la muerte o cualquier otra cosa, todo ha de sobrellevarse con prontitud y un gozo abundante, sin traicionar ni deshonrar la libertad que Cristo nos ha conquistado. De esta manera tan brillante, colgado y decapitado, terminó su vida aquel bienaventurado varón.
XXXVI
Pensará quizás alguno que pondré aquí fin a mi discurso, ya que después de la vida no hay ocasión alguna de ejercitar la virtud y las buenas obras. Efectivamente, eso sucede con los atletas, cuando termina el certamen y pueden ya ponerse a tejer las coronas, y disfrutarlas el resto de sus días. Es más, esa es la mentalidad de los gentiles, porque ellos han encerrado en los términos de esta vida todas sus esperanzas. Por nuestra parte, para nosotros la muerte no es sino un paso a otra vida más espléndida, y por eso estamos muy lejos de esa opinión. Sobre que somos nosotros los que tenemos razón, lo demostraré en otro discurso, así como los preclaros hechos llevados a cabo por el generoso Babilas, que sucedieron una vez que murió y fue sepultado aquí.
XXXVII
Por haber luchado por la verdad hasta la muerte, y haber resistido al pecado hasta derramar su sangre, y no haber abandonado el puesto que le había señalado el gran Rey, y por haber muerto de una manera más preclara que cualquier atleta, en adelante poseyó Babilas el cielo. Su cuerpo, que había servido de instrumento para el certamen, lo tiene la tierra. Bien puso su cuerpo haber sido trasladado, como Henoc, o haber sido arrebatado como Elías, puesto que de ambos fue émulo. No obstante, Dios tuvo a clemencia dejarlo aquí con nosotros, junto con sus caminos. Lo hizo para excitarnos al ejercicio de la virtud, a través de las reliquias de los santos. Sí, después de la fuerza de la Palabra divina, ocupan el segundo lugar los sepulcros de los santos, como medios para excitar las almas de los hombres a imitar lo que contemplan.
DISCURSO 2
I
Quería yo pagar hoy la deuda que contraje anteriormente, cuando estuve en este mismo sitio y os la prometí. ¿Qué deuda era esa? Esta misma: que el bienaventurado Babilas se nos aparece y nos llama hacia sí, y no precisamente lanzando su voz sino su rostro, para que nosotros volvamos el nuestro hacia él. En consecuencia, no llevéis a mal el retardo de la paga. Al fin y al cabo, cuanto mayor sea el lapso que transcurra, tanto mayor será el rédito que se os aumente. Pagaré este capital con sus réditos. Así pues, sabiendo lo que se nos entregó a rédito, y puesto que intactos permanecen tanto el capital depositado como sus intereses, no desechemos la oportunidad y ganancia que hoy se nos interpone, y deleitémonos con las magníficas proezas del bienaventurado Babilas.
II
Respecto a cómo fue consagrado obispo Babilas en nuestra iglesia, y en qué forma supo llevar a salvamento esta nave sagrada, entre huracanadas tempestades y marejadas, y cuánta libertad de espíritu mostró cuando hubo de reprender al emperador Filipo el Arabe, y cómo entregó su vida por sus ovejas y soportó un felicísimo degüello, todo eso y otras cosas semejantes dejaré que las expongan los más ancianos de los doctores y nuestro padre común. En efecto, los sucesos pueden bellamente referirlos quienes son más ancianos que yo. En cambio, lo que más recientemente y en nuestros tiempos sucedió, años después de la muerte de Babilas, eso os lo voy a decir yo, como joven que era en ese momento. Hablo de lo que sobrevino después de su sepultura, mientras yacían todavía sus restos en el suburbio de Dafne. Bien sé que los paganos se reirán de esto, y a la verdad que es para reír y temblar, pues fue la proeza de un hombre que, tras haber muerto, y habérsele celebrado sus exequias, fue sepultado.
III
En concreto, demostraré cómo las hazañas de Babilas, una vez muerto, burló por segunda vez a los emperadores paganos, haciendo recaer sus pecados sobre sus cabezas. En concreto, la primera vez fue sobre la cabeza del emperador Filipo, y la segunda sobre el emperador Juliano. Digo todo esto no para que Babilas cobre un nuevo esplendor (puesto que no necesita que el vulgo lo glorifique), sino para que tú, oh incrédulo, aprendas cómo la muerte de los mártires no es muerte, sino comienzo de una vida mejor, y preludio de una fuerza espiritual, y un cambio de lo que es de inferior calidad a lo que es más perfecto. Sí, el cuerpo de un mártir yace tendido y privado de la energía vital de su alma, pero genera una energía superior a la de su misma alma, por gracia del Espíritu Santo y para mostrar a todos la futura resurrección. En efecto, si Dios ha concedido a los cuerpos muertos, y desechos en polvo, una virtud mayor aquí en la tierra, ¿con cuánta más virtud no serán coronados en el cielo?
IV
¿Cuál fue, pues, su hazaña póstuma? No os inquietéis si tomo el agua de un tanto más arriba, para mostrar en toda su belleza las imágenes. Por ello, tened paciencia si os aparto un poco de la tabla de pintura, y mediante la distancia os hago obtener una visión más clara de los hechos. Soportad, por tanto, que tome de más atrás la materia de mi discurso.
V
Una vez que el emperador Juliano el Apóstata llegó al trono imperial, y tomó en sus manos el cetro de los que dominan, al punto levantó su diestra contra el Dios que la había creado, y desconoció a su bienhechor. Dirigiendo desde lo bajo de la tierra sus miradas al cielo, comenzó a ladrar al cielo, a la manera que los canes rabiosos igualmente ladran contra el que los alimenta que contra el que no los alimenta. Más aún, se enfureció con una rabia mayor que la de los perros, porque éstos ponen en fuga por igual a los domésticos y extraños, mientras que aquel tirano acariciaba a los demonios y aborrecía a su benéfico Salvador, cuya cruz disipó en todas partes las tinieblas y nos trajo una luz más brillante que los rayos del sol.
VI
No contentó con esta furia, se propuso Juliano borrar de la faz de la tierra la raza de los galileos (como él solía llamarnos). Si, aquel perro irracional aborrecía tanto el término cristianos, que no sólo él era incapaz de pronunciarlo, sino que pensó que a nosotros nos avergonzaría recibir el término de galileos, o quizás pensó con ello quitarnos familiaridad con ese otro nombre para nosotros tan común: el de cristianos, o seguidores de Cristo. En todo caso, no dejaba Juliano cosa por remover, con tal de de arrebatarnos nuestro honor y acabar con la predicación.
VII
Oh infeliz y desdichado Juliano, ¿cómo es posible destruir los cielos, y apagar el sol, y echar abajo los cimientos del orbe de la tierra? Ya de antemano profetizó esto de ti Cristo, cuando dijo: "Los cielos y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará". Y si no puedes soportar a Cristo cuando habla, a lo menos escucha la voz de los hechos: que su nombre es conocido por toda la tierra y todos los siglos, mientras que el tuyo sólo lo conocen los gusanos, a ras de tierra. No obstante, no voy a discutir contigo, sino a hablar con mis amigos presentes.
VIII
¿Qué es, en concreto, lo que que sucedió entre Juliano y Babilas? Para empezar, Babilas había muerto mucho antes que Juliano fuese emperador, y yacía tranquilo en su sepultura. Respecto a Juliano, lo que a éste le hacía chirriar era eso de que "el cielo y la tierra pararán, pero mis palabras no pasarán". Por ello, lo que se propuso en mente el tirano, nada más acceder al trono, fue la destrucción de nuestros dogmas. Por supuesto, hoy en día el tirano pereció, y se pudrió, y se llevó al infierno sus amenazas. Es más, ¿dónde está hoy Cristo, al que él amenazó? En el cielo, en su trono de gloria, a la derecha del Padre. ¿Dónde está Juliano? En el polvo y ceniza. ¿Dónde está lo que Cristo profetizó? Brillando en la verdad de los hechos, como columna de oro, como comprobación de sucesos. ¿Dónde está lo que Juliano propagó? En el estómago de los gusanos, que se lo comieron. Bien, volviendo a Juliano, desde que subió al trono, como he dicho, declaró la guerra a los cristianos, y no omitió nada que le llevase a este propósito, y consultó a todo tipo de prestidigitadores y adivinos, y él mismo se puso en manos de los demonios y espíritus malvados.
IX
¿En qué paró, al fin, dicho culto? Entre otras cosas, en la destrucción de las ciudades, y en la más espantosa de todas las hambres. Como bien sabéis, y recordáis, bajo su gobierno nuestra plaza estaba vacía de mercancías, y las oficinas todas alborotadas, pues cada cual procuraba arrebatar lo primero que a mano le venía, y el modo de escapar. Pero ¿qué digo el hambre? Las mismas fuentes de nuestra ciudad quedaron privadas de sus aguas, y eso que eran fuentes que, por sus raudales, eran superiores a los ríos. En cuanto al suburbio de Dafne, veo que estáis deseosos que saque a la luz las más vergonzosas prácticas de los paganos. No obstante, aunque yo también lo quisiera, las dejaré a un lado, por no desviar la atención.
X
En cierta ocasión, cuando Juliano nos hizo la visita, subió al suburbio de Dafne. Ya en Dafne, se acercó al templo de Apolo, y allí empezó a interpretar unas preces al ídolo, suplicándole que le profetizara algo sobre los sucesos futuros. Según nos cuentan (o mejor, según dijo el sacerdote de Apolo), el dios le contestó: "Los muertos me impiden hablar. Desgarra las urnas, extrae los huesos, echa de aquí sus muertos". Ahora pregunto yo: ¿Qué dios, o qué ídolo, puede ordenar un acto tan criminal e indiscriminado? Siguiendo con el hilo de acontecimientos, el oráculo pítico ordenó a Juliano despojar los sepulcros, y profanar a sus huéspedes. ¿Quién oyó jamás que, por ley, los muertos hubieran de ser ultrajados, y sus sepulcros profanados? ¿Quién supo de cuerpos sin alma a los que se les ordenara salir de su tumba? ¿Quién osa arrancar de raíz las leyes comunes de la naturaleza? Pues bien, nada más salir del templo de Apolo, eso mismo es lo que ordenó el emperador Juliano.
XI
Hay leyes comunes de la naturaleza que están vigentes entre todos los hombres, y ordenan que quien muere sea depositado en un sepulcro, y entregado a la tierra, y devuelto a los senos de esta madre común. Estas leyes jamás las derogó nunca ningún heleno, ningún bárbaro, ningún escita, ninguna de las más salvajes tribus, sino que todos las veneran y guardan como sagradas y respetables. El demonio, en cambio, públicamente y a cara descubierta, emprende la lucha contra lo que haga falta, incluidas las leyes de la naturaleza.
XII
"Los muertos son una mancha pecaminosa", exclamaba uno, y el otro le contestó: "Los muertos no son una mancha pecaminosa, sino que tú eres el abominable". Si acaso conviene decir algo que cause admiración, diré que más detestables son los cuerpos de los vivos, porque están llenos de pecados, y no así los muertos. Además, aquéllos lo hacen siguiendo las directrices de sus almas, mientras que estos otros yacen inmóviles, y lo que yace privado de sentidos no puede ser recriminado. Es más, yo diría que ni siquiera los cuerpos de los vivos son por naturaleza abominables, sino que lo abominable es su perversa voluntad. Ella es, sin duda, la digna de todas las recriminaciones.
XIII
No es mancha pecaminosa un cuerpo muerto, oh Apolo, sino que lo pecaminoso es perseguir a una doncella que quiere vivir en castidad. Esto se llama "cometer estupros", y una infame acción. ¡Esto sí que es digno de recriminaciones y castigos! Por cierto, que hubo entre los cristianos muchos y grandes profetas que vaticinaron las cosas futuras, y ninguno de ellos ordenó, a quienes lo consultaban, que desenterrara a los muertos. Ezequiel, cuando se encontró junto a un saco de huesos, no sólo no vaticinó contra ellos, sino que "los revistió de carne, nervios y piel, y así los llamó a la vida de nuevo". Moisés, teniendo los huesos de un cadáver cerca de él, los llevó consigo, y también profetizó las cosas que estaban por venir.
XIV
Todas estas profecías se cumplieron el punto, porque ellos eran un don del Espíritu Santo. Los oráculos de Apolo, por contra, son un fraude, y un engaño que en modo alguno puede ocultarse. Lo que hizo el emperador Juliano, por tanto, no tenía excusa, sino que provino de la añagaza del demonio contra el santo mártir Babilas. ¿Por qué contra él, y no contra otro? Porque el emperador, dejando en sus sepulcros el resto de cadáveres, únicamente saqueó y profanó el de este mártir. Si el emperador (o el demonio, por su medio) hacía esas cosas sólo con aquel cadáver, no era por cometer una abominación más, sino porque más bien temía a ese mártir. Por eso ordenó que se hiciera pedazos la urna, y la destruyeran con cualquier género de perdición. De hecho, eso mismo fue lo que ordenó Dios contra las abominaciones de los paganos, dictando que sus estatuas fueran destruidas en pedazos, para no llevar desde los suburbios al centro de la ciudad tales manchas de pecado.
XV
Cuando fue retirado el cuerpo del mártir Babilas, y apenas la urna fue bajada a la ciudad, de lo alto se desprendió un rayo sobre la cabeza de la estatua de Apolo, y todo el templo de Apolo quedó consumido bajo el fuego. Cuando el incendio del templo se hizo insoportable, el terror se apoderó del emperador, y le dejó inmovilizado. Toda la ciudad subió a Dafne a contemplar lo sucedido, e incluso los que vivían en los alrededores. Al llegar allí, todos contemplaron el templo de Apolo reducido a una total desolación, y comprendieron lo sucedido: el combate, el encuentro, la victoria del mártir.
XVI
A pesar de conocer perfectamente la causa del rayo y del incendio, que era remover los restos de un mártir, Juliano ordenó volver a techar de nuevo el templo de Apolo, aun a sabiendas que eso podría atraer sobre su propia cabeza nuevas ignominias. Hoy en día, la techumbre del templo todavía no se ha instalado, pues nadie se atreve a hacerlo por miedo a la cabeza del demonio. Lo que sí sigue allí en pie, como un trofeo, son los muros, que como una trompeta siguen gritando a viva voz lo que allí sucedió entre el emperador Juliano y el mártir Babilas, entre el demonio y la divinidad. Cualquiera que vive lejos del suburbio, y viene a la iglesia del mártir, y la ve privada de urna, y al santuario de Apolo lo ve sin techo alguno, inmediatamente investiga el motivo de ambas cosas, y cuando se aparta de aquí empieza a divulgar la historia. Estas son las hazañas del mártir Babilas, llevadas a cabo después de su muerte.
XVII
Por todo esto yo juzgo bienaventurada a nuestra ciudad, por el singular fervor que muestra por este santo. Cuando su urna fue despojada de Dafne, y traída a la ciudad, toda la ciudad se derramó hacia el camino, y salieron a su encuentro todos los varones desde las plazas, y las mujeres desde sus casas, y las doncellas desde sus recámaras. Apresuradamente salieron a su encuentro de todas las edades y de todos los sexos, y lo recibieron por todas las calles de la ciudad, como quien sale a recibir a su padre que regresa tras una larga ausencia o una lejana peregrinación.
XVIII
El favor divino permitió que el cuerpo de Babilas bajase a la ciudad, y cruzase el río, de forma definitiva, a fin de que nuevos sitios queden llenos del suave olor de su santidad. Cuando llegó aquí, al punto se le dio un compañero y un conmilitón dotado de sus mismas costumbres. Ambos fueron hechos copartícipes de una misma prelacia, y ambos se llevan bien en su nuevo domicilio.
XIX
¡Atended, pues! Despojaron los mártires su cuerpo de este mundo, y ya en vida Babilas había entregado sus miembros a la mortificación. Sufrieron los mártires la llama del fuego, y Babilas apagó las llamas de la concupiscencia. Lucharon los mártires contra los dientes de las fieras, y Babilas aplacó en nosotros la crudelísima ira de las pasiones. Por todas estas cosas demos gracias a Dios, porque nos concedió mártires tan generosos y pastores tan dignos de los mártires, para mayor perfeccionamiento del cuerpo de Cristo.
DISCURSO 3
I
Si alguno se acercare a esta gaveta, al punto percibirá sensiblemente su eficacia. Sí, hermano, esta vista del lóculo entra en el alma, y pone en tal disposición, que parece como si aquel cuyos restos aquí yacen juntamente suplicara y estuviera presente. Con esto, lleno de alegría aquel que ha experimentado esto, se aparta ya cambiado en otro varón. Bien podrá darse cuenta de que el sitio mismo suscita en la mente y en la imaginación de los que aún viven la imagen de los difuntos, si piensa en que aquellos que se acercan para llorar, apenas se han acercado al sepulcro, y como si vieran delante en vez de la simple urna a los que en la urna yacen, comienzan inmediatamente a invocarlos desde el dintel mismo del martirio. Muchos hay que por padecer dolores intolerables, han puesto su domicilio perpetuo vecino a los sepulcros de los mártires, cosa que no habrían hecho si no recibieran alguna consolación con la sola vista del sitio. No obstante, ¿para qué hablo del sitio y de los sepulcros? No lo sé, pues la sola vista del vestido de los que ya murieron, o una palabra de ellos repetida mentalmente, levanta el ánimo y los decaídos pensamientos. Por este motivo, Dios nos dejó las reliquias de los santos.
II
Para que se vea que todo esto no es algo que yo repito, sino que ha sido provisto por Dios, pueden dar fe los milagros que cada día hacen los santos mártires, y también la multitud de varones que concurren, y no menos que estos los preclaros hechos de este mártir, obrados después de su muerte. Una vez que fue sepultado Babilas en la forma que se había ordenado, y cuando ya había transcurrido mucho tiempo desde que fue sepultado (hasta el punto de no quedar en el sepulcro sino los huesos y la ceniza), uno de los emperadores que nos visitaron (Juliano el Apóstata) tuvo la malvada decisión de trasladar hasta aquí la urna de Babilas, desde el suburbio de Dafne.
III
Cuando Juliano percibió que este sitio estaba amurallado, como con el poder de una tiranía, por la lascivia de los jóvenes, de tal manera que había incluso el peligro de que los más morigerados y que deseaban vivir honestamente, en absoluto lo abandonaran, movido el emperador a misericordia por este daño, mandó a uno que vengara la injuria. Porque hizo Dios amable y ameno ese sitio no solamente por la abundancia de sus aguas y por sus naturales bellezas, sino además por su topografía y lo templado de su clima; pero no exclusivamente para que con eso nos recreemos, sino también para que por ello alabemos al excelente Artífice que lo hizo. Mas el enemigo de nuestra salud, que siempre anda abusando de los dones de Dios para lo contrario de lo que son, ocupó desde luego este sitio y lo entregó a las turbas de jóvenes disolutos y a las de los otros demonios, y lo deshonró con una fea fábula; fábula por la cual este suburbio quedaba consagrado en gracia del demonio. Y la fábula es como sigue.
IV
Había una joven de nombre Dafne, hija del río Landón. Porque para aquellos hombres que andaban errados, fue costumbre constante el presentar a los ríos como engendradores y luego cambiar su prole de éstos en cosas que carecen de vida, y fingir muchas cosas semejantes y portentosas. Y narran que en cierta ocasión a esa doncella hermosísima la vio Apolo y quedó prendado de su amor. Y que la doncella se echó a huir, con el objeto de escapar de aquel dios que la quería arrebatar, y que finalmente ella se detuvo en este suburbio. Y que entonces su madre vino en su auxilio a fin de que no fuera violada. Y que instantáneamente abrió su seno y recibió a la virgen doncella. Y que luego dio a luz, pero no a la doncella sino una planta que lleva su nombre. Y que aquel lascivo amante, como se viera defraudado en sus amores, se abrazó con el árbol, y de esta manera tomó posesión y se adjudicó el árbol y al mismo tiempo este lugar. Y que por esto el dios aquí vivía siempre de asiento, y prefería este sitio a los otros que tiene sobre la tierra toda, y lo amaba más que a todos los otros.
V
Cuenta que el rey que aquí imperaba le construyó un templo y un altar, a fin de que pudiera el demonio consolarse de su locura en este sitio. Tal es la fábula. Pero el daño de la fábula nacido, ya no es simple fábula. Porque una vez que los jóvenes disolutos contaminaron el sitio y su belleza, como ya dije, pasando la vida ahí entre crápulas y embriagueces, el demonio, con el objeto de que esta maldad se propagara de día en día, fingió dicha fábula y dejó ahí a uno de los otros demonios, para que mediante esta historia, diera mayor pábulo al incendio de la lascivia e impiedad de los jóvenes. Pues para extirpar tan grandes maldades, aquel sapientísimo emperador escogió como medio el de trasladar allá a este santo y meter en medio de los enfermos al médico. Porque si mediante órdenes y mandatos imperiales hubiera querido estorbar a los ciudadanos el camino hacia el suburbio, eso se hubiera tenido como un acto de tiranía y de fiera crueldad; y si hubiera permitido que sólo fueran allá los probos y moderados, y hubiera cerrado las puertas a los lascivos e intemperantes, el decreto habría estado lleno de dificultades para su cumplimiento, y habría sido inevitable que el mismo día nacieran los pleitos, al tener que investigar la vida de cada visitante.
VI
El emperador Juliano juzgó, por tanto, que quitar os restos de Babilas sería un fácil acabamiento a tantos males; porque entendía que el mártir era capaz de destruir el poder del demonio y enmendar la lujuria de los jóvenes. Y no se engañó en sus esperanzas. Porque tan luego como alguno llega al suburbio de Dafne y distingue el dintel de la iglesia, de tal manera se compone como un joven que advirtiera en el convite a su pedagogo que con la mirada le ordenara comer, beber, hablar, reír guardando el debido decoro, y cuidar de no excederse en el modo y así menoscabar su estimación. Y con esto el visitante, vuelto más religioso con aquel espectáculo y representándose en su ánimo a aquel bienaventurado, luego se apresura a llegarse a la urna. Y una vez que a ella se ha llegado siente mayor reverencia; y después, despedida la pereza, sale tan ligero como si tuviera alas y así se aparta del sepulcro.
VII
A quienes iba encontrando por el camino, subiendo desde la ciudad, con igual moderación los enviaba el mártir Babilas hacia el descanso de Dafne, diciendo aquello de "servid al Señor con temor" y aquello otro del apóstol: "Ya sea que comáis, ya que bebáis o que hagáis cualquiera otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios". Y los que bajan después a la ciudad, una vez tomado su alimento, si acontece que han relajado el freno y han procedido con mayor libertad, y se han deslizado a la crápula y a los goces, a ésos digo, una vez que llegan a su hospedaje, así ebrios, el mártir no les permite tornar a sus casas bajo los efectos de la embriaguez, sino que les mete temor y los vuelve a la misma temperancia que guardaban antes de hundirse en la embriaguez. Porque a todos cuantos han estado en esa iglesia los envuelve como una tenue aura o viento suave por todas partes; un viento suave, digo, no sensible, ni apto para deleitar el cuerpo, pero que penetra el alma misma y la compone decentemente por todos lados, y le quita todo el peso terreno, y, cuando estaba ya oprimida y cayendo, la vuelve más liviana.
VIII
La belleza de Dafne atrae aun a los más tardos. Y entre tanto el mártir, como sentado a la pesca, y poniendo emboscadas a los que entran, los va entreteniendo; y una vez que ha dispuesto convenientemente sus ánimos, entonces finalmente los deja ir, de manera que en adelante se porten con sus esposas amadas, no con insultos sino con temperancia. Y porque los hombres, unos por la pereza y otros por el retraimiento a causa de los negocios seculares no quieren ir a visitar las urnas de los mártires, dispuso Dios que de este modo fueran cogidos en la red y gozaran de la curación y alimentos de sus almas. De modo que sucede como si a un enfermo que rechaza los convenientes medicamentos, se le engañara y se le ocultara la medicina debajo de un dulce condimento. De esta manera, vueltos poco a poco a la sanidad espiritual, llegan a tal punto que ya no únicamente por el placer sino por el deseo de visitar al santo toman cualquier ocasión para ir al suburbio de Dafne. Más aún, los que son más temperados, no van allá sino por este segundo motivo, y los que lo son en menor grado y tienen menos virtud van por ambos motivos, y los que son aún más imperfectos que los anteriores van únicamente por recrearse.
IX
Una vez que se acercan los curiosos al mártir, éste no permite que sufran daño alguno. Y es una cosa tan admirable el ver que alguno, dado a la molicie o a la pereza, vuelve de allá entregado a la templanza; y que sale como de en medio de un piélago de locura, como lo es ver que alguno que ha caído en mitad de un horno sale de ahí sin que el fuego lo dañe. Porque cuando la juventud con su audacia petulante y con el vino y la crápula llena su pensamiento con más violencia que cualquiera llama, echa este santo varón un rocío allá por dentro a través de los ojos, que baja hasta el alma misma y apaga el fuego y extingue el incendio y pone en el ánimo una grande piedad. Éste es el modo con que aquel santo acaba con la lujuria y su tiranía.
X
¿De qué manera derrocó el mártir Babilas la potestad de los demonios? En primer lugar, inutilizó aquel trono y aquella fábula dañina del diablo. En segundo lugar, al mismo diablo lo arrojó de ahí. Pero, antes de referir el modo como lo arrojó, os ruego que advirtáis una cosa: que el santo no expulsó de ese sitio a los demonios inmediatamente que se presentó, sino que con su permanencia los fue inutilizando, adelantando así en su negocio; hasta que les cerró la boca y los dejó mudos más que las piedras. Y no fue empresa menor el dominar al demonio que ahí estaba establecido, que el echarlo de ahí. Ahora, aquel que antes engañaba en todas partes a todos los hombres no se atrevía ni siquiera a mirar hacia las cenizas del bienaventurado Babilas. Así de grande es el poder de los santos, cuya sombra misma y vestiduras, mientras viven, no las soportan los demonios; y, cuando han muerto, tiemblan éstos incluso por sus urnas.
XI
Si alguno no da fe a los Hechos de los Apóstoles, ni a estos otros hechos, que por lo menos deje su altanería. Porque aquel que antes dominaba en todas las cosas de los helenos, increpado por este mártir, como si éste fuera su amo, dejó de ladrar y enmudeció. Y desde luego, pareció que por no poder ya participar en los sacrificios y demás partes del culto, quedaba así mudo. Porque esta es costumbre de los demonios: que mientras los hombres los adoran, con el olor de las víctimas y con el humo de la sangre, ellos como perros sanguinarios y voraces, acuden ansiosos a lamer; pero cuando ya nadie les ofrece tales cosas, entonces parece que se mueren de hambre. Mientras se les ofrecen sacrificios, mientras se les celebran misterios obscenos, porque los misterios de los paganos no son otra cosa que obscenos amores y corrupción de menores y adulterios, y destrucción de las familias (pues dejo ahora a un lado los asesinatos, costumbre siniestra, y los banquetes perversos, más aún que las mismas matanzas); cuando, pues, esas cosas, digo, se les ofrecen, ellos están presentes y se alegran, y eso aunque los que celebran los tales misterios sean unos malvados charlatanes y agoreros pestilenciales. Más aún, tales son siempre quienes esos misterios administran.
XII
Un varón sobrio y prudente no admite la crápula, ni las embriagueces, ni las palabras obscenas, ni a quienes tales cosas profieren. Y cierto convenía que el demonio, si cuidara de la virtud de los hombres y si procurara aunque no fuera sino una mínima parte de la felicidad de sus seguidores, nada buscara con mayor empeño que el que ellos llevaran una vida excelente y de probidad y buenas costumbres, y que abandonaran todos esos torpísimos banquetes. Pero, como nada anhela tanto como la ruina de los hombres, se alegra con aquellas prácticas, y afirma ser honrado con ellas; prácticas que echan a perder la vida humana y suelen acabar de raíz con toda clase de bienes.
XIII
Anteriormente parecía que, por aquellos motivos, se guardaba aquí silencio. Pero, según quedó después manifiesto, fue porque se encontraba impedido por una fuerza mayor y violenta. Porque el miedo que lo amenazaba, le impedía, a la manera de un freno, usar en contra de los hombres su acostumbrada malicia. ¿Cómo se ve esto claro? No os turbéis, que ya me apresuro a demostrarlo, y así ya no habrá lugar a que procedan con impudencia los que andan meditando proceder así. Porque no lo podrán hacer por lo que mira a las cosas antiguas, ni tampoco por lo que hace al poder del mártir, ni por lo que mira a la debilidad de los demonios. Y para demostrarlo no necesito acudir a conjeturas ni a cosas más o menos verosímiles, sino que os traeré el testimonio del diablo mismo acerca de esto.
XIV
El demonio os infirió, oh maliciosos, una herida mortal, y acabó del todo con vuestra confianza. Pero no os enojéis contra él, pues no echó abajo todo su tinglado voluntariamente, sino que lo hizo obligado por una fuerza mayor. Pero esto, ¿cómo y de qué manera aconteció? Había muerto ya aquel emperador que hizo trasladar a Babilas. Entonces, el emperador que anteriormente le había conferido la dignidad real, sin la corona, presentó al público como nuevo rey al hermano del que había fallecido. Éste recibió el mando pero sin la diadema; porque su dignidad era igual a la de su hermano muerto. Sólo que este otro era un charlatán, mago y malvado. Por esto, al principio simuló ser cristiano, por hacer gracia al que lo había encumbrado al reino. Mas, una vez que éste murió también, echó a un lado los tapujos y se desvergonzó e hizo pública la superstición que anteriormente había ocultado en su pecho, y la manifestó delante de todos.
XV
Al punto se enviaron decretos a todo el orbe de la tierra, para que se restauraran los templos de los ídolos, se reconstruyeran sus altares, se dieran a los demonios sus prístinos honores y se tuvieran muchos concursos de gentes que desde varios sitios acudieran a visitarlos. Con esto, concurrían de todos lados los magos, los adivinos, los charlatanes, los vates, los augures, los menagirtas, y por todas partes se abrían las oficinas para encantamientos. Y se veía entonces el palacio real henchido de gente infame y de criminales fugitivos. Porque los que anteriormente se morían de hambre y los que habían sido aprendidos por suministrar venenos y hacer maleficios, y los encarcelados y los condenados a las minas, y otros que apenas lograban adquirir el alimento suficiente mediante el ejercicio de nada honrosas ocupaciones, y los sacerdotes de los ídolos y los vates sacros improvisados, fueron al punto encumbrados a grandes honores.
XVI
Por su parte, el emperador Juliano despedía por doquiera prefectos y jefes de milicias, sin oír razones; y tras de sacar a los adúlteros y a las meretrices de las casas de asignación en donde vivían, las llevaba consigo por todas las ciudades hasta los pueblecillos. El corcel real y los pretorianos todos lo seguían a lo lejos. Y los hombres y mujeres, cultivadores de la obscenidad, y todo el cortejo de adúlteros, rodeando al emperador que caminaba entre ellos, paseaba por el foro, lanzando tales palabras y tales carcajadas cuales era propio que lanzaran personas de semejante oficio. De hecho, procuró anular a Galo y a Juliano, quienes, como descendientes de Constancio Cloro y de Teodora, podían aspirar al trono. Los hizo educar por Eusebio de Nicomedia. Pero Juliano a ocultas bebió profundamente la filosofía pagana, y perdió la fe. Se inició en los misterios de Eleusis y sus maestros le dijeron ser augurio de los dioses que restableciera el paganismo. Pero no tiró la máscara hasta la muerte de Constancio, cuando quedó de emperador.
XVII
Está increíble a causa de su enormidad y de ser tan absurdo, ya que ni aun un hombre particular, de los que han llevado una vida entregada a las torpezas y vilezas, querría proceder en público de modo tan indecoroso. Pero, para los que aún sobreviven de entre aquéllos, no es necesario discurso ninguno, puesto que oirían precisamente lo que ellos vieron con sus ojos, estando presentes. Por esto escribo estas cosas mientras aún viven los testigos, para que luego no piense alguno que yo, al narrar cosas antiguas y a gente ignorante de ellas, me he tomado una larga licencia de mentir.
XVIII
Todavía viven quienes contemplaros estas cosas, ancianos y jóvenes. Y a ellos ruego que si alguna cosa pongo de más, se acerquen y me convenzan. Pero no podrán convencerme de haber puesto algo de más; mientras que sí podrán argüirme de haber omitido algo, porque aquel exceso de desvergüenzas no puede pintarse con el discurso. Solamente diré, para los pósteros que no me crean, que aquel demonio que entre vosotros tiene el nombre de Afrodita no se avergonzó de haber usado de semejantes ministros. De manera que no hay para qué admirarse de que el miserable que enteramente se había entregado a ser juguete de los demonios, no se avergonzara a su vez de aquellas cosas de que se gloriaban los demonios mismos a quienes él adoraba.
XIX
¿Quién podrá contar las adivinaciones que se hacían, invocando a los muertos, y los sacrificios humanos de niños? Estos sacrificios que los hombres, antes de la venida de Cristo se habían atrevido a ofrecer, y que habían cesado ya después de su venida, aquel emperador intentó renovarlos; aunque ciertamente ya no en público. Porque aunque era emperador y procedía en todo con imperio absoluto, la impiedad y la enormidad de semejante crimen superaban a la grandeza de su poder. Y con todo, aun esto se atrevieron los adivinos a hacer.
XX
El emperador Juliano, por tanto, frecuentemente venía a Dafne con abundantes dones y con muchas ofrendas y sacrificios; y con torrentes de sangre de ovejas sacrificadas, instantemente suplicaba al oráculo y preguntaba al demonio y le pedía que le declarara acerca de las cosas que él traía en el pensamiento. Pero aquel generoso que según él mismo dice de sí "conoce el número de las arenas del mar, y la medida de éste, y entiende al sordo y oye al mudo", no quiso confesar abiertamente y en público que estaba mudo a causa del mártir Babilas y de su vecino poder, y que así no podía hablar, mas al fin, para no ir a mover la risa de sus propios adoradores, ni verse manifiestamente vencido, declaró el motivo de su silencio. Pero se declaró de todos modos más ridículo en lo que dijo que en el mismo silencio que guardaba; porque el silencio, al fin y al cabo, solamente demostraba su debilidad; mientras que al intentar ocultar lo que ocultarse no podía, al mismo tiempo dejó ver su torpeza e impudencia. ¿Cuál era, pues, la causa de aquel silencio?
XXI
En cierta visita que nos hizo, el emperador Juliano dijo que Dafne es "un sitio de cadáveres, y esto es lo que impide el oráculo". ¡Cuánto mejor hubiera sido, oh miserable, confesar el poder del mártir, que no el poner pretextos impudentemente en tales cosas! En efecto, eso fue lo que respondió el demonio, y el necio emperador Juliano, como si estuviera representando en el escenario una comedia, al punto se acercó a los restos de Babilas. ¡Oh malvados y malvadísimos, que a vosotros mismos os engañáis voluntariamente, y usáis vuestra simulación en daño de otros! ¿Por qué nombras tú, oh demonio, así anónimamente a los muertos y en forma vaga? ¿Por qué tú, oh emperador, como si hubieras oído determinada y definidamente el nombre de solo uno de ellos, dejas a un lado a todos los otros, y solamente arrojas de ese sitio a este santo? Porque según la sentencia del demonio, se habían de excavar todos los túmulos de Dafne y alejar lo más posible de la vista de los dioses aquello que apenas sería espantajo para los niños.
XXII
Si respondes que no se refería el emperador a todos los cadáveres, entonces ¿por qué no se expresó claramente? A ti que andas representando esta comedia, ¿te dejó ese enigma que resolver? Yo, dice el demonio, hablo de los cadáveres para no confesarme abiertamente vencido, y bien podría añadir: Y temo nombrar especialmente, y por su propio nombre, a ese santo. ¿Y eso? ¿Para qué quieres que se retire al santo? Por esto mismo, respondería el demonio: Porque nos ha cerrado la boca. De manera que el demonio advirtió en sus adoradores tan grande demencia que pensó que no podrían caer en la cuenta de un tan manifiesto engaño. No obstante, aunque todos estuvieran locos y fueran mentecatos, ni aun así podía ocultar la noticia de su derrota, tan clara y manifiesta.
XXIII
Si, como dice el diablo, los cadáveres humanos son miasmas execrables, ¿cuánto más lo serán los de hombres salvajes? ¿Y ese execrable y salvaje emperador, que es su confidente? Ahora bien, cerca del templo había enterrados muchos cadáveres de perros y monas y asnos; y más bien convenía trasladar a éstos, a no ser que tengas a los hombres por más viles que las monas. ¿Dónde están ahora aquellos que injurian al sol, esa obra admirable de Dios criada para nuestro servicio, y lo atribuyen al demonio, y aún afirman que éste es aquél? Porque el sol, mientras yacen en la tierra innumerables cadáveres, esparce sus rayos por sobre toda la tierra, sin que jamás ni en parte alguna se disminuya su eficacia por el temor de mancharse. En cambio, vuestro dios ni odia ni aborrece la vida torpe, ni las hechicerías ni los asesinatos, sino que los ama y los abraza, y los quiere, y en cambio aborrece nuestros cuerpos. Y eso que para quienes practican la maldad, aun la apariencia de la maldad resulta mil veces digna de reprensión; mientras que el cuerpo ya cadáver inmóvil, no participa de ninguna culpa, ni es digno de alguna reprensión.
XXIV
Esa es la ley de vuestros dioses, y consiste en esto: abominar lo que no es abominable, cultivar lo que es digno de todo aborrecimiento. Y cierto que ningún hombre cuerdo se aparta de obrar el bien, ni de sus buenos propósitos por causa de un cadáver; sino que si tiene sana el alma, aunque ponga su casa junto a los sepulcros mismos, con todo mostrará con su proceder templanza y justicia y toda virtud. Además, todo artífice obra lo que es propio de su arte; y a quienes de él necesitan, se les muestra no solamente sentado junto a los cadáveres, sino que aun, si fuere menester, les construye los sepulcros. Así lo hacen el pintor, y el cantero, y el carpintero, y el herrero, y en fin todos. Así, sólo Apolo dice que "los cadáveres le impiden poder ver en lo futuro".
XXV
Hubo entre nosotros varones grandes y admirables, que con anticipación de 1.400 años predijeron lo futuro; y cuando lo vaticinaban, nada de esto alegaron, de nada se quejaron, ni mandaron destruir los sepulcros de los muertos, ni echar fuera los cadáveres, ni les pasó por el pensamiento este nuevo modo de violación de los sepulcros, tan impudente. Más aún: algunos de ellos vivían entre gentiles, impíos y perversos, y otros entre bárbaros en donde todo estaba manchado y contaminado; y así vaticinaban todas las cosas con verdad, y la mancha de los demás en nada les estorbaba sus vaticinios. Y esto ¿por qué? Porque aquéllos hablaban movidos de verdad por una fuerza divina; pero los demonios están privados y vacíos de semejantes fuerzas y nada pueden predecir. Mas, para no parecer como si no tuviera salida ninguna, se veía obligado el demonio a fingir diversas cosas verosímiles, pero ridículas.
XXVI
Ahora pregunto yo: ¿Por qué anteriormente nada de eso había dicho ni charlataneado? Porque anteriormente tenía una excusa, la de no ser adorado. Quitada esa excusa se refugió en la de los muertos, afligido sin duda y temeroso de que se le siguiera algún daño. Con todo, no quería perder su honra. Pero vosotros lo obligasteis puesto que le quitasteis aquella excusa por el gran culto que al mártir tributasteis, y no le permitisteis acogerse, como excusa, a la penuria de sacrificios.
XXVII
Oído esto, aquel comediante ridículo ordenó retirar la urna de ahí, para que de este modo nadie ignorara que el demonio quedaba vencido. Bien pensado, aquel charlatán bien podía haber dicho: Por ese santo yo no puedo hablar, pero no lo retiréis ni mováis ningún escándalo. De haberlo hecho, solamente sus adoradores habrían sabido eso, y por vergüenza no lo contarían. Ahora, en cambio, como si el mismo demonio se apresurara a declarar su debilidad, obligó a que todo se llevara en tal forma que no le fuera lícito encubrirla ni aun al que quisiera hacerlo. Porque no puede ya ocultarse o disimularse que únicamente el cadáver del mártir y no otro alguno fue removido de ahí. Y no solamente los que cultivaban los campos cercanos o habitaban en la ciudad o en el suburbio, sino también los que vivían remotísimamente, al no ver la urna colocada en su sitio, al punto interrogaban y sabían cómo el demonio, rogado por el emperador que vaticinara, había dicho que no lo podía hacer hasta que fuera retirado de ahí el santo Babilas.
XXVIII
Oh comediante de oráculos, bien podías haber acudido a otras excusas, como muchas veces acostumbras. Sí, podías haberlo hecho una vez más, pues "con infinitos artificios pones en verso dudosas y ambiguas respuestas". A Lido, por ejemplo, le dijiste que si pasaba el río Halis, acabaría con un grande imperio, y luego lo mostraste yaciendo en la pira. En Salamina usaste del mismo artificio, y añadiste una ridícula conjunción, porque decir "perderás tú a los hijos de las mujeres" era semejante a decir lo que a Lido le dijiste. Así mismo, añadir "ya sea que Ceres esté dispersa o ya reunida" fue cosa digna de mayor burla, porque eso es común con los que andan por los caminos diciendo la buena ventura. Por lo visto, aun esto no te agradó, sino que era oportuno que encubrieras lo que querías decir, artificio que siempre has acostumbrado. De haberlo hecho, todos habrían insistido, buscando la solución del enigma, por no haberlo entendido. Podías haber acudido a los astros; porque esto a cada paso lo haces y no te da vergüenza ni te ruborizas.
XXIX
Al fin y al cabo, tratamos con comediantes que no tienen entendimiento, y que son aún más cerrados de cabeza que las mismas bestias. No eran aquéllos más sabios que los griegos que esto oyeron, y no se libraron del engaño. Pero dirás que comprendían la mentira. Entonces era conveniente manifestar la verdad a uno solo de los sacerdotes, y él habría ocultado tu derrota mejor que tú mismo. Vamos, miserable, ¿quién te obligó a echarte de cabeza en tan manifiestas desvergüenzas? ¿O es que tú no te equivocaste, sino que el emperador representó mal la comedia, pues habiendo oído sin discriminación acerca de todos los cadáveres, acometió únicamente al de aquel santo? Él mismo te redarguye y pone de manifiesto el fraude, aunque esto ciertamente no lo hizo de su voluntad. Porque no era propio de un mismo personaje llevarte dones y causarte ofensas. Fue el mártir quien a todos los ofuscó y entenebreció y no les permitió ver las realidades que entonces se llevaban a cabo. Todo se hacía como si fuera contra los cristianos, pero en realidad la burla se convertía no contra los que lo padecían sino contra los que lo hacían.
XXX
Sucedía al rey lo que sucede con frecuencia a los furiosos, que les parece que se vengan cuando patean las paredes y gritan contra los que se hallan delante lo decible y lo indecible, pero con sus hechos ellos a sí mismos se están cubriendo de vergüenza y no a los que están presentes. Esto es lo que entonces acontecía: que la urna era llevada a lo largo de la avenida, y el mártir volvía a su ciudad a la manera de un atleta, portando, en la ciudad en que primeramente había sido coronado, una segunda corona. En resumen, si alguno, aun viendo las preclaras hazañas del mártir después de su muerte, no admite la resurrección, debe avergonzarse en adelante. Porque este mártir como un valeroso soldado, añadió trofeos a trofeos; a los grandes otros mayores, y a los mayores otros más admirables aún. Porque en el primer certamen sólo combatía contra el emperador y contra el demonio. Entonces apartó del sagrado recinto al emperador; ahora en cambio echó de todo el sitio de Dafne al maligno y pernicioso, y esto, no usando de su mano, como entonces, sino venciendo con invisible virtud a su enemigo invisible.
XXXI
Aquel homicida emperador (Filipo el Arabe) no soportó la franqueza de este Babilas, cuando aún vivía. Por eso, sus cenizas no soportaron al emperador (Juliano el Apéstata), ni el demonio que había empujado al emperador a hacer lo que hizo. Sobre que el mártir haya puesto un miedo mayor a estos dos postreros que no al primero, esto se manifiesta por aquí: porque el primero, tras haberlo encadenado y aprehendido, le dio muerte; mientras que los dos postreros únicamente lo trasladaron a otro lado. Y si no, ¿por qué ni el demonio ordenó ni quiso el emperador que la urna fuera precipitada al mar? ¿Por qué no la destrozó o la quemó? ¿Por qué no ordenó que fuera arrojada a un lugar desierto y deshabitado? Por esto mismo: porque que si ella era cosa execranda y manchada, y se la removía de aquel sitio (no por miedo que de ella tuviera, sino porque de ella abominaba el emperador), entonces no era conveniente meter en la ciudad esa cosa execrable, sino arrojarla a las montañas y a los barrancos.
XXXII
Aquel miserable emperador conocía, no menos que Apolo, la virtud y la entrada que con Dios tenía el lóculo de Babilas; por lo cual temió que si hacía aquello de destruir la urna, provocaría contra sí o el rayo o alguna enfermedad. Porque él sabía ya bien de la virtud de Cristo, por muchas señales manifestadas así en los otros emperadores que le habían precedido, como también en los que juntamente con él administraban el imperio. De entre los emperadores que anteriormente se habían atrevido a cosas semejantes, algunos tras de infinitas calamidades e intolerables miserias, habían acabado su vida de una manera vergonzosa y digna de lástima, hasta el punto de que a uno de ellos, aún vivo, se le saltaron espontáneamente las pupilas de los ojos. Su nombre fue Máximo. Otro se volvió loco furioso y lo mismo un tercero. Y así acabaron con esas maneras de muerte.
XXXIII
En cuanto a los que con el emperador vivían, uno, que era su tío, como usara contra nosotros de una locura aún más petulante y se hubiera atrevido a tocar con sus manos sacrílegas los vasos sagrados; y no contento con esto, como hubiera ido más adelante en los insultos (puesto que, tras de haberlos echado por tierra y extendido por el pavimento, luego se sentó sobre ellos), repentinamente sufrió el castigo de sus procederes. Porque sus vergüenzas se corrompieron y llenaron de gusanos, de manera que claramente se veía que aquella enfermedad era un castigo enviado por Dios. Para curarle sus llagas, los médicos aplicaban aves gordas y extrañas, sacrificadas sobre los altares de los ídolos, a los miembros engusanados, y de ese modo procuraban atraer y extraer los gusanos. Pero éstos no se retiraban, sino que tenazmente se adherían a las partes podridas. Y de esta manera, habiéndolo consumido durante varios días, malamente lo mataron.
XXXIV
Otro fulano, puesto como guarda del tesoro imperial, antes de que traspasara el dintel del regio palacio, reventó por medio, y así sufrió el castigo de un crimen parecido. Estos sucesos y otros parecidos (pues ahora no es ocasión de enumerarlos todos), como aquel malvado emperador los considerara en su interior, no se atrevió a pasar más adelante en su temeridad. Y que esto no lo afirmo yo por mi cuenta, se verá manifiesto por las cosas que luego hizo. Mientras vamos siguiendo el hilo de la historia, ¿qué fue lo que sucedió después? Sucedió algo admirable, que demuestra no sólo el poder sino también la inefable bondad de Dios. El sepulcro de Babilas se encontraba ya en el recinto en donde primitivamente había sido colocado. Al punto, el demonio percibió que en vano había tramado todos sus artificios, y que su lucha no era contra un muerto sino contra uno que vivía, y que procedía enérgicamente, y que era más fuerte no sólo que él, sino que toda la cohorte de demonios.
XXXV
Por lo visto, Babilas rogó desde el cielo a Dios que mandara fuego sobre el templo, y que el fuego consumiera el edificio. Fuese así o no, el hecho es que el ídolo ardió por completo, desde la cabeza hasta las extremidades de los pies, de manera que sólo quedaron las cenizas, y el polvo. El fuego respetó únicamente las paredes del lugar, las cuales quedaron en pie e intactas. Si alguno ahora visita aquel sitio, no pensará que aquello fuera obra del fuego, puesto que el incendio no parece hecho a la ventura y por un fuego inanimado, sino como por una mano que lo iba llevando en torno y le iba mostrando qué cosas había de perdonar y cuáles otras había de consumir. Sí, con tan gran artificio se le quitó al templo su techo, que no quedó como los que han sido consumidos por un incendio, sino como los que tienen íntegras sus dependencias y solamente el techo les falta. Todo lo demás, incluso las columnas que sostenían tanto el techo como el vestíbulo, excepto una que estaba en la parte posterior del templo, todas quedaron en pie. Y no fue al acaso, como luego diremos, que precisamente esta única estuviera rota.
XXXVI
Inmediatamente fue arrastrado a los tribunales el sacerdote del dios, y le obligaron a manifestar al autor del incendio. Como no pudiera hacerlo, ellos primero le torcieron y dislocaron los codos, y luego lo colmaron de golpes, y finalmente lo levantaron en alto y le quebraron los costados, pero nada pudieron saber. Sucedió entonces lo que en la resurrección de Cristo. Le fueron puestos soldados que custodiaran su cuerpo, a fin de que no pudieran los discípulos, decían los judíos, robarlo astutamente y a ocultas. Aunque la resultante final fue que no les quedara a los impudentes ocasión alguna para restar credibilidad a la resurrección.
XXXVII
El sacerdote fue arrastrado y empujado a que testificara que aquello no había sucedido por castigo de la ira divina, sino por humana maldad. Pero él, atormentado y destrozado, como no pudiera indicar nada ni señalar a nadie como autor del incendio, daba de esa manera testimonio de que el fuego había sido enviado del cielo, con lo que no les quedaba ya lugar de fingir a quienes procedían desvergonzadamente. Y lo que poco ha dejé para decir después, viene bien que ahora lo diga. ¿Qué fue eso? Que el mártir, de tal manera aterrorizó al emperador en su ánimo, que éste ya no se atrevió a pasar adelante.
XXXVIII
Después de haber afligido a aquel sacerdote con tantas calamidades (siendo así que antes lo tenía en tan grande honor, y esto por motivo del templo incendiado), hasta el punto de que, más cruel que una fiera sanguinaria, quizá ni aun se hubiera abstenido de devorar sus carnes, si no fuera porque eso a todos había de parecer una cosa execrable; después de todo eso ya no habría vuelto al santo que cerró la boca al demonio, a la ciudad en donde había de recibir una honra mayor; sino que, si no antes, cuando el demonio se confesó vencido, ciertamente después del incendio, habría destruido y arruinado todo, desde la urna hasta los dos templos, así el que estaba en la ciudad como el que estaba en Dafne, a no haber sido porque el miedo superaba a la ira y el temor a la exaltación de su ánimo.
XXXIX
Suelen muchos, cuando así los arrebata la ira y la exaltación si acaso no logran echar mano a los autores de sus sufrimientos, descargar su cólera sobre los que primero topan o de quienes tienen sospechas. Y el mártir no estaba muy lejano de semejantes sospechas, puesto que apenas llegó a la ciudad y al punto bajó el fuego y acometió al templo. Pero, como dije: un afecto luchaba contra otro, y el miedo vencía a la ira. Imaginaos cómo estaría el ánimo de aquel varón excelente cuando, habiendo subido al suburbio, contempló el santuario incendiado, el ídolo deshecho, consumidos sus exvotos, borrada la memoria de sus liberalidades y de toda aquella pompa satánica. Pues aun en el caso de que no se hubiera apoderado de él la ira y la tristeza, al ver aquello, a lo menos no parece que pudiera soportar la vergüenza y la burla enorme que significaba, y habría puesto sus manos inicuas en el templo del bienaventurado mártir, a no haberlo detenido el motivo que dejo indicado. Porque no era entonces cosa pequeña la que agitaba al emperador, ya que se había cortado de raíz toda la confianza de los gentiles y se les había extinguido toda su alegría, y los había envuelto una tan ingente nube de tristeza como si a la par hubieran sido destruidos todos los santuarios.
XL
Para demostrar que no digo estas cosas por jactancia, traeré las palabras mismas de una lamentación monódica que entonces acerca de este demonio compuso un sofista de la ciudad. Comienzan así sus vaciedades: "Oh varones, a cuyos ojos, no menos que a los míos, ha rodeado en torno la oscuridad. En adelante, no llamemos ya más a esta ciudad ni grande ni hermosa". Tras decir otras cosas, y confirmar la fábula de Dafne (el tiempo no nos permite ahora referir todo su discurso, para no alargarnos más de lo conveniente), narra dicho filósofo cómo aquel rey de los persas que capturó la ciudad, perdonó a este templo de Apolo. Y sus palabras mismas son éstas:
"El que trajo contra nosotros su ejército, pensó ser mejor conservar ese santuario, y prevaleció sobre el furor del bárbaro la belleza de la estatua. Ahora en cambio, oh sol, oh tierra, ¿quién ha sido o de dónde ha venido este enemigo que, sin necesitar de soldados de pesada armadura ni de caballería ni de soldados de armadura ligera, con una pequeña chispa todo lo destruyó?".
XLI
Después de declarar cómo el demonio fue vencido desde el cielo por Babilas, cuando precisamente estaban más en su punto y florecimiento los asuntos de los gentiles a causa de los sacrificios y las iniciaciones, añade dicho filósofo antioqueno: "Nuestro grandioso templo no lo destruyó un diluvio, sino que fue derribado cuando el tiempo estaba sereno y había pasado el tiempo de los nubarrones". Llama nubes y diluvio al tiempo del emperador precedente (es decir, a Juliano). Luego, avanzado algo más, deplora el mismo acontecimiento, pero con algo de mayor amargura, con estas palabras:
"Oh Apolo, cuando tus aras tenían sed de sangre, aunque permanecías olvidado, pero como cuidadoso guardador de Dafne, y algunas veces eras injuriado y aun despojado del externo aparato, todo lo llevabas en paciencia. Ahora, en cambio, tras de los sacrificios de tantas ovejas y bueyes muertos en tu honor, y tras de haber recibido en tus pies el sagrado ósculo del emperador, y tras de haber visto al que tú mismo habías predicho, y de haber sido contemplado por el que tú de antemano anunciabas y de haber sido librado de un mal vecino (es decir de cierto cadáver que te molestaba), en mitad del esplendor de tu culto caíste. ¿Cómo nos gloriaremos delante de los varones que recuerden tus santuarios y tus estatuas?".
XLII
¿Qué dices, lúgubre cantor? ¿Cuando ese custodio de Dafne era deshonrado y cubierto de lodo, entonces permaneció oscuro; y en cambio cuando era honrado y se le daba culto, entonces ni siquiera pudo cuidar de su templo, y esto sobre todo cuando sabía que caído su templo vendría sobre él una ignominia mayor? Y ¿de quién es, oh sofista, ese cadáver que molestaba al dios y cuál es esa mala vecindad? Y aquí, como el vate tropezara con las virtudes del bienaventurado Babilas, y no pudiera soportar la ignominia que de ellas al dios se derivaba, las ocultó simplemente y pasó de largo; y, tras de haber testificado que el dios sentía molestia y aflicción de parte del mártir, sin añadir que el demonio al querer ocultar su derrota, la había hecho más pública, solamente dijo que éste fue librado de aquella mala vecindad.
XLIII
¿Por qué no dices, oh el más vano de los sapientísimos, cuál era "ese muerto" y por qué solamente molestaba a tu dios? ¿Por qué a aquella vecindad la llamas mala? ¿Acaso porque ella acusaba al demonio de falsedad? Pero eso no era obra de una vecindad mala, como tampoco lo era de un cadáver, sino de uno que vive, trabaja, es bueno y procura y patrocina y hace cuanto puede por vuestra salvación, con tal que vosotros la queráis. Pues a fin de que no pudierais seguir engañándoos a vosotros mismos, y afirmando que el dios voluntariamente se había alejado a causa del enojo porque los sacrificios se habían acabado y de las quejas y reprensiones por la falta de culto, por este motivo lo echó totalmente de ese sitio que más que todos los otros le era querido y al que más que a todos los otros honraba, hasta el punto de que a pesar de estar él deshonrado, con todo se había quedado a vivir ahí.
XLIV
Esto es algo que tú mismo dijiste, oh comediante, cuando declaraste que "en este tiempo el emperador sacrificaba allí ovejas en gran cantidad y multitud de bueyes". Para que así por todos lados quede manifiesto que fue el demonio quien abandonó a Dafne, obligado por fuerza mayor. Podía el santo Babilas haberlo arrojado de ese sitio, aun quedando en pie su estatua; pero en ese caso vosotros no lo habríais creído, como no lo creísteis cuando en otro tiempo fue por él vencido y vosotros insististeis en adorarlo. Por este motivo, aunque al principio permitió el mártir que la estatua del demonio continuara ahí en pie y erecta, al fin la derribó; y esto precisamente cuando más crecía la impiedad; y manifestó cómo los vencedores han de vencer no cuando los adversarios se encuentran humillados y deprimidos, sino cuando andan florecientes y soberbios.
XLV
¿Por qué no ordenó el emperador, al tiempo en que lo transportaba de Dafne, que se destruyera el templo y se cambiara de sitio la estatua, del mismo modo que se iba trasladando la urna? Porque en realidad al mártir aquella estatua en nada le dañaba, ni necesitaba él de auxilio humano, ya que entonces, lo mismo que ahora, derrocó al demonio sin auxilio de nadie. Y por cierto no nos hizo manifiesta de otro modo aquella primera victoria, sino que se contentó con cerrarle la boca y luego guardó quietud. Así son los santos, que solamente anhelan que se haga lo que conduce a la salvación de los hombres, pero no el declarar a la multitud de los hombres que aquello es obra suya, a no ser que lo exija la necesidad, llamando por necesidad a la misma salvación de los hombres.
XLVI
Cuando los engaños de aquel demonio se iban extendiendo por el fraude, la memoria de Babilas reveló su victoria; y por cierto no lo hizo el vencedor sino el vencido; para que de este modo el testimonio de la victoria no pudiera ser sospechoso ni aun a los mismos enemigos, ya que el bienaventurado, aun urgiendo la necesidad, se negaba a publicar lo que a él personalmente le tocaba. Mas, como ni así cesara el error y de nuevo instaran ellos, los enemigos, más duros que las piedras, en invocar al que ya estaba vencido, y ciegos delante de tamaña verdad, fue necesario lanzar sobre la estatua el fuego, a fin de que con este incendio se extinguiera el otro, es decir la idolatría.
XLVII
¿Por qué acusáis al demonio diciendo "del esplendor de tu culto te sustrajiste"? Él no se sustrajo voluntariamente, sino contra su voluntad, y obligado fue arrojado y expulsado cuando más quería quedarse, atraído por el olor de los sacrificios. Porque, como si para esto sólo imperara aquel emperador, para que se consumieran todos los rebaños del universo, así de apiñadamente se mataban ante los altares las ovejas y los bueyes. Hasta tal punto llegó la locura, que aún muchos de los que hasta ahora todavía son tenidos entre ellos por filósofos, lo llamaron cocinero, vendedor de carnes, y le dieron otros epítetos semejantes.
XLVIII
Por cierto, el demonio no habría huido voluntariamente de tan abundante mesa, olores, humos y torrentes de sangre; puesto que, como tú decías, aun privado de estas cosas, todavía permanecía ahí en ese sitio, por el necio amor de una doncella. Pero aquí, interrumpiendo un poco nuestro discurso, oigamos de nuevo las lamentaciones del sofista antioqueno: "¿Por qué, oh Zeus, perdimos el consuelo del ánimo trabajado? ¡Cuán vacío de multitudes está hoy en día Dafne! ¡Cuánto más vacío aún su templo! Una naturaleza y un lugar, un puerto en otro puerto, pero ¡ambos privados de oleajes! ¿Quién no quedó ahí libre de sus enfermedades, y de sus temores? ¿Quién echó de menos las Islas Afortunadas?". Ahora, oh sofista, yo te pregunto: ¿Qué consuelo fue el que perdimos, oh criminal? ¿Cómo es eso de que era el templo más limpio de tumultos, y cómo eso del puerto sin oleajes, precisamente aquel en donde había flautas y tímpanos y crápula y banquetes y embriagueces? Tú dices "¿quién no echó allí de sí sus enfermedades?", mas yo te pregunto: ¿Qué adorador no contrajo allí alguna enfermedad? Y eso que estaban sanos, y bien alimentados, todos ellos.
XLIX
Tales adoradores, y su poeta, eran los que adoraban al demonio, y daban su asentimiento a la fábula de Dafne. Por eso el demonio permanecía adherido a ese sitio y a ese árbol y a ese sitio, y los alimentaba. ¿Quién no ve en ello una llama de inmensa locura amatoria? ¿Cómo no habrían de levantarse contra eso la tempestad, y el tumulto interior, y las enfermedades, y las perturbaciones sociales? ¿A esto llamaba el poeta "descanso del ánimo"? ¿A esto llamaba "puerto sin oleajes"? ¿A esto llamaba "alivio de las enfermedades"? Sobre todo, debería haberlo llamado "cúmulo de contradicciones", pues quienes están arrebatados por la locura no captan la naturaleza de ninguna cosa tal como ella es, sino que asientan afirmaciones que son contrarias a la verdad de las cosas.
L
"Olimpia no está demasiado lejos", continúa diciendo el filósofo antioqueno, para volver con esto a sus lamentaciones y demostrar cuán grande herida recibieron entonces los gentiles que habitaban en la ciudad, y hacer manifiesto cómo el emperador no podía llevar eso en paciencia, sino que habría de convertir todo su furor contra la urna del mártir (salvo que lo detuviera un miedo mayor). ¿Qué dice, pues, el vate antioqueno? Esto mismo:
"Olimpia no está demasiado lejos. La celebridad convocará a todas las ciudades y ellas llegarán conduciendo bueyes para el sacrificio de Apolo! ¿Qué haremos entonces nosotros? ¿Dónde nos ocultaremos? ¿Cuál de los dioses mandará que se nos abra la tierra bajo los pies? ¿Qué pregonero o qué trompeta no expresará llantos? ¿Quién llamará fiesta a la de Olimpia cuando una tan próxima desgracia se nos ha echado encima? "Dadme el arco de cuerno", dice la tragedia. Pero yo pido además un poco del espíritu profético y de vaticinio, para poder con éste aprehender al autor del crimen y con aquél herirlo mediante las saetas. Oh audacia impía, oh alma impura, oh mano temeraria, anda por aquí un nuevo Ticio, hermano de Linceo, aunque no grande como aquél ni saetero como éste, sino únicamente docto en hacer locuras contra los dioses. Oh Apolo, tú apaciguaste con la muerte a los hijos de Aloeo que pensaban poner asechanzas a los dioses, mientras que a este otro, que portaba desde lejos el fuego, no lo hirió en el corazón una de tus saetas volando por los aires. Oh diestra enfurecida, oh fuego inicuo, ¿dónde fue a caer primero? ¿Dónde dio principio la desgracia? ¿Acaso habiendo comenzado en el techo, desde ahí avanzó hacia el resto del edificio, y hacia la cabeza aquella del dios, y a la cara y a la copa y a la diadema y la veste talar? Vulcano, el despensero del fuego, no conminó a éste cuando avanzaba; y eso que debía estar agradecido a Apolo, por los indicios que en otro tiempo le suministró. Pero, ni siquiera Zeus, el que gobierna las lluvias, echó agua sobre las llamas; y eso que fue él quien extinguió la pira del rey de los lidios, cuando éste estaba en peligro. ¿Qué palabras le dijo aquel que primero empezaba el combate? ¿De dónde sacó aquel atrevimiento? ¿Cómo pudo conservar su ímpetu? ¿Cómo no cambió de determinación por reverencia a la hermosura del dios?".
LI
Oh miserable poeta, ¿hasta cuándo entenderás el negocio? Porque afirmas que fue esto obra de manos humanas y andas peleando contra ti mismo, a la manera de los locos. Puesto que si acaso el rey de los persas conducía tan grande ejército que ya había capturado la ciudad y quemado los templos todos y llevaba en las manos las teas y estaba a punto de aplicarlas a este templo, sin duda fue este demonio el que le cambió el pensamiento, porque eso decías tú al comienzo de tus vaciedades. Ahí afirmabas llorando: "Al rey de los persas, uno de los más grandes de entre aquellos que nos hacen la guerra, habiendo ya capturado por traición la ciudad y habiéndola incendiado, cuando se preparaba para hacer lo mismo con Dafne, él le cambió el pensamiento; y habiendo arrojado al suelo la tea adoró a Apolo, pues hasta tal punto lo ablandó con su vista el dios y lo convirtió". Si acaso, pues, repito, ese dios que, según tú decías, pudo vencer el furor del bárbaro y un tan grande ejército y escapar de tan grave peligro; ese que, como tú añades, apaciguó con la muerte a los aloídas que tramaban asechanzas contra los dioses; ese que tan grandes cosas pudo, ése, pregunto yo, ¿cómo no hizo ahora nada parecido? Porque aunque otra cosa no hiciera, a lo menos debió compadecerse de su sacerdote injustamente destrozado, delatando por su parte al autor del crimen.
LII
Al tiempo del incendio, ese demonio se escapó, cuando excavaban las entrañas al miserable sacerdote, colgado de un palo, y cuando interrogado para que declarara al autor del crimen no podía hacerlo ni tenía a quién nombrar. Por ello, convenía que ese demonio presentara al facineroso y lo entregara a las autoridades o a lo menos lo designara, si es que no podía entregarlo. Ahora, en cambio, abandona ¡ingrato! a su ministro a pesar de verlo injustamente destrozado, y abandona al emperador, el cual, tras de aquel su extraordinario número de víctimas, será burlado. Sí, todos se burlaban de él como de un loco furioso y mentecato, cuando desataba sus iras contra el mísero sacerdote.
LIII
Aquí hay una paradoja, pues ¿cómo pudo predecir ese sacerdote la venida del emperador, estando éste aún lejos (porque eso dijiste antes tú llorando), y no verlo cuando estuvo cerca e incendiaba su templo? Y eso que precisamente a ese demonio lo llamáis vate, mientras a los otros dioses les asignáis otras artes, como si fueran hombres. Le atribuyes la facultad de vaticinar y con todo no le suplicas que comunique contigo algo de su arte. ¿Cómo es que no conoce sus propias calamidades, calamidades que ni siquiera un hombre del vulgo podría ignorar? ¿Acaso estaba dormido cuando comenzó el incendio? Sin duda, no estaba tan destituido de sus sentidos que no despertara y se levantara en cuanto se le aplicara el fuego y así aprehendiera al que lo inflamaba. Realmente, "los griegos son siempre niños, y no hay un solo griego anciano".
LIV
Conviene que deploréis también vosotros, paganos de hoy en día, vuestra propia estulticia, puesto que ni aun gritándoos las cosas el engaño del demonio, os apartáis de él, sino que, entregándoos a vuestra ruina y echando a perder vuestra salud, sois conducidos, al modo de rebaños, a donde quieren llevaros los dioses, a vosotros los que permanecéis sentados llorando la destrucción de vuestros xoanes. Así, pedís el arco, y en nada os diferenciáis del que en la tragedia habla del mismo modo. ¿Cómo no será una locura manifiesta el esperar algo de esas armas que no pudieron dar auxilio alguno al mismo que las poseía? Y si tú afirmas tener un más notable arte y una mayor experiencia que el demonio, convendría ciertamente que a éste no se le adorase, puesto que es más imperito y más débil, aun en las artes en que vosotros decís que sobresale. Y si en ellas le concedes el primer puesto, bien sea en vaticinar o en lanzar dardos, ¿cómo es que no poseyendo tú sino una parte de esas artes juzgaste que podías hacer lo que no pudo hacer quien tenía el arte completo?
LV
En realidad, todas estas cosas son ridículas, porque ni aquel dios tuvo tal arte de vaticinar, ni aunque lo tuviera lo pudiera ejercitar. Porque no fue un hombre, por cierto, el que llevó a cabo esa obra, sino el divino poder; y luego aclararé el motivo. Pero antes conviene conocer por qué causa el poeta acusa a Hefesto de ingratitud con estas palabras: "Hefesto, el despensero del fuego, no amenazó al fuego cuando éste crecía, siendo así que debía estar agradecido a Apolo, por haberle éste anteriormente proporcionado ciertos indicios". ¿De qué gracia antigua se trata? ¿De qué indicios? ¿Por qué ocultáis los preclaros hechos de vuestros dioses? Por esto mismo: porque si los mostrarais, mostraríais ser Hefesto mucho más desagradecido.
LVI
¿Os impide mostrar esto el rubor? Bien, pero entonces nosotros podemos, con toda libertad, declarar vuestras cosas. ¿Cuál es pues aquel favor? Cuentan que Ares en otro tiempo se enamoró de Afrodita. Pero, como temiera de Hefesto, que era el marido de ella, se le acercó cuando observó que el marido estaba ausente. Mas Apolo, como los viera unidos, fue y avisó a Hefesto del adulterio. Vino éste. Los encontró en el lecho. Y así como estaban los ató con cadenas, y luego fue a llamar a los demás dioses al vergonzoso espectáculo, y así se vengó de ellos por el adulterio. De semejante gracia era Hefesto deudor a Apolo; y el sofista dice que de éste se mostró desagradecido precisamente cuando la ocasión pedía otra cosa.
LVII
¿Y aquello de Zeus, varón óptimo? Porque también acusáis a éste de inhumano cuando decís: "Ni Zeus, el que gobierna las lluvias, echó agua sobre la llama, y eso que había extinguido la pira del rey de los lidios cuando éste estaba a punto de perecer". Bellamente nos has traído a la memoria al rey de los lidos. Porque también a ese rey lo engañó este demonio hinchándolo de vanas esperanzas y arrojándolo a su manifiesta ruina. Y si no hubiera sido porque Ciro se mostró humano, de nada le hubiera aprovechado Zeus. Por lo mismo, en vano culpas a Zeus de haber preferido al rey Lido a su hijo. Porque ni a sí mismo pudo auxiliarse cuando en la ciudad en donde sobre todo era adorado, es a saber en la de Rómulo, fue herido por un rayo.
LVIII
Oigamos ahora el resto de la lamentación:
"Oh varones, el ánimo me arrastra hacia la imagen del dios, y el pensamiento me pone delante de los ojos su figura: la suavidad de sus formas, la delicadeza de su cutis a pesar de estar expresada en la piedra, el ceñidor que junto al pecho le sujetaba la túnica de oro, de manera que unos pliegues iban hacia abajo y otros hacia arriba. Toda su forma, ¿a quién, aunque estuviera ardiendo en ira, no lo aplacará? Porque era en todo semejante a quien está entonando un cantar. Más aún, hubo quien lo oyera, según cuentan, pulsar la cítara al medio día. ¡Oh bienaventurados oídos! Y el canto quizá era una alabanza de Gea, a la cual me parece que él libaría en una áurea copa, a causa de haber ocultado a la doncella, abriéndose y cerrándose luego".
LIX
En seguida, llorando un poco sobre el incendio, dice:
"Gritaba el caminante al subir la llama, y la sacerdotisa del dios se conturbaba en el bosque de Dafne. Entonces los golpes de pecho y el agudo alarido, traspasando aquel sitio poblado de árboles, llegó hasta la ciudad, horrendo y vehemente. El ojo del príncipe, que comenzaba a penas a gustar del sueño, se abrió con la amarga noticia y él se levantó del lecho. Transido de furor, pidió alas a Hermes, y se apresuró a buscar las raíces mismas del mal, de manera que no ardía interiormente menos que el templo. Las vigas se desplomaban llevando consigo el fuego que consumía lo que más cerca encontraba; y desde luego al dios Apolo, porque estaba poco distante del techo, luego los demás adornos y las estatuas de las musas que ahí estaban colocadas y los resplandores de piedra y la belleza de las columnas. Y la turba estaba en derredor llorando y sin poder prestar auxilio, como les sucede a quienes desde la ribera contemplan un naufragio, cuyo único auxilio es llorar. A la verdad, las ninfas, saltando desde las fuentes, movieron grandes lamentos, y lo mismo Zeus que ahí cerca estaba los lanzó, como era debido, pues se derrumbaba el honor de su hijo. Ingente fue también el lamento de genios infinitos que en el bosque vivían; y no levantó menor llanto en medio de la ciudad de Caliope al quedar herido por el fuego el coro de las musas. Ojalá, oh Apolo, te presentes ahora, tal como te dispuso Crises cuando conminaba a los aquivos; lleno de ira y semejante a la noche, para obsequiarte las vestiduras y restituirte cuanto fue consumido. Se nos arrebató lo que honrábamos, como si un esposo se apartara al tiempo en que se tejen las coronas".
LX
Tal fue la lamentación de nuestro poeta antioqueno. O mejor dicho, esto es tan sólo algo de aquella lamentación. Pero a mí me acontece admirarme de que el sofista crea que el dios es honrado precisamente por las cosas que debían avergonzarlo. ¡No pone en medio cosa mejor que a un joven lascivo y obsceno, y lo presenta cantando al medio día con la cítara, y añade que el argumento del cantar no era otro que su querida, y llama bienaventurados los oídos que aquel canto torpe percibieron! Y aquello de que algunos de los que habitan en Dafne y de los circunvecinos derramaron lágrimas, y aquello de que el príncipe de la ciudad se enfureció, pero no hizo otra cosa que lamentarse, todo eso nada tiene digno de admiración. Y lo otro de que diga que los dioses todos anduvieron igualmente desprovistos de consejo y que se contentaron con llorar allá entre sí mismos, y que nada pudieron contra el incendio ni Zeus ni Caliope ni la frecuente y abundante turba de los geniecillos, ni las ninfas mismas, sino que todos no hicieron otra cosa que lanzar gemidos, todo es en verdad el exceso del ridículo. Porque, que haya sido grave el daño que sufrieron es manifiesto por lo dicho, ya que el mismo sofista, en la mitad de sus necedades, confiesa que recibieron ahí una herida mortal. De manera que el emperador no hubiera llevado todo esto en paciencia a no ser que estuviera poseído de un miedo y un terror mucho mayores.
LXI
Falta solamente que exponga por qué Dios no desató su ira contra del emperador (sino sólo contra del demonio), y por qué motivo el fuego que consumió el techo, y destruyó al ídolo, no consumió todo el templo. Porque estas cosas no sucedieron al acaso y sin razón, sino que todas acontecieron por la clemencia de Dios en favor de los que andan errados. Porque él conoce todas las cosas antes de que sucedan, de manera que tenía ya conocidas éstas y otras juntamente, a saber: que si hubiera él fulminado el rayo contra el emperador, se habrían aterrorizado por algún tiempo los que se hubieran hallado presentes y hubieran visto eso. No obstante, una vez pasado el segundo o el tercer año, habría perecido la memoria del suceso y habría habido muchos que no creyeran en el milagro. En cambio, si se incendiaba el templo, Dios manifestaría su ira en una forma más clara dando un pregón no solamente a los que entonces existían sino también a los pósteros, de manera que se quitara toda ocasión de ocultar lo sucedido, si es que algunos impudentemente quisieran hacerlo.
LXII
Hoy en día, los que visitan aquel sitio se quedan impresionados, como si el incendio hubiera sucedido hace poco, y los invade un cierto terror, y mirando al cielo al punto alaban el poder de Aquel que tales cosas llevó a cabo. Porque así como si alguno, habiendo destrozado la guarida y morada de un jefe de ladrones, luego lo sacara atado; y habiendo arrebatado todos sus haberes, dejara aquel sitio destinado a guarida de fieras y grajos, cualquiera que llegara a ese escondrijo, en cuanto viere el lugar, se imaginaría las expediciones y hurtos del que había habitado aquel sitio, así sucede acá. Quien quiera que ve desde lejos las columnas, y luego, habiéndose acercado, traspasa el dintel de ese templo, al punto se pinta en su imaginación y en su mente la abominación del demonio y sus engaños y asechanzas; y se retira de ahí con la admiración de la ira y del poder de Dios.
LXIII
En definitiva, el sitio que anteriormente era escondrijo del error y la blasfemia, ahora es motivo de cantar alabanzas. ¿Tanto puede nuestro Dios con su arte? Y estas maravillas no se operan ahora por vez primera, sino ya desde las anteriores generaciones. Pero no es propio del momento presente enumerarlas todas. Sin embargo, voy a recordar una del todo semejante. Como hubiera estallado la guerra en Palestina entre los judíos y algunos extranjeros, los enemigos obtuvieron la victoria y arrebataron, como despojo de guerra, el arca de Dios y la consagraron a cierto ídolo cuyo nombre era Dagón. Y cuando por primera vez el arca fue introducida allá, el ídolo cayó por tierra. Pero, como por este suceso aún no comprendieran el poder de Dios, sino que de nuevo levantaran la estatua y la colocaran en su pedestal, al día siguiente, hacia la aurora, se acercaron y de nuevo encontraron la estatua por tierra, pero además hecha pedazos. Porque las manos, arrancadas de los hombros, habían saltado hasta junto al dintel del templo, y la otra parte de la estatua fue encontrada hacia otro lado lanzada.
LXIV
La tierra de los sodomitas (para comparar las cosas pequeñas con las grandes) fue consumida toda con sus habitantes por el fuego, y permaneció para siempre estéril a fin de que no solamente los hombres de aquella época sino también todos los demás que después habían de existir, por la vista misma del sitio se excitaran a mejorarse. Pues si la venganza divina hubiera tocado únicamente a los hombres, se habría hecho increíble una vez pasado aquel acontecimiento. Por esto el flagelo tocó al sitio mismo que no puede destruirse con el tiempo, y en cambio amonesta a todas las generaciones, diciéndoles que hay una ley divina de que quienes tales cosas hacen tales cosas padezcan, aunque a las veces no sufran, como sucedió en el caso de este templo, inmediatamente el castigo.
LXV
Hace ya 20 años desde entonces, y con todo, ninguna de las partes del edificio que perdonó el fuego se ha derruido; sino que las que escaparon del incendio están en pie, y están de tal manera firmes que pueden durar cien años y aún dos veces más que eso, y más que esos doscientos con mucho. ¿No es acaso maravilloso que de las columnas ni una sola, aunque separada de las otras, haya venido al suelo? Porque de las que estaban en la parte posterior del templo, sólo se quebró una, y ésta no se cayó al suelo, sino que quedó removida de su base, pero reclinada en la pared; de manera que su parte inferior hasta la quebradura se apoya en el muro en forma inclinada.
LXVI
Desde la rotura hasta el capitel, todo quedó doblado y sostenido por la parte inferior. Aunque los vientos han soplado con vehemencia y han sobrevenido terremotos y se ha sacudido la tierra, esas reliquias de aquel incendio no se han conmovido, sino que permanecen erectas, casi clamando de este modo que ellas han sido conservadas así para la enmienda de los pósteros. Y ciertamente, que esta haya sido la causa de que el templo no se haya derribado del todo, lo puedes afirmar en absoluto. Y cuanto a que el rayo no se dirigiera contra el emperador, si bien examinas, podrás encontrar un segundo motivo, nacido de la misma fuente, o sea de la benignidad y clemencia de Cristo. Porque para eso apartó el fuego de la cabeza del emperador y lo arrojó sobre el templo: para que aquél, enseñado con las desgracias ajenas, evitara el castigo propio ya preparado y cambiara de vida y quedara libre del error.
LXVII
No fue ésta ni la primera ni la única señal que Cristo mostró de su poder, sino que dio además otras muchas no menores. Puesto que también el tío del emperador y el tesorero acabaron así su vida. Además de que, habiendo invadido el hambre la ciudad, juntamente con su llegada hubo también una sequía tal como nunca se había visto antes hasta el día en que el rey ofreció sacrificios a las fuentes. Y otros muchos sucesos que acontecieron ya entre el ejército, ya en las ciudades, pudieran haber doblegado aun a un ánimo de piedra; y esto no solamente por su muchedumbre, ni porque todos se seguían inmediatamente a los crímenes, como antiguamente en el tiempo del rey de los egipcios, sino además porque tales milagros se verificaban cada uno de por sí e independientemente, de manera que no necesitaban apoyarse unos en otros para la conversión de quienes los veían, puesto que cada uno de ellos era suficiente de por sí para llevar a dicha conversión.
LXVIII
Omitiendo otros casos similares, ¿a quién no habría aterrorizado el milagro que se verificó acerca de los fundamentos del antiguo templo de Jerusalén? ¿Cuál fue ese milagro? Como viera el tirano la fe de Cristo difundida por todo su Imperio, y que ya se entraba por los confines de los persas y de otros bárbaros más alejados aún, y que aún había ido más allá de eso y, por decirlo así, llenaba todo el orbe de la tierra, se dolía y se atormentaba en su ánimo, y preparaba una guerra contra las iglesias. Ignoraba el infeliz emperador, así, que daba coces contra el aguijón.
LXIX
En primer lugar, se empeñó el emperador en restaurar el templo jerosolimitano que el poder de Cristo había derruido desde sus cimientos; y siendo él gentil andaba ayudando en las cosas de los judíos, queriendo por ahí hacer experiencia del poder de Cristo. Por esto, habiendo llamado algunos judíos y habiéndolos obligado a ofrecer sacrificios, pues alegaba que los antepasados de ellos habían usado ese modo de culto, como los judíos se refugiaran en la excusa de afirmar que no les era lícito hacer eso estando el templo derruido ni tampoco fuera de su metrópoli, les ordenó que tomaran dineros del tesoro imperial, y todo lo demás que necesitaran para la fábrica, y se fueran y restauraran el templo y restablecieran la antigua costumbre de los sacrificios.
LXX
Aquellos necios, que erraban desde el vientre, y que aún en sus canas necesitaban de las instrucciones propias de los niños, se fueron a poner en ejecución la empresa, con el favor del emperador. Pero al punto en que comenzaron a excavar la tierra, salió fuego de los cimientos el cual inmediatamente los consumió. Como esto se le comunicara al emperador, no se atrevió a ir adelante en lo comenzado, porque se lo impedía el miedo. Y sin embargo, no quiso libertarse del error del demonio al que enteramente se había sujetado. A pesar de todo sí se aquietó un poco. Mas, algún tiempo después de nuevo emprendió aquella vana obra; aunque no se atrevió a reconstruir el templo antiguo, sino que nos acometió por otro lado y como mediante guerrillas y desde lejos. A luchar abiertamente daba largas; y la razón primera y principal era porque estaba persuadido de que en vano lo intentaría; y la segunda porque no quería darnos ocasión a que nos ciñéramos la corona del martirio.
LXXI
Para el emperador, lo más intolerable, y más duro que cualquiera desgracia, era esto: que uno del público perseverara en los tormentos, y hasta la muerte, en defensa de la verdad. Sí, hasta tal nivel de profundidad se había declarado el emperador enemigo nuestro. Sí, sabía muy bien que, si él se atreviera a esto último, todos darían su vida por Cristo. Pero, siendo como en realidad lo era, maligno y astuto, en todas partes dejaba libres a todos aquellos a quienes sus prelados habían castigado por algún pecado o eran removidos de alguna prelacia; y daba con esto poder a los más malvados y destrozaba las leyes de la Iglesia y hacía brotar los gérmenes de pugna entre los mismos cristianos; porque esperaba que así serían fáciles de vencer, si ellos mismos se consumían mediante una lucha intestina.
LXXII
Ordenó el emperador, además, que un tal Estéfano, hombre de perversa doctrina y de vida malvada, y por estos motivos depuesto de su prelacía eclesiástica, ocupara de nuevo la cátedra sagrada. Y procuraba en cuanto le era posible acabar con el nombre de Cristo, y en los edictos nos llamaba galileas en vez de cristianos; y exhortaba a los demás príncipes a hacer otro tanto. Pues bien, como iba diciendo, entre los milagros que sucedieron del hambre y la sequía, él perseveraba en su impudencia y endurecimiento. Y como hubo de emprender una expedición contra Persia, marchó allá con tan grande aparato como si fuera a devastar todas las naciones de los bárbaros; y al mismo tiempo nos echaba encima infinitas amenazas; y se jactaba de que a su regreso nos acabaría y borraría de la tierra. Esta guerra contra nosotros le parecía más dura que la misma pérsica; y por esto, hasta no haber rematado aquella menor, no creía que debía emprender esta otra mayor.
LXXIII
Estas cosas nos las contaron aquellos mismos que intervenían en el consejo imperial, y eran sus secretarios. Ardiendo, pues, en furor contra nosotros y avanzando cada vez más en su insania, nunca se afirmaba en un mismo parecer, sino que andaba de un lado a otro; y dejando a un lado a veces su propósito, primero nos amenazaba de nuevo con la persecución. Y como Dios quisiera reprimirlo y contener su furor, le dio esta nueva señal de haber arrojado el fuego sobre el templo de Dafne.
LXXIV
Con todo, ni aun así se aplacó el emperador. Más aún, como ya reventara por el ansia de devastar nuestra grey, ni siquiera esperó al tiempo que él mismo se había señalado de antemano; sino que, habiendo de cruzar el Eufrates, procuraba ya hacer experiencia en sus soldados. Y así, habiendo corrompido a unos pocos mediante la adulación, no quiso, con todo, apartar de su ejército a los demás que se le resistían, porque temió que si los separaba, se debilitaría su fuerza militar delante de los persas. ¿Quién podrá referir los males que de ahí se nos siguieron, más terribles ciertamente que aquellos del desierto, y del mar, y de Egipto, en el tiempo en que el rey fue castigado y todos los demás sumergidos en las aguas? Porque a la manera que entonces, una vez que el egipcio no quiso ceder ante ninguna de las plagas ni arrepentirse, finalmente Dios procedió a perderlo con todo su ejército, del mismo modo ahora, una vez que el rey impudentemente se enfrentó a todos los prodigios de Dios y ninguna ganancia reportó de ellos, sino que permaneció sin enmienda, Dios lo envolvió en males extremos, con el fin de que ya que él no había querido reducirse a mejor modo de proceder por las calamidades de los otros, los otros quedaran enmendados con la ruina de él.
LXXV
El que había llevado consigo miríadas de soldados (tantas cuantas ningún emperador había antes llevado), y esperaba capturar a Persia con sola su entrada y sin trabajo alguno, condujo la empresa de un modo tan miserable y tan infeliz, como si hubiera llevado consigo un ejército de mujeres o de niños y no de varones. Pues en primer lugar, por su falta de prudencia los puso en tan apurada situación que hubieron de devorar las carnes de los caballos, y unos perecieron consumidos por el hambre y otros por la sed. Y como si hubiera llevado su ejército en favor de los persas, y no para capturarlos sino para entregarles a los suyos, así los encerró en lugares estrechos y los puso en manos de sus enemigos únicamente no atados. Ninguno, ni aun de aquellos que las vieron y las experimentaron, podría hacer el recuento de las calamidades que allá les acontecieron. Hasta tal punto superaron ellas toda medida.
LXXVI
Para abreviar el relato de las calamidades, diré que el emperador murió de una manera miserable y vergonzosa. Unos dicen que cayó herido por un cierto portador de matalotaje, indignado por las cosas que estaban sucediendo. Otros afirman que ni siquiera se supo quién había sido el asesino; y que solamente rogó el rey, ya herido, que se le diera sepultura en Cilicia, en donde ahora yace. Pues como aquél hubiera muerto así de vergonzosamente, y como los soldados se vieran en peligro extremo, hubieron de acercarse a los enemigos en forma de suplicantes, tras de obligarse bajo juramento a entregarles el presidio mejor fortificado y que servía como de muro a nuestras fuerzas, muro inexpugnable; y por haber encontrado humanos a los bárbaros, pudieron de esta manera escapar. Y de muchos que eran volvieron pocos, y éstos enfermos del cuerpo y con la vergüenza del pacto celebrado, y obligados por los juramentos a ceder de las posesiones de sus padres.
LXXVII
¡Qué espectáculo más miserable, qué cautividad más vergonzosa! Porque los ciudadanos de aquella ciudad donde estaba el presidio de la que ellos esperaban gracia, puesto que se habían constituido a manera de propugnáculo y defensa de todos cuantos estaban dentro de los límites de ella, y los habían colocado como en un puerto seguro, tras de acometer en favor de dichos ciudadanos toda clase de peligros, fueron precisamente de los que mayores hostilidades soportaron. Y así hubieron de trasladarse a tierra extraña abandonándoles sus campos y sus casas, ellos arrancados de las propiedades paternas y padeciendo todo eso de parte de sus mismos domésticos. Semejante fruto fue el que recogimos nosotros del servicio de ese egregio emperador.
LXXVIII
Todo esto lo digo no al acaso y sin razón, sino para responder a quienes me preguntaron: ¿Por qué Dios no castigó desde el principio al emperador? Porque quiso Dios muchas veces apartarlo del siguiente impulso de rabia, a él ya furioso, y enmendarlo mediante el ejemplo de los males ajenos. Pero como él recalcitrara, al fin lo arrojó a los daños extremos, aunque reservando para aquel día grande del juicio el verdadero castigo de sus pecados. Con esto, al mismo tiempo excitaba a los más descarados a volverse a un mejor género de vida. Porque tan grande es la paciencia de Dios que a quienes abusan de ella al fin les manda penas mayores; lo cual, así como para los pecadores que hacen penitencia resulta útil, para los empecinados resulta causa de mayor castigo.
LXXIX
Alguno me seguirá preguntando: ¿Acaso no sabía Dios que el tirano jamás había de enmendarse? A ése le contesto que, ciertamente, Dios lo previo. Pero también que jamás Dios, a causa de la previsión de nuestra malicia, dejará de hacer sus propios planes. Aunque nosotros despreciemos sus avisos, él, a pesar de todo, demuestra su benignidad. Y si con todo, caemos en males mayores, esto no es asunto de él, puesto que no nos soportó por tan largo tiempo precisamente con el pensamiento de que pereciéramos, sino para que nos salváramos. Perecemos por culpa nuestra, por haber despreciado su paciencia. Y de este modo se manifiesta su inmensa bondad. Por que cuando no queremos aprovecharnos de su grande paciencia, entonces él la convierte en ganancia mayor de otros, y así de muestra por todas partes al mismo tiempo su bondad y su sabiduría. Tal fue lo que entonces sucedió.
LXXX
De esta manera terminó su vida aquel tirano emperador llamado Juliano, y hoy siguen en pie tanto los monumentos de su locura como los del bienaventurado Babilas. Es decir, una parte el templo abandonado (la que profanó el tirano) y otra parte que mantiene la misma antigua virtud (la del santo Babilas). En cambio, la urna ya no será devuelta. Y lo ha proveído así Dios con el objeto de que la noticia de las hazañas de Babilas quede manifiesta. Porque todo peregrino que se llegue a ese lugar y busque al mártir, al punto, al ver que no se encuentra ahí, preguntará el motivo; y de este modo se irá de regreso, llevando consigo el conocimiento de la historia íntegra de los hechos y habiendo conseguido una ganancia mayor que antes. Con esto, así al acercarse a Dafne como al retirarse, habrá obtenido la suma utilidad.
LXXXI
Tal es la virtud de los mártires, ya durante su vida, ya en su muerte, ya en un sitio o ya ausentes de él. Porque desde el principio hasta el fin sus obras fueron engarzándose en una serie continua: si adviertes a las leyes divinas, él las vindicó al exigir el debido castigo por la muerte de aquel joven, y mostró cuánta sea la diferencia entre el imperio y el sacerdocio. Por otra parte, destruyó todo el fausto del mundo, pisoteó las pompas mundanas, enseñó a los emperadores a no extender su potestad más allá de los límites que Dios le ha señalado, y amaestró a los sacerdotes acerca de cómo conviene portarse en su prelacía.
LXXXII
Todo esto, y más, fue lo que hizo Babilas mientras vivía. Desde el cielo, el bendito mártir debilitó la fuerza del demonio, refutó el error de los gentiles, descubrió la vanidad de los augurios, desgarró el disfraz del oráculo, y puso del todo manifiesto su arte de histrión, obligando a enmudecer al que parecía dominar en el oráculo, y con grande violencia lo venció. Ahí están ahora en pie los muros del templo y predican a todos la ignominia del demonio y su burla y su imbecilidad, y a la vez las victorias y las coronas y el poder del mártir. Tan grande es la fortaleza de los mártires, y tan invicta y formidable, así para los emperadores como para los demonios.
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