BASILIO DE CESAREA
Barlaam de Cesarea
I
La muerte de los santos se festeja con júbilo
La fiesta de los santos se celebraba antiguamente con lágrimas y gemidos. José lloró amargamente la muerte de Jacob, los judíos lloraron mucho la muerte de Moisés, y lloraron también con abundantes lágrimas a Samuel. No obstante, ahora nos alegramos con la muerte de los justos, porque la naturaleza del dolor ha cambiado después de la cruz. Ya no acompañamos con lágrimas la muerte de los santos, sino que danzamos con coros divinos alrededor de sus sepulcros. Para los justos, la muerte es un sueño, y un viaje a mejor vida. He aquí porqué se alegran los mártires al ser degollados. El deseo de una vida más dichosa amortece el dolor de las heridas. El mártir no mira los peligros, sino las coronas. No se horroriza ante las heridas, sino que cuenta los premios. No se fija acá abajo en los verdugos que le golpean, sino que contempla con los ojos del alma a los ángeles que se congratulan desde el cielo. El mártir no considera lo momentáneo de los sufrimientos, sino lo eterno de los premios. Entre nosotros, los mártires recogen el fruto magnífico de los honores. Son aclamados por todos con divinas alabanzas, y arrastran a miles de pueblos alrededor de sus sepulcros.
II
Barlaam, insuperable maestro de piedad
Esto es lo que sucedió al valiente Barlaam. Sonó la trompeta guerrera del mártir, y convocó a los soldados de la piedad. El atleta de Cristo fue anunciado con pregón, y a toda la asamblea de la Iglesia se dio alas para volar. En efecto, dijo el Señor de los fieles: "El que cree en mí, vivirá aunque haya muerto". Pues bien, murió el esforzado Barlaam, y hoy convoca a las públicas asambleas. Está consumido en el sepulcro, pero él invita a un banquete. Ahora sí que podemos exclamar: "¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el escudriñador de este siglo?". Hoy, un hombre de campo como Barlaam es para nosotros insuperable maestro de piedad. El tirano creía que se trataba de una presa que fácilmente se dejaría atrapar, mas la experiencia le hizo ver que se trataba de un guerrero invencible. Se reía de él porque hablaba rústicamente, pero se aterró ante su angelical y juvenil vigor. Su ánimo no era bárbaro, como lo era el órgano de la lengua. Su inteligencia no claudicaba a una con las sílabas. Era un segundo Pablo, que con Pablo decía: "Aunque sea tosco en el hablar, no lo soy en la ciencia".
III
Alegría y valor de Barlaam, en los tormentos
Los verdugos, atormentando a Barlaam, quedaron sin fuerzas. Mientras tanto, el mártir encontrábase más vigorizado. Las manos de los que le maltrataban se enervaban, pero el ánimo del maltratado no se doblegaba. Los látigos separaban las junturas de los nervios, pero el vigor de la fe se robustecía con más tenacidad. Mientras los costados machucados se consumían, florecía la santidad del corazón. Habían acabado con la mayor parte de su carne. No obstante, Barlaam se encontraba vigoroso, cual si aún no hubiese comenzado el combate. Porque cuando la piedad se apodera del alma, es entonces despreciable todo género de luchas. Debido al bien que el alma ama, los que la atormentan más bien la deleitan, antes que disgustarla. De ello da testimonio aquel amor de los apóstoles que, en otro tiempo, les hacía agradables los azotes que recibían de los judíos. En efecto, los apóstoles se retiraban del Consejo, gozosos de haber sido estimados dignos de ser atormentados por el nombre de Jesús. Tal es también el guerrero a quien hoy honramos. Llevaba con alegría los tormentos, pensando que con los azotes le rodeaban de rosas. Mientras tanto, huía de los males de la impiedad, como de dardos. Consideraba la ira del juez cual sombra de humo. Reíase de los fieros escuadrones de satélites. Como si fuesen coronas, regocijábase de los peligros. Gozábase en las heridas como en los honores. Como si fuesen los más brillantes trofeos, saltaba de placer con los más agudos tormentos. Despreciaba las espadas desenvainadas. Sufría las manos de los verdugos, cual si fuesen más blandas que la cera. Besaba el leño del suplicio, como si fuese su salvación. Cual si estuviese en prados, se regocijaba en los calabozos de la cárcel. Como con variedad de flores, se deleitaba en las invenciones de tormentos.
IV
La mano de Barlaam, y su victoria sobre el fuego
Tuvo Barlaam su mano derecha más firme que el fuego, en el último tormento que tuvo que soportar de parte de sus enemigos. En efecto, sus enemigos habían puesto fuego sobre el ara para ofrecer un sacrificio a los demonios. Ante ella llevan al mártir. Colócanse todos a su alrededor y le ordenan que ponga la diestra, extendida sobre el altar. Quieren que sirva como ara de bronce. Al encender el incienso, colocado maliciosamente sobre la mano, esperaban que, vencida por la fuerza del fuego, dejaría necesariamente caer en seguida el incienso sobre el ara. ¡Oh falaces astucias de los impíos! En efecto, ellos se decían: "Ya que no hemos doblegado su ánimo con miles de heridas, doblemos al menos en la llama la mano del importuno luchador. Ya que con diversas máquinas no hemos abierto brecha en su ánimo, abrámosla al menos en su derecha introduciéndola en el fuego". No obstante, ni siquiera de esta esperanza los infelices sacaron algo de provecho. Pues el fuego perforaba la mano de Barlaam, pero la mano estaba quieta, tolerando el fuego como si fuese ceniza. Nuestro héroe no dio la espada al enemigo fuego como los fugitivos. Su mano permaneció quieta, mostrándose valiente contra la llama. El fuego dio ocasión al mártir de exclamar con el profeta: "Bendito sea el Señor Dios mío, que adiestra mis manos para la pelea y mis dedos para manejar las armas". El fuego peleaba contra la mano, pero fue derrotado. Tratábase la lucha entre la llama y la derecha del mártir. Y he aquí que la derecha del mártir obtuvo una victoria nueva en los combates. Al pasar la llama por medio de la mano, esta aún estaba extendida, preparada para el combate.
V
Alabanzas a la gloriosa intercesión de Barlaam
¡Oh mano más pertinaz que el fuego! ¡Oh mano que no has aprendido a doblegare al fuego! ¡Oh fuego que has aprendido a dejarte vencer por la mano! El hierro, reblandecido por la tiranía del fuego, cede, y el bronce obedece a su poder. La dureza de las piedras suele dejarse vencer por el fuego, mas al quemar éste la mano extendida del mártir, no pudo doblegarla. Con cuánta razón podía decir el santo, al Señor: "Tú me asiste de la mano derecha, y me guiaste según tu voluntad, y me acogiste con gloria". ¡Gloria y honor, al invicto campeón de Cristo! ¿Cómo te llamaré, oh esforzado campeón de Cristo? ¿Te llamaré estatua? Disminuirá grandemente tu constancia, porque el fuego deshace una estatua si la arrojan, mas a tu diestra ni siquiera la pudo obligar a que pareciese que se movía. ¿Te llamaré hierro? También esta semejanza es inferior a tu valentía, porque tú eres el único que persuadiste al fuego de que no doblegaba tu mano. Tú, el único que tuviste tu diestra en lugar de ara. Tú, el único que al arder tu mano abofeteaste en el rostro a los demonios. Tú, el único que al hacerse carbón tu mano, deshiciste en aquel momento las cabezas de los demonios. Después, convertida tu mano en cenizas, encegueces sus ejércitos y les pisoteas. Mas ¿a qué empequeñecer al vencedor con pueriles y balbuceantes palabras? Cedamos las alabanzas del mártir a lenguas más espléndidas y magníficas. Invitemos a tomar parte en estas alabanzas a las trompetas más sonoras de los maestros. Levantaos, brillantes pintores de hazañas atléticas. Engrandeced con vuestras artes la mutilada imagen de este general. Con los colores de vuestro arte, rodead de fulgores al coronado atleta que yo he pintado con tanta oscuridad. Deseo que me venzáis haciendo vosotros una hermosa pintura del mártir. Que yo me goce hoy de vuestra victoria, al ser vencido por vuestra habilidad. Vea yo mejor expresada por vosotros la lucha entre la mano y el fuego. Que en vuestros cuadros pueda ver yo, pintado con mayor esplendidez, al invicto luchador Barlaam. Lloren los demonios, derrotados por las victorias del mártir. Mostrad vosotros en un cuadro su mano ardiendo y victoriosa, y pintad también en dicho cuadro al árbitro del combate, que es Jesucristo.