JUAN CRISÓSTOMO
Barlaam de Cesarea
I
Nos convoca hoy el bienaventurado Barlaam a la solemnidad presente, mas no precisamente para que lo alabemos, sino para que lo imitemos; no para ser oyentes de sus alabanzas, sino émulos de sus preclaras empresas. En los negocios humanos, quienes son exaltados a las supremas magistraturas nunca quieren ver a otros asociados en la misma magistratura y prerrogativa de honor. En ese caso, la envidia y los celos cortan de cuajo la caridad. En los negocios espirituales sucede todo lo contrario, porque los mártires alcanzan el sentido pleno de sus propios honores cuando ven que sus consiervos han logrado llegar a ser participantes de sus mismos bienes. De esto modo, quien quiera alabar a los mártires, que imite a los mártires. Si alguno desea ensalzar a los atletas de la piedad, que emule sus trabajos. Esto es lo que deleita a los mártires, no menos que sus propias obras.
II
Para que comprendáis cómo alcanzan los mártires el sentido pleno de su felicidad, cuando nos ven a nosotros colocados en sitio seguro, y que esto es lo que juzgan como supremo honor suyo, escuchad lo que dice Pablo: "Ahora tenemos vida, si vosotros permanecéis en el Señor". Por cierto, antes que Pablo ya decía Moisés a Dios: "Si perdonas su pecado, perdónalo. Pero si no, bórrame del libro que has escrito". ¿Es que no tengo yo parte en el honor celeste, a causa de la calamidad que ellos sufren? La reunión de los fieles tiene la estructura y contextura del cuerpo. Por ello, ¿de qué sirve a la cabeza el ser coronada, si sufren los pies?
III
Alguno me dirá: ¿Cómo podremos imitar a los mártires, si ya no estamos en tiempo de persecución? Lo sé perfectamente. No es tiempo de persecución, pero sí de martirio No es tiempo de luchas como las que ellos tuvieron, pero sí de coronas. No nos persiguen los hombres, pero sí los demonios. No nos atormenta el tirano, pero nos atormenta el demonio, que es más cruel que los tiranos. No tenemos delante los carbones encendidos, pero tenemos encendidas llamas de la concupiscencia. Aquéllos pisotearon las brasas, así que pisotea tú los encendimientos de tu naturaleza. Aquéllos lucharon con las bestias, así que refrena tú la bestia indómita de la ira cruel. Ellos se mantuvieron firmes entre intolerables dolores, así que vence tú los pensamientos locos y perversos que pululan en tu corazón. Así imitarás a los mártires, porque "no es nuestro combate contra la carne y sangre, sino contra los príncipes, contra las potestades y contra los que rigen este mundo de tinieblas".
IV
La concupiscencia de la naturaleza es fuego inextinto y perenne, perro rabioso y furioso. Aunque mil veces lo rechaces, mil veces te acometerá y no desistirá. Cruel es la llama de los carbones, pero es más vehemente la llama de la concupiscencia. Nunca logramos una tregua en este combate, y nunca logramos que cese mientras en este mundo vivimos, sino que la lucha es perpetua a fin de que sea espléndida la corona. Por este motivo Pablo nos arma en todo momento, porque ahora también es tiempo de guerra y el enemigo siempre vigila. ¿Quieres comprender cómo la concupiscencia quema no menos que el fuego? Escucha a Salomón que dice: "¿Andará alguno sobre carbones encendidos, y no se quemará los pies? Así sucede a quien se acerca a la mujer de su prójimo y la toca, que no saldrá sin daño". ¿Ves cómo la naturaleza de la concupiscencia emula a la del fuego? Así como quien toca el fuego se quema, así el aspecto de los rostros hermosos inflama más velozmente que el fuego, y el alma de quien los contempla impudentemente. Sí, al modo de una materia fácil para inflamarse, los cuerpos hermosos se presentan a las miradas de los ojos lascivos.
V
Por esta causa no conviene ofrecer, como alimento al fuego de la concupiscencia, la forma exterior. Más bien, conviene por todas partes cohibirlo, y extinguirlo con piadosas meditaciones, y refrenar el incendio que se extiende cada vez más allá, y no permitir que venga por tierra la constancia de nuestro ánimo. Por cierto, toda voluptuosidad, mientras prevalecen las perturbaciones, suele inflamar el ánimo con mayor vehemencia que el fuego, a no ser que con fortaleza y paciencia se luche contra cada una de esas perturbaciones. Esto es lo que hizo el bienaventurado y generoso atleta de Cristo Barlaam, cuando puso su mano en el fuego, y recibió en ella toda una pira y no cedió al dolor, ni quedó menos sujeto a los dolores que lo está una estatua. Más aún, él sentía el dolor y lo padecía, y eso que no era de hierro el que sufría, sino un cuerpo mortal. A pesar del sufrimiento y del dolor, él demostraba en sí el fuerte ánimo de las virtudes incorpóreas, y eso que vivía todavía en cuerpo mortal.
VI
Tomaré la narración de su martirio, para que la historia aparezca con toda claridad. Por tu parte, oh oyente, considera la malicia del demonio, que a unos santos los sumergió en una sartén, a otros en calderos que hervían al fuego, a otros les destrozó los costados, a otros los arrojó al mar; a éstos los echó a las fieras, a aquéllos al horno, a los de más allá les descoyuntó los miembros, a los de más allá les arrancó la piel aún vivos, o bien les aplicó carbones encendidos a sus miembros ensangrentados, de manera que las chispas de fuego saltaban sobre las heridas y mordían las llagas más ferozmente que una fiera. Cuando el demonio veía que los mártires superaban todos estos tormentos con gran facilidad y virtud, ¿qué hizo? Esto mismo: discurrió un nuevo género de asechanzas, para herir y vencer el ánimo del mártir con un suplicio inesperado y hasta entonces no acostumbrado.
VII
Lo que ya se ha oído y conocido, aunque sea intolerable, fácilmente se desprecia por medio de la consideración, cuando se le ve venir. En cambio, lo que es inesperado, aunque sea cosa leve, resulta del todo intolerable. Por ello, el demonio ideó un combate novedoso y una artimaña inusitada, a fin de perturbar al atleta de Cristo. ¿Qué es, pues, lo que ideó? Esto mismo: comenzar la lucha con suplicios menores, e ir incrementándolos desprevenidamente, para ver si caía cuando antes y, por, tormentos menores, dejaba en ridículo al mártir.
VIII
En el caso de Barlaam, el demonio lo sacó de la cárcel aún atado. Cuando sacó de la cárcel al mártir, éste caminaba como un atleta que por mucho tiempo se había ejercitado en la palestra (pues para él la palestra era tan sólo la cárcel). Caminaba robustecido por la larga estancia en la cárcel, y el demonio decidió no atarlo al ecúleo, ni rodearlo de verdugos carniceros, porque veía que todo eso era algo que el mártir había meditado y anhelaba, y le podría ayudar a aumentar su fama. Lo que decidió el demonio fue aplicarle una nueva máquina de combate, desacostumbrada y nueva, no temida de antemano, que pudiera echarle por tierra su fama más que provocarle dolor.
IX
¿En qué consistía, pues, esa máquina? En esto mismo: le ordenó extender la mano con la palma hacia arriba, encima del altar, y le puso encima carbones e incienso, con el objeto de que diera la vuelta a la mano y aquello se le imputara como si hubiera ofrecido el sacrificio, y hubiera pecado, y hubiera caído. ¿Observas cuan astuto es el demonio? Sí, pero mucho más lo es Aquel que "coge a los sabios en sus propias astucias", y vuelve inútiles los artificios del demonio, y convierte en aumento de gloria las artimañas del diablo y el refinamiento de sus malicias. En efecto, cuando el adversario, tras poner en práctica innumerables y astutas ilegalidades, queda vencido, entonces el atleta de la piedad sale más resplandeciente, que fue lo que en este caso aconteció. En concreto, el bienaventurado Barlaam permaneció inmóvil, sin inclinar ni dar vuelta a la mano, como si la tuviera hecha de hierro. A la verdad, ni aun en el caso de que la mano hubiera dado la vuelta, habría esto sido pecado en el mártir.
X
Poned ahora todos diligente atención, para que entendáis cómo, ni aunque la mano hubiera dado la vuelta, ni aun así había que estimar al mártir como vencido, ni juzgarlo diferente a los que son atormentados con dolores más fuertes. En estos casos, los que ceden y ofrecen el sacrificio son culpados por ambas partes de debilidad (a causa de no poder sobrellevar los dolores), y no por traición. En cambio, si perseveran en los tormentos no son imputados por nadie, ni por los de su religión (de traición) ni por los adversarios (de debilidad). Con ello, tenemos que, lo importante en el martirio, no es sufrir dolores, sino mantenerse fieles, y esto no sería imputable en el caso de que la mano de Barlaam se hubiese dado la vuelta. Con el paso del tiempo, si la mano de Barlaam se hubiese dado la vuelta, y con ello hubiese volcado el incienso sobre el ídolo, eso no sería imputable al mártir, puesto que no lo habría hecho ni por traición ni por debilidad, sino por el sistema natural del ser humano. Por ejemplo, tampoco sería imputable que, a quienes les roen los costados, se les caigan las carnes. O mejor aún, tampoco sería imputable que, a quienes tienen fiebre, se les caliente la cabeza.
XI
Con todo, nada de esto lograron los verdugos, para que sepamos ampliamente que esto no lo hizo Barlaam sino la gracia de Dios, que estaba operando en esa mano, y la robustecía, y corregía la debilidad de la naturaleza. En todo esto, en efecto, aquella mano no se comportó conforme a su condición natural, sino como si estuviera hecha de diamante, y por eso permaneció inmóvil días y días enteros. ¿Quién, observando esto, no se habría admirado? ¿Quién no habría sentido escalofrío? Desde el cielo miraban los ángeles aquel espectáculo, que por su brillo superaba en absoluto la condición humana. ¿Quién no habría deseado contemplar a aquel hombre luchando y sufriendo lo que no es posible a la humana naturaleza? Así, Barlaam se convirtió al mismo tiempo en altar, víctima y sacerdote, con su mano extendida. Por este motivo era doble el humo que ascendía, uno del incienso que ardía y otro de la carne que se derretía. Este segundo humo era más suave que aquel primero, y su aroma mucho más excelente. Aquí sucedió lo mismo que en la zarza, porque así como la zarza aquella ardía y no se consumía, así aquí la mano ardía, pero la carne no se caía. Se consumía el cuerpo, pero el fervor del espíritu no descaecía. Caían a tierra los carbones tras perforar la mano, pero no porque la mano se torciese.
XII
La mano de Barlaam acabó consumida y liquidada, pero se consumió sin torcerse un ápice. A la manera de un nobilísimo combatiente, que se arroja sobre los enemigos, y él solo rompe la falange del adversario, y acaba siendo hecho pedazos por la acumulación de heridas, del mismo modo el bienaventurado Barlaam, como hubiera agotado su mano en la lucha, destruyendo la falange de los demonios, buscaba la otra mano para mostrar de nuevo en ella el fervor de su espíritu.
XIII
No vayas a decirme que sólo expuso Barlaam una de sus manos. Más bien, piensa en que quien expuso su mano, y en quien estaría dispuesto a ofrecer su cabeza, y sus costados, a los suplicios del fuego, de las bestias, del mar, de los precipicios, de la cruz, de las ruedas y de todos los demás casos que jamás se han oído en las narraciones e historias. Todos estos suplicios hubiera sufrido Barlaam, porque a ello estaba determinado su ánimo. En efecto, los mártires no se ofrecen a un determinado género de penas, sino a todo tipo de indeterminados suplicios. Además, el ánimo de los tiranos no suele estar sujeto a su propia voluntad, sino a sus superiores, y están dispuestos a infligir tantos y tan grandes suplicios como dicte el inhumano y felino ánimo de éstos, hasta que su tirana pasión quede saciada. Volviendo a Barlaam, su carne acabó marchitada, pero el propósito de su ánimo se volvió más pronto, y no sólo venció a los carbones encendidos sino al fuego espiritual, interiormente encendido y mucho más ardiente que el otro. A éste sujetó Barlaam por su amor a Cristo, y a aquél venció por su fuerza interior.
XIV
Hermanos carísimos, no nos limitemos a oír estas cosas, sino imitémoslas. Que nadie celebre al mártir únicamente cuando nos reunimos para su fiesta, sino todos los días en nuestra casa. Llevaos consigo a este santo, e introducidlo en vuestras habitaciones, y metedlo en vuestro corazón. Recibid a este triunfador ya coronado, y no permitáis jamás que se vaya de vuestra mente. Para esto os he congregado ante las tumbas de los santos mártires, para que su vista os incite a la virtud, y os dispongáis a tener vosotros su mismo fervor. A un soldado lo incita la fama de un insigne guerrero, pero mucho más si lo conoce en persona, y éste entra y le hace compañía en su tienda de campaña. Al contemplar su espada ensangrentada, y los despojos militares de su cuerpo, y en su mano la cabeza del enemigo, y la sangre fresca aún en su frente, y su escudo magullado por todas partes, aquel soldado querrá emular al insigne guerrero, y no sólo admirarse.
XV
Por esto os he reunido aquí hoy, para que sepáis que el sepulcro de los mártires es tienda de campaña. Si abrís los ojos de la fe, veréis tendidas por aquí y por allí la loriga de la justicia, el escudo de la fe, el casco de la salud, las grebas del evangelio, la espada del Espíritu y la cabeza misma de Satanás que yace por tierra. Cuando veáis a un hombre poseído del demonio yacer boca arriba, junto a la tumba del mártir, y cómo se agita y huye de allí, no estáis viendo otra cosa sino la cabeza del Maligno cortada. Estas son las armas de los soldados de Cristo. Así como los emperadores sepultan a los más esforzados de sus milites, junto con sus armas, así ha hecho Cristo con los mártires, que los ha sepultado junto con sus armas, para que sean manifiestas aún antes de la resurrección.
XVI
Conoced, pues, la espiritual armadura de Barlaam, e id a vuestras casas una vez que hayáis adquirido las más grandes utilidades espirituales. Gran guerra tenéis contra el diablo, carísimos hermanos, grande y perpetua. Aprended las formas de luchar, para que imitéis las victorias. Despreciad las riquezas, y los dineros y las demás pompas seculares. No juzguéis felices a los que son ricos, sino juzgad tales a quienes padecen el martirio; no a quienes andan entre delicias, sino a quienes están en las sartenes; no a quienes se sientan a las mesas abundantes, sino a quienes están en los calderos hirvientes; no a quienes andan diariamente en los baños, sino a los que están en los hornos terribles; no a quienes aspiran ungüentos, sino a quienes quemados despiden humo y olor a carne asada. Este aroma es mucho más excelente y útil que aquel otro. Aquél lo disfrutan quienes se encaminan al castigo, y éste a las coronas y premios celestes.
XVII
Para que comprendáis que las delicias son un mal negocio, lo mismo que el vino tomado sin medida, y la mesa opípara, escuchad lo que dice el profeta: "¡Ay de los que duermen en lechos de marfil, rodeados de delicias en sus estrados! ¡Ay de los que comen los cabritos de la grey, y los becerrillos que aún maman de las vacadas! ¡Ay de los que beben el vino purificado, y se ungen con escogidos ungüentos!". Si estas cosas estaban prohibidas en el Antiguo Testamento, mucho más lo están en el tiempo de gracia, cuando hay mayor luz y conocimiento. Digo esto tanto para los hombres como para las mujeres, porque la palestra es común, y el ejército de Cristo no está dividido por razón de sexos, sino que forma un escuadrón único.
XVIII
En el ejército de Cristo, también las mujeres pueden vestir la loriga, y oponer el escudo, y arrojar los dardos, tanto en el tiempo de los martirios como en los de libertad. Así como un excelente saetero lanza con magnífica puntería la saeta desde la cuerda, y perturba con ella todo el escuadrón enemigo, así los santos mártires, y todos los defensores de la verdad, combaten las asechanzas y engaños del demonio desde una cuerda tensa, lanzando desde su lengua palabras certeras que, a modo de saetas, golpean las invisibles falanges de los demonios y perturban a todo su escuadrón. Esto es lo que hizo el bienaventurado Barlaam, que con sólo lanzar unas palabras sencillas conturbó a todo el ejército del demonio. ¡Imitemos nosotros esta maestría en asaetear!
XIX
¿Observáis cómo los que salen del teatro se han tornado más volubles? Esto les sucede porque han atendido cuidadosamente las cosas que ahí se hacen, y, han grabado perfectamente en su imaginación los meneos de los ojos, y las contorsiones de las manos, y el giro de los pies, y las imágenes que aparecen en las cabriolas del cuerpo llevado a un lado y al otro. ¿No sería indigno que ellos sí muestren tanta solicitud en guardar memoria perenne de las cosas que en el teatro se hacen, y nosotros no conservemos lo que aquí se ha dicho? Os lo ruego y suplico, hermanos, no descuidemos hasta ese punto nuestra salvación, sino guardemos en nuestra mente a todos los mártires junto a los calderos y los demás suplicios. Así como los pintores limpian y asean una imagen oscurecida por el humo y el hollín, así cuidemos nosotros la memoria de los mártires. Cuando los cuidados del siglo se echen encima, y oscurezcan vuestros pensamiento, limpiadlo mediante la memoria de los mártires.
XX
Si conserváis en vuestra alma la memoria de los mártires, no miraréis ya las riquezas, ni deploraréis la pobreza, ni alabaréis el poder y la gloria, ni juzgaréis ser grande ninguna de las aparentes cosas espléndidas humanas, ni tendréis por intolerable ninguna de las que parecen molestas. Para poneros por encima de todas ellas, tened en mente la continua enseñanza de la virtud. Aquel que cada día tiene en mente la actividad de los soldados, y sus batallas y conquistas, nunca estima el vivir entre delicias, sino que adquiere una vida recia y preparada para al combate. En efecto, ¿qué hay de común entre la embriaguez y la batalla? ¿Qué hay que una al vientre y la milicia? ¿En qué se parecen los banquetes y las batallas? Soldado de Cristo eres, carísimo hermano, así que ármate y no te adornes mujerilmente. Atleta eres de Cristo, así que obra varonilmente y no andes buscando la buena presentación. Imitemos así a estos fuertes atletas, a estos guerreros coronados, a estos amigos de Dios. Cuando hayamos caminado por las sendas que ellos llevaron, recibiremos las mismas coronas que ellos, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
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