GREGORIO DE NACIANZO
Basilio de Cesarea

I

Se ha ordenado que el gran Basilio, que tan constantemente me proporcionaba temas para mis discursos, de los cuales se enorgullecía tanto como cualquier otro hombre de bien, reciba ahora de mí el tema del discurso. Creo que si alguien, al poner a prueba su capacidad elocuente, quisiera compararla con el modelo de aquel de todos sus temas que prefería (como hacen los pintores con las pinturas que marcan época), elegiría el que se destacara entre todos los demás, pero lo dejaría de lado por estar más allá de los poderes de la elocuencia humana. Tan grande es la tarea de alabar a un hombre así, no sólo para mí, que hace tiempo he dejado de lado cualquier pensamiento de emulación, sino incluso para aquellos que viven para la elocuencia, y cuyo único objetivo es alcanzar la gloria con temas como este. Tal es mi opinión y, según me convenzo, con perfecta justicia. No sé qué tema puedo tratar con elocuencia, sino éste: ¿Qué mayor favor puedo hacerme a mí mismo, a los admiradores de la virtud, o a la elocuencia misma, que expresar nuestra admiración por este hombre? Para mí, es el cumplimiento de una deuda sagrada. Mi discurso es una deuda, más allá de todas las demás, con aquellos que han sido dotados, en particular, con la capacidad de hablar. Para los admiradores de la virtud, un discurso es a la vez un placer y un incentivo para la virtud. Pues cuando he aprendido las alabanzas de los hombres, tengo una idea clara de su progreso. Ahora bien, no hay ninguno entre nosotros que no esté en su poder alcanzar cualquier punto en ese progreso. En cuanto a la elocuencia misma, en cualquier caso, todo debe ir bien con ella. Si el discurso es casi digno de su tema, la elocuencia habrá dado una exhibición de su poder. Si se queda muy lejos, como debe ser el caso cuando se exponen las alabanzas de Basilio, mediante una demostración real de su incapacidad, habrá declarado la superioridad de las excelencias de su tema sobre toda expresión en palabras.

II

Estas son las razones que me han impulsado a hablar, y a participar en esta contienda. Que nadie se sorprenda de mi reciente aparición, mucho después de que sus alabanzas hayan sido expuestas por tantos que lo han honrado pública y privadamente. ¡Sí, que me perdone esa alma divina, objeto de mi constante reverencia! Así como, cuando estaba entre nosotros, me corregía constantemente en muchos puntos, según los derechos de un amigo y la ley superior (pues no me avergüenza decirlo, pues era un ejemplo de virtud para todos nosotros), así ahora, mirándome desde arriba, me tratará con indulgencia. Pido perdón también a cualquiera de los presentes que se encuentre entre sus más fervientes admiradores, si es que alguien puede ser más ferviente que otro, y no todos estamos al mismo nivel en nuestro celo por su buena fama. No es el desprecio lo que me ha hecho estar por debajo de lo que cabía esperar de mí, ni lo he sido a pesar de las exigencias de la virtud o la amistad, ni he pensado que alabarlo fuera más propio de nadie que de mí. ¡No! Mi primera razón fue que rehuía esta tarea, pues diré la verdad, como hacen los sacerdotes que se acercan a sus deberes sagrados antes de purificarse tanto de voz como de mente. En segundo lugar, os recuerdo, aunque vosotros la conocéis bien, la tarea en la que estaba comprometido en nombre de la verdadera doctrina, la cual me había sido impuesta y me había sacado de casa, según, supongo, la voluntad de Dios, y ciertamente según el juicio de nuestro noble campeón de la verdad, cuyo aliento vital era solo la doctrina piadosa, la que promueve la salvación del mundo entero. En cuanto a mi salud física, quizás no debería atreverme a mencionarla, cuando mi tema es un hombre tan valiente en la conquista del cuerpo, incluso antes de su partida de aquí, y que sostenía que ninguna facultad del alma debería verse obstaculizada por esta nuestra atadura. Hasta aquí mi defensa. No creo que sea necesario extenderme más al hablar de él a ustedes, que conocen tan bien mis asuntos. Debo ahora proceder con mi elogio, encomendándome a su Dios, para que mis elogios no resulten un insulto para él y para no quedarme muy por detrás de los demás (aunque todos estemos tan lejos de lo que le corresponde, como quienes contemplan el cielo o los rayos del sol).

III

Si hubiera visto a Basilio orgulloso de su nacimiento, de sus derechos de nacimiento o de cualquiera de esos insignificantes objetos de quienes tienen la vista puesta en la tierra, habríamos tenido que revisar un nuevo catálogo de los Héroes. ¡Cuántos detalles sobre sus antepasados no habría podido aportar! Ni siquiera la historia me habría sacado ventaja, pues afirmo esta ventaja: que su celebridad no se basa en ficción ni leyenda, sino en hechos reales atestiguados por numerosos testigos. Por parte de su padre, el Ponto me ofrece numerosos detalles, en nada inferiores a las maravillas de la antigüedad, de las que abundan toda la historia y la poesía. Hay muchos otros relacionados con esta mi tierra natal, de ilustres hombres de Capadocia, renombrados por su joven progenie, no menos que por sus caballos. En consecuencia, comparamos la familia de su padre con la de su madre. ¿Qué familia posee más generales y gobernadores, funcionarios de la corte o, incluso, hombres de riqueza, tronos elevados, honores públicos y renombre oratorio más numerosos o ilustres? Si me permitieran mencionarlos, no haría caso de los pelópidas y cecrópidas, los alcmeónidas, los eácidas y heráclidas, ni de otras familias nobilísimas, pues, a falta de mérito público en su casa, se refugian en la incertidumbre, proclamando semidioses y divinidades, meros personajes míticos, como la gloria de sus antepasados, cuyos detalles más alardeados son increíbles, y aquellos que podemos creer son una infamia.

IV

Dado que nuestro tema es un hombre que ha sostenido que la nobleza de cada persona debe juzgarse según su propio valor, y que, así como las formas y los colores, e igualmente nuestros caballos más célebres e infames, se evalúan por sus propias propiedades, nosotros tampoco deberíamos ser representados con plumas prestadas. Tras mencionar uno o dos rasgos que, aunque heredados de sus antepasados, hizo suyos con su vida, y que probablemente complacerán especialmente a mis oyentes, procederé a tratar el tema del hombre en sí. Distintas familias e individuos tienen diferentes puntos de distinción e interés, grandes o pequeños, que, como un patrimonio de descendencia más o menos larga, pasan a la posteridad: la distinción de su familia, por ambos lados, era la piedad, que ahora expongo.

V

Hubo una persecución, la más terrible y severa de todas; me refiero, como sabéis, a la persecución de Maximino, que, siguiendo de cerca a las que la precedieron, los hizo parecer apacibles por su excesiva audacia y su afán por alcanzar la corona de la violencia en la impiedad. Fue vencida por muchos de nuestros campeones, quienes lucharon contra ella hasta la muerte, o casi hasta la muerte, con sólo la vida suficiente para sobrevivir a la victoria y no morir en medio de la lucha; permaneciendo como instructores en la virtud, testigos vivos, trofeos palpitantes, exhortaciones silenciosas, entre cuyas numerosas filas se encontraban los antepasados paternos de Basilio, a quienes, por su práctica de toda forma de piedad, ese período otorgó muchas y hermosas guirnaldas. Tan preparados y decididos estaban a soportar con entusiasmo todo aquello por lo que Cristo corona a quienes han imitado su lucha por nosotros.

VI

Como la lucha debe ser necesariamente legal, y la ley del martirio nos prohíbe por igual ir voluntariamente a su encuentro (en consideración a los perseguidores y a los débiles) o rehuirlo si nos alcanza (pues lo primero demuestra temeridad, lo segundo, cobardía), en este sentido rindieron el debido honor al Legislador. No obstante, ¿cuál fue su plan, o mejor dicho, adónde los condujo la Providencia que los guió en todo? Se refugiaron en un sotobosque en las montañas del Ponto, de los cuales hay muchos profundos y de considerable extensión, con muy pocos compañeros de huida o ayudantes para sus necesidades. Que otros se maravillen de la duración de su huida, pues su huida fue excesivamente prolongada, de unos siete años o poco más, y su modo de vida, a pesar de su delicada crianza, era estrecho e inusual, como es de suponer, con la incomodidad de estar expuestos a las heladas, el calor y la lluvia. Además, el desierto impedía la camaradería y la conversación con amigos, una gran prueba para hombres acostumbrados a la compañía y el honor de un séquito numeroso. Pero procederé a hablar de algo aún mayor y más extraordinario: y nadie dejará de creerlo, salvo aquellos que, en su débil y peligroso juicio, menosprecian las persecuciones y los peligros por causa de Cristo.

VII

Estos nobles, afligidos por el paso del tiempo y con aversión a la comida común, anhelaban algo más apetitoso. No hablaban como Israel, pues no eran murmuradores (1Cor 10,10) como ellos, en sus aflicciones en el desierto, tras escapar de Egipto (que Egipto habría sido mejor para ellos que el desierto, con la abundante provisión de ollas de carne y otras exquisiteces que habían dejado allí, pues la fabricación de ladrillos y el barro no les parecían nada en su locura), sino de una manera más piadosa y fiel. ¿Por qué, decían, es increíble que el Dios de las maravillas, que alimentó generosamente (Ex 16:13) en el desierto a su pueblo desamparado y fugitivo, lloviendo pan sobre ellos y abundando en codornices, alimentándolos no solo con lo necesario, sino incluso con lujos? ¿Que él, que dividió el mar, detuvo el sol y partió el río, con todas las demás cosas que ha hecho? En tales circunstancias, la mente suele recurrir a la historia y cantar las alabanzas de las muchas maravillas de Dios. ¿Que él, continuaban, nos alimente hoy a nosotros, campeones de la piedad, con exquisiteces? Muchos animales que han escapado de las mesas de los ricos tienen sus guaridas en estas montañas, y muchas aves comestibles vuelan sobre nuestras cabezas anhelantes, cualquiera de las cuales seguramente puede ser capturada con el simple mandato de tu voluntad. Ante estas palabras, su presa yacía ante ellos, con la comida llegada por sí sola, un banquete completo preparado sin esfuerzo, ciervos apareciendo todos a la vez desde algún lugar de las colinas. ¡Qué espléndidos estaban! ¡Qué gordos! ¡Qué listos para la matanza! Casi podría imaginarse que estaban molestos por no haber sido llamados antes. Algunos hicieron señas para atraer a otros tras ellos, el resto los siguió. ¿Quién los persiguió y los condujo? Nadie. ¿Qué jinetes? ¿Qué clase de perros, qué ladridos, qué gritos, o jóvenes que habían ocupado las salidas según las reglas de la caza? Los prisioneros de la oración y la súplica justa. ¿Quién ha conocido una cacería semejante entre los hombres de este o de cualquier otro día?

VIII

¡Oh, qué maravilla! Ellos mismos eran los guardianes de la caza; lo que querían, lo capturaban por la mera voluntad de hacerlo; lo que sobraba, lo enviaban a la espesura, para otra comida. Los cocineros improvisaron, la cena exquisita, los invitados agradecieron este maravilloso anticipo de sus esperanzas. Y por ello se volvieron más fervientes en su lucha, a cambio de lo cual habían recibido esta bendición. Tal es mi historia. Y tú, mi perseguidor, en tu admiración por las leyendas, habla de tus cazadoras, de oriones y acteones, esos desafortunados cazadores, y de la cierva sustituida por la doncella, si algo así te inspira emulación, y si admitimos que esta historia no es leyenda. La continuación del relato es demasiado vergonzosa. Pues ¿de qué sirve el intercambio, si una doncella se salva para aprender a asesinar a sus invitados y a pagar la humanidad con inhumanidad? Que este ejemplo, tal como es, elegido entre muchos, represente el resto, en lo que a mí respecta. No lo he relatado para contribuir a su reputación, pues ni el mar necesita los ríos que desembocan en él, por muchos y caudalosos que sean, ni el objeto de mis elogios necesita ninguna contribución a su buena fama. ¡No! Mi objetivo es exhibir el carácter de sus antepasados y el ejemplo que tenía ante sus ojos, del cual él hasta ahora sobresalía. Pues si otros hombres encuentran una gran ventaja adicional recibir algo del honor de sus antepasados, es mucho mejor para él haber contribuido de tal manera al linaje original que la corriente parece haber corrido cuesta arriba.

IX

La unión de los padres de Basilio, cimentada como estaba por una comunidad de virtud, no menos que por la cohabitación, fue notable por muchas razones, especialmente por su generosidad hacia los pobres, su hospitalidad, su pureza de alma fruto de la autodisciplina, y por la dedicación a Dios de una parte de sus bienes, un asunto que aún no era tan apreciado por la mayoría de los hombres como lo es ahora, debido a ejemplos previos que la han distinguido, y por todos aquellos otros puntos que se han publicado por todo el Ponto y Capadocia, para satisfacción de muchos. En mi opinión, sin embargo, su mayor mérito para la distinción reside en la excelencia de sus hijos. La leyenda, sin duda, cuenta con ejemplos de hombres cuyos hijos fueron numerosos y hermosos, pero es la experiencia práctica la que nos ha presentado a estos padres, cuyo propio carácter, al margen del de sus hijos, bastó para su buena fama, mientras que el carácter de sus hijos los habría hecho, incluso sin su propia eminencia en virtud, superar a todos los hombres por la excelencia de sus hijos. El logro de la distinción, por parte de uno o dos de sus descendientes, podría atribuirse a su naturaleza, mas cuando todos son eminentes, el honor se debe claramente a quienes los criaron. Esto lo prueba la bendita lista de sacerdotes y vírgenes, y de aquellos que, al casarse, no permitieron que nada en su unión les impidiera alcanzar una reputación igual, y por lo tanto, hicieron que la distinción entre ellos consistiera en la condición, más que en el estilo de vida.

X

¿Quién no ha conocido a Basilio, el padre de nuestro arzobispo, un nombre glorioso para todos, que alcanzó la plegaria de un padre, si alguien, no diré que como nadie, lo hizo jamás? Pues superó a todos en virtud, y sólo su hijo le impidió alcanzar el primer premio. ¿Quién no ha conocido a Emmelia, cuyo nombre predijo lo que llegaría a ser, o bien cuya vida fue un ejemplo de su nombre? Pues tenía derecho al nombre que implica gracia, y ocupaba, para decirlo brevemente, el mismo lugar entre las mujeres que su esposo entre los hombres. Así que, cuando se decidió que él, en cuyo honor nos encontramos, debía ser entregado a los hombres para someterse a la servidumbre de la naturaleza, como cualquiera de la antigüedad ha sido dado por Dios para el bien común, no era apropiado que naciera de otros padres, ni que tuvieran otro hijo; y así, ambas cosas concurrieron convenientemente. En obediencia a la ley divina que nos manda honrar a los padres, he otorgado las primicias de mis alabanzas a aquellos a quienes he conmemorado, y procedo a tratar del propio Basilio, partiendo de la premisa, que creo que resultará cierta a todos los que lo conocieron, de que sólo necesitamos su propia voz para pronunciar su elogio (pues es a la vez un brillante objeto de alabanza, y el único cuyas facultades de oratoria lo hacen merecedor de tratarlo). Belleza, fuerza y tamaño, en los que veo que la mayoría de los hombres se regocijan, se los concedo a quien quiera (no porque incluso en estos puntos fuera inferior a cualquiera de esos hombres de mentes pequeñas que se dedican al cuidado del cuerpo, siendo aún joven y sin haber reducido aún la carne mediante la austeridad), sino para evitar el destino de los atletas torpes, que desperdician sus fuerzas en vanos esfuerzos tras objetivos insignificantes, y así son vencidos en la lucha crucial, cuyos resultados son la victoria y la distinción de la corona. El elogio que voy a reivindicar para él se basa en argumentos que nadie, creo, considerará superfluos o que estén fuera del alcance de mi discurso.

XI

Considero admitido por hombres sensatos que la primera de nuestras ventajas es la educación. Y no sólo ésta es nuestra forma más noble (que ignora los adornos retóricos y la gloria, y se aferra a la salvación y la belleza en los objetos de nuestra contemplación), sino también esa cultura externa que muchos cristianos aborrecen con mal juicio, por traicionera y peligrosa, y por alejarnos de Dios. Porque así como no debemos descuidar los cielos, la tierra, el aire y todas esas cosas, porque algunos se han apropiado erróneamente de ellos y honran las obras de Dios en lugar de a él, sino aprovecharlas al máximo para nuestra vida y disfrute, mientras evitamos sus peligros; No levantando la creación, como hacen los hombres insensatos, en rebelión contra el Creador, sino aprehendiendo al Obrero desde las obras de la naturaleza y, como dice el divino apóstol, llevando cautivo todo pensamiento a Cristo (2Cor 10,5). Además, como sabemos que ni el fuego, ni la comida, ni el hierro, ni ningún otro elemento, es en sí mismo más útil o más dañino, excepto según la voluntad de quienes lo usan; y como hemos compuesto medicinas saludables de ciertos reptiles, así también de la literatura secular hemos recibido principios de investigación y especulación, mientras que hemos rechazado su idolatría, terror y pozo de destrucción. Es más, incluso estos nos han ayudado en nuestra religión, al percibir el contraste entre lo peor y lo mejor, y al fortalecer nuestra doctrina a partir de la debilidad de la suya. No debemos, pues, deshonrar la educación porque a algunos les guste, sino más bien suponer que son groseros e incultos, que desean que todos sean como ellos, para ocultarse en la generalidad y evitar que se descubra su falta de cultura. En fin, tras este esbozo de nuestro tema y estas admisiones, contemplemos la vida de Basilio.

XII

En sus primeros años, fue Basilio envuelto y formado con esa pureza suprema que el divino David describe como un proceso cotidiano, en contraste con el nocturno, bajo la tutela de su gran padre, reconocido en aquellos días por Ponto como su maestro común de virtud. Bajo su tutela, pues, a medida que la vida y la razón crecían y se elevaban juntas, nuestro ilustre amigo fue educado. Fue educado, pero no alardeando de una cueva en la montaña de Tesalia como taller de su virtud, ni de algún fanfarrón centauro, tutor de los héroes de su época. Tampoco se le enseñó bajo tal tutela a cazar liebres, a abatir cervatillos, a cazar ciervos, a sobresalir en la guerra o a domar potros, utilizando al mismo tiempo como maestro y caballo; ni se nutrió de los fabulosos tuétanos de ciervos y leones, sino que fue instruido en la educación general, se ejercitó en el culto a Dios y, en resumen, fue guiado por instrucciones elementales hacia su futura perfección. Quienes triunfan en la vida o en las letras, pero son deficientes en lo otro, no me parecen diferir en nada de los tuertos, cuya pérdida es grande, pero su deformidad mayor, tanto a sus propios ojos como a los de los demás. Mientras que quienes alcanzan la eminencia en ambas por igual, y son ambidiestros, ambos poseen la perfección y pasan la vida con la bienaventuranza del cielo. Esto es lo que le aconteció a quien tuvo en casa un modelo de virtud en el bien hacer, cuya sola visión lo hizo excelente desde el principio. Así como vemos a potros y terneros saltando junto a sus madres desde su nacimiento, así también él, corriendo junto a su padre en la ligereza de un potro, sin quedarse muy atrás en sus elevados impulsos hacia la virtud, o si se quiere, esbozando y mostrando rastros de la futura belleza de su virtud, y dibujando los contornos de la perfección antes de que llegara el momento de la perfección.

XIII

Una vez suficientemente instruido en casa, como debía ser para no desmerecer en ningún aspecto de la excelencia, ni ser superado por la incansable abeja que recoge lo más útil de cada flor, partió Basilio hacia la ciudad de Cesarea para ocupar su lugar en las escuelas de allí; me refiero a esta ilustre ciudad nuestra, pues fue la guía y maestra de mis estudios, la metrópoli de las letras, no menos que de las ciudades en las que sobresale y reina (de hecho, si alguien la privara de su poder literario, la despojaría de su más bella y especial distinción). Otras ciudades se enorgullecen de otros ornamentos, antiguos o recientes, para que tengan algo que describir o ver. Las letras constituyen nuestra distinción aquí, y son nuestra insignia, como en el campo de batalla o en el escenario. Su vida posterior permitió que quienes lo entrenaron, o disfrutaron de su entrenamiento, detallaran lo que fue para sus maestros, lo que fue para sus compañeros de clase, igualando a los primeros, superando a los segundos en toda forma de cultura. El renombre que ganó en poco tiempo de todos, tanto del pueblo llano como de los líderes del estado, muestra una cultura que superaba su edad, y una firmeza de carácter que la superaba. Muestra un orador entre oradores, incluso antes de la cátedra de los retóricos, un filósofo entre los filósofos, incluso antes de las doctrinas de los filósofos. Y sobre todo, un sacerdote entre los cristianos, incluso antes del sacerdocio. Tanta deferencia le fue mostrada en todos los aspectos por todos. La elocuencia fue su obra secundaria, de la cual seleccionó lo suficiente como para que le sirviera de ayuda en la filosofía cristiana, ya que este poder es necesario para exponer los objetos de nuestra contemplación (de hecho, una mente que no puede expresarse es como el movimiento de un hombre en letargo). Su búsqueda era la filosofía, y la ruptura con el mundo, y la comunión con Dios, preocupándose, entre las cosas de abajo, con las cosas de arriba, y ganando, donde todo es inestable y fluctuante, las cosas que son estables y permanecen.

XIV

De allí partió Basilio a Bizancio, la capital imperial del Oriente, pues se distinguía por la eminencia de sus maestros retóricos y filosóficos, cuyas valiosísimas lecciones asimiló pronto gracias a la rapidez y la fuerza de sus facultades. De allí fue enviado por Dios, y por su generoso anhelo de cultura, a Atenas, la cuna de las letras, una ciudad verdaderamente dorada y la patrona de todo lo bueno. Atenas me llevó a conocer a Basilio con mayor profundidad (aunque no me era desconocido antes), y en ella, y en mi búsqueda de las letras, alcancé la felicidad. De otra manera, tuve la misma experiencia que Saúl (1Sm 9,3), quien, buscando los asnos de su padre, encontró un reino y obtuvo incidentalmente algo más importante que el objetivo que tenía en mente. Hasta ahora mi camino ha sido claro, guiándome en mis elogios por un camino llano y fácil, de hecho, un camino real. De ahora en adelante no sé cómo hablar ni adónde ir, pues mi tarea se está volviendo ardua. Estoy ansioso, y aprovecho esta oportunidad para añadir algo de mi propia experiencia a mi discurso y para detenerme un poco en la enumeración de las causas y circunstancias que originaron nuestra amistad, o para ser más precisos, nuestra unidad de vida y naturaleza. En efecto, así como nuestros ojos no están dispuestos a apartar la mirada de los objetos atractivos, y si los apartamos con violencia suelen volver a ellos, así también nos detenemos en la descripción de lo que nos resulta más dulce. Me temo la dificultad de la empresa. Intentaré, sin embargo, usar toda la moderación posible. Si me siento abrumado por el arrepentimiento, perdone este sentimiento, el más justo de todos, cuya ausencia sería una gran pérdida a los ojos de los hombres sensibles.

XV

Atenas nos contenía, como dos brazos de un río, pues tras abandonar la fuente común de nuestra patria, nos habíamos separado en nuestra diversa búsqueda de la cultura, y ahora estábamos unidos de nuevo por el impulso de Dios, no menos que por nuestro propio acuerdo. Lo precedí un poco, pero él pronto me siguió, para ser recibido con gran y brillante esperanza, pues ya dominaba él muchos idiomas antes de su llegada, y era una gran cosa para cualquiera de nosotros superar al otro en la consecución de algún objetivo de estudio. Como condimento para cualquier discurso, bien puedo añadir una breve narración, que servirá de recordatorio para quienes la conocen y de fuente de información para quienes no. La mayoría de los jóvenes de Atenas, en su locura, están obsesionados con la habilidad retórica; no sólo los de baja cuna y desconocidos, sino incluso los nobles e ilustres, entre la multitud de jóvenes difíciles de controlar. Son como hombres apasionados por los caballos y las exhibiciones, como vemos en las carreras de caballos; Saltan, gritan, levantan nubes de polvo, conducen en sus asientos, golpean el aire (en lugar de los caballos) con sus dedos como látigos, uncen y desucen los caballos (aunque no son de los suyos), intercambian fácilmente conductores, caballos, puestos, líderes: ¿y quiénes son los que hacen esto? A menudo, compañeros pobres y necesitados, sin medios para mantenerse ni un solo día. Así es como se sienten los estudiantes con respecto a sus propios tutores y sus rivales, en su afán por aumentar su propio número y así enriquecerse. El asunto es absolutamente absurdo y tonto, pues ciudades, caminos, puertos, cimas de montañas, costas, son tomadas. En resumen, cada parte del Ática, o del resto de Grecia, con la mayoría de los habitantes, porque incluso estos se han dividido entre los partidos rivales.

XVI

Siempre que un recién llegado llega y cae en manos de quienes lo acosan, ya sea por la fuerza o voluntariamente, observan esta ley ática, que combina la broma y la seriedad. Primero es conducido a casa de uno de los primeros en recibirlo, o de sus amigos, parientes, compatriotas o de aquellos eminentes en debates y argumentadores, y por lo tanto especialmente respetados entre ellos, y su recompensa consiste en ganar adeptos. A continuación, es sometido a las burlas de cualquiera que esté dispuesto, supongo con la intención de frenar la presunción de los recién llegados y someterlos de inmediato. Las burlas son más insolentes o argumentativas, según la grosería o el refinamiento del que las provoca; y la actuación, que parece aterradora y brutal para quienes la desconocen, resulta para quienes la han experimentado muy agradable y humana, pues sus amenazas son fingidas más que reales. A continuación, lo conducen en procesión por la plaza del mercado hasta los baños. La procesión la forman los encargados de llevarla a cabo en honor del joven, quienes se disponen en dos filas separadas por un intervalo y lo preceden hasta los baños. Pero al acercarse, gritan y saltan como posesos, gritando que no deben avanzar, sino quedarse, ya que el baño no los admite; y al mismo tiempo, asustan al joven llamando furiosamente a las puertas. Tras permitirle entrar, le otorgan la libertad y lo reciben después del baño como a un igual, como a uno de ellos. Consideran que esta es la parte más agradable de la ceremonia, ya que supone un intercambio rápido y un alivio de las molestias. En esta ocasión, no sólo me negué a avergonzar a mi amigo Basilio, por respeto a la seriedad de su carácter y la madurez de su razonamiento, sino que también convencí a todos los demás estudiantes, que por casualidad no lo conocían, a que lo trataran igual. Pues desde el principio fue respetado por la mayoría, pues su reputación lo precedía. El resultado fue que Basilio fue el único que evitó la regla general y recibió un honor mayor que el que corresponde a un puesto de novato.

XVII

Este fue el preludio de nuestra amistad, la chispa que encendió nuestra unión y la herida del amor mutuo. Entonces sucedió algo similar, pues creo que es justo no omitirlo. Considero que los armenios no son una raza simple, sino muy astutos y taimados. En ese momento, algunos de sus camaradas y amigos más cercanos, que habían sido íntimos de él incluso en los primeros días de la instrucción de su padre, pues eran miembros de su escuela, se acercaron a él con el pretexto de la amistad, pero con envidia y no con buenas intenciones, y le plantearon preguntas más bien de tipo disputativo que racional, intentando abrumarlo desde el primer momento, pues conocían sus dotes naturales originales e incapaces de soportar el honor que entonces había recibido. Les pareció extraño que quienes se habían puesto sus hábitos, y se habían ejercitado en el grito, no pudieran vencer a un extraño y novicio. Yo también, en mi vano amor por Atenas, y confiando en sus declaraciones sin percibir su envidia (cuando cedían y les daban la espalda), e indignado de que la reputación de Atenas fuera destruida y tan rápidamente avergonzada, apoyé a los jóvenes y restablecí la discusión, y con la ayuda de mi peso adicional (pues en tales casos un pequeño añadido marca la diferencia) y, como dice el poeta, "igualé sus fuerzas en la contienda". No obstante, cuando percibí el motivo secreto de la disputa, que ya no podía contenerse, y finalmente quedó claramente expuesto, retrocedí de inmediato y me retiré de sus filas para ponerme de su lado y hacer que la victoria fuera decisiva. Se alegró de inmediato con lo sucedido, pues su sagacidad era notable, y lleno de celo, para describirlo con detalle en el lenguaje de Homero, persiguió confusamente a aquellos valientes jóvenes y, atacándolos con silogismos, sólo cesó cuando fueron derrotados por completo, y él había ganado claramente los honores debidos a su poder. Así se encendió de nuevo, ya no una chispa, sino una llama manifiesta y conspicua de amistad.

XVIII

Habiendo resultado infructuosos sus esfuerzos, mientras se culpaban severamente de su propia temeridad, me irritaron tanto que estalló en abierta hostilidad y en una acusación de traición, no sólo hacia ellos, sino hacia la propia Atenas, pues habían sido refutados y avergonzados a la primera por un solo estudiante que ni siquiera tuvo tiempo de ganar confianza. Según ese sentimiento humano que nos hace, cuando de repente hemos alcanzado las altas esperanzas que hemos abrigado, considerar sus resultados inferiores a nuestras expectativas, Basilio estaba disgustado y molesto, y no pudo alegrarse de su llegada. Buscaba lo que esperaba, y llamaba a Atenas una felicidad vacía. Yo intenté disipar su enojo, tanto mediante la discusión como con los encantos del razonamiento. Le alegué que la disposición de un hombre no se puede detectar de inmediato, sin una asociación prolongada y constante, y que la cultura tampoco se revela a quienes la prueban, tras algunos esfuerzos y en poco tiempo. De esta manera, le devolví la alegría, y gracias a esta experiencia mutua, Basilio se unió más estrechamente a mí.

XIX

Con el paso del tiempo, cuando reconocimos nuestro afecto mutuo, y esa filosofía era nuestro objetivo, nos unimos en cuerpo y alma, compañeros de piso, comensales, íntimos, con un único objetivo en la vida, con un afecto mutuo cada vez más intenso y profundo. El amor por las atracciones corporales, al ser sus objetos fugaces, es tan fugaz como las flores de la primavera (pues la llama no puede sobrevivir cuando el combustible se agota y se desvanece junto con lo que la enciende, ni el deseo perdura cuando su incentivo se desvanece). No obstante, el amor piadoso y contenido, al ser su objeto estable, no sólo es más duradero, sino que, cuanto más plena es su visión de la belleza, más estrechamente une a sí mismo y a los corazones de aquellos cuyo amor tiene un mismo objeto. Esta es la ley de nuestro amor sobrehumano. Siento que me estoy dejando llevar indebidamente, y no sé cómo abordar este punto, pero no puedo evitar describirlo. Si he omitido algo, parece, inmediatamente después, de importancia apremiante y de mayor trascendencia que lo que hubiera preferido mencionar. Si alguien me obliga a seguir adelante tiránicamente, me convierto en un pólipo que, al ser sacado de sus agujeros, se aferra con sus ventosas a las rocas y no puede desprenderse hasta que la última de estas haya ejercido sobre él la fuerza necesaria. Si me lo permiten, mi petición será válida; si no, tendré que aceptarla.

XX

Tales eran nuestros sentimientos mutuos cuando, como dice Píndaro, "sosteníamos nuestra sólida habitación con columnas de oro", mientras avanzábamos bajo la influencia conjunta de la gracia de Dios y nuestro propio afecto. ¡Oh! ¿Cómo puedo mencionar estas cosas sin llorar? Nos impulsaban esperanzas iguales en una búsqueda especialmente odiosa para la envidia: la de las letras. Sin embargo, desconocíamos la envidia, y la emulación nos era útil. Luchábamos, no cada uno por obtener el primer puesto, sino por cedérselo al otro; pues hacíamos nuestra la reputación del otro. Parecíamos tener una sola alma, habitando dos cuerpos. Y si bien no debemos creer a quienes afirman que "todo está en todos", en nuestro caso era digno de fe, pues así vivíamos el uno en el otro y con el otro. Nuestro único interés era la virtud y vivir para las esperanzas venideras, tras habernos retirado de este mundo, antes de nuestra partida. Con esta perspectiva, dirigíamos toda nuestra vida y acciones, bajo la guía del mandamiento, mientras afilábamos mutuamente nuestras armas de virtud. Si bien esto no es gran cosa, siendo una regla y un modelo para cada uno, para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. Nuestros compañeros no eran los más disolutos, sino los más sobrios de nuestros camaradas; no los más belicosos, sino los más pacíficos, cuya intimidad era sumamente provechosa. En efecto, ellos sabían que es más fácil contaminarse con el vicio que impartir virtud, así como es más fácil contagiarse de una enfermedad que dar salud. Nuestros estudios más preciados no eran los más placenteros, sino los más excelentes, siendo este un medio para formar mentes jóvenes en un molde virtuoso o vicioso.

XXI

Conocíamos dos caminos, el primero de mayor valor, el segundo de menor trascendencia, uno que conducía a nuestros edificios sagrados y a los maestros que allí se encontraban, el otro a los instructores seculares. Dejamos todos los demás a quienes los siguieran (a fiestas, teatros, reuniones, banquetes), pues nada tiene valor, salvo lo que conduce a la virtud y al perfeccionamiento de sus devotos. Cada hombre tiene nombres diferentes, derivados de sus padres, sus familias, sus ocupaciones, sus hazañas: teníamos un solo oficio y nombre: ser y ser llamados cristianos, algo que pensábamos más que Giges del giro de su anillo (si no es una leyenda), de la que dependía su soberanía lidia; o que Midas del oro por el que pereció, en respuesta a su oración de que todo lo que poseía se convirtiera en oro (otra leyenda frigia). ¿Por qué habría de hablar de la flecha del hiperbóreo Abaris o del argivo Pegaso, para quienes volar por los aires no fue tan importante como para nosotros nuestra ascensión a Dios, con la ayuda mutua y en colaboración? Por muy dañina que fuese Atenas para otros en lo espiritual, y esto no es poca cosa para los piadosos, pues la ciudad es más rica en esas riquezas malignas (o ídolos) que el resto de Grecia, y es difícil evitar dejarse llevar por sus devotos y seguidores, nosotros, con la mente cerrada y fortificada contra esto, no sufrimos daño alguno. Al contrario, por extraño que parezca, nos afianzamos más en la fe al percibir su engaño e irrealidad, lo que nos llevó a despreciar a estas divinidades en el mismo lugar de su culto. Si existe un río que fluye con agua dulce a través del mar, o un animal que puede danzar en el fuego, el consumidor de todo, así éramos nosotros entre todos nuestros camaradas.

XXII

Lo mejor de todo es que estábamos rodeados por una banda nada innoble, bajo su instrucción y guía, y disfrutando de los mismos objetivos, mientras corríamos a pie junto a ese carro lidio, de su mismo recorrido y disposición. Así nos hicimos famosos, no sólo entre nuestros maestros y camaradas, sino incluso en toda Grecia, y especialmente a los ojos de sus hombres más distinguidos. Incluso traspasamos sus fronteras, como lo demostraron muchos testimonios. Pues nuestros instructores eran conocidos por todos los que conocían Atenas, y todos los que los conocían nos conocían como tema de conversación, siendo considerados, o se oía hablar de ellos, como una pareja ilustre. Orestes y Pílades no eran nada para ellos comparados con nosotros, ni con los hijos de Molione, las maravillas del pergamino homérico, célebres por su unión en la desgracia y su espléndida conducción, compartiendo las riendas y el látigo por igual. Sin darme cuenta, me he visto obligado a elogiarme a mí mismo de una manera que no habría permitido en otro. De hecho, no es de extrañar que aquí me haya beneficiado en cierta medida su amistad, y que, así como en vida me ayudó en la virtud, su partida haya contribuido a mi renombre. Por ello, debo volver a mi camino.

XXIII

¿Quién poseía tal grado de prudencia propia de la vejez, incluso antes de encanecer?, pues con esto define Salomón la vejez (Sb 4,8). ¿Quién fue tan respetuoso con ancianos y jóvenes, y no sólo con nuestros contemporáneos, sino incluso con quienes lo precedieron? ¿Quién, debido a su carácter, necesitaba menos educación? ¿Quién, incluso con su carácter, estaba tan imbuido de erudición? ¿Qué rama del saber no recorrió, y con un éxito sin precedentes, aprobándolas todas como nadie más, y alcanzando tal eminencia en cada una, como si hubiera sido su único estudio? Las dos grandes fuentes de poder en las artes y las ciencias, la habilidad y la aplicación, se combinaban en Basilio por igual. Debido a su dedicación, apenas necesitaba la rapidez natural, y esta le hacía innecesario esforzarse; y tal era la cooperación y unidad de ambas, que era difícil ver en cuál de las dos destacaba más. ¿Quién tuvo tal poder en Retórica, que resuena con la fuerza del fuego, a pesar de lo diferente que era su disposición de la de los retóricos? ¿Quién en Gramática, que perfecciona nuestras lenguas en griego, compila historia, preside la métrica y legisla para los poemas? ¿Quién en Filosofía, esa ciencia realmente elevada y de alto alcance, ya sea práctica y especulativa, o en esa parte de ella cuyas oposiciones y luchas se centran en demostraciones lógicas que se llama Dialéctica, y en la que era más difícil eludir sus esfuerzos verbales, si era necesario, que escapar de los laberintos? De Astronomía, Geometría y proporción numérica poseía tal dominio, que no podía ser desconcertado por aquellos que son hábiles en tales ciencias. En efecto, despreciaba Basilio la dedicación excesiva a ellas, por inútil para quienes desean la piedad, de modo que es posible admirar lo que eligió más que lo que descuidó, o lo que descuidó más que lo que eligió. La Medicina, fruto de la filosofía y el trabajo, le fue indispensable debido a su delicadeza física y al cuidado de los enfermos. Desde estos inicios, alcanzó la maestría en el arte, no solo en sus ramas empíricas y prácticas, sino también en su teoría y principios. No obstante, ¿qué son estos, por ilustres que sean, comparados con la disciplina moral del hombre? Para quienes lo conocieron, Minos y Radamanto eran meras nimiedades, a quienes los griegos consideraban dignos de las praderas de Asfódelo y las llanuras Elíseas, que son sus representaciones de nuestro Paraíso, derivadas de los libros de Moisés que también son nuestros, pues aunque sus términos son diferentes, a esto es a lo que se refieren con otros nombres.

XXIV

Así era Basilio, y su galeón estaba cargado con todo el saber alcanzable por la naturaleza humana, pues más allá de Cádiz no hay paso. No quedaba otra necesidad que la de elevarnos a una vida más perfecta y aferrarnos a las esperanzas en las que coincidimos. El día de nuestra partida se acercaba, con sus consiguientes discursos de despedida y escolta, sus invitaciones a regresar, sus lamentaciones, abrazos y lágrimas. En efecto, no hay nada más doloroso para nadie que la separación de Atenas y de los demás, para quienes han sido camaradas allí. En aquella ocasión se presenció un espectáculo lastimero, digno de ser recordado. A nuestro alrededor se agrupaban nuestros compañeros de estudios, de clase y algunos de nuestros profesores, diciendo entre súplicas, violencia y persuasión que, pasara lo que pasara, no nos dejarían ir; diciendo y haciendo todo lo que un hombre en apuros podía hacer. Aquí presentaré una acusación contra mí mismo, y también, por atrevido que sea, contra esa alma divina e irreprochable. Basilio, al detallar las razones de su ansia por regresar a casa, logró convencerlos de que no lo retuvieran, y se vieron obligados, aunque a regañadientes, a aceptar su partida. Yo me quedé en Atenas, en parte porque me habían convencido, y en parte porque él me había traicionado, tras haber sido persuadido de abandonar y entregar a sus captores a quien se negó a abandonarlo. De hecho, consideraba que esto era como cortar un cuerpo en dos, con la destrucción de cualquiera de las partes, o como separar a dos bueyes que han compartido el mismo pesebre y el mismo yugo, entre lamentables mugidos uno tras otro en protesta por la separación. Sin embargo, mi pérdida no fue de larga duración, pues no podía soportar por mucho tiempo que me vieran en una situación lamentable, ni tener que rendir cuentas a todo el mundo por nuestra separación. Después de una breve estancia en Atenas, mi anhelante deseo me hizo, como el caballo de Homero, romper las ataduras de los que me sujetaban y, brincando por las llanuras, correr hacia mi compañero.

XXV

A nuestro regreso, tras una breve indulgencia con el mundo y el teatro, suficiente para satisfacer el deseo general, no por inclinación al espectáculo teatral, pronto nos independizamos y, tras ser promovidos de niños imberbes a hombres, avanzamos audazmente en el camino de la filosofía, pues aunque ya no estábamos juntos, pues la envidia no lo permitía, nos unía nuestro ardiente deseo. La ciudad de Cesarea lo adoptó como segundo fundador y mecenas, pero con el tiempo estuvo ausente ocasionalmente, por necesidad debido a nuestra separación y en vista de nuestro decidido camino filosófico. La atención diligente a mis ancianos padres, y una serie de infortunios, me mantuvieron separado de Basilio (quizás sin derecho ni justicia, pero así fue). A esta causa me inclino a atribuir todas las inconsistencias y dificultades que han azotado mi vida, y los obstáculos en el camino de la filosofía, que han sido indignos de mi deseo y propósito. En cuanto a mi destino, que me lleve donde Dios quiera, sólo que su curso sea mejor por su intercesión. En cuanto a Basilio, el amor multiforme de Dios hacia el hombre (Tt 3,4) y su providencial cuidado por nuestra raza, tras mostrar sus méritos en muchas circunstancias con mayor brillantez, lo establecieron como una luz conspicua y célebre para la Iglesia, al ascenderlo a los santos tronos del sacerdocio, para resplandecer, a través de la ciudad de Cesarea, al mundo entero. ¿Y de qué manera? No mediante un ascenso precipitado, ni purificándolo y haciéndolo sabio de inmediato (como es costumbre entre muchos candidatos actuales), sino otorgándole el honor según el debido orden de avance espiritual.

XXVI

No alabo el desorden ni la irregularidad que a veces existen entre nosotros, incluso entre quienes presiden el santuario. No me atrevo, ni es justo, a acusarlos a todos. Apruebo la costumbre náutica, que primero da el remo al futuro timonel, y luego lo conduce a la popa, le confía el mando y lo sienta al timón, sólo después de un largo recorrido de navegar y observar los vientos. Como sucede también en asuntos militares, este orden (soldado raso, capitán, general) es el mejor y más ventajoso. Y si así fuera en nuestro caso, sería de gran utilidad. No obstante, tal como están las cosas, existe el peligro de que el más sagrado de todos los cargos sea el más ridículo entre nosotros, pues el ascenso no depende de la virtud (sino de la villanía), y los tronos sagrados no recaen en los más dignos (sino en los más poderosos). Por ejemplo, Samuel, el vidente del futuro, está entre los profetas, pero también lo está Saúl, el rechazado. Roboam, hijo de Salomón, está entre los reyes, pero también Jeroboam, el esclavo y apóstata. En definitiva, no hay médico ni pintor que no haya estudiado primero la naturaleza de las enfermedades (mezclado diversos colores o practicado el dibujo), pero sí es fácil encontrar un prelado sin formación laboriosa, "sembrado y brotando en un instante" (como dice la leyenda de los gigantes). Fabricamos a los que son santos en un día, y exhortamos a ser sabios a quienes no han recibido instrucción y no han contribuido previamente a su dignidad, salvo la voluntad. Así, un hombre se contenta con una posición inferior y permanece en su estado inferior, quien es digno de uno elevado y ha meditado mucho en las palabras inspiradas y ha reducido la carne mediante muchas leyes a la sujeción al espíritu; mientras que el otro altivamente toma precedencia y levanta la ceja ante sus superiores, y no tiembla ante su posición ni se horroriza al ver al hombre disciplinado debajo de él, y erróneamente se supone superior en sabiduría así como en rango, habiendo perdido el sentido bajo la influencia de su posición.

XXVII

No fue éste el caso de nuestro gran e ilustre Basilio, pues en esta gracia, como en todas las demás, fue un ejemplo público. Primero leyó al pueblo los libros sagrados (aunque ya sabía explicarlos), y no se consideró digno de este rango en el santuario, y así procedió a alabar al Señor en la sede de los presbíteros, y después en la de los obispos, alcanzando el cargo no por astucia ni por violencia, o para buscar el honor y el favor humano, sino como de Dios y de la divinidad. No obstante, el relato de su obispado debe posponerse, pues he de detenerme antes en su ministerio subordinado.

XXVIII

Siendo ministro subordinado, surgió un desacuerdo entre Basilio y su obispo (del cual es mejor pasar por alto su origen y carácter). Era su predecesor un hombre en muchos aspectos noble, y admirable por su piedad, como lo demostraron la persecución de la época y la oposición que se le oponía. Sin embargo, sus sentimientos contra Basilio eran propios de los hombres, pues Momo se aferra no sólo al vulgo sino también a los mejores, de modo que sólo a Dios le corresponde estar completamente libre de tales sentimientos y a salvo de ellos. Una parte aún más eminente y sabia de la Iglesia se rebeló contra él, si es que son más sabios que la mayoría quienes se han separado del mundo y consagrado su vida a Dios. Me refiero a los nazareos de nuestros días, y a quienes se dedican a tales actividades. En concreto, les resultó molesto que su jefe fuera desatendido, insultado y rechazado, y se aventuraron en una acción sumamente peligrosa. Decidieron rebelarse y separarse del cuerpo de la Iglesia (que no admite facción), separando consigo a una fracción considerable del pueblo, tanto de los rangos más bajos como de los de mayor posición. Esto fue sumamente fácil debido a tres razones muy importantes. En primer lugar, el hombre gozaba de una reputación superior a la de cualquier otro, creo, filósofo de nuestro tiempo, y era capaz, si lo deseaba, de inspirar coraje a los conspiradores. En segundo lugar, su oponente era sospechoso en la ciudad, debido al tumulto que acompañó a su institución, de haber obtenido su ascenso de forma arbitraria, sin atenerse a las leyes y cánones. En tercer lugar, estaban presentes allí algunos obispos de Occidente, atrayendo a todos los miembros ortodoxos de la Iglesia.

XXIX

¿Qué hizo entonces nuestro noble amigo Basilio, el discípulo del Pacífico? No era su costumbre resistir a sus calumniadores o partidarios, ni le correspondía luchar ni desgarrar el cuerpo de la Iglesia, que por otras razones era objeto de ataques, y difícilmente se salvaba, del gran poder de los herejes. Con mi consejo y sincero aliento al respecto, partió conmigo hacia el Ponto y presidió allí los lugares de contemplación. Él mismo también fundó uno digno de mención, al acoger el desierto junto con Elías y Juan, aquellos profesores de austeridad, pensando que esto le sería más provechoso que forjar cualquier plan en relación con la coyuntura actual, indigno de su filosofía, y arruinar en un momento de tormenta el rumbo recto que estaba siguiendo, donde las oleadas de disputa se calmaron. Sin embargo, por muy filosófico que fuera su retiro, encontraremos su regreso aún más maravilloso, porque así fue.

XXX

Mientras estábamos así ocupados, surgió repentinamente una nube de granizo, con un rugido tan destructivo que abrumó a todas las iglesias sobre las que irrumpió. En efecto, se apoderó de ellas un emperador muy aficionado al oro y sumamente hostil a Cristo, infectado con estas dos gravísimas enfermedades: la avaricia y la blasfemia. En definitiva, un emperador perseguidor que sucedió al emperador perseguidor y, a su vez, al apóstata (no ciertamente un apóstata, aunque no mejor para los cristianos, que adoran a la Trinidad y la llaman "la única devoción verdadera y doctrina salvadora"). En efecto, nosotros no dividimos la divinidad en porciones, ni expulsamos de sí misma mediante distanciamientos antinaturales la única e inaccesible naturaleza, ni curamos un mal con otro, sino que destruimos la impía confusión de Sabelio mediante una separación y división más impías. Éste fue el error de Arrio, cuyo nombre revela su locura, el perturbador y destructor de gran parte de la Iglesia. En efecto, Arrio no honró al Padre, al deshonrar a su descendencia con sus desiguales grados de divinidad. En cambio, nosotros reconocemos una sola gloria del Padre (la igualdad del Unigénito) y una sola gloria del Hijo (la del Espíritu). Y sostenemos que subordinar a cualquiera de los tres es destruir el todo. A éstos los adoramos y reconocemos como tres en sus propiedades, pero uno en su divinidad. Sin embargo, él no tenía tal idea, siendo incapaz de alzar la vista, pero siendo degradado por quienes lo guiaban, se atrevió a degradar junto con él mismo incluso la naturaleza de la divinidad, y se convirtió en una criatura malvada reduciendo la majestad a la esclavitud, y alineando con la creación la naturaleza increada y eterna.

XXXI

Tal era la mentalidad de este emperador, y con tanta impiedad se lanzó contra nosotros. Por ello, debemos considerarlo como una incursión bárbara más que, en lugar de destruir murallas, ciudades, casas y otras cosas de escaso valor, hechas a mano y restaurables, desató sus estragos en las almas. Un ejército digno se unió a su asalto, el de los malvados gobernantes de las iglesias, y acérrimos gobernantes de su Imperio mundial. Algunas de las iglesias que ahora controlaban, otras las atacaban, otras esperaban conquistarlas mediante la ya ejercida influencia del emperador y la violencia con la que amenazaba. En su propósito de pervertir la nuestra, su confianza se basaba especialmente en la mezquindad de los que he mencionado, la inexperiencia de nuestro prelado y las debilidades que prevalecían entre nosotros. La lucha sería feroz. El celo de numerosas tropas distaba mucho de ser innoble, pero su despliegue era débil, debido a la falta de un líder y estratega que luchara por ellas con el poder de la Palabra y del Espíritu. ¿Qué hizo entonces esta alma noble, magnánima y verdaderamente amante de Cristo? No se necesitaron muchas palabras para solicitar su presencia y ayuda. En cuanto me vio en mi misión, pues la lucha por la fe era común a ambos, cedió a mi súplica; y decidió, por una excelente distinción, basada en razones espirituales, que el momento de la meticulosidad (si es que podemos ceder a tales sentimientos) es un momento de seguridad, pero que se requiere paciencia en la hora de la necesidad. Inmediatamente regresó conmigo del Ponto y, como voluntario celoso, se unió a la lucha por la verdad en peligro y se dedicó al servicio de su madre, la Iglesia.

XXXII

¿Acaso sus esfuerzos reales no alcanzaron su celo inicial? ¿Estaban guiados por la valentía, pero no por la prudencia ni la habilidad, mientras él rehuía el peligro? Y a pesar de su perfección sin precedentes en todos estos puntos, ¿aún le quedaba algún rastro de irritación? Lejos de eso, Basilio se reconcilió de inmediato, y participó en cada plan y esfuerzo. Quitó todas las espinas y obstáculos que se interponían en nuestro camino, en los que el enemigo confiaba para atacarnos. Agarró uno, agarró a otro, apartó a un tercero. Se convirtió para algunos en un muro y una muralla sólida (Jer 1,18), para otros en un hacha que desmenuza la roca, o en un fuego entre los espinos, como dice la Sagrada Escritura, destruyendo fácilmente a los que insultaban a la divinidad. Si su Bernabé, que habla y registra estas cosas, fue útil a Pablo en la lucha, es a Pablo a quien debemos agradecer por haberlo elegido y hacerlo su compañero en la lucha.

XXXIII

Así fracasó el enemigo, y hombres ruines (como eran) por primera vez fueron humillados y vencidos, aprendiendo a no despreciar a los capadocios, entre todos los hombres del mundo, cuyas cualidades especiales son la firmeza en la fe y la leal devoción a la Trinidad; a quienes deben su unidad y fuerza, y de quienes reciben una ayuda aún mayor y más fuerte de la que pueden dar. El siguiente objetivo de Basilio fue conciliar al prelado, disipar sospechas y persuadir a todos que la irritación que se había sentido se debía a la tentación y el esfuerzo del Maligno, en su envidia de la virtuosa concordia, el cumplimiento escrupuloso de las leyes de la obediencia y el orden espiritual. Por consiguiente, lo visitó con instrucciones y consejos. Aunque obediente a sus deseos, lo era todo para él: un buen consejero, un hábil asistente, un expositor de la divina voluntad, un guía de conducta, un apoyo para su vejez, un apoyo para la fe, el más fiel de los de dentro, el más práctico de los de fuera. En una palabra, tan inclinado a la buena voluntad como se le había considerado hostil. Así, el poder de la Iglesia llegó a sus manos casi, si no del todo, en igual grado que al ocupante de la sede. A cambio de su buena voluntad, se le correspondía con autoridad, y su armonía y combinación de poder era admirable. Uno era el líder del pueblo, y el otro su líder, como un leonero, calmando hábilmente al poseedor del poder. Recién instalado en la sede, y aún algo bajo la influencia del mundo, y aún sin la fuerza del Espíritu, en medio de la marea creciente de enemigos que asaltaban la Iglesia, necesitaba a alguien que lo tomara de la mano y lo apoyara. En consecuencia, aceptó la alianza y se imaginó conquistador de aquel que lo había conquistado.

XXXIV

Del cuidado y protección de Basilio por la Iglesia, hay muchas otras señales: su audacia hacia los gobernadores y otros hombres poderosos de la ciudad; las decisiones en las disputas, aceptadas sin vacilación y ejecutadas con su simple palabra, siendo su inclinación considerada decisiva; su apoyo a los necesitados, la mayoría en dificultades espirituales, y no pocos también en dificultades físicas (pues esto también influye a menudo en el alma y la somete por su bondad); el apoyo a los pobres, la hospitalidad de los forasteros, el cuidado de las doncellas, la legislación escrita y no escrita para la vida monástica, la organización de las oraciones, la ornamentación del santuario y otras maneras en que el verdadero hombre de Dios, trabajando para Dios, beneficiaría al pueblo. Una de ellas es especialmente importante y digna de mención. Hubo una hambruna, la más severa jamás registrada. La ciudad estaba en apuros, y no había ninguna fuente de ayuda ni alivio para la calamidad. Las ciudades marítimas pueden afrontar sin dificultad estos tiempos de necesidad intercambiando sus propios productos por los importados; pero una ciudad del interior como la nuestra no puede convertir su superfluidad en ganancias ni satisfacer sus necesidades, ya sea vendiendo lo que tenemos o importando lo que no tenemos. Pero lo más duro de toda esta aflicción es la insensibilidad e insaciabilidad de quienes poseen provisiones. Aguardan las oportunidades, transforman la aflicción en ganancias y prosperan gracias a la desgracia, sin reparar en que quien muestra misericordia al pobre presta al Señor (Prov 19,17), ni en que al que retiene el grano el pueblo lo maldice; ni en ninguna otra de las promesas a los filantrópicos ni en las amenazas a los inhumanos. En efecto, éstos son demasiado insaciables en su política desacertada, pues mientras se callan sus entrañas contra sus semejantes, se callan las de Dios contra sí mismos, olvidando que su necesidad de él es mayor que la que los demás tienen de ellos. Tales son los compradores y vendedores de grano, que no respetan a sus semejantes ni dan gracias a Dios, de quien viene lo que ellos tienen, mientras que otros viven en apuros.

XXXV

Basilio, de hecho, no podía ni hacer llover pan del cielo mediante la oración (Ex 16,15) para alimentar a un pueblo escapado en el desierto, ni proveer fuentes de alimento sin costo desde la profundidad de vasijas que se llenan al vaciarse (1Re 17,14) y así, por una asombrosa retribución a su hospitalidad, sostener a quien lo apoyó; ni alimentar a miles de hombres con cinco panes cuyos mismos fragmentos eran un suministro adicional para muchas mesas (Mt 14,19). Estas fueron las obras de Moisés y Elías, y mi Dios, de quien ellos también derivaron su poder. Quizás también fueron características de su tiempo y sus circunstancias, ya que las señales son para los incrédulos, no para los que creen (1Cor 14,22). No obstante, Basilio ideó y ejecutó con la misma fe cosas que les corresponden y tienden en la misma dirección. Con su palabra y consejo abrió las provisiones de quienes las poseían, y así, según la Escritura, repartió alimento a los hambrientos (Is 58,7), sació de pan a los pobres, los alimentó en tiempos de escasez y colmó de bienes a las almas hambrientas. ¿Y de qué manera? Pues esto no es poca cosa para su alabanza. Reunió a las víctimas de la hambruna con algunos que apenas se recuperaban (hombres y mujeres, niños, ancianos, personas de todas las edades en apuros), y obteniendo contribuciones de todo tipo de alimentos que pueden aliviar la hambruna, les puso delante platos de sopa y la carne que se encontraba conservada entre nosotros, de la que viven los pobres. Imitando el ministerio de Cristo, que ceñido con una toalla no desdeñó lavar los pies de los discípulos, valiéndose para ello de la ayuda de sus propios siervos y también de sus consiervos, Basilio atendió los cuerpos y las almas de quienes lo necesitaban, combinando el respeto personal con la provisión de sus necesidades, brindándoles así un doble alivio.

XXXVI

Así era nuestro joven proveedor de grano, y segundo José llamado Basilio, del que podemos decir algo más. En efecto, el primer José se lucró con la hambruna y, en su filantropía, benefició a Egipto, aprovechando la época de abundancia con vistas a la época de hambruna, aprovechando los sueños de otros para tal fin. En cambio, los servicios del segundo José, o Basilio, fueron gratuitos, y su socorro durante la hambruna no rindió ningún beneficio, pues tenía un solo objetivo: ganarse la compasión mediante un trato amable y obtener, mediante sus raciones de grano, las bendiciones celestiales. Además, proveyó el sustento de la Palabra, y esa abundancia y distribución más perfectas, que es realmente celestial y proviene de lo alto (si la Palabra es el pan de los ángeles, con el que se alimentan y se les da de beber a las almas que tienen hambre de Dios y buscan un alimento que no pasa ni se agota, sino que permanece para siempre). Este alimento lo suministró Basilio, que era el hombre más pobre y más necesitado que he conocido, en rica abundancia para aliviar, no un hambre de pan ni una sed de agua, sino un anhelo por esa Palabra (Am 8,11) que es realmente vivificante y nutritiva, y hace crecer hasta la madurez espiritual a aquel que es debidamente alimentado con ella.

XXXVII

Tras estas y otras acciones similares, cuando el prelado (cuyo nombre presagiaba su piedad) falleció, tras exhalar dulcemente su último aliento en los brazos de Basilio, éste fue elevado al alto trono episcopal, no sin dificultad ni sin las envidiosas luchas de los prelados de su tierra natal, de cuyo lado se encontraban los mayores sinvergüenzas de la ciudad. Pero el Espíritu Santo debía triunfar, y de hecho la victoria fue decisiva. En concreto, Basilio trajo desde lejos, para ungirlo, a hombres ilustres y celosos de la piedad, y con ellos al nuevo Abraham, nuestro patriarca, es decir, mi padre, respecto a quien ocurrió algo extraordinario. Debilitado por la edad y consumido casi hasta el último aliento por la enfermedad, Basilio se aventuró a emprender el viaje para prestar su apoyo con su voto, confiando en la ayuda del Espíritu. En resumen, fue colocado en su litera, como se coloca un cadáver en su tumba, para regresar con la frescura y la fuerza de la juventud, con la cabeza erguida, fortalecido por la imposición de manos y la unción, y, no es exagerado decir, por la cabeza del ungido. Esto debe añadirse a los ejemplos de antaño, que demuestran que el trabajo otorga salud, el celo resucita a los muertos y la vejez se revitaliza cuando es ungida por el Espíritu.

XXXVIII

Habiendo sido considerado digno del cargo de prelado, como corresponde a quienes han vivido tal vida y se han ganado tal favor y consideración, Basilio no deshonró, con su conducta posterior, ni su propia filosofía ni las esperanzas de quienes habían confiado en él. Basilio se superó a sí mismo tanto como a otros, siendo sus ideas en este punto excelentes y filosóficas. En concreto, sostenía que, si bien es virtuoso en un particular evitar el vicio y ser hasta cierto punto bueno, es un vicio en un jefe y gobernante, especialmente en tal cargo, no superar con creces a la mayoría de los hombres y, mediante un progreso constante, hacer que su virtud corresponda a su dignidad y trono (pues es difícil para alguien en una posición elevada alcanzar el término medio y, mediante su eminencia en la virtud, elevar a su pueblo al justo medio). O mejor dicho, para abordar esta cuestión de forma más satisfactoria, creo que el resultado es el mismo que veo en el caso de nuestro Salvador, y de todo hombre especialmente sabio, creo, cuando estuvo con nosotros en esa forma que nos superaba y, sin embargo, es nuestra. Cristo, en efecto, creció en sabiduría y favor, así como en estatura (Lc 2,52), y no porque estas cualidades en él fueran capaces de crecer, pues ¿cómo podría aquello que era perfecto desde el principio volverse más perfecto, sino porque se revelaron y manifestaron gradualmente? Así pues, creo que la virtud de Basilio, sin aumentar en sí misma, obtuvo en este momento un mayor ejercicio, ya que su poder le proporcionó material más abundante.

XXXIX

Ante todo, dejó claro Basilio que su cargo le había sido otorgado no por favor humano, sino por don de Dios. Esto también lo demostrará mi conducta, pues ¿en qué investigación filosófica no se unió a mí por aquel entonces? Así que todos pensaron que debía correr a su encuentro después de lo sucedido, mostrar mi alegría (como tal vez habría sucedido con cualquier otro) y reclamar una parte de su autoridad, en lugar de gobernar junto a él, según las inferencias que extraían de nuestra amistad. Yo, en mi afán por evitar las molestias y los celos del momento, y sobre todo porque su posición aún era penosa y problemática, me quedé en casa y reprimí por la fuerza mi anhelo, mientras que, aunque él me culpaba, aceptó mi excusa. Cuando, a mi posterior llegada, rechacé, por la misma razón, el honor de esta cátedra y una posición digna entre los presbíteros, amablemente se abstuvo Basilio de culparme, y más bien me elogió, prefiriendo ser acusado de orgullo por un pequeño grupo, por su desconocimiento de nuestra política, antes que hacer algo contrario a la razón y a sus propias resoluciones. De hecho, ¿cómo podría alguien haber demostrado mejor que su alma está por encima de toda adulación y lisonja, y que su único objetivo es la ley del bien, que tratándome así, a quien reconocía como uno de sus primeros amigos y asociados?

XL

La siguiente tarea de Basilio fue apaciguar y disipar, mediante un trato magnánimo, la oposición a su persona; sin rastro alguno de adulación ni servilismo, sino con la mayor caballerosidad y magnanimidad; con miras no solo a las exigencias presentes, sino también a fomentar la obediencia futura. Viendo que, mientras que la ternura conduce a la laxitud y la dejadez, la severidad da lugar a la terquedad y la voluntad propia, pudo evitar los peligros de cada camino mediante una combinación de ambos, combinando su corrección con la consideración y la amabilidad con la firmeza, influyendo en los hombres, en la mayoría de los casos, principalmente con su conducta, más que con argumentos. No lo hizo esclavizándolos con artimañas, sino ganándolos con bondad, y atrayéndolos mediante el uso moderado, más que con el ejercicio constante de su poder. Y lo más importante de todo, se les indujo a reconocer la superioridad de su intelecto y la inaccesibilidad de su virtud, a considerar que su única seguridad consistía en estar de su lado y bajo su mando, su único peligro en oponerse a él, y a pensar que diferir de él implicaba alejarse de Dios. Así, cedieron y se rindieron voluntariamente, sometiéndose como si fueran presa de un trueno, y apresurándose a anticiparse mutuamente con sus excusas, a cambiar la intensidad de su hostilidad por una intensidad igual de buena voluntad y a avanzar en la virtud, que consideraban la única defensa realmente efectiva. Las pocas excepciones a esta conducta fueron pasadas por alto y descuidadas, porque su mal carácter era incurable, y gastaron sus energías en desgastarse, como el óxido se consume junto con el hierro del que se alimenta.

XLI

Habiéndose resuelto los asuntos de su hogar de una manera que hombres infieles que no lo conocían habrían creído imposible, los designios de Basilio se engrandecieron y alcanzaron un alcance más elevado. En efecto, mientras todos los demás tenían la vista puesta en el suelo, y se concentraban en sus propios asuntos inmediatos, y si estos eran seguros, no se preocupaban más, incapaces de ningún designio o empresa grande y caballerosa, Basilio, moderado como era en todo lo demás, no podía serlo en esto, sino que, con la cabeza erguida, mirando mentalmente a su alrededor, abarcaba todo el mundo por el que la palabra de salvación se había abierto camino. Cuando vio la gran herencia de Dios, comprada con sus propias palabras y leyes y sufrimientos, la nación santa, el sacerdocio real (1Pe 2,9), en tan mala condición que fue desgarrada en diez mil opiniones y errores, y la vid traída de Egipto y trasplantada, del Egipto de la ignorancia impía y oscura, que había crecido hasta tal belleza y tamaño ilimitado que toda la tierra estaba cubierta con su sombra, mientras que sobrepasaba montañas y cedros, ahora siendo devastada por ese malvado jabalí, el diablo, no pudo contentarse con lamentar silenciosamente la desgracia, y simplemente levantar sus manos a Dios, y buscar de él la dispersión de las desgracias apremiantes, mientras él mismo dormía, sino que se sintió obligado a acudir en su ayuda a algún costo para sí mismo.

XLII

¿Qué podría ser más angustioso que esta calamidad, o un llamado más fuerte para alguien cuya mirada estaba puesta en el bien común? El éxito o el fracaso de un individuo no tiene importancia para la comunidad, pero el de la comunidad implica necesariamente la misma condición del individuo. Con esta idea y propósito, quien era el guardián y protector de la comunidad (y, como dice Salomón con razón, un corazón perspicaz es una polilla para los huesos, la insensibilidad es alegremente confiada, mientras que una disposición compasiva es fuente de dolor, y la constante consideración desgasta el corazón) se encontraba en consecuencia en agonía y angustia por muchas heridas. Como Jonás y David, Basilio deseó en sí mismo morir (Jon 4,8) y no dio sueño a sus ojos, ni adormecimiento a sus párpados, sino que gastó lo que le quedaba de carne en sus reflexiones, hasta que descubrió un remedio para el mal y buscó la ayuda de Dios y del hombre, para detener la conflagración general y disipar la oscuridad que se cernía sobre nosotros.

XLIII

Uno de los recursos de Basilio fue de suma utilidad. Tras un período de recogimiento, dentro de lo posible, y una conferencia espiritual privada, en la que, tras considerar todos los argumentos humanos y profundizar en las profundidades de las Escrituras, elaboró un esbozo de doctrina piadosa. Al combatir a la oposición, rechazó los audaces asaltos de los herejes, y derrotó en luchas cuerpo a cuerpo con palabras a quienes se acercaban, y abatió a los que estaban a distancia con flechas impregnadas de tinta, que en nada es inferior a las inscripciones en tablas. No dio instrucciones sólo para una pequeña nación, como la de los judíos, sobre comidas y bebidas, sacrificios temporales y purificaciones de la carne (Hb 9,10), sino para toda nación y parte del mundo, sobre la Palabra de verdad, fuente de nuestra salvación. Además, dado que la acción irracional y el razonamiento impráctico son igualmente ineficaces, añadió a su razonamiento el socorro que proviene de la acción. En definitiva, Basilio visitó, envió mensajes, dio entrevistas, instruyó, reprendió, reprendió (2Tm 4,2), amenazó, reprochó, emprendió la defensa de naciones, ciudades e individuos, ideando todo tipo de socorro y obteniendo de toda fuente medicamentos específicos para la enfermedad: un segundo Bezaleel, un arquitecto del tabernáculo divino (Ex 31,2), aplicando todo material y arte a la obra, y combinando todo en una belleza armoniosa y sobreabundante.

XLIV

¿Para qué entrar en más detalles? Fuimos atacados de nuevo por el emperador anticristiano, ese tirano de la fe, con mayor impiedad y un ataque más intenso, pues la disputa debía ser con un antagonista más fuerte, como ese espíritu impuro y maligno que, al ser expulsado del hombre en sus andanzas, regresa para morar en él con un mayor número de espíritus, como hemos escuchado en los evangelios (Lc 11,24). Imitó el emperador este espíritu, tanto al renovar la contienda en la que anteriormente había sido vencido como al redoblar sus esfuerzos originales. El emperador pensaba que era una cosa extraña e insufrible que él, que gobernaba sobre tantas naciones y había ganado tanto renombre, y reducido bajo el poder de la impiedad a todos los que lo rodeaban, y vencido a todos los adversarios, fuera derrotado públicamente por un solo hombre y una sola ciudad, incurriendo en el ridículo no sólo de aquellos patrones de la impiedad que lo guiaban, sino también de todos los hombres.

XLV

Se dice que el rey de Persia, en su expedición a Grecia, no sólo fue impulsado a amenazas desmedidas, por la euforia ante la cantidad de hombres de todas las razas que, en su ira y orgullo, dirigía contra ellos, sino que pensó en aterrorizarlos aún más, infundiéndoles miedo, debido a su novedoso manejo de los elementos. Se supo de una tierra y un mar extraños, obra del nuevo creador; y de un ejército que navegó por tierra firme y marchó sobre el océano, mientras las islas eran arrasadas y el mar azotado, y todas las demás acciones descabelladas de ese ejército y expedición, que, si bien infundían terror en los innobles, eran ridículas a los ojos de hombres de corazón valiente y firme. No había necesidad de nada de esto en la expedición contra nosotros. Con todo, lo que era aún peor y más dañino fue lo que se informó que el emperador dijo e hizo. Extendió su boca al cielo, blasfemando contra el Altísimo, y su lengua recorrió el mundo. De modo excelente, el inspirado David, antes de nuestros días, describió así a Aquel que hizo descender el cielo a la tierra y contó con la creación aquella naturaleza supramundana que la creación ni siquiera puede contener, aunque en su bondad hacia el hombre vino hasta cierto punto entre nosotros, para atraer hacia sí a nosotros, que estábamos acostados en el suelo.

XLVI

Furiosos fueron los primeros actos libertinos del emperador, y más furiosos aún sus últimos esfuerzos contra nosotros. ¿De qué hablaré primero? De los exilios, destierros, confiscaciones, conspiraciones abiertas y secretas, a forma de persuasión (cuando el tiempo lo permitía) o violencia (cuando la persuasión era imposible). Quienes se aferraron a la fe ortodoxa, como nosotros, fueron expulsados de sus iglesias. Otros fueron introducidos, y quienes coincidían con las doctrinas imperiales destructoras del alma, imploraban testimonios de impiedad y suscribían declaraciones aún más duras. Quema de presbíteros en el mar, y generales impíos que asaltaron iglesias, danzaron triunfales sobre los altares, profanaron los sacrificios incruentos con sangre humana e insultaron la modestia de las vírgenes. ¿Con qué propósito? Con el mismo que provocó la expulsión del patriarca Jacob y la intrusión en su lugar de Esaú, quien era odiado (Rm 9,11) incluso antes de su nacimiento. Esta es la descripción de sus primeros actos de libertinaje, cuyo mero recuerdo y mención, incluso ahora, nos llena de lágrimas a la mayoría.

XLVII

En consecuencia, cuando el emperador, tras recorrer todos los frentes, lanzó su ataque para esclavizar a esta inexpugnable y formidable madre de las iglesias, la única chispa de la verdad que aún permanecía inextinguida, descubrió que por primera vez había sido mal aconsejado. Pues fue repelido como un proyectil que impacta contra un cuerpo más fuerte, y retrocedió como una guindaleza rota. Tal fue el prelado de la Iglesia con el que se topó, tal fue el baluarte que frustró y desvaneció sus esfuerzos. Otros detalles pueden escucharse de quienes los relatan, por su propia experiencia, y ninguno de los que los narran carece de esta experiencia plena. Todos deben llenarse de admiración por las luchas de aquella época, los asaltos, las promesas, las amenazas, los comisionados enviados para persuadirnos. Sobre todo, deben llenarse de admiración por los hombres de rango judicial y militar, convertidos en hombres del harén entre mujeres, cuya única hombría consistía en su impiedad y en fornicar de la única manera que podían (con la lengua, como el cocinero jefe Nabuzaradán, que nos amenazó con las armas de su arte y fue despachado por su propio fuego). Lo que especialmente excita mi asombro, y lo que no podría, ni aunque quisiera, pasar por alto, lo describiré de la manera más concisa posible.

XLVIII

¿Quién no ha oído hablar del prefecto de aquellos días, que nos trató con tan excesiva arrogancia, habiendo sido él mismo admitido, o quizás obligado, al bautismo por la otra parte? En efecto, ese tal se esforzó, excediendo la letra de sus instrucciones y complaciendo a su señor en cada detalle, en garantizar y preservar su propia posesión del poder. Aunque se enfureció contra la Iglesia, adoptó un aspecto leonino y rugió como un león hasta que la mayoría de los hombres no se atrevieron a acercarse a él. En nuestro caso, nuestro noble prelado Basilio fue llevado, o más bien entró, en su corte, como si lo hubieran invitado a un festín, en lugar de a un juicio. ¿Cómo puedo describir con exactitud la arrogancia del prefecto o la prudencia con la que fue recibida por el santo? "¿Qué significa, Basilio (dijo, dirigiéndose a él por su nombre, sin dignarse a llamarlo obispo), tu osadía, como ningún otro se atreve, a resistir y oponerse a tan gran potentado?". "¿En qué sentido?", preguntó nuestro noble campeón Basilio, añadiendo: "¿En qué consiste mi temeridad? Porque esto aún me queda por aprender. ¿Negarme a respetar la religión de tu soberano, cuando todos los demás se han rendido y sometido? Esta no es la voluntad de mi verdadero Soberano, ni yo, que soy criatura, puedo someterme a adorar a ninguna criatura". "¿Qué te parecemos?", preguntó el prefecto, que añadió: "¿Somos nosotros, que te damos este mandato, nada en absoluto? ¿Qué dices a esto? ¿No es una gran cosa estar con nosotros como tus asociados?". "Eres, no lo negaré (dijo Basilio), un prefecto, e ilustre, pero no de mayor honor que Dios. Y estar asociado contigo es una gran cosa, sin duda, pues tú mismo eres criatura de Dios. No obstante, también lo es estar asociado con cualquier otro de mis súbditos. Porque la fe, y no la importancia personal, es el sello distintivo del cristianismo".

XLIX

El prefecto se excitó y se levantó de su asiento, furioso, usando un lenguaje más duro y preguntando: "¿Qué? ¿No temes mi autoridad?". Basilio respondió: "Miedo ¿a qué? ¿Cómo podría afectarme?". El prefecto le dijo: "¿A qué? A cualquiera de los recursos de mi poder". Basilio le dijo: "¿Cuáles son? Por favor, infórmeme. Confiscación, destierro, tortura, muerte. ¿No tienen otra amenaza?, pues ninguna de estas puede alcanzarme". El prefecto contestó: "¿Cómo es eso? Porque un hombre que no tiene nada está fuera del alcance de la confiscación, a menos que exija mis andrajos y los pocos libros, que son mis únicas posesiones". Basilio le dijo: "El destierro es imposible para mí, porque no estoy confinado a ningún límite de lugar (considerando mía ni la tierra donde ahora habito), ni todo aquello a lo que pueda ser arrojado (o mejor dicho, considerándolo todo de Dios, de quien soy y dependiente). En cuanto a las torturas, ¿qué poder pueden tener sobre alguien cuyo cuerpo ha dejado de existir? A menos que te refieras al primer golpe, pues sólo esto está en tu poder. La muerte es mi benefactora, y la que me enviará más pronto a Dios, por quien vivo y existo, y casi he muerto, y hacia quien llevo tanto tiempo apresurándome".

L

Asombrado por este lenguaje, el prefecto dijo: "Nadie le ha hablado jamás así, ni con tanta audacia, a Modesto". Basilio le dijo: "Quizás no te has encontrado con un obispo, o en su defensa de tales intereses habría usado precisamente el mismo lenguaje", tras lo cual continuó diciendo: "Somos modestos en general y sumisos a todos, según el precepto de nuestra ley. No podemos tratar con altivez ni siquiera a una persona común, y mucho menos a un potentado tan grande. Cuando están en juego los intereses de Dios, no nos importa nada más, y los hacemos nuestro único objetivo. Fuego, espada, fieras y rastrillos que desgarran la carne, nos deleitamos en ellos, y no los tememos. Puedes insultarnos y amenazarnos aún más, y hacer lo que quieras, con todo tu poder. El mismísimo emperador puede oír esto: que ni por la violencia ni por la persuasión nos harás causa común con la impiedad, ni siquiera aunque tus amenazas se vuelvan aún más terribles".

LI

Al término de este coloquio, el prefecto, convencido por la actitud de Basilio que era absolutamente inmune a las amenazas y la influencia, lo despidió de la Corte, reemplazando su anterior actitud amenazante por una de respeto y deferencia. Él mismo obtuvo rápidamente una audiencia del emperador, y a éste le dijo: "Señor, hemos sido vencidos por el prelado de esta iglesia. Él es superior a las amenazas, invencible en sus argumentos, impasible ante la persuasión. Debemos probar con alguien más débil; y en ese caso, recurrir a la violencia abierta o aceptar que nuestras amenazas sean ignoradas". Entonces el emperador, obligado por las alabanzas de Basilio a condenar su propia conducta (pues incluso un enemigo puede admirar la excelencia de un hombre), no permitió que se usara la violencia contra él, prefiriendo que, como el hierro, se ablandara con el fuego (aunque siguiese siendo hierro), y con él se pasase de amenazante a admirable. No obstante, no quiso entrar en comunión con él, pues la vergüenza le impedía cambiar su rumbo, sino que trató de justificar su conducta con la excusa más plausible que pudo, como lo mostrará lo que sigue.

LII

El emperador entró en la iglesia acompañado de toda su comitiva. Era la festividad de la Epifanía. La iglesia estaba abarrotada, y él, al sentarse entre el pueblo, hizo profesión de unidad. El acontecimiento no debe pasarse por alto. A su entrada, quedó impresionado por el resonante redoble de los salmos, por la multitud de cabezas de la congregación y por el orden angélico, más que humano, que impregnaba el santuario y sus alrededores. Mientras Basilio presidía a su pueblo, erguido, como dice la Escritura de Samuel (1Sm 19,20), con el cuerpo, la mirada y la mente imperturbables, como si nada nuevo hubiera sucedido, sino fijo en Dios y el santuario (como si, por así decirlo, hubiera sido una estatua, mientras sus ministros lo rodeaban con temor y reverencia). Ante esta visión, una visión sin igual, dominada por la debilidad humana, los ojos del emperador se vieron afectados por la opacidad y el vértigo, y su mente por el temor. Esto aún pasaba desapercibido para la mayoría de la gente, mas cuando el emperador tuvo que ofrecer las ofrendas en la mesa de Dios (lo cual debía hacer él mismo), al ver que nadie le ayudaba, y que podría ser incierto que Basilio lo recibiera, sus sentimientos se revelaron. El emperador empezó a tambalearse, y si alguien en el santuario no le hubiera tendido la mano para estabilizar sus pasos vacilantes, se habría desplomado en el suelo en una caída lamentable. Hasta aquí llegó.

LIII

En cuanto a la sabiduría de la conferencia de Basilio con el emperador, éste entró tras el velo para verlo y hablar con él, una vez acabada la ceremonia y como había deseado desde hacía tiempo. ¿Qué más puedo decir, sino que fueron palabras inspiradas, escuchadas por los cortesanos y por nosotros, que entramos con ellos? En efecto, éste fue el comienzo y la primera confirmación del afecto del emperador hacia nosotros. O por lo menos, ésa fue la impresión que causó su recepción, y lo que puso fin a la mayor parte de la persecución que nos venía azotando.

LIV

Otro incidente no es menos importante que los que he mencionado. Los malvados resultaron victoriosos, y el decreto del destierro de Basilio fue firmado, para plena satisfacción de quienes lo promovieron. La noche había llegado, el carro estaba listo, nuestros enemigos estaban exultantes, los piadosos, desesperados, rodeamos al viajero celoso, a cuya honorable desgracia nada le faltaba. ¿Qué siguió? Esto mismo: que Dios lo deshizo, pues Aquel que hirió al primogénito de Egipto (Ex 12,29) por su dureza hacia Israel, también hirió al hijo del emperador con una enfermedad. ¡Cuánta rapidez! Allí estaba la sentencia de destierro, aquí el decreto de enfermedad: la mano del malvado escriba fue refrenada, y el santo fue preservado, y el hombre de piedad nos fue presentado, por la fiebre que hizo reflexionar sobre la arrogancia del emperador. ¿Qué podría ser más justo o más rápido que esto? Esta fue la serie de eventos. El hijo del emperador estaba enfermo y con dolores corporales. El padre estaba dolido por ello, pues ¿qué podía hacer el padre? Por todas partes buscó ayuda en su aflicción, convocó a los mejores médicos, se dedicó a interceder con el mayor fervor y se arrojó al suelo. La aflicción humilla incluso a los emperadores, y no es de extrañar, pues sufrimientos similares a los de David en el caso de su hijo están registrados para nosotros (2Sm 12,16). Como no se pudo encontrar cura para el mal en ninguna parte, recurrió a la fe de Basilio, no llamándolo personalmente (avergonzado por su reciente maltrato) sino confiando la misión a otros de sus amigos más cercanos y queridos. A su llegada, sin la demora o reticencia que cualquier otra persona podría haber mostrado, de inmediato la enfermedad mejoró, y el padre abrigaba mejores esperanzas. Si no hubiera mezclado agua salada con agua dulce, confiando en el heterodoxo al mismo tiempo que llamaba a Basilio, el niño habría recuperado la salud y habría sido preservado para los brazos de su padre. Ésta era, en efecto, la convicción de quienes estaban presentes en ese momento y compartieron la angustia.

LV

Se dice que el mismo infortunio le aconteció al prefecto, pues también la enfermedad le obligó a someterse a las manos de Basilio. En realidad, para los hombres sensatos una visita trae instrucción, y la aflicción a menudo es mejor que la prosperidad. En este caso, el prefecto cayó enfermo, y llorando y con dolor mandó llamar a Basilio, y le suplicó: "Reconozco que tenías razón, pero sálvame". Su petición fue concedida, como él mismo reconoció, y convenció a muchos que desconocían el asunto; pues nunca dejó de maravillarse y describir los poderes del prelado. Tal fue su conducta en estos casos, tal su resultado. ¿Acaso trató entonces a los demás de manera diferente, se enfrascó en disputas insignificantes sobre nimiedades, o no se elevó a las alturas de la filosofía en una línea de acción que no merece elogio y es mejor pasarla por alto? De ninguna manera, pues el que una vez incitó al malvado Hadad contra Israel (1Re 11,14), incitó contra él al prefecto de la provincia del Ponto. En teoría, por la molestia relacionada con una pobre mujer, mas en realidad como parte de la lucha de la impiedad contra la verdad. Omito todos sus demás insultos contra Basilio (o lo que es lo mismo, contra Dios, pues es contra él y en su nombre que se libró la contienda). Sin embargo, describiré extensamente un ejemplo que trajo especial deshonra al agresor y enalteció a su adversario, si la filosofía y la eminencia para ello son algo grande y sublime.

LVI

El asesor de un juez intentaba obligar a una dama de alta cuna, cuyo esposo había fallecido recientemente, a un matrimonio indecoroso. Sin saber cómo escapar de este trato arbitrario, recurrió a un recurso tan prudente como la osadía. Huyó a la mesa sagrada y se puso bajo la protección de Dios contra cualquier ultraje. ¿Qué, en nombre de la Trinidad, si se me permite introducir algo de estilo forense, debería haber hecho, no digo el gran Basilio (quien nos dictó la ley en estos asuntos), sino cualquiera que, aunque muy inferior a él, fuera sacerdote? ¿No debería haberle concedido su derecho, haberla cuidado y cuidado, haber alzado la mano en defensa de la bondad de Dios y de la ley que honra el altar? ¿No debería haber estado dispuesto a hacer y sufrir cualquier cosa antes que participar en cualquier designio inhumano contra ella y ultrajar de inmediato la santa mesa y la fe en la que se había refugiado? ¡No!, dijo el juez desconcertado, todos deben ceder ante mi autoridad, y los cristianos deben traicionar sus propias leyes. El suplicante a quien exigió fue retenido a toda costa. En consecuencia, en su ira, finalmente envió a algunos magistrados a registrar la habitación del santo, con el propósito de deshonrarlo, más que por necesidad. ¡Cómo! ¿Registrar la casa de un hombre tan libre de pasión, a quien los ángeles reverencian, a quien las mujeres ni siquiera se atreven a mirar? No contento con esto, lo mandó llamar y lo puso a su defensa; y eso, no de manera gentil ni amable, sino como si fuera un convicto. Tras su comparecencia, Basilio, de pie, como Jesús ante el tribunal de Pilato, presidió el juicio, lleno de ira y orgullo. Sin embargo, los rayos no cayeron, y la espada de Dios aún brillaba y esperaba, mientras su arco, aunque tenso, permanecía sujeto. Tal es, en efecto, la costumbre de Dios.

LVII

Considerad ahora otra lucha entre nuestro campeón Basilio y su perseguidor. Habiéndose ordenado arrancarle su harapiento palio, Basilio dijo: "Si quieren, también me quitaré la túnica". Su cuerpo descarnado fue amenazado con golpes, y se ofreció a ser desgarrado con peines. No obstante, Basilio dijo: "Con esta laceración curarán mi hígado, que, como ven, me está consumiendo". Tal fue su argumento. Cuando la ciudad percibió el ultraje y el peligro común (pues cada uno consideraba esta insolencia un peligro para sí mismo) se enfureció (como una colmena avivada por el humo), uno tras otro se agitaron y se levantaron, de todas las razas y todas las edades, pero especialmente los hombres de la fábrica de armas pequeñas y de los talleres de tejidos imperiales. Los trabajadores de estos oficios son especialmente irascibles y audaces, debido a la libertad que se les otorga. Cada hombre estaba armado con la herramienta que usaba, o con cualquier otra cosa que tuviera a mano en ese momento. Antorcha en mano, entre una lluvia de piedras, con el garrote listo, todos corrían y gritaban unidos en un celo unánime. La ira hace terrible a un soldado o general. Las mujeres no estaban desarmadas ante semejante situación. Sus alfileres eran sus lanzas, y al dejar de ser mujeres, la fuerza de su afán las dotó de un coraje masculino. Es una historia corta. Creyeron compartir la piedad de destruirlo, y lo consideraron piadosísimo al primero que puso las manos sobre quien se había atrevido a tales actos. ¿Cuál fue entonces la conducta de este juez arrogante y osado? Imploró clemencia en un estado de angustia lamentable, encogiéndose ante ellos de una manera sin precedentes, hasta la llegada del mártir sin derramamiento de sangre, que había ganado su corona sin golpes, y ahora contenía al pueblo con la fuerza de su influencia personal, y liberaba al hombre que lo había insultado y ahora buscaba su protección. Ésta fue la obra del Dios de los santos, quien obra y transforma todo para bien, quien resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes (St 4,6). ¿Y por qué no habría de rescatar también a este hombre de sus peligros quien dividió el mar, contuvo el río, dominó los elementos y, extendiéndose, erigió un trofeo para salvar a su pueblo exiliado?

LVIII

Éste fue el final feliz por la providencia de Dios, de la guerra de Basilio contra el mundo, con un fin digno de su fe. Pero aquí está el comienzo de su guerra con los obispos y sus aliados, que implicó gran desgracia y aún mayor daño para sus súbditos. En efecto, ¿quién podría persuadir a otros a ser moderados, cuando tal era la conducta de sus prelados? Durante mucho tiempo habían sido hostiles hacia él por tres razones. No estaban de acuerdo con él en materia de fe, salvo en la medida en que estaban absolutamente obligados a ceder ante la mayoría de los fieles. Tampoco habían dejado de lado por completo el rencor que le debían por su elección. Lo que más les dolió, aunque les habría dado vergüenza admitirlo, fue que los eclipsó en reputación. Había también otra causa de disensión que avivó a los demás. Cuando nuestro país se dividió en dos provincias y sedes metropolitanas, y gran parte de la primera se unió a la nueva, esto reavivó su espíritu faccioso. Unos consideraron correcto que los límites eclesiásticos se establecieran según los civiles, y por lo tanto, reclamaron las recién añadidas como suyas, separadas de su anterior metropolitana. Los otros se aferraron a la antigua costumbre y a la división heredada de nuestros padres. Muchos resultados dolorosos se produjeron o se gestaban en el futuro. El nuevo metropolitano convocó sínodos injustamente, y se incautaron los ingresos. Algunos presbíteros de las iglesias se negaron a obedecer, mientras que otros se dejaron convencer. En consecuencia, los asuntos de las iglesias cayeron en un lamentable estado de disensión y división. La novedad, sin duda, tiene cierto atractivo para los hombres, quienes fácilmente aprovechan los acontecimientos, y es más fácil derrocar algo ya establecido que restaurarlo una vez derrocado. Sin embargo, lo que más lo enfureció fue que los ingresos del Tauro, que pasaban ante sus ojos, se acumulaban en su rival, al igual que las ofrendas en San Orestes, de las cuales ansiaba cosechar los frutos. Incluso llegó al extremo, en una ocasión en que Basilio cabalgaba por su propio camino, de agarrar sus mulas por las bridas y cerrarle el paso con una banda de ladrones. En definitiva, el nuevo metropolitano calmó su avaricia insaciable bajo el pretexto engañoso del cuidado de sus hijos espirituales y de las almas que le habían sido confiadas, y la defensa de la fe. Además, impuso el ilegal pago de tributos a herejes, declarando hereje a cualquiera que le disgustara.

LIX

Basilio, hombre de Dios y metropolitano de la verdadera Jerusalén celestial, no se dejó llevar por el fracaso de los caídos, ni pasó por alto esta conducta, ni deseó un remedio insuficiente para el mal. Veamos cuán grande y maravillosa fue (diría yo), y cuán digna de su alma. Hizo de la disensión una causa de crecimiento para la Iglesia, y el desastre, bajo su hábil gestión, resultó en la multiplicación de los obispos del país. De esto se derivaron tres consecuencias sumamente deseables: un mayor cuidado de las almas, la gestión de los asuntos de cada ciudad y el cese de la guerra en esta región. De hecho, me temo que yo mismo fui tratado como un apéndice de este plan. No puedo describir fácilmente la situación con otro término. Por mucho que admiro toda su conducta, hasta un punto que, de hecho, supera mi capacidad de expresión, me resulta imposible aprobar este único detalle, pues reconoceré mis sentimientos al respecto, aunque estos provienen de otras fuentes que la mayoría de ustedes conoce. Me refiero a su cambio de postura y a la infidelidad con que me trató, causa de dolor que ni siquiera el tiempo ha borrado y fuente de toda la inconsistencia y la maraña de mi vida, y de mi reputación, y de mi filosofía, aunque esta sea de poca importancia. La defensa que quizás me permitan presentar es la siguiente: que sus ideas eran sobrehumanas y superiores a las influencias mundanas, y sus únicos intereses eran los del Espíritu. Mientras que su aprecio por la amistad no disminuyó en absoluto por su disposición, entonces y solo entonces, a ignorar sus exigencias cuando entraban en conflicto con su deber primordial para con Dios, y cuando el fin que perseguía era de mayor importancia que los intereses que se veía obligado a dejar de lado.

LX

Al evitar la acusación de indiferencia de quienes desean saber todo lo que se puede decir sobre Basilio, quizás incurriré en la acusación de prolijidad de quienes idealizan el término medio. Por este último, el propio Basilio sentía el mayor respeto, siendo especialmente fiel al adagio que dice que "en todo, el término medio es lo mejor", lo cual aplicó a lo largo de su vida. Sin embargo, ignorando igualmente a quienes buscan una concisión indebida o una prolijidad excesiva, continúo con mi discurso de la siguiente manera. Distintos hombres alcanzan el éxito de distintas maneras; algunos se dedican a una sola de las muchas formas de excelencia, pero ninguno, de los que he conocido hasta ahora, alcanza la máxima eminencia en todos los aspectos; siendo, en mi opinión, el mejor quien ha ganado sus laureles en el campo más amplio o alcanzado el mayor renombre posible en algún aspecto en particular. Sin embargo, tal fue la cima de la fama de Basilio, que se convirtió en el orgullo de la humanidad. Consideremos el asunto así. ¿Hay alguien consagrado a la pobreza y a una vida desprovista de bienes y libre de superfluidad? ¿Qué poseía además de su cuerpo y las necesarias coberturas de la carne? Su riqueza residía en no tener nada, y consideraba la cruz, con la que vivía, más preciosa que las grandes riquezas. En efecto, nadie, por mucho que lo desee, puede poseerlo todo. Sin embargo, cualquiera puede aprender a despreciarlo todo, y así demostrar su superioridad. Siendo tal su mentalidad y tal su vida, no necesitaba Basilo un altar ni vanagloria, ni un anuncio público como el que Crates libera al tebano, pues su objetivo siempre fue ser, no parecer, el más excelente. No vivía en una tinaja, en medio del mercado (para así, al deleitarse con la publicidad, convertir su pobreza en riqueza), sino que era pobre y desaliñado. Lo era sin ostentación, aceptando con alegría el haber desechado todo lo que alguna vez tuvo, navegó ligero por el mar de la vida.

LXI

Algo maravilloso es la templanza, la escasez de necesidades y la liberación del dominio de los placeres y de la esclavitud de esa cruel y degradante señora: el vientre. ¿Quién fue tan independiente del alimento y, sin exagerar, más libre de la carne? En efecto, Basilio arrojó toda saciedad y exceso a criaturas desprovistas de razón, cuya vida es servil y degradante. Prestó poca atención a cosas que, después del apetito, son de igual rango, sino que, en la medida de lo posible, vivió de lo estrictamente necesario, siendo su único lujo demostrar no ser lujoso y, en consecuencia, no tener mayores necesidades. En cambio, miró a los lirios y a las aves (Mt 6,26), cuya belleza es ingenua y su alimento es casual, según el importante consejo de mi Cristo, quien se hizo pobre (2Cor 8,9) en la carne por nosotros, para que pudiéramos disfrutar de las riquezas de su divinidad. De ahí su sencillo abrigo y su capa gastada, su lecho en el suelo, sus vigilias, su falta de higiene (tales eran sus adornos), sus dulcísimos manjares y condimentos (el pan y la sal), su nueva golosina y la bebida sobria y abundante que las fuentes abastecen a quienes están libres de problemas. El resultado de estas cosas fue la atención a los enfermos y la práctica de la medicina, nuestra común actividad intelectual (pues, aunque inferior a él en todo lo demás, debo ser su igual en la aflicción).

LXII

Una gran cosa es la virginidad, el celibato, y ser equiparado a los ángeles y a la naturaleza pura. En efecto, Cristo, al nacer de una virgen, promulgó la ley de la virginidad para alejarnos de esta vida y abreviar el poder del mundo (o mejor dicho, para transmitir un mundo a otro, del presente al futuro). ¿Quién, entonces, rindió mayor honor a la virginidad o tuvo mayor control de la carne, no sólo con su ejemplo personal, sino también en aquellos bajo su cuidado? ¿De quién son los conventos y las normas escritas, mediante las cuales sometió cada sentido, reguló cada miembro y los condujo a la verdadera práctica de la virginidad, dirigiendo la mirada hacia la belleza, de lo visible a lo invisible? y al consumir lo externo, retirar el combustible de la llama y revelar los secretos del corazón a Dios, ¿quién es el único esposo de las almas puras y acoge consigo a las almas vigilantes si van a su encuentro con lámparas encendidas y abundante aceite (Mt 25,2)? Pues bien, Basilio reconcilió de manera excelente, y unió, la vida solitaria y la vida en comunidad. Éstas habían estado en muchos aspectos en desacuerdo y disensión, mientras que ninguna de ellas estaba en posesión absoluta e inmaculada del bien o del mal. La una siendo más tranquila y estable, tendiendo a la unión con Dios, pero no libre de orgullo, en la medida en que su virtud está más allá de los medios de prueba o comparación. La otra, que es de servicio más práctico, no está libre de la tendencia a la turbulencia. Para ello, Basilio fundó celdas para ascetas y eremitas, pero no muy lejos de sus comunidades cenobíticas. En lugar de distinguir y separar unas de otras, como por un muro intermedio, las reunió y las unió, para que el espíritu contemplativo no se separara de la sociedad, ni la vida activa no fuera influenciada por la contemplativa, sino que, como el mar y la tierra, mediante un intercambio de sus diversos dones, pudieran unirse para promover el único objeto, la gloria de Dios.

LXIII

¿Qué más? Una cosa noble es la filantropía, el apoyo a los pobres y la ayuda a la debilidad humana. Y si no, aléjate un poco de la ciudad y contempla la nueva ciudad, el almacén de la piedad, el tesoro común de los ricos, donde se guardan los excedentes de su riqueza, libres del poder de la polilla (Mt 6,19) y no ya alegrando los ojos del ladrón, sino escapando tanto a la emulación de la envidia como a la corrupción del tiempo. En esta nueva ciudad, la enfermedad se considera con una luz religiosa, el desastre se considera una bendición, y la compasión se pone a prueba. ¿Por qué comparar con esta obra, pues, la Tebas de los portales visibles, o la Tebas egipcia, o las murallas de Babilonia, o la tumba caria de Mausolo, o las pirámides, o el bronce sin peso del Coloso, o el tamaño y la belleza de santuarios que ya no existen, y todos los demás objetos de asombro humano y registro histórico, de los cuales sus fundadores no obtuvieron ventaja alguna, salvo una leve recompensa de fama? Mi tema es el más maravilloso de todos: el camino corto a la salvación, el ascenso más fácil al cielo. En esta nueva ciudad, ya no existe ante nuestros ojos ese terrible y lastimoso espectáculo de hombres que son cadáveres vivientes, la mayor parte de cuyos miembros se han mortificado, expulsados de sus ciudades y hogares, y lugares públicos y fuentes, y de sus seres queridos, reconocibles por sus nombres más que por sus rasgos. En esta nueva ciudad, ya no se nos presentan en nuestras reuniones y encuentros, en nuestra interacción y unión común, los objetos del odio, sino la compasión. ¿Por qué intentaría expresar con estilo trágico todas estas experiencias, cuando ningún lenguaje puede adecuarse a su dura suerte? Sin embargo, fue Basilio quien tomó la iniciativa en esta nueva ciudad, al insistir a los hombres que no debían despreciar a sus semejantes ni deshonrar a Cristo (la única Cabeza de todo) con trato inhumano, sino usar las desgracias ajenas como una oportunidad para afirmar su propio destino y prestar a Dios la misericordia que necesitan de sus manos. Por lo tanto, no desdeñó honrar Basilio con sus labios esta enfermedad, a pesar de su noble ascendencia y brillante reputación, sino que los saludó como hermanos. Lo hizo no por vanagloria (pues ¿quién estaba tan lejos de este sentimiento?), sino tomando la iniciativa al acercarse para atenderlos, como consecuencia de su filosofía, impartiendo así no solo una instrucción oral, sino también silenciosa. El efecto producido se aprecia no sólo en la vieja ciudad, sino también en el campo y más allá, e incluso los líderes de la sociedad han competido entre sí en filantropía y magnanimidad hacia ellos. Otros han tenido sus cocineros, y mesas espléndidas, y los artilugios y exquisiteces de los pasteleros, y carruajes exquisitos, y túnicas suaves y vaporosas; el cuidado de Basilio era para los enfermos, y el alivio de sus heridas, y la imitación de Cristo, al curar la lepra, no con palabras, sino con hechos.

LXIV

Con todo esto, ¿qué dirán quienes acusan a Basilio de orgullo y altivez? Críticos severos son de tal conducta, aplicando a él, cuya vida era un modelo, a quienes no lo eran en absoluto. ¿Es posible que quien besó a los leprosos y se humilló a tal grado, pudiera tratar con altivez a quienes gozaban de salud y, mientras consumía su carne por la abstinencia, inflara su alma con vana arrogancia? ¿Es posible condenar al fariseo y explicar el efecto degradante de la altivez, conocer a Cristo, quien condescendió a la forma de esclavo, comió con publicanos, lavó los pies de los discípulos y no desdeñó la cruz para clavar mi pecado en ella? Y más increíble aún, ver a Dios crucificado, sí, junto con ladrones también, y ridiculizado por los transeúntes, impasible e inaccesible al sufrimiento como él es. Sin embargo, como imaginan sus calumniadores, se eleva por encima de las nubes y piensa que nada puede estar a su altura. Es más, lo que llaman orgullo es, me imagino, la firmeza, constancia y estabilidad de su carácter. Tales personas fácilmente, me parece, llamarían a la valentía temeridad, al circunspecto cobarde, al moderado misántropo y al justo iliberal. Porque, de hecho, es excelente este axioma filosófico, que dice que los vicios se asientan cerca de las virtudes y son, en cierto sentido, sus vecinos de al lado: y es muy fácil, para aquellos cuya formación en tales materias ha sido defectuosa, confundir a un hombre con lo que no es. En efecto, ¿quién honró la virtud y castigó el vicio más que él, o se mostró más amable con los rectos, más severo con los malhechores? Su misma sonrisa a menudo equivalía a un elogio, su silencio a una reprimenda, atormentando el mal en la conciencia secreta. Y si un hombre no ha sido un charlatán, ni un bufón, ni chismoso, ni un favorito general, por haber agradado a otros haciéndose todo para todos (1Cor 9,22), ¿qué hay de eso? ¿Acaso no es, a los ojos de los hombres sensatos, digno de alabanza más que de censura? A menos que el león tenga como defecto ser terrible y majestuoso, no parecer un simio, y su salto ser noble y ser valorado por su belleza; mientras que los actores de teatro deberían ganarse nuestra admiración por sus personajes agradables y filantrópicos, porque agradan al vulgo y provocan risas con sus sonoras bofetadas. Si este es nuestro objetivo, ¿quién fue tan agradable al conocerlo, que yo sepa, quién tiene la mayor experiencia? ¿Quién fue más amable en sus historias, más refinado en su ingenio, más tierno en sus reproches? Los reproches de Basilio no inspiraban arrogancia, su relajación no generaba disipación, sino que, evitando los excesos en ambos, los usaba con razón y a tiempo, según las reglas de Salomón que asignan a cada asunto su tiempo (Ecl 3,1).

LXV

Ahora pregunto yo: ¿Qué son todos estos, comparados con la elocuencia y la capacidad de instrucción de Basilio, que le han granjeado el favor de los confines del mundo? Hasta ahora hemos estado rodeando la base de la montaña, descuidando su cima, y hemos estado cruzando un estrecho sin prestar atención al poderoso y profundo océano. Creo que si alguien ha llegado a ser, o puede llegar a ser, una trompeta con su resonancia lejana, o una voz de Dios que abarca el universo, o un terremoto del mundo por algún milagro inaudito, es su voz e intelecto los que merecen estos títulos, por sobrepasar y superar a todos los hombres tanto como nosotros superamos a las criaturas irracionales. ¿Quién, más que Basilio, se purificó por el Espíritu, y se hizo digno de exponer las cosas divinas? ¿Quién fue más iluminado por la luz del conocimiento, o tuvo una visión más profunda de las profundidades del Espíritu y, con la ayuda de Dios, contempló las cosas de Dios? ¿Qué lenguaje podría expresar mejor la verdad intelectual, sin (como la mayoría de los hombres) cojear de un pie, ya sea por no expresar sus ideas o por permitir que su elocuencia supere su capacidad de razonamiento? En ambos aspectos obtuvo Basilio la misma distinción, demostrando ser igual a sí mismo y absolutamente perfecto. Escudriñar todas las cosas, incluso las profundidades de Dios (1Cor 2,10), es, según el testimonio de San Pablo, el oficio del Espíritu, no porque las ignore, sino porque se deleita en su contemplación. Basilio había investigado a fondo todas las cosas del Espíritu, y de ahí extrajo sus instrucciones para cada tipo de carácter, sus lecciones sobre lo sublime y sus exhortaciones a abandonar lo presente y adaptarnos a lo futuro.

LXVI

David alaba al sol por su belleza, su grandeza, su veloz curso y su poder, espléndido como un novio, majestuoso como un gigante y, por la extensión de su órbita, dotado de poder para irradiar su luz por igual de un extremo al otro del cielo, sin que la distancia disminuya su calor. La belleza de Basilio era la virtud; su grandeza, la teología; su curso, el movimiento perpetuo que llega hasta Dios en sus ascensos; su poder, la siembra y distribución de la Palabra. De modo que no dudo en decir esto: que su palabra se extendió por todas las tierras, y el poder de sus palabras hasta los confines del mundo, como dice San Pablo de los apóstoles (Rm 10,18), tomando prestadas las palabras de David. ¿Qué otro encanto hay en cualquier reunión hoy en día? ¿Qué placer en los banquetes, en los atrios, en las iglesias? ¿Qué deleite en quienes ostentan autoridad y en quienes están por debajo de ella? ¿Qué hay de los eremitas o de los cenobitas? ¿Qué hay de las clases acomodadas o de aquellos ocupados en sus asuntos? ¿Qué hay de las escuelas profanas de filosofía o de las nuestras? Hay uno que lo atraviesa todo, y es el más grande: Basilio, con sus escritos y obras. Los escritores no necesitan ningún recurso aparte de sus enseñanzas o escritos. Todos los laboriosos estudios de antaño sobre los oráculos divinos permanecen en silencio, mientras que los nuevos están en boca de todos, y el mejor maestro entre nosotros es aquel que posee el conocimiento más profundo de sus obras, y las habla y explica en nuestro oído. Pues bien. Basilio suple, por sí sólo y con creces, a todos los demás, sobre todo a quienes anhelan especialmente la instrucción.

LXVII

Sólo diré esto de Basilio. Cada vez que tomo su Hexaemeron, y tomo sus palabras en mis labios, me encuentro en la presencia del Creador, comprendo las palabras de la creación y lo admiro más que antes, usando a mi maestro como mi único medio de visión. Cada vez que me acerco a sus obras polémicas, veo el fuego de Sodoma (Gn 19,24) por el cual las lenguas malvadas y rebeldes son reducidas a cenizas, o la torre de Chalane construida impíamente (Gn 11,4) y justamente destruida. Cada vez que leo sus escritos sobre el Espíritu, encuentro al Dios que poseo y me animo a expresar la verdad, con el apoyo de su teología y contemplación. Sus otros tratados, en los que da explicaciones para los miopes mediante una triple inscripción en las sólidas tablas de su corazón, me llevan de una interpretación meramente literal o simbólica a una visión aún más amplia, de una profundidad a otra, encontrando luz tras luz hasta alcanzar la cima más alta. Cuando estudio sus panegíricos sobre nuestros atletas, desprecio el cuerpo y disfruto de la compañía de aquellos a quienes alaba, y me inspiro a la lucha. Sus discursos morales y prácticos purifican el alma y el cuerpo, convirtiéndome en un templo digno de Dios y un instrumento tocado por el Espíritu, para celebrar con sus melodías la gloria y el poder de Dios. De hecho, me reduce a la armonía y al orden, y me transforma mediante una transformación divina.

LXVIII

Ya que he mencionado la teología de Basilio, y sus más sublimes tratados sobre esta ciencia, añadiré lo siguiente a lo ya dicho, pues es de gran utilidad para la comunidad evitar que se vean perjudicados por una opinión injustificadamente baja de él. Mis observaciones se dirigen a aquellas personas mal intencionadas que ocultan sus propios vicios bajo el pretexto de calumnias contra otros. En su defensa de la enseñanza ortodoxa y de la unión y coigual divinidad de la Santísima Trinidad, para usar términos, creo, lo más exactos y claros posibles, habría acogido con entusiasmo como una ganancia, y no como un peligro, no solo la expulsión de su sede, en la que originalmente no deseaba ser entronizado, sino incluso el exilio, la muerte y sus torturas preliminares. Esto se manifiesta en su conducta y sufrimientos reales. Cuando Basilio fue sentenciado al destierro por causa de la verdad, la única atención que le prestó fue pedir a uno de sus sirvientes que tomara su tablilla de escribir y lo siguiera. Consideró necesario, según el consejo del divino David, guiar sus palabras con discreción y soportar por un tiempo la guerra y el ascenso de los herejes, hasta que fuera sucedida por un período de libertad y calma que permitiera la libertad de expresión. El enemigo acechaba la afirmación rotunda "el Espíritu es Dios". Esta afirmación, si bien es cierta, ellos y el malvado patrón de su impiedad la consideraron impía; para poder desterrarlo de la ciudad, junto con su poder de instrucción teológica, y así poder apoderarse de la iglesia y convertirla en el punto de partida y la fortaleza desde donde invadir el resto del mundo con su malvada doctrina. En consecuencia, mediante el uso de otros términos, o declaraciones que inequívocamente tenían el mismo significado, y argumentos que necesariamente conducían a esta conclusión, dominó Basilio a sus antagonistas, hasta que éstos se quedaron sin respuesta y envueltos en sus propias admisiones (para mayor prueba de su habilidad dialéctica). Su tratado sobre este tema lo pone aún más de manifiesto, al estar escrito evidentemente con una pluma prestada del tesoro del Espíritu. Pospuso por el momento el uso del término exacto, rogando como favor al Espíritu mismo y a sus fervientes defensores que no se molestaran por su economía ni que, aferrándose a una sola expresión, arruinaran toda la causa, de temperamento inflexible, en una crisis en la que la religión estaba en peligro. Os aseguró que no sufrirían ningún daño por un ligero cambio en sus expresiones ni por enseñar la misma verdad en otros términos, porque nuestra salvación no es tanto cuestión de palabras como de hechos. De hecho, no rechazaríamos a los judíos si desearan unirse a nosotros, y aun así intentaran usar el término Ungido en lugar de Cristo. En cambio, la comunidad sufriría un daño muy grave si la Iglesia fuera tomada por los herejes.

LXIX

Basilio, no menos que cualquier otro, reconocía que el Espíritu es Dios, y sobre esta verdad predicó públicamente con frecuencia (siempre que se le presentaba la oportunidad), y la confesó con entusiasmo cuando se le preguntaba en privado. Pero lo dejó aún más claro en sus conversaciones conmigo, a quien no ocultó nada durante nuestras conferencias sobre este tema. No contento con simplemente afirmarlo, Basilio procedió, como rara vez lo había hecho antes, a imprecarse sobre sí mismo el terrible destino de la separación del Espíritu, si no lo adoraba como consustancial y coigual con el Padre y el Hijo. Y si alguien me acepta como su colaborador en esta causa, expondré un punto hasta ahora desconocido para la mayoría. Bajo la presión de las dificultades de la época, el mismo Basilio se encargó de la economía, permitiéndome la libertad de expresión para que, mediante nuestros esfuerzos conjuntos, nuestro evangelio pudiera consolidarse. No menciono esto para defender su reputación, pues este hombre es más fuerte que sus agresores (si los hay), sino para evitar que piensen que los términos de sus escritos constituyen el límite máximo de la verdad, debilitando así su fe y considerando que su propio error se sustenta en su teología (fruto conjunto de las influencias de la época y del Espíritu) en lugar de considerar el sentido de sus escritos y el propósito con el que fueron escritos (para acercarse a la verdad y silenciar a los partidarios de la impiedad). En cualquier caso, ¡que su teología sea mía y la de todos mis seres queridos! Estoy tan seguro de su intachabilidad en este aspecto, que lo tomo como mi compañero en esto, como en todo lo demás: y que lo mío se le atribuya a él, lo suyo a mí, tanto por Dios como por los hombres más sabios. En efecto, no diríamos que los evangelistas están en desacuerdo entre sí, porque unos se ocupan más del lado humano de Cristo y otros prestan atención a su divinidad, o algunos habiendo comenzado su historia con lo que está dentro de nuestra propia experiencia y otros con lo que está por encima de nosotros. Al compartir así la sustancia de su mensaje, han procurado la ventaja de aquellos que lo reciben, y han seguido las impresiones del Espíritu que estaba dentro de ellos.

LXX

Ha habido muchos hombres de la antigüedad ilustres por su piedad, como legisladores, generales, profetas, maestros y hombres valientes hasta el derramamiento de sangre. Pues bien, comparemos a nuestro prelado Basilio con ellos, y así reconozcamos su mérito. Adán fue honrado por la mano de Dios (Gn 1,27), y por las delicias del paraíso y la primera legislación; pero, a menos que calumnie la reputación de nuestro primer padre, no cumplió el mandato. Por su parte, Basilio lo recibió y lo observó, y no sufrió daño alguno del árbol del conocimiento, escapó de la espada llameante y, como estoy seguro, ha alcanzado el paraíso. Enós fue el primero en invocar al Señor, mientras que Basilio lo invocó él mismo y lo predicó a otros. Enoc fue trasladado, alcanzando su traslado como recompensa por un poco de piedad (pues la fe aún era incierta) y escapó del peligro del resto de su vida. Por su parte, la vida de Basilio fue un traslado, y fue probado completamente en una vida plena. A Noé se le confió el arca (Gn 6,13) y las semillas de un nuevo mundo se depositaron en una pequeña casa de madera, para su preservación de las aguas. Por su parte, Basilio escapó del diluvio de la impiedad e hizo de su propia ciudad un arca de salvación, que navegó con ligereza sobre los herejes y posteriormente recuperó el mundo entero.

LXXI

Abraham fue un gran hombre, un patriarca, el oferente del nuevo sacrificio, al presentar a Aquel que le había dado la semilla prometida, como una ofrenda lista, ansiosa de ser sacrificada. Por su parte, la ofrenda de Basilio no fue insignificante, pues se ofreció a Dios sin que se le ofreciera nada equivalente (¿cómo habría sido posible?), de modo que su sacrificio se consumó. Isaac fue prometido incluso antes de su nacimiento, mientras que Basilio se prometió a sí mismo, y tomó por esposa a Rebeca (es decir, a la Iglesia, no traída de lejos por la misión de un siervo, sino otorgada y confiada por Dios en su hogar). Basilio no fue engañado en la preferencia de sus hijos, sino que otorgó a cada uno lo que le correspondía, sin engaño alguno, según el juicio del Espíritu. Exalto la escalera de Jacob, y la columna que ungió a Dios, y su lucha con él, cualquiera que fuese. En mi opinión, fue el contraste y la oposición de la estatura humana a la altura de Dios, lo que resultó en las señales de la derrota de su raza. Alabo también sus ingeniosos planes y éxito en la cría de ganado, y a sus hijos, los doce patriarcas, y la distribución de sus bendiciones, con su gloriosa profecía del futuro. No obstante, alabo aún más a Basilio por la escalera que no sólo vio, sino que ascendió por escalones sucesivos hacia la excelencia, y el pilar que no ungió, sino que erigió hacia Dios, al ridiculizar la enseñanza de los impíos. También alabo la lucha con la que luchó, y no con Dios sino en nombre de Dios, para derrocar a los herejes. También alabo su cuidado pastoral, mediante el cual se enriqueció al ganar para sí mismo un número mayor de ovejas marcadas que de las no marcadas, y su ilustre fecundidad en hijos espirituales, y la bendición con la que estableció a muchos.

LXXII

José proveía de grano (Gn 41,40), pero sólo en Egipto, y no con frecuencia, y también de alimento corporal. Por su parte, Basilio lo hacía para todos, en todo momento, y en cuanto al alimento espiritual, en mi opinión, su función era la más honorable. Job, el hombre de Uz (Job 1,1), fue tentado y venció, y al final de sus luchas obtuvo un espléndido honor, sin ser conmovido por ninguno de sus muchos asaltantes, y habiendo obtenido una victoria decisiva sobre los esfuerzos del tentador, acallando la irracionalidad de sus amigos, quienes desconocían el carácter misterioso de su aflicción. Moisés y Aarón estaban entre sus sacerdotes. Verdaderamente fue grande Moisés, quien infligió las plagas sobre Egipto, liberó al pueblo con muchas señales y prodigios, entró en la nube y sancionó la doble ley, externa en la letra e interna en el Espíritu. Aarón era hermano de Moisés, tanto natural como espiritualmente, y ofrecía sacrificios y oraciones por el pueblo, como hierofante del gran y santo tabernáculo, que el Señor erigió, y no el hombre (Hb 8,2). Por su parte, Basilio era rival de ambos, pues torturó, no con plagas corporales, sino espirituales y mentales, a la raza egipcia de herejes, y condujo a la tierra prometida al pueblo de la posesión, celoso de las buenas obras (Tt 2,14). También inscribió leyes, que ya no son oscuras sino completamente espirituales, en tablas (2Cor 3,3) que no se quebrantan, sino que se preservan. También entró en el lugar santísimo, y no una vez al año sino a menudo (podría decir que todos los días), y desde allí nos reveló la Santísima Trinidad. También purificó al pueblo, y no con rociadas temporales sino con purificaciones eternas. ¿Cuál fue la excelencia especial de Josué (Jos 1,2)? Su generalato, la distribución de la herencia y la toma de posesión de la Tierra Santa. Por su parte, ¿no era Basilio un exarca? ¿No era un general de los que se salvan por la fe (Ef 2,8)? ¿No asignó las diferentes herencias y moradas, según la voluntad de Dios, entre sus seguidores? En efecto, también Basilio pudiera haber usado las palabras: "Me ha tocado suerte en lugares deleitosos", y: "Mis fortunas están en tus manos, fortunas más preciosas que las que nos llegan en la tierra y que pueden ser arrebatadas".

LXXIII

Para repasar a los jueces, el más ilustre de ellos fue Samuel "entre aquellos que invocan su nombre", porque fue entregado a Dios antes de su nacimiento (1Sm 1,20), y santificado inmediatamente después de su nacimiento, y ungió con su cuerno a reyes y sacerdotes. Por su parte, ¿no fue Basilio, siendo un niño, consagrado a Dios desde el vientre materno y ofrecido con una túnica (1Sm 2,19) en el altar? ¿No fue él un vidente de las cosas celestiales, ungido por el Señor y quien unge a los perfeccionados por el Espíritu? Entre los reyes, David fue célebre, y sus victorias y trofeos (2Sm 5,1) obtenidos del enemigo están registrados. No obstante, su rasgo más característico fue su gentileza y, antes de su cargo real, su dominio del arpa, capaz de apaciguar incluso al espíritu maligno. Salomón intercedió ante Dios y obtuvo amplitud de corazón (1Re 4,29), progresando al máximo en sabiduría y contemplación, hasta convertirse en el hombre más famoso de su tiempo. Por su parte, Basilio, en mi opinión, no fue inferior a ninguno de ellos en gentileza y sabiduría, pues apaciguó la arrogancia de los soberanos enfurecidos, y no sólo trajo a la reina del sur desde los confines de la tierra (a visitarlo por su renombre por la sabiduría), sino que dio a conocer su sabiduría en todos los confines del mundo.

LXXIV

¿Alabáis la valentía de Elías (2Re 1,1) ante los tiranos y su ardiente traslado? ¿O la hermosa herencia de Eliseo, el manto de piel de oveja, acompañado del espíritu de Elías? Pues bien, también debéis alabar la vida de Basilio, consumida en el fuego. Me refiero a la multitud de tentaciones y su escape a través del fuego que quemó pero no consumió. Es decir, al misterio de la zarza (Ex 3,1), y al hermoso manto de piel de lo alto, y a su indiferencia hacia la carne. Paso por alto el resto, tanto los tres jóvenes empapados en el fuego (Dn 3,5) como el profeta fugitivo que, orando en el vientre de la ballena (Jonás 2:1), salió de la criatura como de una cámara. Paso por alto al justo en el foso, conteniendo la furia de los leones (Dn 6,22), y la lucha de los siete macabeos (2Mac 7,1), quienes fueron perfeccionados con su padre y su madre en sangre y en toda clase de tormentos. Con todos ellos, Basilio rivalizó en resistencia y obtuvo la gloria.

LXXV

Ahora me dirijo al Nuevo Testamento, y al comparar su vida con la de aquellos que aquí son ilustres, encontraré en los maestros una fuente de honor para su discípulo Basilio. ¿Quién fue el precursor de Jesús (Lc 1,76)? Juan, la voz de la Palabra, la lámpara de la Luz, ante quien incluso saltó en el vientre materno (Lc 2,41), y a quien precedió al hades, adonde fue enviado por la ira de Herodes (Mt 14,10), para anunciar incluso allí a Aquel que había de venir. Si mi lenguaje os parece audaz a alguien, permitidme aseguraros de antemano que, al hacer esta comparación, no prefiero a Basilio, ni insinúo que sea igual a quien supera a todos los nacidos de mujer (Mt 11,11), sino que sólo muestro que fue impulsado a la emulación y poseía, hasta cierto punto, sus rasgos llamativos. En efecto, no es poca cosa para el ferviente imitar al más grande de los hombres, aunque sea mínimamente. ¿No es evidente que Basilio era una copia del ascetismo de Juan? Él también vivía en el desierto, y en sus vigilias nocturnas vestía un hábito andrajoso durante su retiro cada vez más reducido. También amaba una comida similar (purificándose para Dios mediante la abstinencia), y se le consideraba digno de ser un heraldo de Cristo, y acudía a él no sólo toda la región circundante, sino también la que estaba más allá de sus fronteras. También se situó entre los dos pactos, aboliendo la letra de uno al administrar el espíritu del otro, y logrando el cumplimiento de la ley oculta mediante la disolución de la aparente.

LXXVI

Emuló Basilio el celo de Pedro (Hch 4,8), la intensidad de Pablo, la fe de ambos hombres, la altiva expresión de los hijos de Zebedeo, la frugalidad y sencillez de todos los discípulos. Por lo tanto, también se le confiaron las llaves de los cielos (Mt 16,1), y no sólo de Jerusalén y sus alrededores hasta Ilírico (Rm 15,1), sino en el círculo más amplio del evangelio. Basilio no es nombrado, sino que se convierte en hijo del trueno y, reclinado sobre el pecho de Jesús, extrae de allí el poder de su palabra y la profundidad de sus pensamientos. Se le impidió convertirse en un Esteban (Hch 7,58), a pesar de su anhelo, ya que la reverencia detuvo las manos de quienes querían apedrearlo. Puedo resumir aún más concisamente, para evitar tratar en detalle estos puntos de cada individuo. En algunos aspectos descubrió, en otros emuló, en otros superó al bueno. En sus múltiples virtudes, superó Basilio a todos los hombres de hoy. Sólo me queda una cosa por decir, y en pocas palabras.

LXXVII

Tan grande era la virtud y la eminencia de Basilio, que muchos de sus rasgos menores, incluso sus defectos físicos, han sido asumidos por otros con miras a la notoriedad. Por ejemplo, su palidez, su barba, su andar, su vacilación pensativa y generalmente meditativa al hablar (que, en la imitación imprudente e inconsiderada de muchos, tomó la forma de melancolía). Además, el estilo de su vestido, la forma de su cama y su forma de comer, nada de lo cual era para él un asunto de importancia, sino simplemente el resultado de la casualidad. Así, se podrían ver muchos Basilios en apariencia, entre estas estatuas de contorno, pues sería exagerado llamarlos su eco distante (pues un eco, aunque es la desaparición de un sonido, al menos lo representa con gran claridad, mientras que estos hombres se alejan demasiado de él como para satisfacer siquiera su deseo de acercarse a él). Esto no fue cosa ligera, sino un asunto tenido en muy alta estima con buena razón, haberlo conocido por casualidad o haberle prestado algún servicio, o llevarse el recuerdo de algo que había dicho o hecho en broma o en serio, como sé que yo mismo me he enorgullecido a menudo de hacerlo, pues sus improvisaciones eran mucho más preciosas y brillantes que los esfuerzos laboriosos de otros hombres.

LXXVIII

Tras haber terminado Basilio su carrera, y mantenido la fe (2Tm 4,7), anhelaba partir, y se acercaba el momento de su corona (Flp 1,23). No escuchó la orden "sube al monte y muere" (Dt 32,49), sino "muere y sube a nosotros". Aquí, de nuevo, obró un prodigio en nada inferior a los mencionados anteriormente. Cuando estaba casi muerto, sin aliento y sin la mayor parte de sus fuerzas, se fortaleció en sus últimas palabras, de modo que pudo partir con las palabras de la religión. Ordenando a los más excelentes de sus asistentes, les confirió su mano y su espíritu, para que sus discípulos, que lo habían ayudado en su oficio sacerdotal, no fueran defraudados del sacerdocio. Abordo el resto de mi tarea, pero con reticencia, pues saldría más plenamente de boca de otros que de la mía. En efecto, yo no puedo filosofar sobre mi desgracia, aunque mucho deseara hacerlo, cuando recuerdo que la pérdida es común a todos nosotros y que la desgracia ha acontecido al mundo entero.

LXXIX

Yacía Basilio, exhalando su último aliento y aguardando el coro de lo alto, hacia el cual había dirigido su mirada durante largo tiempo. A su alrededor, toda la ciudad, incapaz de soportar su pérdida, se lamentaba de su partida como si hubiera sido una opresión, y se aferraba a su alma, como si hubiera sido capaz de contenerla o coaccionarla por sus manos o sus oraciones. Su sufrimiento les había distraído, y todos ansiaban añadir a su vida una porción de la suya. Cuando fracasaron, pues era necesario demostrar que era hombre, con sus últimas palabras ("en tus manos encomiendo mi espíritu") entregó con alegría su alma al cuidado de los ángeles. Lo hizo no sin haber recibido algunas instrucciones y preceptos religiosos para beneficio de los presentes, y fue entonces cuando ocurrió un prodigio extraordinario.

LXXX

Basilio había sido llevado, y estaba siendo alzado en alto por manos de algunos hombres. Algunos ansiaban asir la orla de su manto (Lc 8,44), otros sólo tocar la sombra (Hch 5,15) o el féretro que llevaba sus santos restos (pues ¿qué podría ser más santo o puro que ese cuerpo?), otros acercarse a quienes lo portaban, otros disfrutar de la vista (como si incluso esto fuera beneficioso). Mercados, pórticos, y casas de dos o tres pisos, estaban llenos de gente que lo escoltaba, precedía, seguía, acompañaba y pisoteaba. Lo hacían decenas de miles de todas las razas y edades, sin ninguna experiencia previa. La salmodia fue eclipsada por las lamentaciones, la resignación filosófica se hundió bajo la desgracia. Nuestro propio pueblo competía con extranjeros, judíos, griegos y extranjeros, y ellos con nosotros, por una mayor parte del beneficio, mediante una lamentación más abundante. Para cerrar mi relato, la calamidad terminó en peligro, pues muchas almas partieron con él por la violencia de los empujones y la confusión, como víctimas funerarias y como si el ferviente orador las llamase. El cuerpo, tras escapar finalmente de quienes querían apoderarse de él, y abriéndose paso entre quienes lo precedieron, fue depositado en la tumba de sus padres. El sumo sacerdote se sumó a los sacerdotes, con una poderosa voz que resonaba en mis oídos y en todos los heraldos. Yo, Gregorio, medio muerto, partido en dos, arrancado de nuestra gran unión y arrastrando el dolor de separarme de él, no sabía cuál sería mi fin, ahora que había perdido mi guía. E incluso ahora recibo advertencias e instrucciones en visiones nocturnas, por si alguna vez incumpliera mi deber. Mi objetivo actual no es tanto mezclar lamentaciones con mis alabanzas, ni retratar la vida pública del hombre, ni publicar una imagen de virtud común a todos los tiempos, sino mostrar un ejemplo saludable para todas las iglesias y para todas las almas, que podamos tener presente como ley viva y guía de nuestras vidas en la rectitud. Vosotros, que habéis sido completamente iniciados en su doctrina, fijad sus ojos en él, como quien lo ve y es visto por vosotros, y así seréis perfeccionados por el Espíritu.

LXXXI

Venid, pues, y rodeadme, todos los miembros del coro de Basilio, tanto clérigos como laicos, tanto de nuestro país como del extranjero. Ayudadme en mi elogio, aportando o exigiendo cada uno la cuenta de alguna de sus excelencias. Elogiadlo vosotros, los que ostentáis el cargo de legislador; vosotros, los políticos y estadistas; vosotros, los hombres del pueblo, su orden; vosotros, los hombres de letras, al instructor; vosotros, los vírgenes, al guía de la novia; vosotros, los que estáis unidos en matrimonio, al que restringe; vosotros, los ermitaños, a quien os dio alas; vosotros, los cenobitas y jueces; vosotros, los hombres sencillos; vosotros, los contemplativos y teólogos; vosotros, los alegres; vosotros, los hombres desafortunados. Elogiad al consolador, al bastón de canas, al guía de la juventud, al alivio de la pobreza, al administrador de la abundancia. También las viudas, me imagino, alabarán a su protector, y los huérfanos a su padre, y los pobres a su amigo, y los extraños a su introductor, y los hermanos al hombre de amor fraternal, y los enfermos a su médico, y los sanos al preservador de la salud, y todos los hombres a aquel que se hizo todo para todos a fin de poder ganar a la mayoría, si no a todos.

LXXXII

Ésta es mi ofrenda para ti, Basilio, expresada con la lengua que una vez te fue la más dulce de todas, de quien fue tu compañero en edad y rango. Si se ha aproximado a lo que mereces, te doy las gracias, pues fue por confianza en ti que me comprometí a hablar de ti. Si no está a la altura de tus expectativas, ¿cuáles serán nuestros sentimientos, cansados por la edad, la enfermedad y el arrepentimiento por ti? Dios se complace cuando hacemos lo que podemos. Que nos mires desde arriba, tú, divina y sagrada persona, y con tus súplicas detengas nuestra espina en la carne (2Cor 12,7). Concédenos soportarlo todo con valentía, y que guiemos toda nuestra vida hacia lo que más nos beneficie. Si somos trasladados, recíbenos también allí en tu propio tabernáculo, para que, al morar juntos y contemplar juntos con mayor claridad y perfección la Santísima y bendita Trinidad(de la que ahora hemos recibido en cierto grado la imagen), nuestro anhelo se vea satisfecho al obtener esta recompensa, por todas las batallas que hemos librado y los asaltos que hemos soportado. Estas son nuestras palabras en tu nombre. ¿Qué otro humano nos alabará, ya que dejamos esta vida después de ti? No lo habrá, incluso aunque ofrezcamos algún tema digno de palabras o alabanza en Cristo Jesús.