PACIANO DE BARCELONA
Sobre el Bautismo
I
Quiero explicaros, amados hermanos, de qué manera nacemos en el bautismo y de qué manera somos renovados. Os lo diré, hermanos, con sus propias palabras, para que no creáis, por la belleza de mis frases, que me agrado en mi estilo y podáis comprender un tema misterioso. ¡Ojalá pudiera inculcároslo! No busco la gloria, porque la gloria pertenece sólo a Dios.
Mi única preocupación es la de vosotros, y especialmente de estos candidatos al bautismo, para ver si de alguna manera nos es posible comprender el examen de tan gran felicidad. Os mostraré, pues, lo que era el paganismo en el pasado, lo que concede la fe, las indulgencias que concede el bautismo. Y si esto penetra en vuestros corazones como yo lo siento, juzgaréis, hermanos, que ninguna predicación nos ha dado nunca más fruto.
II
Aprended, pues, amadísimos, en qué muerte fue colocado el hombre antes del bautismo. Sabéis con certeza cómo Adán fue devuelto a su origen terreno, qué condenación le impuso la ley de la muerte eterna, y esta muerte tuvo dominio sobre toda su posteridad, como sujeta a esta única ley, sobre toda la raza desde Adán hasta Moisés. Pero por medio de Moisés fue elegido un solo pueblo, la descendencia de Abraham, si hubiera sido capaz de observar los mandamientos de la justicia.
Mientras tanto, todos estábamos sujetos al pecado, para que pudiéramos comer los frutos de la muerte; destinados a alimentarnos de algarrobas y a criar cerdos (es decir, a obras inmundas) por malvados magos, cuyo dominio no nos permitía hacer ni conocer la justicia, porque nuestra misma condición nos obligaba a obedecer a tales amos. Escuchad ahora cómo fuimos librados de estos poderes y de esta muerte.
III
Cuando Adán pecó, como ya he dicho, el Señor le dijo: "Polvo eres y en polvo volverás", y le fue asignado el destino de la muerte. Este destino se transmitió a toda la raza humana, pues todos pecaron, y la naturaleza misma los impulsó, como dice el apóstol: "Como el pecado entró en el mundo por un solo hombre, y por el pecado la muerte". Así, la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron. Por tanto, reinó el pecado, en cuyas cadenas fuimos arrastrados, como cautivos, a la muerte eterna.
Mas este pecado, antes del tiempo de la ley, ni siquiera se comprendía, como dice el apóstol: "Hasta que existió la ley, el pecado en el mundo no se contaba". Es decir, no se veía, aunque al venir la ley revivió. Porque se manifestó para que se viera, pero en vano, porque nadie la observaba con dificultad. Pues la ley decía "no cometerás adulterio, no matarás, no codiciarás", mas la concupiscencia y todos los vicios aún continuaban. Así pues, antes de la ley, este pecado mataba al hombre con una espada desenvainada, oculta bajo la ley. ¿Qué esperanza tenía, pues, el hombre? Sin la ley perecía, porque no podía ver el pecado, y bajo la ley, porque se encontraba en el mismo pecado que veía. ¿Quién podría librarlo de la muerte? Escucha al apóstol: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracia por medio de nuestro Señor Jesucristo".
IV
¿Qué es la gracia? La remisión del pecado, y un don gratuito. Por eso, Cristo, viniendo y tomando la naturaleza humana, presentó ante Dios esta naturaleza humana pura del poder del pecado e inocente. Dice Isaías: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel", y: "Comerá mantequilla y miel, para saber rechazar lo malo y escoger lo bueno", y: "Él no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca". Bajo esta tutela de la inocencia, cuando Cristo emprendió por primera vez la defensa del hombre en la misma carne del pecado, inmediatamente aquel padre de la desobediencia del pecado, que una vez había engañado a nuestros primeros padres, comenzó a agitarse, a turbarse, a temblar. Porque iba a ser vencido por el relajamiento de aquella ley por la cual solo había retenido posesión del hombre, o podía retenerla.
El diablo se armó, pues, para una lucha espiritual con el Inmaculado, y primero le atacó con el mismo artificio con que había vencido a Adán en el paraíso, bajo el pretexto de la dignidad; y como si estuviera perplejo por su poder celestial, le dice: "Si eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan", para que, avergonzado o no queriendo ocultar que era Hijo de Dios, pudiera cumplir los mandatos del tentador. Pero no calla, sugiriendo que si se arrojase desde arriba, sería recibido en manos de los ángeles, a quienes el Padre había confiado que en sus manos lo sostuvieran. No calla para que de ninguna manera tropezara con una piedra, y para que así, mientras el Señor quería demostrar que era él a quien el Padre había dado este mandato, pudiera hacer lo que el tentador le pedía. Por último, la serpiente, aplastada, como si se rindiera, le promete los mismos reinos del mundo que había arrebatado al primer hombre, para que, mientras el Abogado del hombre cree que ha vencido, al recibir el imperio (que debía recuperar) se incline hacia la dignidad ofrecida por el Maligno, y así, finalmente, peque. Pero en todos estos ataques, el enemigo es vencido y destruido por el poder celestial, como dice el profeta al Señor: "Para que acalles al enemigo y al vengador", porque "veré los cielos, obra de tus dedos".
V
El diablo ya debía ceder, pero no cesa. Con sus habituales trampas, excita con furia a los escribas, fariseos y toda esa banda de malvados. Éstos, por tanto, con diversas artimañas y engañosas artimañas del corazón, con las que, como serpientes, pretendían engañar al Señor con declaraciones de fidelidad, cuando nada conseguían, finalmente lo atacaron con abierta violencia y con un tipo de sufrimiento cruento, para que por la indignidad del hecho o por el dolor del castigo, hiciera o dijera algo injusto y así destruyera la naturaleza humana que llevaba, y su alma quedara en el infierno, que tenía una ley para retener al pecador. Porque el aguijón de la muerte es el pecado. Por eso Cristo sufrió y no pecó, ni se halló engaño en su boca, como hemos dicho, ni siquiera cuando fue llevado como víctima. ¡Esto era vencer, y ser condenado sin pecado!
El diablo había recibido sobre los pecadores el poder que se atribuía sobre el Inmaculado, y así él mismo fue vencido, decretando contra el Santo lo que no le permitía la ley que había recibido. Por eso dice el profeta al Señor: "Para que seas justificado en tu palabra y absuelto cuando seas juzgado". Y así, como dice el apóstol: "Habiendo llevado a los principados en triunfo, Cristo condenó al pecado en la carne, clavándolo en su cruz y borrando la escritura de la muerte". Por eso Dios no dejó su alma en el infierno, ni permitió que su Santo viera corrupción. Por eso, habiendo pisoteado los aguijones de la muerte, resucitó al tercer día en la carne, reconciliándola con Dios y restableciéndola a la inmortalidad, habiendo vencido y borrado el pecado.
VI
No obstante, si sólo Jesús venció, ¿qué confirió a los demás? Escuchad brevemente: el pecado de Adán se transmitió a toda la raza humana, y por un solo hombre (como dice el apóstol) el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte; y así la muerte pasó a todos los hombres. Por lo tanto, también la justicia de Cristo debía transmitirse a toda la raza humana. Y así como Adán por el pecado destruyó su raza, así también Cristo por la justicia debía dar vida a toda su raza. Esto es lo que el apóstol exhorta cuando dice: "Así como por la desobediencia de uno muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán constituidos justos. Para que, así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna".
VII
Alguien objetará que el pecado de Adán pasó merecidamente a su posteridad (y todos nacieron de él), mas nosotros hemos nacido de Cristo para que podamos ser salvos por él. Dejad ya, hermanos, de tener pensamientos carnales. Y ahora, ved de qué manera nacemos tanto de Cristo como de nuestros padres.
En estos últimos días Cristo tomó un alma con la carne de María. A ésta vino a salvarla, y a ésta no la dejó en el infierno, y a ésta la unió a su Espíritu y la hizo suya. Ésta es la boda del Señor, uniéndose en una sola carne para que, según ese gran sacramento, pudieran ser estos dos en una sola carne, Cristo y la Iglesia. De esta boda nace el pueblo cristiano, el Espíritu del Señor que viene de lo alto, e inmediatamente la semilla celestial se derrama y se mezcla con la sustancia de nuestras almas, crecemos en las entrañas de nuestra madre, y al salir de su seno somos vivificados en Cristo. De ahí que el apóstol dijera: "El primer Adán fue hecho alma viviente; el último Adán fue hecho espíritu vivificante".
Así, Cristo engendra en la Iglesia por medio de sus sacerdotes, como dice el mismo apóstol: "Yo os engendré en Cristo Jesús". Y así, la semilla de Cristo, que es el Espíritu de Dios, produce por manos de los sacerdotes al hombre nuevo, concebido en el seno de nuestra Madre y recibido en el nacimiento de la fuente, presidiendo la fe el rito nupcial. En efecto, ni parecerá injertado en la Iglesia quien no haya creído, ni nacido de nuevo de Cristo quien no haya recibido él mismo el Espíritu. Por tanto, es necesario creer que podemos nacer, pues así le dice Jesús a Felipe: "Si crees, puedes". Por tanto, es necesario recibir a Cristo para engendrar, como recuerda el apóstol Juan: "A todos los que le recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios".
Mas estas cosas no pueden cumplirse de otro modo que no sea por medio del sacramento del lavacro, del crisma y del obispo. En efecto, por el lavacro se lavan los pecados, por el crisma se derrama el Espíritu Santo, pero ambas cosas las obtenemos de la mano y la boca del obispo. Y así, todo el hombre nace de nuevo y se renueva en Cristo, para que, como Cristo resucitó de entre los muertos, también nosotros andemos en novedad de vida. Es decir, que, habiendo dejado de lado los errores de nuestra vida anterior (el culto a los ídolos, la crueldad, la fornicación, la lascivia y todos los demás vicios de la carne y la sangre) sigamos por el Espíritu nuevos caminos en Cristo (la fe, modestia, inocencia y castidad).
Así como llevamos la imagen del hombre terreno (nuestros padres), así también debemos llevar la imagen del hombre del cielo (Jesucristo), porque el primer hombre es de la tierra y terreno, mas el segundo es del cielo y celestial. Si hacemos esto, amados, no moriremos más. Aunque estemos disueltos en este cuerpo, viviremos en Cristo, como él mismo dice: "El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá". Estamos seguros de esto, y el mismo Jesucristo lo testificó, al decir que tanto Abraham como Isaac y Jacob y todos los santos de Dios están vivos, pues: "Todos viven para él, porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos". A este respecto, el apóstol dice de sí mismo: "Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia; quisiera partir y estar con Cristo", y: "Mientras estamos en casa en el cuerpo, estamos ausentes del Señor; porque andamos por la fe, no por la vista".
VIII
Esto es lo que creemos, amados, y "si sólo en esta vida tenemos esperanza, entonces somos los más miserables de todos los hombres". La vida de este mundo, los animales domésticos, las fieras y las aves, como veis, tienen en común con nosotros, o incluso más. Lo que es propio del hombre, y lo que Cristo nos ha dado por medio de su Espíritu, es la vida eterna, pero sólo si no pecamos más. Porque así como la muerte se gana por la maldad y se evita por la bondad, así también la vida se pierde por la maldad y se conserva por la bondad. La paga del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor.
Ante todo, mis pequeños, recordad que en otro tiempo todas las naciones fueron entregadas a los príncipes y potestades de las tinieblas, y ahora han sido liberadas por la victoria de nuestro Señor Jesucristo. Él es quien nos redimió, perdonándonos todos los pecados o, como dice el apóstol, "borrando el acta de desobediencia que estaba contra nosotros" y quitándola del medio. Clavándola en su cruz, y despojándose de la carne, él hizo una exhibición pública de los poderes, triunfando sobre ellos en sí mismo. Liberó a los que estaban atados y rompió nuestras cadenas, como había dicho David: "El Señor levanta a los oprimidos, libera a los prisioneros y da la vista a los ciegos", y: "Has roto mis ataduras, así que te ofreceré el sacrificio de acción de gracias". Liberados, pues, de nuestras ataduras, por el sacramento del bautismo llegamos a la Señal del Señor, renunciamos al diablo y a todos sus ángeles (a quienes antes servíamos, para que ahora no los sirvamos más) y somos liberados por la sangre y el nombre de Jesucristo.
IX
Si después de esto alguno, olvidándose de sí mismo e ignorante de su redención, vuelve de nuevo al servicio de los ángeles y a los débiles y pobres rudimentos del mundo, quedará atado de nuevo por sus viejos grilletes y por los lazos del pecado, y su último estado será peor que el primero. El diablo le atará más fuertemente, como si lo hubiera alcanzado en la huida, y Cristo ya no podrá sufrir por él (porque "habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere más").
Por tanto, amados, somos lavados una sola vez, y somos liberados una sola una vez, y somos admitidos una sola vez en el reino de los cielos. Una vez sucede eso, bienaventurado aquel cuya injusticia es perdonada y cuyo pecado es cubierto.
Aferraos fuertemente a lo que habéis recibido, y guardadlo. Bienaventurados, no pequéis más. Conservaos puros y sin mancha desde ese momento hasta el día del Señor. Grandes e ilimitadas son las recompensas concedidas a los fieles, que el ojo no vio ni el oído oyó, ni han entrado en el corazón del hombre. Estas recompensas que pueden recibir, ¡obtenedlas por las labores de la justicia y los votos espirituales!