ALEJANDRO DE ALEJANDRÍA
Cartas

CARTA 1
A Alejandro, obispo de Constantinopla

Al reverendísimo y afín hermano, Alejandro, Alejandro le envía saludos en el Señor.

I

La ambiciosa y avara voluntad de los malvados suele tender trampas a las iglesias que parecen mayores, atacando con diversos pretextos la piedad eclesiástica de las mismas. Se trata de unos malvados que, incitados por el demonio que obra en ellas, a la lujuria que se les presenta, y desechando todos los escrúpulos religiosos, pisotean el temor del juicio de Dios.

Por todas estas cosas yo sufro, y he creído necesario mostrar a vuestra piedad, para que sepáis de tales hombres, no sea que alguno de ellos se atreva a poner un pie en vuestras diócesis, ya sea por sí mismo o por medio de otros.

Estos hechiceros saben cómo usar la hipocresía para llevar a cabo su fraude, y emplean cartas compuestas y adornadas con mentiras para engañar a las personas de fe sencilla y sincera. Arrio y Aquiles, que recientemente se han conjurado para imitar la ambición de Coluto, han resultado mucho peores que él. Coluto, que reprende a estos mismos hombres, encontró algún pretexto para su malvada intención; pero éstos, al ver cómo maltrataba a Cristo, no soportaron más estar sujetos a la Iglesia, sino que se construyen cuevas de ladrones, en las que celebran sus asambleas sin cesar, dirigiendo noche y día sus calumnias contra Cristo y contra nosotros.

Al poner en tela de juicio toda doctrina piadosa y apostólica, a la manera de los judíos, han construido un taller para contender contra Cristo, negando la divinidad de nuestro Salvador y predicando que él es sólo el igual a todos los demás. Y habiendo reunido todos los pasajes que hablan de su plan de salvación y de su humillación por nosotros, se esfuerzan por reunir de ellos la predicación de su impiedad, ignorando por completo los pasajes en los que se expone su divinidad eterna y su gloria inefable junto al Padre.

Como apoyan la opinión impía sobre Cristo, que es sostenida por los judíos y los griegos, se esfuerzan por todos los medios posibles para ganar su aprobación, ocupándose de todas las cosas que suelen ridiculizar en nosotros y promoviendo diariamente sediciones y persecuciones contra nosotros.

Ahora, de hecho, nos arrastran ante los tribunales de los jueces, mediante el trato con mujeres tontas y desordenadas, a quienes han llevado al error; en otras ocasiones han arrojado oprobio e infamia sobre la religión cristiana, sus jóvenes doncellas vagando vergonzosamente por todos los pueblos y calles. Es más, incluso la túnica indivisible de Cristo, que sus verdugos no quisieron dividir, estos miserables se han atrevido a rasgar.

II

Nosotros, aunque nos dimos cuenta bastante tarde, a causa de su ocultación, su modo de vida y sus impías tentativas, por el voto común de todos los hemos expulsado de la congregación de la Iglesia que adora la divinidad de Cristo. Pero ellos, corriendo de aquí para allá contra nosotros, han comenzado a recurrir a nuestros colegas que son de la misma opinión que nosotros. Lo hacen en apariencia y fingiendo buscar la paz y la concordia, pero en realidad tratan de atraer a algunos de ellos a sus propias enfermedades con palabras amables, pidiéndoles largas cartas para que, leyéndolas a los hombres a quienes han engañado, los hagan impenitentes en los errores en los que han caído y obstinados en la impiedad, como si tuvieran obispos que piensan lo mismo y se ponen de su lado.

Además, no les confiesan en absoluto las cosas que han enseñado y hecho erróneamente entre nosotros, y por las cuales han sido expulsados por nosotros, sino que o bien las pasan por alto, o las cubren con un velo, con palabras y escritos fingidos los engañan. Ocultando, pues, su doctrina pestilente con su discurso engañoso y adulador, engañan a los más ingenuos y a los que están expuestos al fraude, y mientras tanto no escatiman en difamar nuestra piedad hacia todos. De ahí que algunos, firmando sus cartas, los reciban en la Iglesia, aunque, en mi opinión, la mayor culpa recae sobre los ministros que se atreven a hacer esto, porque no sólo no lo permite la regla apostólica, sino que por este medio se enciende más fuertemente la obra del diablo en estos hombres contra Cristo.

Por todo esto, hermanos amados, sin demora me he animado a mostraros la infidelidad de estos hombres que dicen que hubo un tiempo en que el Hijo de Dios no existía, y que el que antes no era vino a la existencia después, y que se hizo tal cuando finalmente fue creado, como todo hombre suele nacer. Pues dicen que Dios hizo todas las cosas de cosas que no son, incluyendo incluso al Hijo de Dios en la creación de todas las cosas racionales e irracionales. A lo cual añaden como consecuencia que él es de naturaleza mutable y capaz tanto de virtud como de vicio. Y una vez admitida esta hipótesis, de que él es de cosas que no son, anulan las Sagradas Escrituras acerca de su eternidad, que significan la inmutabilidad y la divinidad de la Sabiduría y del Verbo, que son Cristo.

III

Nosotros decimos que estos malvados también pueden ser hijos de Dios, porque está escrito: "Crié y engrandecí hijos" (Is 1,2). Pero cuando se les objetó lo que sigue, ellos se rebelaron contra mí, lo cual en verdad no es aplicable a la naturaleza del Salvador, que es de naturaleza inmutable. Ellos, desechando toda reverencia religiosa, dicen que Dios, puesto que sabía de antemano y había previsto que su Hijo no se rebelaría contra él, lo eligió de entre todos. Es decir, que Dios Padre no lo eligió por tener por naturaleza algo especial más que sus otros hijos (pues nadie es por naturaleza hijo de Dios, como ellos dicen), ni por tener alguna propiedad peculiar propia... sino que eligió a Aquel que era de naturaleza mutable, a causa del cuidado de sus modales y su práctica, y de no inclinarse de ninguna manera hacia lo que es malo (de modo que, si Pablo y Pedro hubieran luchado por esto, no habría habido diferencia entre su filiación y la de él).

Para confirmar esta insana doctrina, jugando con la Sagrada Escritura, ellos traen a colación lo que se dice en los Salmos respecto de Cristo: "Amas la justicia y aborreces la maldad. Por eso Dios te ungió con óleo de alegría más que a tus compañeros".

IV

Que el Hijo de Dios no fue hecho de cosas que no son, y que no hubo tiempo en que no existiera, lo demuestra suficientemente el evangelista Juan, cuando escribe acerca de él: "El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre" (Jn 1,18). Porque, como aquel divino maestro quiso demostrar que el Padre y el Hijo son dos cosas inseparables la una de la otra, habló de él como estando en el seno del Padre. Ahora bien, como tampoco el Verbo de Dios está comprendido en el número de cosas que fueron creadas de cosas que no son, el mismo Juan dice: "Todas las cosas fueron hechas por él". Pues expuso su propia personalidad, diciendo: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho" (Jn 1,1-3).

Pues bien, si todas las cosas fueron hechas por él, ¿cómo es posible que Aquel que dio a las cosas que son hechas su ser, en un tiempo él mismo no existiera? En efecto, el Verbo creador no puede definirse como de la misma naturaleza que las cosas creadas, puesto que él era en el principio y todas las cosas fueron hechas por él y formadas de cosas que no son. Además, lo que es parece ser contrario y muy alejado de las cosas que son hechas de cosas que no son.

Esto demuestra que no hay intervalo entre el Padre y el Hijo, ya que ni siquiera con el pensamiento puede la mente imaginar distancia alguna entre ellos. Pero el hecho de que el mundo haya sido creado de cosas que no son indica un origen más reciente y posterior de la sustancia, ya que el universo recibe una esencia de este tipo del Padre por medio del Hijo.

Esto es lo que el piadosísimo Juan contempló de la esencia del Verbo divino, a una gran distancia y como situada más allá de toda concepción de las cosas engendradas, pensando que no era adecuado hablar de su generación y creación, y no atreviéndose a designar al Creador en los mismos términos que las cosas creadas. No porque el Verbo sea ingénito, pues sólo el Padre es ingénito, sino porque la inexplicable subsistencia del Hijo unigénito transciende la aguda comprensión de los evangelistas, y quizá también de los ángeles.

V

No creo que sea piadoso aquel que se atreva a investigar algo más allá de estas cosas, sin escuchar este dicho: "No busquéis las cosas que son demasiado difíciles para vosotros, ni escudriñéis las cosas que están por encima de vuestras fuerzas". Porque si el conocimiento de muchas otras cosas que son incomparablemente inferiores a esto, está oculto a la comprensión humana, como en el apóstol Pablo cuando dijo: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni han entrado en corazón de hombre, las cosas que Dios ha preparado para quienes le aman" (1Cor 2,9). Dios dijo a Abraham que "no podía contar las estrellas" (Gn 15,5), y el Eclesiástico se preguntó: "¿Quién puede contar la arena del mar y las gotas de lluvia?" (Eclo 1,2).

¿Cómo podrá alguien investigar la subsistencia de la Palabra divina, pues, a menos que esté herido de frenesí? Acerca de lo cual dice el Espíritu de profecía: "¿Quién contará su generación?" (Is 53,8). Nuestro Salvador mismo, que bendice las columnas de todas las cosas en el mundo, trató de liberarlos del conocimiento de estas cosas, diciendo que comprender esto estaba más allá de su naturaleza, y que solo al Padre pertenecía el conocimiento de este misterio más divino. Porque como decía Cristo, "nadie conoce al Hijo sino el Padre, y ni nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11,27). De esto también creo que habló el Padre, en las palabras: "Mi secreto es para mí y mío".

VI

Que es una locura pensar que el Hijo fue hecho de cosas que no son y que estuvo en el tiempo, la expresión "de cosas que no son" lo demuestra, aunque estos estúpidos no comprenden la locura de sus propias palabras. Porque la expresión "no fue" debe ser contada en el tiempo o en algún lugar de una época. Pero si es verdad que todas las cosas fueron hechas por él, está establecido que tanto toda época y tiempo y todo espacio, como aquel en que se encuentra el "no fue", fueron hechos por él.

¿Y no es absurdo que Aquel que formó los tiempos y las épocas y las estaciones en las que se mezcla el "no fue", diga de él que en algún momento no fue? Porque es carente de sentido y señal de gran ignorancia afirmar que Aquel que es la causa de todo es posterior al origen de esa cosa. Según ellos, el tiempo en que dicen que el Hijo no había sido creado por el Padre, precedió a la sabiduría de Dios que creó todas las cosas, y la Escritura, según ellos, habla falsamente, al llamarlo el "primogénito de toda criatura".

Conforme a lo cual, lo que dice de él el majestuoso Pablo hablando: "A él constituyó heredero de todo, y por él hizo el universo. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él; y él es antes de todas las cosas" (Col 1,16-17).

VII

Como parece que esta hipótesis de una creación a partir de cosas que no son es sumamente impía, es necesario decir que el Padre es siempre Padre. Pero lo es porque el Hijo está siempre con él, por lo que se le llama Padre. Por tanto, porque el Hijo está siempre con él, el Padre es siempre perfecto, no carente de nada en cuanto a lo bueno, porque no en el tiempo, ni después de un intervalo, ni a partir de cosas que no son, engendró a su Hijo unigénito. ¿Cómo, pues, no es impío decir que la sabiduría de Dios no existió en un tiempo, cuando dice de sí misma "yo estaba con él formando todas las cosas", o "yo era su deleite"? ¿O que el poder de Dios no existió en un tiempo, o que su Palabra estuvo mutilada en todo momento, o que siempre faltaron otras cosas por las que se conoce al Hijo y se expresa al Padre?

Quien niega que existió el resplandor de la gloria, quita también la luz primitiva de la que es resplandor. Y si la imagen de Dios no fue siempre, es evidente que tampoco fue siempre, pues es imagen de Dios. Además, al decir que no fue la naturaleza de la subsistencia de Dios, se elimina también a aquel que se expresa perfectamente en ella. De donde se desprende que la filiación de nuestro Salvador no tiene nada en común con la filiación de los demás. Pues, así como se ha demostrado que su inexplicable subsistencia supera con una excelencia incomparable a todas las demás cosas a las que dio existencia, así también su filiación, que es según la naturaleza de la divinidad del Padre, supera con una excelencia inefable a la filiación de los que han sido adoptados por él.

Jesucristo, en verdad, es de naturaleza inmutable, perfecto en todo sentido y sin carencias, mientras que éstos, como están sujetos a cambios en ambos sentidos, necesitan su ayuda. Pues ¿qué progreso puede hacer la sabiduría de Dios? ¿Qué aumento puede recibir la verdad misma y la palabra de Dios? ¿En qué se puede mejorar la vida y la luz verdadera? Y si esto es así, ¿cuánto más antinatural es que la sabiduría sea capaz de locura, que el poder de Dios se una a la debilidad, que la razón sea oscurecida por la irracionalidad, o que la oscuridad se mezcle con la verdadera luz?

El apóstol mismo se pregunta en este sentido: "¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia tiene Cristo con Belial?" (2Cor 6,14-15). Y Salomón dice que no es posible que suceda que un hombre comprenda con su entendimiento el camino de una serpiente sobre una roca, que es Cristo, según la opinión de Salomón. Pablo. Pero los hombres y los ángeles, que son sus criaturas, han recibido su bendición para que pudieran progresar, ejercitándose en las virtudes y en los mandamientos de la ley, para no pecar.

Por todo ello nuestro Señor, siendo por naturaleza Hijo del Padre, es adorado por todos. Y éstos, dejando de lado el espíritu de esclavitud, cuando por las obras valientes y por el progreso han recibido el espíritu de adopción (siendo bendecidos por Aquel que es el Hijo por naturaleza), son hechos hijos por adopción.

VIII

La filiación natural de Cristo respecto del Padre, propia y peculiar, y excelente, la declaró San Pablo cuando habló de Dios así: "El cual no escatimó ni a su propio Hijo, sino que por nosotros, que no éramos sus hijos naturales, lo entregó" (Rm 8,32). Es decir, que para distinguirlo de los que no son propiamente hijos, dijo que era "su propio Hijo". En el evangelio también leemos "éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia" (Mt 3,17). Además, el Salvador dice en los Salmos: "El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo", mostrando que él es el Hijo verdadero y genuino, significa que no hay otros hijos genuinos fuera de él.

¿Y qué significa también esto: "Desde el vientre antes de la mañana te engendré"? ¿No indica claramente la filiación natural de la generación paterna, que obtuvo no por la cuidadosa formación de sus modales, no por el ejercicio y el aumento de la virtud, sino por propiedad de la naturaleza?

Por tanto, el Hijo unigénito del Padre, ciertamente, posee una filiación indefectible, mientras que la adopción de los hijos racionales no les pertenece por naturaleza, sino que les está preparada por la probidad de su vida y por el don gratuito de Dios. Esta última es una naturaleza mutable, como reconoce la Escritura: "Cuando los hijos de Dios vieron a las hijas de los hombres, se casaron para ellas" (Gn 6,2), y: "Crié y engrandecí hijos, pero ellos se rebelaron contra mí (Is 1,2), como encontramos a Dios hablando por el profeta Isaías.

IX

Aunque podría decir mucho más, amados hermanos, lo omito a propósito, porque considero que sería pesado recordar estas cosas a los maestros que piensan como yo. Porque vosotros mismos sois enseñados por Dios, y no ignoráis que esta doctrina, que recientemente ha levantado su cabeza contra la piedad de la Iglesia, es la de Ebión y Artemas; y no es otra cosa que una imitación de Pablo de Samosata, obispo de Antioquía, quien, por el juicio y consejo de todos los obispos, y en todo lugar, fue separado de la Iglesia. A este Pablo sucedió Luciano, que permaneció durante muchos años separado de la comunión de tres obispos.

Habiendo drenado recientemente éstos las heces de su impiedad, han surgido entre nosotros quienes enseñan esta doctrina de una creación a partir de cosas que no son, con sus brotes ocultos: Arrio y Aquiles, y la reunión de aquellos que se unen a su maldad. Tres obispos de Siria, que de alguna manera fueron consagrados por haber estado de acuerdo con ellos, los incitan a cosas peores. Pero que el juicio sobre estos sea reservado para vuestro juicio.

Estos últimos herejes, reteniendo en su memoria las palabras que llegaron a usarse con respecto a su pasión salvadora, y humillación, y examen, y lo que llaman su pobreza, y en resumen, todas aquellas cosas a las que el Salvador se sometió por amor a nosotros, las presentan para refutar su suprema y eterna divinidad. Pero de aquellas palabras que significan su gloria natural y nobleza, y su permanencia con el Padre, se han olvidado. Como esta: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), lo cual en verdad dice el Señor, no como proclamando a sí mismo ser el Padre, ni para demostrar que dos personas son una.

El Hijo del Padre conserva con la mayor exactitud, por tanto, la semejanza expresada del Padre, puesto que por naturaleza ha impreso en sí mismo su semejanza en todo respecto, y es la imagen del Padre en ningún sentido discrepante, y la figura expresada del ejemplar primitivo. Por lo que, también a Felipe, que entonces deseaba verlo, el Señor le muestra esto abundantemente. Porque cuando dijo "muéstranos al Padre "(Jn 14,8-9), él le respondió: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre".Así como el Padre se dejaba ver en el espejo vivo e inmaculado de la imagen divina, así dicen los santos en los Salmos: "En tu luz veremos la luz. Por eso, quien honra al Hijo honra también al Padre". Y con razón, pues toda palabra impía que se ose decir contra el Hijo, se refiere al Padre.

X

Después de todo esto, queridos hermanos, ¿qué hay de maravilloso en lo que voy a escribir, si expongo las falsas calumnias que se hacen contra mí y contra nuestros piadosos laicos? Pues los que se han puesto en pie de guerra contra la divinidad de Cristo no tienen escrúpulos en proferir sus ingratos desvaríos contra nosotros. ¿Quiénes no quieren que se les compare con ninguno de los antiguos, ni toleran que se les ponga a la altura de ninguno de los que, desde nuestros primeros años, hemos tenido como instructores?

Es más, no creo que ninguno de los que ahora son nuestros colegas haya alcanzado siquiera una moderada cantidad de sabiduría, alardeando de ser los únicos hombres sabios y despojados de posesiones mundanas, los únicos descubridores de dogmas, y que sólo a ellos se les revelan cosas que nunca antes habían entrado en la mente de ningún otro bajo el sol.

¡Oh, arrogancia impía! ¡Oh, locura inconmensurable! ¡Oh, la vanagloria propia de los locos! ¡Oh, el orgullo de Satanás que ha echado raíces en sus almas impías! La claridad religiosa de las antiguas Escrituras no les causó vergüenza, ni la doctrina consensual de nuestros colegas acerca de Cristo frenó su audacia contra él. Ni siquiera los demonios soportarán su impiedad, que siempre están al acecho de una palabra blasfema pronunciada contra el Hijo.

XI

Ahora, según nuestras fuerzas, aboguemos contra aquellos que, por una materia que no conocen, se han revolcado en el polvo contra Cristo y han tratado de calumniar nuestra piedad hacia él. Pues esos inventores de fábulas estúpidas dicen que nosotros, que nos apartamos con aversión de la blasfemia impía y antibíblica contra Cristo, de los que hablan de su venida de las cosas que no son, afirmamos que hay dos ingénitos.

En efecto, éstos afirman ignorantemente que necesariamente debe decirse una de dos cosas: o que él viene de las cosas que no son, o que hay dos ingénitos. Y por su ignorancia no saben cuán grande es la diferencia entre el Padre ingénito y las cosas que fueron creadas por él de las cosas que no son, tanto las racionales como las irracionales.

Entre estas dos, como ocupando el lugar intermedio, la naturaleza unigénita de Dios, la Palabra por la que el Padre formó todas las cosas de la nada, fue engendrada por el mismo Padre verdadero. Como el Señor mismo testificó en cierto lugar, diciendo: "Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él" (Jn 5,1).

XII

He aquí en quien nosotros creemos, como cree la Iglesia Apostólica: en un solo Padre ingénito, que no tiene de nadie la causa de su ser, que es inmutable e inmutable, que es siempre el mismo y no admite aumento ni disminución, que nos dio la ley, los profetas y los evangelios, que es Señor de los patriarcas y apóstoles, y de todos los santos. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, no engendrado de cosas que no son, sino de Aquel que es el Padre; no de manera corpórea (por escisión o división, como pensaban Sabelio y Valentín), sino de una manera inexplicable e inefable, y según las palabras del profeta antes citado: "¿Quién contará su generación?" (Is 53,8).

Ninguna naturaleza engendrada puede investigar su subsistencia, así como el Padre no puede ser investigado por nadie, porque la naturaleza de los seres racionales no puede recibir el conocimiento de su divina generación por el Padre. Además, los hombres que son movidos por el Espíritu de verdad no tienen necesidad de aprender estas cosas de mí, porque en nuestros oídos resuenan las palabras pronunciadas anteriormente por Cristo sobre esto: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo; y nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre" (Mt 11,27).

Que él es igual al Padre, inmutable e inmutable, sin falta en nada, y el Hijo perfecto, y semejante al Padre, lo hemos aprendido ya, y en esto solo es inferior al Padre: en que no es ingénito, porque él es la imagen muy exacta del Padre, y en nada difiere de él. Porque está claro que él es la imagen que contiene plenamente todas las cosas por lo que se declara la mayor similitud, como el Señor mismo nos ha enseñado, cuando dice: "Mi Padre es mayor que yo" (Jn 14,28).

Según esto, creemos que el Hijo es engendrado del Padre, y siempre existente. Porque "él es el resplandor de su gloria, la imagen misma de la sustancia del Padre" (Hb 1,3). Pero que nadie tome siempre esta palabra de modo que sospeche que él no es engendrado, como piensan algunos que tienen los sentidos cegados. Porque ni las palabras, él era, o siempre, o antes de todos los siglos, equivale a ingénito, y tampoco puede la mente humana emplear ninguna otra palabra para significar ingénito. Espero que lo entendáis, queridos hermanos, y por ello confío en vuestro recto propósito en todas las cosas, ya que estas palabras no significan en absoluto ingénito.

Estas palabras parecen denotar simplemente un alargamiento del tiempo, pero la Deidad, y como si fuera la antigüedad del Unigénito, no pueden significar dignamente. Pero han sido empleadas por hombres santos, mientras que cada uno, según su capacidad, busca expresar este misterio, pidiendo indulgencia a los oyentes y alegando una excusa razonable, diciendo: Hasta aquí hemos llegado. Pero si hay alguien que esté esperando de labios mortales alguna palabra que exceda la capacidad humana, diciendo que han desaparecido las cosas que se conocen en parte, es manifiesto que las palabras, él era, y siempre, y antes de todos los siglos, se quedan muy cortas de lo que esperaban.

Cualquier palabra que se emplee no es equivalente a ingénito. Por eso, al Padre ingénito debemos conservarle su dignidad propia, confesando que nadie es causa de su ser; pero al Hijo hay que atribuirle el honor que le corresponde, asignándole, como hemos dicho, una generación desde el Padre sin principio, y atribuyéndole adoración, de modo que sólo piadosa y propiamente se usen las palabras: "Él fue siempre el Hijo, desde antes de todos los siglos, con respecto al Padre"; de ningún modo rechazando su divinidad, sino atribuyéndole una semejanza que responde exactamente en todo a la imagen y ejemplo del Padre.

Hay que decir que sólo al Padre pertenece la propiedad de ser ingénito, pues el mismo Salvador dijo: "Mi Padre es mayor que yo" (Jn 14,28). Además de la opinión piadosa acerca del Padre y del Hijo, confesamos a un solo Espíritu Santo, como nos enseñan las divinas Escrituras, que inauguró tanto a los santos hombres del Antiguo Testamento como a los divinos maestros del llamado Nuevo Testamento. Y además, también, una sola Iglesia católica y apostólica, que nunca podrá ser destruida, aunque todo el mundo intente hacerle la guerra; pero es victoriosa sobre toda rebelión más impía de los herejes que se levanten contra ella. Porque el Hijo del hombre nos ha confirmado al decir: "Tened ánimo, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

Después de esto conocemos la resurrección de los muertos, las primicias de los cuales fue nuestro Señor Jesucristo, el cual en verdad, y no sólo en apariencia, llevó un cuerpo, el de María madre de Dios, quien al final de los siglos vino al género humano para quitar el pecado, fue crucificado y murió, y sin embargo no percibió así detrimento alguno a su divinidad, siendo resucitado de entre los muertos, llevado al cielo, sentado a la diestra de la majestad.

XIII

He escrito estas cosas en esta epístola, pensando que sería pesado escribir cada una con precisión, como ya dije antes, porque no escapan a vuestra religiosa diligencia. Así enseñamos, así predicamos. Éstas son las doctrinas apostólicas de la Iglesia, por las cuales también morimos, estimando en poco a aquellos que nos obligarían a renunciar a ellas, aunque nos obligaran con torturas, y no desperdiciando nuestra esperanza en ellas.

A estas doctrinas se oponen Arrio y Aquiles, y los que con ellos son enemigos de la verdad, han sido expulsados de la Iglesia, como ajenos a nuestra santa doctrina, según el bienaventurado Pablo, que dice: "Si alguno os predica un evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema, aunque se haga pasar por ángel del cielo" (Gál 1,8-9). Y también: "Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, él es orgulloso, no sabe nada" (1Tm 6,3-4), y así sucesivamente.

A estos herejes, por tanto, que han sido anatematizados por la hermandad, que ninguno de vosotros reciba, ni admita lo que se dice o escribe por ellos. Porque estos seductores siempre mienten, ni nunca dirán la verdad. Van por las ciudades, intentando nada más que bajo la marca de la amistad y el nombre de la paz, con su hipocresía y halagos, pueden dar y recibir cartas, para engañar por medio de estas unas pocas mujercillas, y cargadas de pecados, que han sido llevadas cautivas por ellos (2Tm 3,4), y así sucesivamente.

XIV

Estos herejes se han atrevido a hacer tales cosas contra Cristo, y se han burlado públicamente de la religión cristiana. También tratan de calumniar y denunciar a sus profesantes ante los tribunales, que en tiempo de paz, en la medida de sus posibilidades, han suscitado una persecución contra nosotros, que han debilitado el inefable misterio de la generación de Cristo.

De estas personas, amados hermanos, y de su ideas afines, apartaos con aversión, y dad vuestros sufragios con nosotros contra su loca osadía, tal como lo han hecho los colegas, que, movidos por la indignación, nos han escrito cartas contra estos hombres y han firmado nuestra carta, que también os he enviado por medio de mi hijo Apión el Diácono.

Los que nos apoyan son todo el Egipto y la Tebaida, y algunos de Libia y Pentápolis. Hay otros también de Siria, Licia, Panfilia, Asia, Capadocia y las demás provincias vecinas. Siguiendo este ejemplo, espero recibir cartas vuestras. Aunque he preparado muchas ayudas para curar a los que han sufrido daños, este es el remedio especial que se ha ideado para curar a las multitudes que han sido engañadas por ellos, para que puedan cumplir con el consentimiento general de nuestros colegas y así apresurarse a volver al arrepentimiento.

Saludaos unos a otros, junto con los hermanos que están con vosotros. Ruego que seáis fuertes en el Señor, amados, y que yo pueda aprovecharme de vuestro amor hacia Cristo.

CARTA 2
Epístola Católica, o Deposición de Arrio

A nuestros amados y reverendísimos compañeros ministros de la Iglesia Católica en todo lugar, Alejandro envía saludos en el Señor.

I

Como el cuerpo de la Iglesia Católica es uno, y la Sagrada Escritura manda que mantengamos el vínculo de la unanimidad y la paz, es nuestro deber escribirnos y comunicarnos mutuamente lo que hacemos a continuación, para que, ya sea que un miembro sufra o se alegre, todos suframos o nos alegremos unos con otros.

En nuestra diócesis, pues, no hace mucho tiempo, han aparecido hombres sin ley y adversarios de Cristo que enseñan a los hombres a apostatar; cosa que, con razón, se podría sospechar y llamar precursora del Anticristo. De hecho, quise ocultar el asunto en silencio, para que así tal vez el mal se agotara sólo en los líderes de la herejía y no se extendiera a otros lugares y contaminara los oídos de algunos de los más ingenuos.

Desde que Eusebio, el actual obispo de Nicomedia, imaginó que con él descansan todos los asuntos eclesiásticos, habiendo dejado Berito y puesto sus ojos en la iglesia de los nicomedianos, y desde que ningún castigo ha sido infligido sobre él ni sobre estos apóstatas, se ha puesto a escribir en todas partes, elogiándolos y buscando la manera de apartar a algunos ignorantes a esta herejía vergonzosa y anticristiana.

Por eso se ha hecho necesario para mí, sabiendo lo que está escrito en la ley, no permanecer más en silencio, sino anunciar todo estos a vosotros, para que podáis conocer tanto a los que se han convertido en apóstatas, como también las miserables palabras de su herejía. Si Eusebio escribe, no le presten atención.

II

En efecto, Eusebio, queriendo con su ayuda renovar aquella antigua maldad de su mente, respecto de la cual ha guardado silencio durante un tiempo, pretende que está escribiendo en su nombre, y prueba con sus hechos que se esfuerza por hacerlo por su propia cuenta. Para que lo sepáis, los apóstatas de su iglesia son estos: Arrio, Aquiles, Aitales, Carpones, el otro Arrio y Sarmates (que antes eran sacerdotes), y Euzoio, Lucio, Julio, Menas, Eladio y Gaino (que antes eran diáconos). Con ellos están también Segundo y Teonas, que en otro tiempo fueron llamados obispos. En concreto, las palabras inventadas por ellos, y pronunciadas en contra de la mente de la Escritura, son las siguientes:

"Dios no siempre fue el Padre, pero hubo un tiempo en que Dios no fue el Padre. El Verbo de Dios no siempre existió, sino que fue hecho de cosas que no existen, pues el que es Dios formó lo inexistente de lo inexistente, por lo que hubo un tiempo en que no existía. El Hijo es una cosa creada y hecha, pero no es semejante al Padre en sustancia, ni es la Palabra verdadera y natural del Padre, ni es su verdadera sabiduría, sino una de las cosas formadas y hechas. Y se le llama, por una aplicación errónea de los términos, el Verbo y la Sabiduría, ya que él mismo fue hecho por la palabra propia de Dios y por esa sabiduría que está en Dios, en la que, como Dios hizo todas las demás cosas, también lo hizo a él. Por lo tanto, él es por su propia naturaleza cambiante y mutable, al igual que los demás seres racionales. El Verbo, también, es ajeno y separado de la sustancia de Dios. El Padre también es inefable para el Hijo. En efecto, ni el Verbo conoce al Padre de manera perfecta y exacta, ni puede verlo perfectamente. En efecto, el Hijo tampoco conoce su propia sustancia tal como es. Porque fue creado por nosotros, para que por medio de él, como por medio de un instrumento, Dios pudiera crearnos; y tampoco existiría si Dios no hubiera querido crearnos. Alguien les preguntó si el Hijo de Dios podía cambiar, como cambia el diablo; y no temieron responder que sí, porque, puesto que fue hecho y creado, es de naturaleza mutable".

III

Como los que están alrededor de Arrio defienden estas cosas y las sostienen sin vergüenza, nosotros, uniéndonos a los obispos de Egipto y de Libia, casi cien en número, los hemos anatematizado, junto con sus seguidores. Los que están alrededor de Eusebio han recibido ya sus anatemas, pero siguen esforzándose fervientemente en mezclar la falsedad con la verdad, la impiedad con la piedad.

Pero ellos no prevalecerán, pues la verdad prevalecerá, y no hay comunión entre la luz y la oscuridad, ni concordia entre Cristo y Belial (2Cor 6,14). Porque ¿quién ha oído jamás tales cosas? ¿O quién, al oírlas ahora, no se asombra y no se tapa los oídos para que la contaminación de estas palabras no le toque? ¿Quién que oye a Juan decir "en el principio era el Verbo" (Jn 1,1) no condena a los que dicen que hubo un tiempo en que él no era? ¿Quién que oye las palabras que "él es el Hijo unigénito" (Jn 1,18), y que "por él fueron hechas todas las cosas" (Jn 1,3) no odiará a los que declaran que él es una de las cosas hechas?

Además, ¿cómo puede Cristo ser una de las cosas hechas por él mismo? ¿O cómo será él el unigénito que, como dicen, es contado con todo el resto, si en verdad él es algo hecho y creado? ¿Y cómo puede él ser hecho de cosas que no son, cuando el Padre dice, mi corazón eructo una buena palabra, y "desde el vientre, antes del alba te engendré"? ¿O cómo es diferente a la sustancia del Padre, quien es la "imagen perfecta y resplandor del Padre", y quien dice "el que me ha visto a mí, ha visto al Padre"? (Jn 14,9). Y cómo, si el Hijo es la palabra, sabiduría y razón de Dios, hubo un tiempo en que él no fue? Todo es lo mismo que si dijeran que hubo un tiempo en que Dios estaba sin razón y sabiduría.

¿Cómo, además, puede ser cambiante y mutable aquel que dice por sí mismo "yo estoy en el Padre, y el Padre en mí" (Jn 14,10), y "yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), y "yo soy el Señor, no cambio" (Mal 3,6)? Porque aunque una palabra se refiera al Padre mismo, sin embargo, ahora sería más apropiado decirlo del Verbo, porque cuando se hizo hombre, no cambió; sino que, como dice el apóstol, "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos" (Hb 13,8). ¿Quién les indujo a decir que por nosotros fue hecho, cuando Pablo dice "para él son todas las cosas, y por él son todas las cosas" (Hb 11,10)?

IV

Entre sus blasfemias, estos herejes dicen que el Hijo no conoce perfectamente al Padre, y habiendo decidido en su mente hacer la guerra a Cristo, impugnan también estas palabras suyas: "Como el Padre me conoce a mí, así también yo conozco al Padre" (Jn 10,15). Por lo cual, si el Padre sólo en parte conoce al Hijo, entonces es evidente que el Hijo no conoce perfectamente al Padre.

Si es malo hablar así, y si el Padre conoce perfectamente al Hijo, está claro que, así como el Padre conoce a su propia Palabra, así también la Palabra conoce a su propio Padre, de quien él es la Palabra.

V

Con estas palabras, y con la exposición de las Sagradas Escrituras, muchas veces los hemos refutado. Pero ellos, como camaleones, cambiando de opinión, se esfuerzan por atribuirse a sí mismos el dicho: "Cuando viene el malvado, viene el desprecio" (Prov 18,3).

Antes de ellos, en verdad, hubo muchas herejías que, habiéndose atrevido a ir más allá de lo que era justo, cayeron en la locura. Pero éstos, con todas sus palabras, han ido mucho más allá, intentado suprimir la divinidad de Cristo y haciendo que aquellos primeros herejes parezcan justos, acercándose así al Anticristo.

Por todo ello, han sido excomulgados y anatematizados por la Iglesia. Es verdad que nos duele la destrucción de estos hombres, especialmente porque, después de haber aprendido una vez la doctrina de la Iglesia, ahora se han vuelto atrás (lo cual, por otra parte, no ha de sorprendernos). Por esto mismo padecieron Himeneo y Fileto (2Tm 2,17), y antes de ellos Judas, quien, aunque siguió al Salvador , luego se convirtió en traidor y apóstata.

Acerca de estos mismos hombres no nos faltan las advertencias, porque el Señor predijo: "Mirad que no seáis engañados, porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo "yo soy" y "el tiempo está cerca". Así que no vayáis en pos de ellos" (Lc 21,8). También Pablo, habiendo aprendido estas cosas del Salvador, escribió: "En los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios que se apartan de la verdad" (1Tm 4,1).

VI

Por tanto, puesto que nuestro Señor y Salvador Jesucristo nos ha exhortado de esta manera, y nos ha dado a entender por medio de su apóstol tales cosas, nosotros, que hemos oído con nuestros propios oídos su impiedad, hemos anatematizado constantemente a tales hombres, como ya he dicho, y los hemos declarado ajenos a la Iglesia y a la fe católicas, y hemos dado a conocer a vuestra piedad.

Amados y muy honorables compañeros ministros, no debéis recibir a ninguno de ellos, si se atreven a venir a vosotros temerariamente, y no debéis confiar en Eusebio ni en ningún otro que escriba sobre ellos. Porque nos corresponde a nosotros, como cristianos, apartarnos con aversión de todos los que hablan o piensan contra Cristo, como adversarios de Dios y destructores de almas. Ni siquiera debemos desearles buena suerte, no sea que en algún momento nos hagamos partícipes de sus malas acciones, como manda el bienaventurado Juan.

Saludad a los hermanos que están con vosotros. Los que están conmigo os saludan.

Damos nuestro sufragio a las cosas que ha escrito el obispo Alejandro, y también a la deposición de Arrio y de aquellos que son culpables de impiedad con él, los presbíteros: Coluto, Arpocración, Dioscoro, Ágato, Nemesio, Dionisio, Longo, Silvano, Eusebio, Peroio, Apis, Alejandro, Proterio, Pablo, Nilaras, Ciro, Ingenio, Sostras, Amonio, Teón, Tirano, Bocón, Copres, Ammonas, Aquiles, Orión, Paulo, Sereno, Taleto, Dídimo, Heracles.

Damos nuestro sufragio a las cosas que ha escrito el obispo Alejandro, y también a la deposición de Arrio y de aquellos que son culpables de impiedad con él, los diáconos: Amonio, Ambitiano, Cayo, Macario, Pisto, Alejandro, Dionisio, Atanasio, Agatón, Eumenes, Polibio, Apolonio, Olimpio, Teonas, Aftonio, Marco, Atanasio, Cómodo, Macario, Serapión, Nilo, Pablo, Romano, Pedro, Dídimo, Ptolarión, Justo, Seras, Hierax, Demetrio, Mauro, Teonas, Sarmatón, Carpón, Comón, Zoilo, Trifón.

CARTA 3
Al clero de Alejandría y Mareotis

Alejandro, a los sacerdotes y diáconos de Alejandría y Mareotis, estando presente ante ellos, hermanos amados en el Señor, les envía saludos.

I

Aunque habéis sido muy diligentes en suscribir las cartas que envié a los partidarios de Arrio, instándoles a abjurar de su impiedad y a obedecer a la fe sana y católica, y de esta manera habéis mostrado vuestro propósito ortodoxo y vuestro acuerdo con las doctrinas de la Iglesia Católica.

Sin embargo, como también he enviado cartas a todos nuestros compañeros ministros en cada lugar con respecto a las cosas que conciernen a Arrio y sus compañeros, he creído necesario convocaros al clero de la ciudad.

II

También he creído necesario convocar a los ministros de Mareotis, porque entre vosotros los sacerdotes Cares y Pisto, y los diáconos Sarapión, Paramón, Zósimo e Ireneo, se han pasado al partido de Arrio, y han preferido ser depuestos con ellos.

Os digo esto para que sepáis lo que ahora está escrito, y para que debáis declarar vuestro consentimiento en estos asuntos, y dar vuestro sufragio para la deposición de los partidarios de Arrio y Pisto. Es justo que sepáis lo que he escrito, y que cada uno lo retenga en su corazón, como si él mismo lo hubiera escrito.

CARTA 4
A Eglón, obispo de Cinópolis

De Alejandro, obispo de Alejandría, a Eglón, obispo de Cinópolis. Contra los arrianos, declaro lo siguiente:

1º La voluntad natural es la facultad libre de toda naturaleza inteligente, que no tiene nada de involuntario respecto de su esencia.
2º La operación natural es el movimiento innato de toda sustancia, es la razón sustancial y notificadora de toda naturaleza, es la virtud notificadora de toda sustancia.

I

Dios Padre, queriendo visitar su propia forma, que había formado a su imagen y semejanza, envió en estos últimos tiempos al mundo a su Hijo único e incorpóreo.

Encarnado en el seno de la Virgen, este Hijo nació hombre perfecto para levantar al hombre perdido, reuniendo sus miembros dispersos. ¿Por qué, si no, habría tenido que morir Cristo? ¿Fue acusado capitalmente? Y siendo Dios, ¿por qué se hizo hombre? ¿Por qué descendió a la tierra el que reinaba en el cielo?

¿Quién obligó a Dios a descender a la tierra, a tomar carne de la Santísima Virgen, a ser envuelto en pañales y acostado en un pesebre, a ser alimentado con leche, a ser bautizado en el Jordán, a ser burlado por el pueblo, a ser clavado en un madero, a ser enterrado en el seno de la tierra y al tercer día resucitar de entre los muertos; a dar en la causa de la redención vida por vida, sangre por sangre, a sufrir muerte por muerte?

II

Cristo, al morir, pagó la deuda de la muerte, a la que el hombre era odioso. ¡Oh, misterio nuevo e inefable! El Juez fue juzgado. El que absuelve del pecado fue atado; fue burlado el que una vez creó el mundo; fue tendido en la cruz el que extendió los cielos; fue alimentado con hiel el que dio el maná para que fuera pan; murió el que da vida; fue entregado al sepulcro el que resucita a los muertos.

Ante este hecho, las potestades se asombraron, los ángeles se maravillaron, los elementos temblaron, todo el universo creado se estremeció, la tierra se estremeció, sus cimientos se tambalearon, el sol huyó, los elementos se subvirtieron y la luz del día retrocedió, porque no podían soportar mirar a su Señor crucificado.

La criatura, asombrada, dijo: ¿Qué misterio nuevo es este? El Juez es juzgado y calla, lo invisible es visto y no se confunde, lo incomprensible es comprendido y no se indigna por ello. Lo inmensurable está contenido en una medida y no se opone, lo impasible sufre y no venga su propia injuria, lo inmortal muere y no se queja, lo celestial es sepultado y lo soporta con un espíritu de igualdad. ¿Qué misterio, digo, es este? La criatura seguramente está paralizada de asombro.

III

Pero cuando nuestro Señor resucitó de entre los muertos y los pisoteó, y cuando ató al hombre fuerte y liberó al hombre, entonces toda criatura se maravilló ante el Juez que por causa de Adán fue juzgado, ante el ser invisible visto, ante el sufrimiento impasible, ante el inmortal muerto, enterrado en la tierra, en el cielo.

En definitiva, nuestro Señor se hizo hombre, fue condenado para dar compasión, fue atado para liberar, fue apresado para liberar, sufrió para curar nuestros sufrimientos, murió para devolvernos la vida, fue sepultado para resucitarnos.

Cuando nuestro Señor sufrió, sufrió su humanidad (la que tenía como hombre) y disolvió los sufrimientos de aquel que era su semejante. Muriendo, destruyó la muerte. Por eso descendió a la tierra, para perseguir a la muerte matar al rebelde que mataba a los hombres. Porque uno sufrió el juicio, y miríadas fueron liberadas. Uno fue sepultado, y miríadas resucitaron.

Cristo es, pues, el mediador entre Dios y el hombre. Él es la resurrección y la salvación de todos; él es el guía de los errantes, el pastor de los hombres liberados, la vida de los muertos, el auriga de los querubines, el abanderado de los ángeles y el Rey de reyes, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos.

CARTA 5
Sobre el alma y cuerpo, y la pasión del Señor

I

La palabra que desciende del cielo sin rechistar es apta para regar nuestros corazones, si nos hemos preparado para su poder, no sólo hablando sino también escuchando. Porque, así como la lluvia sin la tierra no produce fruto, así tampoco la palabra fructifica sin oír, ni el oír sin la palabra. Además, la palabra se vuelve fructífera cuando la pronunciamos, y del mismo modo el oír, cuando escuchamos. Por tanto, ya que la palabra produce su poder, prestad también vosotros sin rechistar vuestros oídos, y cuando oigáis, limpiaos de toda mala voluntad e incredulidad.

Dos cosas muy malas son la mala voluntad y la incredulidad, ambas contrarias a la justicia. Porque la mala voluntad se opone a la caridad y la incredulidad a la fe, de la misma manera que la amargura se opone a la dulzura, las tinieblas a la luz, el mal al bien, la muerte a la vida, la falsedad a la verdad. Por tanto, los que abundan en estos vicios que repugna a la virtud, están en cierto modo muertos; porque los malignos y los incrédulos odian la caridad y la fe, y los que hacen esto son enemigos de Dios.

II

Hermanos amados, ya que sabéis que los malvados y los incrédulos son enemigos de la justicia, guardaos de ellos y abrazad la fe y la caridad, por las cuales todos los hombres santos que han existido desde el principio del mundo hasta hoy han alcanzado la salvación. Y mostrad el fruto de la caridad, no sólo con palabras, sino también con obras (es decir, con toda paciencia piadosa por amor a Dios).

El mismo Señor ha mostrado su caridad hacia nosotros, y no sólo con palabras sino también con obras, ya que se entregó a sí mismo como precio de nuestra salvación. Además, no fuimos creados, como el resto del mundo, por la palabra solamente, sino también por la obra.

En efecto, Dios hizo que el mundo existiera por el poder de una sola palabra, mas a nosotros nos produjo por la eficacia de su palabra y su obra. Porque no fue suficiente que Dios dijera "hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza" (Gn 1,26), sino que la obra siguió a la palabra. Porque tomando el polvo de la tierra, formó de él al hombre, conforme a su imagen y semejanza, y sopló en él aliento de vida, y fue Adán un alma viviente.

III

Cuando el hombre, por su caída, se inclinó a la muerte, fue necesario que aquella forma fuera recreada de nuevo para la salvación por el mismo Artífice. Porque la forma, en verdad, yacía podrida en la tierra; pero aquel aliento que había sido como el aliento de vida, quedó separado del cuerpo en un lugar oscuro, que se llama hades.

Hubo, por lo tanto, una división del alma del cuerpo. El alma fue desterrada ad inferos, mientras que el cuerpo se redujo a polvo. Y hubo un gran intervalo de separación entre ellos, porque el cuerpo, por la disolución de la carne, se corrompe, mientras que el alma, al soltarse de él, cesa su acción.

Por poner algún ejemplo, cuando el rey es arrojado a cadenas, la ciudad se arruina; o cuando el general es tomado prisionero, el ejército se dispersa; o cuando el timonel es sacudido, el barco se hunde. Así pues, cuando el alma está atada con cadenas, su cuerpo se desmorona (como la ciudad sin su rey), y sus miembros se disuelven. Es lo que sucede a un ejército que pierde a su general (que se ahoga en la muerte), o lo que sucede a un barco cuando se ve privado de su timonel.

El alma, por lo tanto, gobernó al hombre mientras sobrevivió el cuerpo, como el rey gobierna la ciudad, el general el ejército o el timonel el barco. Pero fue incapaz de gobernarlo, desde el momento en que estuvo inmutablemente ligado a él y se sumergió en el error. Por eso fue que se desvió del camino recto y siguió a los tentadores, prestando atención a la fornicación, la idolatría y el derramamiento de sangre (con las cuales malas acciones ha destruido la verdadera humanidad). Más aún, el alma misma, al ser llevada por sus trasgresiones a las regiones inferiores, fue detenida allí por el malvado tentador. 

Así como el rey restaura la ciudad en ruinas, o el general reúne el ejército disperso, o el marinero repara el barco averiado, así también el alma solía suministrar provisiones al cuerpo antes de que éste se desintegrara en el polvo, no estando todavía atado con grilletes. Pero después de eso, el alma quedó atada, y no con grilletes materiales sino con pecados. Y así se volvió impotente para actuar, dejando su cuerpo en la tierra y viéndose arrojada a las regiones inferiores, en las que se convirtió en estrado de la muerte y despreciable para todos.

IV

El hombre salió del paraíso para entrar en una región que fue llenando de injusticia, fornicación, adulterio y asesinato cruel. Y allí encontró su perdición, porque todas las cosas conspiraron para su muerte y obraron la ruina de aquel que apenas había entrado allí. Mientras tanto, el hombre necesitaba algún consuelo, ayuda y descanso. Porque ¿cuándo le fue bien? ¿En el vientre de su madre? Pero cuando estaba encerrado allí, se diferenciaba muy poco de los muertos. ¿Cuando era alimentado con leche del pecho? Ni siquiera entonces sentía alegría alguna. ¿Fue más bien mientras llegaba a la madurez? Pero entonces, especialmente, lo acechaban los peligros de sus pasiones juveniles. ¿Fue, por último, cuando envejeció? No, pero entonces comenzó a gemir, abrumado por el peso de la vejez y la expectativa de la muerte. ¿Pues qué otra cosa es la vejez sino la expectativa de la muerte? En verdad, todos los habitantes de la tierra mueren, jóvenes y viejos, niños y adultos, pues ninguna edad ni estatura corporal está exenta de la muerte. ¿Por qué, entonces, el hombre se siente atormentado por este excesivo dolor?

Sin duda, el aspecto de la muerte engendra tristeza, pues demacra el rostro humano, encoge el cuerpo, muda la boca, enfría la piel, postra el cadáver al suelo, hunde los ojos, inmoviliza los miembros, consume la carne, congela las venas, blanquea los huesos, disuelve las articulaciones y reduce todas sus partes a polvo. ¿Qué es, entonces, el hombre? Una flor, que sólo existe por un corto tiempo, que en el vientre de su madre no se ve, en la juventud florece y en la vejez se marchita y muere.

V

Viendo esta esclavitud de la muerte, y la corrupción de la humanidad, Dios decidió visitar a su criatura, que él formó a su imagen y semejanza, para que no fuera para el juguete de la muerte. Por eso Dios envió desde el cielo a su Hijo incorpóreo para que tomara carne en el seno de la Virgen. Así, él se hizo hombre igual que tú; para salvar al hombre perdido y reunir todos sus miembros dispersos. Cristo, al unir la humanidad a su persona, unió lo que la muerte por la separación del cuerpo había dispersado. 

Cristo sufrió para que nosotros vivamos eternamente. ¿Por qué, de otro modo, habría muerto Cristo? ¿Había hecho algo digno de muerte? ¿Por qué se revistió de carne el que estaba revestido de gloria? Y siendo Dios, ¿por qué se hizo hombre? Y siendo que reinaba en el cielo, ¿por qué bajó a la tierra y se encarnó en el seno de una virgen? ¿Qué necesidad, pregunto, impulsó a Dios a bajar a la tierra, a asumir la carne, a ser envuelto en pañales en un pesebre, a ser alimentado con la leche del pecho, a recibir el bautismo de un siervo, a ser levantado en la cruz, a ser enterrado en un sepulcro terrenal, a resucitar al tercer día de entre los muertos? ¿Qué necesidad, digo, lo impulsó a esto?

Está suficientemente demostrado que sufrió la vergüenza por causa del hombre, para liberarlo de la muerte; y que exclamó, como en las palabras del profeta, "he sufrido como una mujer de parto" (Is 42,14). En verdad, él sufrió por nosotros dolor, ignominia, tormento, hasta la muerte misma y sepultura. Porque así dice él mismo por el profeta: "Descendí a lo profundo" (Jon 2,4). ¿Y quién lo hizo descender así? El pueblo impío.

¡Mirad, hijos de los hombres, mirad qué pago le dio Israel! Ella mató a su benefactor, devolviendo mal por bien, aflicción por alegría, muerte por vida. Mataron clavando en el madero a Aquel que había devuelto a la vida a sus muertos, había curado a sus mancos, había limpiado a sus leprosos, había dado luz a sus ciegos.

¡Mirad, hijos de los hombres! ¡Mirad, todos vosotros, pueblos, estas nuevas maravillas! Lo colgaron en el madero, quien extiende la tierra; lo traspasaron con clavos, quien puso firme el fundamento del mundo; circunscribieron a Aquel que circunscribió los cielos; ataron a Aquel que absuelve a los pecadores. Le dieron a beber vinagre a quien les había dado a beber la justicia; le alimentaron con hiel a quien les había ofrecido el pan de vida; hicieron corromper sus manos y sus pies a quienes les curaron las manos y los pies; le cerraron los ojos con violencia a quienes les devolvieron la vista; le entregaron al sepulcro a quienes resucitaron a sus muertos, tanto en el tiempo antes de su pasión como también mientras estaba colgado del madero.

VI

Cuando nuestro Señor padecía en la cruz, los sepulcros se abrieron de par en par, se descubrió la región infernal, las almas saltaron de ella, los muertos volvieron a la vida y muchos de ellos fueron vistos en Jerusalén, mientras se consumaba el misterio de la cruz; cuando nuestro Señor pisoteó la muerte, disolvió la enemistad, ató al hombre fuerte y levantó el trofeo de la cruz, levantando su cuerpo sobre ella, para que el cuerpo apareciera en lo alto y la muerte oprimida bajo el pie de la carne.

Entonces las potencias celestiales se maravillaron, los ángeles se asombraron, los elementos temblaron, toda criatura se estremeció mientras contemplaban este nuevo misterio y el terrible espectáculo que se estaba representando en el universo. Sin embargo, todo el pueblo, como inconsciente del misterio, se regocijaba por Cristo con burla; aunque la tierra se tambaleaba, las montañas, los valles y el mar se estremecían, y toda criatura de Dios estaba confundida. Las luces del cielo se asustaron, el sol huyó, la luna desapareció, las estrellas retiraron su resplandor, el día llegó a su fin; el ángel, asombrado, se alejó del templo después de rasgarse el velo, y las tinieblas cubrieron la tierra sobre la que su Señor había cerrado los ojos.

Mientras tanto, el infierno resplandecía de luz, porque allí había descendido la estrella. No obstante, el Señor no descendió al infierno en su cuerpo, sino en su Espíritu. En verdad, él está trabajando en todas partes, porque mientras resucitaba a los muertos con su cuerpo, con su espíritu estaba liberando sus almas. Porque cuando el cuerpo del Señor fue colgado en la cruz, los sepulcros se abrieron, y el infierno fue destapado. Los muertos recibieron su vida, las almas fueron enviadas de nuevo al mundo, y esto porque el Señor había vencido al infierno, había pisoteado la muerte, había cubierto al enemigo de vergüenza. Por eso fue que las almas salieron del hades, y los muertos aparecieron sobre la tierra.

VII

Veis, pues, cuán grande fue el efecto de la muerte de Cristo, pues ninguna criatura soportó con igual ánimo su caída, ni los elementos su pasión, ni la tierra retuvo su cuerpo, ni el infierno su espíritu. Todas las cosas se turbaron y convulsionaron en la pasión de Cristo. El Señor exclamó, como una vez antes a Lázaro: Salid, muertos, de vuestros sepulcros y de vuestros escondrijos, porque yo, el Cristo, os doy la resurrección.

Pero la tierra no pudo contener por mucho tiempo el cuerpo de nuestro Señor, en ella estaba sepultado, sino que exclamó: ¡Oh Señor mío, perdona mis iniquidades, líbrame de tu ira, absuelveme de la maldición, porque he recibido la sangre de los justos, y sin embargo no he cubierto los cuerpos de los hombres ni tu propio cuerpo!

¿Qué es, en definitiva, este maravilloso misterio? ¿Por qué, Señor, descendiste a la tierra, si no fue por amor al hombre, que ha sido esparcido por todas partes, pues en todo lugar se ha difundido tu hermosa imagen? ¡No! Pero si dijeras una sola palabra, todos los cuerpos se presentarían ante ti en el mismo instante. Ahora, ya que has venido a la tierra y has buscado a los miembros de tu creación, hazte cargo del hombre que es tuyo, recibe lo que se te ha encomendado, recupera tu imagen, tu Adán.

Entonces el Señor, al tercer día después de su muerte, resucitó, trayendo así al hombre al conocimiento de la Trinidad. Entonces todas las naciones de la raza humana fueron salvadas por Cristo. Uno se sometió al juicio, y muchos miles fueron absueltos. Además, él, hecho como el hombre a quien había salvado, ascendió a la altura del cielo, para ofrecer ante su Padre, no oro ni plata ni piedras preciosas, sino al hombre que había formado a su propia imagen y semejanza; y el Padre, elevándolo a su diestra, lo ha sentado en un trono alto, y lo ha hecho juez de los pueblos, jefe de la hueste angélica, auriga de los querubines, Hijo de la verdadera Jerusalén, esposo de la Virgen y Rey por los siglos de los siglos.