BASILIO DE CESAREA
Cartas
CARTA 1
Al filósofo Eustacio de Capadocia
Aunque me afligieron mucho las burlas de la llamada fortuna, que siempre parece impedirme conocerte, tu carta me animó y reconfortó profundamente, pues ya le había estado dando vueltas a si es cierto lo que tanta gente dice que existe una cierta necesidad o destino que rige todos los acontecimientos de nuestras vidas, grandes y pequeños, y que los seres humanos no tenemos control sobre nada; o en todo caso, que toda la vida humana está gobernada por una suerte. Me perdonarás estas reflexiones cuando sepas qué me llevó a hacerlas. Al enterarme de tu filosofía, sentí desprecio por los maestros de Atenas y la abandoné. Pasé de largo la ciudad del Helesponto, más impasible que cualquier Ulises, oyendo los cantos de las sirenas. Admiraba Asia, pero me apresuré a ir a la capital de todo lo mejor que hay en ella. Al llegar a casa y no encontrarte (el premio que tanto ansiaba), surgieron muchos y diversos obstáculos inesperados. Primero, te extrañé porque enfermé. Luego, cuando partías hacia Oriente, no pude acompañarte. Después, tras interminables dificultades, llegué a Siria, pero extrañé al filósofo, que había partido hacia Egipto. Entonces debí partir hacia Egipto, un largo y fatigoso camino, y ni siquiera allí logré mi objetivo. Pero mi anhelo era tan intenso que debía partir hacia Persia y acompañarte hasta las tierras más lejanas de la barbarie (¡habías llegado allí; qué obstinado demonio me poseyó!), o establecerme aquí en Alejandría. Esto último hice. Realmente creo que, a menos que, como una bestia domesticada, hubiera seguido una rama que me ofrecían hasta quedar exhausto, te habrías visto obligado a seguir adelante más allá de la Nisa india, o de cualquier región más remota, y habrías vagado por allí. ¿Para qué decir más? Al regresar a casa, no pude verte, afectado por persistentes dolencias. Si estas no mejoran, no podré verte ni siquiera en invierno. ¿No es todo esto, como tú mismo dices, debido al destino? ¿No es esto necesidad? ¿No supera mi caso casi los cuentos de Tántalo de los poetas? Pero, como dije, me siento mejor después de recibir tu carta, y ahora ya no pienso igual. Cuando Dios da cosas buenas, creo que debemos agradecerle y no enojarnos con él mientras controla su distribución. Así que, si me permite unirme a ti, lo consideraré lo mejor y más placentero; si me desiste, soportaré la pérdida con paciencia. Porque él siempre gobierna nuestras vidas mejor de lo que podríamos elegir por nosotros mismos.
CARTA 2
Al obispo Gregorio de Nacianzo
I
Reconocí tu carta, como se reconoce a los hijos de los amigos por su evidente parecido con sus padres. Que dijeras que describir el lugar donde vivo, sin contarte nada sobre cómo vivo, no te convencería mucho de compartir mi vida, era propio de ti; era digno de un alma como la tuya, que no le da importancia a todo lo que concierne a esta vida, en comparación con la dicha que se nos promete en el más allá. Me avergüenza escribir lo que hago, día y noche, en este remoto lugar. He abandonado mi vida en la ciudad, como una que sin duda me acarrearía innumerables males; pero aún no he podido librarme de mí mismo. Soy como los viajeros en el mar, que nunca han hecho un viaje, y están angustiados y mareados, que discuten con el barco porque es tan grande y se sacude tanto, y cuando bajan de él a la pinaza o al dinghy están siempre mareados y angustiados. Donde quiera que van, sus náuseas y su miseria los acompañan. Mi estado es algo así. Llevo conmigo mis propios problemas, y por eso, dondequiera que me encuentre, me encuentro en medio de incomodidades similares. Así que, al final, no he sacado mucho provecho de mi soledad. Lo que debería haber hecho; lo que me habría permitido seguir las huellas de Aquel que me ha mostrado el camino de la salvación, pues él dice: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24).
II
Debemos esforzarnos por tener una mente tranquila. Tan bien podría el ojo discernir un objeto puesto delante de él mientras vaga inquieto de arriba abajo y de lado a lado, sin fijar una mirada fija en él, como una mente, distraída por mil preocupaciones mundanas, ser capaz de aprehender claramente la verdad. Quien aún no está unido a los lazos del matrimonio se ve acosado por ansias frenéticas, impulsos rebeldes y apegos desesperados; quien ha encontrado a su pareja se ve rodeado por su propio tumulto de preocupaciones; si no tiene hijos, hay deseo de tenerlos. ¿Tiene hijos? Ansiad su educación, atención a su esposa, cuidado de su casa, supervisión de sus sirvientes, desgracias en el comercio, disputas con sus vecinos, pleitos, los riesgos del comerciante, el trabajo del agricultor. Cada día, como llega, oscurece el alma a su manera; Y noche tras noche absorbe las ansiedades del día y, en consonancia, engaña la mente con ilusiones. Ahora bien, una forma de escapar de todo esto es separarse del mundo entero. Es decir, no la separación corporal, sino la ruptura de la simpatía del alma con el cuerpo, y vivir de tal manera sin ciudad, hogar, bienes, sociedad, posesiones, medios de vida, negocios, compromisos, erudición humana, que el corazón pueda recibir fácilmente toda impresión de la doctrina divina. La preparación del corazón es desaprender los prejuicios de la conversación malvada. Es alisar la tablilla de cera antes de intentar escribir en ella. Ahora bien, la soledad es de suma utilidad para este propósito, pues aquieta nuestras pasiones y da espacio a los principios para extirparlas del alma. Así como los animales se controlan más fácilmente cuando se les acaricia, así la lujuria y la ira, el miedo y la tristeza, enemigos mortales del alma, se controlan mejor mediante la razón, tras ser calmados por la inacción y donde no hay un estímulo continuo. Que exista entonces un lugar como el nuestro, separado del trato con los hombres, para que el tenor de nuestros ejercicios no se interrumpa desde fuera. Los ejercicios piadosos nutren el alma con pensamientos divinos. ¿Qué estado puede ser más bendito que imitar en la tierra los coros de los ángeles? ¿Comenzar el día con oración y honrar a nuestro Creador con himnos y cánticos? Al iluminarse el día, dedicarnos, con oración constante, a nuestras labores y endulzar nuestro trabajo con himnos, como si fuera sal. Los himnos relajantes componen la mente a un estado alegre y sereno. La quietud, pues, como he dicho, es el primer paso en nuestra santificación; la lengua purificada de las habladurías del mundo; los ojos despreocupados por el color hermoso o la figura atractiva; el oído que no relaja el tono ni la mente con canciones voluptuosas, ni con esa travesura especial, la charla de hombres ligeros y bufones. Así, la mente, a salvo de la disipación externa, y no por los sentidos arrojados al mundo, se repliega sobre sí misma y asciende así a la contemplación de Dios. Cuando esa belleza la envuelve, incluso olvida su propia naturaleza; ya no se deja abatir por la comida ni por la ansiedad del vestido; se aparta de las preocupaciones terrenales y dedica todas sus energías a la adquisición de los bienes eternos, y sólo pregunta cómo pueden florecer en ella el autocontrol y la valentía viril, la rectitud y la sabiduría, y todas las demás virtudes que, distribuidas bajo estas categorías, capacitan al hombre de bien para cumplir con todos los deberes de la vida.
III
El estudio de la Escritura inspirada es la principal vía para encontrar nuestro deber, pues en ella encontramos instrucción sobre la conducta y la vida de hombres benditos, presentada por escrito, como ejemplos vívidos de una vida piadosa, para imitar sus buenas obras. Por lo tanto, en cualquier aspecto en que cada uno se sienta deficiente, al dedicarse a esta imitación, encuentra, como en un dispensario, la medicina adecuada para su dolencia. Quien ama la castidad medita en la historia de José, y de él aprende acciones castas, descubriendo que no solo dominaba los placeres, sino que también era virtuoso en sus hábitos. Job le enseña perseverancia, no sólo cuando las circunstancias de la vida comenzaron a volverse en su contra, y en un instante pasó de la riqueza a la penuria, y de ser padre de hermosos hijos a la esterilidad, permaneció inalterado, manteniendo su ánimo firme, sino que ni siquiera se enfureció contra los amigos que acudieron a consolarlo, lo pisotearon y agravaron sus problemas. O si busca cómo ser a la vez manso y generoso, cordial ante el pecado, manso con los hombres, encontrará a David noble en sus hazañas guerreras, manso e imperturbable en la venganza contra los enemigos. Así también fue Moisés, alzándose con gran corazón contra los pecadores contra Dios, pero con alma mansa soportando sus calumnias contra sí mismo. Así, generalmente, como los pintores, cuando pintan a partir de otros cuadros, miran constantemente el modelo y hacen lo mejor que pueden para transferir sus lineamientos a su propia obra, así también el que desea volverse perfecto en todas las ramas de la excelencia debe mantener sus ojos vueltos a las vidas de los santos como si fueran estatuas vivientes y en movimiento, y hacer suya su virtud por imitación.
IV
Las oraciones, también después de leer, refrescan el alma y la impulsan con más vigor el amor a Dios. Es buena la oración que imprime una idea clara de Dios en el alma; y tener a Dios arraigado en uno mismo mediante la memoria es la morada de Dios. Así nos convertimos en templo de Dios cuando la continuidad de nuestro recuerdo no se ve interrumpida por las preocupaciones terrenales; cuando la mente no se ve acosada por sensaciones repentinas; cuando el adorador huye de todo y se retira a Dios, apartando todos los sentimientos que lo invitan a la autocomplacencia, y dedica su tiempo a las actividades que conducen a la virtud.
V
También es un punto muy importante a tener en cuenta saber conversar; interrogar sin exagerar; responder sin afán de ostentación; no interrumpir a un orador eficaz ni desear ambicionar una palabra propia; ser mesurado al hablar y escuchar; no avergonzarse de recibir información ni ser reticente a darla, ni hacerla pasar por propia, como las mujeres depravadas a sus supuestos hijos, sino referirla con franqueza al verdadero padre. El tono de voz medio es el mejor, ni tan bajo que resulte inaudible, ni tan agudo que resulte maleducado. Hay que reflexionar primero sobre lo que se va a decir, y luego expresarlo. Es decir, ser cortés al ser abordado, amable en las relaciones sociales, y no intentar ser agradable con bromas, sino cultivar la amabilidad en las amonestaciones amables. La aspereza debe siempre dejarse de lado, incluso al censurar. Cuanto más modestia y humildad muestres, más probable será que el paciente que necesita tu tratamiento te acepte. Sin embargo, en muchas ocasiones conviene emplear la reprimenda del profeta, quien no pronunció personalmente la sentencia de condenación contra David tras su pecado, sino que, al sugerir un personaje imaginario, hizo al pecador juez de su propio pecado, de modo que, tras dictar su propia sentencia, no pudiera criticar al vidente que lo había condenado.
VI
De un espíritu humilde y sumiso nacen una mirada triste y abatida, una apariencia descuidada, el cabello áspero y el vestido sucio; de modo que la apariencia que los dolientes se esfuerzan por presentar refleje nuestra condición natural. La túnica debe estar ceñida al cuerpo con un cinturón, sin que el cinturón descienda por encima del costado, como el de una mujer, ni quede suelto, de modo que la túnica quede suelta, como la de un holgazán. El andar no debe ser lento, lo cual denota falta de energía, ni tampoco arrogante ni pomposo, como si nuestros impulsos fueran impulsivos y desenfrenados. El objetivo principal del vestido es que cubra bien tanto en invierno como en verano. En cuanto al color, evite los brillantes; en cuanto a la tela, los suaves y delicados. Buscar colores brillantes en el vestido es como embellecerse cuando las mujeres se tiñen las mejillas y el cabello con tonos distintos a los suyos. La túnica debe ser lo suficientemente gruesa como para que no necesite otra ayuda para abrigarse. Los zapatos deben ser baratos pero prácticos. En resumen, lo que se debe considerar en la vestimenta es lo necesario. Lo mismo ocurre con la alimentación: para una persona sana, el pan basta y el agua calma la sed; se pueden añadir platos de verduras que contribuyan a fortalecer el cuerpo para el desempeño de sus funciones. No se debe comer con una glotonería desmedida, sino mantener la moderación, la tranquilidad y el autocontrol en todo lo que concierne a nuestros placeres; y, en todo momento, no dejar que la mente olvide pensar en Dios, sino hacer que incluso la naturaleza de nuestros alimentos y la constitución del cuerpo que los ingiere sean motivo y medio para ofrecerle gloria, recordando que los diversos tipos de alimentos, adecuados a las necesidades de nuestro cuerpo, se deben a la provisión del gran Administrador del universo. Antes de comer, se debe dar gracias, en reconocimiento tanto de los dones que Dios concede ahora como de los que guarda para el futuro. Se debe dar gracias después de la comida en agradecimiento por los dones recibidos y en petición por los dones prometidos. Que haya una hora fija para comer, siempre la misma y regular, que de las veinticuatro del día y la noche, apenas esta se dedique al cuerpo. El asceta debe dedicar el resto al ejercicio mental. Que el sueño sea ligero y se interrumpa con facilidad, como ocurre naturalmente tras una dieta ligera, y sea interrumpido deliberadamente por pensamientos sobre grandes temas. Ser dominado por un pesado letargo, con las extremidades destensadas, de modo que se abre fácilmente el camino a fantasías descabelladas, es sumergirse en la muerte diaria. Lo que el amanecer es para algunos, esta medianoche es para los atletas de la piedad; entonces, el silencio de la noche da descanso a su alma, y ningún sonido ni visión nociva se introduce en sus corazones; la mente está sola consigo misma y con Dios, corrigiéndose con el recuerdo de sus pecados, dándose preceptos para ayudarla a evitar el mal e implorando la ayuda de Dios para perfeccionar lo que anhela.
CARTA 3
Al senador Candidiano de Constantinopla
I
Cuando tomé tu carta en mis manos, experimenté una experiencia digna de ser contada. La miré con el asombro que produce un documento que anuncia algún estado, y al romper la cera, sentí un temor mayor que el que sintió un espartano culpable al ver la escítala Laconia. Sin embargo, cuando abrí la carta y la leí de principio a fin, no pude evitar reír, en parte por la alegría de no encontrar nada alarmante en ella; en parte porque comparé tu situación con la de Demóstenes. Demóstenes, recuerdas, cuando estaba organizando una pequeña compañía de bailarines y músicos de coro, pidió que lo llamaran Chorago en lugar de Demóstenes. Siempre eres el mismo, toques a Chorago o no. Chorago, en efecto, eres muchísimo más numeroso que los soldados a los que Demóstenes les proporcionaba lo necesario; y sin embargo, cuando me escribes, no te mantienes en tu dignidad, sino que mantienes el estilo antiguo. No abandonas el estudio de la literatura, sino que, como dice Platón, en medio de la tormenta, te mantienes apartado, por así decirlo, bajo un fuerte muro, y mantienes tu mente libre de toda perturbación; es más, en la medida de tus posibilidades, ni siquiera permites que otros se molesten. Así es tu vida, grande y maravillosa para todos los que tienen ojos para ver; y sin embargo, no maravillosa para nadie que juzgue por el propósito total de su vida. Ahora, déjenme contarles mi propia historia, extraordinaria ciertamente, pero sólo lo que podría haberse esperado.
II
Una de las ciervas que viven con nosotros aquí en Anesi, tras la muerte de mi sirviente, sin alegar ningún incumplimiento de contrato, sin acercarse a mí, sin presentar ninguna queja, sin pedirme ningún pago voluntario, sin amenazar con violencia si no lo recibía, de repente, con unos locos como él, atacó mi casa, agredió brutalmente a las mujeres que la cuidaban, forzó las puertas y, tras apropiarse de parte de las cosas y prometer el resto a quien quisiera, se lo llevó todo. No quiero ser considerado el "non plus ultra" de la indefensión ni un blanco propicio para la violencia de quien quiera atacarme. Muéstreme, entonces, ahora, le ruego, ese amable interés que siempre ha mostrado por mis asuntos. Sólo con una condición puedo asegurar mi tranquilidad: que tenga la seguridad de contar con su energía de mi lado. Desde mi punto de vista, sería un castigo suficiente si el juez de distrito detuviera al hombre y lo encerrara brevemente en la cárcel. No sólo estoy indignado por el trato que he sufrido, sino que quiero seguridad para el futuro.
CARTA 4
Al filósofo Olimpo
¿Qué pretende, mi querido señor, al desalojar de nuestro retiro a mi querida amiga y enfermera de la filosofía, la pobreza? Si tan sólo tuviera el don de la palabra, supongo que usted tendría que comparecer como demandado en una acción por desalojo ilegal. Podría alegar que elegí vivir con este hombre, Basilio, admirador de Zenón, quien, cuando lo perdió todo en un naufragio, exclamó con gran fortaleza: "¡Bien hecho, Fortuna! Me estás reduciendo a la vieja capa". O gran admirador de Cleantes, quien sacando agua del pozo conseguía lo suficiente para vivir y pagar los honorarios de sus tutores; inmenso admirador de Diógenes, quien se enorgullecía de no exigir más de lo absolutamente necesario y arrojó su cuenco después de haber aprendido de algún muchacho a agacharse y beber del hueco de su mano. En términos como estos, mi querida compañera pobreza podría reprenderlo, a quien sus regalos han expulsado de casa y hogar. También podría añadir una amenaza; Si te vuelvo a encontrar aquí, te demostraré que lo que hubo antes era lujo siciliano o italiano, así que te lo pagaré exactamente con lo que tengo. Pero basta de esto. Me alegra mucho que ya hayas comenzado un tratamiento médico y rezo para que te beneficie. Un cuerpo apto para actividades sin dolor le sentaría bien a un alma tan piadosa.
CARTA 5
Al pretor Nectario de Cilicia
I
Me enteré de su insoportable pérdida y me sentí muy afligido. Pasaron tres o cuatro días, y aún tenía dudas porque mi informante no podía darme detalles claros del triste suceso. Aunque dudaba de lo que se decía, pues rezaba para que no fuera cierto, recibí una carta del obispo confirmando plenamente la triste noticia. No necesito decirle cuánto suspiré y lloré. ¿Quién podría ser tan insensible, tan verdaderamente inhumano, como para ser insensible a lo ocurrido, o verse afectado por un dolor meramente moderado? Él se ha ido; heredero de una noble casa, pilar de una familia, esperanza de un padre, descendiente de padres piadosos, alimentado con innumerables oraciones, en la flor de la vida, arrancado de las manos de su padre. Estas cosas son suficientes para romper un corazón de diamante y hacerlo sentir. Es natural, entonces, que me sienta profundamente conmovido por esta pena. Yo, que he estado íntimamente conectado contigo desde el principio y he hecho mías tus alegrías y tus penas. Pero ayer parecía que tenías pocas preocupaciones, y que tu vida fluía prósperamente. En un instante, por la malicia de un demonio, toda la felicidad del hogar, todo el brillo de la vida, se destruye, y nuestras vidas se convierten en una historia triste. Si queremos lamentarnos y llorar por lo sucedido, una vida entera no será suficiente, y si toda la humanidad llora con nosotros, será incapaz de hacer que su lamento esté a la altura de nuestra pérdida. Sí, si todos los ríos derraman lágrimas, no llorarán adecuadamente nuestra pena.
II
Nos proponemos (¿no es así?) sacar a la luz el don que Dios ha guardado en nuestros corazones. Me refiero a esa razón sobria que, en nuestros días felices, suele trazar límites alrededor de nuestras almas, y que, cuando nos asaltan los problemas, nos recuerda que solo somos hombres, y nos sugiere, lo que de hecho hemos visto y oído, que la vida está llena de desgracias similares, y que los ejemplos de sufrimiento humano no son pocos. Sobre todo, esto nos dirá que es mandato de Dios que quienes confiamos en Cristo no nos aflijamos por los que duermen, porque esperamos en la resurrección; y que, como recompensa por nuestra gran paciencia, el Maestro del curso de la vida nos reserva grandes coronas de gloria. Solo dejemos que nuestros pensamientos más sabios nos hablen en esta melodía, y quizá encontremos un ligero alivio a nuestra angustia. ¡Actúa como un hombre, te lo imploro! El golpe es duro, pero mantente firme; no te dejes vencer por el peso de tu dolor; no te desanimes. Tengan la plena seguridad de esto: que aunque las razones de lo ordenado por Dios nos superan, siempre debemos aceptar lo que él, que es sabio y nos ama, dispone para nosotros, por muy difícil que sea soportarlo. Él mismo sabe cómo determina lo mejor para cada uno y por qué las condiciones de vida que nos fija son desiguales. Existe una razón incomprensible para el hombre por la que algunos son llevados lejos de nosotros antes, y otros se quedan atrás por más tiempo para soportar las cargas de esta vida dolorosa. Por eso siempre debemos adorar su amorosa bondad y no lamentarnos, recordando aquellas grandes y famosas palabras del gran atleta Job, cuando vio a diez niños en una mesa, en un instante, aplastados hasta la muerte: "El Señor dio y el Señor quitó" (Job 1,21), y: "Como el Señor lo consideró bueno, así sucedió". Adoptemos esas maravillosas palabras. A manos del Juez justo, quienes muestren buenas obras recibirán una recompensa similar. No hemos perdido al muchacho, sino que lo hemos devuelto al Prestamista. Su vida no está destruida; ha cambiado para mejor. Aquel a quien amamos no está escondido en la tierra; es recibido en el cielo. Esperemos un poco y estaremos de nuevo con él. El tiempo de nuestra separación no es largo, pues en esta vida todos somos como viajeros en un viaje, apresurándonos hacia el mismo refugio. Mientras uno ha alcanzado su descanso, otro llega, otro se apresura, pero a todos les espera el mismo fin. Él nos ha adelantado en el camino, pero todos recorreremos el mismo camino, y a todos nos espera la misma posada. Que Dios nos conceda que por la bondad seamos semejantes a su pureza, para que por nuestra inocencia alcancemos el descanso que se concede a los que son hijos en Cristo.
CARTA 6
A la esposa de Nectario de Cilicia
I
Dudé en dirigirme a su excelencia, pensando que, así como al ojo inflamado, incluso el remedio más suave le causa dolor, así también a un alma afligida por una profunda pena, las palabras pronunciadas en el momento de agonía, aunque brinden mucho consuelo, parecen algo fuera de lugar. Pero pensé que debía estar hablando con una mujer cristiana, que ha aprendido lecciones de Dios desde hace mucho tiempo y no es inexperta en las vicisitudes de la vida humana, y juzgué correcto no descuidar el deber que me incumbe. Sé lo que es el corazón de una madre, y al recordar lo buena y amable que es usted con todos, puedo calcular la probable magnitud de su sufrimiento en este momento. Ha perdido a un hijo al que, en vida, todas las madres llamaban feliz, rezando para que las suyas fueran como él, y a su muerte lo lamentaron, como si cada una hubiera escondido la suya en la tumba. Su muerte es un duro golpe para dos provincias: la mía y la de Cilicia. Con él ha caído una gran e ilustre raza, destrozada como si le hubieran quitado un puntal. ¡Ay del tremendo daño que el contacto con un demonio maligno pudo causar! ¡Tierra, qué calamidad te has visto obligada a sufrir! Si el sol tuviera algún sentimiento, uno pensaría que se estremecería ante tan triste espectáculo. ¿Quién podría expresar todo lo que el espíritu, en su impotencia, habría dicho?
II
Nuestras vidas no están exentas de una providencia. Así lo hemos aprendido en el evangelio, pues "ni un gorrión cae a tierra sin la voluntad de nuestro Padre" (Mt 10,29). Todo lo que ha sucedido, ha sucedido por la voluntad de nuestro Creador. ¿Y quién puede resistirse a la voluntad de Dios? Aceptemos lo que nos ha sucedido; porque si lo tomamos a mal, no reparamos el pasado y obramos nuestra propia ruina. No nos dejemos impugnar el justo juicio de Dios. Todos somos demasiado indoctos para atacar sus sentencias inefables. El Señor ahora está poniendo a prueba tu amor por él. Ahora hay una oportunidad para que, a través de tu paciencia, tomes la suerte del mártir. La madre de los macabeos vio la muerte de siete hijos sin un suspiro, sin siquiera derramar una lágrima indigna. Dio gracias a Dios por verlos liberados de las ataduras de la carne por el fuego, el acero y los golpes crueles, y ganó la alabanza de Dios y la fama entre los hombres. La pérdida es grande, como puedo decirlo yo mismo. Pero grandes también son las recompensas que el Señor reserva para la paciencia. Cuando fuiste madre, viste a tu hijo y diste gracias a Dios, supiste desde el principio que, siendo mortal, habías dado a luz a un mortal. ¿Qué hay de asombroso en la muerte de un mortal? Pero nos duele que muera antes de tiempo. ¿Estamos seguros de que este no era su momento? No sabemos elegir lo que es bueno para nuestras almas ni cómo fijar los límites de la vida humana. Mira a tu alrededor, al mundo en el que vives; recuerda que todo lo que ves es mortal y está sujeto a la corrupción. Mira al cielo, pues incluso él se disolverá. Mira al sol, pues ni siquiera el sol durará para siempre. Todas las estrellas juntas, todos los seres vivos de la tierra y el mar, todo lo bello de la tierra, sí, la tierra misma, todo está sujeto a la decadencia; sin embargo, un poco de tiempo y todo dejará de existir. Que estas consideraciones te sirvan de consuelo en tu aflicción. No midas tu pérdida por sí sola. Si lo haces, te parecerá intolerable; pero si consideras todos los asuntos humanos, descubrirás que pueden brindarte algún consuelo. Sobre todo, te recomiendo encarecidamente algo: cuida de tu esposo. Sé un consuelo para los demás. No hagas que su sufrimiento sea más difícil de soportar desgastándote con la tristeza. Sé que las meras palabras no pueden consolar. Ahora mismo, lo que se necesita es oración. Ruego al Señor mismo que conmueva tu corazón con su poder inefable y que, mediante buenos pensamientos, ilumine tu alma, para que tengas en ti mismo una fuente de consuelo.
CARTA 7
Al obispo Gregorio de Nacianzo
Cuando le escribí, era perfectamente consciente de que ningún término teológico es adecuado al pensamiento del orador ni a la necesidad del que pregunta, porque el lenguaje, por necesidad natural, es demasiado débil para servir a los objetos del pensamiento. Si nuestro pensamiento es débil, pues, y nuestra lengua más débil que nuestro pensamiento, ¿qué se podía esperar de mí en lo que dije sino que se me acusara de pobreza de expresión? Aun así, no era posible pasar por alto su pregunta. Parece una traición no dar una respuesta inmediata sobre Dios a quienes lo aman. Sin embargo, lo dicho, ya sea que parezca satisfactorio o requiera alguna adición más cuidadosa, necesita un tiempo adecuado para ser corregido. Por ahora, le imploro, como ya le he implorado antes, que se dedique por completo a la defensa de la verdad y a las energías intelectuales que Dios le da para el establecimiento del bien. Confórmese con esto, y no me pida nada más. En realidad, soy mucho menos capaz de lo que se supone y es más probable que dañe la palabra con mi debilidad que añada fuerza a la verdad con mi defensa.
CARTA 8
Al Partido de Cesarea
I
A menudo me he asombrado de tus sentimientos hacia mí, y de cómo un individuo tan pequeño e insignificante, y con, quizá, muy poco digno de ser amado, se ha ganado tu lealtad. Me recuerdas las exigencias de la amistad y de la patria, y me presionas con urgencia en tu intento de hacerme volver contigo, como si fuera un fugitivo del corazón y el hogar de un padre. Que soy un fugitivo, lo confieso. Lamentaría negarlo, y ya que me echas de menos, se te dirá la causa. Me quedé atónito como un hombre aturdido por un ruido repentino. No aplasté mis pensamientos, sino que me dediqué a ellos mientras huía, y ahora he estado ausente de ti un tiempo considerable. Entonces comencé a anhelar las doctrinas divinas y la filosofía que las relaciona. ¿Cómo, me pregunté, podría vencer el mal que nos aqueja? ¿Quién será mi Labán, liberándome de Esaú y guiándome hacia la filosofía suprema? Con la ayuda de Dios, he logrado mi objetivo, en la medida de mis posibilidades. He encontrado un instrumento escogido, un pozo profundo. Me refiero a Gregorio, la boca de Cristo. Por lo tanto, te ruego que me des un poco de tiempo. No me aferro a la vida de ciudad. Sé muy bien cómo el Maligno, por tales medios, trama engaños para la humanidad, pero considero muy útil la compañía de los santos. Pues, en el cambio constante de ideas sobre los dogmas divinos, estoy adquiriendo un hábito duradero de contemplación. Tal es mi situación actual.
II
Amigos piadosos y bien amados, les imploro que tengan cuidado con los pastores de los filisteos. No dejen que ahoguen sus voluntades sin darse cuenta, no dejen que manchen la pureza de su conocimiento de la fe. Este es siempre su objetivo, no enseñar a las almas simples lecciones extraídas de las Sagradas Escrituras, sino estropear la armonía de la verdad con filosofía pagana. ¿No es un filisteo abierto quien introduce los términos no engendrado y engendrado en nuestra fe, y afirma que hubo un tiempo en que el Eterno no era; que Aquel que es por naturaleza y eternamente Padre se convirtió en Padre; que el Espíritu Santo no es eterno? Él hechiza a las ovejas de nuestro patriarca para que no beban del pozo de agua que brota para vida eterna (Jn 4,14), sino que más bien atraigan sobre sí las palabras del profeta: "Me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas, y han cavado para sí cisternas, cisternas rotas, que no pueden retener agua" (Jer 2,13), cuando en todo momento deberían confesar que el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, tal como les han enseñado las palabras divinas y quienes las han comprendido en su sentido más elevado. Contra quienes nos critican por ser triteístas, respondamos que confesamos un solo Dios, no en número, sino en naturaleza. Pues todo lo que se llama uno en número no es uno en absoluto, ni siquiera simple en naturaleza. No obstante, se confiesa universalmente que Dios es simple y no compuesto. Por lo tanto, Dios no es uno en número. Lo que quiero decir es esto: que decimos que el mundo es uno en número, pero no uno por naturaleza ni simple, pues lo dividimos en sus elementos constituyentes (fuego, agua, aire y tierra). Así mismo, se dice que el hombre es uno en número. Con frecuencia hablamos de un solo hombre, pero el hombre, compuesto de cuerpo y alma, no es simple. De igual manera, decimos un solo ángel en número, pero no uno por naturaleza ni simple, pues concebimos la hipóstasis del ángel como esencia con santificación. Si, por lo tanto, todo lo que es uno en número no es uno en naturaleza, y lo que es uno y simple en naturaleza no es uno en número; y si llamamos a Dios uno en naturaleza, ¿cómo se nos puede imputar el número, cuando lo excluimos por completo de esa naturaleza bendita y espiritual? El número se relaciona con la cantidad, y la cantidad está unida a la naturaleza corpórea, pues el número es de naturaleza corpórea. Creemos que nuestro Señor es el Creador de los cuerpos. Por lo tanto, todo número indica aquellas cosas que han recibido una naturaleza material y circunscrita. La mónada y la unidad, por otro lado, significan la naturaleza que es simple e incomprensible. Quien quiera, pues, confiesa que el Hijo de Dios o el Espíritu Santo son número o criatura, introduce inconscientemente una naturaleza material y circunscrita. Y por circunscrita no me refiero solo a una naturaleza limitada localmente, sino a una naturaleza que es comprendida en presciencia por Aquel que está a punto de seducirla de lo inexistente a lo existente y que puede ser comprendida por la ciencia. Toda cosa santa, entonces, cuya naturaleza está circunscrita y de la cual se adquiere la santidad, no es insusceptible al mal. Pero el Hijo y el Espíritu Santo son la fuente de la santificación por la cual toda criatura razonable es santificada en proporción a su virtud.
III
Nosotros, de acuerdo con la verdadera doctrina, hablamos del Hijo como ni semejante ni distinto del Padre. Ambos términos son igualmente imposibles, pues semejante y distinto se predican en relación con la cualidad, y lo divino está libre de cualidad. Nosotros, por el contrario, confesamos la identidad de naturaleza y aceptamos la consustancialidad, rechazando la composición del Padre, Dios en sustancia, quien engendró al Hijo, Dios en sustancia. De esto se prueba la consustancialidad. Pues Dios en esencia o sustancia es coesencial o consustancial con Dios en esencia o sustancia. Incluso cuando al hombre se le llama dios (como en las palabras "he dicho que sois dioses") y daimon (como en las palabras "los dioses de las naciones son daimones"), en el primer caso el nombre se da por favor, en el segundo, falsamente. Sólo Dios es sustancial y esencialmente Dios. Cuando digo sólo, expongo la esencia y sustancia santas e increadas de Dios. Pues el término sólo se usa en el caso de cualquier individuo y, en general, de la naturaleza humana. En el caso de un individuo, como por ejemplo Pablo, quien fue arrebatado al tercer cielo y escuchó palabras inefables que no le es lícito al hombre pronunciar (2Cor 12,4); y de la naturaleza humana, como cuando David dice: "Para el hombre, sus días son como la hierba", no refiriéndose a ningún hombre en particular, sino a la naturaleza humana en general (pues todo hombre es efímero y mortal). Así, entendemos que estas palabras se refieren a la naturaleza, la única que tiene inmortalidad (1Tm 6,16), y al único Dios sabio (Rm 16,27), y nadie es bueno sino uno (es decir, Dios; Lc 18,19), pues aquí uno significa lo mismo que sólo. Así también, tenemos "el único que extiende los cielos" (Job 9,8), y "adorarás al Señor tu Dios y solo a él servirás", y "no hay otro Dios fuera de mí". En las Escrituras no se predica que Dios sea uno solo para distinguirlo del Hijo y del Espíritu Santo, sino para exceptuar a los falsos dioses. Por ejemplo, sólo el Señor los guió y no hubo dios extraño con ellos, y entonces los hijos de Israel desecharon a Baalim y Astarot, y sirvieron sólo al Señor (1Sm 7,4). Así, San Pablo dice: "Así como hay muchos dioses y muchos señores, para nosotros hay un solo dios, el Padre, de quien son todas las cosas; y un Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas" (1Cor 8,5-6). Aquí preguntamos por qué cuando dijo "un solo Dios" no estaba contento, pues hemos dicho que uno y solo cuando se aplica a Dios, indica naturaleza. ¿Por qué agregó el término Padre e hizo mención de Cristo? Pablo no pensó suficiente, me imagino, predicar sólo que el Hijo es Dios y el Espíritu Santo Dios (lo cual había expresado con la frase un solo Dios), sino mediante la adición adicional Padre expresar a Aquel "de quien son todas las cosas". Además, al mencionar al Señor, quiso significar la Palabra "por quien son todas las cosas". Y aún más, añadir el término Jesucristo, anunciar la encarnación, exponer la pasión y publicar la resurrección, porque la palabra Jesucristo nos sugiere todas estas ideas. Por esta razón también, antes de su pasión, nuestro Señor desaprueba la designación de Jesucristo y encarga a sus discípulos que no digan a nadie que él era Jesús, el Cristo (Mt 16,19). Su propósito era, después de la finalización de la economía, y después de su resurrección de entre los muertos y de su asunción al cielo, encomendarles la predicación de él como Jesús, el Cristo. Tal es la fuerza de las palabras "para que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn 17,3), y "si creéis en Dios, creed también en mí" (Jn 14,1). En todas partes el Espíritu Santo asegura nuestra concepción de él para salvarnos de caer en una dirección mientras avanzamos en la otra, atendiendo a la teología pero descuidando la economía, y así por omisión cayendo en la impiedad.
IV
Ahora examinemos y expliquemos el significado de las palabras de la Sagrada Escritura, que nuestros oponentes se apropian y distorsionan para su propio sentido, y nos instan a destruir la gloria del Unigénito. En primer lugar, tomemos las palabras "vivo por el Padre", pues ésta es una de las flechas lanzadas al cielo por quienes las usan impíamente. No entiendo que estas palabras se refieran a la vida eterna, pues todo lo que vive por algo no puede ser autoexistente, así como lo que es calentado por otro no puede ser calor mismo. De hecho, aquel que es nuestro Cristo y Dios dice: "Yo soy la vida" (Jn 11,25). Entiendo que la vida vivida por el Padre es esta vida en la carne y en este tiempo. Por su propia voluntad vino a vivir la vida de los hombres. Él no dijo "he vivido por causa del Padre", sino "vivo por causa del Padre", indicando claramente el tiempo presente, y Cristo, teniendo la palabra de Dios en sí mismo, puede llamar vida a la vida que lleva, y este es su significado lo aprenderemos a continuación. "El que me come también vivirá por causa de mí", dice él. En efecto, comemos su carne y bebemos su sangre, haciéndonos partícipes, mediante su encarnación y su vida visible, de su palabra y de su sabiduría. Durante toda su mística estancia entre nosotros, él llamó carne y sangre, y expuso la enseñanza consistente en ciencia práctica, física y teología, por la cual nuestra alma se nutre y, mientras tanto, se entrena para la contemplación de las realidades reales. Éste es quizás el significado pretendido de lo que él dice.
V
El pasaje "mi Padre es mayor que yo" (Jn 14,28) es empleado malinterpretadamente por las criaturas ingratas, la prole del Maligno. Creo que incluso desde este pasaje se establece la consustancialidad del Hijo con el Padre. Porque sé que se pueden hacer comparaciones apropiadamente entre cosas que son de la misma naturaleza. Hablamos del ángel como mayor que el ángel, del hombre como más justo que el hombre, del ave como más veloz que el ave. Si entonces se hacen comparaciones entre cosas de la misma especie, y por comparación se dice que el Padre es mayor que el Hijo, entonces el Hijo es de la misma sustancia que el Padre. Pero hay otro sentido subyacente a la expresión. ¿En qué es extraordinario que Aquel que es el Verbo y se hizo carne (Jn 1,14) confiese que su Padre es mayor que él mismo, cuando fue visto en gloria inferior a los ángeles, y en forma a los hombres? En esto mismo: en que "lo has visto un poco menor que los ángeles" (Hb 2,9), y "lo vimos y no tenía forma ni hermosura, su forma era deficiente más allá de todos los hombres". Todo esto lo soportó a causa de su abundante bondad amorosa hacia su obra, para poder salvar a la oveja perdida y traerla a casa cuando la hubo salvado, y traer de regreso sano y salvo a su propia tierra al hombre que bajó de Jerusalén a Jericó y así cayó entre ladrones. ¿Acaso el hereje le arrojará en los dientes el pesebre del cual él en su irracionalidad fue alimentado por la Palabra de la razón? ¿Se quejará él, porque el hijo del carpintero no tenía cama donde acostarse, de ser pobre? Es por esto que el Hijo es menor que el Padre, y que por ustedes fue hecho muerto para liberarlos de la muerte y hacerlos partícipes de la vida celestial. Es como si alguien criticara al médico por inclinarse ante la enfermedad y respirar su aliento fétido para poder curar al enfermo.
VI
Es por tu culpa que él desconoce la hora y el día del juicio. Sin embargo, nada escapa al conocimiento de la verdadera Sabiduría, pues "todas las cosas fueron hechas por él" (Jn 1,3), e incluso entre los hombres, nadie ignora lo que él ha hecho. Pero ésta es su dispensación, debido a tu propia debilidad: que los pecadores no caigan en la desesperación por los estrechos límites del plazo señalado (sin que les quede oportunidad de arrepentirse) y que quienes libran una larga guerra, contra las fuerzas enemigas, no abandonen su puesto por la prolongación del tiempo. Para ambos grupos, él dispone mediante su supuesta ignorancia. Para los primeros, acortando el tiempo para su gloriosa lucha; para los segundos, brindándoles una oportunidad de arrepentimiento por sus pecados. En los evangelios, él se contaba entre los ignorantes, debido, como he dicho, a la debilidad de la mayor parte de la humanidad. En Hechos de los Apóstoles, dirigiéndose, por así decirlo, a los perfectos apartados, dice: "No os corresponde a vosotros saber los tiempos ni las sazones que el Padre ha puesto en su sola potestad" (Hch 1,7). Aquí se exceptúa implícitamente. Hasta aquí una declaración preliminar. Ahora, investiguemos el significado del texto desde una perspectiva más elevada. Permítanme llamar a la puerta del conocimiento, por si acaso puedo despertar al Dueño de la casa, quien da el pan espiritual a quienes se lo piden, ya que aquellos a quienes anhelamos hospedar son amigos y hermanos.
VII
Los santos discípulos de nuestro Salvador, tras trascender los límites del pensamiento humano y ser purificados por la palabra, indagan sobre el fin y anhelan conocer la bienaventuranza suprema que nuestro Señor declaró desconocida para sus ángeles y para sí mismo. Él llama a la comprensión exacta de los propósitos de Dios, un día; y a la contemplación de la unidad, cuyo conocimiento atribuye solo al Padre, una hora. Entiendo, por tanto, que se dice que Dios sabe por sí mismo lo que es; y no sabe lo que no es. Y que Dios, quien es justicia y sabiduría misma, conoce la justicia y la sabiduría. Y que Dios ignora la injusticia y la maldad, pues Dios no es injusticia ni maldad. Si, entonces, se dice que Dios sabe por sí mismo lo que es, y no sabe lo que no es, y si nuestro Señor no es el objeto último del deseo, entonces nuestro Salvador desconoce el fin y la bienaventuranza suprema. Pero él dice que "los ángeles no lo saben" (Mc 13,32). Es decir, ni siquiera la contemplación que hay en ellos, ni los métodos de sus ministerios son el objeto último del deseo. Pues incluso su conocimiento, comparado con el conocimiento presencial, es denso. Solo el Padre, dice él, lo sabe, puesto que él mismo es el fin y la bienaventuranza suprema, pues cuando ya no conozcamos a Dios en espejos ni de inmediato, sino que nos acerquemos a él como uno solo, entonces conoceremos incluso el fin último. Pues se dice que todo conocimiento material es el reino de Cristo; mientras que el conocimiento inmaterial (es decir, el conocimiento de la verdadera deidad) es el de Dios Padre. Pero nuestro Señor también es él mismo el fin y la bienaventuranza suprema según el propósito de la Palabra. No obstante, ¿qué dice él en el evangelio? Esto mismo: "Lo resucitaré en el último día" (Jn 6,40). Llama resurrección a la transición del conocimiento material a la contemplación inmaterial, hablando de ese conocimiento. Después del cual no hay otro, como el último día, porque nuestra inteligencia se eleva y se eleva a una altura de bienaventuranza en el momento en que contempla la unidad y unicidad de la Palabra. Pero como nuestra inteligencia se ha vuelto densa y atada a la tierra, está mezclada con arcilla e incapaz de mirar fijamente en la contemplación pura, siendo guiada por adornos cognados a su propio cuerpo. Considera las operaciones del Creador y las juzga mientras tanto por sus efectos, con el fin de que creciendo poco a poco pueda un día fortalecerse lo suficiente como para acercarse incluso a la deidad real revelada. Este es el significado, creo, de las palabras "mi Padre es mayor que yo" (Jn 14,28), y también de la declaración "no es mío darlo sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre". Esto también es lo que significa la entrega del reino de Cristo a Dios, incluso el Padre (1Cor 15,24), pues según la doctrina más densa que, como dije, se considera relativa a nosotros y no al Hijo mismo, él no es el fin, sino las primicias. De acuerdo con esta perspectiva, cuando sus discípulos le preguntaron "¿cuándo restaurarás el reino de Israel?", él respondió: "No os corresponde a vosotros saber los tiempos ni las épocas que el Padre ha puesto en su propio poder" (Hch 1,6-7). Es decir, el conocimiento de tal reino no es para quienes están atados a la carne y la sangre. Esta contemplación la ha puesto el Padre en su propio poder, es decir, por poder a quienes están capacitados, y por el suyo a quienes no están oprimidos por la ignorancia de las cosas terrenales. No os pongáis, os ruego, en la mente tiempos y épocas de los sentidos, sino ciertas distinciones de conocimiento hechas por el sol, captadas por la percepción mental. Porque la oración de nuestro Señor debe cumplirse. Es Jesús quien oró: "Concédeles que sean uno en nosotros como tú y yo somos uno, Padre". Porque cuando Dios, que es uno, está en cada uno, lo hace todo, y el número se pierde en la morada de la unidad. Éste es mi segundo intento de atacar el texto. Si alguien tiene una mejor interpretación que ofrecer y puede, consecuentemente con la verdadera religión, corregir lo que digo, que hable y corrija, y el Señor lo recompensará por mí. No hay celos en mi corazón. No he abordado esta investigación de estos pasajes por contienda ni vanagloria. Lo he hecho para ayudar a mis hermanos, para que los vasos de barro que contienen el tesoro de Dios no parezcan engañados por hombres de corazón de piedra e incircuncisos, cuyas armas son la sabiduría de la necedad.
VIII
Como dice el sabio Salomón en Proverbios, a él se le llama principio de los caminos de la buena nueva, que nos conducen al reino de los cielos. Él no es en esencia ni sustancia una criatura, sino que se hizo camino según la economía. Ser hecho y ser creado significan lo mismo. Así como se hizo camino, también se hizo puerta, pastor, ángel, oveja, y de nuevo sumo sacerdote y apóstol (Hb 3,1), usándose los nombres en otros sentidos. ¿Qué dirían los herejes sobre Dios no sujeto, y sobre su pecado hecho por nosotros? Porque está escrito: "Cuando todas las cosas le sean sujetadas, entonces también el Hijo mismo se sujetará a Aquel que le sujetó todas las cosas". ¿No temes, señor, que Dios sea llamado no sujeto? Porque él hace suya tu sujeción; y debido a tu lucha contra la bondad, se llama a sí mismo no sujeto. En este sentido también, una vez se refirió a sí mismo como perseguido ("Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?"; Hch 9,4) cuando Saulo se apresuraba a Damasco con el deseo de encarcelar a los discípulos. De nuevo, se refiere a sí mismo como desnudo cuando alguno de sus hermanos está desnudo. "Estuve desnudo", dice, y "me cubristeis" (Mt 25,36). Así, cuando otro está en prisión, se refiere a sí mismo como encarcelado, pues él mismo tomó nuestros pecados y cargó con nuestras enfermedades. Ahora bien, una de nuestras debilidades es no estar sujetos, y él cargó con esto. Así, todo lo que nos sucede para nuestro mal, él lo hace suyo, tomando sobre sí nuestros sufrimientos en su comunión con nosotros.
IX
Quienes luchan contra Dios también se apropian de otro pasaje para perversión de sus oyentes. Me refiero a las palabras "el Hijo no puede hacer nada por sí mismo" (Jn 5,19). Para mí, esta afirmación también parece claramente declarativa de que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre. Pues si toda criatura racional es capaz de hacer algo por sí misma, y la inclinación que cada una tiene a lo peor o a lo mejor está en su propio poder, pero el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, entonces el Hijo no es una criatura. Y si no es una criatura, entonces es de una misma esencia y sustancia con el Padre. Además, ninguna criatura puede hacer lo que quiera. Pero el Hijo hace lo que quiere en el cielo y en la tierra. Por lo tanto, el Hijo no es una criatura. Además, todas las criaturas están constituidas por contrarios o son receptivas a los contrarios. Pero el Hijo es la misma justicia e inmaterial. Por lo tanto, el Hijo no es una criatura, y si no es una criatura, es de una misma esencia y sustancia con el Padre.
X
Este examen de los pasajes que tenemos ante nosotros es, hasta donde llega mi capacidad, suficiente. Ahora dirijamos la discusión a aquellos que atacan al Espíritu Santo y derriban toda altivez de su intelecto que se exalta contra el conocimiento de Dios (2Cor 11,5). Dices que el Espíritu Santo es una criatura, y que toda criatura es sierva del Creador, porque todos son tus siervos. Si, pues, él es un siervo, su santidad es adquirida, y todo aquello de lo cual se adquiere la santidad es receptivo al mal. No obstante, el Espíritu Santo, siendo santo en esencia, se llama "fuente de santidad" (Rm 1,4). Por lo tanto, el Espíritu Santo no es una criatura. Si no es una criatura, es de una misma esencia y sustancia con el Padre. ¿Cómo, dime, puedes dar el nombre de siervo a Aquel que por tu bautismo te libera de tu servidumbre? La ley, se dice, del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado (Rm 8,2). Pero jamás te atreverás a llamar variable a su naturaleza, mientras consideres la naturaleza del poder opositor del enemigo, el cual, como un rayo, cayó del cielo y se apartó de la vida verdadera porque adquirió su santidad, y sus malos consejos fueron seguidos por su cambio. Así, cuando se apartó de la unidad y despojó de ella su dignidad angelical, recibió el nombre de diablo, según su carácter, extinguiéndose su anterior y bendita condición y avivándose este poder hostil. Además, si llama al Espíritu Santo criatura, describe su naturaleza como limitada. ¿Cómo pueden entonces sostenerse los dos pasajes siguientes? El Espíritu del Señor "llena el mundo" (Sb 1,7), y "¿adónde escaparé de tu Espíritu?". Al parecer, no lo confiesa simple en naturaleza; pues lo describe como uno en número. Como ya he dicho, todo lo que es uno en número no es simple. Y si el Espíritu Santo no es simple, consiste en esencia y santificación, y por lo tanto es compuesto. Pero ¿quién es tan loco como para describir al Espíritu Santo como compuesto, y no simple, y consustancial con el Padre y el Hijo?
XI
Si debemos avanzar aún más en nuestro argumento y dirigir nuestra inspección a temas más elevados, contemplemos la naturaleza divina del Espíritu Santo especialmente desde el siguiente punto de vista. En las Escrituras encontramos mención de tres creaciones. La primera es la evolución del no ser al ser. La segunda es el cambio de lo peor a lo mejor. La tercera es la resurrección de los muertos. En estas encontrarás al Espíritu Santo cooperando con el Padre y el Hijo. Hay una venida a la existencia de los cielos; y ¿qué dice David? Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca. Además, el hombre es creado por medio del bautismo, porque "si alguno está en Cristo, es una nueva criatura" (2Cor 5,17). ¿Y por qué dice el Salvador a los discípulos "id, pues, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo"? Aquí también ves al Espíritu Santo presente con el Padre y el Hijo. ¿Y qué dirías también de la resurrección de los muertos cuando hayamos fallado y hayamos regresado a nuestro polvo? Polvo somos y al polvo volveremos. Y él enviará al Espíritu Santo y nos creará y renovará la faz de la tierra. Porque lo que el santo Pablo llama resurrección, David lo describe como renovación. Escuchemos, una vez más, a aquel que fue arrebatado al tercer cielo. ¿Qué dice? Esto mismo: "Vosotros sois templo del Espíritu Santo que está en vosotros" (1Cor 6,19). Ahora bien, todo templo es templo de Dios; y si nosotros somos templo del Espíritu Santo, entonces el Espíritu Santo es Dios. También se le llama "templo de Salomón", pero esto es en el sentido de que él fue su constructor. Si "somos templo del Espíritu Santo" en este sentido, entonces el Espíritu Santo es Dios, porque "Dios es el que construyó todas las cosas" (Hb 3,4). Si somos templo de uno que es adorado, y que mora en nosotros, confesemos que es Dios, porque "al Señor vuestro Dios adoraréis, y a él solo serviréis". Suponiendo que objeten la palabra Dios, que aprendan lo que significa. Dios se llama Θεoς porque él colocó (τεθεικέναι) todas las cosas o porque él contempla (Θεoσθαι) todas las cosas. Si él es llamado Θεoς porque él colocó o contempla todas las cosas, y el Espíritu sabe todas las cosas de Dios, como el Espíritu en nosotros sabe nuestras cosas, entonces el Espíritu Santo es Dios. De nuevo, si "la espada del espíritu es la palabra de Dios" (Ef 6,17), entonces el Espíritu Santo es Dios, puesto que la espada pertenece a Aquel de quien también es llamada la palabra. ¿Se le llama "la diestra del Padre"? Porque "la diestra del Señor hace cosas poderosas", y "tu diestra, oh Señor, ha aplastado al enemigo" (Ex 15,6). El Espíritu Santo es el dedo de Dios, pues Cristo dice "yo expulso los demonios por el dedo de Dios" (Lc 11,20), y "por el Espíritu de Dios echo fuera demonios" (Mt 12,28). Así pues, el Espíritu Santo es de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo.
XII
Por ahora, basta con lo dicho sobre la adorable y santa Trinidad. No es posible profundizar más en ella. Tomen las semillas de una persona humilde como yo y cultiven la espiga madura para ustedes mismos, pues, como saben, en tales casos buscamos beneficios. Confío en Dios que, gracias a su vida pura, darán fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno, porque Cristo dijo "bienaventurados los de limpio corazón" (Mt 5,8). Hermanos míos, no tengan otra concepción del reino de los cielos que la de la contemplación misma de las realidades. A esto las Sagradas Escrituras llaman bienaventuranza. Porque el reino de los cielos está dentro de ustedes. El hombre interior no consiste en nada más que contemplación. El Reino de los Cielos, entonces, debe ser contemplación. Ahora contemplamos sus sombras como en un espejo, mas de aquí en adelante, liberados de este cuerpo terrenal, revestidos de lo incorruptible y lo inmortal, contemplaremos sus arquetipos. Los veremos si hemos dirigido correctamente el curso de nuestra propia vida, y si hemos atendido a la fe correcta, porque de lo contrario nadie verá al Señor. Porque, según se dice, "en un alma maliciosa la sabiduría no entrará, ni morará en el cuerpo que está sujeto al pecado" (Sb 1,4). Y que nadie objete que, mientras ignoro lo que está ante nuestros ojos, estoy filosofando para ellos sobre el ser incorpóreo e inmaterial. Me parece completamente absurdo, mientras se permite a los sentidos la acción libre en relación con su propia materia, excluir sólo la mente de su operación peculiar. Precisamente de la misma manera en que los sentidos perciben los objetos sensibles, la mente capta los objetos de la percepción mental. Cabe mencionar que Dios, nuestro Creador, no incluyó las facultades naturales entre las cosas que se pueden enseñar. Nadie enseña a la vista a percibir el color o la forma, ni al oído a percibir el sonido y el habla, ni al olfato, los aromas agradables y desagradables, ni al gusto, los sabores y los aromas, ni al tacto, lo suave y lo duro, lo caliente y lo frío. Tampoco se enseñaría a la mente a percibir los objetos de la percepción mental; y así como los sentidos, en caso de enfermedad o lesión, solo requieren un tratamiento adecuado para cumplir con sus funciones; así también la mente, aprisionada en la carne y llena de los pensamientos que surgen de ella, requiere fe y una conversación recta que la hagan patas como las de las ciervas y la ubiquen en sus lugares elevados. El mismo consejo nos lo da el sabio Salomón, quien en un pasaje nos ofrece el ejemplo de la hormiga trabajadora y recomienda su vida activa. y en otro el trabajo de la sabia abeja al formar sus celdillas, y con ello sugiere una contemplación natural en la que también está contenida la doctrina de la Santísima Trinidad, si al menos se considera al Creador en proporción a la belleza de las cosas creadas. Con gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, permítanme terminar mi carta.
CARTA 9
Al filósofo Máximo de Efeso
I
El habla es en realidad una imagen de la mente: así he aprendido a conocerte por tus cartas, tal como el proverbio nos dice que "podemos reconocer al león por sus garras". Me alegra descubrir que tus fuertes inclinaciones se dirigen hacia el primero y mayor de los bienes: el amor a Dios y al prójimo. De este último encuentro prueba en tu bondad hacia mí; del primero, en tu celo por el conocimiento. Es bien sabido por todo discípulo de Cristo que en estos dos se encuentra todo.
II
Me pides los escritos de Dionisio; efectivamente me llegaron, y eran muchísimos; pero no tengo los libros conmigo, así que no los he enviado. Mi opinión, sin embargo, es la siguiente: no admiro todo lo que está escrito; de hecho, desapruebo totalmente algunas cosas. Puede ser que, de la impiedad de la que tanto oímos hablar (me refiero a Anomeo), sea él quien primero dio las semillas a los hombres. No atribuyo su proceder a ninguna depravación mental, sino sólo a su ferviente deseo de resistir a Sabelio. A menudo lo comparo con un leñador que intenta enderezar un retoño mal desarrollado, tirando tan desmesuradamente en la dirección opuesta que sobrepasa el límite, y así arrastra la planta hacia el otro lado. Esto es muy similar a lo que ocurre con Dionisio, que mientras se opone vehementemente a la impiedad del libio, su celo lo arrastra inconscientemente al error opuesto. Le habría bastado con señalar que el Padre y el Hijo no son idénticos en sustancia, y así anotarse puntos contra el blasfemo. No obstante, para obtener una victoria inequívoca y sobreabundante, no se contenta con establecer una diferencia de hipóstasis, sino que debe afirmar también la diferencia de sustancia, la disminución del poder y la variabilidad de la gloria. Así, intercambia un mal por otro y se aparta de la línea correcta de la doctrina. En sus escritos exhibe una inconsistencia diversa, y en ocasiones se le considera desleal a la homoousion, debido a que su oponente hizo mal uso de ella para la destrucción de las hipóstasis, y en otras ocasiones lo admite en su Apología a su homónimo. Además de esto, profirió palabras muy indecorosas sobre el Espíritu, separándolo de la deidad, objeto de adoración, y asignándole un rango inferior al de la naturaleza creada y subordinada. Tal es el carácter del hombre.
III
Si debo dar mi propia opinión, es la siguiente. La frase "como en esencia", si se lee con el añadido sin ninguna diferencia, la acepto como portadora del mismo sentido que el homoousion, de acuerdo con el significado sólido de este. Con esta mentalidad, los padres de Nicea hablaron del Unigénito como luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, y así sucesivamente, y luego añadieron consecuentemente el homoousion. Es imposible que alguien contemple la idea de la variabilidad de la luz en relación con la luz, de la verdad en relación con la verdad, ni de la esencia del Unigénito en relación con la del Padre. Si la frase se acepta en este sentido, no tengo objeción, mas si alguien elimina la calificación sin ninguna diferencia del término (como se hizo en Constantinopla), entonces considero la frase con sospecha, como despectiva de la dignidad del Unigénito. Con frecuencia solemos considerar la idea de semejanza en el caso de semejanzas imprecisas, que distan mucho de los originales. Yo mismo estoy a favor de la homoousion, por ser menos susceptible a interpretaciones erróneas. Pero, mi querido señor, ¿por qué no me visita para que podamos hablar de estos importantes temas cara a cara, en lugar de confiarlos a cartas insulsas, sobre todo cuando he decidido no publicar mis opiniones? Por favor, no adopte, conmigo, las palabras de Diógenes a Alejandro: "Hay tanta distancia entre usted y yo como entre yo y usted". Mi mala salud me obliga casi a permanecer, como las plantas, en un mismo lugar; además, considero a la vida desconocida como uno de los bienes más importantes. Me han dicho que usted goza de buena salud; se ha hecho ciudadano del mundo, y podría considerar al venir a verme como si volviera a casa. Es justo que usted, hombre de acción, tenga multitudes y ciudades donde mostrar sus buenas obras. Para mí, la tranquilidad es la mejor ayuda para la contemplación y el ejercicio mental que me aferra a Dios. Cultivo esta tranquilidad en abundancia en mi retiro, con la ayuda de Dios, quien la da. Sin embargo, si no puedes sino cortejar a los grandes y despreciarme a mí, que me siento humilde, entonces escribe y así mi vida será más feliz.
CARTA 10
A una viuda de Cesarea
El arte de atrapar palomas es el siguiente. Cuando los hombres que se dedican a este oficio han capturado una, la domestican y la hacen comer con ellos. Luego le untan las alas con aceite dulce y la sueltan para que se una al resto afuera. Entonces, el aroma de ese aceite dulce hace que la bandada libre sea propiedad del dueño del ave domesticada, pues todas las demás son atraídas por la fragancia y se establecen en la casa. Pero ¿por qué empiezo así mi carta? Porque he tomado a tu hijo Dionisio, antes Diomedes, y ungido las alas de su alma con la dulce plenitud de Dios, y te lo he enviado para que puedas emprender el vuelo con él y llegar al nido que ha construido bajo mi techo. Si vivo para ver esto, y tú, mi honorable amigo, trasladado a nuestra noble vida, necesitaré que muchas personas dignas de Dios le rindan todo el honor que le corresponde.
CARTA 11
A unos amigos de Cesarea
Después de haber pasado el día sagrado con nuestros hijos, y de haber celebrado una fiesta verdaderamente perfecta en honor del Señor por su inmenso amor a Dios, los envié con buena salud a su excelencia, con una oración a nuestro Dios amoroso para que les conceda un ángel de paz que los ayude y los acompañe, y que les conceda encontrarla con buena salud y tranquilidad, para que, dondequiera que esté su suerte, hasta el fin de mis días, cuando tenga noticias suyas, me alegre de pensar que sirve y da gracias al Señor. Si Dios le concede liberarse pronto de estas preocupaciones, le ruego que nada le impida venir a mi casa. Creo que no encontrará a nadie que la ame tanto como usted ni que valore más su amistad. Mientras el Santo disponga esta separación, no pierda la oportunidad de consolarme con una carta.
CARTA 12
Al filósofo Olimpo
Antes me escribías unas pocas palabras, y ahora ni siquiera unas pocas. Tu brevedad pronto se convertirá en silencio. Vuelve a tus andadas y no me dejes tener que regañarte por tu lacónica conducta. Pero me alegraría incluso recibir una cartita como muestra de tu gran amor. Tan sólo escríbeme.
CARTA 13
Al filósofo Olimpo
Así como todas las frutas de la temporada llegan a nosotros en su momento adecuado, las flores en primavera, los cereales en verano y las manzanas en otoño, así también la fruta para el invierno es la palabra.
CARTA 14
Al obispo Gregorio de Nacianzo
Mi hermano Gregorio me escribe diciendo que lleva mucho tiempo deseando estar conmigo y añade que tú piensas igual; sin embargo, no podía esperar, en parte por mi incredulidad, considerando que he sufrido tantas decepciones, y en parte porque me veo arrastrado por los negocios. Debo partir de inmediato hacia el Ponto, donde quizás, si Dios quiere, pueda poner fin a mi vagabundeo. Tras renunciar, con dificultad, a las vanas esperanzas que una vez tuve sobre ti, o mejor dicho, a los sueños (pues bien se dice que las esperanzas son sueños despiertos), partí hacia el Ponto en busca de un lugar donde vivir. Allí, Dios me ha abierto un lugar que se ajusta perfectamente a mi gusto, de modo que veo ante mis ojos lo que a menudo he imaginado en vano. Hay una alta montaña cubierta de espesos bosques, regada hacia el norte por arroyos frescos y transparentes. Abajo se extiende una llanura, enriquecida por las aguas que siempre fluyen de ella. Está rodeada por una espontánea profusión de árboles, casi tan frondosos que podrían formar una cerca; tanto que incluso supera la Isla de Calipso, que Homero parece haber considerado el lugar más hermoso de la tierra. De hecho, es como una isla, rodeada por todos lados; pues profundas oquedades la separan de dos de sus lados; el río, que recientemente se ha precipitado por un precipicio, corre a lo largo de todo el frente y es intransitable como una muralla; mientras que la montaña, que se extiende por detrás y se encuentra con las oquedades en forma de medialuna, obstruye el camino desde sus raíces. Sólo hay un paso, y yo soy dueño de él. Detrás de mi morada hay otra garganta, que se eleva hasta una cornisa en lo alto, de modo que domina la extensión de las llanuras y el arroyo que la bordea, que no es menos hermoso, para mi gusto, que el Estrimón visto desde Anfípolis. Pues mientras que este último fluye lentamente, y crece hasta convertirse casi en un lago, y está demasiado tranquilo para ser un río, el primero es el arroyo más rápido que conozco. Y algo turbio, también, debido a las rocas justo encima. Al caer, y formando un remanso profundo, forma un paisaje sumamente agradable para mí o para cualquier otra persona; y es un recurso inagotable para la gente del campo, gracias a los innumerables peces que albergan sus profundidades. ¿Qué necesidad hay de hablar de las exhalaciones de la tierra, o de las brisas del río? Otro podría admirar la multitud de flores y el canto de los pájaros; pero yo no tengo tiempo para tales pensamientos. Sin embargo, el mayor elogio del lugar es que, al estar dispuesto a producir todo tipo de productos, nutre lo que para mí es el producto más dulce de todos: la tranquilidad; de hecho, no solo está libre del bullicio de la ciudad, sino que incluso es poco frecuentado por viajeros, salvo por algún cazador ocasional. Abunda en caza, entre otras cosas, pero no, me alegra decirlo, en osos o lobos, como los que usted tiene, sino en ciervos, cabras montesas, liebres y animales similares. ¿No te sorprende el estúpido error que estuve a punto de cometer cuando ansiaba cambiar este lugar por tu Tiberina, el mismísimo abismo de toda la tierra? Perdóneme, pues, si ahora me empeño en ello, pues supongo que ni siquiera el propio Alcmeón podría soportar seguir vagando después de encontrar las Equinades.
CARTA 15
Al tesorero Arcadio de Constantinopla
Los ciudadanos de mi metrópoli me han concedido un favor mayor del que han recibido al darme la oportunidad de escribir a su excelencia. La amabilidad que les ha merecido recibir esta carta les fue garantizada incluso antes de que les escribiera, debido a su habitual e innata cortesía hacia todos. Pero he considerado una gran ventaja tener la oportunidad de dirigirme a su excelencia, rogando a Dios santo que pueda seguir regocijándome y compartiendo el placer de los destinatarios de su generosidad, mientras usted le complace cada vez más y mientras el esplendor de su alta posición continúa aumentando. Ruego que, a su debido tiempo, pueda recibir con alegría de nuevo a quienes le entregan esta carta y los envíe alabando, como muchos lo hacen, su consideración hacia ellos, y confío en que mi recomendación les será útil para acercarse a su excelencia.
CARTA 16
Al hereje Eunomio de Cízico
Quien sostiene que es posible llegar al descubrimiento de cosas realmente existentes, sin duda, mediante algún método ordenado, ha avanzado su inteligencia mediante el conocimiento de cosas realmente existentes. Es después de entrenarse primero en la aprehensión de objetos pequeños y fácilmente comprensibles, que aplica su facultad aprehensiva a lo que está más allá de toda inteligencia. Se jacta de haber llegado realmente a la comprensión de las existencias reales; que nos explique entonces la naturaleza del más pequeño de los seres visibles; que nos lo cuente todo sobre la hormiga. ¿Depende su vida de la respiración? ¿Tiene esqueleto? ¿Está su cuerpo conectado por tendones y ligamentos? ¿Están sus tendones rodeados de músculos y glándulas? ¿Su médula va con las vértebras dorsales desde la frente hasta la cola? ¿Impulsa sus miembros móviles mediante la membrana nerviosa que la envuelve? ¿Tiene hígado, con una vesícula biliar cerca del hígado? ¿Tiene riñones, corazón, arterias, venas, membranas, cartílagos? ¿Es peluda o lampiña? ¿Tiene pezuña entera o tiene patas divididas? ¿Cuánto tiempo vive? ¿Cuál es su modo de reproducción? ¿Cuál es su período de gestación? ¿Cómo es que no todas las hormigas caminan ni vuelan, sino que algunas pertenecen a los seres rastreros y otras viajan por el aire? Quien se gloría de conocer lo realmente existente debería, mientras tanto, explicarnos la naturaleza de la hormiga. Que nos dé, a continuación, una explicación fisiológica similar del poder que trasciende toda inteligencia humana. Pero si tu conocimiento aún no ha podido comprender la naturaleza de la insignificante hormiga, ¿cómo puedes jactarte de ser capaz de concebir el poder del Dios incomprensible?
CARTA 17
A su discípulo Orígenes
Es un placer escucharte y leerte, y tus escritos me causan un gran placer. Todo gracias a nuestro buen Dios, que no ha permitido que la verdad sufra como consecuencia de su traición por parte de los grandes poderes del estado, sino que, gracias a ti, ha hecho que la defensa de la doctrina de la verdadera religión sea plena y satisfactoria. Como la cicuta, el acónito y otras hierbas venenosas, tras florecer brevemente, se marchitan rápidamente. Pero la recompensa que el Señor te dará en recompensa por todo lo que has dicho en defensa de su nombre florece para siempre. Por lo tanto, ruego a Dios que te conceda plena felicidad en tu hogar y que su bendición descienda a tus hijos. Me encantó ver y abrazar a esos nobles muchachos, expresar imágenes de tu excelente bondad, y mis oraciones por ellos piden todo lo que su padre puede pedir.
CARTA 18
A sus discípulos Macario y Juan
Las labores del campo no son novedad para quienes labran la tierra; los marineros no se sorprenden si se encuentran con una tormenta en el mar; el sudor en el calor del verano es la experiencia común del asalariado; y para quienes han elegido vivir una vida santa, las aflicciones de este mundo no pueden sobrevenir de improviso. Todos ellos tienen el trabajo conocido y propio de su vocación, no elegido por sí mismo, sino para disfrutar de los bienes que anhelan. Lo que en cada uno de estos casos actúa como consuelo en la tribulación es aquello que realmente forma el vínculo de toda vida humana: la esperanza. Ahora bien, entre quienes trabajan por los frutos de la tierra, o por cosas terrenales, algunos disfrutan solo en la imaginación de lo que esperaban, y quedan completamente defraudados. En el caso de otros, cuando el resultado ha respondido a sus expectativas, pronto se necesita otra esperanza, tan rápidamente ha huido y se ha desvanecido la primera. Sólo en quienes trabajan por la santidad y la verdad, las esperanzas no se ven destruidas por ningún engaño. Ningún problema puede destruir sus labores, pues el Reino de los Cielos que les espera es firme y seguro. Mientras la palabra de verdad esté de nuestra parte, no os angustiéis en absoluto por la calumnia de una mentira, y que ninguna amenaza imperial os asuste. No os aflijas por las risas y burlas de vuestros allegados, ni por la condenación de quienes fingen preocuparse por vosotros y, como cebo más atractivo para engañarte, presentan la pretensión de dar buenos consejos. Contra todos ellos, que luche la sana razón, invocando el apoyo y socorro de nuestro Señor Jesucristo, el maestro de la verdadera religión, para quien "sufrir es dulce y morir es ganancia" (Flp 1,21).
CARTA 19
Al obispo Gregorio de Nacianzo
Recibí una carta tuya anteayer. Se nota que es tuya no tanto por la letra como por su peculiar estilo. En pocas palabras se expresa mucho significado. No respondí en el momento, porque estaba fuera de casa, y el cartero, tras entregar el paquete a uno de mis amigos, se marchó. Ahora, sin embargo, puedo dirigirme a ti por medio de Pedro, y al mismo tiempo devolverte el saludo y darte la oportunidad de escribir otra carta. Ciertamente, no hay problema en escribir un despacho lacónico como los que me llegan de ti.
CARTA 20
Al filósofo Leoncio el Sofista
Yo tampoco te escribo a menudo, pero no menos que tú a mí, aunque muchos han viajado hasta aquí desde tu parte del mundo. Si me hubieras enviado una carta por cada una, una tras otra, nada habría impedido que pareciera estar realmente en tu compañía y disfrutarlo como si estuviéramos juntos, tan ininterrumpido ha sido el flujo de llegadas. Pero ¿por qué no escribes? Escribir no es problema para un sofista. Es más, si tienes la mano cansada, ni siquiera necesitas escribir; otro lo hará por ti. Sólo se necesita tu lengua. Y aunque no me hable, seguramente puede hablar con alguno de tus compañeros. Si no estás contigo, hablará sola. Ciertamente, la lengua de un sofista y de un ateniense es tan improbable que se calle como los ruiseñores cuando la primavera los despierta. En mi caso, la cantidad de asuntos en los que estoy ocupado ahora quizás pueda justificar mi falta de cartas. Quizás el hecho de que mi estilo se haya visto afectado, por la constante familiaridad con el lenguaje común, me haga dudar un poco al dirigirme a sofistas como tú, quienes seguramente se molestarán y serán despiadados, a menos que escuches algo digno de tu sabiduría. Tú, en cambio, deberías aprovechar cualquier oportunidad para hacerte oír, pues eres el mejor orador de todos los helenos que conozco. Creo conocer al más renombrado entre vosotros; así que no hay excusa para tu silencio. Pero basta de este punto. Te he enviado mis escritos contra Eunomio. Si deben considerarse un juego de niños o algo más serio, te dejo a tu juicio. En lo que a ti respecta, no creo que ya los necesites, y espero que no sean un arma inútil contra cualquier hombre perverso con el que te encuentres. No digo esto tanto porque confíe en la fuerza de mi tratado, sino porque sé bien que eres un hombre capaz de hacer que un poco rinda mucho. Si algo te parece más débil de lo que debería ser, no dudes en mostrarme el error. La principal diferencia entre un amigo y un adulador es esta: que el adulador habla para agradar, y el amigo no omite ni siquiera lo desagradable.
CARTA 21
Al filósofo Leoncio el Sofista
El excelente Juliano parece sacar provecho de la situación general para sus asuntos privados. Hoy en día, todo está lleno de impuestos exigidos y cobrados, y él también es vehementemente amonestado y acusado. Sólo que no se trata de atrasos en el pago de tasas e impuestos, sino de cartas. Pero cómo llega a ser moroso, lo ignoro. Siempre ha pagado una carta y recibido otra, como esta. Pero quizá usted prefiera el famoso "cuatro veces más". Pues ni siquiera los pitagóricos apreciaban tanto su Tetracto como estos modernos recaudadores de impuestos su "cuatro veces más". Sin embargo, quizás lo más justo hubiera sido justo lo contrario: que un sofista como usted, tan bien dotado de palabras, se comprometiera conmigo por "cuatro veces más". No piense que escribo todo esto por mal humor, pues me alegra mucho recibir incluso una reprimenda suya. Se dice que los buenos y bellos lo hacen todo con la adición de bondad y belleza. Incluso la pena y la ira en ellos son favorecedoras. En cualquier caso, cualquiera preferiría ver a su amigo enfadado con él a que alguien más lo adulara. ¡No dejes, pues, de presentar acusaciones como la última! La sola acusación significará una carta, y nada puede ser más preciado ni delicioso para mí.
CARTA 22
A los monjes de Capadocia
I
La Escritura inspirada establece muchas cosas que son vinculantes para todos los que anhelan agradar a Dios. Pero, por ahora, solo he considerado necesario hablar a modo de breve recordatorio sobre las preguntas que recientemente han surgido entre ustedes, según lo que he aprendido del estudio de la Escritura inspirada. De esta manera, dejaré evidencia detallada, fácil de comprender, para información de los estudiantes diligentes, quienes a su vez podrán informar a otros. El cristiano debe tener una mentalidad que se ajuste a su llamado celestial, y su vida y conducta deben ser dignas del evangelio de Cristo. El cristiano no debe tener una mente indecisa, ni ser apartado por nada del recuerdo de Dios y de sus propósitos y juicios. El cristiano debe en todo superar la justicia que existe bajo la ley, y no jurar ni mentir. No debe hablar mal (Tt 3,2), hacer violencia (1Tm 2,13), pelear (2Tm 2,24), vengarse (Rm 12,19), devolver mal por mal (Rm 12,17) o enojarse (Mt 5,22). El cristiano debe ser paciente (St 5,8), lo que sea que tenga que sufrir, y convencer al malhechor a tiempo (Tt 2,15), no con el deseo de su propia vindicación, sino de la reforma de su hermano (Mt 15,18), conforme al mandamiento del Señor. El cristiano no debe decir nada a espaldas de su hermano con el objeto de calumniarlo, porque esto es calumnia, incluso si lo que se dice es verdad. Debe alejarse del hermano que habla mal contra él, no debe participar en bromas (Ef 5,4), no debe reír ni siquiera soportar a los que hacen reír. No debe hablar ociosamente, diciendo cosas que no son de utilidad para los oyentes ni para la costumbre que es necesaria y nos permite Dios (Ef 5,4), para que los obreros, en la medida de lo posible, trabajen en silencio, y que se les sugieran buenas palabras por parte de quienes están encargados de dispensar cuidadosamente la palabra para la edificación de la fe, para que el Espíritu Santo de Dios no esté afligido. Cualquiera que entre no debe ser capaz, por su propia voluntad, de abordar o hablar con ninguno de los hermanos, antes de que aquellos a quienes se les ha encomendado la responsabilidad de la disciplina general lo hayan aprobado como agradable a Dios, con vistas al bien común. El cristiano no debe ser esclavizado por el vino (1Pe 4,3) ni estar ansioso por la carne (Rm 14,21), y como regla general no debe ser un amante del placer en comer o beber (2Tm 3,4), porque todo hombre que se esfuerza por el dominio es temperante en todas las cosas (1Cor 9,25). El cristiano debe considerar todas las cosas que se le dan para su uso, no como suyas para mantenerlas como suyas o para acumular; y prestando especial atención a todas las cosas como del Señor, no pasar por alto ninguna de las cosas que se están dejando de lado y descuidando (si este fuera el caso). Ningún cristiano debe pensarse a sí mismo como su propio señor, sino que cada uno debe pensar y actuar como si hubiera sido dado por Dios para ser esclavo de sus hermanos que piensan como él, pero cada uno en su propio orden.
II
El cristiano nunca debe murmurar ni por la escasez de lo necesario ni por el trabajo, pues la responsabilidad en estos asuntos recae en quienes tienen autoridad. Nunca debe haber clamor, ni comportamiento ni agitación que exprese ira, ni que desvíe la mente de la plena seguridad de la presencia de Dios. La voz debe ser modulada; nadie debe responder a otro, ni hacer nada, con rudeza o desprecio, sino que en todas las cosas se debe mostrar moderación y respeto a todos. No se deben permitir miradas maliciosas, ni ningún comportamiento o gesto que aflija a un hermano y muestre desprecio (Rm 14,10). Se debe evitar cualquier exhibición de capa o zapatos; es ostentación ociosa. Las cosas baratas deben usarse para la necesidad corporal; y nada debe gastarse más allá de lo necesario, o por mera extravagancia, pues esto es un mal uso de nuestra propiedad. El cristiano no debe buscar el honor ni reclamar precedencia (Mc 9,37). Cada uno debe poner a todos los demás antes que a sí mismo (Flp 2,3). El cristiano no debe ser ingobernable (Tt 1,10). El que es capaz de trabajar no debe comer el pan de la ociosidad (2Ts 3,10), pero incluso el que está ocupado en obras bien hechas para la gloria de Cristo debe esforzarse en el desempeño activo de dicho trabajo como puede hacer (1Ts 4,11). Todo cristiano, con la aprobación de sus superiores, debe hacer todo con razón y seguridad, incluso hasta el comer y beber, como hecho para la gloria de Dios (1Cor 10,31). El cristiano no debe cambiar de un trabajo a otro sin la aprobación de los que están designados para la disposición de tales asuntos; a menos que alguna necesidad inevitable llame repentinamente a alguien al alivio de los desamparados. Cada uno debe permanecer en su puesto designado, no ir más allá de sus propios límites e inmiscuirse en lo que no se le ha ordenado, a menos que las autoridades responsables juzguen que alguien necesita ayuda. Nadie debe ser encontrado yendo de un taller a otro. Nada debe hacerse en rivalidad, o en conflicto con nadie.
III
El cristiano no debe envidiar la reputación de otro, ni regocijarse por las faltas de ningún hombre (1Cor 13,6), sino que debe en el amor de Cristo dolerse y afligirse por las faltas de su hermano, y regocijarse por las buenas obras de su hermano (1Cor 12,26). No debe ser indiferente o silencioso ante los pecadores (1Tm 5,20). El que muestra a otro que está equivocado debe hacerlo con toda ternura (2Tm 4,2) en el temor de Dios, y con el objeto de convertir al pecador (2Tm 4,2). El que es probado equivocado o reprendido debe tomarlo voluntariamente, reconociendo su propia ganancia en ser corregido. Cuando alguien está siendo acusado, no es correcto que otro, antes que él o cualquier otra persona, contradiga al acusador; pero si en algún momento la acusación parece infundada a alguien, debe entrar en discusión privada con el acusador, y producir o adquirir convicción. Cada uno debe, en la medida de lo posible, conciliar a quien tiene motivos de queja en su contra. Nadie debe albergar rencor contra el pecador que se arrepiente, sino perdonarlo de corazón (2Cor 2,7). El que dice que se ha arrepentido de un pecado no solo debe ser compungido con compunción por su pecado, sino también producir frutos dignos de arrepentimiento (Lc 3,8). El que ha sido corregido en sus primeras faltas y recibido perdón, si vuelve a pecar, se prepara un juicio de ira peor que el anterior (Hb 10,26-27). Quien, después de la primera y la segunda amonestación (Tt 3,10), persiste en su falta, debe ser llevado ante la autoridad, por si acaso, tras ser reprendido por más, se avergüenza. Si aun así no logra ser corregido, debe ser separado del resto como alguien que ofende, y considerado pagano y publicano (Mt 18,17), para la seguridad de los obedientes, según el dicho que dice: "Cuando los impíos caen, los justos tiemblan". Debe ser afligido como un miembro amputado. El sol no debe ponerse sobre la ira de un hermano (Ef 4,26), no sea que la noche se interponga entre hermano y hermano y haga que la acusación se mantenga en pie en el día del juicio. Un cristiano no debe esperar una oportunidad para su propia enmienda, porque no hay certeza sobre el mañana; pues muchos después de muchos planes no han llegado al mañana. No debe dejarse engañar por comer en exceso, de donde vienen los sueños en la noche. No debe distraerse con el trabajo inmoderado, ni sobrepasar los límites de la suficiencia, como dice el apóstol, Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con eso (1Tm 6,8), pues la abundancia innecesaria da apariencia de codicia, y la codicia es condenada como idolatría (Col 3,5). Un cristiano no debe ser amante del dinero, ni acumular tesoros para fines inútiles. El que se acerca a Dios debe abrazar la pobreza en las cosas, y estar remachado en el temor de Dios, según las palabras "remacho mi carne en tu temor, porque temo tus juicios". Que el Señor os conceda que recibáis lo que he dicho con plena convicción, y que mostréis frutos dignos del Espíritu, para gloria de Dios, por su beneplácito y la cooperación de nuestro Señor Jesucristo.
CARTA 23
A los monjes de Capadocia
Un hombre de vosotros, al condenar la vanidad de esta vida y percibir que sus alegrías terminan aquí (pues sólo proporcionan material para el fuego eterno, y luego se desvanecen rápidamente), ha acudido a mí con el deseo de separarse de esta vida perversa y miserable, de abandonar los placeres de la carne y de recorrer hacia el futuro un camino que conduce a las mansiones del Señor. Si es sinceramente firme en su propósito verdaderamente bendito, y tiene en su alma la gloriosa y loable pasión de amar al Señor su Dios con todo su corazón, con todas sus fuerzas y con toda su mente, es necesario que vosotros le mostréis las dificultades y angustias del camino estrecho y angosto, y le afiancéis la esperanza de los bienes que aún no se ven, pero que están guardados en promesas para todos los que son dignos del Señor. Por lo tanto, os escribo para implorar vuestra incomparable perfección en Cristo, si es posible moldear su carácter y lograr su renuncia según lo que agrada a Dios, y asegurarme yo de que reciba instrucción elemental conforme a lo decidido por los santos padres y puesto por escrito. Procurad también que tenga ante sí todo lo esencial para la disciplina ascética, y que así sea introducido a la vida, tras haber aceptado por propia voluntad los trabajos realizados por amor a la religión, haberse sometido al yugo suave del Señor y haber adoptado una conducta a imitación de Aquel que "por nosotros se hizo pobre" (2Cor 8,9) y tomó cuerpo, y pueda correr sin falta hacia el premio de su alta vocación y recibir la aprobación del Señor. Él anhela recibir aquí la corona del amor de Dios, pero lo he postergado porque deseo, en unión con vosotros, ungirlo para tales luchas y nombrar a uno de vosotros a quien él elija para que sea su entrenador, formándolo con nobleza y convirtiéndolo, mediante su constante y bendito cuidado, en un luchador probado, que hiere y derriba al príncipe de las tinieblas de este mundo y a los poderes espirituales de la iniquidad, con quienes, como dice el bendito apóstol, luchamos (Ef 6,12). Lo que deseo es hacerlo todo en unión con vosotros, y que vuestro amor en Cristo lo haga sin mí.
CARTA 24
Al padre de Atanasio de Ancira
Estoy plenamente convencido de que una de las cosas más difíciles de lograr, si no imposible, es superar la calumnia, y supongo que también lo está su excelencia. Sin embargo, no ceder con la propia conducta, ni a los críticos inquisitivos de la sociedad ni a los malhechores que acechan para pillarnos en una trampa, no solo es posible, sino que es la característica especial de quienes organizan sus vidas con sabiduría y según las reglas de la verdadera religión. Y no me consideren tan ingenuo y crédulo como para aceptar comentarios despectivos de nadie sin la debida investigación. Tengo presente la advertencia del Espíritu, y por esto ten por cierto que no recibirás un informe falso. Pero ustedes, hombres eruditos, dicen que lo visible es significativo de lo invisible. Por lo tanto, ruego que no lo tomen a mal si parece que estoy hablando como si estuviera dando una lección; porque Dios ha escogido las cosas débiles y despreciadas del mundo (1Cor 1,27-28), y a menudo por medio de ellas trae la salvación de los que están siendo salvados); lo que digo e insto es esto; que por palabra y obra actuemos con escrupulosa atención a la propiedad y, de acuerdo con el precepto apostólico, no demos ofensa en nada (2Cor 6,3). La vida de alguien que se ha esforzado mucho en la adquisición de conocimiento, que ha gobernado ciudades y estados, y que es celoso del alto carácter de sus antepasados, debe ser un ejemplo de alto carácter en sí mismo. No deberías exhibir ahora tu disposición hacia tus hijos solo de palabra, como lo has exhibido durante mucho tiempo desde que te convertiste en padre; no deberías mostrar solo ese afecto natural que muestran las bestias, como tú mismo has dicho, y como lo demuestra la experiencia. Debes hacer que tu amor vaya más allá, y que sea un amor tanto más personal y voluntario cuanto más veas a tus hijos dignos de las oraciones de un padre. En este punto no necesito que me convenzan. La evidencia de los hechos es suficiente. Sin embargo, una cosa, diré por el bien de la verdad, que no es nuestro hermano Timoteo, el co-episcopo, quien me ha traído la noticia de lo que se dice en el extranjero. Porque ni de palabra ni por carta ha transmitido nunca nada en forma de calumnia, ya sea pequeña o grande. Que haya oído algo no lo niego, pero no es Timoteo quien te acusa. Sin embargo, aunque oiga lo que haga, al menos seguiré el ejemplo de Alejandro y mantendré un oído atento para el acusado.
CARTA 25
Al obispo Atanasio de Ancira
I
He recibido noticias de quienes me llegan desde Ancira, y son muchos y más de los que puedo contar, pero todos coinciden en que tú, un hombre muy querido para mí (¿cómo puedo hablar sin ofender?), no me mencionas en términos muy agradables, ni siquiera en los que tu carácter me haría esperar. Sin embargo, hace tiempo que aprendí la debilidad de la naturaleza humana y su facilidad para cambiar de un extremo a otro; así que, ten por seguro, nada relacionado con ella puede sorprenderme, ni ningún cambio se produce de forma inesperada. Por lo tanto, no me preocupo demasiado por que mi suerte haya empeorado y que los reproches e insultos hayan surgido en lugar del respeto anterior. No obstante, hay algo que realmente me parece asombroso y monstruoso, y es que seas tú quien piensa así sobre mí, y llegas al extremo de sentir ira e indignación contra mí, y (si hay que creer lo que dicen tus oyentes) has llegado al extremo de proferir amenazas. Ante estas amenazas, no lo negaré, me he reído de verdad. En realidad, habría sido sólo un niño para asustarme ante tales pesadillas. Pero sí me parece alarmante y angustioso que tú, quien, como he confiado, se conserva para el consuelo de las iglesias, un sostén de la verdad donde muchos se desvían, y una semilla del antiguo y verdadero amor, hayas llegado a un punto en que te dejas influenciar más por la calumnia del primer hombre con el que te encuentras que por tu largo conocimiento de mí, y sin ninguna prueba te hayas dejado seducir a sospechar absurdos.
II
Como dije, por ahora pospongo el caso. ¿Habría sido demasiado difícil, mi querido señor, discutir en una carta breve, como entre amigos, los puntos que desea plantear? O si se oponía a confiar tales asuntos por escrito, ¿por qué no conseguir que me presentara? Pero si no pudo evitar hablar, y su ira incontrolable no le permitía demoras, al menos podría haber contratado a alguien de su entorno, naturalmente apto para tratar asuntos confidenciales, como medio de comunicación conmigo. Pero ahora, de todos los que por una u otra razón se acercan a usted, ¿a quién no le han dicho que soy un escritor y compositor de ciertas cosas? Pues esta es la palabra que, según quienes lo citan textualmente, ha usado. Cuanto más pienso en el asunto, más desesperanzado se vuelve mi enigma. Esta idea me ha asaltado. ¿Acaso algún hereje ha ofendido tu ortodoxia y te ha llevado a pronunciar esa palabra al poner mi nombre con malicia en sus escritos? Porque tú, un hombre que ha sostenido grandes y famosas contiendas en nombre de la verdad, jamás habrías soportado infligir semejante ultraje a lo que es bien sabido que escribí contra quienes se atreven a decir que Dios Hijo es, en esencia, distinto de Dios Padre, o que blasfeman al Espíritu Santo como creado y hecho. Podrías aliviarme de mi dificultad si me dijeras con claridad qué es lo que te ha llevado a ofenderte de esta manera conmigo.
CARTA 26
Al médico Cesáreo de Nacianzo
Gracias a Dios por manifestar su maravilloso poder en tu persona y por preservarte, tanto para tu país como para nosotros, tus amigos, de una muerte tan terrible. Nos corresponde no ser ingratos ni indignos de tan gran bondad, sino, en la medida de nuestras posibilidades, narrar las maravillosas obras de Dios, celebrar con hechos la bondad que hemos experimentado y no solo agradecer con palabras. Debemos convertirnos en hechos lo que yo, fundando mi fe en los milagros obrados en ti, estoy convencido de que ya eres. Te exhortamos aún más a servir a Dios, incrementando cada vez más tu temor y avanzando hacia la perfección, para que seamos sabios administradores de nuestra vida, para la cual la bondad de Dios nos ha reservado. Porque si es un mandato para todos nosotros entregarnos a Dios como vivos de entre los muertos (Rm 7,13), ¿cuánto más fuertemente no se les ordena esto a quienes han sido levantados de las puertas de la muerte? Y creo que esto se lograría mejor si deseáramos mantener siempre la misma mentalidad con la que nos encontrábamos en el momento de nuestros peligros. Pues, según creo, la vanidad de nuestra vida se nos presentó, y comprendimos que todo lo que pertenece al hombre, expuesto como está a vicisitudes, no tiene nada de seguro ni de firme. Sentimos, como era probable, arrepentimiento por el pasado; y prometimos para el futuro, si nos salvábamos, servir a Dios y cuidarnos cuidadosamente. Si el inminente peligro de muerte me dio algún motivo de reflexión, creo que usted debió de sentirse movido por los mismos pensamientos, o casi los mismos. Por lo tanto, estamos obligados a saldar una deuda ineludible, a la vez alegres por el buen regalo de Dios y, al mismo tiempo, ansiosos por el futuro. Me he atrevido a hacerle estas sugerencias. Le corresponde recibir lo que digo con amabilidad, como solía hacerlo cuando hablábamos cara a cara.
CARTA 27
Al obispo Eusebio de Samosata
Cuando, por la gracia de Dios y la ayuda de sus oraciones, parecía que me recuperaba un poco de mi enfermedad y había recuperado las fuerzas, llegó el invierno, que me mantuvo prisionero en casa y me obligó a quedarme donde estaba. Es cierto que su severidad fue mucho menor de lo habitual, pero fue suficiente para impedirme no sólo viajar mientras duró, sino incluso aventurarme a asomar la cabeza. Pero para mí no es poca cosa que se me permita, aunque solo sea por carta, comunicarme con su reverencia y quedarme tranquilo esperando su respuesta. Sin embargo, si la estación lo permite, y si me permiten vivir más tiempo, y si la escasez no me impide emprender el viaje, quizás, con la ayuda de sus oraciones, pueda cumplir mi ferviente deseo, encontrarle junto a su hogar y, con abundante tiempo libre, saciarme de sus vastos tesoros de sabiduría.
CARTA 28
A la Iglesia de Neocesarea
I
Lo que le ha sucedido me ha impulsado profundamente a visitarles, con el doble propósito de unirme a ustedes, que son muy queridos para mí, para rendir homenaje a los difuntos, y de estar más estrechamente asociado con su dolor al ver su dolor con mis propios ojos, y así poder asesorarlo sobre lo que debe hacerse. Pero muchas causas me impiden acercarme a ustedes en persona, y me queda comunicarme con ustedes por escrito. Las admirables cualidades del difunto, por las que estimamos principalmente la magnitud de nuestra pérdida, son demasiadas para enumerarlas en una carta. Además, no es momento de hablar de la multitud de las buenas obras, cuando nuestros espíritus están tan postrados por el dolor. Pues de todo lo que hizo, ¿qué podemos olvidar jamás? ¿Qué podríamos considerar digno de silencio? Contarlo todo de una vez sería imposible, y contar sólo una parte implicaría deslealtad a la verdad. Ha fallecido un hombre que superó a todos sus contemporáneos en todo lo bueno al alcance del hombre. Ha fallecido un pilar de su patria, un ornamento de las iglesias, un pilar y sostén de la verdad, un apoyo de la fe de Cristo, un protector de sus amigos, un acérrimo enemigo de sus oponentes, un guardián de los principios de sus padres, un enemigo de la innovación. Y todo ello exhibiendo en sí mismo el estilo antiguo de la Iglesia, y haciendo que el estado de la Iglesia que le fue sometido se ajustara a la antigua constitución, como a un modelo sagrado, de modo que todos los que vivieron con él parecían vivir en la sociedad de quienes brillaban como luces en el mundo hace 200 años o más. Así que su obispo no presentó nada propio, ninguna invención novedosa; pero, como dice la bendición de Moisés, supo cómo sacar a la luz de lo secreto y bueno de su corazón, lo antiguo, y lo antiguo gracias a lo nuevo (Lv 26,10). Así sucedió que en las reuniones de sus compañeros obispos no se le clasificaba según su edad, sino que, debido a su avanzada sabiduría, se le concedía unánimemente precedencia sobre todos los demás. Y nadie que considere tu condición necesita ir muy lejos para buscar las ventajas de tal formación. Que yo sepa, sólo tú, o al menos tú y muy pocos más, en medio de tal tormenta y torbellino de asuntos, pudisteis, bajo su buena guía, vivir vuestras vidas sin ser sacudidos por las olas. Nunca fuisteis alcanzados por las ráfagas de los herejes, que traen naufragio y ahogamiento a las almas inestables; y ruego que podáis vivir para siempre fuera de su alcance. El Señor que gobierna sobre todo, y que concedió una larga tranquilidad a Gregorio, su siervo, el primer fundador de vuestra Iglesia, os bendiga. No perdáis esa tranquilidad ahora, ni dejéis que, con lamentaciones extravagantes y entregándoos por completo al dolor, pongáis la oportunidad de actuar en manos de quienes traman vuestra ruina. Sobre si debéis lamentaros, esto no lo permito, para que no seáis en este aspecto como los que no tienen esperanza (1Ts 4,13). Si así os parece, como un coro de niños, elegid a vuestro líder y elevad con él un cántico de lágrimas.
II
Si aquel a quien lloran no hubiera llegado a una edad avanzada, ciertamente, en cuanto al gobierno de su iglesia, no se le hubiera permitido un límite de vida estrecho. Tenía tanta fuerza física como le permitía mostrar fortaleza mental en sus aflicciones. Quizás algunos de ustedes supongan que el tiempo aumenta la compasión y el afecto, y no es causa de saciedad, de modo que, cuanto más tiempo hayan experimentado un trato amable, más conscientes serán de su pérdida. Quizás piensen que de una persona justa, los buenos honran incluso la sombra. ¡Ojalá muchos de ustedes sintieran así! Lejos de mí sugerir algo parecido a la indiferencia hacia nuestro amigo. Pero sí les aconsejo que sobrelleven su dolor con valiente resistencia. Yo mismo no soy en absoluto insensible a todo lo que puedan decir quienes lloran su pérdida. Silenciosa es una lengua cuyas palabras inundaron nuestros oídos como un torrente impetuoso: una profundidad del corazón, nunca antes sondeada, ha huido, humanamente hablando, como un sueño insustancial. ¿Quién tiene una mirada tan aguda como la suya para ver el futuro? ¿Quién, con igual fijeza y fortaleza mental, capaz de precipitarse como un rayo en medio de la acción? ¡Oh, Neocesarea, presa ya de muchos problemas, nunca antes golpeada por una pérdida tan mortal! Ahora, tu flor está marchita, belleza, tu iglesia está muda, tus asambleas están llenas de rostros tristes, tu sagrado sínodo anhela a su líder, tus santas palabras esperan un expositor, tus hijos han perdido a un padre, tus mayores a un hermano, tus nobles a un primero entre ellos, tu pueblo a un campeón, tus pobres a un partidario. Todos, llamándolo por el nombre que más les viene a la mente, elevan el grito de duelo que a la propia pena de cada uno parece más apropiado y adecuado. No obstante, ¿adónde llevan mis palabras, arrastradas por mi alegría llorosa? ¿No velaremos? ¿No nos reuniremos? ¿No miraremos a nuestro Señor común, que permite que cada uno de sus santos sirva a su propia generación y lo convoca de vuelta a él en el momento señalado? Ahora, a tiempo, recuerden la voz de aquel que, al predicarles, solía decir: "Cuídense de los perros, cuídense de los malos obreros" (Flp 3,2). Hay muchos perros. ¿Por qué digo perros? Más bien, lobos rapaces, que ocultan su astucia bajo la apariencia de ovejas, están, por todo el mundo, desgarrando el rebaño de Cristo. De estos deben cuidarse, bajo la protección de algún obispo atento. A tal persona les corresponde pedirla, purificando sus almas de toda rivalidad y ambición; a tal persona les corresponde al Señor mostrarles. Ese Señor, desde la época de Gregorio, el gran campeón de su iglesia, hasta la de los bienaventurados difuntos, colocándolos uno tras otro, y de vez en cuando encajando uno con otro como una gema engastada con otra, les ha otorgado gloriosos adornos para tu iglesia. No desesperes, pues, por los que han de venir. El Señor sabe quiénes son suyos. Él puede traer a nuestro medio a quienes quizás no esperamos.
III
Quise terminar mucho antes, pero el dolor de mi corazón me lo impide. Ahora les conjuro por los padres, por la verdadera fe, por nuestro bendito amigo, que eleven sus ánimos , cada uno haciendo de lo que se está haciendo su propio asunto, cada uno considerando que será el primero en sufrir las consecuencias, sea cual sea el resultado, para que su destino no sea el que tan frecuentemente ocurre, dejando cada uno al prójimo el interés común. Entonces, mientras cada uno se desentiende de lo que sucede, todos ustedes, sin darse cuenta, se acarrean sus propias desgracias por su negligencia. Les ruego que acepten lo que digo con toda amabilidad, ya sea como una expresión de compasión vecinal, como una muestra de camaradería entre creyentes, o, lo que es más acertado, como la de alguien que obedece la ley del amor y rehúye el riesgo del silencio. Estoy convencido de que eres mi motivo de orgullo, como yo lo soy tuyo, hasta el día del Señor, y que del pastor que te sea concedido depende que me una más estrechamente a ti por el vínculo del amor o que me separe por completo de ti. Que Dios no permita que esto último suceda. Por la gracia de Dios, no será así; y lamentaría decir ahora una palabra descortés. Pero quiero que sepas que, aunque no siempre tuve a ese bendito hombre a mi lado en mis esfuerzos por la paz de las iglesias, debido, como él mismo afirmó, a ciertos prejuicios, sin embargo, en ningún momento fallé en la unidad de opinión con él, y siempre he invocado su ayuda en mis luchas contra los herejes. De esto pongo como testigos a Dios y a todos los que me conocen mejor.
CARTA 29
A la Iglesia de Ancira
Mi asombro ante la angustiosa noticia de la calamidad que os ha azotado me mantuvo en silencio durante mucho tiempo. Me sentí como un hombre cuyos oídos quedaban aturdidos por un fuerte trueno. Luego, de alguna manera, me recuperé un poco de mi enmudecimiento. Ahora he llorado, como nadie podría evitarlo, por el suceso, y, en medio de mis lamentaciones, os he enviado esta carta. No escribo tanto para consolaros (pues ¿quién podría encontrar palabras para remediar una calamidad tan grande?) como para expresaros, lo mejor que puedo por estos medios, la agonía de mi propio corazón. Necesito ahora las lamentaciones de Jeremías, o de cualquier otro santo que haya lamentado con sentimiento una gran desgracia. Ha caído un hombre que en realidad era columna y sostén de la Iglesia, o mejor dicho, él mismo nos ha sido arrebatado y ha partido a la vida bienaventurada, y existe un gran peligro de que muchos, al perder este apoyo, caigan también, y de que la debilidad de algunos salga a la luz. Una boca está sellada, rebosando de justa elocuencia y palabras de gracia para la edificación de la hermandad. Atrás quedaron los consejos de una mente que verdaderamente se movía en Dios. ¡Ah, cuántas veces me tocó sentir indignación contra él! ¿Por qué? Porque deseando por completo partir y estar con Cristo, no prefirió, por nuestro bien, permanecer en la carne. ¿A quién encomendaré en el futuro las preocupaciones de las Iglesias? ¿A quién llevaré para compartir mis problemas? ¿A quién para participar en mi alegría? ¡Oh, soledad terrible y triste! ¿En qué sentido no soy como un pelícano en el desierto? Sin embargo, los miembros de la Iglesia, unidos por su liderazgo como por una sola alma, y unidos en una estrecha unión de sentimientos y compañerismo, son preservados y lo serán siempre por el vínculo de la paz para la comunión espiritual. Dios nos concede la bendición de que todas las obras de esa bendita alma, que realizó noblemente en las iglesias de Dios, permanezcan firmes e inamovibles. Pero la lucha no es fácil, no sea que, al surgir de nuevo disputas y divisiones sobre la elección del obispo, toda su obra se vea perturbada por alguna disputa.
CARTA 30
Al obispo Eusebio de Samosata
Si tuviera que escribir extensamente todas las causas que, hasta el momento, me han mantenido en casa, con todo mi anhelo de ir a ver a su reverencia, contaría una historia interminable. No digo nada de las enfermedades que se suceden, del duro invierno y de la presión del trabajo, pues todo esto ya se le ha hecho saber. Ahora, por mis pecados, he perdido a mi madre, el único consuelo que tuve en la vida. No sonría si, a pesar de mi edad, lamento mi orfandad. Perdóneme si no soporto la separación de un alma, con la que no veo nada en el futuro que me espera. Una vez más, mis quejas han regresado, y una vez más estoy confinado en mi cama, dando vueltas en mi debilidad, y a cada hora casi esperando el fin de la vida. Las iglesias están en la misma condición que mi cuerpo, sin ninguna esperanza buena brillando sobre ellas, y su estado siempre empeora. Mientras tanto, Neocesarea y Ancira han decidido tener sucesores para los muertos, y hasta ahora están en paz. A quienes conspiran contra mí aún no se les ha permitido hacer nada que merezca su amargura e ira. No ocultamos que esto se debe a sus oraciones por las iglesias. No se cansen, pues, de orar por las iglesias y de suplicar a Dios. Les ruego que saluden a quienes tienen el privilegio de servir a su santidad.
CARTA 31
Al obispo Eusebio de Samosata
El fallecimiento aún nos acompaña, y por lo tanto me veo obligado a permanecer donde estoy, en parte por el deber de distribuir los bienes y en parte por compasión hacia los afligidos. Incluso ahora, por lo tanto, no he podido acompañar a nuestro reverendo hermano Hipatio, a quien puedo llamar hermano, no por simple lenguaje convencional, sino por parentesco, pues somos de la misma sangre. Sabes lo enfermo que está. Me aflige pensar que toda esperanza de consuelo se ha truncado para él, ya que a quienes tienen el don de la curación no se les ha permitido aplicarle los remedios habituales. Por lo tanto, implora de nuevo la ayuda de tus oraciones. Acepta mi súplica de que le brindes la protección habitual tanto por tu propio bien, pues siempre eres amable con los enfermos, como por el mío, que suplica por él. Si es posible, llama a tu lado a los muy santos hermanos para que sea tratado ante tus propios ojos. Si esto no es posible, ten la amabilidad de enviarlo con una carta y recomendarlo a amigos en el futuro.
CARTA 32
Al magister Sofronio de Constantinopla
I
Nuestro amado hermano Gregorio el obispo comparte los problemas de estos tiempos, pues él también, como todos, se angustia ante los sucesivos ultrajes y se asemeja a un hombre azotado por golpes inesperados. Pues hombres que no temen a Dios, posiblemente forzados por la magnitud de sus problemas, lo injurian alegando haberle prestado dinero a Cesáreo. No se trata, en realidad, de una pérdida grave, pues él ha aprendido desde hace tiempo a despreciar las riquezas. El asunto es, más bien, que quienes distribuyeron con tanta liberalidad todos los bienes de Cesáreo que tenían algún valor, tras haber recibido en realidad muy poco, porque sus propiedades estaban en manos de esclavos, y de hombres de igual condición que los esclavos, no dejaron mucho para los albaceas. Supusieron que esta pequeña cantidad no estaba comprometida con nadie, y de inmediato la gastaron en los pobres, no solo por su propia preferencia, sino por los mandatos del difunto. Pues, en su lecho de muerte, se dice que Cesáreo dijo: "Quiero que mis bienes pertenezcan a los pobres". Obedeciendo entonces los deseos de Cesáreo, los distribuyeron adecuadamente. Ahora, con la pobreza de un cristiano, Gregorio se encuentra inmerso en el ajetreo de un regateador. Así que pensé en informarle del asunto a su excelencia, para que pudiera expresar lo que considera apropiado sobre Gregorio al conde Tesauro, y así honrar a un hombre a quien conoce desde hace muchos años, glorificar al Señor que considera hecho para sí mismo lo que se hace a sus siervos, y honrarme a mí, que estoy especialmente ligado a usted. Espero que, gracias a su gran sagacidad, encuentre un medio para aliviar a esta gente indigna y sus intolerables molestias.
II
Nadie ignora tanto a Gregorio como para sospechar injustamente que diera una explicación inexacta de las circunstancias por afán de dinero. No tenemos que ir muy lejos para encontrar pruebas de su liberalidad. Lo que queda de la propiedad de Cesáreo, con gusto la abandona al Tesoro, para que la propiedad se conserve allí, y el tesorero pueda responder a quienes la atacan y exigen sus pruebas, pues nosotros no estamos capacitados para tales asuntos. Su excelencia debe saber que, mientras fue posible, nadie se fue sin conseguir lo que quería, y cada uno obtuvo lo que exigió sin dificultad. La consecuencia fue que muchos lamentaron no haber pedido más al principio; y esto generó aún más objeciones, pues, con el ejemplo de los solicitantes que habían tenido éxito anteriormente, un falso demandante surge tras otro. Por lo tanto, ruego a su excelencia que se oponga a todo esto y que intervenga, como una corriente intermedia, y resuelva la continuidad de estos problemas. Tú sabes cómo ayudar mejor en los asuntos, y no necesitas esperar a que yo te instruya. Soy inexperto en los asuntos de esta vida y no veo la salida a nuestras dificultades. En tu gran sabiduría, encuentra alguna manera de ayudar. Sé nuestro consejero, sé nuestro campeón.
CARTA 33
A su amigo Aburgio
¿Quién sabe tan bien como tú respetar una vieja amistad, reverenciar la virtud y compadecerse de los enfermos? Ahora mi querido hermano Gregorio, el obispo, se ha visto envuelto en asuntos que, bajo cualquier circunstancia, serían desagradables y ajenos a su mentalidad. Por lo tanto, he creído conveniente ponerme bajo tu protección y tratar de obtener de ti alguna solución a nuestras dificultades. Es realmente intolerable que alguien que no está preparado para algo así (ni por naturaleza ni por inclinación) se vea obligado a asumir semejante responsabilidad, y que se le exija dinero a un hombre pobre, y que alguien que desde hace tiempo ha decidido pasar su vida en el retiro se vea arrastrado a la publicidad. Dependerá de tu sabio consejo si consideras útil dirigirte al conde Tesauro o a cualquier otra persona.
CARTA 34
Al obispo Eusebio de Samosata
¿Cómo podría callar en la presente coyuntura? Y si no puedo callar, ¿cómo encontrar la expresión adecuada a las circunstancias, para que mi voz no sea un simple gemido, sino más bien un lamento que indique inteligiblemente la magnitud de la desgracia? ¡Ay de mí! Tarso está deshecho. Es un dolor doloroso de soportar, pero no viene solo. Es aún más difícil pensar que una ciudad situada de modo que esté unida a Cilicia, Capadocia y Asiria, sea fácilmente destruida por la locura de dos o tres individuos, mientras ustedes dudan, deciden qué hacer y se miran las caras. Habría sido mucho mejor hacer como los médicos. He estado inválido tanto tiempo que no me faltan ejemplos de este tipo. Cuando el dolor de sus pacientes se vuelve excesivo, producen insensibilidad; Así debemos orar para que nuestras almas se vuelvan insensibles al dolor de nuestras dificultades, para que no seamos sometidos a una agonía insoportable. En estas duras dificultades, no dejo de usar un medio de consuelo. Recurro a tu bondad; intento aliviar mis penas pensando en ti. Cuando la mirada ha fijado en cualquier objeto brillante, se alivia al volver a lo azul y lo verde. El recuerdo de tu bondad y atención tiene el mismo efecto en mi alma, y es un tratamiento suave que alivia mi dolor. Lo siento aún más al reflexionar en que tú, individualmente, has hecho todo lo que un hombre puede hacer. Nos has demostrado satisfactoriamente, si juzgamos las cosas con imparcialidad, que la catástrofe no se debe en absoluto a ti personalmente. La recompensa que has obtenido de la mano de Dios por tu celo por la justicia no es pequeña. Que el Señor te conceda a mí y a sus iglesias para la mejora de la vida y la guía de las almas, y que me conceda una vez más el privilegio de conocerte.
CARTA 35
Sin destinatario definido
Te he escrito sobre muchas personas como si fueran mías; ahora pienso escribir sobre más. Los pobres nunca pueden fallar, y yo nunca puedo decir que no. No hay nadie más íntimamente asociado conmigo, ni más capacitado para hacerme favores donde quiera que pueda, que el reverendo hermano Leoncio. Así que trata su casa como si me hubieras encontrado, no en la pobreza en la que ahora vivo con la ayuda de Dios, sino dotado de riqueza y tierras. No hay duda de que no me habrías empobrecido, sino que habrías cuidado de lo que tenía, o incluso aumentado mis posesiones. Así es como te pido que te comportes en la casa de Leoncio. Recibirás tu acostumbrada recompensa de mi parte; mis oraciones al Dios santo por el esfuerzo que te tomas en mostrarte como un hombre bueno y leal, y en anticiparte a las súplicas de los necesitados.
CARTA 36
Sin destinatario definido
Creo que su excelencia sabe desde hace tiempo que el presbítero de este lugar es mi hermano de crianza. ¿Qué más puedo decir para que, en su bondad, lo vea con buenos ojos y le ayude en sus asuntos? Si me ama, como sé que me ama, estoy seguro de que se esforzará, en la medida de lo posible, por ayudar a cualquiera a quien considere un segundo yo. ¿Qué pido, entonces? Que no pierda su antigua consideración. En realidad, se esfuerza bastante en atender mis necesidades, porque yo, como usted sabe, no tengo nada propio, sino que dependo de los recursos de mis amigos y familiares. Cuide, pues, la casa de mi hermano como cuidaría de la mía, o mejor dicho, de la suya. A cambio de su bondad, Dios no dejará de ayudarle a usted, a su casa y a su familia. Tenga la seguridad de que estoy especialmente preocupado por que la igualación de impuestos no le cause ningún perjuicio.
CARTA 37
Sin destinatario definido
Veo con recelo la multiplicación de cartas. En contra de mi voluntad, y como no puedo resistir la insistencia de los peticionarios, me veo obligado a hablar. Escribo porque no se me ocurre otra manera de aliviarme que accediendo a las súplicas de quienes siempre me piden cartas. Tengo mucho miedo de que, ya que muchos se llevan cartas, alguno de ellos sea considerado ese hermano. Tengo, lo confieso, muchos amigos y parientes en mi país, y estoy en lugar de los padres por la posición que el Señor me ha dado. Entre ellos está este mi hermano de crianza, hijo de mi nodriza, y ruego que la casa en la que me crié mantenga su antigua tasación, para que la estancia entre nosotros de su excelencia, tan beneficiosa para todos, no le resulte una molestia. Ahora también recibo el sustento de la misma casa, porque no tengo nada propio, sino que dependo de quienes me aman. Le ruego, pues, que perdone la casa donde me criaron, como si fuera usted quien me mantuviera. Que Dios, a cambio, le conceda el descanso eterno. Sin embargo, una cosa, y es muy cierta, creo que su excelencia debe saber, y es que la mayor parte de los esclavos le fueron entregados desde el principio por nosotros, como equivalente a mi sustento, por donación de mis padres. Al mismo tiempo, esto no debía considerarse una donación absoluta. Sólo debía usarlos de por vida, de modo que, si algo grave le sucediera a causa de ellos, tenía la libertad de devolvérmelos, y yo sería responsable de los impuestos y de los recaudadores.
CARTA 38
Al obispo Gregorio de Nacianzo
I
Muchas personas, al estudiar los dogmas sagrados, al no distinguir entre lo común a la esencia o sustancia, y el significado de las hipóstasis, llegan a las mismas nociones y piensan que no importa si se habla de ousía o de hipóstasis. El resultado es que algunos de quienes aceptan afirmaciones sobre estos temas sin indagar, se complacen en hablar de una hipóstasis, al igual que de una esencia o sustancia; mientras que, por otro lado, quienes aceptan tres hipóstasis creen estar obligados, de acuerdo con esta confesión, a afirmar también, por analogía numérica, tres esencias o sustancias. En estas circunstancias, para que no caigan en el mismo error, he compuesto un breve tratado a modo de memorándum. El significado de las palabras, en resumen, es el siguiente.
II
De todos los sustantivos, el sentido de algunos, que se predican de sujetos plurales y numéricamente diversos, es más general (como por ejemplo, hombre). Al decir esto, empleamos el sustantivo para indicar la naturaleza común, y no limitamos nuestro significado a ningún hombre en particular conocido por ese nombre. Pedro, por ejemplo, no es más hombre que Andrés, Juan o Santiago. Por lo tanto, al ser común el predicado y extenderse a todos los individuos clasificados bajo el mismo nombre, se requiere una distinción que nos permita entender no a hombre en general, sino a Pedro o Juan en particular. En cambio, en algunos sustantivos la denotación es más limitada; y gracias a esta limitación, no tenemos en mente la naturaleza común, sino la limitación de algo que, en la medida en que se extiende su peculiaridad, no tiene nada en común con lo que es de la misma clase (como por ejemplo, Pablo o Timoteo). En resumen, en este tipo no hay extensión a lo que es común en la naturaleza; hay una separación de ciertas concepciones circunscritas de la idea general, y su expresión mediante sus nombres. Supongamos entonces que se juntan dos o más, como por ejemplo, Pablo, Silas y Timoteo, y que se investiga la esencia o sustancia de la humanidad; nadie dará una definición de esencia o sustancia en el caso de Pablo, una segunda en el de Silas y una tercera en el de Timoteo. No obstante, las mismas palabras que se han empleado para exponer la esencia o sustancia de Pablo se aplicarán también a las demás. Aquellos que son descritos por la misma definición de esencia o sustancia son de la misma esencia o sustancia cuando el investigador ha aprendido lo que es común y vuelve su atención a las propiedades diferenciadoras por las que uno se distingue de otro, la definición por la que cada uno es conocido ya no coincidirá en todos los detalles con la definición del otro, aunque en algunos puntos se encuentre que concuerda.
III
Mi afirmación, entonces, es la siguiente: que aquello de lo que se habla de manera especial y peculiar se indica con el nombre de la hipóstasis. Supongamos que decimos "un hombre". El significado indefinido de la palabra produce cierta vaguedad. Se indica la naturaleza, pero no se aclara lo que subsiste y lo que el nombre indica especial y peculiarmente. Supongamos que decimos Pablo. Con lo que el nombre indica, exponemos la naturaleza subsistente. Ésta es, pues, la hipóstasis o comprensión, no la concepción indefinida de la esencia o sustancia (que, al ser lo significado general, carece de fundamento), sino la concepción que, mediante las peculiaridades expresadas, da fundamento y circunscripción a lo general e incircunscrito. Es habitual en las Escrituras hacer una distinción de este tipo, así como en muchos otros pasajes, como en la historia de Job. Al intentar narrar los acontecimientos de su vida, Job menciona primero lo común y dice un hombre; luego, enseguida, particulariza añadiendo algo específico. En cuanto a la descripción de la esencia, al no tener relación con el alcance de su obra, guarda silencio, pero mediante notas particulares de identidad, mencionando el lugar y los rasgos de carácter, y las cualificaciones externas que individualizan y separan la idea común y general, especifica al hombre específico, de tal manera que, a partir del nombre, el lugar, las cualidades mentales y las circunstancias externas, la descripción del hombre cuya vida se narra queda perfectamente clara en todos sus detalles. Si hubiera estado dando cuenta de la esencia, no se habrían mencionado estos asuntos en su explicación de la naturaleza. Además, la misma habría sido la explicación que existe en el caso de Bildad el Suhita, Zofar el Naamatita y cada uno de los hombres allí mencionados (Job 2,1). Transfiere, pues, a los dogmas divinos el mismo criterio de diferencia que reconoces tanto en el caso de la esencia como de la hipóstasis en los asuntos humanos, y no te equivocarás. Cualquiera que sea tu pensamiento sobre el modo de existencia del Padre, también lo pensarás en el caso del Hijo, y de igual manera en el del Espíritu Santo. Es inútil atormentar la mente con cualquier concepción desprendida de la convicción de que está más allá de toda concepción. La explicación de lo increado y de lo incomprensible es una y la misma en el caso del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pues uno no es más incomprensible e increado que otro. Y puesto que es necesario, mediante las notas de diferenciación, en el caso de la Trinidad, mantener la distinción inconfundible, no tomaremos en consideración, para estimar lo que diferencia, lo que se contempla en común como lo increado, o lo que está más allá de toda comprensión, o cualquier cualidad de esta naturaleza; sólo dirigiremos nuestra atención a la investigación por qué medios cada concepción particular se separará lúcida y distintamente de lo que se concibe en común.
IV
La manera correcta de dirigir nuestra investigación me parece la siguiente: que todo bien que nos sucede por la providencia de Dios es obra de la gracia que obra en nosotros todas las cosas, como dice el apóstol: "Todas estas obras las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno individualmente como él quiere" (1Cor 12,11). Si preguntamos si la provisión de bienes que así llega a los santos tiene su origen únicamente en el Espíritu Santo, por otro lado, nos guían las Escrituras a creer que, de la provisión de los bienes que se obran en nosotros por medio del Espíritu Santo, el originador y causa es el Unigénito, pues las Sagradas Escrituras nos enseñan que "todas las cosas fueron hechas por él" (Jn 1,3) y "en él subsisten" (Col 1,17). Cuando somos exaltados a esta concepción, de nuevo, guiados por la guía inspirada por Dios, se nos enseña que por ese poder todas las cosas son traídas del no ser al ser, pero sin embargo no por ese poder con exclusión del origen. Por otro lado, hay un cierto poder que subsiste sin generación y sin origen, que es la causa de la causa de todas las cosas. Porque el Hijo, por quien son todas las cosas, y con quien el Espíritu Santo es concebido inseparablemente, es del Padre. Porque no es posible que nadie conciba al Hijo si no es previamente iluminado por el Espíritu. Puesto que, entonces, el Espíritu Santo, de quien todo el suministro de cosas buenas para la creación tiene su fuente, está unido al Hijo, y con él es aprehendido inseparablemente, y tiene su ser unido al Padre, como causa, de quien también procede. Tiene también esta nota de su peculiar naturaleza hipostática: que es conocido después del Hijo y junto con el Hijo, y que tiene su subsistencia del Padre. El Hijo, quien declara que el Espíritu procede del Padre a través de sí mismo y consigo mismo, brillando solo y por unigénito de la luz ingénita, en lo que respecta a las notas peculiares, no tiene nada en común ni con el Padre ni con el Espíritu Santo. Sólo él es conocido por los signos indicados. Pero solo Dios, quien está sobre todo, tiene, como una marca especial de su propia hipóstasis, su ser Padre y su derivación de ninguna causa; y por esta marca él es peculiarmente conocido. Por lo tanto, en la comunión de la sustancia sostenemos que no hay aproximación mutua ni intercomunión de esas notas de indicación percibidas en la Trinidad, por las cuales se establece la peculiaridad propia de las personas entregadas en la fe, cada una de ellas siendo aprehendida distintivamente por sus propias notas. Por lo tanto, de acuerdo con los signos de indicación establecidos, se descubre la separación de las hipóstasis. En lo que se refiere a lo infinito, lo incomprensible, lo increado, lo incircunscrito y atributos similares, no hay variabilidad en la naturaleza vivificante del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sino que en ellos se ve cierta comunión indisoluble y continua. Por las mismas consideraciones, por las cuales un estudiante reflexivo podría percibir la grandeza de cualquiera de las personas en las que se cree en la Santísima Trinidad, procederá sin variación. Al contemplar la gloria en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, su mente no reconoce ningún intervalo vacío que pueda separarlos, pues nada se interpone entre ellos; ni más allá de la naturaleza divina existe nada que pueda separarla de sí misma mediante la interposición de algún elemento extraño. Tampoco existe vacío de intervalo, vacío de subsistencia, que pueda romper la armonía mutua de la esencia divina y disolver la continuidad mediante la interjección del vacío. Quien percibe al Padre, y lo percibe por sí mismo, tiene al mismo tiempo la percepción mental del Hijo; y quien recibe al Hijo no lo separa del Espíritu, sino que, en consecuencia en cuanto al orden, en conjunción en cuanto a la naturaleza, expresa la fe unida en sí mismo en los tres juntos. Quien menciona sólo al Espíritu, abraza también en esta confesión a Aquel de quien es el Espíritu. Y puesto que el Espíritu es de Cristo y de Dios, como dice Pablo, así como quien se aferra a un extremo de la cadena atrae al otro hacia sí, así quien atrae al Espíritu, como dice el profeta, por medio de él atrae al mismo tiempo al Hijo y al Padre. Y si alguien recibe verdaderamente al Hijo, lo sostendrá por ambos lados. Por un lado, el Hijo atrae hacia sí a su propio Padre, y por el otro, a su propio Espíritu. Porque quien existe eternamente en el Padre jamás puede ser separado del Padre, ni puede aquel que obra todas las cosas por el Espíritu separarse jamás de su propio Espíritu. Así mismo, quien recibe al Padre recibe virtualmente al mismo tiempo al Hijo y al Espíritu; pues de ninguna manera es posible albergar la idea de separación o división, de tal manera que se piense en el Hijo separado del Padre, o que el Espíritu esté separado del Hijo. Pero la comunión y la distinción aprehendidas en ellos son, en cierto sentido, inefables e inconcebibles, pues la continuidad de la naturaleza nunca se rompe por la distinción de las hipóstasis, ni las notas de la distinción propia se confunden en la comunidad de esencia. No te maravilles, entonces, de que hable de lo mismo como si estuviera unido y separado, y pienses, por así decirlo, oscuramente en un enigma, en cierta nueva y extraña separación unida y conjunción separada. De hecho, incluso en los objetos perceptibles a los sentidos, cualquiera que se acerque al tema con un espíritu sincero e indiscutible puede encontrar condiciones de cosas similares.
V
Consideren lo que digo, en el mejor de los casos, como una muestra y un reflejo de la verdad; no como la verdad misma. Pues no es posible que exista una correspondencia completa entre lo que se ve en las muestras y los objetos en relación con los cuales se adopta su uso. ¿Por qué, entonces, digo que se encuentra una analogía entre lo separado y lo conjunto en los objetos perceptibles a los sentidos? Ya han contemplado, en primavera, el brillo del arco iris en las nubes; me refiero al arco iris, que en nuestro lenguaje común se llama iris, y que, según los expertos en la materia, se forma cuando cierta humedad se mezcla con el aire, y la fuerza de los vientos transforma la densidad y la humedad del vapor, una vez nublado, en lluvia. Se dice que el arco iris se forma de la siguiente manera. Cuando el rayo de sol, tras atravesar oblicuamente la parte densa y oscura de la formación nubosa, proyecta directamente su propio orbe sobre alguna nube, la radiación se refleja entonces desde lo húmedo y brillante, y el resultado es una curvatura y retorno, por así decirlo, de la luz sobre sí misma. Pues los destellos, semejantes a llamas, están constituidos de tal manera que si inciden sobre cualquier superficie lisa, se refractan sobre sí mismos; y la forma del sol, que mediante el rayo se forma en la parte húmeda y lisa del aire, es redonda. La consecuencia necesaria, por lo tanto, es que el aire adyacente a la nube se delimita mediante el brillo radiante de conformidad con la forma del disco solar. Ahora bien, este brillo es a la vez continuo y dividido. Es de muchos colores, es de muchas formas, está insensiblemente impregnado de los brillantes y abigarrados matices de su tinte, abstrayendo imperceptiblemente de nuestra visión la combinación de muchas cosas coloreadas (con el resultado de que ningún espacio, mezclando o diferenciándose en sí mismo la diferencia de color, puede discernirse ni entre azul y color llama, ni entre color llama y rojo, ni entre rojo y ámbar). Pues todos los rayos, vistos al mismo tiempo, brillan mucho, y aunque no muestran señales de su combinación mutua, son incapaces de ser analizados, de modo que es imposible descubrir los límites de la porción de luz color llama o esmeralda, y en qué punto se origina cada una antes de aparecer como lo hace en gloria. Así como en la señal distinguimos claramente la diferencia de los colores, y sin embargo nos es imposible aprehender con nuestros sentidos ningún intervalo entre ellos; así también concluyan, les ruego, para que puedan razonar sobre los dogmas divinos: que las propiedades peculiares de las hipóstasis, como los colores vistos en el iris, irradian su brillo sobre cada una de las personas que creemos que existen en la Santísima Trinidad. Pero que, en cuanto a la naturaleza propia, no puede concebirse ninguna diferencia entre una y otra, pues las características peculiares brillan, en comunidad de esencia, sobre cada una. Incluso en nuestro ejemplo, la esencia que emite el resplandor multicolor y se refracta por el rayo de sol era una sola esencia; es el color del fenómeno el que es multiforme. Mi argumento nos enseña, así, incluso con la ayuda de la creación visible, a no angustiarnos por cuestiones doctrinales cuando nos encontramos con cuestiones difíciles de resolver, y cuando, al pensar en aceptar lo que se nos propone, nuestra mente empieza a dar vueltas. Respecto a los objetos visibles, la experiencia parece superior a las teorías de causalidad, y así, en asuntos que trascienden todo conocimiento, la comprensión del argumento es inferior a la fe, que nos enseña a la vez la distinción en la hipóstasis y la conjunción en la esencia. Desde entonces, nuestra discusión ha abarcado tanto lo común como lo distintivo en la Santísima Trinidad. Lo común debe entenderse como la esencia; la hipóstasis, en cambio, es el signo distintivo.
VI
Puede pensarse que la descripción que aquí se da de la hipóstasis no concuerda con el sentido de las palabras del apóstol, donde dice del Señor que "él es el resplandor de su gloria y la imagen misma de su persona" (Hb 1,3). Pues si hemos enseñado que la hipóstasis es la confluencia de varias propiedades, y si se confiesa que, como en el caso del Padre se contempla algo como propio y peculiar, por lo cual sólo a él se le conoce, así también se cree acerca del Unigénito. ¿Cómo, entonces, en este lugar la Escritura atribuye el nombre de hipóstasis sólo al Padre, y describe al Hijo como forma de la hipóstasis, y designado no por sus propias notas, sino por las del Padre? Porque si la hipóstasis es signo de varias existencias, y la propiedad del Padre se limita al ser ingénito, y el Hijo es formado según las propiedades de su Padre, entonces el término ingénito ya no puede predicarse exclusivamente del Padre, siendo la existencia del Unigénito denotada por la nota distintiva del Padre.
VII
Mi opinión es que, en este pasaje, el argumento del apóstol se dirige a un fin diferente; y es en vista de esto que usa los términos resplandor de gloria e imagen expresa de la persona. Quien tenga esto en cuenta cuidadosamente no encontrará nada que contradiga lo que he dicho, sino que el argumento se desarrolla en un sentido especial y peculiar. El objetivo del argumento apostólico no es, por tanto, la distinción entre las hipóstasis mediante las notas aparentes, sino la comprensión de la relación natural, inseparable y estrecha del Hijo con el Padre. Es decir, Pablo no dice quién es la gloria del Padre (aunque en verdad lo sea), sino que omite esto como algo admitido y luego, en el esfuerzo por enseñar que no debemos pensar en una forma de gloria (en el caso del Padre, y de otra en el del Hijo), define la gloria del Unigénito como el "brillo de la gloria del Padre". Mediante el ejemplo de la luz, Pablo hace que el Hijo sea pensado en asociación indisoluble con el Padre. Porque así como el brillo es emitido por la llama, y el brillo no es después de la llama, sino que en un mismo momento la llama brilla y la luz irradia intensamente, así el apóstol quiere decir que el Hijo debe ser pensado como derivando la existencia del Padre, y sin embargo, el Unigénito no debe ser separado de la existencia del Padre por ninguna extensión intermedia en el espacio, sino que la causa debe ser siempre concebida junto con la causa. Precisamente de la misma manera, como si interpretara el significado de la causa precedente, y con el fin de guiarnos a la concepción de lo invisible mediante ejemplos materiales, habla también de la imagen expresa de la persona. Así como el cuerpo está completamente en forma, y sin embargo, la definición del cuerpo y la definición de la forma son distintas, y nadie que quisiera dar la definición de uno estaría de acuerdo con la de la otra. Sin embargo, incluso si en teoría se separa la forma del cuerpo, la naturaleza no admite la distinción, y ambos se comprenden inseparablemente; así también el apóstol piensa que la doctrina de la fe (al representar la diferencia de las hipóstasis como inconfundible y distinta) le obliga a exponer también la relación continua y, por así decirlo, concreta del Unigénito con el Padre. Y esto lo afirma, no como si el Unigénito no tuviera también un ser hipostático, sino porque la unión no admite ninguna intervención entre el Hijo y el Padre, con el resultado de que quien con los ojos del alma fija su mirada con intensidad en la imagen expresa del Unigénito, se hace perceptivo también de la hipóstasis del Padre. Sin embargo, la cualidad propia contemplada en ellos no está sujeta a cambio ni a mezcla, de tal manera que atribuyéramos o un origen de generación al Padre o un origen sin generación al Hijo, sino de modo que si pudiéramos comprender la imposibilidad de separar uno del otro, uno podría ser aprehendido separadamente y solo, porque, dado que el mero nombre implica al Padre, no es posible que alguien nombre al Hijo sin aprehender al Padre.
VIII
Desde entonces, como dice el Señor en los evangelios, "quien ha visto al Hijo ve también al Padre" (Jn 14,9). Por ello, el Unigénito es la imagen misma de la persona de su Padre. Para que esto quede aún más claro, citaré también otros pasajes del apóstol en los que llama al Hijo "imagen del Dios invisible" (Col 1,15) e "imagen de su bondad". Y no porque la imagen difiera del arquetipo según la definición de indivisibilidad y bondad, sino para demostrar que es la misma que el prototipo, aunque sea diferente. Pues la idea de la imagen se perdería si no se conservara la semejanza llana e invariable. Por lo tanto, quien percibe la belleza de la imagen se hace perceptivo del arquetipo. Así, quien tiene una aprehensión mental de la forma del Hijo, imprime la imagen expresa de la hipóstasis del Padre, contemplando a este último en el primero, no contemplando en el reflejo el ser ingénito del Padre (pues así habría identidad completa y ninguna distinción), sino contemplando la belleza ingénita en el engendrado. Así como quien en un espejo pulido contempla el reflejo de la forma como conocimiento claro del rostro representado, así también quien tiene conocimiento del Hijo, a través de su conocimiento del Hijo recibe en su corazón la imagen expresa de la persona del Padre. Todas las cosas que son del Padre se contemplan en el Hijo, y todas las cosas que son del Hijo son del Padre, porque el Hijo completo está en el Padre y tiene a todo el Padre en sí mismo. Así, la hipóstasis del Hijo llega a ser como forma y rostro del conocimiento del Padre, y la hipóstasis del Padre es conocida en la forma del Hijo, mientras que la cualidad propia que en ella se contempla permanece para la clara distinción de las hipóstasis.
CARTA 39
Del emperador Juliano a Basilio
Dice el proverbio: "No estás proclamando la guerra", y: "De la comedia, oh mensajero de palabras de oro". Ven a mí, pues, Basilio, y demuéstralo con hechos. Ven a mí, y estemos como de amigo a amigo. La devoción conspicua e incansable a los negocios parece, para quienes los tratan como algo secundario, una pesada carga. Sin embargo, los diligentes son modestos, como me convenzo, sensatos y listos para cualquier emergencia. Me permito descansos para que incluso el descanso le sea permitido a quien no descuida nada. Nuestro modo de vida no se caracteriza por la hipocresía cortesana, de la que creo que has tenido alguna experiencia, y según la cual los cumplidos significan un odio más mortal que el que se siente hacia nuestros peores enemigos; sino que, con la libertad que corresponde, mientras culpamos y reprendemos a quien corresponde, amamos con el amor de los amigos más queridos. Por lo tanto, permíteme decir, con toda sinceridad, que debo ser diligente en el descanso y, cuando trabajo, no agotarme y dormir tranquilo. Ya que cuando estoy despierto no me preocupo más por mí mismo que, como es debido, por los demás. Me temo que esto es bastante tonto y frívolo, pues me siento un poco perezoso (como Astídamas),. Te escribo para demostrarte que tengo el deseo de verte. Como hombre sabio como eres, probablemente me harás más bien que me causarás algún problema. Por lo tanto, como te he dicho, no pierdas tiempo y viaja cuanto antes. Después que me hayas visitado, todo el tiempo que quieras, podrás partir adonde quieras con mis mejores deseos.
CARTA 40
Del emperador Juliano a Basilio
Hasta el momento presente he mostrado la gentileza y benevolencia que me han sido naturales desde mi niñez, y he reducido a todos los que moran bajo el sol a la obediencia. Cada tribu de bárbaros a las orillas del océano ha venido a poner sus regalos ante mis pies. Así también los sagadares que moran más allá del Danubio, maravillosos con sus brillantes tatuajes, y apenas como seres humanos, tan salvajes y extraños son, ahora se postran a mis pies, y se comprometen a obedecer todos los mandatos que mi soberanía les impone. Tengo un objetivo más. Debo marchar tan pronto como sea posible a Persia y derrotar y hacer un tributario de ese Sapor, descendiente de Darío. También pretendo devastar el país de los indios y los sarracenos hasta que todos reconozcan mi superioridad y se conviertan en mis tributarios. Tú, sin embargo, profesas una sabiduría muy por encima y más allá de estas cosas. Te dices revestido de piedad, pero tu vestimenta es en realidad descarada y en todas partes me calumnias como indigno de la dignidad imperial. ¿No sabes que soy nieto del ilustre Constancio? Lo sé, y sin embargo no cambio los antiguos sentimientos que tenía hacia ti, y tú hacia mí, en nuestros días de juventud. Por mi misericordiosa voluntad, ordeno que me envíes mil libras de oro cuando pase por Cesarea, pues aún estoy en marcha y me apresuro a la campaña persa con la mayor rapidez posible. Si te niegas, estoy dispuesto a destruir Cesarea, a derribar los edificios que la han adornado durante tanto tiempo, a erigir en su lugar templos y estatuas, y así inducir a todos a someterse al emperador de los romanos y a no exaltarse a sí mismos. Por lo tanto, te encargo que me envíes sin falta, por medio de un mensajero de confianza, el oro estipulado, después de contarlo y pesarlo debidamente, y sellarlo con tu anillo. De esta manera podré mostrarte compasión por tus errores, si reconoces, aunque sea tarde, que ninguna excusa servirá. He aprendido a conocer y a condenar lo que una vez leí.
CARTA 41
Al emperador Juliano el Apóstata
I
Las hazañas heroicas de tu actual esplendor son pequeñas, y tu gran ataque contra mí, o mejor dicho, contra ti mismo, es insignificante. Cuando pienso en ti vestido de púrpura, con una corona sobre tu deshonrada cabeza, que, mientras la verdadera religión esté ausente, más bien deshonra que honra tu imperio, tiemblo. Y tú mismo, que has ascendido a tal altura y grandeza, ahora que demonios viles y anti-honrosos te han llevado a este punto, has comenzado no sólo a exaltarte por encima de toda naturaleza humana, sino incluso a elevarte contra Dios e insultar a su Iglesia (madre y nodriza de todo) al enviarme a mí, el más insignificante de los hombres, órdenes de que te envíe mil libras de oro. No me asombra el peso del oro (aunque es muy importante), sino que lo que me ha hecho derramar amargas lágrimas es tu tan rápida ruina. Recuerdo cómo tú y yo hemos aprendido juntos las lecciones de los mejores y más sagrados libros. Cada uno de nosotros estudió las Sagradas Escrituras, inspiradas por Dios. Entonces, nada se te escondió. Hoy en día, asediado como estás por el orgullo, has perdido el sentido común. Tu serena alteza no ha descubierto todavía que no vivo en medio de una riqueza sobreabundante. Me has exigido mil libras de oro. Espero que tu serenidad se digne perdonarme, porque mis bienes son tan grandes que realmente no tendré suficiente para comer todo lo que quisiera hoy. Bajo mi techo, el arte de la cocina ha muerto, y el cuchillo de mis sirvientes nunca toca sangre. Las viandas más importantes, en las que reside nuestra abundancia, son hojas de hierbas con pan muy burdo y vino agrio, para que nuestros sentidos no se emboten con la glotonería y no caigan en los excesos.
II
Vuestro excelente tribuno Lauso, fiel ministro de vuestras órdenes, me ha informado también de que cierta mujer acudió a suplicar a vuestra serenidad con motivo de la muerte de su hijo envenenado. Habéis decidido que no se permite la existencia de envenenadores, y que si los hay, que sean destruidos, o que sólo se reserven a quienes luchen con bestias. Con razón, esta decisión vuestra me parece extraña, pues vuestros esfuerzos por curar el dolor de grandes heridas con remedios insignificantes son ridículos en extremo. Después de insultar a Dios, es inútil que prestes atención a viudas y huérfanos. Lo primero es una locura y peligroso, y lo segundo es propio de un hombre misericordioso y bondadoso. Es cosa seria para un particular como yo hablar con un emperador, pero más serio para vosotros será hablar con Dios. Nadie mediará entre Dios y el hombre. No habéis entendido lo que leíste. Si lo hubierais entendido, no me habríais condenado.
CARTA 42
A su discípulo Chilo
I
Mi fiel hermano, si te dejas aconsejar por mí sobre qué curso de acción debes seguir, especialmente en los puntos en los que me has pedido consejo, me deberás tu salvación. Muchos hombres han tenido el valor de emprender la vida solitaria; pero vivirla hasta el final es una tarea que quizás pocos han logrado. El fin no está necesariamente implícito en la intención. Sin embargo, al final está la recompensa del esfuerzo. Por lo tanto, no obtienen ninguna ventaja quienes no perseveran hasta el final de lo que se proponen y solo adoptan la vida solitaria en sus inicios. Es más, ridiculizan su profesión y son acusados por extraños de falta de hombría e inestabilidad de propósito. De éstos, además, el Señor dice: "¿Quién, queriendo construir una casa, no se sienta primero y calcula el costo para ver si tiene lo suficiente para terminarla? No sea que, después de haber puesto los cimientos y no pueda terminarlos, los transeúntes comiencen a burlarse de él diciendo: Este hombre puso los cimientos y no pudo terminarlos". Que el comienzo, entonces, signifique que avanzas con entusiasmo en la virtud. El noble y correcto atleta Pablo, deseando que no nos conformemos con lo bien vivido en el pasado, sino que cada día progresemos más, dice: "Olvidando ciertamente lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento" (Flp 3,13-14). Así es realmente toda la vida humana, no contenta con lo anterior y alimentándose no tanto del pasado como del futuro. En definitiva, ¿cómo se beneficia un hombre por haber saciado su estómago ayer, si su hambre natural no encuentra su debida satisfacción en el alimento de hoy? De la misma manera, el alma no gana nada con la virtud de ayer, a menos que sea seguida por la conducta correcta de hoy. De hecho, eso es lo que se dice: "Te juzgaré como te encontraré".
II
Vano es, pues, el trabajo del justo, y libre de culpa es el camino del pecador. Si ocurre un cambio, el primero pasa de mejor a peor, y el segundo de peor a mejor. Así, Ezequiel enseña, por así decirlo, en el nombre del Señor, cuando dice: "Si el justo se desvía y comete iniquidad, no recordaré la justicia que antes cometió, sino que morirá en su pecado. Y lo mismo ocurre con el pecador: si se aparta de su maldad y obra con rectitud, vivirá". ¿Dónde quedaron todos los esfuerzos de Moisés, siervo de Dios, cuando una simple contradicción le impidió entrar en la tierra prometida? ¿Qué fue de la compañía de Giezi con Eliseo, cuando este se enfermó de lepra por su codicia? ¿De qué le sirvió a Salomón la vasta sabiduría y su anterior consideración por Dios, si después, por su loco amor a las mujeres, cayó en la idolatría? Ni siquiera el bendito David fue inocente cuando sus pensamientos se extraviaron y pecó contra la esposa de Urías. Un ejemplo sería suficiente para proteger a quien vive una vida piadosa: la caída de lo mejor a lo peor de Judas, quien, tras ser discípulo de Cristo por tanto tiempo, vendió a su Maestro por una ganancia miserable y se compró una soga. Aprende, pues, hermano, que no es perfecto quien empieza bien. Es aprobado ante Dios quien termina bien. No des sueño a tus ojos ni adormecimiento a tus párpados para que te libren como un corzo de la red y un pájaro de la trampa. Mira, estás atravesando entre trampas; estás pisando la cima de un muro alto donde una caída es peligrosa para quien cae. Por tanto, no intentes de inmediato una disciplina extrema; Sobre todo, cuídate de la confianza en ti mismo, no sea que caigas de la cima de la disciplina por falta de entrenamiento. Es mejor avanzar poco a poco. Retírate entonces gradualmente de los placeres de la vida, destruyendo gradualmente todos tus hábitos habituales, para no atraer sobre ti una multitud de tentaciones al irritar todas tus pasiones a la vez. Cuando hayas dominado una pasión, comienza a luchar contra otra, y de esta manera, con el tiempo, vencerás a todas. La indulgencia, como su nombre indica, es una, pero sus efectos prácticos son diversos. Primero, pues, hermano, enfrenta cada tentación con paciencia. Y ¡con cuántas diversas tentaciones se prueba al hombre fiel, por pérdidas mundanas, por acusaciones, por mentiras, por oposición, por calumnias, por persecución! Estas y otras similares son las pruebas de los fieles. Además, sé tranquilo, no te precipites en el habla, no seas pendenciero, no discutidor, no codicioso de vanagloria, no más ansioso de obtener que de dar conocimiento, no un hombre de muchas palabras, sino siempre más dispuesto a aprender que a enseñar. No te preocupes por la vida mundana; de ella no puede venirte nada bueno. Se dice "que mi boca no hable de las obras de los hombres". El hombre que le gusta hablar de las acciones de los pecadores, pronto despierta el deseo de autocomplacencia; mucho mejor ocúpate de las vidas de los buenos hombres, pues así obtendrás algún beneficio para ti. No estés ansioso por viajar de pueblo en pueblo y de casa en casa; más bien, evítalos como trampas para las almas. Si alguien, por verdadera piedad, te invita con muchas súplicas a entrar en su casa, que se le diga que siga la fe del centurión, quien, cuando Jesús se apresuraba a él para realizar un acto de curación, le rogó que no lo hiciera con las palabras: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, pero di sólo la palabra y mi criado sanará" (Mt 8,8), y cuando Jesús le dijo: "Vete; como has creído, así te sea hecho" (Mt 8,13), su criado fue sanado desde esa hora. Aprende entonces, hermano, que fue la fe del suplicante, no la presencia de Cristo, lo que liberó al enfermo. Así también ahora, si oras, dondequiera que estés, y el enfermo cree que será ayudado por tus oraciones, todo saldrá como él desea.
III
No amarás a tus parientes más que al Señor. Y si no, aquí tienes sus mismas palabras: "Quien ama a su padre, a su madre o a su hermano más que a mí, no es digno de mí". ¿Cuál es el significado del mandamiento del Señor? Éste mismo: que "quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo". Si, junto con Cristo, moriste a tus parientes según la carne, ¿por qué deseas vivir de nuevo con ellos? Si por amor a tus parientes estás reconstruyendo lo que destruiste por amor a Cristo, te haces trasgresor. No abandones, pues, tu lugar por amor a tus parientes: si lo abandonas, tal vez abandones tu modo de vida. No ames a la multitud, ni al campo, ni a la ciudad; ama el desierto, permaneciendo siempre solo, sin distracciones, considerando la oración y la alabanza como la obra de tu vida. Nunca descuides la lectura, especialmente del Nuevo Testamento, porque leer el Antiguo Testamento a menudo trae problemas. no porque lo escrito sea dañino, sino porque la mente de los heridos es débil. Todo pan es nutritivo, pero puede ser perjudicial para los enfermos. Así también toda la Escritura es inspirada por Dios y provechosa, y no hay nada en ella impuro: sólo para quien piensa que es impuro, para él es impuro. Examínalo todo, reten lo que es bueno, abstente de toda forma de mal, porque "todo es lícito, pero no todo es conveniente" (1Cor 6,12). Entre todos, con quienes entres en contacto, sé en todo dador de no ofender, alegre, amoroso como un hermano (1Pe 3,8), agradable, de mente humilde, nunca fallando en la marca de la hospitalidad por la extravagancia de las comidas, pero siempre contento con lo que está a la mano. No tomes de nadie más que las necesidades diarias de la vida solitaria. Sobre todas las cosas evita el oro como enemigo del alma, el padre del pecado y el agente del diablo. No te expongas a la acusación de avaricia con el pretexto de ayudar a los pobres. Al contrario, si alguien te trae dinero para los pobres, y sabes de algunos que estén en necesidad, aconseja al propietario mismo que lo distribuya entre sus hermanos necesitados, para que tu conciencia no se contamine por aceptar dinero.
IV
Evita los placeres, busca la continencia, entrena tu cuerpo para el trabajo duro, acostumbra tu alma a las pruebas. Considera la disolución del alma y el cuerpo como la liberación de todo mal, espera el goce de los bienes eternos en los que todos los santos participan. Siempre, por así decirlo, manteniendo la balanza contra toda sugerencia del diablo, añade un pensamiento santo y, según se incline la balanza, déjate llevar por él. Sobre todo, cuando el mal pensamiento surge y dice: ¿De qué sirve pasar tu vida en este lugar? ¿Qué ganas con retirarte de la sociedad humana? ¿No sabes que quienes son ordenados por Dios para ser obispos de las iglesias de Dios se asocian constantemente con sus compañeros y asisten infatigablemente a reuniones espirituales en las que los presentes obtienen gran provecho? Se disfrutan explicaciones de dichos difíciles, exposiciones de las enseñanzas de los apóstoles, interpretaciones de los pensamientos de los evangelios, lecciones de teología y la interacción con hermanos espirituales, quienes hacen un gran bien a todos con quienes se encuentran, incluso con la simple vista de sus rostros. Tú, sin embargo, que has decidido ser ajeno a todas estas cosas buenas, estás sentado aquí, en un estado salvaje como las bestias. Ves a tu alrededor un vasto desierto con apenas un ser humano, falta de toda instrucción, distanciamiento de tus hermanos y un espíritu inactivo para cumplir los mandamientos de Dios. Ahora bien, cuando el mal pensamiento se alza contra ti, con todos estos ingeniosos pretextos y deseos de destruirte, opónle con piadosa reflexión tu propia experiencia práctica y di: Me dices que las cosas del mundo son buenas; la razón por la que vine aquí es porque me juzgué incapaz para las cosas buenas del mundo. A las cosas buenas del mundo se mezclan las cosas malas, y las cosas malas claramente tienen la ventaja. Una vez, cuando asistí a las asambleas espirituales, me costó encontrar a un hermano que, por lo que pude ver, temía a Dios, pero era víctima del diablo, y oí de él historias y cuentos divertidos inventados para engañar a quienes conocía. Después de él, me encontré con muchos ladrones, saqueadores y tiranos. Vi a borrachos deshonrosos; vi la sangre de los oprimidos; vi la belleza de las mujeres, que torturaba mi castidad. Huí de la fornicación, pero profané mi virginidad con los pensamientos de mi corazón. Escuché muchos discursos que eran buenos para el alma, pero no pude descubrir en el caso de ninguno de los maestros que su vida fuera digna de sus palabras. Después de esto, de nuevo, escuché un gran número de obras de teatro, que se volvían atractivas por canciones lascivas. Entonces oí una lira tocada dulcemente, el aplauso de los saltimbanquis, las conversaciones de los payasos, toda clase de bromas y disparates, y todos los ruidos de una multitud. Vi las lágrimas de los despojados, la agonía de las víctimas de la tiranía, los gritos de los torturados. Miré y, he aquí, no había asamblea espiritual, sino solo un mar, agitado y azotado por el viento, que intentaba ahogar a todos a la vez bajo sus olas. Dime, oh mal pensamiento, dime oh demonio de placer efímero y vanagloria, ¿de qué me sirve ver y oír todo esto, cuando soy incapaz de socorrer a ninguno de los así agraviados; cuando no se me permite defender a los desamparados ni corregir a los caídos; cuando tal vez esté condenado a destruirme también? Pues así como una pequeña cantidad de agua dulce es arrastrada por una tormenta de viento y polvo, de igual manera las buenas obras que creemos realizar en esta vida son eclipsadas por la multitud de males. Las obras que se representan para los hombres en esta vida son clavadas con alegría y júbilo, como estacas en sus corazones, de modo que el brillo de su adoración se ve atenuado. Pero los lamentos y lamentaciones de los hombres agraviados por sus semejantes se introducen para mostrar la paciencia de los pobres.
V
¿Qué bien obtengo, entonces, sino la pérdida de mi alma? Por eso emigro a las colinas como un pájaro. Escapé como un pájaro de la trampa de los cazadores. Vivo, oh, mal pensamiento, en el desierto donde habitó el Señor. Aquí está la encina de Mambré. Aquí está la escalera que sube al cielo y la fortaleza de los ángeles que vio Jacob. Aquí está el desierto donde el pueblo, purificado, recibió la ley y así llegó a la tierra prometida y vio a Dios. Aquí está el Monte Carmelo, donde Elías residió y agradó a Dios. Aquí está la llanura a la que Esdras se retiró y, por mandato de Dios, publicó todos los libros inspirados por Dios. Aquí está el desierto donde el bendito Juan comió langostas y predicó el arrepentimiento. Aquí está el Monte de los Olivos, donde Cristo vino a orar y nos enseñó a orar. Aquí está Cristo, el amante del desierto, porque dice: "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Éste es el "camino estrecho y angosto que lleva a la vida" (Mt 7,14). Aquí están los maestros y profetas, "vagando por desiertos, montañas, cuevas y cavernas de la tierra" (Hb 11,38). Aquí están los apóstoles, evangelistas y la vida de los solitarios, lejos de las ciudades. Esto he abrazado con todo mi corazón, para poder ganar lo que se ha prometido a los mártires de Cristo y a todos sus otros santos, y así puedo decir con verdad: Por las palabras de tus labios he guardado caminos difíciles. He oído hablar de Abraham, el amigo de Dios, que obedeció la voz divina y se fue al desierto; de Isaac, que se sometió a la autoridad; de Jacob, el patriarca, que dejó su hogar; de José el Casto, que fue vendido; de los tres niños, que aprendieron a ayunar y lucharon con el fuego; de Daniel, arrojado dos veces al foso de los leones; de Jeremías, hablando con valentía, y arrojado a un pozo de lodo; de Isaías, quien vio cosas indecibles, cortado con una sierra; de Israel llevado cautivo; de Juan, el que reprendió el adulterio, decapitado; de los mártires de Cristo asesinados. ¿Para qué decir más? Aquí nuestro Salvador mismo fue crucificado por nosotros para que con su muerte nos diera vida, y nos capacitara y nos atrajera a todos a la perseverancia. Hacia él sigo adelante, y hacia el Padre y el Espíritu Santo. Me esfuerzo por ser hallado fiel, juzgándome indigno de los bienes de este mundo. Y no yo por causa del mundo, sino el mundo por causa de mí. Piensa en todas estas cosas en tu corazón; síguelas con celo; lucha, como se te ha ordenado, por la verdad hasta la muerte. Porque "Cristo se hizo obediente hasta la muerte" (Flp 2,8). El apóstol dice: "Mirad que no haya en ninguno de vosotros un corazón malo que le aparte del Dios vivo. Antes bien, exhortaos unos a otros, y edificaos unos a otros mientras estamos en el hoy" (1Ts 5,11). Hoy significa todo el tiempo de nuestra vida. Viviendo así, hermano, te salvarás a ti mismo, me alegrarás y glorificarás a Dios por la eternidad y para siempre
CARTA 43
A los jóvenes de Cesarea
Hombres fiel de vida solitaria y practicante de la verdadera religión, aprended las lecciones de la conversación evangélica, del dominio del cuerpo, de un espíritu manso, de la pureza de mente, de la destrucción del orgullo. Obligados al servicio, añadid vuestros más dones por amor al Señor. Robados, nunca vayáis a la ley; odiados, amad; perseguidos, soportad; calumniados, suplicad. Matad al pecado, y sed crucificados para Dios. Echad toda vuestra ansiedad sobre el Señor, para que podáis ser encontrados donde hay decenas de miles de ángeles, asambleas de primogénitos, tronos de profetas, cetros de patriarcas, coronas de mártires, alabanzas de hombres justos. Desead fervientemente ser contados con esos hombres justos en Cristo Jesús nuestro Señor. A él sea la gloria por los siglos.
CARTA 44
Al monje Bocas
I
No te deseo alegría, pues no hay alegría para los malvados. Ni siquiera ahora puedo creerlo; mi corazón no puede concebir una iniquidad tan grande como el crimen que has cometido; si es que la verdad es lo que generalmente se entiende. No logro comprender cómo una sabiduría tan profunda pudo desaparecer, ni cómo una disciplina tan rigurosa pudo ser deshecha, ni de dónde una ceguera tan profunda pudo haberse derramado a tu alrededor, ni cómo con total desconsideración has causado tal destrucción de almas. Si esto es cierto, has entregado tu propia alma al abismo y has debilitado la seriedad de todos los que han oído hablar de tu impiedad. Has menospreciado la fe, te has perdido la gloriosa batalla. Me duele por ti. ¿Qué clérigo no se lamenta al oír? ¿Qué eclesiástico no se golpea el pecho? ¿Qué laico no se abate? ¿Qué asceta no está triste? Quizás hasta el sol se oscureció con tu caída, y los poderes del cielo se estremecieron con tu destrucción. Incluso piedras insensatas derramaron lágrimas por tu locura. Incluso tus enemigos lloraron por la magnitud de tu iniquidad. ¡Oh dureza de corazón! ¡Oh crueldad! No temiste a Dios, no reverenciaste a los hombres, no te importaron tus amigos, naufragaste de repente y de repente fuiste despojado de todo. Una vez más me aflijo por ti, hombre infeliz. Proclamabas a todos el poder del reino, y caíste de él. Hacías que todos temieran tu enseñanza, y no había temor de Dios ante tus ojos. Predicabas la pureza, y te encuentran contaminado. Te enorgullecías de tu pobreza, y eres culpable de codicia. Demostrabas y explicabas el castigo de Dios, y tú mismo atrajiste el castigo sobre tu cabeza. ¿Cómo he de lamentarte, cómo he de afligirme por ti? ¿Cómo es que Lucifer, que se levantaba por la mañana, cayó y se estrelló contra el suelo? Los oídos de todo oyente resonarán. ¿Cómo es que el Nazareo, más brillante que el oro, se volvió oscuro como la brea? ¿Cómo es que el glorioso hijo de Sión se ha convertido en un instrumento inútil? De él, cuyo recuerdo de las Sagradas Escrituras estaba en la memoria de todos los hombres. Bocas, el recuerdo hoy ha perecido con el sonido. El hombre de inteligencia rápida ha perecido rápidamente. El hombre de ingenio múltiple ha cometido múltiples iniquidades. Todos los que se beneficiaron de tu enseñanza han sido heridos por tu caída. Todos los que vinieron a escuchar tu conversación se han tapado los oídos ante tu caída. Yo, triste y abatido, debilitado en todos los sentidos, comiendo ceniza por pan y con cilicio sobre mi herida, así cuento tus alabanzas; o mejor dicho, sin nadie que consuele ni nadie que cure, hago una inscripción para una tumba. Porque el consuelo se esconde de mis ojos. No tengo ungüento, ni aceite, ni venda que ponerme. Mi herida duele, así que ¿cómo sanaré?
II
Si tienes alguna esperanza de salvación; si tienes el más mínimo pensamiento en Dios, o cualquier deseo de cosas buenas por venir; si tienes algún temor a los castigos reservados para los impenitentes... despierta sin demora, alza tus ojos al cielo, vuelve a tus sentidos, cesa de tu maldad, sacúdete el estupor que te envuelve, enfrenta al enemigo que te ha derribado. Haz un esfuerzo por levantarte del suelo. Recuerda al buen Pastor que te seguirá y te rescatará. Aunque solo sean dos piernas o un lóbulo de una oreja, salta hacia atrás de la bestia que te ha herido. Recuerda las misericordias de Dios y cómo él cura con aceite y vino. No desesperes de la salvación. Recuerda tu recuerdo de cómo está escrito en las Escrituras que el que cae se levanta y el que se aleja regresa; el herido es sanado, la presa de las bestias escapa; el que reconoce su pecado no es rechazado. El Señor no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. No desprecies, como los malvados en el pozo del mal. Hay un tiempo de resistencia, un tiempo de largo sufrimiento, un tiempo de sanación, un tiempo de corrección. ¿Has tropezado? Levántate. ¿Has pecado? Cesa de pecar. No te interpongas en el camino de los pecadores, sino salta. Cuando te conviertas y gimas, serás salvo. Del trabajo viene la salud, del sudor la salvación. Cuídate, no sea que por tu deseo de cumplir con ciertas obligaciones, rompas las obligaciones con Dios que profesaste ante muchos testigos. Te ruego que no dudes en venir a mí por ninguna consideración terrenal, pues "cuando haya recuperado a mi muerto, me lamentaré, lo atenderé, lloraré por el despojo de la hija de mi pueblo" (Is 22,4). Todos están listos para darte la bienvenida, todos compartirán tus esfuerzos. No te hundas, y recuerda los días de antaño. Hay salvación, hay enmienda. Ten buen ánimo, y no desesperes. No es una ley que condena a muerte sin piedad, sino una misericordia que remite el castigo y espera la mejora. Las puertas aún no están cerradas; el novio escucha; el pecado no es el amo. Haz un nuevo esfuerzo, no lo dudes, ten piedad de ti y de todos nosotros.
CARTA 45
A un monje de Capadocia
I
Estoy doblemente alarmado en lo más profundo de mi corazón, y tú eres la causa. O bien soy víctima de alguna mala predisposición, y por eso me veo obligado a hacer una acusación poco fraternal. Con el deseo de compadecerte y tratar tus problemas con delicadeza, me veo obligado a adoptar una actitud diferente y poco amistosa. Por tanto, incluso al tomar la pluma para escribir, he calmado mi mano reticente con la reflexión; pero mi rostro, abatido como está por mi dolor por ti, no he podido cambiar. Estoy tan cubierto de vergüenza por ti, que mis labios se tornan de luto y mi boca se desencaja al instante. ¡Ay de mí! ¿Qué voy a escribir? ¿Qué pensaré en mi perplejidad? Si recuerdo tu antigua vida vacía, cuando nadabas en riquezas y tenías una reputación insignificante y mundana, me estremezco. Entonces te perseguía una turba de aduladores, y disfrutabas del breve disfrute del lujo, con evidente peligro y ganancias injustas. Por un lado, el miedo a los magistrados dispersaba tu preocupación por tu salvación; por otro, las agitaciones de los asuntos públicos perturbaban tu hogar, y la persistencia de los problemas dirigía tu mente hacia Aquel que puede ayudarte. Luego, poco a poco, comenzaste a buscar al Salvador, quien te hace temer por tu bien, quien te libera y te protege, aunque te burlabas de él en tu seguridad. Entonces comenzaste a prepararte para un cambio hacia una vida digna, tratando todas tus peligrosas propiedades como si fueran basura, y abandonando el cuidado de tu hogar y la compañía de tu esposa. Deambulando como un extraño y un vagabundo, vagando por la ciudad y el campo, te dirigiste a Jerusalén. Allí yo mismo viví contigo, y, por el esfuerzo de tu disciplina ascética, te llamé bienaventurado, cuando ayunando durante semanas continuaste en contemplación ante Dios, rehuyendo la compañía de tus semejantes, como un fugitivo derrotado. Entonces te organizaste una vida tranquila y solitaria, y rechazaste todas las inquietudes de la sociedad. Te pinchaste el cuerpo con áspero cilicio, y te ajustaste un cinturón duro alrededor de los lomos. Valientemente pusiste presión desgastante en tus huesos, y dejaste que tus costados colgaran sueltos de adelante hacia atrás, y todos huecos por el ayuno. No quisiste usar vendaje suave, y contrayendo tu estómago, como una calabaza, hiciste que se adhiriera a las partes alrededor de tus riñones. Vaciaste toda la grasa de tu carne; todos los canales debajo de tu vientre secaste; tu vientre mismo doblaste por falta de alimento. Tus costillas, como las cavernas de una casa, las hiciste sombrear toda tu cintura, y, con todo tu cuerpo contraído, pasaste las largas horas de la noche confesándote a Dios, y mojaste tu barba con canales de lágrimas. ¿Para qué particularizar? Recuerda cuántas bocas de santos saludaste con un beso, cuántos cuerpos abrazaste, cuántos te tomaron de las manos como si fueran inmaculadas, cuántos siervos de Dios, como en adoración, corrieron y te abrazaron por las rodillas.
II
¿Cuál es el fin de todo esto? Mis oídos están heridos por una acusación de adulterio, que vuela más rápido que una flecha y me atraviesa el corazón con un aguijón más agudo. ¿Qué astuta astucia de mago te ha conducido a una trampa tan mortal? ¿Qué redes diabólicas de múltiples mallas te han enredado e incapacitado todos los poderes de tu virtud? ¿Qué ha sido de la historia de tus trabajos? ¿O debemos descreer de ellas? ¿Cómo podemos evitar dar crédito a lo que ha estado oculto durante mucho tiempo cuando vemos lo que es evidente? ¿Qué diremos de que hayas atado con tremendos juramentos a almas que huyeron en busca de refugio en Dios, cuando lo que es más que sí y no se atribuye cuidadosamente al diablo? Te has hecho garantía de perjurio fatal; y, al menospreciar el carácter ascético, has culpado incluso a los apóstoles y al mismísimo Señor. Has avergonzado la jactancia de la pureza. Has deshonrado la promesa de castidad; Nos han convertido en una tragedia de cautivos, y nuestra historia se ha convertido en una comedia ante judíos y griegos. Has dividido el espíritu de los solitarios, llevando a los de disciplina más rigurosa al miedo y la cobardía, mientras aún se maravillan del poder del diablo, y seduciendo a los descuidados a imitar tu incontinencia. En la medida de lo posible, has destruido la jactancia de Cristo, quien dijo: "¡Ánimo!, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Has preparado para tu país un plato de mala reputación. En verdad, has demostrado la verdad del proverbio, como un ciervo herido en el hígado. ¿Y ahora qué? La torre de fortaleza no ha caído, hermano mío. Los remedios de la corrección no son objeto de burla; la ciudad de refugio no está cerrada. No te quedes en las profundidades del mal. No te entregues al asesino de almas. El Señor sabe cómo levantar a los que están derribados. No intentes huir lejos, sino corre hacia mí. Reanuda las labores de tu juventud y, con un nuevo curso de buenas obras, destruye la indulgencia que se arrastra por el suelo. Mira hacia el fin, que se ha acercado tanto a nuestra vida. Observa cómo ahora los hijos de judíos y griegos están siendo impulsados a la adoración de Dios, y no niegues del todo al Salvador del mundo. Nunca permitas que esa terrible sentencia se aplique a ti: "Apártate de mí, nunca te conocí" (Lc 13,27).
CARTA 46
A una virgen de Capadocia
I
Es el momento de citar las palabras del profeta y decir: "¡Oh, si mi cabeza se convirtiera en aguas y mis ojos en fuentes de lágrimas, para llorar día y noche por los caídos de la hija de mi pueblo!" (Jer 9,1). Aunque estén envueltos en un profundo silencio y yacen aturdidos por su desgracia, despojados de toda sensibilidad por el golpe fatal, no debo, en ningún caso, dejar que tal caída quede sin lamentar. Si a Jeremías le parecía que aquellos cuyos cuerpos habían sido heridos en la guerra merecían innumerables lamentaciones, ¿qué se dirá de tal desastre de almas? Se dice que "mis caídos no fueron muertos a espada ni en batalla" (Is 22,2). Pero lamento el aguijón de la muerte verdadera, la gravedad del pecado y los dardos de fuego del Maligno, que han prendido fuego ferozmente tanto a las almas como a los cuerpos. En verdad, las leyes de Dios gemirían en voz alta al ver tan gran contaminación en la tierra. Han pronunciado su antigua prohibición: "No codiciarás la mujer de tu prójimo" (Dt 5,21), y a través de los santos evangelios dicen que "Quien mira a una mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón" (Mt 5,28). Ahora ven a la propia esposa del Señor, cuya cabeza es Cristo, cometiendo adulterio con valentía. Así, también gemirían las compañías de los santos. Finés el Celoso, porque ya no puede tomar su lanza en sus manos y vengar el ultraje en los cuerpos; y Juan el Bautista, porque no puede abandonar los reinos celestiales, como en su vida dejó el desierto, para apresurarse a condenar la iniquidad, y si debe sufrir por el hecho, antes perderá la cabeza que su libertad de hablar. Pero, quizás, como el bienaventurado Abel, él también, aunque muerto, nos habla, y ahora exclama, con más fuerza que el antiguo Juan respecto a Herodías: "No te es lícito tenerla" (Mt 14,4). Porque aunque el cuerpo de Juan, en obediencia a la ley natural, haya recibido la sentencia de Dios, y su lengua permanezca en silencio, "la palabra de Dios no está atada" (2Tm 2,9). En efecto, Juan, al ver el matrimonio de un consiervo despreciado, se atrevió a reprenderlo hasta la muerte: ¿cómo se sentiría al ver semejante ultraje perpetrado en el tálamo nupcial del Señor?
II
Has abandonado el yugo de esa unión divina. Has huido de la cámara inmaculada del verdadero Rey. Has caído vergonzosamente en esta corrupción vergonzosa e impía, y ahora que no puedes evitar esta dolorosa acusación, y no tienes medios ni recursos para ocultar tu problema, y te precipitas en la insolencia. El hombre malvado, tras caer en un pozo de iniquidad, siempre comienza a despreciar, y tú estás negando tu pacto real con el verdadero esposo. Dices que no eres virgen y no hiciste ninguna promesa, aunque has asumido y profesado públicamente muchas promesas de virginidad. Recuerda la buena profesión que presenciaste ante Dios, los ángeles y los hombres. Recuerda las relaciones sagradas, la sagrada compañía de las vírgenes, la asamblea del Señor, la Iglesia de los santos. Recuerda a tu abuela, envejecida en Cristo, aún joven y vigorosa en la virtud. Recuerda a tu madre, que compite con ella en el Señor y se esfuerza por romper con la vida ordinaria con trabajos extraños e insólitos. Recuerda a tu hermana, que imita sus acciones y se esfuerza por superarlas, y va más allá de las buenas obras de sus padres en sus gracias virginales, y te desafía fervientemente, con palabras y hechos, a ti (su hermana, como ella cree) a esfuerzos similares, mientras reza fervientemente para que se preserve tu virginidad. Todo esto evoca tu santo servicio a Dios con ellas. Evoca tu vida espiritual (aunque en la carne) y tu conversación celestial (aunque en la tierra). Recuerda los días de calma, las noches iluminadas, los cánticos espirituales, la dulce música de los salmos, las oraciones santas, un lecho puro e inmaculado, la procesión de vírgenes y la comida moderada. ¿Qué ha sido de tu solemne aspecto, de tu porte agraciado, de tu sencillo vestido, propio de una virgen, del hermoso rubor de la modestia, de la hermosa y radiante palidez debida a la templanza y las vigilias, que brilla más hermosa que cualquier tez? ¿Cuántas veces no has rezado, quizá con lágrimas, para preservar tu virginidad sin mancha? ¿Cuántas veces no has escrito a los santos hombres, implorándoles que ofrezcan oraciones en tu nombre, no para que te toque casarte, y mucho menos involucrarte en esta vergonzosa corrupción, sino para que no te apartes del Señor Jesús. ¿Con qué frecuencia has recibido regalos del Novio? ¿Por qué enumerar los honores que te han dado por él los que son suyos? ¿Por qué hablar de tu comunión con vírgenes, tu progreso con ellas, tu saludo por ellas con alabanzas a causa de la virginidad, elogios de vírgenes, cartas escritas como a una virgen? Sin embargo, con una pequeña ráfaga del espíritu del aire, que "ahora obra en los hijos de desobediencia" (Ef 2,2), has abjurado de todo esto y has cambiado el tesoro honorable (por el que vale la pena luchar a toda costa) por una indulgencia efímera que por el momento gratifica el apetito. Un día la encontrarás más amarga que la hiel.
III
¿Quién no se lamentaría por tales cosas y diría: "¿Cómo es que la ciudad fiel se ha convertido en una ramera?" (Is 1,21). ¿Cómo no diría el Señor mismo a algunos de los que ahora caminan en el espíritu de Jeremías: ¿Han visto lo que me ha hecho la virgen de Israel? La desposé conmigo en confianza, en pureza, en justicia, en juicio, en piedad y en misericordia; como le prometí por medio del profeta Oseas. Pero ella amó a extraños, y mientras yo, su esposo, aún vivía, se la llama adúltera y no teme pertenecer a otro esposo. ¿Qué dice entonces el guía de la novia, el divino y bendito Pablo, tanto el de antaño como el de hoy, bajo cuya mediación e instrucción dejaron la casa de su padre y se unieron al Señor? ¿Acaso no podría tampoco, con dolor por tal problema, decir: "Lo que tanto temía me ha sobrevenido, y lo que temía me ha sobrevenido" (Job 3,25)? Te he desposado con un solo esposo para "presentarte como una virgen casta a Cristo" (2Cor 11,2). De hecho, siempre tuve miedo de que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, tu mente se corrompiera (2Cor 11,3). Con innumerables contra-hechizos, me esforcé por controlar la agitación de tus sentidos y con innumerables salvaguardias por preservar a la novia del Señor. Así que continuamente expuse la vida de la doncella soltera y describí cómo sólo la soltera "se preocupa por las cosas del Señor, para que sea santa tanto en cuerpo como en espíritu" (1Cor 7,34). Solía describir la alta dignidad de la virginidad y, dirigiéndome a ti como un templo de Dios, solía, por así decirlo, dar alas a tu celo mientras me esforzaba por elevarte a Jesús. Sin embargo, por temor al mal, os ayudé a no caer en las palabras: "Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo destruirá a él" (1Cor 3,17). Con mis oraciones, traté de hacerlos más seguros, para que "de alguna manera su cuerpo, alma y espíritu fueran preservados irreprensibles para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Ts 5,23). Sin embargo, todo mi esfuerzo por ti ha sido en vano. Amargo ha sido para mí el final de esas dulces labores. Ahora debo gemir de nuevo por aquello por lo que debería haberme regocijado. Has sido engañada por la serpiente con mayor amargura que Eva, y no sólo tu mente, sino también tu cuerpo, ha sido contaminado. Incluso este último horror ha sucedido, el cual me retraigo al decir, y sin embargo no puedo dejar de decir. ¿Por qué? Porque es como un fuego abrasador y abrasador en mis huesos, y estoy perdido y no puedo soportarlo. Has tomado los miembros de Cristo y "los has convertido en miembros de una ramera" (1Cor 6,15). Éste es un mal incomparable. Este ultraje en la vida es nuevo, y si no lo crees, cruza las islas de Quitim y llega a Chedar, y considera diligentemente si ves allí tal cosa. ¿Ha cambiado alguna nación sus dioses que aún no son dioses? (Jer 2,10-11). No, mas tú, oh virgen, has cambiado tu gloria por una vergüenza. Los cielos se asombran ante esto, y la tierra está terriblemente aterrorizada, porque una virgen ha cometido dos males: ha abandonado al verdadero y santo Esposo, y se ha entregado al Impío que destruye los cuerpos y las almas por igual. Te has rebelado contra Dios, tu Salvador, y has entregado sus miembros a la impureza y a la iniquidad. Olvidaste a tu Esposo y te fuiste tras tu amante, de quien no obtendrás ningún bien.
IV
Mejor le hubiera sido que le hubieran colgado al cuello una piedra de molino y que lo hubieran arrojado al mar, que haber ofendido a la virgen del Señor. ¿Qué esclavo ha llegado jamás a tal audacia descabellada como para arrojarse sobre la cama de su amo? ¿Qué ladrón ha llegado jamás a tal grado de locura como para apoderarse de las ofrendas mismas de Dios, no vasijas muertas, sino cuerpos vivos que albergan un alma hecha a imagen de Dios? ¿Quién fue conocido por tener la osadía, en el corazón de una ciudad y en pleno mediodía, de marcar figuras de cerdos inmundos en una estatua real? El que ha menospreciado un matrimonio de hombre, sin mostrarle misericordia, en presencia de dos o tres testigos, muere. ¿De cuánto mayor castigo, suponen, será considerado digno quien ha pisoteado al Hijo de Dios, y profanado a su prometida novia y ha afrentado el espíritu de virginidad? Pero la mujer, insiste, consintió, y no la violentaron contra su voluntad. Así, esa impúdica dama de Egipto ardía de amor por el apuesto José, pero la virtud del casto joven no fue vencida por el frenesí de la malvada mujer, e incluso cuando ella le puso la mano encima, no fue obligado a la iniquidad. Pero aun así, insiste, esto no era algo nuevo en su caso; ella ya no era una doncella; Si no hubiera querido, alguien más la habría corrompido. Sí; y está escrito que "el Hijo del Hombre fue destinado a ser traicionado", mas "¡ay de aquel por quien fue traicionado!". Entonces, "es necesario que vengan tropiezos, mas ¡ay de aquel por quien vienen!".
V
En tal estado de cosas como este, ¿caerán y no se levantarán? ¿Se apartará y no volverá (Jer 8,4)? ¿Por qué se apartó vergonzosamente la virgen, aunque había oído a Cristo su esposo decir por boca de Jeremías: "Después de que ella hubiera cometido todas estas fornicaciones, vuélvete a mí, pero no volvió" (Jer 3,7)? ¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay médico allí? ¿Por qué entonces no se recupera la salud de la hija de mi pueblo (Jer 8,22)? De hecho, podrías encontrar muchos remedios para el mal en las Escrituras, muchas medicinas para salvar de la destrucción y conducir a la salud; los misterios de la muerte y la resurrección, las sentencias de juicio terrible y castigo eterno; las doctrinas del arrepentimiento y de la remisión de los pecados; todas las innumerables ilustraciones de conversión, la pieza de dinero, la oveja, el hijo que malgastó sus bienes con rameras, que estaba perdido y fue encontrado, que estaba muerto y volvió a la vida. No usemos estos remedios para el mal, sino que por estos medios sanemos nuestra alma. Recuerda tu último día, porque seguramente no vivirás para siempre, a diferencia de todas las demás mujeres. La angustia, la falta de aire, la hora de la muerte, la sentencia inminente de Dios, los ángeles apresurándose en su camino, el alma temerosamente consternada y azotada en agonía por la conciencia del pecado, volviéndose lastimosamente a las cosas de esta vida y a la inevitable necesidad de esa larga vida para ser vivida en otro lugar. Imagínate, como surge en tu imaginación, la conclusión de toda vida humana, cuando el Hijo de Dios venga en su gloria con sus ángeles, Porque él vendrá y no guardará silencio; cuando venga a juzgar a los vivos y a los muertos, para dar a cada uno según su obra. Cuando esa terrible trompeta, con su potente voz, despierte a los que han dormido a lo largo de los siglos, y quienes hayan obrado el bien saldrán a la resurrección de vida, y quienes hayan obrado el mal, a la resurrección de condenación. Recuerda la visión de Daniel, y cómo nos presenta el juicio cuando dijo: "Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó un anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y su cabello como lana limpia; y sus ruedas como fuego ardiente. Un río de fuego fluía y salía delante de él; millares de millares le servían, y millones de millones asistían ante él. El juicio se sentó, y los libros se abrieron" (Dn 7,9-10). Revelando claramente a oídos de todos, ángeles y hombres, cosas buenas y malas , cosas hechas abiertamente y en secreto, hechos, palabras y pensamientos, todo a la vez. ¿Qué serán entonces aquellos hombres que han vivido vidas malvadas? ¿Dónde se esconderá entonces esa alma que a la vista de todos estos espectadores se revelará repentinamente en su plenitud de vergüenza? ¿Con qué clase de cuerpo soportará esos dolores interminables e insoportables en el lugar del fuego inextinguible, y del gusano que perece y nunca muere, y de la profundidad del hades, oscuro y horrible; amargos lamentos, fuertes lamentos, llanto y crujir de dientes y angustia sin fin? De todas estas aflicciones no hay liberación después de la muerte; no hay recurso, ningún medio para salir del castigo del dolor.
VI
Podemos escapar, así que, mientras podamos, levantémonos de la caída. Nunca desesperemos de nosotros mismos, si tan solo nos apartamos del mal. Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores. Oh, vengan, adoremos y postrémonos; lloremos ante él. La Palabra que nos invitó al arrepentimiento, ahora dice en voz alta: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar" (Mt 11,28). Hay, entonces, un camino de salvación, si queremos. La muerte en su poder los ha devorado, pero nuevamente el Señor ha enjugado las lágrimas de todos los rostros de los que se arrepienten. El Señor es fiel en todas sus palabras. Él no miente cuando dice: "Aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana serán" (Is 1,18). El gran Médico de las almas, quien es el liberador inmediato, no solo de ti, sino de todos los que están esclavizados por el pecado, está listo para sanar tu enfermedad. De él provienen las palabras, fueron sus dulces y salvadores los que dijeron: "Los que están sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores al arrepentimiento" (Mt 9,12-13). ¿Qué excusa tienes tú, qué excusa tiene nadie, cuando él habla así? El Señor desea limpiarte del problema de tu enfermedad y mostrarte la luz después de la oscuridad. El buen Pastor, que dejó a los que no se habían extraviado, te busca. Si te entregas a él, él no se contendrá. Él, en su amor, no desdeñará ni siquiera cargarte sobre sus propios hombros, regocijándose por haber encontrado a su oveja que se había perdido. El Padre está de pie y espera tu regreso de tu deambular. Sólo regresa, y mientras aún estás lejos, él correrá y caerá sobre tu cuello, y, ahora que estás purificado por el arrepentimiento, te envolverá en abrazos de amor. Vestirá con la vestidura principal al alma que se ha despojado del viejo hombre con todas sus obras; pondrá un anillo en las manos que se han lavado de la sangre de la muerte, y calzará los pies que se han apartado del mal camino a la senda del evangelio de la paz. Anunciará el día de gozo y alegría a los que son suyos, tanto ángeles como hombres, y celebrará tu salvación por todas partes. Porque de cierto os digo, dice él, hay gozo en el cielo delante de Dios por un pecador que se arrepiente. Si alguno de los que creen estar en pie critica su pronta recepción, el buen Padre mismo responderá por vosotros con estas palabras: "Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque esta hija mía estaba muerta y ha revivido; estaba perdida y ha sido hallada" (Lc 15,32).
CARTA 47
Al obispo Gregorio de Nacianzo
¿Quién me dará alas como una paloma? ¿O cómo puede mi vejez ser tan renovada que pueda acudir a tu afecto, satisfacer mi profundo anhelo de verte, contarte todos los problemas de mi alma y recibir de ti algún consuelo en mi aflicción? Porque cuando el bendito obispo Eusebio se durmió, nos alarmó no poco que los conspiradores contra la Iglesia de nuestra metrópoli, deseosos de llenarla con su cizaña herética, aprovecharan la oportunidad presente, desarraigaran con sus malvadas enseñanzas la verdadera fe sembrada con mucho trabajo en las almas de los hombres y destruyeran su unidad. Éste ha sido el resultado de su acción en muchas iglesias. Sin embargo, cuando recibí las cartas del clero exhortándome a no dejar que sus necesidades fueran descuidadas en tal crisis, al recorrer mis ojos en todas direcciones, recordé tu espíritu amoroso, tu fe recta y tu incesante celo por las iglesias de Dios. Por lo tanto, he enviado al amado Eustacio, el diácono, para invitar a su reverencia e implorarle que añada este nuevo a todas sus labores en favor de la Iglesia. Le ruego también que consienta mi vejez con su presencia. Y que mantenga para la verdadera Iglesia su famosa ortodoxia, uniéndose a mí, si soy considerado digno de unirme a usted, en la buena obra de darle un pastor conforme a la voluntad del Señor, capaz de guiar rectamente a su pueblo. Tengo ante mis ojos a un hombre que no le es desconocido ni siquiera a usted. Si tan solo somos hallados dignos de conseguirlo, estoy seguro de que alcanzaremos un acceso seguro a Dios y otorgaremos un gran beneficio al pueblo que ha invocado nuestra ayuda. Ahora, una vez más, sí, muchas veces lo invoco, dejando de lado toda duda, para que venga a mi encuentro y parta antes de que se presenten las dificultades del invierno.
CARTA 48
Al obispo Eusebio de Samosata
He tenido considerables dificultades para encontrar un mensajero que le transmitiera una carta a su reverencia, pues nuestros hombres temen tanto al invierno que apenas pueden soportar siquiera asomar la cabeza fuera de sus casas. Hemos sufrido una nevada tan intensa que hemos quedado sepultados, con casas y todo, bajo ella, y llevamos dos meses viviendo en guaridas y cuevas. Usted conoce el carácter capadocio y lo difícil que es conseguir que nos mudemos. Perdóneme, pues, por no escribir antes y poner en conocimiento de su excelencia las últimas noticias de Antioquía. Contarle todo esto ahora, cuando es probable que lo supiera hace mucho tiempo, es tedioso y aburrido. Pero como no considero ninguna molestia decirle siquiera lo que sabe, le he enviado las cartas que me ha transmitido el lector. Sobre este punto no diré más. Constantinopla lleva ya algún tiempo con Demófilo, como le dirán los propios portadores de esta carta, y como sin duda se le ha informado a su santidad. De todos los que nos llegan de esa ciudad, se oye unánimemente sobre él una cierta falsificación de la ortodoxia y la religión sana, hasta tal punto que incluso las partes divididas de la ciudad han llegado a un acuerdo, y algunos obispos vecinos han aceptado la reconciliación. Nuestros hombres aquí no han resultado mejor de lo que esperaba. Vinieron justo después de que usted se fuera, dijeron e hicieron muchas cosas dolorosas, y finalmente regresaron a casa, tras acentuar su separación de mí. Si algo mejor sucederá en el futuro, y si abandonarán sus malos caminos, es algo que nadie, salvo Dios, sabe. Hasta aquí llega nuestra condición actual. El resto de la Iglesia, por la gracia de Dios, se mantiene firme y ruega para que en la primavera podamos tenerlo de nuevo con nosotros y ser renovados por sus buenos consejos. Mi salud no está mejor que nunca.
CARTA 49
Al obispo Arcadio
Di gracias al Dios Santo al leer tu carta, piadosísimo hermano. Ruego que no sea indigno de las expectativas que has depositado en mí y que disfrutes de una recompensa plena por el honor que me rindes en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Me alegró enormemente saber que te has dedicado a un asunto eminentemente cristiano, que has edificado una casa para la gloria de Dios y que has amado con sinceridad, como está escrito, la belleza de la casa del Señor, y que así te has provisto de esa mansión celestial que está preparada en su descanso para quienes aman al Señor. Si logro encontrar reliquias de mártires, ruego poder participar en tu ferviente esfuerzo. Si los justos son recordados eternamente, sin duda tendré parte de la buena fama que el Santo te dará.
CARTA 50
Al obispo Inocencio
¿Quién, en verdad, podría ser más apropiado para animar a los tímidos y despertar a los adormilados que tú, mi piadoso señor, que has demostrado tu excelencia general también en esto, al consentirte en venir entre nosotros, tus humildes inferiores, como un verdadero discípulo de Aquel que dijo: "Estoy entre vosotros como quien sirve" (Lc 22,27)? Pues te has dignado a brindarnos tu alegría espiritual, a refrescar nuestras almas con tu honorable carta y, por así decirlo, a abrazar la infancia de los niños con los brazos de tu grandeza. Por lo tanto, imploramos a tu bondadosa alma que ore para que seamos dignos de recibir ayuda de los grandes, como tú, y para tener la voz y la sabiduría necesarias para unirnos a la voz de todos los que, como tú, son guiados por el Espíritu Santo. De él he oído que eres un amigo y un verdadero adorador, y estoy profundamente agradecido por tu fuerte e inquebrantable amor a Dios. Ruego para que mi suerte sea la de los verdaderos adoradores, entre los cuales estamos seguros que se encuentra vuestra excelencia, así como aquel grande y verdadero obispo que ha llenado todo el mundo con su maravillosa obra.
CARTA 51
Al obispo Bósforo
¿Cómo crees que se me dolió el corazón al oír las calumnias que me lanzaron algunos de los que no temen al Juez, que destruirá a los que hablan mentiras? Pasé casi toda la noche sin dormir, pensando en tus palabras de amor, y así se apoderó de mi corazón la pena. Porque, en verdad, en palabras de Salomón, la calumnia humilla al hombre. Y nadie es tan insensible como para no conmoverse y postrarse en tierra si cae con labios propensos a la mentira. Pero debemos soportarlo todo y soportarlo todo, después de encomendar nuestra vindicación al Señor. Él no nos despreciará; porque "quien oprime al pobre reprocha a su Creador" (Prov 14,31). Sin embargo, quienes han remendado esta nueva tragedia de blasfemia parecen haber perdido toda fe en el Señor, quien ha declarado que debemos rendir cuentas en el día del juicio incluso por una palabra ociosa (Mt 12,36). Y yo, dime, ¿he anatematizado al bienaventurado Dianio? Pues esto es lo que han dicho contra mí. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En presencia de quién? ¿Con qué pretexto? ¿Con simples palabras o por escrito? ¿Siguiendo a otros, o a mí mismo, el autor y originador del hecho? ¡Ay de la desfachatez de los hombres que no tienen reparos en decir nada! ¡Ay de su desprecio por el juicio de Dios! A menos que, de hecho, añadan esto a su ficción, que me hacen parecer como si alguna vez hubiera estado tan loco como para no saber lo que decía. Desde que he estado en mis cabales, sé que nunca hice nada parecido, ni tuve el menor deseo de hacerlo. De lo que sí soy consciente es de esto: que desde mi más tierna infancia fui criado en el amor por él, pensaba, al contemplarlo, en lo venerable que parecía, en lo digno, en lo verdaderamente reverente. Luego, al crecer, comencé a conocerlo por las buenas cualidades de su alma y me deleitaba con su compañía, aprendiendo gradualmente a percibir la sencillez, nobleza y liberalidad de su carácter, y todas sus cualidades más distintivas: su dulzura, su mezcla de magnanimidad y mansedumbre, la decencia de su conducta, su dominio del carácter, la radiante alegría y afabilidad que combinaba con la majestuosidad de su porte. Por todo esto, lo consideraba entre los hombres más ilustres por su noble carácter. Sin embargo, hacia el final de su vida (no ocultaré la verdad), yo, junto con muchos de los que en nuestro país temían al Señor, sufrimos por él con una tristeza insoportable, porque firmó el credo traído de Constantinopla por Jorge. Después, lleno de bondad y gentileza como era, y dispuesto, con la plenitud de su corazón paternal, a dar satisfacción a todos, cuando ya había enfermado de la enfermedad de la que murió, me mandó llamar y, poniendo al Señor por testigo, dijo que en la sencillez de su corazón había aceptado el documento enviado desde Constantinopla, pero que no había tenido la intención de rechazar el credo propuesto por los santos padres en Nicea, ni había tenido otra disposición de corazón que la que siempre había tenido desde el principio. Además, oró para no ser separado de la suerte de aquellos benditos 318 obispos que habían anunciado el piadoso decreto al mundo. Como consecuencia de esta declaración satisfactoria, despejé toda ansiedad y duda y, como saben, me comuniqué con él y dejé de lamentarme. Así han sido mis relaciones con Dianio. Si alguien afirma estar al tanto de alguna vil calumnia mía contra Dianio, que no la deje murmurar como un esclavo en un rincón; que salga con valentía y me condene a la luz del día.
CARTA 52
Al obispo Canónico
I
Me ha consternado mucho una noticia dolorosa que llegó a mis oídos. Pero me ha alegrado igualmente mi hermano, amado de Dios, el obispo Bósforo, quien ha dado un informe más satisfactorio sobre ti. Afirma, por la gracia de Dios, que todas esas historias que se han difundido sobre ti son invenciones de hombres que no están completamente informados sobre tu verdad. Añadió, además, que encontró entre ustedes calumnias impías sobre mí, del tipo que probablemente proferirán quienes no esperan tener que rendir cuentas al Juez en el día de su justo castigo ni siquiera por una palabra ociosa. Doy gracias a Dios, pues, tanto porque me he curado de mi opinión perjudicial sobre ti, una opinión que he derivado de las calumnias de los hombres, como porque he sabido que has abandonado esas nociones infundadas sobre mí, al oír las garantías de mi hermano. Él, en todo lo que ha dicho, como si viniera de sí mismo, también ha expresado plenamente mi propio sentir. Pues en ambos hay una misma mentalidad sobre la fe, como herederos de los mismos padres que en Nicea promulgaron su gran decreto sobre la fe. De éste, algunas partes son universalmente aceptadas sin reparos, pero el homoousion, mal recibido en ciertos círculos, sigue siendo rechazada por algunos. Podemos culpar con razón a estos objetores, y sin embargo, por el contrario, los consideramos merecedores de perdón. Negarse a seguir a los padres, sin considerar su declaración con mayor autoridad que la propia opinión, es una conducta censurable, por rebosar de autosuficiencia. Por otro lado, el hecho de que vean con sospecha una frase tergiversada por la oposición parece eximirlos en cierta medida de culpa. De hecho, los miembros de los sínodos que se reunieron para discutir el caso de Pablo de Samosata encontraron el término desafortunado, pues sostenían que el homoousion enunciaba la idea tanto de esencia como de lo que se deriva de ella, de modo que la esencia, al dividirse, confiere el título de coesencial a las partes en que se divide. Esta explicación tiene cierta razón en el caso del bronce y las monedas fabricadas con él, pero en el caso de Dios Padre y Dios Hijo no se trata de una sustancia anterior o siquiera subyacente a ambos. El mero pensamiento y la expresión de tal cosa es la última extravagancia de la impiedad. ¿Qué puede concebirse como anterior al Ingénito? Por esta blasfemia se destruye la fe en el Padre y el Hijo, pues las cosas, constituidas a partir de uno, tienen entre sí la relación de hermanos.
II
Ya en aquella época algunos afirmaban que el Hijo había sido creado a partir de lo inexistente, por lo que se adoptó el término homoousion para extirpar esta impiedad. Pues la conjunción del Hijo con el Padre es sin tiempo ni intervalo. Las palabras anteriores muestran que este era el significado pretendido. Pues tras decir que el Hijo era luz de luz y engendrado de la sustancia del Padre, pero no fue creado, añadieron el término homoousion, mostrando así que cualquier proporción de luz que se atribuya al Padre se dará también en el Hijo. Pues la misma luz en relación con la misma luz, según el sentido real de la luz, no variará. Puesto que entonces el Padre es luz sin principio, y el Hijo engendró luz, pero ambos son luz y luz; con razón dijeron de una sola sustancia, para exponer la igual dignidad de la naturaleza. Las cosas que tienen una relación de hermandad no son, como algunos han supuesto, de una sola sustancia; Pero cuando tanto la causa como aquello que deriva su existencia natural de la causa son de la misma naturaleza, entonces se dice que son de una misma sustancia.
III
Este término también corrige el error de Sabelio, pues elimina la idea de la identidad de las hipóstasis e introduce a la perfección la idea de las personas. Pues nada puede ser de una misma sustancia consigo mismo, sino que una cosa es de una misma sustancia con otra. El término tiene, por tanto, un uso excelente y ortodoxo, definiendo tanto el carácter propio de las hipóstasis como la invariabilidad de su naturaleza. Y cuando se nos enseña que el Hijo es de la misma sustancia del Padre, engendrado y no creado, no caigamos en el sentido material de las relaciones. La sustancia no fue separada del Padre ni otorgada al Hijo. La sustancia tampoco engendró por fluxión, ni tampoco brotando como plantas sus frutos. El modo de la engendración divina es inefable e inconcebible para el pensamiento humano. Es propio de una inteligencia pobre y carnal comparar lo eterno con lo perecedero del tiempo, e imaginar que, así como lo corpóreo engendra, Dios lo hace de igual manera. Es nuestro deber elevarnos a la verdad con argumentos contrarios, y afirmar que, si así es lo mortal, no así es quien es inmortal. No debemos, pues, negar la generación divina ni contaminar nuestra inteligencia con sentidos corpóreos.
IV
El Espíritu Santo también se cuenta con el Padre y el Hijo, porque está por encima de la creación, y está clasificado como nos enseñan las palabras del Señor en el evangelio: "Id y bautizad en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Quien, por el contrario, antepone el Espíritu al Hijo, o lo considera mayor que el Padre, se resiste a la ordenanza de Dios y es ajeno a la sana fe, pues no conserva la forma de doxología que ha recibido, sino que adopta algún nuevo artificio para agradar a los hombres. Está escrito que "el Espíritu es de Dios" (1Cor 2,12), y si es de Dios, ¿cómo puede ser mayor que aquello de lo que es? ¿Y qué locura no es, cuando hay un Ingénito, hablar de algo más como superior al Ingénito? Él ni siquiera es anterior, pues nada se interpone entre el Hijo y el Padre. Si, sin embargo, él no proviene de Dios, sino que existe por medio de Cristo, ni siquiera existe. De ello se deduce que esta nueva invención del orden implica en realidad la destrucción de la existencia misma y una negación de toda la fe. Es igualmente impío reducirlo al nivel de criatura y subordinarlo tanto al Hijo como al Padre, ya sea en tiempo o en rango. Estos son los puntos sobre los que he oído que estás indagando. Si el Señor permite que nos encontremos, tal vez pueda decir más sobre estos temas, y que yo mismo, en lo que respecta a los puntos que estoy investigando, reciba información satisfactoria de ti.
CARTA 53
A los obispos de Capadocia
I
Me duele profundamente la enormidad del asunto sobre el que escribo, aunque sólo sea por esto: que ha suscitado sospechas y comentarios generales. Pero hasta ahora me ha parecido increíble. Espero, pues, que lo que escribo al respecto sea tomado por los culpables como remedio, por los inocentes como advertencia, por los indiferentes (en cuya clase confío que ninguno de vosotros se encuentre) como testimonio. ¿Y de qué hablo? Se dice que algunos de vosotros aceptan dinero de los candidatos a la ordenación, y lo excusan con argumentos religiosos. Esto es, sin duda, peor. Si alguien hace el mal bajo la apariencia de bien, merece doble castigo, porque no sólo hace lo que en sí mismo no es bueno, sino que hace al bien cómplice en la comisión del pecado. Si la acusación es cierta, que no lo sea más. Que comience una mejor situación. Al receptor del soborno debe decirse, como lo dijeron los apóstoles a quien estaba dispuesto a dar dinero para comprar la comunión del Espíritu Santo: "Tu dinero perezca contigo" (Hch 8,20). Es un pecado más leve querer comprar por ignorancia, que vender, el don de Dios. Fue una venta; y si vendes lo que recibiste como regalo, serás privado de la bendición, como si tú mismo fueras vendido a Satanás. Estás obstaculizando el tráfico del charlatán en las cosas espirituales y en la Iglesia donde se nos confía el cuerpo y la sangre de Cristo. Estas cosas no deben ser. Y mencionaré dónde yace una ingeniosa estratagema. Creen que no hay pecado porque toman el dinero no antes sino después de la ordenación; pero tomar es tomar en cualquier momento.
II
Os exhorto, pues, a que abandonéis esta ganancia. O mejor dicho, este acercamiento al infierno. No os indignéis, por mancharos las manos con tales sobornos, de celebrar los santos misterios. Pero perdonadme. Empecé desacreditando, y ahora amenazo como si estuviera convencido. Si después de esta carta mía, alguien hace algo parecido, se alejará de los altares y buscará un lugar donde pueda comprar y vender el don de Dios. Nosotros y las iglesias de Dios no tenemos tal costumbre. Una palabra más, y habré terminado. Estas cosas provienen de la codicia. Ahora bien, la codicia es la raíz de todo mal y se llama idolatría. No antepongáis, pues, los ídolos a Cristo por un poco de dinero. No imitéis a Judas y traicionéis una vez más por soborno a Aquel que fue crucificado por nosotros. Porque tanto las tierras como las manos de quienes obtienen semejantes ganancias serán llamadas Aceldama.
CARTA 54
A los obispos de Capadocia
Me aflige mucho que los cánones de los padres hayan fracasado, y que la disciplina estricta de la Iglesia haya sido desterrada entre vosotros. Temo que, a medida que esta indiferencia crezca, los asuntos de la Iglesia se confundan poco a poco. Según la antigua costumbre observada en las iglesias de Dios, los ministros eran recibidos tras un cuidadoso examen. Se investigaba toda su vida, y se indagaba si no eran maldicientes ni borrachos, si no eran propensos a las peleas, si mantenían su juventud en sujeción, para poder conservar la santidad sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12,14). Este examen fue realizado por presbíteros y diáconos que vivían con ellos. Luego los llevaban ante los co-epíscopos; y los co-epíscopos, tras recibir los sufragios de los testigos sobre la verdad y dar información al obispo, admitían al ministro en el orden sacerdotal. Vosotros, sin embargo, habéis pasado todo esto por alto y por completo. Ni siquiera habéis tenido la gracia de recurrir a mí, y os habéis transferido toda la autoridad. Además, con total indiferencia, habéis permitido que presbíteros y diáconos introduzcan en la Iglesia a personas indignas, a cualquiera que elijan, sin previo examen de vida y carácter, por mero favoritismo, por parentesco o cualquier otro vínculo. La consecuencia es que en cada pueblo se consideran muchos ministros, pero ni un solo hombre digno del servicio de los altares. De esto vosotros mismos dais prueba, con vuestra dificultad para encontrar candidatos idóneos para la elección. Como percibo que el mal está llegando gradualmente a un punto incurable, y especialmente en este momento en que un gran número de personas se presentan al ministerio por temor al reclutamiento, me veo obligado a recurrir a la restitución de los cánones de los padres. Por lo tanto, os ordeno por escrito que me enviéis la lista de los ministros de cada pueblo, indicando quién ha introducido a cada uno y cuál es su estilo de vida. Tenéis el registro bajo vuestra custodia, para que vuestra versión pueda compararse con los documentos que están en el mío, y nadie pueda insertar su propio nombre cuando quiera. Así que, si alguno ha sido introducido por los presbíteros después del primer nombramiento, que sea rechazado y que ocupe su lugar entre los laicos. Debéis entonces comenzar de nuevo su examen y, si demuestran ser dignos, que sean admitidos por vuestra decisión. Expulsad de la Iglesia a los indignos, y así purifícala. De ahora en adelante, examinad a los dignos, y luego recibidlos. Y no los contéis antes de informarme. De lo contrario, tened claro que quien sea admitido al ministerio, sin mi autorización, seguirá siendo un laico.
CARTA 55
Al sacerdote Paregorio
He prestado atención paciente a tu carta, y me asombra que, cuando eres perfectamente capaz de proporcionarme una defensa breve y sencilla actuando de inmediato, decidas persistir en mi motivo de queja y esforzarte por curar lo incurable escribiendo una larga historia al respecto. No soy el primero, Paregorio, ni el único hombre en dictar la ley de que las mujeres no deben vivir con hombres. Lee el canon establecido por nuestros santos padres en el Concilio de Nicea, que prohíbe expresamente las subintroducciones. La vida de soltero se distingue honorablemente por estar separada de toda compañía femenina. Si, pues, alguien, conocido por su profesión externa, sigue en realidad el ejemplo de quienes viven con esposas, es obvio que sólo se distingue por la virginidad nominalmente, y no se abstiene de indulgencias indecorosas. Deberías haber estado más dispuesto a someterte sin dificultad a mis exigencias, puesto que alegas estar libre de todo apetito corporal. No supongo que un hombre de setenta años viva con una mujer por tales sentimientos, y no he decidido, como lo he hecho, sobre la base de que se haya cometido ningún delito. Pero hemos aprendido del apóstol a no poner piedra de tropiezo ni ocasión de caer en el camino de un hermano (Rm 14,13). Y yo sé que lo que algunos hacen muy bien, naturalmente se convierte en ocasión de pecado para otros. Por lo tanto, he dado mi orden, en obediencia al mandato de los santos padres, de que te separes de la mujer. ¿Por qué, entonces, criticas al co-epíscopo? ¿De qué sirve mencionar antiguas malas voluntades? ¿Por qué me culpas por prestar oídos fáciles a las calumnias? ¿Por qué no te culpas más bien a ti mismo por no consentir en romper tu relación con la mujer? Expúlsala de tu casa y establécela en un monasterio. Que viva con vírgenes, y que te sirvan los hombres, para que el nombre de Dios no sea blasfemado en ti. Hasta que lo hagas, los innumerables argumentos que usas en tus cartas no te servirán de nada. Morirás inútil y tendrás que rendir cuentas a Dios por tu inutilidad. Si persistes en aferrarte a tu posición clerical sin corregir tu conducta, serás maldito ante todo el pueblo, y todos los que te reciban serán excomulgados en toda la Iglesia.
CARTA 56
A su acusador Pérgamo
Olvido con mucha facilidad, y últimamente he tenido muchas cosas que hacer, por lo que mi natural debilidad se ha agravado. No dudo, por tanto, de que me has escrito, aunque no recuerdo haber recibido carta alguna de su excelencia. No obstante, estoy seguro de que no me dirías lo que no es cierto. De no haber recibido respuesta, no soy yo el culpable, sino que la culpa es de quien no la solicitó. Ahora, sin embargo, tiene esta carta, que contiene mi defensa del pasado y me da pie a un segundo saludo. Así que, cuando me escriba, no suponga que estás tomando la iniciativa en otra correspondencia, sino que sólo estás cumpliendo con tu obligación. En realidad, aunque esta carta mía responde a una tuya anterior, al ser más del doble de voluminosa, cumplirá un doble propósito. Ya ves a qué sofismas me lleva mi ociosidad. Mi estimado señor, no presentes en pocas palabras acusaciones graves, ni mucho menos las más graves. Olvidar a los amigos y descuidarlos, desde una posición elevada, son faltas que implican todo tipo de mal. ¿Acaso no amamos según el mandamiento del Señor? Entonces perdemos la marca distintiva que llevamos impresa. ¿Nos llenamos de orgullo y arrogancia? Entonces caemos en la inevitable condenación del diablo. Si usas estas palabras porque albergabas tales sentimientos hacia mí, ruega para que huyas de la maldad que has encontrado en mis caminos. Si, por el contrario, tu lengua se amoldó a estas palabras, en una especie de convencionalismo desconsiderado, me consolaré y te pediré que tengas la amabilidad de presentar alguna prueba tangible de tus acusaciones. Ten la seguridad de que mi ansiedad actual me justifica con humildad. Comenzaré a olvidarte cuando deje de conocerme a mí mismo. Nunca pienses, pues, que porque un hombre esté muy ocupado es un hombre de carácter defectuoso.
CARTA 57
Al obispo Melecio de Antioquía
Si su santidad supiera la inmensa felicidad que me causa cada vez que me escribe, sé que jamás habría desaprovechado la oportunidad de enviarme una carta. Es más, me habría escrito muchas cartas en cada ocasión, sabiendo la recompensa que nuestro amoroso Señor reserva para el consuelo de los afligidos. Todo aquí sigue siendo muy doloroso, y el pensamiento de su santidad es lo único que me aparta de mis propios problemas. Este pensamiento se me hace más nítido al comunicarme con usted a través de esa carta suya tan llena de sabiduría y gracia. Por lo tanto, cuando tomo su carta en mis manos, primero miro su tamaño y me encanta aún más por ser tan grande. Luego, al leerla, me regocijo con cada palabra que encuentro en ella. Al acercarme al final, empiezo a sentirme triste, y tan buena es cada palabra que leo en lo que usted escribe. La abundancia de un buen corazón es buena. Si en respuesta a tus oraciones, mientras viva en esta tierra, se me permitiera encontrarme contigo cara a cara y disfrutar de la provechosa instrucción de tu voz, o de cualquier ayuda que me ayude en la vida presente o en la venidera, lo consideraría sin duda la mayor de las bendiciones, un preludio a la misericordia de Dios. Ya me habría aferrado a esta intención si no me lo hubieran impedido hermanos leales y amorosos. Le he pedido a mi hermano Teofrasto que te informe detalladamente sobre asuntos, sobre los cuales no me comprometo a escribir mis intenciones.
CARTA 58
Al obispo Gregorio de Nacianzo
¿Cómo voy a disputar contigo por escrito? ¿Cómo puedo convencerte satisfactoriamente, con toda tu sencillez? Dime, pues: ¿Quién cae una tercera vez en las mismas redes? ¿Quién cae una tercera vez en la misma trampa? Incluso a una bestia le resultaría difícil hacerlo. Falsificaste una carta y me la trajiste como si viniera de nuestro reverendo tío el obispo, tratando de engañarme, no tengo ni idea de por qué. La recibí como una carta escrita por el obispo y entregada por ti. ¿Por qué no debería? Estaba encantado, se la enseñé a muchos de mis amigos y di gracias a Dios. La falsificación fue descubierta, cuando el obispo la repudió en persona. Estaba completamente avergonzado. Cubierto como estaba con la desgracia de la astuta artimaña y las mentiras, recé para que se abriera la tierra para mí. Entonces me dieron una segunda carta, como enviada por el propio obispo por manos de tu siervo Asterio. Ni siquiera esta segunda carta fue enviada por el obispo, como me dijo mi reverendo hermano Antimo. Ahora Adamantio ha venido a traerme una tercera. ¿Cómo debería recibir una carta suya o suya? Podría haber rezado para tener un corazón de piedra, para no recordar el pasado ni sentir el presente y para soportar cada golpe (como el ganado) con la cabeza gacha. Pero ¿qué debo pensar ahora que, tras mi primera y segunda experiencia, no puedo admitir nada sin pruebas fehacientes? Por eso escribo atacando su sencillez, que veo claramente que no es la que generalmente conviene a un cristiano ni es apropiada para la presente emergencia. Le escribo para que, al menos en el futuro, se cuide y me perdone. Debo hablarle con toda franqueza, y le digo que es un ministro indigno de cosas tan importantes. Sin embargo, sea quien sea el autor de la carta, he respondido como corresponde. Ya sea que tú mismo estés experimentando conmigo o que la carta que enviaste sea realmente una que recibiste de los obispos, tienes mi respuesta. En un momento como este, debiste tener presente que eres mi hermano, que aún no has olvidado los lazos de la naturaleza y que no me consideras un enemigo, pues he entrado en una vida que agota mis fuerzas y está tan por encima de mis capacidades que daña incluso mi alma. Sin embargo, a pesar de todo esto, ya que has decidido declararme la guerra, debiste haber venido a mí y compartido mis problemas. Porque se dice: "Hermanos y ayuda hay contra el tiempo de angustia" (Ecl 40,24). Si los reverendos obispos están realmente dispuestos a reunirse conmigo, que lo hagan saber. Que me indiquen el lugar y la hora, y que me inviten por medio de sus propios hombres. No me niego a conocer a mi propio tío, pero no lo haré a menos que la invitación me llegue en debida forma.
CARTA 59
A su tío Gregorio
I
He guardado silencio durante mucho tiempo. ¿Debo callar para siempre? ¿Acaso debo soportar aún más el duro castigo del silencio, sin escribirme ni recibir declaración alguna de otro? Manteniéndome firme en esta firme determinación hasta el momento actual, puedo aplicarme las palabras del profeta: "Soporto con paciencia, como una mujer de parto". Sin embargo, siempre anhelo comunicarme, ya sea en persona o por carta, y siempre, por mis propios pecados, la echo de menos. No puedo imaginar otra razón para lo que sucede que la que estoy convencido de que es la verdadera: que al estar separado de tu amor estoy expiando viejos pecados. Si es que no me equivoco al usar el término separado en tu caso, de cualquiera, y mucho menos de mí, para quien siempre has sido como un padre. Ahora mi pecado, como una densa nube que me ensombrece, me ha hecho olvidar todo esto. Cuando pienso que lo único que me produce lo que está sucediendo es tristeza, ¿cómo puedo atribuirlo a algo más que a mi propia maldad? Si los acontecimientos se deben a pecados, que éste sea el fin de mis problemas. Si hubo alguna intención de disciplina, entonces tu objetivo se ha logrado plenamente, pues el castigo lleva mucho tiempo vigente. Así pues, ya no me quejo, sino que soy el primero en romper el silencio y te suplico que te acuerdes tanto de mí como de ti, quienes, con mayor intensidad de la que nuestra relación podría haber exigido, me han mostrado un profundo afecto toda mi vida. Ahora, te imploro, muestra bondad a la ciudad por mi causa. No te alejes de ella por mi culpa.
II
Si hay algún consuelo en Cristo, alguna comunión del Espíritu, alguna misericordia y piedad, atiende a mi oración y pon fin a mi depresión. Que haya un comienzo de cosas mejores para el futuro. Sé un guía para los demás en el camino hacia lo mejor, y no sigas a nadie en el camino del mal. Nunca hubo un rasgo tan característico del cuerpo como la dulzura y la paz lo son de tu alma. Sería conveniente para alguien como tú atraer a todos hacia ti y hacer que todos los que se acercan a ti se impregnen de la bondad de tu naturaleza, como de la fragancia de la mirra. Porque aunque ahora haya cierta oposición, pronto se reconocerán las bendiciones de la paz. Sin embargo, mientras haya espacio para las calumnias que nacen de la disensión, la sospecha sin duda irá a peor. Sin duda, es inapropiado que los demás me ignoren, pero es especialmente inapropiado en tu excelencia. Si me equivoco, me beneficiará mucho que me reprendan. Esto es imposible si nunca nos vemos. Pero, si no hago nada malo, ¿por qué me desagradan? Eso es lo que ofrezco en mi defensa.
III
En cuanto a lo que las iglesias puedan decir en su propio nombre, quizás sea mejor que se guarde silencio, pues ellas cosechan las consecuencias de nuestro desacuerdo, y no les beneficia. No hablo para aliviar mi dolor, sino para ponerle fin. Y estoy seguro de que tu inteligencia no ha permitido que nada se te escape. Tú mismo podrás discernir y comunicar a otros puntos de mucha mayor importancia de la que yo puedo concebir. Tú viste el daño causado a las iglesias antes que yo; y te duele más que yo, pues has aprendido del Señor desde hace mucho tiempo a no despreciar ni siquiera lo más pequeño. Y ahora el daño no se limita a uno o dos, sino que ciudades y pueblos enteros son partícipes de mis calamidades. ¿Qué necesidad hay de decir qué clase de rumor se extenderá sobre mí incluso más allá de nuestras fronteras? Te convendría, con tu gran corazón, dejar el amor a la contienda a otros. Mejor aún, si es posible, arrancarlo de sus corazones, mientras tú mismo vences lo doloroso con perseverancia. Cualquier hombre iracundo puede defenderse, pero sobreponerse a la ira real solo te corresponde a ti, y a cualquiera tan bueno como tú, si lo hay. Una cosa no diré: que quien me guarda rencor está descargando su ira sobre el inocente. Consuélame, pues, viniendo a verme, o por carta, o invitándome a verte, o por cualquier otro medio. Ruego que tu piedad se manifieste en la Iglesia y que puedas sanar de inmediato a mí y al pueblo, tanto con tu presencia como con tus palabras de bondad. Si esto es posible, es lo mejor. Si decides otra cosa, la aceptaré de buen grado. Sólo accede a mi súplica de que me des información precisa sobre lo que tu sabiduría decida.
CARTA 60
A su tío Gregorio
Antes me alegraba ver a mi hermano. ¿Por qué no, ya que es mi hermano y un hermano tan especial? Ahora lo he recibido a su visita con los mismos sentimientos y no he perdido nada de mi afecto. Dios no permita que llegue a olvidar los lazos de la naturaleza y a estar en guerra con mis seres queridos. Su presencia me ha consolado en mi enfermedad física y en las demás angustias de mi alma, y me ha alegrado especialmente la carta que me ha traído de su excelencia. Durante mucho tiempo he esperado que llegara, por esta única razón: no tener que añadir a mi vida ningún episodio triste de disputa entre parientes y amigos, que sin duda alegrará a los enemigos y entristecerá a los amigos, y desagradará a Dios, quien ha establecido el amor perfecto como la característica distintiva de sus discípulos. Así que respondo, como es mi deber, con una ferviente petición de sus oraciones por mí y de su cuidado en todo, como pariente tuyo. Dado que, por falta de información, no logro comprender con claridad el significado de lo que sucede, he considerado oportuno aceptar la veracidad del relato que tiene la amabilidad de brindarme. Te corresponde a ti, con su sabiduría, decidir el resto (nuestro encuentro, la fecha y el lugar adecuados). Si tu reverencia no desdeña descender a mi humilde condición y conversar conmigo, ya sea que desee que la entrevista tenga lugar en presencia de otros o en privado, no pondré objeción, pues he decidido de una vez por todas someterme a ti con amor y cumplir, sin excepción, lo que tu reverencia me encomiende para gloria de Dios. No he puesto a mi reverendo hermano en la necesidad de informarle nada de palabra, porque en la ocasión anterior lo que dijo no fue confirmado por los hechos.
CARTA 61
Al obispo Atanasio de Alejandría
He leído la carta de su santidad, en la que expresa su consternación por el infeliz gobernador de Libia. Me apena que mi país haya engendrado y alimentado tales vicios. También me apena que Libia, un país vecino, sufra nuestros males y haya sido entregada a la inhumanidad de un hombre cuya vida está marcada a la vez por la crueldad y el crimen. Sin embargo, esto solo concuerda con la sabiduría del predicador: "¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es un niño!" (Ecl 10,16), otro punto de dificultad, y cuyos príncipes no comen después de la noche, sino que se divierten al mediodía, arremetiendo contra las esposas de otros hombres con menos entendimiento que las bestias. Este hombre seguramente debe esperar los azotes del Juez justo, pagándole con la misma retribución que él mismo ha infligido previamente a los santos. Se ha dado aviso a mi Iglesia de acuerdo con la carta de su reverencia, y será considerado por todos como abominable, privado de fuego, agua y refugio, si es que, en el caso de los hombres así poseídos, resulta útil una condena general y unánime. La notoriedad le basta, y su propia carta, que ha sido leída por todos lados, pues no dejaré de mostrarla a todos sus amigos y familiares. Ciertamente, aunque la retribución no le llegue de inmediato, como le ocurrió al faraón, sin duda le acarreará en el futuro un duro y duro castigo.
CARTA 62
A la Iglesia del Parnaso
Siguiendo una antigua costumbre, vigente durante muchos años, y demostrándoos el amor de Dios, que es fruto del Espíritu, yo, mis piadosos amigos, os dirijo esta carta. Me uno a vuestro dolor por el suceso que os ha acontecido, y a vuestra ansiedad por el asunto que tenéis entre manos. En cuanto a todos estos problemas, sólo puedo decir que se nos da la oportunidad de recurrir a los mandatos del apóstol, y no a la tristeza como otros que no tienen esperanza (1Ts 4,13). No quiero decir que seamos insensibles a la pérdida que hemos sufrido, sino que no sucumbamos a la tristeza, mientras consideramos al pastor feliz en su fin. Ha fallecido en una edad avanzada, y ha hallado descanso en el gran honor que le concedió su Señor. En cuanto al futuro, tengo esta recomendación que daros. Debéis dejar de lado todo luto. Debéis recomponeros y estar a la altura de la necesaria gestión de la Iglesia, para que el Dios santo cuide de su pequeño rebaño y os conceda un pastor conforme a su voluntad, que os alimente sabiamente.
CARTA 63
Al gobernador de Neocesarea
Al sabio, aunque viva lejos, o aunque nunca lo vea, lo considero un amigo. Así lo dice el trágico Eurípides. Así, aunque nunca he tenido el placer de conocer a vuestra excelencia en persona, me considero un amigo cercano, le ruego que no lo considere un simple cumplido vano. La opinión generalizada, que proclama a viva voz su universal benevolencia, es, en este caso, la que fomenta la amistad. De hecho, desde que conocí al respetable Elpidio, le conozco tan bien, y me ha cautivado por completo, como si hubiera vivido mucho tiempo con usted y hubiera experimentado de forma práctica sus excelentes cualidades. Pues no cesó de hablarme de usted, mencionando uno por uno su magnanimidad, sus nobles sentimientos, sus modales afables, su habilidad para los negocios, su inteligencia, su dignidad templada por la alegría y su elocuencia. Me es imposible escribirle todos los demás puntos que enumeró en su larga conversación conmigo sin extender mi carta más allá de lo razonable. ¿Cómo podría no amar a un hombre así? ¿Cómo podría contenerme tanto como para no proclamar en voz alta lo que siento? Acepte, pues, excelentísimo señor, el saludo que le envío, pues está inspirado en una amistad verdadera y sincera. Aborrezco todo cumplido servil. Le ruego que me mantenga en su lista de amigos y, escribiéndome con frecuencia, preséntese ante mí y consuéleme en su ausencia.
CARTA 64
A Hesiquio
Desde el principio he tenido muchos puntos en común con vuestra excelencia: su amor por las letras (del que hablan todos quienes lo han experimentado) y nuestra antigua amistad con el admirable Terencio. Pero desde que ese hombre tan excelente, que para mí representa todo lo que la amistad podría exigir, mi digno hermano Elpidio, me conoció y me habló de todas sus buenas cualidades (¿y quién más capaz que él para percibir la virtud de un hombre y describirla al instante?), ha despertado en mí tal deseo de verle, que rezo para que algún día me visite en mi antiguo hogar, para que pueda disfrutar de sus buenas cualidades, no solo de oídas, sino por experiencia propia.
CARTA 65
A Atarbio
Sigo insistiendo en los privilegios que me otorga mi edad y espero que tomes la iniciativa en la comunicación. Así pues, si tú, amigo mío, deseas aferrarte con más persistencia a tu perverso consejo de inacción, ¿qué fin tendrá nuestro silencio? Sin embargo, en lo que respecta a la amistad, ser derrotado es, en mi opinión, ganar, y por eso estoy dispuesto a darte prioridad y retirarme de la contienda sobre quién debe mantener su propia opinión. He sido el primero en escribir, porque sé que la caridad todo lo sufre, todo lo soporta, no busca lo suyo y, por lo tanto, nunca falla. Quien se somete a su prójimo con amor nunca puede ser humillado. Te ruego, pues, que al menos para el futuro, muestres el primer y mayor fruto del Espíritu: el amor. Deshazte de la hosquedad de hombre iracundo que me muestras con tu silencio, y recupera la alegría en tu corazón, la paz con los hermanos que comparten tu mismo sentir, y el celo y la ansiedad por la seguridad continua de las iglesias del Señor. Si no me esforzara tanto por las iglesias como los opositores de la sana doctrina para subvertirlas y destruirlas por completo, pueden estar seguros de que nada impediría que la verdad fuera barrida y destruida por sus enemigos, y que yo fuera condenado por no mostrar el mayor interés posible por la unidad de las iglesias, con todo celo y entusiasmo en la unanimidad mutua y el acuerdo piadoso. Te exhorto, pues, a que descartes la idea de que no necesitas la comunión con nadie más. Separarse de los hermanos no es señal de quien camina por amor, ni tampoco el cumplimiento del mandamiento de Cristo. Al mismo tiempo, deseo que tú, con todas tus buenas intenciones, tengas en cuenta que las calamidades de la guerra que ahora nos rodean pueden un día estar en nuestras propias puertas. Si nosotros, como los demás, tenemos nuestra cuota de indignación, no encontraremos a nadie que siquiera simpatice con nosotros, porque en la hora de nuestra prosperidad nos negamos a dar nuestra parte de simpatía a los agraviados.
CARTA 66
Al obispo Atanasio de Alejandría
Estoy seguro de que nadie está más angustiado por la condición actual. O mejor dicho, por la mala condición de las iglesias, sobre todo si compara el presente con el pasado, y se tiene en cuenta el gran cambio que se ha producido. Sabes muy bien que, si no se frena el rápido deterioro que presenciamos, nada impedirá la pronta y completa transformación de las iglesias. Y si la decadencia de las iglesias me parece tan lamentable, ¿cuáles deben ser (así lo he reflexionado a menudo en mis solitarias reflexiones) los sentimientos de quien ha conocido, por experiencia, la antigua tranquilidad de las iglesias del Señor y su unidad de pensamiento sobre la fe? Pero como tu excelencia siente profundamente esta angustia, me parece apropiado que tu sabiduría se sienta más impulsada a interesarse por la Iglesia. Por mi parte, he sido consciente desde hace tiempo, hasta donde mi moderada inteligencia me ha permitido juzgar los acontecimientos actuales, de que la única vía de salvación para las iglesias de Oriente reside en contar con la simpatía de los obispos de Occidente. Si tan sólo esos obispos mostraran la misma energía en favor de los cristianos residentes en nuestra región, que la que han mostrado en el caso de uno o dos de los hombres condenados por violaciones de la ortodoxia en Occidente, nuestros intereses comunes probablemente cosecharían no pocos beneficios, y nuestros soberanos tratarían con respeto la autoridad del pueblo, y los laicos de todos los sectores los seguirían sin vacilar. Para llevar a cabo estos objetivos, ¿quién tiene más capacidad que tú, con tu inteligencia y prudencia? ¿Quién está más dispuesto a ver el camino necesario a seguir? ¿Quién tiene más experiencia práctica en la elaboración de una política rentable? ¿Quién siente más profundamente los problemas de los hermanos? ¿Qué hay en todo Occidente más honrado que tus venerables canas? Oh honorable padre, deja tras de ti un recuerdo digno de tu vida y carácter. Con este único acto, corona tus innumerables esfuerzos en favor de la verdadera religión. Envía desde la santa Iglesia, bajo tu cuidado, hombres capaces en la sana doctrina a los obispos de Occidente. Cuéntales los problemas que nos aquejan. Sugiere algún modo de alivio. Sé un Samuel para las iglesias. Comparte el dolor del pueblo asediado. Ofrece oraciones por la paz. Pide al Señor que envíe un recuerdo de paz a las iglesias. Sé qué débiles son las letras para conmover a los hombres en asuntos de tal importancia; pero usted mismo no necesita la exhortación de otros, como los atletas más nobles no necesitan los vítores de los niños. No es que esté instruyendo a alguien en la ignorancia. Sólo estoy dando un nuevo impulso a alguien cuyas energías ya están despiertas. Para el resto de los asuntos de Oriente, tal vez necesite la ayuda de más personas, y debemos esperar a los occidentales. Pero es evidente que la disciplina de la Iglesia de Antioquía depende de que tu reverencia pueda controlar a algunos, silenciar a otros y restaurar la fuerza de la Iglesia mediante la concordia. Nadie sabe mejor que tú que, como todos los médicos sabios, se debe comenzar el tratamiento en las partes más vitales, ¿y qué parte es más vital para las iglesias de todo el mundo que Antioquía? Permite que Antioquía recupere la armonía, y nada te impedirá proporcionar, como una cabeza sana, solidez a todo el cuerpo. Ciertamente, las enfermedades de esa ciudad, que no sólo ha sido destrozada por herejes, sino también desgarrada por hombres que afirman tener una misma mentalidad, necesitan de tu sabiduría y compasión evangélica. Unir las partes desgarradas y lograr la armonía de un solo cuerpo pertenece sólo a Aquel que, por su inefable poder, concede incluso a los huesos secos la recuperación de tendones y carne. Pero el Señor siempre obra sus obras poderosas por medio de quienes son dignos de él. Una vez más, también en este caso, confiamos en que el ministerio de asuntos tan importantes sea digno de tu excelencia, con el resultado de que calmará la tempestad del pueblo, eliminará las superioridades partidistas, someterá a todos los unos a los otros en amor y devolverá a la Iglesia su antigua fuerza.
CARTA 67
Al obispo Atanasio de Alejandría
En mi carta anterior, me pareció suficiente señalar a tu excelencia que toda la porción del pueblo de la santa Iglesia de Antioquía, que es firme en la fe, debe ser llevada a la concordia y unidad. Mi objetivo era dejar claro que las secciones, ahora divididas en varias partes, deben unirse bajo el amado obispo Melecio. Ahora, el mismo amado diácono, Doroteo, ha solicitado una declaración más clara sobre estos temas, y por lo tanto me veo obligado a señalar que es la oración de todo Oriente, y el ferviente deseo de alguien que, como yo, está tan plenamente unido a él, verlo en autoridad sobre las iglesias del Señor. Es un hombre de fe intachable, y su estilo de vida es incomparablemente excelente. Se sitúa a la cabeza, por así decirlo, de todo el cuerpo de la Iglesia, y todos los demás son meros miembros desunidos. Por lo tanto, es necesario y ventajoso, desde cualquier punto de vista, que el resto se una a él, al igual que las corrientes menores a las grandes. Sin embargo, respecto al resto, se requiere cierta gestión, acorde con su posición, y que probablemente pacifique al pueblo. Esto concuerda con tu propia sabiduría y con tu famosa disposición y energía. Este mismo procedimiento ya se ha recomendado a los occidentales que están de acuerdo contigo, según me consta por las cartas que me trajo el bendito Silvano.
CARTA 68
Al obispo Melecio de Antioquía
Quería retener al reverendo hermano Doroteo, el diácono, a mi lado durante tanto tiempo, con el fin de retenerlo hasta el final de las negociaciones, para que así pudiera informar a su excelencia de todos los detalles. Pero transcurrían los días, y la demora se prolongaba. Ahora, en cuanto se me ha ocurrido algún plan, dentro de lo posible dadas mis dificultades, sobre el curso a seguir, lo envío a su santidad para que le informe personalmente de todas las circunstancias y le muestre mi memorando, a fin de que, si lo que me ha ocurrido le parece útil, su excelencia pueda instarlo a que lo lleve a cabo. En resumen, ha prevalecido la opinión de que lo mejor para nuestro hermano Doroteo es viajar a Roma para convencer a algunos italianos de que emprendan un viaje por mar para visitarnos, a fin de que eviten a quienes les pongan dificultades. Mi razón para esta decisión es que veo que quienes ostentan el poder junto al emperador no están dispuestos ni son capaces de hacerle ninguna sugerencia sobre los exiliados, sino que solo lo consideran beneficioso para que no vean que algo peor pueda suceder a las iglesias. Si mi plan le parece bien a su prudencia, tendrá la amabilidad de redactar cartas y dictar memorandos sobre los puntos que debe abordar y sobre a quién debería dirigirse. Y para que sus despachos tengan peso y autoridad, incluirá a todos aquellos que compartan sus opiniones, aunque no estén presentes. Aquí, todo es incierto. Eupio ha llegado, pero hasta ahora no ha dado señales. Sin embargo, él y quienes piensan con él desde la Tetrápolis armenia y Cilicia amenazan con una reunión tumultuosa.
CARTA 69
Al obispo Atanasio de Alejandría
I
Con el paso del tiempo, se confirma continuamente la opinión que he mantenido durante mucho tiempo sobre su santidad. O mejor dicho, esa opinión se ve fortalecida por el curso diario de los acontecimientos. La mayoría de las personas se conforman con observar, cada cual lo que le compete especialmente. No es así con usted, pero su preocupación por todas las iglesias no es menor que la que siente por la Iglesia que le ha sido especialmente confiada por nuestro Señor común; puesto que no deja espacio para hablar, exhortar, escribir y enviar emisarios, quienes de vez en cuando ofrecen el mejor consejo en cada emergencia que surge. Ahora, de entre las sagradas filas de su clero, ha enviado al venerable hermano Pedro, a quien he recibido con gran alegría. También he aprobado el buen propósito de su viaje, que manifiesta, de acuerdo con los mandatos de su excelencia, al lograr la reconciliación donde encuentra oposición y lograr la unión en lugar de la división. Con el fin de contribuir a las medidas que se están tomando en este asunto, he considerado oportuno comenzar recurriendo a su excelencia, como cabeza y jefe de todo, y tratándolo como consejero y comandante en la empresa. Por lo tanto, he decidido enviar a su reverencia a nuestro hermano Doroteo, diácono de la Iglesia bajo el honorable obispo Melecio, quien es un firme defensor de la fe ortodoxa y anhela ardientemente la paz de las iglesias. Espero que el resultado sea que, siguiendo sus sugerencias (que puede hacer con menos probabilidades de fracaso, tanto por su edad y experiencia en los asuntos, como por contar con la ayuda del Espíritu Santo en mayor medida que todos los demás), pueda así intentar lograr nuestros objetivos. Estoy seguro de que le dará la bienvenida y lo tratará con buenos ojos. Lo fortalecerá con la ayuda de sus oraciones, y le entregará una carta como provisión para el camino. Le concederás como compañeros a algunos de los hombres buenos y leales que tienes a tu alrededor, y así lo acelerarás en el camino hacia lo que le espera. Me ha parecido conveniente enviar una carta al obispo de Roma, rogándole que examine nuestra situación y, dado que existen dificultades para enviar representantes desde Occidente mediante un decreto sinodal general, aconsejarle que ejerza su autoridad personal en el asunto eligiendo a las personas idóneas. ¿Para qué? Para que estas personas corrijan a los rebeldes entre nosotros, hablen con la debida reserva y propiedad, y se informen perfectamente de todo lo que se ha hecho después de Arimino para deshacer las violentas medidas adoptadas allí. Le aconsejo que, sin que nadie lo sepa, viaje hasta aquí por mar, atrayendo la menor atención posible, con el fin de pasar desapercibidos para los enemigos de la paz.
II
Un punto en el que algunos de estos lugares insisten, con mucha fuerza, como me resulta evidente incluso a mí, es que deben rechazar la herejía de Marcelo, por ser grave, injuriosa y contraria a la sana fe. Hasta ahora, en todas sus cartas, se mantienen firmes en anatematizar al infame Arrio y repudiarlo de las iglesias. Pero no culpan a Marcelo, quien propugnó una herejía diametralmente opuesta a la de Arrio, atacó impíamente la existencia misma de la deidad unigénita y entendió erróneamente el término Verbo. Admite, en efecto, que el Unigénito fue llamado Verbo al surgir en la necesidad y a tiempo, pero afirma que regresó a aquel de donde había surgido, y que no existía antes de su aparición ni tenía hipóstasis después de su regreso. Los libros que tengo en mi poder, que contienen sus escritos injustos, sirven como prueba de lo que digo. Sin embargo, en ningún momento lo condenaron abiertamente, y son tan culpables que, ignorando desde el principio la verdad, lo recibieron en la comunión de la Iglesia. La situación actual hace especialmente necesario que se le preste atención, para que quienes buscan su oportunidad no la obtengan, debido a que hombres íntegros se unen a su santidad, y todos los que son débiles en la verdadera fe sean conocidos públicamente. ¿Para qué? Para que sepamos quiénes están de nuestro lado y no luchemos, como en una batalla nocturna, sin poder distinguir entre amigos y enemigos. Sólo les suplico que envíen al diácono, a quien he mencionado, lo antes posible, para que al menos algunos de los fines por los que oramos se cumplan durante el año siguiente. Sin embargo, una cosa habréis de tener en cuenta: que cuando lleguen, no desaten cismas entre las iglesias. Aunque encuentren a algunos con razones personales para sus diferencias, no deben dejar de intentar unir a todos los que comparten nuestra forma de pensar. Porque estamos obligados a considerar los intereses de la paz como primordiales, y a prestar atención, en primer lugar, a la Iglesia de Antioquía, para que la parte sana no se deteriore por divisiones personales. Tú mismo prestarás mayor atención a todos estos asuntos tan pronto como, con la bendición de Dios, veas que todos te confían la responsabilidad de asegurar la paz de la Iglesia.
CARTA 70
Sin destinatario definido
Renovar las leyes del antiguo amor y restaurar con vigor ese don celestial y salvador de Cristo, que con el tiempo se ha marchitado (es decir, la paz de los padres), es una labor ciertamente necesaria y provechosa para mí, pero también placentera, como estoy seguro que le parecerá a tu disposición cristiana. Pues ¿qué podría ser más deleitoso que contemplar a todos, separados por distancias tan vastas, unidos por la unión efectuada por el amor en una sola armonía de miembros del cuerpo de Cristo? Casi todo Oriente (desde el Ilírico hasta Egipto) está siendo agitado, honorable padre, por una terrible tormenta. La vieja herejía, sembrada por Arrio, enemigo de la verdad, ha reaparecido ahora con valentía y desvergüenza. Como una raíz agria, está produciendo su fruto mortal y prevaleciendo. La razón de esto es que, en todos los distritos, los defensores de la doctrina correcta han sido exiliados de sus iglesias por calumnias e indignación, y el control de los asuntos ha sido entregado a hombres que cautivan las almas de los hermanos más sencillos. He considerado la visita de su misericordia como la única solución posible a nuestras dificultades. Siempre me ha consolado su extraordinario afecto. Por un breve tiempo me alegró el grato mensaje de que nos visitará. No obstante, como me sentí decepcionado, me he visto obligado a suplicarle por carta que se sienta impulsado a ayudarnos y a enviar a algunos de quienes comparten nuestra mentalidad, ya sea para conciliar a los disidentes y restablecer la amistad entre las iglesias de Dios, o al menos para que vea con mayor claridad quiénes son los responsables de la inestabilidad en la que nos encontramos, para que en el futuro le resulte evidente con quién le conviene estar en comunión. Con esto no hago ninguna petición novedosa, sino que sólo pido lo que ha sido habitual en el caso de hombres que, antes de nuestros días, fueron bendecidos y queridos por Dios, y conspicuamente en su propio caso. Recuerdo bien haber aprendido de las respuestas de nuestros padres cuando se les preguntó, y de los documentos que aún se conservan entre nosotros, que el ilustre y bendito obispo Dionisio, conspicuo en su sede tanto por su firmeza de fe como por todas las demás virtudes. Visité por carta mi Iglesia de Cesarea, exhorté por carta a nuestros padres y envié hombres para rescatar a nuestros hermanos del cautiverio. No obstante, ahora nuestra condición es aún más dolorosa y sombría, y requiere un tratamiento más cuidadoso. No lamentamos la simple destrucción de edificios terrenales, sino la captura de iglesias. Lo que vemos ante nosotros no es una simple esclavitud física, sino el cautiverio de almas, perpetrado día a día por los defensores de la herejía. Si, incluso ahora, no se sintieran impulsados a socorrernos, pronto todos habrán caído bajo el dominio de la herejía, y no encontrarán a nadie a quien tender la mano.
CARTA 71
Al obispo Gregorio de Nacianzo
I
He recibido la carta de su santidad, por medio del reverendísimo hermano Helenio, y me ha contado con toda claridad lo que me ha insinuado. No puede dudar en absoluto de cómo me sentí al escucharla. Sin embargo, como he decidido que mi afecto por usted superará mi dolor, sea cual sea, la he aceptado como debo hacerlo, y ruego al Dios santo que mis días y horas restantes se gestionen con la misma diligencia hacia usted como en el pasado, durante el cual, según mi conciencia, no le he faltado nada. Pero que el hombre que se jacta de estar empezando a comprender la vida de los cristianos y cree que ganará algún crédito por tener algo que ver conmigo, invente lo que no ha oído y narre lo que nunca ha experimentado, no es en absoluto sorprendente. Lo sorprendente y extraordinario es que haya conseguido que mis mejores amigos entre los hermanos de Nacianzo lo escuchen; y no sólo escucharlo, sino, al parecer, asimilar lo que dice. En la mayoría de los casos, podría sorprender que el calumniador sea de tal carácter y que yo sea la víctima, pero estos tiempos difíciles nos han enseñado a soportarlo todo con paciencia. Desaires mayores que este, por mis pecados, me han ocurrido desde hace mucho tiempo. Nunca he dado a los hermanos de este hombre ninguna prueba de mis sentimientos sobre Dios, y no tengo respuesta que dar ahora. Los hombres que no se convencen por una larga experiencia no es probable que se convenzan con una carta breve. Si lo primero es suficiente, que las acusaciones de los calumniadores se consideren cuentos vanos. Si doy licencia a bocas desenfrenadas y corazones sin instrucción para que hablen de quien quieran, mientras mantengo mis oídos atentos, no seré el único en escuchar lo que dicen otros. Ellos tendrán que escuchar lo que yo tengo que decir.
II
Sé qué ha llevado a todo esto y he insistido en todos los temas para obstaculizarlo; pero ahora estoy harto del tema y no diré más al respecto, me refiero a nuestra escasa interacción. Si hubiéramos cumplido nuestra antigua promesa mutua, y hubiéramos tenido debidamente en cuenta las exigencias que las iglesias tienen sobre nosotros, habríamos pasado la mayor parte del año juntos. Entonces no habría habido lugar para estos calumniadores. Les ruego que no tengan nada que decirles. Permítanme persuadirlos para que vengan aquí y me ayuden en mis labores, especialmente en mi lucha contra el individuo que ahora me ataca. Su sola aparición tendrá el efecto de detenerlo; en cuanto demuestren a estos perturbadores de nuestro hogar que, con la bendición de Dios, se pondrán a la cabeza de nuestro grupo, desbaratarán su complot y callarán toda boca injusta que hable injusticias contra Dios. Los hechos mostrarán quiénes son sus seguidores en el bien y quiénes son los opresores y cobardes traidores de la palabra de verdad. Si, sin embargo, la Iglesia es traicionada, ¿por qué entonces me importará poco corregirme con palabras, considerando que me juzgan como lo harían quienes aún no han aprendido a juzgarse? Quizás, dentro de poco, por la gracia de Dios, pueda refutar sus calumnias con hechos, pues parece probable que pronto tenga que sufrir más de lo habitual por la verdad. Lo mejor que puedo esperar es el destierro. Si esta esperanza fracasa, después de todo, el tribunal de Cristo no está lejos. Si solicitan una reunión por el bien de las iglesias, por tanto, estoy dispuesto a acudir a donde me inviten. Si sólo se trata de refutar estas calumnias, la verdad es que no tengo tiempo para responderles.
CARTA 72
A Hesiquio
Conozco tu afecto por mí y tu celo por todo lo bueno. Estoy sumamente ansioso por apaciguar a mi querido hijo Calístenes, y pensé que si pudiera asociarme contigo en esto, lograría mi objetivo con mayor facilidad. Calístenes está muy molesto por la conducta de Eustoquio, y con razón. Acusa a la familia de Eustoquio de descaro y violencia contra sí mismo. Le ruego que se apiade, que se conforme con el susto que ha causado a los insolentes y a su amo, y que perdone y ponga fin a la disputa. De este modo, se obtendrán dos resultados: se ganará el respeto de los hombres y se ganará la alabanza de Dios, si tan sólo se combina la paciencia con las amenazas. Si tienes alguna amistad e intimidad con él, te ruego que le pidas este favor y, si conoces a alguien en la ciudad que pueda convencerlo, que actúe contigo y que le digas que me será especialmente gratificante. Devuelvan al diácono tan pronto como haya cumplido su misión. Después de que los hombres hayan buscado refugio en mí, me avergonzaría no poder serles útil.
CARTA 73
A Calístenes
I
Al leer tu carta di gracias a Dios. Primero, por haber sido recibido por un hombre deseoso de honrarme, pues realmente valoro mucho cualquier trato con personas de gran mérito. Segundo, por la alegría de ser recordado, pues una carta es un signo de recuerdo. Al recibir la tuya y conocer su contenido, me asombró descubrir cómo, como todos coincidían, me mostraba el respeto que un padre debe a su hijo. Que un hombre, en el ardor de la ira y la indignación, deseoso de castigar a quienes lo habían molestado, dejara de lado su vehemencia y me diera autoridad para decidir el asunto, me hizo sentir la alegría que podría sentir por un hijo en el espíritu. A cambio, ¿qué me queda sino orar por todas las bendiciones para ti? Que seas un deleite para tus amigos, un terror para tus enemigos, un objeto de respeto para todos, hasta el punto de que cualquiera que incumpla con su deber hacia ti, cuando sepa lo gentil que eres, solo se culpe a sí mismo por haber hecho daño a alguien de tal carácter como tú.
II
Me alegraría mucho saber el propósito que su bondad tiene al ordenar que los sirvientes sean trasladados al lugar donde cometieron su desordenada conducta. Si usted viene personalmente y exige el castigo correspondiente, los esclavos estarán allí. ¿Qué otra opción sería posible si ya lo ha decidido? Sólo que desconozco qué otro favor habría recibido si no hubiera logrado librar a los muchachos de su castigo. Si los asuntos lo detienen en el camino, ¿quién los recibirá allí? ¿Quién los castigará en su lugar? Si ha decidido recibirlos usted mismo, y esto está totalmente decidido, dígales que se detengan en Sasima y allí demuestren su amabilidad y magnanimidad. Después de tener a sus agresores en su poder, y de demostrarles que su dignidad no debe ser menospreciada, déjelos ir impunes, como le insté en mi carta anterior. Así que me harás un favor y recibirás de Dios la retribución por tu buena acción.
III
Hablo así, mas no porque el asunto deba terminarse así, sino como una concesión a tus sentimientos agitados, y por temor a que algo de tu ira permanezca aún viva. Cuando a un hombre le inflaman los ojos, la más suave expresión parece dolorosa, y temo que lo que digo te irrite más que te calme. Lo más apropiado, lo que te traería gran crédito y no poca honra para mí ante mis amigos y contemporáneos, sería que me dejaras el castigo. Aunque has jurado entregarlos a la ejecución como manda la ley, mi reprimenda no tiene menos valor como castigo, ni la ley divina es menos importante que las leyes vigentes en el mundo. Les será posible, al ser castigados aquí por nuestras leyes, donde también reside tu propia esperanza de salvación, liberarte de tu juramento y sufrir una pena proporcional a sus faltas.
IV
Una vez más, mi carta es demasiado larga. Con el ferviente deseo de persuadirte, no puedo soportar dejar sin decir ninguna de las súplicas que se me ocurren, y temo mucho que mi súplica resulte ineficaz por no haber expresado todo lo que pueda transmitir mi intención. Ahora, leal y honorable hijo de la Iglesia, confirma las esperanzas que tengo en ti. Confirma todo el testimonio unánime dado sobre tu apacibilidad y gentileza. Ordena al soldado que me deje sin demora, porque ahora está tan pesado y grosero como puede serlo. Evidentemente, prefiere no molestarte a hacernos a todos los presentes sus amigos íntimos.
CARTA 74
A Martiniano
I
¿Qué tan importante crees que se debe valorar el placer de reencontrarnos? ¡Qué agradable es pasar más tiempo contigo para disfrutar de todas tus virtudes! Si se da una prueba contundente de cultura al visitar ciudades y conocer las costumbres de muchos, estoy seguro de que se da rápidamente en tu compañía. Pues ¿qué diferencia hay entre ver a muchos hombres individualmente o a alguien que ha adquirido experiencia de todos juntos? Diría que hay una inmensa superioridad en aquello que nos da el conocimiento de las cosas buenas y bellas sin dificultad, y pone a nuestro alcance la instrucción en la virtud, pura de toda mezcla de maldad. ¿Se trata de actos nobles; de palabras dignas de transmitir, de instituciones de hombres de excelencia sobrehumana? Todo se atesora en el tesoro de tu mente. No rogaría por poder escucharte, como Alcínoo a Ulises, sólo por un año, sino durante toda mi vida; y para ello rogaría por que mi vida fuera larga, aunque mi estado no fuera fácil. ¿Por qué, entonces, te escribo ahora cuando debería ir a verte? Porque mi Cesarea, en sus apuros, me llama irresistiblemente a su lado. Sabes, amigo mío, cuánto sufre. Es destrozada como Penteo por verdaderas ménades o demonios. La dividen una y otra vez, como malos cirujanos que, en su ignorancia, empeoran las heridas. Sufriendo como está por esta disección, me queda atenderla como a una paciente enferma. Las cesáreas me han llamado urgentemente por carta, y debo ir, y no como si pudiera ser de alguna ayuda, sino para evitar cualquier acusación de negligencia. Sabes cuán dispuestos están los hombres en dificultades a tener esperanza; y también, creo, a criticar, siempre atribuyendo sus problemas a lo que se ha dejado sin hacer.
II
Por esta misma razón debí haber venido a verte y haberte expresado mi opinión, o mejor dicho, implorarte que consideraras alguna medida de fuerza digna de tu sabiduría; que no te desviaras de mi país postrándose de rodillas, sino que te presentaras ante la Corte y, con la audacia que te es propia, no les permitieras suponer que poseen dos provincias en lugar de una. No han importado la segunda de otra parte del mundo, sino que han actuado de forma similar a como lo haría cualquier dueño de un caballo o un buey, que lo partiera en dos y luego creyera que tenía dos en lugar de una, en lugar de no hacer dos y destruir la que tenía. Dile al emperador y a sus ministros que no están aumentando el imperio de esta manera, pues el poder no reside en el número, sino en la condición. Estoy seguro de que ahora los hombres están descuidando el curso de los acontecimientos, algunos, posiblemente, por ignorancia de la verdad , otros por no querer decir nada ofensivo, otros porque no les concierne de inmediato. Lo más beneficioso, y digno de tus altos principios, sería que, de ser posible, te acercaras al emperador en persona. Si esto resulta difícil tanto por la época del año como por tu edad, de la cual, como dices, la inactividad es la hermana de leche, al menos no tendrás dificultad en escribir. Si así ayudas a nuestro país con una carta, tendrás, en primer lugar, la satisfacción de saber que no has dejado nada por hacer de lo que estaba en tu poder, y además, al mostrar compasión, aunque solo sea en apariencia, brindarás mucho consuelo al paciente. ¡Ojalá pudieras venir personalmente a vernos y presenciar nuestra deplorable condición! Así, quizás, conmovido por la clara evidencia que tienes ante ti, podrías haber hablado en términos dignos tanto de tu propia magnanimidad como de la aflicción de Cesarea. Pero no te niegues a creer lo que te digo. En verdad, necesitamos a Simónides, u otro poeta similar, que lamente nuestros problemas desde su experiencia real. Pero ¿por qué nombrar a Simónides? Debería mencionar más bien a Esquilo o a cualquier otro que haya expresado una gran calamidad con palabras como las suyas y haya expresado lamentaciones con voz potente.
III
Ya no tenemos reuniones, debates ni reuniones de sabios en el foro, nada de todo lo que hizo famosa a nuestra ciudad. Hoy en día, sería más extraño que un hombre erudito o elocuente se presentara en nuestro Foro que que hombres con la marca de la iniquidad o las manos impuras se presentaran en la antigua Atenas. En su lugar, tenemos la grosería importada de los masagetas y los escitas. Y sólo se oye un ruido de regateadores, perdedores y azotados. A ambos lados, los pórticos resuenan con ecos lúgubres, como si emitieran un sonido natural y apropiado al gemir por lo que sucede. Nuestra angustia nos impide prestar atención a los gimnasios cerrados y a las noches sin antorcha encendida. Existe un gran peligro de que, al ser destituidos nuestros magistrados, todo se derrumbe como si se derrumbaran los pilares. ¿Qué palabras pueden describir adecuadamente nuestras calamidades? Algunos han huido al exilio, una parte considerable de nuestro senado, y no por ello menos valiosa, prefiriendo el destierro perpetuo a Podando. Cuando menciono Podando, supongamos que me refiero a las Ceadas espartanas o a cualquier foso natural que hayas visto, lugares que exhalan un vapor nocivo, al que algunos han llamado involuntariamente Caronio. Imagina que los males de Podando son comparables a los de un lugar así. Así pues, de tres partes, algunos han abandonado sus hogares y están en el exilio, con esposas, hogar y todo. Otros son llevados como cautivos, la mayoría de los mejores hombres de la ciudad, un espectáculo lastimoso para sus amigos, cumpliendo las plegarias de sus enemigos, si es que alguien ha sido capaz de invocar una maldición tan terrible sobre nuestras cabezas. Aún queda una tercera división, la de los que son incapaces de soportar el abandono de sus antiguos compañeros, e incapaces de mantenerse a sí mismos, tienen que odiar sus propias vidas.
IV
Esto es lo que te imploro que des a conocer en todas partes con una elocuencia propia y con la justa audacia que te otorga tu estilo de vida. Una cosa debes decir con claridad: que si las autoridades no cambian pronto de opinión, no encontrarán a nadie con quien ejercer su clemencia. O bien serás de alguna ayuda para el estado, o al menos habrás hecho como Solón, quien, al no poder defender a sus conciudadanos abandonados tras la toma de la Acrópolis, se puso la armadura y se sentó a las puertas, dejando claro con esta apariencia que no era cómplice de lo que estaba sucediendo. De una cosa estoy seguro, aunque ahora mismo haya quienes no aprueben tu consejo, no está lejos el día en que te atribuirán el mayor mérito por tu benevolencia y sagacidad, porque ven que los acontecimientos coinciden con tu predicción.
CARTA 75
A Aburgio
Tienes muchas cualidades que te elevan por encima del común de los hombres, pero nada es más distintivo de ti que tu celo por tu país. Así tú, que has ascendido a tal altura como para volverte ilustre en todo el mundo, pagas una justa recompensa a la tierra que te vio nacer. Sin embargo, ella, tu ciudad madre, que te vio crecer y criar, ha caído en la increíble condición de la historia antigua; y nadie que visite Cesarea, ni siquiera aquellos más familiarizados con ella, la reconocerían como es. A tal abandono completo se ha visto repentinamente transformada, muchos de sus magistrados habiendo sido previamente destituidos, y ahora casi todos ellos transferidos a Podando. El resto, arrancado de estas extremidades como mutiladas, ha caído en una desesperación completa, y ha causado tal peso general de desaliento, que la población de la ciudad ahora es escasa. El lugar parece un desierto, un espectáculo lastimoso para quienes lo aman y motivo de alegría y aliento para quienes desde hace tiempo conspiran para nuestra caída. ¿Quién, entonces, nos tenderá una mano para ayudarnos? ¿Quién derramará una lágrima de compasión por nuestra fe? Has compadecido a una ciudad extranjera en una situación similar; ¿no se compadecerá su excelencia de quien te vio nacer? Si tienes alguna influencia, demuéstrala en nuestra necesidad actual. Sin duda, cuentas con la gran ayuda de Dios, quien nunca te ha abandonado y te ha dado muchas pruebas de su bondad. Solo debes estar dispuesto a esforzarte por nosotros y usar toda tu influencia para socorrer a tus conciudadanos.
CARTA
76
Al magister Sofronio de Constantinopla
La magnitud de las calamidades que han azotado a mi ciudad natal me obligó a viajar en persona a la corte para informar, tanto a su excelencia como a todos los que tienen mayor influencia en los asuntos, del estado deplorable en que se encuentra Cesarea. Pero la mala salud y las preocupaciones de las iglesias me mantienen aquí. Mientras tanto, me apresuro a comunicarle a su señoría nuestros problemas por carta, y a informarle que nunca un barco hundido en el mar por vientos furiosos ha desaparecido tan repentinamente, ninguna ciudad destrozada por un terremoto o anegada por una inundación ha desaparecido tan rápidamente de la vista, como nuestra ciudad, sumergida por esta nueva constitución, ha quedado completamente en ruinas. Nuestras desgracias han pasado a ser cosa del pasado. Nuestras instituciones son cosa del pasado. Todos nuestros altos cargos civiles, desesperados por lo sucedido a nuestros magistrados, han abandonado sus hogares en la ciudad y vagan por el país. Por lo tanto, se ha producido una interrupción en la necesaria gestión de los asuntos, y la ciudad, que antes se enorgullecía tanto de sus hombres de ciencia como de quienes abundan en las ciudades opulentas, se ha convertido en un espectáculo de lo más indecoroso. Un único consuelo nos queda en medio de nuestras dificultades: lamentarnos por nuestras desgracias ante su excelencia, e implorarle que extienda la mano a Cesarea, quien se arrodilla ante usted. Cómo podría usted ayudarnos, no soy capaz de explicarlo; pero estoy seguro de que, con toda su inteligencia, le será fácil encontrar los medios, y no difícil, gracias al poder que Dios le ha dado, usarlos cuando los encuentre.
CARTA
77
Sin destinatario definido
Una cosa buena que hemos obtenido del gobierno del gran Terasio es que nos ha visitado con frecuencia. Ahora, ¡ay!, hemos perdido a nuestro gobernador, y también nos vemos privados de este bien. Como los dones que una vez nos dio Dios permanecen inamovibles, y permanecen grabados en la memoria de cada uno de nosotros, escribamos constantemente y comuniquémonos nuestras necesidades. Y esto bien podemos hacerlo ahora, cuando la tormenta ha amainado por un breve espacio. Confío en que no te separarás del admirable Terasio, pues creo que es muy conveniente compartir sus grandes inquietudes, y me alegra la oportunidad que se les brinda a ambos de ver a sus amigos y ser vistos por ellos. Tengo mucho que decir sobre muchas cosas, pero lo pospongo hasta que nos encontremos, pues creo que no es prudente confiar asuntos de tanta importancia a la correspondencia.
CARTA
78
Sin destinatario definido
No he pasado por alto el interés que has mostrado por nuestro venerable amigo Elpidio, y cómo, con tu habitual inteligencia, has brindado al prefecto la oportunidad de mostrar su bondad. Te escribo para pedirte que completes este favor y le sugieras al prefecto que, mediante una orden particular, designe al frente de nuestra ciudad a un hombre que se preocupe por los intereses públicos. Por lo tanto, tendrás muchas razones admirables para instar al prefecto a que ordene a Elpidio permanecer en Cesarea. En cualquier caso, no es necesario que te enseñe, ya que tú mismo conoces perfectamente la situación actual y la capacidad de Elpidio para la administración.
CARTA
79
Al obispo Eustacio de Sebaste
Antes de recibir su carta sabía las dificultades que estaba dispuesto a afrontar por todos, y especialmente por mi humilde persona, al verme expuesto en esta lucha. Así que, cuando recibí su carta del reverendo Eleusinio y lo vi personalmente, alabé a Dios por haberme concedido un campeón y camarada tan fuerte en mis luchas por la verdadera religión, con la ayuda del Espíritu. Que su venerable señor sepa que hasta ahora he sufrido algunos ataques de altos magistrados, y no han sido leves; mientras tanto el prefecto como el gran chambelán se compadecían de mis oponentes. Pero, hasta ahora, he resistido todos los ataques sin conmoverme, por la misericordia de Dios que me proporciona la ayuda del Espíritu y fortalece mi debilidad a través de él.
CARTA
80
Al obispo Atanasio de Alejandría
Cuanto más se agravan las enfermedades de las iglesias, más recurrimos a su excelencia, convencidos de que su apoyo es el único consuelo que nos queda en nuestros problemas. Por el poder de sus oraciones y su conocimiento de la mejor solución en esta emergencia, todos los que conocen a su excelencia, aunque sea mínimamente, ya sea de oídas o por experiencia propia, creen que usted puede salvarnos de esta terrible tempestad. Por lo tanto, le imploro que no deje de orar por nuestras almas y de animarnos con sus cartas. Si supiera el servicio que nos prestan, no habría perdido ni una sola oportunidad de escribir. Si tan solo, con la ayuda de sus oraciones, me considerara digno de verlo, de disfrutar de sus buenas cualidades y de añadir a la historia de mi vida un encuentro con su alma verdaderamente grande y apostólica, entonces creería haber recibido de la misericordia de Dios un consuelo equivalente a todas las aflicciones de mi vida.
CARTA
81
Al obispo Inocencio
Me alegró mucho recibir la carta que me envió con su cariño. No obstante, me apena que me haya confiado una responsabilidad que supera mis capacidades. ¿Cómo puedo, estando tan lejos, asumir una responsabilidad tan grande? Mientras la Iglesia lo posea, se apoyará en su propio apoyo. Si el Señor se dignara a concederle alguna dispensa en su vida, ¿a quién de entre nosotros puedo enviar para que se haga cargo de los hermanos, que sea de igual estima que usted? Es un deseo muy sabio y apropiado el que expresa en su carta: que mientras viva, pueda ver al sucesor destinado después de usted para guiar al rebaño escogido del Señor (como el bendito Moisés, que deseó y vio). Como el lugar es grande y famoso, y tu obra goza de gran renombre, y los tiempos son difíciles, necesitando una guía considerable debido a las continuas tormentas que azotan a la Iglesia, no he creído prudente tratar el asunto superficialmente, sobre todo teniendo en cuenta los términos en que escribes. Pues dices que, al acusarme de desprecio por las Iglesias, pretendes oponerte ante el Señor. No para tener un conflicto contigo, sino para que estés de mi lado en mi defensa, que presento ante Cristo, tras examinar la asamblea de los presbíteros de la ciudad, he elegido al muy honorable instrumento, el descendiente del bienaventurado Hermógenes, quien escribió el gran e invencible Credo en el gran Sínodo. Es un presbítero de la Iglesia, de muchos años de experiencia, de carácter firme, experto en cánones, preciso en la fe, que ha vivido hasta este momento en continencia y disciplina ascética, aunque la severidad de su vida austera ha dominado la carne; un hombre pobre, sin recursos en este mundo, de modo que ni siquiera le proveen de pan, pero con el trabajo de sus manos se gana la vida con los hermanos que viven con él. Es mi intención enviarlo. Si, entonces, este es el tipo de hombre que necesitan, y no un hombre más joven apto solo para ser enviado y desempeñar los deberes comunes de este mundo, tengan la amabilidad de escribirme en la primera oportunidad, para que pueda enviarles a este hombre, que es elegido de Dios, apto para la presente obra, respetado por todos los que lo conocen, y que instruye con mansedumbre a todos los que difieren de él. Podría haberlo enviado inmediatamente, pero como usted mismo se había anticipado a mí al pedir un hombre de carácter honorable y amado por mí, pero muy inferior al que he indicado, deseaba que se diera a conocer mi opinión al respecto. Si este es el hombre que necesitas, envía a uno de los hermanos a buscarlo durante el ayuno o, si no tienes a nadie que pueda viajar hasta mí, házmelo saber por carta.
CARTA
82
Al obispo Atanasio de Alejandría
Cuando miro al mundo y percibo las dificultades que obstruyen todo esfuerzo por el bien, como las de un hombre que camina con grilletes, me desespero. Pero entonces dirijo mi mirada hacia su reverencia; recuerdo que nuestro Señor lo ha designado médico de las enfermedades en las iglesias; y recupero el ánimo y me levanto de la depresión de la desesperación hacia la esperanza de cosas mejores. Como bien sabe su sabiduría, toda la Iglesia está deshecha. Y usted ve todo en todas direcciones con el ojo de su mente, como quien mira desde una alta torre de vigilancia, como cuando en el mar muchos barcos que navegan juntos se estrellan entre sí por la violencia de las olas, y el naufragio surge en algunos casos de la furiosa agitación del mar desde afuera, en otros del desorden de los marineros que se estorban y amontonan. Es suficiente presentar esta imagen, y no decir más. Su sabiduría no requiere nada más, y el estado actual de las cosas no me permite la libertad de expresión. ¿Qué piloto capaz se puede encontrar en semejante tormenta? ¿Quién es digno de incitar al Señor a reprender al viento y al mar? ¿Quién sino aquel que desde su infancia luchó por la verdadera religión? Dado que ahora, en verdad, todo lo sano entre nosotros se encamina hacia la comunión y la unidad con quienes comparten nuestra opinión, venimos a implorarle con confianza que nos envíe una sola carta, indicándonos qué hacer. De esta manera, desean tener un inicio de comunicación que fomente la unidad. Quizás sospeche de ellos, al recordar el pasado, y por lo tanto, amado padre, haga lo siguiente: envíeme las cartas a los obispos, ya sea por mano de alguien de su confianza en Alejandría, o por mano de nuestro hermano Doroteo, el diácono. Cuando las reciba, no las entregaré hasta obtener las respuestas de los obispos. Y si no, "que cargue con la culpa para siempre" (Gn 43,9). En verdad, esto no debería haber causado mayor temor en quien primero se lo dijo a su padre, que en mí, que ahora se lo digo a mi padre espiritual. Sin embargo, si renuncias por completo a esta esperanza, al menos líbrame de toda culpa por actuar como lo he hecho, pues he asumido este mensaje y esta mediación con toda sinceridad y sencillez, por el deseo de paz y la mutua comunión de todos los que piensan igual acerca del Señor.
CARTA
83
A un magistrado romano
He tenido sólo una breve relación con su señoría, pero tengo un conocimiento no pequeño ni despreciable de usted por los informes que me han puesto en contacto con muchos hombres de posición e importancia. Usted mismo está en mejor posición para decir si, según mis informes, soy de alguna importancia para usted. En cualquier caso, su reputación conmigo es la que he mencionado. Pero ya que Dios lo ha llamado a una ocupación que le brinda la oportunidad de mostrar bondad, y en cuyo ejercicio está en su poder lograr la restauración de mi propia ciudad, ahora nivelada, creo que es mi deber recordarle a su excelencia que, con la esperanza de la recompensa que Dios le dará, debe demostrar una personalidad tal que se gane un recuerdo imborrable y herede el descanso eterno, como consecuencia de hacer que las aflicciones de los afligidos sean difíciles de soportar. Tengo una propiedad en Chamanene, y le ruego que cuide de sus intereses como si fueran suyos. Y le ruego que no se sorprenda de que considere mía la propiedad de mi amigo, pues entre otras virtudes me han enseñado la de la amistad, y recuerdo al autor del sabio dicho que dice: "Un amigo es otro yo". Por lo tanto, encomiendo a su excelencia esta propiedad de mi amigo como si fuera mía. Le ruego que considere las desgracias de la casa y que les conceda consuelo por el pasado y por el futuro, para que el lugar sea más cómodo para ellos; pues ahora está abandonado debido al peso de los impuestos que le imponen. Haré todo lo posible por reunirme con su excelencia y conversar con usted sobre los detalles.
CARTA
84
A un magistrado romano
I
Difícilmente podrá creer lo que voy a escribir, pero debo escribirlo por la verdad. He estado muy ansioso por comunicarme con su excelencia lo más a menudo posible, pero cuando tuve la oportunidad de escribirle una carta, no la aproveché de inmediato. Dudé y me detuve. Lo asombroso es que, cuando obtuve lo que tanto anhelaba, no lo acepté. La razón es que me da mucha vergüenza escribirle cada vez, no por pura amistad, sino con el objetivo de obtener algo. Pero entonces pensé (y, pensándolo bien, espero que no piense que me comunico con usted más por un trato que por amistad) que debe haber una diferencia entre la forma de abordar a un magistrado y a un particular. No abordamos a un médico como a cualquier persona común y corriente, ni a un magistrado como a un particular. Intentamos sacar provecho de la habilidad de uno y de la posición del otro. Camina bajo el sol, y tu sombra te seguirá, así como la relación con los grandes trae consigo una ganancia inevitable: el socorro de los necesitados. El primer objetivo de mi carta se cumple al poder saludar a su excelencia. En realidad, si no tuviera otro motivo para escribir, este debería considerarse un excelente tema. Sea saludado, pues, mi querido señor, y que todo el mundo le proteja mientras desempeña un cargo tras otro, y socorra a unos y a otros con su autoridad. Este saludo es el que suelo hacer; este saludo sólo le corresponde de parte de quienes han tenido la más mínima experiencia de su bondad en su administración.
II
Después de esta oración, escucha mi súplica por el pobre anciano a quien la orden imperial había eximido de servir en cualquier función pública; aunque en realidad podría decir que la vejez se anticipó al emperador al darle su licencia. Tú mismo has satisfecho el favor que le concedió la autoridad superior, tanto por respeto a su enfermedad natural como, creo, por consideración al interés público, para que ningún daño cayera sobre el estado por un hombre que se volvía imbécil con la edad. Pero ¿cómo, mi querido señor, lo has arrastrado sin querer a la vida pública, ordenando a su nieto, un niño que aún no había cumplido cuatro años, que se inscribiera en el censo del Senado? Has hecho lo mismo que arrastrar al anciano, a través de su descendiente, de nuevo a la función pública. Pero ahora, te imploro, ten piedad de ambas edades y libera a ambas, considerando lo que en cada caso es digno de lástima. Uno nunca vio a su padre ni a su madre, nunca los conoció , pero desde la cuna se vio privado de ambos, y ha llegado a la vida gracias a la ayuda de desconocidos; el otro se ha preservado tanto tiempo que ha sufrido toda clase de calamidades. Vio la muerte prematura de un hijo; vio una casa sin sucesores. Ahora, a menos que idees un remedio acorde con tu bondad, verá el mismo consuelo de su duelo convertido en motivo de innumerables problemas, pues, supongo, el muchachito nunca ejercerá de senador, ni cobrará tributo, ni pagará tropas; pero una vez más, las canas del anciano deben ser avergonzadas. Concédele un favor conforme a la ley y conforme a la naturaleza. Ordena que se le permita al niño esperar hasta llegar a la edad adulta, y al anciano esperar la muerte tranquilo en su lecho. Que otros, si quieren, escuden el pretexto de la urgencia de los negocios y la inevitable necesidad. Pero, incluso si estás bajo presión de negocios, no sería propio de ti despreciar a los afligidos, menospreciar la ley o negarte a ceder a las oraciones de tus amigos.
CARTA
85
Al gobernador Elías de Cesarea
Es mi invariable costumbre protestar en cada sínodo, e insistir en privado en conversaciones que los recaudadores no deben imponer juramentos sobre los impuestos a los agricultores. Me queda testificar, sobre los mismos asuntos, por escrito, ante Dios y los hombres, que les corresponde dejar de infligir la muerte a las almas de los hombres y buscar otros medios de exacción, mientras permiten que las personas mantengan sus almas ilesas. Le escribo así, no como si necesitara una exhortación oral (pues tiene sus propios incentivos inmediatos para temer al Señor), sino para que todos sus dependientes aprendan de usted a no provocar al Santo, ni dejar que un pecado prohibido se convierta en asunto de indiferencia por una familiaridad defectuosa. No se les puede hacer ningún bien con juramentos, con miras a que paguen lo que se les exige, y sufren un daño innegable para el alma. ¿Por qué? Porque cuando los hombres se vuelven expertos en el perjurio, ya no se presionan para pagar, sino que creen haber descubierto en el juramento un medio de engaño y una oportunidad para demorar. Si, pues, el Señor impone una severa retribución a los perjuros, cuando los deudores sean destruidos por el castigo, no habrá nadie que responda cuando se les cite. Si, por el contrario, el Señor soporta con gran sufrimiento, entonces, como dije antes, quienes han puesto a prueba la paciencia del Señor desprecian su bondad. Que no quebranten la ley en vano; que no provoquen la ira de Dios contra ellos. He dicho lo que debía decir. Los desobedientes lo verán.
CARTA
86
Al gobernador Elías de Cesarea
Sé que el principal objetivo de su excelencia es defender la justicia por todos los medios, y después beneficiar a sus amigos y esforzarse en favor de quienes han recurrido a la protección de su señoría. Ambas súplicas se combinan en el asunto que nos ocupa. La causa que defendemos es justa, me es querida (ya que me cuento entre sus amigos) y es debida a quienes invocan la ayuda de su constancia en sus sufrimientos. El grano, que era todo lo que mi querido hermano Doroteo tenía para sus necesidades básicas, ha sido robado por algunas de las autoridades de Berisi, encargadas de la administración de los asuntos, obligadas a esta violencia por propia voluntad o por instigación ajena. En cualquier caso, es un delito grave. En efecto, ¿cómo puede el hombre cuya maldad es propia hacer menos daño que quien es mero ministro de la maldad ajena? Para quienes sufren, la pérdida es la misma. Le imploro, por tanto, que los hombres que le robaron le devuelvan el grano a Doroteo, y que no se les permita cargar la culpa de su ultraje sobre otros. Si me concede mi petición, calcularé el valor del favor concedido por su excelencia en proporción a la necesidad de abastecerse de alimentos.
CARTA
87
Al gobernador Elías de Cesarea
Me asombra que, contando con su apelación, se haya cometido una ofensa tan grave contra el presbítero como para privarlo de su único medio de vida. Lo más grave del asunto es que los perpetradores le transfieren la culpa de sus actos. Durante todo este tiempo era su deber no sólo no permitir que se cometieran tales actos, sino ejercer toda su autoridad para impedirlos en cualquier caso, especialmente en el caso de los presbíteros y el de aquellos que están de acuerdo conmigo y siguen el mismo camino de la verdadera religión. Si, pues, tiene algún interés en complacerme, procure que estos asuntos se resuelvan sin demora. Con la ayuda de Dios, usted puede hacer esto, y cosas aún mayores, a quien quiera. He escrito al gobernador de mi propio país diciéndole que, si se niegan a hacer lo correcto por voluntad propia, pueden ser obligados a hacerlo por presión judicial.
CARTA
88
Al gobernador Elías de Cesarea
Su excelencia conoce mejor que nadie la dificultad de reunir el oro aportado por la contribución. No tenemos mejor testigo de nuestra pobreza que usted mismo, pues con su gran bondad nos ha mostrado compasión y, hasta el momento, en la medida de sus posibilidades, nos ha soportado, sin apartarse nunca de su natural tolerancia ante cualquier alarma causada por una autoridad superior. Ahora bien, de la suma total aún falta algo, y debe obtenerse de la contribución que hemos recomendado a toda la ciudad. Lo que solicito es que nos conceda un pequeño plazo para enviar un recordatorio a los habitantes del campo, donde la mayoría de nuestros magistrados se encuentran. Si es posible enviar una cantidad inferior a la que aún tenemos atrasada, le agradecería que lo hiciera, y la cantidad se enviaría más adelante. Si fuera absolutamente necesario que se enviara la suma total de inmediato, reitero mi primera petición: que se nos conceda un plazo de gracia más largo.
CARTA
89
Al obispo Melecio de Antioquía
I
El fervor de mi anhelo se ve apaciguado por las oportunidades que el Dios misericordioso me brinda para saludar a su reverencia. Él mismo es testigo del ferviente deseo que tengo de ver su rostro y disfrutar de su buena y reconfortante instrucción. Por medio de mi reverendo y excelente diácono Doroteo, le ruego, en primer lugar, que ore por mí, para que no sea un obstáculo para el pueblo ni un impedimento para sus peticiones de propiciar al Señor. En segundo lugar, le sugiero que tenga la amabilidad de hacer todos los arreglos a través del mencionado diácono. Si le parece bien que se envíe una carta a los occidentales, ya que es justo que la comunicación se haga por escrito, incluso a través de nuestro propio mensajero, usted dictará la carta. Me encontré con el diácono Sabino, enviado por ellos, y escribí a los obispos de Iliria, Italia y la Galia, y a algunos de los que me escribieron en privado. Pues es justo que se envíe a alguien, en beneficio del Sínodo, con una segunda carta que te ruego que escribas.
II
En cuanto al reverendo obispo Atanasio, su inteligencia ya sabe lo que voy a mencionar: que es imposible que mis cartas promuevan algo, ni que se lleven a cabo objetivos deseables, a menos que, por algún medio, reciba la comunión de usted, quien en aquel momento la pospuso. Se le describe como muy deseoso de unirse a mí y dispuesto a contribuir con todo lo que pueda, pero lamenta haber sido enviado sin la comunión y que la promesa siga sin cumplirse. Lo que sucede en Oriente seguramente no ha pasado desapercibido para su reverencia, pero el hermano mencionado le proporcionará información más precisa de boca en boca. Tenga la amabilidad de enviarlo inmediatamente después de Pascua, ya que espera la respuesta de Samosata. Cuide su celo, fortalézcalo con sus oraciones y así lo envíe a esta misión.
CARTA
90
A los obispos de Occidente
I
El buen Dios, que siempre combina consuelo con aflicción, me ha concedido, incluso ahora en medio de mis angustias, cierto consuelo en las cartas que nuestro honorable padre, el obispo Atanasio, ha recibido de ustedes y me ha enviado. Estas cartas contienen evidencia de una fe sólida y prueba de su inquebrantable acuerdo y concordia, demostrando así que los pastores siguen los pasos de los padres y alimentan al pueblo del Señor con conocimiento. Todo esto ha alegrado tanto mi corazón que ha disipado mi desaliento, y ha creado algo así como una sonrisa en mi alma en medio de la angustiosa situación en la que nos encontramos. El Señor también me ha extendido su consuelo por medio del reverendo diácono Sabino, mi hijo, quien ha alegrado mi alma al darme una descripción exacta de su condición. Por experiencia propia, él les dará noticias claras de nosotros, para que me ayuden en mi aflicción con la oración ferviente y constante a Dios, y consientan en brindar el consuelo que esté a su alcance a nuestras afligidas iglesias. Aquí, honorables hermanos, todo se encuentra en un estado de debilidad. La Iglesia ha cedido ante los continuos ataques de sus enemigos, como una barca en medio del océano azotada por los sucesivos golpes de las olas; a menos que, tal vez, reciban una pronta visita de la divina misericordia. Así como consideramos su mutua compasión y unidad una bendición importante para nosotros, también les imploro que se apiaden de nuestras disensiones. Y no porque nos separe una gran extensión de territorio, que nos separan de ustedes, sino para que nos admitan en la concordia de un solo cuerpo, unidos en la comunión del Espíritu.
II
Nuestras angustias son notorias, aunque no las contemos, pues ahora su voz ha llegado al mundo entero. Las doctrinas de los padres son despreciadas, y las tradiciones apostólicas despreciadas. Las artimañas de los innovadores están de moda en las iglesias, y los hombres son más bien artífices de sistemas astutos que teólogos. La sabiduría de este mundo alcanza los premios más altos, y ha rechazado la gloria de la cruz. Los pastores son desterrados, y en su lugar se introducen lobos rapaces que acosan al rebaño de Cristo. Las casas de oración no tienen a nadie que se reúna, y los lugares desiertos están llenos de multitudes que se lamentan. Los ancianos se lamentan al comparar el presente con el pasado. Los jóvenes son aún más dignos de compasión, pues desconocen de qué se les ha privado. Todo esto basta para conmover a los hombres que han aprendido el amor de Cristo. Comparado con la situación actual, las palabras se quedan cortas. Si hay algún consuelo de amor, alguna comunión del Espíritu, algún sentimiento de misericordia, ayúdennos. Sean celosos de la verdadera religión y líbrenos de esta tormenta. Proclamen siempre entre nosotros con valentía ese famoso dogma de los padres, que destruye la infame herejía de Arrio y edifica las iglesias en la sana doctrina, donde se confiesa que el Hijo es de la misma sustancia que el Padre, y que el Espíritu Santo es distinguido y venerado con igual honor, para que, mediante sus oraciones y cooperación, el Señor nos conceda esa misma valentía para la verdad y la gloria en la confesión de la divina y salvadora Trinidad que él les ha dado. El diácono mencionado les explicará todo en detalle. He acogido con agrado su celo apostólico por la ortodoxia, y he aprobado todo lo canónicamente realizado por sus reverencias.
CARTA
91
Al obispo Valeriano de Iliria
Gracias al Señor, que me ha permitido ver en tu vida inmaculada el fruto del amor primitivo. A pesar de tu distancia física, te has unido a mí por escrito; me has abrazado con un anhelo espiritual y santo. Has infundido en mi alma un afecto indecible. Ahora he comprendido la fuerza del proverbio: "Como el agua fría es para un alma sedienta, así son las buenas noticias de un país lejano" (Prov 5,25). Honorable hermano, realmente anhelo afecto. La causa no está lejos de buscar, pues la iniquidad se ha multiplicado y el amor de muchos se ha enfriado. Por esta razón, tu carta es preciosa para mí, y te respondo por medio de nuestro reverendo hermano Sabino. Por él me doy a conocer y les suplico que oren con fervor por nosotros, para que Dios un día conceda calma y sosiego a la Iglesia aquí presente y reprenda este viento y este mar, para que así podamos ser liberados de la tormenta y la agitación en la que a cada momento esperamos vernos sumergidos. Pero en estas nuestras tribulaciones, Dios nos ha concedido una gran bendición al saber que están en total acuerdo y unidad entre sí, y que las doctrinas de la verdadera religión se predican entre ustedes sin trabas ni obstáculos. Porque en algún momento, a menos que el período de este mundo no haya concluido ya, y si aún quedan días de vida humana, es necesario que por medio de ustedes la fe se renueve en Oriente y que a su debido tiempo la recompensen por las bendiciones que les ha otorgado. La parte sana entre nosotros, que preserva la verdadera religión de los padres, está gravemente herida, y el diablo, en su astucia, la ha destrozado con múltiples y sutiles ataques. Que con la ayuda de las oraciones de vosotros, que amáis al Señor, pueda ser extinguida la herejía perversa y engañosa del error arriano, y pueda brillar la buena enseñanza de los padres que se reunieron en Nicea, para que la atribución de gloria pueda ser dada a la bendita Trinidad en los términos del bautismo de salvación.
CARTA
92
A los obispos de Italia y la Galia
I
A nuestros piadosos y santos hermanos que están administrando en Italia y la Galia, obispos de mente similar a la nuestra, nosotros, Melecio, Eusebio, Basilio, Baso, Gregorio, Pelagio, Pablo, Antimo, Teodoto, Bito, Abramio, Jobino, Zenón, Teodoreto, Marciano, Baraco, Abramio, Libanio, Talasio, José, Boeto, Iatrio, Teodoto, Eustacio, Barsumas, Juan, Cosroes, Josaces, Narsés, Maris, Gregorio y Dafno, enviamos saludos en el Señor. Las almas en angustia encuentran algún consuelo en enviar suspiro tras suspiro desde el fondo del corazón, e incluso una lágrima derramada rompe la fuerza de la aflicción. No obstante, los suspiros y las lágrimas nos dan menos consuelo que la oportunidad de contarles nuestros problemas a tu amor. Además, nos anima la mayor esperanza de que, si les anunciamos nuestros problemas, quizás podamos incitarles a brindarnos el socorro que desde hace tiempo anhelamos para las iglesias de Oriente, pero que aún no hemos recibido. Dios, quien en su sabiduría dispone todas las cosas, debió haber ordenado, según los juicios ocultos de su justicia, que fuéramos probados por más tiempo en estas tentaciones. La fama de nuestra condición ha llegado hasta los confines de la tierra, y ustedes no la ignoran. Tampoco carecen de simpatía por los hermanos que piensan como ustedes, pues son discípulos del apóstol, quien nos enseña que el amor al prójimo es el cumplimiento de la ley. Como hemos dicho, el justo juicio de Dios, que ha ordenado que la aflicción debida a nuestros pecados debe cumplirse, les ha frenado. Cuando lo hayan aprendido todo, especialmente lo que no les ha llegado hasta ahora, de nuestro reverendo hermano el diácono Sabino, él les podrá narrar en persona lo omitido en nuestra carta. Les suplicamos que se despierten tanto en el celo por la verdad como en la compasión por nosotros. Les imploramos que se revelan de misericordia, que dejen de lado toda vacilación y emprendan la obra del amor, sin importar la distancia recorrida, sus propias ocupaciones o ningún otro interés humano.
II
No es sólo una iglesia la que está en peligro, ni dos o tres las que han caído bajo esta terrible tormenta. El mal de esta herejía se extiende casi desde las fronteras de Ilírico hasta la Tebaida. Sus malas semillas fueron sembradas primero por el infame Arrio. Luego arraigaron profundamente gracias al trabajo de muchos que cultivaron vigorosamente la impiedad entre su época y la nuestra. Ahora han producido su fruto mortal. Las doctrinas de la verdadera religión han sido derribadas. Las leyes de la Iglesia están en confusión. La ambición de hombres que no temen a Dios se precipita a ocupar altos cargos, y el cargo exaltado ahora se conoce públicamente como el premio de la impiedad. El resultado es que cuanto peor blasfema un hombre, más apto lo considera el pueblo para ser obispo. La dignidad clerical es cosa del pasado. Hay una completa falta de hombres que pastoreen el rebaño del Señor con conocimiento. Los hombres ambiciosos malgastan constantemente la provisión para los pobres en su propio disfrute y la distribución de donaciones. No existe un conocimiento preciso de los cánones. Existe completa inmunidad al pecado, pues los hombres son colocados en los cargos públicos por el favor de otros, y por ello están obligados a corresponder el favor mostrando continuamente indulgencia a los ofensores. El juicio justo es cosa del pasado, y cada uno actúa según el deseo de su corazón. El vicio no tiene límites, y el pueblo no conoce restricciones. Los hombres con autoridad temen hablar, pues quienes han alcanzado el poder por interés humano son esclavos de aquellos a quienes deben su ascenso. Y ahora, la mera reivindicación de la ortodoxia se considera en algunos sectores como una oportunidad para el ataque mutuo; y los hombres ocultan su mala voluntad privada y fingen que su hostilidad se debe a la verdad. Otros, temerosos de ser condenados por crímenes vergonzosos, enfurecen al pueblo en disputas fratricidas, para que sus propias acciones pasen desapercibidas en la angustia general. Por lo tanto, la guerra no admite tregua, pues quienes cometen malas acciones temen la paz, pues podría desvelar su infamia secreta. Mientras tanto, los incrédulos ríen, los hombres de fe débil se estremecen, la fe es incierta y las almas están sumidas en la ignorancia, porque los adulteradores de la palabra imitan la verdad. Las bocas de los verdaderos creyentes enmudecen, mientras toda lengua blasfema se desahoga. Las cosas santas son pisoteadas. Los laicos más respetados evitan las iglesias como escuelas de impiedad, y en los desiertos alzan sus manos con suspiros y lágrimas a su Señor en el cielo. Incluso ustedes deben haber oído lo que sucede en la mayoría de nuestras ciudades, y cómo nuestra gente, con sus esposas e hijos, e incluso nuestros ancianos, acude en masa a las murallas y ofrece sus oraciones al aire libre, soportando con gran paciencia las inclemencias del tiempo y esperando la ayuda del Señor.
III
¿Qué lamento puede igualar estas penas? ¿Qué lágrimas les bastan? Mientras algunos parecen mantenerse en pie, y mientras aún queda un vestigio del antiguo estado de cosas, y antes de que el naufragio total se apodere de las iglesias, acudan a nosotros, hermanos. De rodillas les imploramos que extiendan sobre nosotros una mano amiga. Que sus entrañas fraternales se conmuevan hacia nosotros, y fluyan sus lágrimas de compasión. No vean, impasibles, a medio Imperio absorbido por el error. No permitan que la luz de la fe se apague donde primero brilló. Con qué acciones pueden contribuir a la solución, y cómo deben mostrar compasión por los afligidos, no seremos nosotros quienes se lo digamos. El Espíritu Santo se los sugerirá. Sin duda, para salvar a los sobrevivientes se necesita una acción rápida, y la llegada de un número considerable de hermanos, para que quienes nos visiten completen el número del sínodo, a fin de que tengan peso en la realización de una reforma, no sólo por la dignidad de aquellos de quienes son emisarios, sino también por su propio número. Así restaurarán el Credo elaborado por nuestros padres en Nicea, proscribirán la herejía y, al poner de acuerdo a todos los que comparten una misma opinión, proclamarán la paz en las iglesias. Porque lo más triste de todo esto es que la parte sana está dividida contra sí misma, y los problemas que sufrimos son como los que azotaron Jerusalén cuando Vespasiano la asediaba. Los judíos de aquella época se vieron asediados por enemigos externos y consumidos por la sedición interna de su propio pueblo. En nuestro caso, además del ataque abierto de los herejes, las iglesias se ven reducidas a una total impotencia por la guerra que se libra entre quienes se consideran ortodoxos. Por todas estas razones, deseamos su ayuda para que, en el futuro, todos los que confiesan la fe apostólica pongan fin a los cismas que han infelizmente ideado y se sometan a la autoridad de la Iglesia, para que así, una vez más, el cuerpo de Cristo esté completo, restaurado a la integridad con todos sus miembros. Así, no sólo alabaremos las bendiciones ajenas, que es todo lo que podemos hacer ahora, sino que veremos a nuestras propias iglesias restauradas a su prístina gloria de ortodoxia. Pues, en verdad, el don que el Señor te ha concedido merece la más alta felicitación: tu capacidad de discernimiento entre lo espurio y lo genuino y puro, y tu predicación de la fe de los Padres sin disimulo alguno. Esa fe la hemos recibido; esa fe que sabemos que lleva el sello de los apóstoles. A esa fe asentimos, así como a todo lo que fue canónica y legítimamente promulgado en la Carta Sinodal.
CARTA
93
A la patricia Cesaria
Es bueno y beneficioso comulgar todos los días, y participar a diario del santo cuerpo y sangre de Cristo. De hecho, Cristo dice claramente: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna" (Jn 6,54). ¿Quién duda que compartir frecuentemente en la vida es lo mismo que tener vida múltiple? Yo, de hecho, comulgo cuatro veces por semana, tanto el día del Señor como el miércoles, el viernes y el sábado, y los demás días si hay conmemoración de algún santo. Es innecesario señalar que para alguien en tiempos de persecución, ser obligado a tomar la comunión en su propia mano sin la presencia de un sacerdote o ministro no es una ofensa grave, siempre que la costumbre sancione esta práctica por los hechos mismos. Todos los solitarios en el desierto, donde no hay sacerdote, toman la comunión ellos mismos, manteniendo la comunión en casa. En Alejandría y Egipto, cada laico, en su mayoría, celebra la comunión en su propia casa y participa de ella cuando lo desea. Pues una vez que el sacerdote ha completado la ofrenda y la ha entregado, quien la recibe, al participar en ella cada vez como un todo, está obligado a creer que la toma y recibe correctamente del dador. Incluso en la iglesia, cuando el sacerdote da la porción, quien la recibe la toma con pleno poder y la lleva a sus labios con su propia mano. Tiene la misma validez si se recibe una o varias porciones del sacerdote al mismo tiempo.
CARTA
94
Al gobernador Elías de Cesarea
Yo también he estado muy ansioso por encontrarme con vuestra excelencia, por temor a quedar peor parado que mis acusadores; pero una enfermedad me lo ha impedido, atacándome con mayor severidad que de costumbre, y por ello me veo obligado a escribirle por carta. Cuando no hace mucho tuve el placer de encontrarme con vuestra excelencia, ansiaba comunicarme con su sabiduría sobre todos mis asuntos, y también ansiaba dirigirme a vuestra excelencia en nombre de las iglesias, para no dejar lugar a futuras calumnias. Pero me contuve, considerando superfluo e inoportuno añadir problemas ajenos a sus propios asuntos a un hombre con tantas responsabilidades. Al mismo tiempo (a decir verdad), me resistí a herir su alma con nuestras mutuas recriminaciones, cuando debería, por pura devoción a Dios, cosechar la perfecta recompensa de la piedad. En realidad, si atraigo su atención, le dejaré muy poco tiempo libre para sus deberes públicos. Actuaré como quien sobrecarga con equipaje adicional a unos barqueros que manejan un bote nuevo en aguas muy turbulentas, cuando debería aligerar la carga y hacer todo lo posible por aligerar la embarcación. Por esta misma razón, creo, nuestro gran emperador, al ver lo ocupado que estoy, me deja solo para administrar las iglesias. Ahora quisiera que quienes asedian sus oídos imparciales preguntaran qué daño sufre el gobierno por mi culpa. ¿Qué desprecio sufren los intereses públicos, ya sean pequeños o grandes, por mi administración de las iglesias? Aun así, posiblemente, se podría argumentar que he perjudicado al gobierno al erigir una iglesia magníficamente decorada para Dios, y alrededor de ella una vivienda, una generosamente asignada al obispo, y otras debajo, asignadas a los oficiales de la Iglesia en orden, el uso de ambas estando abierto a ustedes, la magistratura y su escolta. Pero ¿a quién perjudicamos construyendo un lugar de entretenimiento para extranjeros, tanto para quienes viajan como para quienes requieren tratamiento médico por enfermedad, y estableciendo así un medio para brindarles la comodidad que necesitan, médicos, doctores, medios de transporte y escolta? Todos estos hombres deben aprender las ocupaciones necesarias para la vida y que se han considerado esenciales para una carrera respetable. También deben tener edificios adecuados para sus empleos, todo lo cual honra al lugar y, como su reputación se acredita a nuestro gobernador, confiere gloria sobre él. No es que por esta razón te vieras obligado a aceptar la responsabilidad de gobernarnos, pues solo tú, con tus altas cualidades, eres suficiente para restaurar nuestras ruinas, poblar distritos desiertos y convertir los páramos en ciudades. ¿Sería mejor hostigar y molestar, o honrar y reverenciar a un compañero en el desempeño de estos deberes? No pienses, excelentísimo señor, que lo que digo son meras palabras. Mientras tanto, ya hemos empezado a proporcionar material. Hasta aquí nuestra defensa ante nuestro gobernante. En cuanto a qué decir en respuesta a las acusaciones de nuestros acusadores, a un cristiano y a un amigo que se preocupa por mi opinión, no debo decir más, pues el tema es demasiado largo para una carta y, además, no se puede escribir con seguridad. Para que no te veas obligado por las calumnias de algunos a renunciar a tu buena voluntad hacia mí, haz como hizo Alejandro. La historia es, como recordará, que, cuando uno de sus amigos estaba siendo calumniado, dejó un oído abierto al calumniador y cerró cuidadosamente el otro con la mano, con el objeto de mostrar que aquel cuyo deber es juzgar no debe entregarse fácil y totalmente a los primeros ocupantes de su atención, sino que debe mantener la mitad de su oído abierto para la defensa del ausente.
CARTA
95
Al obispo Eusebio de Samosata
Había escrito hace tiempo a su reverencia sobre nuestro encuentro y otros temas, pero me decepcionó que mi carta no llegara a su excelencia. Después de que el bendito diácono Teofrasto se hiciera cargo de la carta, al emprender yo un viaje inevitable, no la entregó a su reverencia, pues se vio afectado por la enfermedad que lo llevó a fallecer. Por ello, tardé tanto en escribir, que, al ser tan escaso el tiempo, no pensé que esta carta fuera de mucha utilidad. Los piadosos obispos Melecio y Teodoto me habían instado encarecidamente a visitarle, indicando que una reunión sería una muestra de afecto y deseando remediar los problemas que actualmente me preocupan. Habían fijado como fecha para nuestra reunión mediados del próximo mes de junio, y como lugar Fargamo, un lugar famoso por la gloria de los mártires y por la gran cantidad de personas que asisten allí al sínodo cada año. En cuanto regresé y me enteré del fallecimiento del bendito diácono, y de que mi carta estaba inservible en casa, sentí que no debía estar ocioso, pues aún faltaban treinta y tres días para la fecha señalada. Así que envié apresuradamente la carta al reverendo Eustacio, mi compañero ministro, para que la remitiera a su reverencia y para obtener una respuesta sin demora. Si le es posible y le parece bien venir, iré a verle. Si no, si Dios quiere, saldaré la deuda de la reunión del año pasado, a menos que algún impedimento por mis pecados vuelva a presentarse (en cuyo caso debo posponer mi reunión para otra ocasión).
CARTA
96
Al magister Sofronio de Constantinopla
¿Quién amó jamás a su ciudad, honrando con amor filial el lugar que le vio nacer y criarse, como tú lo haces? ¿Y orando por toda la ciudad junta, y por cada uno de sus habitantes individualmente? ¿Y no sólo orando, sino confirmando tus oraciones con tus propios medios? Esto es algo que puedes lograr tú, con la ayuda de Dios, y ojalá que, siendo un hombre longevo y bueno como eres, puedas hacerlo. En tu época, nuestra ciudad sólo ha disfrutado de un breve sueño de prosperidad, al estar a cargo de una persona que, según los estudiosos de nuestros anales más antiguos, nunca se sentó en la silla prefectual. La ciudad ha perdido repentinamente sus servicios, por la maldad de hombres que han encontrado un motivo de ataque en tu liberalidad e imparcialidad, y sin el conocimiento de tu excelencia han inventado calumnias contra el prefecto. Existe, por tanto, una profunda depresión entre nosotros ante la pérdida de un gobernador con una capacidad única para levantar a nuestra abatida comunidad, un verdadero guardián de la justicia, accesible a los agraviados, un terror para los infractores, de igual comportamiento con ricos y pobres. Y lo que es más importante, un prefecto que haya restaurado los intereses de los cristianos a su antiguo lugar de honor. Que él fuera, de todos los hombres que conozco, el más incapaz de ser sobornado, y que jamás hizo un favor injusto a nadie, lo he pasado por alto como un punto pequeño en comparación con sus otras virtudes. De hecho, doy fe de todo esto demasiado tarde, como quienes cantan cánticos fúnebres para consolarse cuando no encuentran alivio práctico. Sin embargo, no es inútil que su recuerdo permanezca en su generoso corazón y que le estén agradecidos como benefactor de su tierra natal. Si alguno de quienes le guardan rencor por no sacrificar la justicia a sus intereses lo ataca, será bueno que lo defiendan y protejan. Así dejarás claro a todos que consideras sus intereses como tuyos y que consideras razón suficiente para esta estrecha relación con él, que su historial sea tan impecable y su administración tan notable en vista de la época. Porque lo que ningún otro hombre podría lograr en muchos años, él lo ha logrado rápidamente. Sería un gran favor para mí, y un consuelo dadas las circunstancias, si lo recomendaras al emperador y disiparas las acusaciones calumniosas que se le imputan. Créeme que no hablo sólo por mí, sino por toda la comunidad, y que es nuestra oración unánime para que pueda sacar algún beneficio de la ayuda de vuestra excelencia.
CARTA
97
Al Senado de Tiana
El Señor, que revela lo oculto y manifiesta los designios de los corazones humanos, ha dado incluso a los humildes el conocimiento de artimañas aparentemente difíciles de entender. Nada ha escapado a mi atención, ni ha sido desconocida ninguna acción. Sin embargo, no veo ni oigo nada más que la paz de Dios, y todo lo que a ella pertenece. Otros pueden ser grandes, poderosos y seguros de sí mismos, pero yo no soy nada ni valgo nada, y por eso jamás podría asumir la responsabilidad de creerme capaz de manejar los asuntos sin apoyo. Sé perfectamente que necesito más del socorro de cada uno de los hermanos que una mano del otro. En verdad, desde nuestra propia constitución corporal, el Señor nos ha enseñado la necesidad de la comunión. Cuando miro a mis miembros y veo que ninguno de ellos es autosuficiente, ¿cómo puedo considerarme competente para cumplir con los deberes de la vida? Un pie no podría caminar con seguridad sin el apoyo del otro, así como un ojo no vería bien si no fuera por la alianza del otro y por poder mirar los objetos en conjunción con él. La audición es más exacta cuando el sonido se recibe a través de ambos canales, y la comprensión se hace más firme por la comunión de los dedos. En una palabra, de todo lo que se hace por naturaleza y por voluntad, no veo nada hecho sin la concordia de fuerzas compañeras. Incluso la oración, cuando no es oración unida, pierde su fuerza natural y el Señor nos ha dicho que él estará en medio donde dos o tres lo invoquen en concordia. El Señor mismo emprendió la economía, para que por la sangre de Su cruz pudiera hacer la paz entre las cosas en la tierra y las cosas en el cielo. Por todas estas razones, entonces, oro para que pueda permanecer en paz por mis días restantes; en paz pido que sea mi suerte dormir. Por amor a la paz no hay problema que no emprenda, ningún acto, ninguna palabra de humildad, que evite. No calcularé la duración del viaje, soportaré cualquier inconveniente, con tal de ser recompensado con la paz. Si alguien me sigue en esta dirección, está bien, y mis oraciones son escuchadas. Si el resultado es diferente, no cederé en mi determinación. Cada uno recibirá el fruto de sus propias obras en el día de la retribución.
CARTA
98
Al obispo Eusebio de Samosata
I
Tras recibir la carta de su santidad, en la que decía que no vendría, ansiaba partir hacia Nicópolis, pero mi deseo se ha debilitado y he recordado todas mis dolencias. También recordé la falta de seriedad en la conducta de quienes me invitaron. Me hicieron una invitación informal por medio de nuestro reverendo hermano Helenio, inspector de aduanas en Nacianzo, pero nunca se molestaron en enviar un mensajero para recordármelo ni a nadie que me escoltara. Como, por mis pecados, era objeto de sospecha para ellos, me resistí a empañar el ambiente de su reunión con mi presencia. En compañía de su excelencia, no me avergüenzo de desnudarme ni siquiera ante las pruebas más serias; pero sin usted, me siento incapaz de afrontar los problemas cotidianos. Dado que mi reunión con ellos debía tratar asuntos eclesiásticos, dejé pasar el festival y pospuse la reunión para un período de descanso y tranquilidad. He decidido ir a Nicópolis para tratar las necesidades de las iglesias con el piadoso obispo Melecio, por si acaso se negaba a ir a Samosata. Si acepta, me apresuraré a reunirme con él, siempre que ambos me lo aclaren, que él me responda (pues ya he escrito) y que su reverencia me lo indique.
II
Debíamos reunirnos con los obispos de Capadocia Secunda, quienes, al ser asignados a otra prefectura, de repente creyeron que se habían convertido en extranjeros y desconocidos para mí. Me ignoraron, como si nunca hubieran estado bajo mi jurisdicción y no tuvieran nada que ver conmigo. Esperaba también un segundo encuentro con el reverendo obispo Eustacio, que finalmente se produjo. Debido a las quejas de muchos contra él, que lo acusaban de atentar contra la fe, lo conocí y, por la gracia de Dios, descubrí que seguía de corazón la ortodoxia. Por culpa de quienes debían haberle transmitido mi carta, la del obispo no llegó a su excelencia y, agobiado por múltiples preocupaciones, la olvidé. Yo también anhelaba que nuestro hermano Gregorio gobernara una Iglesia acorde con sus capacidades, y eso habría sido reunir a toda la Iglesia bajo el sol en un solo lugar. Pero, como esto es imposible, que sea obispo, no derivando la dignidad de su sede, sino confiriéndola por sí mismo. Porque es propio de un hombre verdaderamente grande no solo ser suficiente para las grandes cosas, sino también, por su propia influencia, engrandecer las pequeñas. Pero ¿qué hacer con Palmacio, quien, tras tantas exhortaciones de los hermanos, sigue ayudando a Máximo en sus persecuciones? Incluso ahora no dudan en escribirle. La debilidad física y sus propias ocupaciones les impiden acudir. Créeme, piadosísimo Padre, nuestros propios asuntos necesitan mucho de tu presencia, y sin embargo, una vez más debes poner en marcha tu honorable vejez para apoyar a Capadocia, que ahora se tambalea y corre peligro de caer.
CARTA
99
Al conde Terencio de Samosata
I
He deseado con todas mis fuerzas, y he hecho todo lo posible por obedecer, aunque sólo fuera en parte, la orden imperial y la amable carta de su excelencia. Estoy seguro de que cada palabra y cada pensamiento suyo están llenos de buenas intenciones y sentimientos rectos. Pero no se me ha permitido demostrar mi pronta conformidad con acciones prácticas. La verdadera causa son mis pecados, que siempre me acechan y me obstaculizan. Además, está el distanciamiento del obispo que había sido designado para cooperar conmigo; desconozco el motivo. No obstante, mi reverendo hermano Teodoto, que prometió desde el principio colaborar conmigo, me había invitado cordialmente de Getasa a Nicópolis. Sin embargo, cuando me vio en la ciudad, se sintió tan conmocionado y temeroso de mis pecados, que no soportó llevarme ni a la oración de la mañana ni a la de la tarde. En esto actuó con toda justicia, en lo que a mí respecta, y como corresponde a mi estilo de vida, pero no de una manera que promoviera los intereses de las iglesias. Su supuesta razón fue que yo había admitido al reverendo hermano Eustacio a la comunión.
II
Lo que hice fue lo siguiente. Invitado a una reunión celebrada por nuestro hermano Teodoto, y deseoso, por amor, de obedecer la citación para no hacer la reunión infructuosa y vana, ansiaba comunicarme con el mencionado hermano Eustacio. Le presenté las acusaciones sobre la fe que nuestro hermano Teodoto le había hecho, y le pedí que, si seguía la fe correcta, me lo explicara claramente para poder comunicarme con él; y que si pensaba diferente, debía saber con claridad que debía separarme de él. Conversamos extensamente sobre el tema, y dedicamos todo el día a examinarlo. Al anochecer nos separamos sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Al día siguiente, tuvimos otra sesión y discutimos los mismos puntos, con la participación de nuestro hermano Pomenio, presbítero de Sebasteia, quien insistió vehementemente en el argumento en mi contra. Punto por punto, aclaré las cuestiones por las que parecía acusarme y logré que coincidieran con mis proposiciones. El resultado fue que, por la gracia del Señor, coincidimos, incluso en los detalles más insignificantes. Así que, alrededor de la hora novena, tras agradecer a Dios por permitirnos pensar y decir lo mismo, nos levantamos para orar. Además, debería haber obtenido una declaración escrita suya, para que su asentimiento se diera a conocer a sus oponentes y la prueba. Su opinión podría ser suficiente para el resto. Yo mismo ansiaba, con el deseo de mayor exactitud, encontrarme con mi hermano Teodoto, y obtener una declaración escrita de la fe y proponérsela a Eustacio, para que así ambos objetivos se lograran de inmediato: la confesión de la fe correcta (por parte de Eustacio) y la completa satisfacción (de Teodoto y sus amigos, quienes no tendrían motivos para objetar tras aceptar sus propias propuestas). Pero Teodoto, antes de saber por qué nos habíamos reunido y cuál había sido el resultado de nuestra conversación, decidió no permitirnos participar en la reunión. Así que, a mitad de nuestro viaje, emprendimos el regreso, decepcionados porque nuestros esfuerzos por la paz de las iglesias se habían visto frustrados.
III
Después de esto, cuando me vi obligado a emprender un viaje a Armenia, conociendo el carácter de aquel hombre y con el propósito de presentar mi propia defensa ante un testigo competente por lo sucedido y de satisfacerlo, viajé a Getasa, al territorio del piadoso obispo Melecio, estando conmigo el mencionado Teodoto. Estando allí, al ser acusado por él de mi comunicación con Eustacio, le dije que el resultado de nuestra conversación fue que yo había encontrado a Eustacio de acuerdo conmigo en todo. Entonces insistió en que Eustacio, tras dejarme, lo había negado y había afirmado a sus propios discípulos que nunca había llegado a un acuerdo conmigo sobre la fe. Yo refuté esta afirmación, y vea, oh hombre excelente, si mi respuesta no fue la más justa y completa. Estoy convencido, dije, a juzgar por el carácter de Eustacio, de que no puede estar divagando tan fácilmente, ahora confesando o ahora negando lo que dijo. Si un hombre que rechaza la mentira, incluso en cualquier asunto insignificante (como un pecado terrible), no es probable que opte por ir en contra de la verdad en asuntos de tanta importancia y tan notorios. Con todo, si lo que se informa entre ustedes resulta ser cierto, debe ser confrontado con una declaración escrita que contenga la exposición completa de la fe correcta. Si lo encuentro dispuesto a aceptar por escrito, continuaré en comunión con él. Si veo que se resiste a la prueba, renunciaré a toda relación con él. El obispo Melecio estuvo de acuerdo con estos argumentos, y junto al hermano Diodoro (el presbítero, quien estaba presente) y el reverendo hermano Teodoto me invitó a ir a Nicópolis, tanto para visitar la iglesia allí como para acompañarlo hasta Satala. No obstante, me dejó en Getasa, y cuando llegué a Nicópolis, olvidándose de todo lo que había oído de mí y del acuerdo que había hecho conmigo, me despidió, deshonrado por los insultos y deshonras que he mencionado.
IV
¿Cómo, entonces, honorable señor, me fue posible cumplir con cualquiera de los mandatos que se me impusieron y proporcionar obispos para Armenia? ¿Cómo podía actuar, cuando quien compartía mis responsabilidades estaba dispuesto a ayudarme, precisamente el hombre con cuya ayuda esperaba encontrar personas idóneas, pues contaba en su distrito con hombres reverendos y eruditos, diestros en la oratoria y conocedores de las demás peculiaridades de la nación? Conozco sus nombres, pero me abstendré de mencionarlos para evitar cualquier obstáculo a los intereses de Armenia en el futuro. Ahora bien, tras llegar a Satala en tan buen estado de salud, por la gracia de Dios, al parecer resolví el resto. Logré la paz entre los obispos armenios y les ofrecí un lugar adecuado, instándolos a abandonar su habitual indiferencia y a retomar su antiguo celo por la causa del Señor. Además, les impartí normas sobre cómo debían prestar atención a las iniquidades que se practicaban generalmente en Armenia. Además, acepté una decisión de la Iglesia de Satala, solicitando que se les asignara un obispo por mi intermedio. También investigué cuidadosamente las calumnias promulgadas contra nuestro hermano Cirilo, el obispo armenio, y por la gracia de Dios he descubierto que fueron provocadas por las calumnias de sus enemigos. Me lo confesaron. Y al parecer, hasta cierto punto, reconcilié al pueblo con él, de modo que ya no evitan su comunión. Pequeños logros estos, quizás, y de poco valor, pero debido a la discordia mutua causada por las artimañas del diablo, me fue imposible lograr más. Ni siquiera esto debí haber dicho, para no parecer que publicaba mi propia desgracia. Pero como no podía defender mi causa ante su excelencia de ninguna otra manera, me vi en la necesidad de decirle toda la verdad.
CARTA
100
Al obispo Eusebio de Samosata
Cuando recibí su afectuosa carta en el país limítrofe con Armenia, fue como una antorcha encendida que se alzaba a distancia para los marineros, sobre todo si el mar estaba agitado por el viento. La carta de su reverencia fue, en sí misma, agradable y llena de consuelo, pero su encanto natural se vio realzado por el momento de su llegada, un momento tan doloroso para mí que apenas sé cómo describirlo, tras haberme decidido a olvidar sus penas. Sin embargo, mi diácono le dará un relato completo. Mis fuerzas físicas me fallaron por completo, de modo que ni siquiera podía soportar el más mínimo movimiento sin dolor. No obstante, ruego que, con la ayuda de sus oraciones, mi propio anhelo se cumpla; aunque mi viaje me ha causado grandes dificultades, debido a que los asuntos de mi propia Iglesia han sido descuidados por ocuparme durante tanto tiempo. Si Dios me concede ver su reverencia en mi Iglesia, entonces tendré la plena esperanza, incluso en el futuro, de no estar completamente excluido de los dones de Dios. Si es posible, ruego que este encuentro entre nosotros tenga lugar en el sínodo que celebramos cada año, en memoria del beato mártir Eupsiquio, que se celebrará el siete de septiembre. Estoy rodeado de inquietudes que exigen su ayuda y compasión, tanto en el asunto del nombramiento de obispos como en la consideración de los problemas que me ha causado la ingenuidad de Gregorio de Nisa, quien convoca un Sínodo en Ancira y no escatima esfuerzos para contrarrestarme.
CARTA
101
Al pueblo de Cesarea
Esta es mi primera carta, y podría haber rezado para que el tema fuera más alentador. De haber sido así, todo habría sucedido como deseo, pues es mi deseo que la vida de todos aquellos que se proponen vivir en la verdadera religión sea feliz. El Señor, quien ordena nuestro camino según su inefable sabiduría, ha dispuesto que todo suceda para el bien de nuestras almas. Por ello, por un lado ha entristecido vuestras vidas, y por otro ha despertado la compasión de alguien que, como yo, está unido a vosotros en el amor divino. Por tanto, al enterarme de lo que os ha sucedido, me ha parecido que no podía sino brindaros todo el consuelo posible. Si me hubiera sido posible viajar al lugar donde vivís ahora, habría hecho todo lo posible por hacerlo. No obstante, mi mala salud, y el presente asunto que me ocupa, han hecho que este viaje sea perjudicial para los intereses de la Iglesia. Por tanto, he decidido dirigirme a vosotros por escrito, para recordaros que estas aflicciones no son enviadas por el Señor sin ningún propósito, sino como una prueba de la autenticidad de nuestro amor al divino Creador. Así como los atletas ganan coronas por sus luchas en la arena, así también los cristianos somos llevados a la perfección por la prueba de las tentaciones, si aprendemos las aceptamos con la paciencia debida y con plena gratitud. Todo está ordenado por el amor del Señor, así que no debemos aceptar nada que nos suceda como doloroso, aunque afecte nuestra debilidad. Quizás ignoramos las razones por las que cada cosa que nos sucede nos es enviada como una bendición por el Señor, pero debemos estar convencidos de que todo lo que nos sucede es para nuestro bien, ya sea como recompensa por nuestra paciencia, o para que el alma no se llene de la maldad que se encuentra en este mundo. Si la esperanza de los cristianos se limita a esta vida, con razón se habría considerado amargo separarse prematuramente del cuerpo, mas si la separación del alma de estas ataduras corporales es el comienzo de nuestra verdadera vida, ¿por qué nos afligimos "como quienes no tienen esperanza" (1Ts 4,12)? Consolaos, pues, y no os dejéis vencer por los problemas, sino demostrad que sois superiores a ellos y que podéis superarlos.
CARTA
102
Al pueblo de Satala
Conmovido por vuestra importunidad y la de todo vuestro pueblo, he asumido el cuidado de vuestra Iglesia y he prometido ante el Señor que no os faltaré en nada que esté a mi alcance. Me he visto obligado a acogeros como a la niña de mis ojos. El alto honor que os tengo me ha permitido recordar que, ni la relación ni la intimidad que he tenido desde mi infancia con algunos de vosotros, me exijan más que vuestra petición. He olvidado todo lo cercano y querido para mí, y los suspiros que exhala mi pueblo al ser privado de su gobierno, y las lágrimas de mis parientes, y la aflicción de mis ancianos. He dejado de lado todas estas consideraciones, por grandes y numerosas que sean, con el único objetivo de bendecir a vuestra Iglesia con el gobierno de un pastor. Lo hago por verla tan afligida como está, y por haber estado tanto tiempo sin cabeza, y por estar necesitada de un gran y poderoso apoyo para resurgir. Hasta aquí lo que a mí respecta. Por otra parte, os pido que no defraudéis la esperanza que he albergado y las promesas que os he hecho, y que os he enviado a través de uno amigo íntimo. Os pido a cada uno de vosotros que intentéis superar a los demás en amor y afecto hacia él. Os suplico que mostréis esta loable rivalidad, y que confortéis su corazón con la grandeza de vuestras atenciones hacia él, para que olvide su propio hogar, olvide a sus parientes y olvide a un pueblo tan dependiente de su gobierno, como un niño destetado del pecho de su madre. He enviado a Nicias con antelación para explicar todo a vuestras excelencias, y para que podáis fijar un día para celebrar la fiesta y dar gracias al Señor, que ha concedido el cumplimiento de vuestra oración.
CARTA
103
Al pueblo de Satala
El Señor ha respondido a la oración de vuestro pueblo y os ha dado, por mi humilde instrumento, un pastor digno de ese nombre. No uno que trafica con la palabra, como muchos hacen, sino competente para daros plena satisfacción a vosotros, que amáis la ortodoxia de la doctrina y habéis aceptado una vida conforme a los mandamientos del Señor, quien os ha llenado con sus propias gracias espirituales.
CARTA
104
Al prefecto Modesto
El solo hecho de escribir a un hombre tan eminente, aunque no haya otra razón, debe considerarse un gran honor, pues la comunicación con personajes de alta distinción confiere gloria a todos a quienes se les permite. Sin embargo, mi súplica, la forzosa, la hago a su excelencia, en mi gran aflicción por la condición de todo mi país. Le ruego que tenga paciencia conmigo, amablemente y de acuerdo con su propio carácter, y extienda una mano amiga a mi país, ahora abatido. El objeto inmediato de mi súplica es el siguiente. Según el antiguo censo, el clero de Dios, presbíteros y diáconos, quedaron exentos. Sin embargo, los registradores recientes, sin ninguna autorización de su señoría, los han inscrito, salvo que en algunos casos a algunos se les concedió inmunidad por motivos de edad. Le pido, pues, que nos deje este memorial de su beneficencia, para preservar en el futuro su buena fama; Que, de acuerdo con la antigua ley, el clero esté exento de contribución. No pido que la remisión se conceda personal e individualmente a los ahora incluidos, en cuyo caso la gracia pasará a sus sucesores, quienes podrían no ser siempre dignos del sagrado ministerio. Sugiero que se haga una concesión general al clero, según el formulario del registro público, para que la exención sea otorgada en cada lugar a los ministros por los gobernantes de la Iglesia. Esta bendición sin duda traerá gloria eterna a su excelencia por sus buenas obras, y hará que muchos oren por la casa imperial. También será realmente beneficioso para el gobierno si otorgamos el alivio de la exención, no a todo el clero en general, sino a aquellos que ocasionalmente se encuentran en apuros. Éste, como cualquiera que lo desee puede saber, es el camino que realmente seguimos cuando estamos en libertad.
CARTA
105
A las diaconisas de Samosata
Al llegar a Samosata esperaba tener el placer de encontrarme con sus excelencias, y la decepción que sufrí no me permitió soportarla. ¿Cuándo, pregunté, podré volver a estar cerca de vosotras? ¿Cuándo os será agradable venir a mi casa? Todo esto, sin embargo, debe quedar en manos del Señor. En cuanto al presente, al enterarme de que mi hijo Sofronio se dirigía a vosotras, con gusto le entregué esta carta para saludaros y deciros cómo, por la gracia de Dios, no dejo de recordaros y de dar gracias al Señor por vosotras, pues sois buenos vástagos de una buena estirpe, fructíferas en buenas obras y como lirios entre espinos. Rodeadas como estáis por la terrible perversidad de quienes corrompen la palabra de verdad, no cedáis a sus artimañas, ni abandonéis la proclamación apostólica de la fe, ni os paséis a la exitosa novedad del día. ¿No es esto motivo de profunda gratitud a Dios? ¿No os traerá esto, con razón, gran renombre? Habéis profesado vuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No abandonéis este depósito. El Padre es el origen de todo. El Hijo unigénito, engendrado de él, es Dios mismo, perfecto de lo perfecto e imagen viviente que muestra al Padre completo en sí mismo. El Espíritu Santo, subsistencia de Dios, es fuente de santidad, poder que da vida, gracia que perfecciona, y por él el hombre es adoptado y el mortal hecho inmortal. Él está unido al Padre y al Hijo en todas las cosas en gloria y eternidad, en poder y reino, en soberanía y divinidad; como lo atestigua la tradición del bautismo de salvación. Todos los que sostienen que el Hijo o el Espíritu son criaturas, reducen absolutamente al Espíritu a un rango ministerial y servil, y están muy alejados de la verdad. Huid de su comunión y apartaos de sus enseñanzas, porque son destructivas para las almas. Si alguna vez el Señor nos permite encontrarnos, os hablaré más sobre la fe, para que podáis percibir de inmediato el poder de la verdad y la podredumbre de la herejía mediante pruebas bíblicas.
CARTA
106
A un soldado romano
Tengo muchas razones para agradecer a Dios por las misericordias que me ha concedido en mi viaje, pero no considero mayor bendición que el conocimiento de su excelencia, que me ha sido concedido por la misericordia de nuestro buen Señor. He aprendido a conocer a alguien que demuestra que incluso en la vida de un soldado es posible preservar la perfección del amor a Dios, y que debemos distinguir a un cristiano no por su estilo de vestir, sino por la disposición de su alma. Fue un gran placer para mí conocerlo; y ahora, cada vez que lo recuerdo, me siento muy feliz. Sea un hombre, sea fuerte y esfuércese por alimentar y multiplicar el amor a Dios, para que él le conceda aún mayores bendiciones. No necesito más pruebas de que me recuerda; tengo evidencia en lo que ha hecho.
CARTA
107
A la viuda Julita
Me entristeció descubrir, al leer la carta de su señoría, que usted se encuentra envuelto en las mismas dificultades. ¿Qué se debe hacer con hombres que demuestran un carácter tan voluble, diciendo una cosa y luego otra, y nunca cumpliendo las mismas promesas? Si, después de las promesas hechas en mi presencia y en la del ex-prefecto, ahora intenta acortar el plazo de gracia como si nada hubiera dicho, parece haber perdido, en lo que a mí respecta, toda vergüenza. Sin embargo, le escribí, reprendiéndolo y recordándole sus promesas. También escribí a Heladio, miembro de la familia del prefecto, para que me informara sobre sus asuntos a través de él. Dudé en ser tan franco con un funcionario de tal importancia, ya que nunca le había escrito sobre mis asuntos privados y temía alguna decisión adversa por su parte, pues los grandes hombres, como usted sabe, se irritan fácilmente por estos asuntos. Si, sin embargo, se puede lograr algún bien en este asunto, será a través de Heladio, un hombre excelente, de buena disposición hacia mí, temeroso de Dios y con acceso totalmente libre al prefecto. El Santo puede librarte de toda aflicción, si tan solo ponemos verdadera y sinceramente toda nuestra esperanza en él.
CARTA
108
Al tutor de Julita
Me asombra mucho saber que, después de las amables promesas que hiciste, las cuales eran sólo las esperadas de tu generoso carácter, ahora las ha olvidado y estés ejerciendo una presión severa y violenta sobre nuestra hermana. En realidad, no sé qué pensar, dadas las circunstancias. Sé por muchos que han experimentado tu generosidad y dan testimonio de ella, y recuerdo las promesas que hiciste ante mí y ante el ex-prefecto. Dijiste que habías estipulado un plazo más corto por escrito, pero que concederías un plazo de gracia más largo, por tu deseo de cubrir las necesidades del caso y hacer un favor a la viuda, quien ahora se ve obligada a pagar de sus bienes una suma tan grande de inmediato. No puedo imaginar la causa de este cambio. Sin embargo, sea cual sea, te ruego que seas consciente de tu propio carácter generoso y que acudas al Señor, quien recompensa las buenas obras. Te ruego que concedas el plazo de remisión que prometiste al principio, para que puedan vender sus bienes y saldar la deuda. Recuerdo perfectamente que prometiste, si recibías la suma acordada, devolver a la viuda todos los documentos estipulados, tanto los que se habían ejecutado ante los magistrados como los documentos privados. Te ruego, pues, que me honres y obtengas una gran bendición del Señor. Recuerda tus propias promesas, reconociendo que eres humano y que debes esperar el momento en que necesites la ayuda de Dios. No te cierres a esa ayuda por tu severidad actual; más bien, mostrando toda bondad y clemencia a los afligidos, atrae la compasión de Dios hacia ti.
CARTA
109
Al conde Heladio
Me resisto a perturbar su buen carácter, dada su gran influencia, por temor a que parezca que hago un uso injustificado de su amistad. Sin embargo, la necesidad del caso me impide callar. Nuestra hermana, pariente mía, y ahora en la triste situación de viuda, tiene que ocuparse de los asuntos de su hijo huérfano. Al verla agobiada por responsabilidades insoportables, sentí gran compasión por ella y, profundamente afectado por el asunto, me he apresurado a solicitar su ayuda para que, si es posible, se digne apoyar al mensajero que ha enviado, a fin de que, cuando haya pagado lo prometido en persona en mi presencia, quede libre de cualquier otra presión. Había acordado que se le eximiera del pago de los intereses del capital. Ahora, sin embargo, quienes se ocupan de los asuntos de sus herederos intentan exigir el pago de los intereses, así como del capital. Como sabéis, el Señor se hace cargo de las viudas y los huérfanos, y por eso os esforzáis al máximo en este asunto, con la esperanza de la recompensa que Dios mismo os dará. No puedo evitar pensar que, cuando nuestro admirable y bondadoso prefecto se entere de la liberación del capital, se compadecerá de esta casa afligida e infeliz, ahora destrozada e incapaz de soportar las injurias que se le han infligido. Perdonad, pues, la necesidad que me obliga a interrumpiros; y prestad vuestra ayuda en este asunto, en proporción al poder que Cristo os ha dado, siendo vosotros hombres buenos y leales, y empleando vuestros talentos para el bien.
CARTA
110
Al prefecto Modesto del Tauro
Al tener la gentileza de venir a visitarme, me concede un gran honor y me concede una gran libertad. En igual medida, ruego que su señoría reciba de nuestro buen Maestro lo mismo, durante toda su vida. Hace tiempo que deseo escribirle y recibir honores de su parte, pero el respeto a su gran dignidad me lo ha impedido, y he tenido cuidado de no parecer que abuso de la libertad que se me ha concedido. Ahora, sin embargo, me veo obligado a animarme, no sólo por haber recibido permiso de su incomparable excelencia para escribir, sino también por la necesidad de los necesitados. Si, pues, las súplicas, incluso de los más pequeños, sirven de algo a los más grandes, concédase, excelentísimo señor, por su buena voluntad, socorrer a una población rural que se encuentra en una situación lamentable, y ordenar que el impuesto al hierro, pagado por los habitantes del Tauro, productor de hierro, se ajuste a lo posible. Concédalo, para que no sean aplastados de una vez por todas, en lugar de prestar un servicio duradero al estado. Estoy seguro de que su admirable benevolencia se encargará de que así sea.
CARTA
111
Al prefecto Modesto del Tauro
En circunstancias normales, me habría faltado el valor para entrometerme en los asuntos de su excelencia, pues sé calcular mi propia importancia y reconocer las dignidades. Pero ahora que he visto a un amigo en una situación angustiosa, al ser citado ante usted, me he atrevido a entregarle esta carta. Espero que, utilizándola como símbolo propiciatorio, encuentre mi misericordiosa consideración. En verdad, aunque no valgo nada, la moderación misma puede conciliar al más misericordioso de los prefectos y obtener mi perdón. Si mi amigo no ha hecho nada malo, puede salvarse por la mera fuerza de la verdad. Si ha errado, puede ser perdonado gracias a mi súplica. Nadie mejor que usted sabe cómo estamos aquí, y discierne las partes débiles de cada hombre, y gobierna todo con tu admirable previsión.
CARTA
112
Al general Andrónico
I
Si mi salud me hubiera permitido emprender un viaje sin dificultad y soportar las inclemencias del invierno, en lugar de escribir, habría viajado a su excelencia en persona, y esto por dos razones. Primero, para saldar mi antigua deuda, pues sé que prometí ir a Sebasteia y tener el placer de ver a su excelencia. Efectivamente vine, pero no pude encontrarme contigo porque llegué un poco más tarde que su señoría. Segundo, para ser mi propio embajador, pues hasta ahora me he resistido a enviar, pensando que soy demasiado insignificante para obtener tal favor, y al mismo tiempo considerando que nadie, simplemente por escrito, tendría tantas posibilidades de persuadir a alguien, ya sea público o privado, a favor de alguien, como mediante una entrevista personal, en la que se podrían aclarar algunos puntos de las acusaciones, mientras que a otros se les pediría perdón y por otros se les pediría perdón. Ninguno de estos fines se puede lograr fácilmente por carta. Frente a todo esto, sólo puedo oponer una cosa: tu excelente persona. Como bastará con decirle lo que pienso al respecto, y todo lo que falta lo añadirás tú mismo, me he atrevido a escribir como lo hago.
II
Debido a mi vacilación, y al posponer la explicación de mis argumentos, escribo con rodeos. Este hombre, Domiciano, ha sido amigo íntimo mío y de mis padres desde el principio, y es como un hermano para mí. ¿Por qué no habría de decir la verdad? Cuando supe las razones de su actual situación, dije que solo había recibido su merecido. Pues esperaba que nadie que haya cometido una ofensa, ya sea pequeña o grande, escapara al castigo. Pero cuando lo vi viviendo una vida de inseguridad y desgracia, y sentí que su única esperanza dependía de tu decisión, pensé que ya había sido castigado suficientemente; por lo tanto, te imploro que seas magnánimo y humano al considerar su caso. Tener a los oponentes bajo tu control es correcto y propio de un hombre de espíritu y autoridad; pero ser amable y gentil con los caídos es la marca del hombre eminente en grandeza de alma y en inclemencia. Así pues, si lo deseas, está en tu poder mostrar tu magnanimidad en el caso de este mismo hombre, tanto al castigarlo como al salvarlo. Que el temor que Domiciano siente por lo que sospecha y por lo que sabe que merece sufrir sea el límite de su castigo. Te ruego que no añadas nada a su castigo, pues considera esto: muchos en tiempos pasados, de quienes no nos ha llegado ningún registro, tuvieron en su poder a quienes los perjudicaron. Pero quienes superaron a sus compañeros en filosofía no persistieron en su ira, y de ellos se ha transmitido el recuerdo, inmortal a través de los tiempos. Que esta gloria se añada a lo que la historia dirá de ti. Concédenos, que deseamos celebrar tus alabanzas, poder ir más allá de los ejemplos de bondad cantados en tiempos pasados. De esta manera, se dice que Creso cesó su ira contra el asesino de su hijo cuando se entregó al castigo, y el gran Ciro se mostró amistoso con este mismo Creso tras su victoria. Te contaremos entre ellos y proclamaremos esta tu gloria con todas nuestras fuerzas, a menos que se nos considere demasiado pobres heraldos de un hombre tan grande.
III
Otra razón que debo presentar es que no castiguemos a los trasgresores por lo pasado (¿qué medios se pueden idear para deshacer el pasado?), sino para que se reformen para el futuro y sean un ejemplo de buena conducta para los demás. Nadie podría decir que alguno de estos puntos falta en el presente caso, pues Domiciano recordará lo sucedido hasta el día de su muerte. Creo que todos los demás, con su ejemplo ante sí, están muertos de alarma. En estas circunstancias, cualquier adición que hagamos a su castigo solo parecerá una satisfacción de nuestra propia ira. Diría que esto está lejos de ser cierto en tu caso. De hecho, no podría ser inducido a hablar de tal cosa si no viera que una bendición mayor viene a quien da que a quien recibe. Tu magnanimidad no será conocida sólo por unos pocos, pues toda Capadocia está pendiente de lo que se debe hacer. Por mi parte, yo rezo para que puedan contar esto entre tus demás buenas obras. Me resisto a concluir mi carta por temor a que cualquier omisión me perjudique, pero añadiré algo. Domiciano recibe cartas de muchos que interceden por él, pero él considera la mía la más importante de todas, porque ha sabido, de quién no sé, que tengo influencia sobre tu excelencia. No permitas que se destruyan las esperanzas que ha depositado en mí, ni permitas que pierda mi crédito entre mi gente. Acéptale, ilustre señor, y concédeme mi favor. Has visto la vida humana con la mayor claridad que jamás haya visto un filósofo, y sabes cuán valioso es el tesoro reservado para quienes brindan su ayuda a los necesitados.
CARTA
113
Al clero de Tarso
Al encontrarme con este hombre, agradecí de corazón a Dios que, mediante su visita, me hubiera consolado en mis muchas aflicciones y me hubiera mostrado claramente su amor. Me parece ver, en la disposición de este hombre, el celo de todos vosotros por la verdad. Él os contará nuestras conversaciones. Lo que deberíais aprender directamente de mí es lo siguiente. Vivimos en días en que la destrucción de las iglesias parece inminente, y de esto soy consciente desde hace tiempo. No hay nuevas edificaciones de iglesias, no hay corrección de errores, no hay compasión por los débiles (ni siquiera una sola defensa de los hermanos sanos) y no se encuentra ningún remedio ni para sanar la enfermedad (que ya nos ha afectado) ni para prevenir la que esperamos. En general, el estado de la Iglesia (si se me permite usar una figura sencilla, aunque parezca demasiado humilde) es como un abrigo viejo, que siempre se rasga y nunca puede recuperar su fuerza original. En tales momentos, entonces, se necesita gran esfuerzo y diligencia para que las iglesias se beneficien de alguna manera. Es una ventaja que las partes, hasta ahora separadas, se unan. La unión se lograría si estuviéramos dispuestos a adaptarnos a los más débiles, siempre que sea posible y sin dañar las almas. Puesto que muchas bocas se han abierto contra el Espíritu Santo, y muchas lenguas se han inclinado a blasfemar contra Dios, os imploro, en la medida de vuestras posibilidades a esto: que reduzcáis a los blasfemos a un número reducido, y que recibáis en la comunión a todos los que no afirman que el Espíritu Santo es una criatura. Esto hará que los blasfemos queden avergonzados, o vuelvan a la verdad, o dejen de tener importancia por su escaso número. No busquemos, pues, más que esto, y propongamos a todos los hermanos que deseen unirse a nosotros el Credo de Nicea. Si asienten, exijamos que el Espíritu Santo no sea llamado criatura, ni que ninguno de los que lo afirman sea recibido en la comunión. No creo que deba insistir en nada más allá de esto. Mediante una comunicación mutua más prolongada, y una experiencia mutua sin conflictos, el Señor, que "obra todas las cosas para bien de los que le aman" (Rm 8,28), nos lo concederá.
CARTA
114
A Ciríaco de Tarso
Apenas necesito decir a los hijos de la paz cuán grande es la bendición de la paz. No obstante, esta bendición grande y maravillosa, y digna de ser buscada con fervor por todos los que aman al Señor, corre el peligro de quedar reducida a un simple nombre, porque abunda la iniquidad y porque el amor de la mayoría se ha enfriado. Pienso, pues, que el gran objetivo de quienes sirven al Señor, de verdad, debería ser restablecer la unidad en las iglesias que, en diversos momentos y de diversas maneras, se encuentran divididas entre sí. Al intentar lograr esto, no se me puede acusar de entrometido, pues nada es tan típicamente cristiano como ser pacificador, y por esta razón nuestro Señor nos ha prometido a los pacificadores una gran recompensa. Conocí a tus hermanos, y supe cuán grande era su amor fraternal, y su consideración por nosotros, y su amor por Cristo, y su exactitud y firmeza en todo lo concerniente a la fe, y su fervor en alcanzar dos fines: no separarse de su amor y no abandonar su firme fe. Cuando lo pude conocer por mí mismo, aprobé su buena disposición. Escribo a su reverencia rogándole, con todo amor, que mantenga a estos hermanos en verdadera unión, y ellos se asocien contigo en tu preocupación por la Iglesia. Me he comprometido con ellos por su ortodoxia, y te pido a ti que, por la gracia de Dios, estés dispuestos a luchar con todo vigor por la verdad, sin importar lo que tengas que sufrir por la verdadera doctrina. En mi opinión, las siguientes condiciones no contradirán tu propio sentir y serán suficientes para satisfacer a los hermanos antes mencionados. En primer lugar, que confiesen la fe presentada por nuestros padres de Nicea, sin omitir ninguna de sus proposiciones y teniendo presente que los 318 obispos que se reunieron no hablaron sin la intervención del Espíritu Santo. En segundo lugar, que no añadan a ese Credo la afirmación de que el Espíritu Santo es una criatura, ni comulguen con quienes así lo afirman. De este modo, la Iglesia de Dios será pura y no tendrá mezcla de cizaña. Si tu buen sentir les da esta plena seguridad, ellos estarán dispuestos a ofrecerte la debida sumisión. Yo mismo prometo que los hermanos que no te opondrán, sino que se mostrarán completamente subordinados, si tan sólo su excelencia les concede de buena gana lo que piden.
CARTA
115
A la hereje Simplicia
A menudo, imprudentemente, odiamos a nuestros superiores y amamos a nuestros inferiores. Así que yo, por mi parte, me callo y guardo silencio sobre la vergüenza de los insultos que me infligen. Espero al Juez celestial, que sabe castigar toda maldad al final. De hecho, aunque un hombre derrame oro como arena, o aunque pisotee lo justo, sólo daña su propia alma. Dios siempre pide sacrificios, mas no porque los necesite sino porque ayudan a crear mentes piadosas y rectas, como un sacrificio precioso. En cambio, cuando un hombre se pisotea a sí mismo con sus trasgresiones, Dios considera impuras sus oraciones. Piensa, pues, en el último día, y no intentes enseñarme. Sé más que tú, y no estoy tan atormentado por las espinas. No me importa multiplicar por diez la maldad, con algunas buenas cualidades. Has incitado contra mí lagartijas y sapos, y toda clase de bestias impuras. Pero un pájaro vendrá de arriba y los devorará. La cuenta que tengo que dar no es según tus ideas, sino como Dios cree conveniente juzgar. Si se necesitan testigos, no comparecerán ante el Juez esclavos, ni eunucos vergonzosos y detestables, ni mujer ni hombre, ni lujuriosos, envidiosos, sobornados, apasionados, afeminados, comilones, despiadados, avariciosos, quejicas, inconstantes, tacaños, codiciosos, insaciables, salvajes, celosos. Todos ellos, en su mismo nacimiento fueron condenados al cuchillo. ¿Cómo pueden éstos tener una mente recta, si sus pies están torcidos? Sólo les queda ser castos debido al cuchillo, y aún así eso no será ningún mérito para ellos.¿Por qué? Porque son lascivos en vano, por su propia vileza natural. Pues bien, éstos no serán los testigos que comparecerán en el Juicio, sino los ojos de los justos y la vista de los perfectos, de todos los que entonces verán con sus ojos lo que ahora ven con su entendimiento.
CARTA
116
A Firminio
Escribes rara vez y tus cartas son breves, ya sea porque te acobardas o para evitar la saciedad que produce el exceso, o quizás para acostumbrarte a la brevedad. De hecho, nunca estoy satisfecho, y por abundante que sea tu comunicación, es menor que mi deseo, porque deseo conocer cada detalle sobre ti. ¿Cómo estás de salud? ¿Y de disciplina ascética? ¿Perseveras en tu propósito original? ¿O has elaborado algún nuevo plan, cambiando de opinión según las circunstancias? Si hubieras permanecido igual, no habría necesitado tantas cartas y habría estado bastante satisfecho. Estoy bien, y espero que tú también lo estés. Pero oigo lo que me avergüenza decir: has abandonado las filas de tus benditos antepasados y te has unido a tu abuelo paterno, y anhelas ser más un Bretanio que un Firminio. Estoy muy ansioso por saberlo y por conocer las razones que te han inducido a adoptar este tipo de vida. Tú mismo has guardado silencio. Supongo que te avergüenzas de tus intenciones, y por eso debo implorarte que no concibas ningún proyecto que pueda estar asociado con la vergüenza. Si alguna idea así te ha entrado en la mente, aléjala, recupera la conciencia, dile adiós a la milicia, a las armas y a las fatigas del campamento. Regresa a casa pensando, como pensaron tus antepasados antes que tú, que basta con tener una vida cómoda y la mayor distinción posible para ocupar un puesto destacado en tu ciudad. Estoy seguro de que podrás lograrlo sin dificultad, considerando tus dotes naturales y el reducido número de tus rivales. Si, pues, esta no era tu intención original, o si después de formularla la has rechazado, házmelo saber de inmediato. Si, por el contrario, Dios no lo quiera, persistes en la misma opinión, que el problema venga por sí solo. No quiero una carta.
CARTA
117
Sin destinatario definido
Por muchas razones sé que estoy en deuda con su reverencia, y ahora la ansiedad en la que me encuentro me obliga necesariamente a prestar servicios de este tipo, aunque mis consejeros son meros visitantes fortuitos y no, como usted, están unidos a mí por muchos y diferentes lazos. No hay necesidad de recordar el pasado. Puedo decir que fui la causa de mis propias dificultades al decidir abandonar la buena disciplina que solo conduce a la salvación. El resultado fue que, en este apuro, pronto caí en la tentación. Lo sucedido me ha parecido digno de mención, para que no vuelva a caer en una angustia similar. En cuanto al futuro, deseo asegurarle plenamente a su reverencia que, por la gracia de Dios, todo irá bien, ya que el procedimiento es legal y no presenta ninguna dificultad, ya que muchos de mis amigos en el tribunal están dispuestos a ayudarme. Por lo tanto, haré que se redacte una petición similar al formulario presentado al vicario. Si no hay demora, recibiré mi licenciamiento sin demora y me aseguraré de brindarle alivio enviándole el documento formal. Estoy seguro de que en esto mis propias convicciones tienen más fuerza que las órdenes imperiales. Si demuestro esto firme y firme en la vida más elevada, con la ayuda de Dios, mi castidad será inviolable y segura. Me ha complacido ver al hermano que me ha confiado y tenerlo entre mis amigos íntimos. Confío en que sea digno de Dios y de buena palabra.
CARTA
118
Al obispo Jovino de Perra
Me debes un favor, pues te hice un favor que debo devolver con intereses (intereses que nuestro Señor no rechaza). Págame, pues, amigo mío, visitándome. Hasta aquí el capital, mas ¿y el incremento? Es el hecho de que la visita la has hecho tú, que eres un hombre tan superior a mí como los padres a los hijos.
CARTA
119
Al obispo Eustacio de Sebaste
Me dirijo a ti por medio del honorable y reverendo hermano Pedro, suplicándoles ahora y siempre que oren por mí, para que me aparte de los caminos peligrosos y evitables, y sea un día digno del nombre de Cristo. Aunque no diga nada, conversarán sobre mis asuntos, y él te dará un relato preciso de lo sucedido. Pero admiten, sin el debido examen, las viles sospechas contra mí que probablemente levantarán hombres que me han insultado, violando el temor de Dios y la estima de los hombres. Me avergüenza contarte el trato que he recibido del ilustre Basilio, a quien acepté de manos de su reverencia como protección para mi vida. Pero, cuando hayas escuchado lo que nuestro hermano tiene que decir, conocerás todos los detalles. No hablo así para vengarme de él, pues ruego que el Señor no le tome en cuenta, sino para que tu afecto por mí se mantenga firme, y porque temo que te veas afectado por las monstruosas calumnias que estos hombres seguramente inventarán para justificar su caída. Sean cuales sean las acusaciones que presenten, espero que tu inteligencia les haga estas preguntas: ¿Me han acusado formalmente? ¿Han buscado alguna corrección del error que presentan contra mí? ¿Han dejado clara su queja contra mí? Tal como están las cosas, con su innoble huida han dejado claro que bajo la alegría de su semblante y sus fingidas expresiones de afecto, esconden en su corazón una inmensa profundidad de astucia y de hiel. En todo esto, lo narre o no, tu inteligencia sabe perfectamente el dolor que me han causado, y la risa que causan quienes, siempre expresando su abominación por la vida piadosa en esta miserable ciudad, afirman que la pretensión de virtud se practica como un mero truco para obtener crédito, una mera suposición para engañar. Así que, en estos días, ningún modo de vida es tan sospechoso de vicio por la gente de aquí como la profesión del ascetismo. Tu inteligencia considerará cuál es la mejor cura para todo esto. En cuanto a las acusaciones que Sofronio me ha presentado, lejos de ser un preludio de bendiciones, son el comienzo de la división y la separación, y probablemente incluso mi amor se enfríe. Imploro que, por tu misericordiosa bondad, lo apartes de sus esfuerzos dañinos, y que tu afecto se esfuerce más bien por estrechar los lazos de lo que se desmorona, y no por aumentar la separación uniéndote a quienes anhelan la disidencia.
CARTA
120
Al obispo Melecio de Antioquía
He recibido una carta del amado obispo Eusebio, en la que solicita que se escriba una segunda carta a los occidentales sobre ciertos asuntos eclesiásticos. Ha expresado su deseo de que la carta sea redactada por mí y firmada por todos los que están en comunión. Al no tener medios para escribir una carta sobre estos deseos, he enviado su acta a su santidad para que, una vez que la haya leído y pueda prestar atención a la información proporcionada por el muy querido hermano Santísimo, nuestro compañero presbítero, tenga la amabilidad de redactar una carta sobre estos puntos, según le parezca mejor. Estamos dispuestos a aceptarla y a hacerla llegar sin demora a quienes están en comunión con nosotros, para que, cuando todos la hayan firmado, pueda ser llevada por el mensajero, quien está a punto de emprender su viaje para visitar a los obispos de Occidente. Dad orden para que la decisión de vuestra santidad me sea comunicada lo más pronto posible, para que no ignore vuestras intenciones. En cuanto a la intriga que se está tramando, o que ya se ha tramado contra mí en Antioquía, el mismo hermano informará a su santidad, a menos que el informe de lo sucedido no se anticipe a él y aclare la situación. Hay motivos para esperar que las amenazas estén llegando a su fin. Deseo que su reverencia sepa que nuestro hermano Antimo ha ordenado obispo a Fausto, quien vive con el papa, sin haber recibido los votos necesarios y en lugar de nuestro reverendo hermano Cirilo. Así, ha llenado Armenia de cismas. He creído oportuno informarle de esto a su reverencia, para que no mientan en mi contra y yo sea responsable de estos procedimientos desordenados. Por supuesto, usted considerará oportuno informar de esto a los demás. Creo que tal irregularidad contristará a muchos.
CARTA
121
Al obispo Teodoto de Nicópolis
El invierno es severo y prolongado, por lo que me resulta difícil incluso encontrar consuelo en las cartas. Por esta razón, rara vez he escrito a su reverencia y rara vez he tenido noticias suyas, pero ahora mi amado hermano Santísimo, el copresbítero, ha emprendido un viaje hasta su ciudad. Por él, saludo a su señoría y le pido que rece por mí y que escuche a Santísimo, para que de él pueda aprender la situación de las iglesias y prestar la máxima atención a los puntos que se le presentan. Debe saber que Fausto vino con cartas para mí, del papa, solicitando su ordenación obispo. Sin embargo, cuando le pedí algún testimonio suyo y del resto de los obispos, me ignoró y se dirigió a Antimo. Regresó, ordenado por Antimo, sin que yo hubiera recibido ninguna comunicación al respecto.
CARTA
122
Al obispo Poemenio de Satala
Cuando los armenios regresaron por tu camino, sin duda les pediste una carta, y supiste por qué no se la había dado. Si hablaron como deben hacerlo los amantes de la verdad, me perdonaste al instante; si ocultaron algo (lo cual supongo que no), al menos, escúchalo por mí. El ilustrísimo Antimo, quien hace mucho tiempo hizo las paces conmigo, cuando halló la oportunidad de satisfacer su vanagloria y de causarme alguna molestia, consagró a Fausto, por su propia autoridad y por su propia mano, sin esperar tu elección, y ridiculizando mi meticulosidad en tales asuntos. Puesto que ha confundido el orden antiguo y se ha burlado de ti, cuya elección esperaba, y ha actuado de una manera, a mi entender, desagradable a Dios, por estas razones me sentí dolido con ellos y no escribí ninguna carta para ninguno de los armenios, ni siquiera para tu reverencia. A Fausto ni siquiera lo recibí en comunión, testificando con ello claramente que, a menos que me trajera una carta tuya, me distanciaría permanentemente de él e influiría en quienes compartían mi parecer para que lo trataran de la misma manera. Si hay algún remedio para estas cosas, no dudes en escribirme tú mismo, dando tu testimonio de él, si ves que lleva una vida buena. Y anima a los demás. Si, por el contrario, el mal es incurable, déjame entenderlo perfectamente, para que ya no pueda tomarlos en cuenta; aunque en realidad, como han demostrado, han acordado, para el futuro, transferir su comunión a Antimo, en desprecio hacia mí y hacia mi Iglesia, como si mi amistad ya no valiera la pena.
CARTA
123
Al monje Urbicio
Debías haber venido a verme para refrescarme, inflamado como estoy en mis tentaciones, con la punta de tu dedo. ¿Qué, entonces? Mis pecados se interpusieron en el camino e impidieron tu comienzo, de modo que estoy enfermo sin remedio. Así como cuando las olas nos rodean, una se hunde y otra se levanta, y otra se cierne negra y terrible, así sucede con mis problemas: algunos han cesado, algunos están conmigo, algunos están delante de mí. Como suele ser el caso, el único remedio para estos problemas es ceder a la crisis y alejarme de mis perseguidores. Sin embargo, ven a mí para consolarme, para aconsejarme o incluso para viajar conmigo. En cualquier caso, me harás mejor con solo verte. Sobre todo, reza mucho, para que mi razón no sea abrumada por las olas de mis problemas. Oremos para que en todo momento mantengamos un corazón agradable a Dios, y no seamos contados entre esos siervos malvados que agradecen a un amo cuando les hace el bien, y se niegan a someterse cuando los castiga con la adversidad. Que el Señor nos conceda cosechar beneficios de nuestras mismas pruebas, confiando más en Dios que en nuestras necesidades.
CARTA
124
A Teodoro
A veces se dice que quienes son esclavos de la pasión amorosa, cuando por alguna necesidad inevitable se ven separados del objeto de su deseo, pueden contener la violencia de su pasión cediendo a la vista, si acaso pueden contemplar la imagen del objeto amado. No puedo decir si esto es cierto o no; pero lo que me ha sucedido en tu caso, amigo mío, no es muy diferente. He sentido una disposición hacia tu alma piadosa e inocente, algo, si se me permite decirlo, de la naturaleza del amor. No obstante, la satisfacción de mi deseo, como la de todas las demás bendiciones, se me dificulta por la oposición de mis pecados. Sin embargo, me ha parecido ver una muy buena semejanza tuya en presencia de mis reverendos hermanos. Y si me hubiera tocado encontrarme contigo estando lejos de ellos, habría creído verlos en ti. Porque la medida del amor en cada uno de ustedes es tan grande, que en ambos hay una clara competencia por la superioridad. Le he dado gracias a Dios por esto. Si aún me queda vida, ruego que me sea endulzada por ti, así como ahora considero la vida una miseria que debo evitar, porque estoy separado de la compañía de quienes más amo. Porque, en mi opinión, no hay nada que pueda alegrarnos cuando estamos separados de quienes realmente nos aman.
CARTA
125
Al obispo Eustacio de Sebaste
I
Tanto a los hombres cuyas mentes han estado obsesionadas con un Credo heterodoxo y ahora desean adherirse a la congregación ortodoxa, como a quienes por primera vez desean ser instruidos en la doctrina de la verdad, se les debe enseñar el Credo elaborado por los benditos padres en el Concilio de Nicea. Esta misma formación sería sumamente útil para quienes se sospecha que son hostiles a la sana doctrina y que, con excusas ingeniosas y plausibles, ocultan la depravación de sus sentimientos. Para ellos, este credo es todo lo que necesitan. Se curarán de su inseguridad oculta o, al mantenerla oculta, cargarán con la sentencia debido a su deshonestidad, y nos brindarán una defensa fácil en el día del juicio, cuando el Señor "desvele las tinieblas y manifieste los designios de sus corazones" (1Cor 1,5). Por tanto, es deseable recibirlos con la confesión no solo de que creen en las palabras pronunciadas por nuestros padres en Nicea, sino también según el sano significado expresado en ellas. Porque hay hombres que incluso en este Credo pervierten la palabra de verdad y distorsionan el significado de las palabras para adaptarlo a sus propias nociones. Así, Marcelo, al expresar sentimientos impíos sobre la hipóstasis de nuestro Señor Jesucristo y describirlo como Logos y nada más, tuvo la osadía de profesar encontrar un pretexto para sus principios en ese Credo al dar un sentido incorrecto al homoousion. Además, algunos de los impíos seguidores del libio Sabelio, que entienden que hipóstasis y sustancia son idénticas, derivan fundamento para el establecimiento de su blasfemia de la misma fuente, debido a que está escrito en el Credo que si alguien dice que el Hijo es de una sustancia o hipóstasis diferente, la Iglesia Católica y Apostólica lo anatematiza. Pero no afirmaron allí que hipóstasis y sustancia fueran idénticas. Si las palabras hubieran expresado un mismo significado, ¿qué necesidad había de ambas? Por el contrario, es evidente que, mientras algunos negaban que el Hijo fuera de la misma sustancia que el Padre, y otros afirmaban que no era de la misma sustancia y que pertenecía a otra hipóstasis, condenaron ambas opiniones por considerarlas ajenas a la sostenida por la Iglesia. Al exponer su propia opinión, declararon que el Hijo era de la misma sustancia que el Padre, pero no añadieron el término hipóstasis. La primera cláusula condena la visión errónea; la segunda enuncia claramente el dogma de la salvación. Por lo tanto, estamos obligados a confesar que el Hijo es de una misma sustancia con el Padre, como está escrito. El Padre existe en su propia hipóstasis, el Hijo en la suya y el Espíritu Santo en la suya, como ellos mismos han expuesto claramente la doctrina. De hecho, declararon clara y satisfactoriamente con el término "luz de luz", que la luz que engendró y la luz que fue engendrada son distintas, y sin embargo, luz y luz; de modo que la definición de la sustancia es una y la misma. A continuación, adjuntaré el Credo original tal como fue redactado en Nicea.
II
πιστεύομεν εις ενα Θεoν Πατέρα παντοκράτορα, πάντων oρατων τε και άοράτων ποιητήν. ποιητήν ουρανου και γης oρατων τε πάντων και άοράτων. και εις ενα Κύριον Ιησουν Χριστόν, τoν υιoν τoυ Θεου τoν μονογενη γεννηθέντα εκ του Πατρoς μονογενη. τoν εκ του Πατρoς γεννηθέντα πρo πάντων τών ανων. τουτέστιν εκ της ουσίας του Πατρός, Θεoν εκ Θεου, Φως εκ Φωτος, Θεoν αληθινoν εκ Θεου αληθινου, γεννηθέντα ου ποιηθέντα, oμοούσιον τω Πατρι, δι οι τα πάντα εγένετο, τά τε εν τω ουρανω και τά ην τη γη. τoν δι ημας τους ανθρωπους και δια την ημέτεραν σωτηρίαν, κατελθόντα εκ των ουρανων και σαρκωθέντα. εκ πνεύματος αγίου και Μαρίας της παρθένου. και ενανθρωπήσαντα σταυρωθέντα τε υπερ ημων επι Ποντίου Πιλάτου, και, παθόντα και ταφέντα, καί αναστάντα τη τρίτη ημέρα κατα τας γραφας και, ανελθόντα εις τους ουρανους. και καθεζόμενον εκ δεξιων του Πατρός. και πάλιν ερχόμενον μετα δόξης κρoναι ζωντας καi νεκρούς ου της βασιλείας ουκ εσται τέλος καί εις τo Πνεuμα τo Aγιον. τo Κύριον και τo ζωοποιoν τo εκ τoυ Πατρoς εκπορευόμενον, τo συν Πατρι και συμπροσκυνούμενον και συνδοξαζόμενον, τo λαλησαν δια των προφητων. εις μίαν αγίαν καθολικoν και αποστολικoν εκκλησίαν, oμολογουμεν εν βάπτισμα εις αφεσιν αμαρτιoν, προσδοκωμεν ανάστασιν νεκρων, και ζωην του μέλλοντος αινος. Αμεν. τους δε λέγοντας, ην ποτε oτε ουκ ην, και πριν γεννηθηναι ουκ ην, και oτι εξ ουκ oντων εγένετο, η εξ ετέρας υποστάσεως η οuσίας φάσκοντας ειναι, η κτιστoν η τρεπτoν η αλλοιωτoν τoν Κύριον και του Θεου, τουτους αναθεματίζει η καθολικη και αποστολικη εκκλησια.
III
Todos los puntos, salvo uno, se definen de forma satisfactoria y precisa; algunos para corregir lo corrompido, otros como precaución contra errores que se esperaban. La doctrina del Espíritu, sin embargo, se menciona simplemente, sin necesidad de mayor elaboración, pues en la época del Concilio de Nicea no se planteó ninguna cuestión y la opinión sobre este tema en los corazones de los fieles no fue objeto de ningún ataque. Poco a poco, sin embargo, los crecientes gérmenes de la impiedad, sembrados primero por Arrio, el paladín de la herejía, y luego por quienes heredaron su herencia de maldad, se convirtieron en la plaga de la Iglesia, y el desarrollo constante de la impiedad desembocó en blasfemia contra el Espíritu Santo. En estas circunstancias, nos vemos en la necesidad de presentarles a los hombres que no se compadecen de sí mismos y cierran los ojos ante la inevitable amenaza dirigida por nuestro Señor contra los blasfemos del Espíritu Santo, su deber ineludible. Ellos deben anatematizar a todos los que llaman al Espíritu Santo una criatura, y a todos los que así piensan; a todos los que no confiesan que él es santo por naturaleza, como el Padre es santo por naturaleza, y el Hijo es santo por naturaleza, y le niegan su lugar en la bendita naturaleza divina. El que nosotros no lo separemos del Padre y del Hijo es una prueba de nuestra mente recta, porque estamos obligados a ser bautizados en los términos que hemos recibido y a profesar la creencia en los términos en los que somos bautizados, y como hemos profesado la creencia en, así dar gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; y mantenernos alejados de la comunión de todos los que lo llaman criatura, como de los blasfemos abiertos. Un punto debe considerarse como resuelto, y la observación es necesaria debido a nuestros calumniadores. No hablamos del Espíritu Santo como ingénito, pues reconocemos a un solo Ingénito y un solo origen de todas las cosas, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. No hablamos del Espíritu Santo como engendrado, pues por la tradición de la fe se nos ha enseñado que existe un solo Unigénito: el Espíritu de verdad, según se nos ha enseñado que procede del Padre, y lo confesamos como de Dios sin creación. También estamos obligados a anatematizar a todo aquel que hable del Espíritu Santo. Como ministerial, puesto que con este término lo degradan al rango de criatura. Porque las Escrituras nos dicen que los espíritus administradores son criaturas: todos son espíritus administradores enviados para administrar (Hb 1,14). Debido a los hombres que causan confusión universal y no guardan la doctrina de los evangelios, es necesario añadir esto: que deben ser evitados, como claramente hostiles a la verdadera religión, quienes invierten el orden que nos dejó el Señor y anteponen al Hijo al Padre y al Espíritu Santo al Hijo. ¿Por qué? Porque debemos mantener inalterado e inviolable el orden que hemos recibido de las mismas palabras del Señor: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,14).
CARTA
126
Al hereje Atarbio de Nicópolis
Al llegar a Nicópolis con la doble esperanza de calmar los disturbios surgidos y remediar, en la medida de lo posible, las medidas tomadas de forma desordenada y en violación de la ley de la Iglesia, me sentí profundamente decepcionado al no encontrarme con usted. Supe que se había retirado apresuradamente, incluso del mismo sínodo que estaba celebrando. Por lo tanto, me veo en la necesidad de recurrir a la escritura, y por esta carta le invito a presentarse ante mí para que pueda remediar personalmente el dolor que sentí, incluso hasta la muerte, al saber que se había atrevido a cometer un acto, en plena iglesia, algo sin precedentes hasta ahora. Todo esto, aunque doloroso y grave, es soportable, ya que le ha sucedido a un hombre que ha encomendado a Dios el castigo que le corresponde por sus sufrimientos y está completamente dedicado a la paz y a evitar que cualquier culpa suya afecte al pueblo de Dios. Sin embargo, dado que algunos honorables hermanos, dignos de todo crédito, me han informado que usted ha introducido ciertas innovaciones en la fe y ha hablado en contra de la sana doctrina, me siento aún más inquieto y angustiado, por temor a que, además de las innumerables heridas infligidas a la Iglesia por traidores a la verdad del evangelio, surja una nueva calamidad con la renovación de la antigua herejía de Sabelio, enemigo de la Iglesia (pues, según han informado los hermanos, sus declaraciones son similares). Por lo tanto, le he escrito para exhortarle a que no dude en emprender un breve viaje para visitarme y, al darme plena seguridad al respecto, alivie de inmediato mis angustias y consuele a las Iglesias de Dios, que ahora están profundamente dolidas, incluso insoportablemente, por sus acciones y sus supuestas palabras.
CARTA
127
Al obispo Eusebio de Samosata
Nuestro Dios misericordioso, que hace que el consuelo iguale a la angustia y consuela a los humildes, para que no se ahoguen inconscientemente en un dolor inmenso, ha enviado un consuelo equivalente a las dificultades que sufrí en Nicópolis, al traerme oportunamente al amado obispo Jobino. Él mismo debe decirles cuán oportuna fue su visita. Rehúyo una carta larga y guardaré silencio. Y me inclino más a callar, para no parecer que estoy dejando huella en los hombres que han cambiado de opinión y comenzado a mostrarme consideración al mencionar su caída. Que Dios le conceda que venga a verme a mi casa, para que pueda acoger su reverencia y contarle todo con detalle. Porque a menudo encontramos consuelo al contar lo doloroso de la experiencia real. Sin embargo, por todo lo que el piadoso obispo ha hecho, plenamente en cuanto a su afecto por mí, y preeminente y firmemente en cuanto a la estricta observancia de los cánones, elógielo. Además, dé gracias a Dios porque sus alumnos en todas partes demuestran el carácter de su reverencia.
CARTA
128
Al obispo Eusebio de Samosata
I
Hasta ahora no he podido dar ninguna prueba adecuada y práctica de mi sincero deseo de pacificar las iglesias del Señor. Pero en mi corazón afirmo que tengo un anhelo tan grande que con gusto daría incluso mi vida si con ello se extinguiera la llama del odio, encendida por el maligno. Si no fue por este anhelo de paz que accedí a venir a Colonia, que mi vida no sea bendecida por la paz. La paz que busco es la verdadera paz, que nos legó el Señor mismo. Lo que he pedido para mi seguridad pertenece a quien sólo desea la verdadera paz, aunque algunos interpreten perversamente la verdad en otro sentido. Que usen sus lenguas como quieran, pero seguro que algún día se arrepentirán de sus palabras.
II
Suplico a Su Santidad que recuerde las proposiciones originales y que no se deje llevar por respuestas que no se ajustan a las preguntas, ni que dé peso práctico a las nimiedades de hombres que, sin ningún poder de argumentación, pervierten astutamente la verdad, basándose únicamente en sus propias ideas. Presenté proposiciones perfectamente sencillas, claras y fáciles de recordar; ¿acaso nos negamos a recibir en comunión a quienes se niegan a aceptar el Credo de Nicea? ¿Nos negamos a formar parte o suerte con quienes tienen la osadía de afirmar que el Espíritu Santo es una criatura? Sin embargo, él, en lugar de responder a mis preguntas palabra por palabra, ha inventado la declaración que me ha enviado. Y esto no por simpleza, como podría imaginarse, ni por su incapacidad para ver las consecuencias. Lo que él considera es que, al repudiar mi proposición, expondrá su verdadera naturaleza al pueblo. Si accede, se apartará de esa vía media que hasta ahora le ha parecido preferible a cualquier otra posición. Que no intente seducirme ni, con el resto, engañar a tu inteligencia. Que envíe una respuesta concisa a mi pregunta, si acepta o repudia la comunión con los enemigos de la fe . Si logras que haga esto y me envíe una respuesta tan clara como la que pido, reconozco que estoy equivocado en todo lo anterior; asumo toda la culpa; entonces pídeme una prueba de humildad. Si nada de eso sucede, perdóname, amadísimo padre, por mi incapacidad para acercarme al altar de Dios con hipocresía. Si no fuera por este temor, ¿por qué me separaría de Eupio, un hombre tan erudito, de edad tan avanzada y ligado a mí por tantos lazos de afecto? Pero si en este caso hubiera obrado correctamente, estoy seguro de que sería absurdo aparecer unido a quienes mantienen las mismas opiniones que Eupio, a través de la mediación de estas personas amables y encantadoras.
III
No es que crea que sea absolutamente nuestro deber aislarnos de quienes no reciben la fe, sino más bien considerarlos según la antigua ley del amor, y escribirles con un solo consentimiento, exhortándolos con compasión, proponiéndoles la fe de los padres e invitándolos a la unión. Si tenemos éxito, estaremos unidos en comunión con ellos; si fracasamos, debemos conformarnos unos con otros y purificar nuestra conducta de este espíritu incierto, restaurando la conversación evangélica y sencilla que siguieron quienes aceptaron la Palabra desde el principio. Se dice que ellos eran "de un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32). Si te obedecen, será lo mejor. Y si no, reconoce a los verdaderos autores de la guerra, y de ahora en adelante no me escribas más cartas sobre la reconciliación.
CARTA
129
Al obispo Melecio de Antioquía
I
Sabía que la acusación que había surgido recientemente contra el locuaz Apolinar sonaría extraña a su excelencia. Yo mismo desconocía, hasta ahora, que lo acusaban; sin embargo, ahora, los sebastenes, tras investigar en diversas fuentes, han sacado a la luz estos hechos y circulan un documento por el que intentan condenarme específicamente, argumentando que comparto los mismos sentimientos. Contiene las siguientes frases. Por lo tanto, es necesario entender siempre la primera identidad en conjunción con, o mejor dicho, en unión con, la segunda, y decir que la segunda y la tercera son lo mismo. Pues lo que el Padre es en primer lugar, el Hijo lo es en segundo lugar, y el Espíritu en tercer lugar. A su vez, lo que el Espíritu es en primer lugar, el Hijo lo es en segundo lugar, en la medida en que el Espíritu es el Señor; y el Padre en tercer lugar, en la medida en que el Espíritu es Dios. Para expresar lo inefable con la mayor fuerza, el Padre es Hijo en sentido paternal, y el Hijo Padre en sentido filial, y así en el caso del Espíritu, en la medida en que la Trinidad es un solo Dios. Esto es lo que se rumorea. Nunca puedo creer que haya sido inventado por aquellos a través de quienes se ha publicado, aunque, después de sus calumnias contra mí, no puedo considerar nada más allá de su audacia. Porque escribiendo a algunos de los suyos, presentaron su falsa acusación contra mí, y luego agregaron las palabras que he citado, describiéndolas como obra de herejes, pero sin decir nada sobre el autor del documento, para que pudiera suponerse vulgarmente que había salido de mi pluma. Sin embargo, en mi opinión, su inteligencia no habría sido suficiente para unir las frases. Por esta razón, para repudiar la creciente blasfemia contra mí y demostrar a todo el mundo que no tengo nada en común con quienes hacen tales afirmaciones, me he visto obligado a mencionar a Apolinar como alguien que se acerca a la impiedad de Sabelio. No diré más sobre este tema.
II
He recibido un mensaje de la corte según el cual, tras el primer impulso del emperador, impulsado por mis calumniadores, se ha dictado un segundo decreto según el cual no se me entregará a mis acusadores ni se me entregará a su voluntad, como se ordenó inicialmente. Entre tanto, ha habido cierta demora. Si esto se logra, o se decide una medida más benigna, se lo haré saber. Si prevalece la primera, no se hará sin su conocimiento.
III
Nuestro hermano Santísimo ciertamente ha estado con ustedes mucho tiempo, y han comprendido los objetivos que tiene en mente. Si la carta a los occidentales les parece que contiene todo lo necesario, tengan la amabilidad de escribirla y enviármela, para que pueda conseguir que la firmen quienes piensan como nosotros, y para tener la suscripción lista, escrita en un papel aparte, que podamos adjuntar a la carta que lleva nuestro hermano y compañero presbítero. Como no encontré nada concluyente en el minuto, me vi en la dificultad de saber qué punto escribir a los occidentales. Se anticipan los puntos necesarios, y es inútil escribir sobre lo superfluo, y en tales puntos ¿no sería ridículo mostrar sensibilidad? Sin embargo, un tema me pareció no haber sido abordado hasta ahora, y que sugería una razón para escribir, y era una exhortación a no aceptar indiscriminadamente la comunión de los hombres que vienen de Oriente. Pero, tras elegir un bando, aceptar el resto basándose en el testimonio de sus compañeros, y no consentir que cualquiera escriba una forma de credo con el pretexto de la ortodoxia. Si lo hacen, se encontrarán en comunión con hombres en guerra, que a menudo presentan las mismas fórmulas, y sin embargo luchan vehementemente entre sí, como aquellos que están más separados. Para que la herejía no se propague más, mientras que quienes discrepan entre sí objetan mutuamente sus propias fórmulas, se les debe exhortar a distinguir entre los actos de comunión que les traen personas fortuitas y los que se redactan debidamente según las reglas de la Iglesia.
CARTA
130
Al obispo Teodoto de Nicópolis
I
Con razón y acertadamente me has culpado, honorable y amado hermano, ya que desde que me aparté de tu reverencia, comunicándole a Eustacio esas proposiciones sobre la fe, te he contado casi todo sobre sus asuntos. Esta negligencia no se debe a mi desprecio por la forma en que me ha tratado, sino simplemente a que la historia ya es pública, y nadie necesita mis instrucciones para saber cuáles son sus intenciones. Por ello, ha tenido mucho cuidado, como si realmente temiera tener pocos testigos de su opinión, y ha enviado a todos los confines de la tierra la carta que escribió contra mí. Por lo tanto, se ha distanciado de mí. No accedió a reunirse conmigo en el lugar acordado ni trajo a sus discípulos, como había prometido. Por el contrario, me estigmatizó públicamente en los sínodos públicos, junto con el cilicio Teófilo, calumniándome abiertamente por sembrar en el pueblo doctrinas contrarias a sus propias enseñanzas. Esto bastó para romper toda unión entre nosotros. Después, fue a Cilicia y, al encontrarse con un tal Gelasio, le mostró el credo que solo un arriano, o un fiel discípulo de Arrio, podía suscribir. Entonces, de hecho, mi distanciamiento con él se reafirmó aún más. Sentí que el etíope jamás cambiaría de piel, ni el leopardo sus manchas, ni un hombre criado en doctrinas de perversidad jamás podría borrar la mancha de su herejía.
II
Además de todo esto, ha tenido la desfachatez de escribir contra mí, o mejor dicho, de componer largos discursos llenos de todo tipo de insultos y calumnias. A estos, hasta ahora, no les he respondido nada, pues el apóstol nos ha enseñado a no vengarnos, ni dar lugar a la ira (Rm 12,19). Además, al pensar en la profundidad de la hipocresía con la que se ha acercado a mí todo el tiempo, me he quedado, en cierto modo, sin palabras de asombro. Si todo esto nunca hubiera sucedido, ¿quién no sentiría horror y detestación hacia él ante esta nueva muestra de audacia? Ahora bien, según tengo entendido, si el informe es realmente cierto y no una invención calumniosa, se ha atrevido a reordenar a ciertos hombres, en un procedimiento en el que hasta ahora ningún hereje se ha atrevido. ¿Cómo puedo entonces soportar tranquilamente tal trato? ¿Cómo puedo considerar los errores de este hombre como curables? Cuidado, pues, con dejarse llevar por mentiras. No te dejes llevar por las sospechas de quienes tienden a ver todo con malos ojos, como si yo lo despreciara. Porque, ten por seguro, mi muy querido y honorable amigo, que nunca me he sentido tan afligido como ahora al enterarme de esta confusión en las leyes de la Iglesia. Ruega solo que el Señor me conceda no actuar con ira, sino mantener la caridad, que no se comporta indecorosamente ni se envanece. Observa cómo hombres sin caridad se han exaltado más allá de todo límite humano y se han comportado de manera indecorosa, cometiendo actos sin precedentes en el pasado.
CARTA
131
Al filósofo Olimpo
I
Las noticias verdaderamente inesperadas me hacen vibrar los oídos. Estas composiciones contra mí, que circulan, han llegado a oídos ya bastante maduros, debido a que recibí previamente la carta, bastante apropiada para mis pecados, pero que nunca hubiera esperado que fuera escrita por quienes la enviaron. Sin embargo, lo que siguió me pareció tan extraordinariamente cruel que borró todo lo anterior. ¿Cómo no perder la razón al leer la carta dirigida al reverendo hermano Dazinas, llena de insultos, calumnias y ataques atroces contra mí, como si me hubieran convicto de muchos designios perniciosos contra la Iglesia? Además, inmediatamente se presentaron pruebas de la veracidad de las calumnias contra mí, del documento cuya autoría desconozco. Reconozco, y admito, que algunas partes fueron escritas por Apolinar de Laodicea. Ni siquiera los había leído a propósito, pero había oído hablar de ellos por otros. Encontré otras partes incluidas, que nunca había leído ni oído de nadie más, y de esta verdad hay un testigo fiel en el cielo. ¿Cómo pueden, entonces, hombres que evitan las mentiras, que han aprendido que el amor es el cumplimiento de la ley, que profesan llevar las cargas de los débiles, haber consentido en calumniarme y condenarme con estas palabras? A menudo me he hecho esta pregunta, pero no logro imaginar la razón, a menos que sea, como dije desde el principio, que mi dolor en todo esto es parte del castigo que me corresponde por mis pecados.
II
En primer lugar, me apenaba profundamente que las verdades fueran menoscabadas por los hijos de los hombres. En segundo lugar, temía por mí mismo, no fuera que, además de mis otros pecados, me convirtiera en un misántropo, creyendo que no quedara verdad ni honor en ningún hombre (si es que aquellos en quienes más he confiado demuestran tener la misma disposición, tanto hacia mí como hacia la verdad). Tened por cierto, hermano mío, y todo aquel que sea amigo de la verdad, que esta composición no es mía; no la apruebo, pues no está redactada según mis ideas. Aunque hubiera escrito, hace muchos años, a Apolinar o a cualquier otro, no debería ser culpado. No me reprocho que algún miembro de cualquier sociedad haya sido arrastrado a la herejía (y sabéis perfectamente a quién me refiero, aunque no menciono a nadie por su nombre), porque cada uno morirá en su propio pecado. Esta es mi respuesta al documento que me enviaron, para que conozcan la verdad y la expliquen claramente a quienes no desean aferrarse a ella con injusticia. Si fuera necesario defenderme con más detalle en cada caso, lo haré, con la ayuda de Dios. Yo, hermano Olimpio, no sostengo tres dioses, ni me comunico con Apolinar.
CARTA
132
Al obispo Abramio de Batnae
Desde el otoño he ignorado por completo el paradero de su reverencia, pues seguía oyendo rumores inciertos. Algunos decían que se alojaba en Samosata, otros en el campo, mientras que otros afirmaban haberlo visto en Batna. Esta es la razón por la que no le escribo con frecuencia. Ahora, al saber que se aloja en Antioquía, en casa del honorable conde Saturnino, me complace entregar esta carta a nuestro amado y reverendo hermano Santísimo, nuestro compañero presbítero, por quien lo saludo y lo exhorto, dondequiera que se encuentre, a recordar en primer lugar a Dios y en segundo lugar a mí mismo, a quien decidió desde el principio amar y contar entre sus amigos más íntimos.
CARTA
133
Al obispo Pedro de Alejandría
La visión genera amistad física, y la larga compañía la fortalece, pero el afecto genuino es don del Espíritu, que une a quienes están separados por largas distancias y hace que los amigos se conozcan, no por cualidades físicas, sino por las características del alma. La gracia del Señor me ha concedido este favor, permitiéndome verte con los ojos del alma, abrazarte con genuino afecto, y, por así decirlo, sentirme muy cerca de ti y unirme a ti en la comunión de la fe. Estoy seguro de que tú, discípulo de tan gran hombre y compañero suyo desde hace mucho tiempo, vivirás con el mismo espíritu y seguirás las mismas doctrinas de la verdadera religión. En estas circunstancias me dirijo a vuestra excelencia y os suplico que entre las otras cosas en que habéis sucedido a aquel gran hombre, le sucedáis en el amor a mí, que me escribáis frecuentemente noticias vuestras, y atendáis a la fraternidad de todo el mundo con el mismo afecto y el mismo celo que aquel bendito hombre mostró siempre a todos los que aman a Dios en verdad.
CARTA
134
Al sacerdote Poenio
Puede conjeturar, por su contenido, el placer que me ha causado su carta. La pureza de corazón, de la que brotaron tales expresiones, quedó claramente demostrada en lo que escribió. Un arroyuelo habla de su propio manantial, y así, la forma de hablar delata el corazón del que provino. Debo confesar que me ha sucedido algo extraordinario e improbable. Pues, aunque siempre ansiaba profundamente recibir una carta de su excelencia, al tomarla en mis manos y leerla, no me complacía tanto lo que había escrito como la molestia de calcular la pérdida que había sufrido en su largo silencio. Ahora que ha comenzado a escribir, le ruego que no deje de hacerlo. Me dará un placer mayor del que pueden dar los hombres enviando mucho dinero a los avaros. No he tenido conmigo ningún escritor, ni calígrafo, ni taquígrafo. De todos los que he empleado, algunos han vuelto a su antiguo estilo de vida, y otros están incapacitados para trabajar debido a una larga enfermedad.
CARTA
135
Al sacerdote Diodoro de Antioquía
I
He leído los libros que me envió vuestra excelencia. El segundo me encantó, no solo por su brevedad, como suele ocurrir con un lector indispuesto y propenso a la indolencia, sino porque está repleto de reflexión y organizado de tal manera que las objeciones de los oponentes y sus respuestas se destacan con claridad. Su estilo sencillo y natural me parece propio de la profesión de un cristiano que escribe menos para su propia publicidad que para el bien común. La primera obra, que tiene prácticamente la misma fuerza, pero está mucho más elaborada, adornada con una dicción rica, muchas figuras y diálogos sutiles, me parece que requiere un tiempo considerable de lectura y mucho trabajo mental, tanto para captar su significado como para retenerlo en la memoria. El abuso de nuestros oponentes y el apoyo de nuestro propio bando, que se añaden, aunque parezcan añadir algunos encantos dialécticos al tratado, rompen la continuidad del pensamiento y debilitan la fuerza del argumento, al causar interrupciones y demoras. Sé que tu inteligencia es perfectamente consciente de que los filósofos paganos que escribieron diálogos, Aristóteles y Teofrasto, fueron directos al grano, conscientes de no estar dotados de las gracias de Platón. Platón, por otro lado, con su gran capacidad literaria, al mismo tiempo ataca las opiniones y, de paso, se burla de sus personajes, atacando ahora la temeridad y la imprudencia de Trasímaco, la ligereza y frivolidad de Hipias, y la arrogancia y pomposidad de Protágoras. Sin embargo, cuando Platón introduce personajes sin identificar en sus Diálogos, los utiliza para aclarar el punto, pero no admite nada más propio de los personajes en su argumento. Un ejemplo de esto se encuentra en sus Leyes.
II
También a nosotros, que nos dedicamos a escribir, no por vana ambición, sino con el propósito de legar consejos de sana doctrina a los hermanos, nos conviene introducir algún personaje conocido por todos por su presunción de modales, para entretejer en el argumento algunos puntos acordes con la calidad de dicho personaje, a menos que, de hecho, no tengamos ningún derecho a abandonar nuestro trabajo y acusar a los demás. No obstante, si el tema del diálogo es amplio y general, las digresiones personales interrumpen su continuidad y no conducen a ningún buen fin. He escrito esto para demostrar que no encomendaste tu trabajo a un adulador, sino que compartiste tu trabajo con un verdadero hermano. Y no he hablado para corregir lo terminado, sino como precaución para el futuro. Sin duda, alguien tan acostumbrado a escribir, y tan diligente al escribir, no dudará en hacerlo (sobre todo, si no hay disminución en el número de quienes le dan temas). Me basta con leer tus libros. Estoy tan lejos de poder escribir algo como, casi dije, de estar bien o de tener el menor tiempo libre en mi trabajo. Sin embargo, he devuelto el más grande y antiguo de los dos volúmenes, después de examinarlo hasta donde he podido. He conservado el segundo, con el deseo de transcribirlo, pero, hasta ahora, sin encontrar a nadie que escriba con soltura. ¡A tal extremo de pobreza ha llegado la envidiable condición de los capadocios!
CARTA
136
Al obispo Eusebio de Samosata
I
En qué estado me encontró el buen Isaaces, él mismo te lo explicará mejor; aunque su lenguaje no sea lo suficientemente trágico para describir mis sufrimientos, tan grande fue mi enfermedad. Sin embargo, cualquiera que me conozca, por poco que sea, podrá conjeturar de qué se trataba. Si cuando me consideran sano, soy incluso más débil que quienes son entregados, puedes imaginarte cómo era cuando estaba así enfermo. Como la enfermedad es mi estado natural, se deduciría (y que la fiebre se burle) que con este cambio de hábitos, mi salud floreció especialmente. No obstante, es el azote del Señor el que aumenta mi dolor según mis merecimientos. Por lo tanto, he recibido enfermedad tras enfermedad, de modo que ahora incluso un niño puede ver que esta cáscara mía seguramente fallará, a menos que, tal vez, la misericordia de Dios me conceda, en su largo sufrimiento, tiempo de arrepentimiento, y ahora, como tantas otras veces, me libre de males incurables. Esto será, según le agrade a él y sea bueno para mí.
II
No necesito decirte cuán deplorable y desesperanzada es la condición de las iglesias. Ahora, por nuestra propia seguridad, descuidamos la de nuestros vecinos, y ni siquiera parecemos ser capaces de ver que el desastre general implica la ruina individual. Menos aún necesito decirle esto a alguien que, como usted, previó el futuro desde lejos, lo predijo y proclamó, y fue de los primeros en despertar y despertar a los demás, escribiendo cartas, viniendo personalmente, sin dejar nada por hacer ni decir. Recuerdo esto en cada caso, pero aun así no estamos mejor. Si mis pecados no me estorbaran (pues el reverendo diácono Eustacio enfermó gravemente y me retuvo dos meses enteros, esperando día a día su recuperación; y más tarde, todos a mi alrededor enfermaron, como el hermano Isaaces te contará; y por último, yo mismo fui atacado por esta dolencia) hace tiempo que habría ido a ver a su excelencia, no para intentar mejorar la situación general, sino para obtener algún beneficio de su compañía. Había decidido alejarme del alcance de la artillería eclesiástica, porque no estoy preparado para enfrentar los ataques de mis enemigos. Que la poderosa mano de Dios te preserve para todos nosotros, como noble guardián de la fe y vigilante defensor de las iglesias; y concédeme, antes de morir, encontrarte, para consuelo de mi alma.
CARTA
137
Al gobernador Antípatro de Capadocia
Siento realmente la pérdida que sufro por estar enfermo; así que, cuando un hombre así llega al gobierno de mi país, tener que cuidarme me obliga a estar ausente. Llevo un mes entero sometiéndome a tratamientos de aguas termales naturales, con la esperanza de obtener algún beneficio de ellos. Pero parece que me estoy preocupando inútilmente en mi soledad, o incluso que me estoy convirtiendo, con razón, en el hazmerreír de la humanidad, por no hacer caso del proverbio que dice que el calor no es bueno para los muertos. Aun en mi situación, estoy muy ansioso por dejar todo lo demás y ponerme en manos de su excelencia, para poder disfrutar del beneficio de todas sus altas cualidades y, gracias a su bondad, resolver todos mis asuntos domésticos como es debido. La casa de la reverenda Paladia es mía, pues no sólo soy pariente cercano, sino que la considero una madre por su carácter. Ahora bien, como se han suscitado disturbios en torno a su casa, solicito a su excelencia que posponga la investigación un momento y espere hasta mi llegada; no para que se haga justicia, pues preferiría morir mil veces antes que pedirle un favor así a un juez amigo de la ley y el derecho, sino para que pueda enterarse de mí, de palabra, de asuntos que sería impropio que yo escribiera. Si lo hace, no faltará en absoluto a la lealtad a la verdad y no sufriremos ningún daño. Le ruego, pues, que mantenga al individuo en cuestión bajo custodia a cargo de las tropas y no se niegue a concederme este favor inofensivo.
CARTA
138
Al obispo Eusebio de Samosata
I
¿Cuál crees tú que era mi estado de ánimo al recibir la carta de tu piadosa condolencia? Al pensar en los sentimientos que expresaba, ansiaba huir directamente a Siria. No obstante, al pensar en la enfermedad física que me aquejaba, me vi incapaz, no sólo de huir, sino incluso de dar vueltas en la cama. Este día, en que ha llegado nuestro amado y excelente hermano y diácono Elpidio, es el quincuagésimo de mi enfermedad. Estoy muy debilitado por la fiebre. A falta de alimento, persiste en esta carne seca como una mecha moribunda, provocando así una enfermedad agotadora y tediosa. Después, mi antigua plaga, el hígado, me ha impedido nutrirme, me ha impedido dormir y me ha mantenido al borde de la muerte, concediéndome la vida suficiente para sentir sus aflicciones. En consecuencia, he recurrido a las aguas termales y he buscado la ayuda de médicos. Pero a pesar de todo esto, el mal ha resultado demasiado fuerte. Quizás otro hombre podría soportarlo, pero, al llegar tan inesperadamente, nadie es tan fuerte como para soportarlo. A pesar de haberme preocupado por ello durante tanto tiempo, nunca me he sentido tan afligido como ahora al verme impedido de conocerte y disfrutar de tu verdadera amistad. Sé cuánto placer me priva, aunque el año pasado rocé con la punta de mi dedo la dulce miel de tu iglesia.
II
Por muchas razones urgentes me sentí obligado a encontrarme con su reverencia, tanto para conversar con usted sobre muchos asuntos como para aprender mucho de usted. Aquí ni siquiera es posible encontrar afecto genuino. Y aunque se encontrara un verdadero amigo, ninguno podría aconsejarme en la presente emergencia con la sabiduría y experiencia que usted ha adquirido en sus múltiples labores en favor de la Iglesia. No debo escribir sobre el resto. Sin embargo, puedo decir con seguridad lo que sigue. El presbítero Evagrio, hijo de Pompeyano de Antioquía (que partió hace algún tiempo hacia Occidente con el beato Eusebio), ha regresado de Roma. Me exige una carta redactada con los términos precisos dictados por los occidentales. Me ha devuelto la mía, y me informa que no satisfizo a las autoridades locales, que son más precisas. También solicita que se envíe con prontitud una comisión de hombres de renombre para que tengan un pretexto razonable para visitarme. Mis simpatizantes de Sebasteia han despojado a la llaga secreta de la heterodoxia de Eustacio y exigen mi cuidado eclesiástico. Iconio es una ciudad de Pisidia, antiguamente la primera después de la mayor, y ahora es la capital de una parte, compuesta por la unión de diferentes porciones, y se le permite el gobierno de una provincia distinta. Iconio también me llama para visitarla y nombrarle un obispo, pues Faustino ha fallecido. Sobre si debo rehuir las consagraciones al otro lado de la frontera, o qué respuesta dar a los Sebastenes, o qué actitud debo mostrar ante las proposiciones de Evagrio... todas estas son preguntas de las que ansiaba obtener respuestas en una entrevista personal contigo, pues en mi actual debilidad me siento aislado de todo. Si encuentras a alguien que venga pronto por aquí, ten la amabilidad de darme tu respuesta. Si no, ruega para que me venga a la mente lo que agrada al Señor. En vuestro sínodo, también pedid que se haga mención de mí, y orad vosotros mismos por mí, y uníos a vuestro pueblo en la oración para que se me permita continuar mi servicio durante los días u horas restantes de mi estancia aquí de una manera agradable al Señor.
CARTA
139
A la Iglesia de Alejandría
I
He oído hablar de la persecución en Alejandría y en el resto de Egipto, y estoy profundamente conmovido. He observado la astucia del diablo en sus tácticas de guerra. Al ver que la Iglesia crecía bajo la persecución de los enemigos, y florecía aún más, el diablo ha cambiado de plan. Ya no libra una guerra abierta, sino que nos tiende trampas secretas, ocultando su hostilidad bajo el nombre que llevamos, para que suframos como nuestros padres y parezca que no sufrimos por Cristo, porque nuestros perseguidores también llevan el nombre de cristianos. Con estos pensamientos, permanecimos en silencio durante largo tiempo, aturdidos por la noticia de lo sucedido, pues nos zumbaban los oídos al oír la herejía desvergonzada e inhumana de nuestros perseguidores. Éstos no han reverenciado ni la edad, ni los servicios a la sociedad, ni el afecto del pueblo, sino que infligen tortura, ignominia y exilio. Saquean toda la propiedad que encuentran, son indiferentes tanto a la condenación humana como al terrible castigo que vendrá a manos del Juez justo. Todo esto me ha asombrado y casi me ha vuelto loco. A mis reflexiones se ha sumado este pensamiento también: ¿Puede el Señor haber abandonado completamente a sus iglesias? ¿Ha llegado la última hora, y está viniendo sobre nosotros la apostasía, para que ahora se manifieste el Inicuo, el hijo de perdición que se opone y se exalta a sí mismo sobre todo lo que se llama Dios y es adorado (2Ts 2,4)? Si la tentación es por un tiempo, soportadla, nobles atletas de Cristo. Si el mundo está siendo entregado a la destrucción completa y final, no nos desanime esto por el momento, sino esperemos la revelación del cielo y la manifestación de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Si toda la creación ha de disolverse y la forma de este mundo transformarse, ¿por qué sorprendernos de que nosotros, que formamos parte de la creación, sintamos la aflicción general y seamos entregados a las aflicciones que nuestro justo Dios nos impone según la medida de nuestras fuerzas, no permitiéndonos ser tentados más allá de nuestras fuerzas, sino dándonos en la tentación una vía de escape para que podamos soportarla (1Cor 10,13)? Hermanos, os esperan coronas de mártires. Las compañías de confesores están listas para extenderos la mano y daros la bienvenida en sus filas. Recordad cómo ninguno de los santos de antaño ganaron la corona de la paciencia viviendo con lujo y siendo cortejados, sino que todos fueron probados y sometidos al fuego de grandes aflicciones. Algunos experimentaron crueles burlas y azotes, y otros fueron aserrados y muertos a espada. Éstas son las glorias de los santos. Bienaventurado el que es considerado digno de sufrir por Cristo, y más bienaventurado aquel cuyos sufrimientos son mayores, ya que "los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que será revelada en nosotros" (Rm 8,18).
II
Si me hubiera sido posible viajar hasta vosotros, nada me habría gustado más que encontraros, para ver y abrazar a los atletas de Cristo y compartir vuestras oraciones y gracias espirituales. No obstante, ahora mi cuerpo está consumido por una larga enfermedad, de modo que apenas puedo levantarme de la cama, y muchos me acechan como lobos rapaces, esperando el momento de desgarrar las ovejas de Cristo. Por lo tanto, me he visto obligado a visitaros por carta. Os exhorto, ante todo, a que oréis fervientemente por mí, para que durante el resto de mis días u horas me sea posible servir al Señor, conforme al evangelio de su reino. Además, os ruego que me perdonéis por mi ausencia y por la demora en escribiros. Con gran dificultad he encontrado a alguien capaz de cumplir mis deseos. Hablo de mi hijo, el monje Eugenio, por quien os ruego que oréis por mí y por toda la Iglesia, y que me escribáis noticias vuestras, para que cuando las tenga pueda estar más alegre.
CARTA
140
A la Iglesia de Antioquía
I
¡Oh, si tuviera alas de paloma! Entonces volaría hacia vosotros y saciaría mi anhelo de encontraros. No obstante, ahora no sólo necesito alas, sino un cuerpo entero, pues el mío ha sufrido una larga enfermedad y ahora está consumido por la continua aflicción. Nadie puede ser tan duro de corazón, tan completamente desprovisto de compasión y bondad, como para oír el suspiro que llega a mis oídos desde todos los rincones, como si un triste coro cantara una sinfonía de lamentaciones, sin sentirme afligido, postrado en tierra y consumido por estos problemas irremediables. No obstante, el Dios santo puede proveer un remedio para lo irremediable, y concederos un respiro en vuestros largos trabajos. Quisiera que sintierais este consuelo, gozoso en la esperanza del consuelo, de someteros al dolor presente de vuestras aflicciones. ¿Estamos pagando la pena de nuestros pecados? De ser así, nuestras plagas son tales que nos están salvando para el futuro de la ira de Dios. ¿Somos llamados a través de estas tentaciones a luchar por la verdad? De ser así, el justo Dador de los premios no permitirá que seamos probados más allá de lo que podemos soportar, y a cambio de nuestras luchas nos dará la corona de la paciencia y la esperanza en él. Por lo tanto, no dudemos de luchar una buena batalla por la verdad, ni desperdiciemos los esfuerzos que ya hemos logrado. La fortaleza del alma no se demuestra con una sola acción valiente, ni con un esfuerzo breve, sino que Aquel que prueba nuestros corazones desea que ganemos coronas de justicia después de una prueba larga y prolongada. Sólo permitamos que nuestro espíritu se mantenga inquebrantable, y la firmeza de nuestra fe en Cristo se mantenga inquebrantable, y dentro de poco aparecerá nuestro Campeón. Él vendrá y no tardará. Esperemos tribulación tras tribulación, esperanza tras esperanza, aún un poco, aún otro poco. El Espíritu Santo sabrá consolar a sus hijos de pecho con la promesa del futuro. Tras las tribulaciones llega la esperanza, y lo que esperamos no está lejos. Si alguien piensa en la vida humana, ésta es sólo un pequeño intervalo comparado, con la eternidad que nos reserva la esperanza.
II
No acepto ningún Credo nuevo escrito por otros hombres, ni me atrevo a proponer el resultado de mi propia inteligencia, para no convertir las palabras de la verdadera religión en meras palabras humanas. Tan sólo acepto lo que me han enseñado los santos padres, y eso lo anuncio a todos los que me cuestionan. En mi Iglesia se usa el Credo escrito por los santos padres en el Sínodo de Nicea. Creo que este Credo también se repite entre vosotros, el cual es como sigue: "Esta es nuestra fe...". En dicho Credo no se dio ninguna definición sobre el Espíritu Santo, ya que los pneumatómacos no habían aparecido en esa fecha. Por lo tanto, no se mencionó la necesidad de anatematizar a quienes dicen que el Espíritu Santo es de naturaleza creada y ministerial. No obstante, nada en la divina y bendita Trinidad es creado.
CARTA
141
Al obispo Eusebio de Samosata
I
He recibido dos cartas de su divina y excelsa sabiduría. Una me explicaba claramente cómo me esperaban los laicos bajo la jurisdicción de su santidad y la decepción que causé al no asistir al sagrado sínodo. La otra, que por el escrito deduzco que es de fecha anterior, aunque fue entregada posteriormente, me aconsejaba, a la vez honorable para usted y necesario para mí, no descuidar los intereses de las iglesias de Dios ni dejar que la dirección de los asuntos pasara poco a poco a nuestros oponentes, con lo cual sus intereses ganarían y los nuestros perderían. Creo haber respondido a ambas. Como no estoy seguro de si mis respuestas fueron preservadas por quienes estaban encargados de transmitirlas, presentaré mi defensa de nuevo. En cuanto a mi ausencia, puedo presentar un argumento irreprochable, del que creo que su santidad debe haber tenido conocimiento, que he sido retenido por una enfermedad que me ha llevado a las puertas de la muerte. Incluso ahora, mientras escribo sobre ello, los restos de la enfermedad aún persisten en mí. Y son tan insoportables que para otro hombre serían insoportables.
II
En cuanto a que no sea por mi negligencia que los intereses de las Iglesias hayan sido traicionados por nuestros oponentes, deseo que su reverencia sepa que los obispos que me apoyan, por falta de sinceridad, o porque sospechan de mí y no son francos conmigo, o porque el diablo siempre está al acecho para oponerse a las buenas obras, no están dispuestos a cooperar conmigo. Antes, de hecho, la mayoría estábamos unidos, incluido el excelente Bósforo. En realidad, no me ayudan en lo más esencial. La consecuencia de todo esto es que, en gran medida, mi recuperación se ve obstaculizada por mi angustia, y el dolor que siento me trae de vuelta mis peores síntomas. Sin embargo, ¿qué puedo hacer solo y sin ayuda, cuando los canónigos, como usted mismo sabe, no permiten que puntos de este tipo sean resueltos por una sola persona? Sin embargo, ¿qué remedio no he probado? ¿Qué decisión no les he recordado, algunos por carta y otros en persona? Incluso vinieron a la ciudad al enterarse de mi muerte; cuando, por la voluntad de Dios , me encontraron con vida, les dirigí un discurso acorde con la ocasión. En mi presencia me respetan y prometen todo lo que corresponde, pero en cuanto regresan, vuelven a su propia opinión. En todo esto sufro como los demás, pues el Señor nos ha abandonado claramente, al haberse enfriado el amor por la abundancia de la iniquidad. Que por todo esto me baste tu gran y poderosa intercesión ante Dios. Quizás seamos de alguna utilidad, o incluso si fracasamos en nuestro objetivo podamos escapar de la condenación.
CARTA
142
Al prefecto de Capadocia
Reuní a todos mis hermanos, los corepíscopos, en el sínodo del bienaventurado mártir Eupsiquio para presentarlos a su excelencia. Debido a su ausencia, deben serle presentados por carta. Por lo tanto, sepa que este hermano es digno de su confianza, pues teme al Señor. En cuanto a los asuntos en favor de los pobres, que él encomienda a su buena voluntad, dígnese creerlo como alguien digno de crédito y brinde a los afligidos toda la ayuda posible. Estoy seguro de que consentirá en considerar favorablemente el hospital de pobres de su distrito y eximirlo por completo de impuestos. A su colega ya le ha parecido bien que las pequeñas propiedades de los pobres no estén sujetas a tasación.
CARTA
143
Al prefecto de Capadocia
Si me hubiera sido posible reunirme con vuestra excelencia, le habría presentado personalmente los puntos que me preocupan y habría defendido la causa de los afligidos. No obstante, la enfermedad y la urgencia de los negocios me lo impiden. Por ello, le he enviado en mi lugar a este co-epíscopo, mi hermano, rogándole que le preste su ayuda, que lo utilice y que lo consulte, pues su veracidad y sagacidad lo capacitan para asesorar en estos asuntos. Si tiene la amabilidad de inspeccionar el hospital para pobres que él administra (estoy seguro de que no pasará de largo sin una visita, dada su experiencia en el trabajo, pues me han dicho que usted sostiene uno de los hospitales de Amasea con los bienes con los que el Señor le ha bendecido), confío en que, después de verlo, le concederá todo lo que pide. Su colega ya me ha prometido ayuda para los hospitales. Le digo esto, mas no para que lo imitéis (pues es probable que sea usted líder de otros en buenas obras), sino para que sepa que otros han mostrado consideración hacia mí en este asunto.
CARTA
144
Al prefecto de Capadocia
Conoce usted al portador porque lo conoció en el pueblo. Sin embargo, le escribo para recomendarlo, para que le sea útil en muchos asuntos que le interesan, por su capacidad para dar consejos piadosos y sensatos. Es el momento de llevar a cabo lo que me ha dicho usted en privado. Me refiero a lo que mi hermano le ha contado sobre la situación de los pobres.
CARTA
145
Al obispo Eusebio de Samosata
Conozco las innumerables labores que has realizado por las iglesias de Dios. Conozco la presión de tu trabajo, mientras desempeñas tus responsabilidades como si no fueran de mera importancia secundaria, sino conforme a la voluntad de Dios. Conozco al hombre que, por así decirlo, os asedia y os obliga, como pájaro que se esconde bajo un águila para no alejarse mucho de su refugio. Sé todo esto. Pero el anhelo es fuerte, tanto al esperar lo impracticable como al intentar lo imposible. Más bien, debería decir que la esperanza en Dios es la más fuerte de todas las cosas. No es desde un deseo irrazonable, por tanto, sino desde la fuerza de la fe, desde donde espero una salida a las mayores dificultades, y que tú encontrarás la manera de superar todos los obstáculos y llegar a ver a la Iglesia que os ama más que a nada, y ser visto por ella. Lo que ella más valora de todos los bienes es contemplar tu rostro y escuchar tu voz. Cuídate, pues, de hacer vanas sus esperanzas. Cuando el año pasado, a mi regreso de Siria, comuniqué a la gente la promesa que tú me hiciste, no te puedes imaginar lo entusiasmada que hice a la gente con sus esperanzas. No pospongas tu visita, amigo mío, para otro momento. Aunque puedas verla algún día, puede que a mí no me veas, pues la enfermedad me obliga a abandonar esta vida dolorosa.
CARTA
146
A Antíoco
No puedo acusarte de descuido ni desatención, porque, cuando se presentó la oportunidad de escribir, no dijiste nada. Pues considero el saludo que me has enviado de tu propia y honorable mano como muchas cartas. A cambio, te saludo y te ruego encarecidamente que prestes atención a la salvación de tu alma, disciplinando todos los deseos de la carne con la razón y manteniendo siempre el pensamiento de Dios arraigado en tu alma, como en un templo santísimo. En cada obra y cada palabra, ten ante tus ojos el juicio de Cristo, para que cada acción individual, sometida a ese examen exacto y terrible, te traiga gloria en el día de la retribución, cuando recibas la alabanza de toda la creación. Si ese gran hombre pudiera visitarme, sería un placer para mí verte aquí con él.
CARTA
147
A Aburgio
Hasta entonces, creía que Homero era una fábula al leer la segunda parte de su poema, donde narra las aventuras de Ulises. Pero la calamidad que ha acontecido al excelentísimo Máximo me ha llevado a considerar lo que antes consideraba fabuloso e increíble como sumamente probable. Máximo era gobernador de un pueblo no insignificante, al igual que Ulises era jefe de los cefalenios. Ulises poseía grandes riquezas y regresó despojado de todo. La calamidad ha reducido a Máximo a tal aprieto que quizá tenga que presentarse en casa con harapos prestados. Y quizá haya sufrido todo esto porque ha irritado a algunos lestrigones y se ha unido a alguna Escila, ocultando la fiereza y la furia de un perro bajo la apariencia de una mujer. Desde entonces, apenas ha podido salir nadando de este inextricable remolino. Él te suplica por mi intermedio, en aras de la humanidad, que lamentes sus inmerecidas desgracias y que no guardes silencio sobre sus necesidades, sino que las comuniques a las autoridades. Espera así encontrar algún auxilio contra las calumnias que se han levantado contra él. Y si no, que al menos se haga pública la intención del enemigo que ha mostrado tal embriaguez de hostilidad contra él. Cuando un hombre ha sido agraviado, es un gran consuelo para él que la maldad de sus enemigos quede clara.
CARTA
148
A Trajano
La capacidad de lamentar sus propias calamidades brinda gran consuelo a los afligidos. Esto es especialmente cierto cuando se encuentran con otros capaces, por su noble carácter, de compadecerse de sus penas. Así pues, mi honorable hermano Máximo, tras ser prefecto de mi país y sufrir lo que ningún otro hombre ha sufrido jamás, despojado de todas sus pertenencias, tanto heredadas de sus antepasados como reunidas con su propio esfuerzo, afligido físicamente de diversas maneras por sus peregrinajes por el mundo, e incapaz de mantener su estatus civil a salvo de ataques, por cuya preservación los hombres libres no escatiman esfuerzos, me ha presentado numerosas quejas sobre todo lo que le ha sucedido y me ha rogado que le dé una breve descripción de la Ilíada de aflicciones en la que se encuentra envuelto. Y yo, al no poder aliviarlo de ninguna otra manera en sus problemas, le he hecho el favor de relatarle brevemente a vuestra excelencia parte de lo que he oído de él. De hecho, me pareció que se sonrojaba ante la idea de relatar abiertamente su propia calamidad. Si lo sucedido demuestra que quien cometió el agravio es un villano, al menos demuestra que quien lo sufre merece una gran compasión; pues el hecho mismo de haber caído en desgracias impuestas por la divina Providencia parece, en cierto modo, demostrar que un hombre se ha dedicado al sufrimiento. Pero sería un consuelo suficiente para él si usted lo mirara con bondad y le extendiera también ese abundante favor que todos los destinatarios no pueden agotar. Me refiero a su clemencia. Todos estamos convencidos de que ante el tribunal su protección será un paso inmenso hacia la victoria. Quien ha solicitado mi carta como probable útil es, entre todos los hombres, el más honesto. Que me sea concedido verlo, con los demás, proclamando en voz alta las alabanzas de su señoría con todas sus fuerzas.
CARTA
149
A Trajano
Tú mismo has visto con tus propios ojos la angustiosa condición de Máximo, antaño hombre de gran reputación, pero ahora digno de lástima, ex-prefecto de mi país. ¡Ojalá nunca hubiera sido así! Creo que muchos rehuirían las gobernaciones provinciales si sus dignidades pudieran derivar en semejante fin. Para un hombre de rápida inteligencia, capaz de conjeturar el resto a partir de unas pocas circunstancias, apenas necesito narrar en detalle todo lo que he visto y oído. Sin embargo, quizá no parezca que cuento una historia superflua si menciono que, aunque se cometieron muchas y terribles atrocidades contra él antes de tu llegada, lo que sucedió después fue tal que hizo que los procedimientos anteriores se consideraran bondad; a tal exceso de ultraje, perjuicio e incluso crueldad personal llegaron los procedimientos que posteriormente emprendió contra él la persona con autoridad. Ahora está aquí con una escolta para colmar la medida de sus maldades, a menos que estés dispuesto a extender tu mano fuerte para proteger al que sufre. Al instar a tu bondad a un acto de bondad, siento que estoy emprendiendo una tarea innecesaria. Sin embargo, como deseo ser útil a Máximo, le ruego a su señoría que añada algo por mi bien a tu celo natural por lo recto, para que pueda percibir claramente que mi intervención en su favor le ha sido útil.
CARTA
150
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
Recuerdo nuestras antiguas conversaciones, y no olvido ni lo que dije ni lo que dijiste. Y ahora la vida pública no me domina. Pues aunque soy el mismo de corazón y aún no me he despojado del viejo hombre, sin embargo, exteriormente y al alejarme de la vida mundana, parece que ya he comenzado a transitar el camino de la conversación cristiana. Me siento aparte, como hombres a punto de embarcarse en alta mar, contemplando lo que tengo por delante. Los marineros, en efecto, necesitan vientos para prosperar su viaje. Yo, en cambio, necesito un guía que me lleve de la mano y me conduzca con seguridad a través de las amargas olas de la vida. Siento que necesito primero un freno para mi juventud, y luego aguijones que me impulsen hacia la piedad. Ambas cosas parecen provenir de la razón, que a veces disciplina mi alma rebelde, y a veces mi pereza. Además, necesito otros remedios para limpiar la impureza del hábito. Sabes que, acostumbrado como estaba al Foro, soy pródigo en palabras y no me cuido de los pensamientos que el maligno me infunde. También soy siervo del honor y no puedo dejar fácilmente de pensar en grandezas. Ante todo esto, siento que necesito un gran instructor. Además, concluyo que no es de poca importancia, ni beneficioso solo por un corto tiempo, que la mirada del alma esté tan purificada que, tras liberarse de toda la oscuridad de la ignorancia, como de un humor cegador, se pueda contemplar atentamente la belleza de la gloria de Dios. Sé muy bien que tu sabiduría lo sabe. Sé que desearías que alguien me brindara tal ayuda, y si alguna vez Dios me conceda encontrarte, estoy seguro de que aprenderé más sobre lo que debo tener en cuenta. Porque ahora, en mi gran ignorancia, apenas puedo formarme un juicio sobre lo que me falta. Sin embargo, no me arrepiento de mi primer impulso; mi alma no se aparta del propósito de una vida piadosa, como has temido por mí, haciendo todo lo posible con nobleza y decoro, no sea que, como la mujer de quien he oído la historia, me vuelva atrás y me convierta en una columna de sal. Sin embargo, aún estoy bajo la restricción de la autoridad externa, pues los magistrados me buscan como a un desertor. Pero me dejo llevar principalmente por mi propio corazón, que da testimonio de todo lo que te he dicho.
II
Ya que has mencionado nuestro vínculo y has anunciado que vas a entablar un proceso, me has hecho reír en este abatimiento, porque sigues siendo un abogado y no renuncias a tu astucia. Sostengo, a menos que, como un ignorante, esté completamente omitiendo la verdad de que solo hay un camino al Señor, y que todos los que viajan hacia él viajan juntos y caminan de acuerdo con un mismo vínculo de vida. Si esto es así, dondequiera que vaya, ¿cómo puedo separarme de ti? ¿Cómo puedo dejar de vivir contigo y servir contigo a Dios, a quien ambos hemos acudido en busca de refugio? Nuestros cuerpos pueden estar separados por la distancia, pero la mirada de Dios sin duda aún nos mira a ambos (si es que una vida como la mía es digna de ser contemplada por los ojos divinos), pues he leído en algún lugar de los salmos que los ojos del Señor están sobre los justos. De verdad ruego que contigo y con todos los que comparten tu parecer, pueda estar unido, incluso en cuerpo, y que noche y día contigo y con cualquier otro verdadero adorador de Dios pueda doblar mis rodillas ante nuestro Padre celestial; pues sé que la comunión en la oración trae gran beneficio. Si, por mucho que me toque mentir y gemir en otro rincón, siempre se me acusa de mentir, no puedo rebatir tu argumento, y ya me condeno como mentiroso, si por mi propia negligencia he dicho algo que me lleve a tal acusación.
III
Estuve hace poco en Cesarea para enterarme de lo que ocurría allí. No quería quedarme en la ciudad, así que me dirigí al hospital vecino para obtener la información que necesitaba. Como era su costumbre, el piadoso obispo lo visitó, y le consulté sobre los puntos que me habías insistido. No me es posible recordar todo lo que me respondió; excedía con creces el alcance de una carta. En resumen, lo que dijo sobre la pobreza fue que la regla debería ser que cada uno limite sus posesiones a una sola prenda. Como prueba de ello, citó las palabras de Juan el Bautista ("el que tenga dos túnicas, que las dé al que no tenga"; Lc 3,11), prohibió a sus discípulos de tener dos túnicas (Mt 10,10) y añadió: "Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que tienes y dáselo a los pobres" (Mt 19,21). Dijo también que la Parábola de la Perla trataba sobre este punto, porque el mercader que había hallado la perla de gran precio fue y vendió todo lo que tenía y la compró; y añadió también que nadie debía siquiera permitirse la distribución de su propia propiedad, sino que debía dejarla en manos de la persona encargada del deber de administrar los asuntos de los pobres; y demostró el punto a partir de Hechos de los Apóstoles, pues "vendieron sus bienes y los trajeron y los pusieron a los pies de los apóstoles" (Hch 4,35), quienes los distribuyeron a cada uno según sus necesidades. Añadió que se necesitaba experiencia para distinguir entre casos de genuina necesidad y de mera mendicidad codiciosa. Quien da al afligido da al Señor, y del Señor recibirá su recompensa.
IV
Además, fue el primero en hablar brevemente, como corresponde a la importancia del tema, sobre algunos deberes cotidianos. En cuanto a esto, me gustaría que lo escucharas de él mismo, pues no sería justo que yo debilitara la fuerza de sus lecciones. Rezo para que podamos visitarlo juntos, para que ambos puedan recordar con precisión lo que dijo y suplir cualquier omisión con su propia inteligencia. Algo que sí recuerdo, de lo mucho que escuché, es que la instrucción sobre cómo llevar una vida cristiana depende menos de las palabras que del ejemplo diario. Sé que, si no te hubieras visto obligado a socorrer a tu anciano padre, no hay nada que hubieras apreciado más que una reunión con el obispo, y que no me habrías aconsejado que lo dejara para vagar por el desierto. Las cuevas y las rocas siempre están listas para nosotros, pero la ayuda que recibimos del prójimo no siempre está a mano. Si toleras que te dé consejos, convencerás a tu padre de que es conveniente que te permita dejarlo por un tiempo para conocer a un hombre que, tanto por su experiencia de los demás como por su propia sabiduría, sabe mucho y es capaz de impartirlo a todos los que se acercan a él.
CARTA
151
Al médico Eustacio
Si mis cartas sirven de algo, no pierdas tiempo en escribirme y en animarme a escribir. Sin duda, nos alegramos más cuando leemos las cartas de hombres sabios que aman al Señor. A ti, que las lees, te toca decir si encuentras algo digno de atención en lo que escribo. Si no fuera por la multitud de mis compromisos, no me privaría del placer de escribir con frecuencia. Te ruego que, a ti, cuyas preocupaciones son menos, me tranquilices con tus cartas. Se dice que los pozos son mejores si se usan. Las exhortaciones que recibes de tu profesión aparentemente son irrelevantes, pues no soy yo quien aplica el cuchillo. Como dice el proverbio, "los hombres ya han cumplido su jornada, y se están desmoronando". La frase de los estoicos dice que "como las cosas no suceden como queremos, nos gusta lo que sucede". Así pues, no puedo hacer que mi mente se adapte a lo que sucede. Que algunos hombres hagan lo que no les gusta porque no pueden evitarlo, no tengo objeción. Vosotros, los médicos, no cauterizáis a un enfermo ni le hacéis sufrir por gusto, sino que adoptáis un tratamiento por necesidad. Los marineros no arrojan su carga por la borda voluntariamente, sino que para evitar el naufragio soportan la pérdida, prefiriendo una vida de penuria a la muerte. Ten la seguridad que veo con tristeza y con muchos gemidos la separación de quienes se mantienen distantes. Pero aun así, la soporto. Para los amantes de la verdad nada puede anteponerse a Dios, y confían en él.
CARTA
152
Al comandante Víctor
Si no le escribiera a nadie más, podría con justicia incurrir en la acusación de descuido u olvido. Pero no es posible olvidarte, cuando tu nombre está en boca de todos. Pero no puedo ser descuidado con alguien que es quizás más distinguido que cualquier otro en el Imperio. La causa de mi silencio es evidente. Temo molestar a un hombre tan grande. Sin embargo, si a todas tus otras virtudes añades la de no solo recibir lo que te envío, sino también la de preguntar por lo que falta, ¡mira! Aquí te escribo con corazón alegre, y seguiré escribiendo en el futuro, con oraciones a Dios para que seas recompensado por el honor que me rindes. Por la Iglesia, te has anticipado a mis súplicas, haciendo todo lo que debería haber pedido. Y actúas para agradar no al hombre sino a Dios, quien te ha honrado, quien te ha dado algunas cosas buenas en esta vida, y te dará otras en la vida venidera, porque has caminado con la verdad en su camino y, desde el principio hasta el fin, has mantenido tu corazón fijo en la fe recta.
CARTA
153
Al ex-cónsul Víctor
Con tanta frecuencia como me toca leer las cartas de tu señoría, doy gracias a Dios porque sigues recordándome y porque ninguna calumnia te incita a disminuir el amor que una vez consintió en sentir por mí, ya sea por tu buen juicio o por tu amable trato. Ruego a Dios santo, pues, que mantengas este sentimiento hacia mí, y que yo sea digno del honor que me otorgas.
CARTA
154
Al obispo Ascolio de Tesalónica
Has hecho bien, y de acuerdo con la ley del amor espiritual, al escribirme primero, y con tu buen ejemplo me has desafiado a tener más energía. La amistad del mundo, en efecto, necesita de la visión y el intercambio reales, para que de ahí pueda surgir la intimidad. Sin embargo, quienes saben amar en el espíritu no necesitan de la carne para fomentar el afecto, sino que son guiados a la comunión espiritual en la comunión de la fe. Gracias, pues, al Señor, que ha consolado mi corazón mostrándome que el amor no se ha enfriado en todos, sino que todavía hay en el mundo hombres que dan evidencia del discipulado de Cristo. Tu situación parece ser algo así como la de las estrellas por la noche, brillando algunas en una parte del cielo y otras en otra, cuyo brillo es encantador, y tanto más encantador por ser inesperado. Así sois vosotros, luminarias de las iglesias, pocos a lo sumo y fácilmente contados en este sombrío estado de cosas, brillando como en una noche sin luna y, además de ser bienvenidos por su virtud, siendo aún más anhelados por ser tan raros de encontrar. Tu carta me ha dejado muy clara su disposición. Aunque breve en cuanto al número de sílabas, en la exactitud de tus sentimientos fue suficiente para darme prueba de tu mente y propósito. Tu celo por la causa del bienaventurado Atanasio es prueba evidente de tu sensatez en los asuntos más importantes. A cambio de mi alegría por su carta, estoy sumamente agradecido a mi honorable hijo Eufemio, a quien ruego que el Santo le brinde toda la ayuda posible. Te ruego que te unas a mis oraciones, para que pronto podamos recibirlo de regreso con su honorable esposa, mi hija en el Señor. En cuanto a ti, te ruego que no detengas nuestra alegría al principio, sino que me escribas siempre que puedas y aumentes tu confianza en mí mediante una comunicación constante. Te ruego que me des noticias de tus iglesias y de cómo se encuentran en cuanto a la unión. Ruega por nosotros, para que nuestro Señor reprenda a los vientos y al mar, y que entre nosotros haya una gran calma.
CARTA
155
A un instructor del ejército romano
No sé cómo defenderme de todas las quejas contenidas en la primera y única carta que su señoría ha tenido la amabilidad de enviarme. No es que carezca de derecho, sino que entre tantas acusaciones es difícil seleccionar la más importante y determinar el punto en el que debo empezar a aplicar un remedio. Quizás, si sigo el orden de su carta, las abordaré una por una. Hasta hoy no sabía nada de los que parten hacia Escitia, y ni siquiera me habían dicho nada de los que venían de su casa, para poder saludarle por medio de ellos, aunque estoy ansioso por aprovechar cualquier oportunidad para saludar a su señoría. Olvidarle en mis oraciones es imposible, a menos que primero olvide la obra a la que Dios me ha llamado, pues ciertamente, fiel como es por la gracia de Dios, recuerda todas las oraciones de la Iglesia. Recuerde cómo oramos también por nuestros hermanos cuando estamos de viaje, y ofrecemos oraciones en la santa Iglesia por los que están en el ejército, por quienes hablan en nombre del Señor y por quienes muestran los frutos del Espíritu. En la mayoría, o en todos, considero que su señoría está incluido. ¿Cómo podría olvidarle, en lo que a mí respecta, cuando tengo tantas razones para recordarle? Una hermana, unos sobrinos, unos parientes tan buenos, tan cariñosos conmigo, mi casa, mi familia y mis amigos. Todo esto, incluso contra mi voluntad, me recuerda necesariamente su buena disposición. En cuanto a esto, nuestro hermano no me ha traído noticias desagradables, ni he tomado ninguna decisión que pueda perjudicarle. Libérenos al co-epíscopo y a mí mismo, pues, de toda culpa, y lamente más bien a quienes han difundido informes falsos. Si nuestro erudito amigo desea demandarme, tiene los tribunales y las leyes a su disposición. Le ruego que no me culpe por esto. Con todas sus buenas obras, se está haciendo rico, y preparando para el día de la retribución el mismo consuelo que usted da a quienes son perseguidos por causa del nombre del Señor. Si envía las reliquias de los mártires a casa, hará bien; ya que escribe que la persecución allí, incluso ahora, está causando mártires para el Señor.
CARTA
156
Al sacerdote Evagrio
I
Lejos de impacientarme por la extensión de su carta, le aseguro que incluso la encontré breve, por el placer que me causó leerla. ¿Acaso hay algo más placentero que la idea de la paz? ¿Hay algo más adecuado al sagrado oficio, o más aceptable al Señor, que tomar medidas para lograrlo? Que reciba la recompensa del pacificador, ya que tan bendito oficio ha sido el objeto de sus buenos deseos y fervientes esfuerzos. Al mismo tiempo, créame, mi reverendo amigo, no cederé ante nadie en mi ferviente deseo y oración de ver el día en que quienes comparten un mismo sentimiento llenen la misma asamblea. Sería monstruoso, en verdad, complacerse en los cismas y divisiones de las iglesias y no considerar que el mayor de los bienes consiste en la unión de los miembros del cuerpo de Cristo. Pero, ¡ay!, mi incapacidad es tan real como mi deseo. Nadie sabe mejor que usted que solo el tiempo es el remedio para los males que el tiempo ha madurado. Además, es necesario un tratamiento enérgico y vigoroso para llegar a la raíz del problema. Comprenderá esta sugerencia, aunque no hay razón para que no me pronuncie al respecto.
II
La vanidad, arraigada por hábito en la mente, no puede ser destruida por una sola persona, ni con una sola carta, ni en poco tiempo. A menos que exista un árbitro en quien todas las partes confíen, las sospechas y los conflictos nunca cesarán del todo. Si, en efecto, la gracia divina se derramara sobre mí, y se me diera poder, en palabra, obra y dones espirituales, para prevalecer sobre estos partidos rivales, entonces se me podría exigir este audaz experimento; aunque, quizás, incluso entonces, no me aconsejaría intentar este ajuste por mi cuenta, sin la cooperación del obispo, sobre quien recae principalmente el cuidado de la iglesia. Pero él no puede venir, ni me resulta fácil emprender un largo viaje mientras dure el invierno, o mejor dicho, no puedo de ninguna manera, pues las montañas armenias pronto serán intransitables, incluso para los jóvenes y vigorosos, por no hablar de mis continuas dolencias físicas. No tengo objeción a escribirle para contarle todo esto. No espero que escribir lleve a nada, pues conozco su carácter cauteloso, y después de todo, las palabras escritas tienen poco poder para convencer. Hay tantas cosas que instar, soportar, responder y objetar, que una carta no tiene alma y, de hecho, no es más que papel de desecho. Sin embargo, como he dicho, escribiré. Sólo concédeme el crédito, muy religioso y querido hermano, por no tener ningún sentimiento privado en el asunto. Gracias a Dios, no tengo ese sentimiento hacia nadie, ni me he ocupado en la investigación de las quejas supuestas o reales que se presentan contra este o aquel hombre. Así pues, mi opinión merece su atención como la de alguien que realmente no puede actuar por parcialidad o prejuicio. Sólo deseo, por la buena voluntad del Señor, que todo se haga con propiedad eclesiástica.
III
Me disgustó saber, por mi querido hijo Doroteo, nuestro compañero en el ministerio, que usted no había estado dispuesto a comunicarse con él. No fue éste el tipo de conversación que tuvo conmigo, según recuerdo. En cuanto a mi envío a Occidente, es totalmente impensable. No tengo a nadie apto para el servicio. De hecho, cuando miro a mi alrededor, parece que no tengo a nadie de mi lado. Sólo puedo rezar para que me encuentren entre esos 7.000 cristianos que no se han arrodillado ante Baal. Sé que quienes nos persiguen buscan mi vida. Sin embargo, eso no disminuirá en nada el celo que debo a las iglesias de Dios.
CARTA
157
A Antíoco
Puedes imaginarte lo decepcionado que me sentí al no encontrarte en verano. No es que nuestros encuentros de años anteriores me bastaran, pero incluso ver a los seres queridos en sueños reconforta a quienes aman. No escribes por lo perezoso que eres, y creo que tu ausencia sólo se debe a tu lentitud para emprender viajes por cariño. Sobre este punto no diré más. Ruega por mí y pídele al Señor que no me abandone, sino que, así como me ha librado de tentaciones pasadas, me libre también de las que me esperan, para gloria del nombre de Aquel en quien confío.
CARTA
158
A Antíoco
Mis pecados me han impedido cumplir el deseo de conocerte, que he acariciado durante tanto tiempo. Permíteme disculparme por carta por mi ausencia y suplicarte que no olvides recordarme en tus oraciones, para que, si vivo, pueda disfrutar de tu compañía. Si no, con la ayuda de tus oraciones, que pueda dejar este mundo con buena esperanza. Te recomiendo a nuestro hermano, el camellero.
CARTA
159
A Eupaterio y su hija
I
Pueden imaginarse el placer que me causó la carta de sus excelencias, aunque solo sea por su contenido. ¿Qué podría, en realidad, dar mayor satisfacción a quien ora por estar siempre en comunicación con quienes temen al Señor y compartir sus bendiciones, que una carta como ésta, en la que se formulan preguntas sobre el conocimiento de Dios? Porque "si para mí vivir es Cristo" (Flp 1,21), ciertamente mis palabras deben ser acerca de Cristo, cada pensamiento y acción debe depender de sus mandamientos, y mi alma debe ser moldeada a la suya. Me regocijo que me pregunten sobre tales cosas, y felicito a quienes me las piden. Para resumir, la fe de los padres reunidos en Nicea es honrada por encima de cualquier invención posterior. En ella se confiesa que el Hijo es consustancial con el Padre y naturalmente de la misma naturaleza que Aquel que lo engendró, pues se confiesa que él es luz de luz, Dios de Dios, bien de bien, y cosas por el estilo. Tanto por aquellos santos hombres fue declarada la misma doctrina, como por mí ahora, que oro para poder caminar en sus pasos.
II
La cuestión que plantean quienes siempre se esfuerzan por introducir novedades, que los antiguos silenciaron (porque la doctrina nunca fue refutada), ha quedado sin explicación completa en lo que concierne al Espíritu Santo. Por eso, añadiré una declaración sobre este tema, conforme al sentido de la Escritura. Tal como fuimos bautizados, así profesamos nuestra creencia. Tal como profesamos nuestra creencia, también ofrecemos alabanza. Así como el bautismo nos fue dado por el Salvador, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, así, de acuerdo con nuestro bautismo, hacemos la confesión del Credo, y nuestra doxología conforme a nuestro Credo. Glorificamos al Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo, desde la convicción de que él no está separado de la naturaleza divina (pues lo que es ajeno por naturaleza no comparte los mismos honores). Todos los que llaman al Espíritu Santo una criatura están cayendo en el pecado imperdonable de blasfemia contra él. ¿Por qué? Porque la criatura está separada de la deidad. La criatura es esclava, mientras que el Espíritu libera. La criatura necesita vida, mientras que el Espíritu es el dador de vida (Jn 6,63). La criatura necesita enseñanza, mientras que el Espíritu es el que enseña (Jn 14,26). La criatura es santificada, mientras que el Espíritu es el que santifica (Rm 15,16). Ya sea que nombre ángeles, arcángeles o todos los poderes celestiales, todos ellos reciben su santificación a través del Espíritu. El Espíritu Santo mismo tiene su santidad por su propia naturaleza, y no recibida por favor, y de ahí que reciba el nombre distintivo de Santo. Lo que es santo por naturaleza, como el Padre y el Hijo, no es separable de la divina y bendita Trinidad, y no es parte de la creación. Que este breve resumen les baste, mis piadosos amigos. De pequeñas semillas, con la cooperación del Espíritu Santo, cosecharán la mayor piedad. Instruyan a un sabio y será aún más sabio (Prov 9,9). Pospondré una demostración más completa hasta que nos encontremos. Cuando lo hagamos, podré responder a sus objeciones y darles una explicación más completa de las Escrituras, para confirmar la sana regla de la fe. Por ahora, disculpen mi brevedad. No habría escrito si no hubiera considerado que sería un mayor perjuicio para ustedes rechazar su petición por completo que concederla parcialmente.
CARTA
160
A Diodoro
I
He recibido la carta que me ha llegado bajo el nombre de Diodoro, pero cuyo contenido es digno de elogio para cualquiera, no para Diodoro. Alguien ingenioso parece haber asumido tu nombre con la intención de ganarse la confianza de sus oyentes. Parece que alguien le preguntó si era lícito contraer matrimonio con la hermana de su difunta esposa, y que en lugar de estremecerse ante la pregunta, la escuchó impasible y apoyó con audacia y valentía el indecoroso deseo. Si hubiera tenido la carta a mi lado, te la habría enviado, y habrías podido defenderte a ti mismo y a la verdad. Pero quien me la mostró la retiró y la llevó consigo como una especie de trofeo de triunfo contra mí, quien la había prohibido desde el principio, declarando tener permiso por escrito. Ahora te escribo para poder atacar ese documento espurio con doble fuerza y no dejarle fuerza que pueda perjudicar a sus lectores.
II
Lo más importante en estos asuntos es nuestra propia costumbre, que tiene fuerza de ley, pues las reglas nos han sido transmitidas por hombres santos. Nuestra costumbre es la siguiente: que si alguien, dominado por la impureza, mantiene relaciones ilícitas con dos hermanas, esto no sea considerado matrimonio, ni ellos sean admitidos en la Iglesia hasta que se hayan separado. Por tanto, aunque no fuera posible añadir nada más, la costumbre bastaría para salvaguardar lo que es correcto. No obstante, dado que el autor de la carta ha intentado introducir este perjuicio en nuestra práctica con un argumento falso, me veo en la necesidad de no omitir la ayuda del razonamiento; aunque en asuntos perfectamente claros, el instinto de cada uno es más fuerte que el argumento.
III
Está escrito en Levítico: "No tomarás mujer junto a su hermana, para afligirla, descubriendo su desnudez junto a la otra durante su vida" (Lv 18,18). De esto se argumenta que es lícito tomarla cuando la mujer muera. A esto, mi primera respuesta será que todo lo que dice la ley, lo dice sólo a los que están bajo la ley (pues de lo contrario, estaríamos todos sujetos a la circuncisión, al sabbath y a la abstinencia de carnes). Ciertamente, no debemos, cuando encontremos algo que se ajuste a nuestros placeres, sujetarnos al yugo de la esclavitud de la ley; y luego, si algo en la ley parece duro, recurrir a la libertad que está en Cristo. Se nos ha preguntado si está escrito que uno puede ser tomado por mujer después de su hermana. Digamos lo que es seguro y verdadero: que no está escrito. Deducir mediante una secuencia de argumentos lo que se pasa por alto es tarea de un legislador, no de quien cita los artículos de la ley. De hecho, en estos términos, quien quiera tendrá libertad de tomar a la hermana, incluso mientras viva la esposa. El mismo sofisma se aplica también a este caso. Está escrito "no tomarás mujer para vejarla", de modo que, aparte de la vejación, no hay prohibición de tomarla. El hombre que quiera satisfacer su deseo sostendrá que la relación entre hermanas es tal que no pueden vejarse mutuamente. Si se elimina la razón dada para la prohibición de vivir con ambas, ¿qué impide que un hombre tome a ambas hermanas? Esto no está escrito, diremos. Tampoco lo anterior se enuncia con claridad. La deducción del argumento permite libertad en ambos casos. Pero se podría encontrar una solución a la dificultad retrocediendo un poco a lo que subyace a la promulgación. Parece que el legislador Moisés no incluye todo tipo de pecado, sino que prohíbe particularmente los de los egipcios, de entre quienes Israel había salido, y los de los cananeos, entre quienes se dirigían. Las palabras son las siguientes: "No haréis como en la tierra de Egipto, donde habitasteis; ni como en la tierra de Canaán, adonde yo os llevo, ni andaréis según sus ordenanzas" (Lv 18,3). Es probable que este tipo de pecado no se practicara en aquella época entre los gentiles. En estas circunstancias, cabe suponer que el legislador no tenía necesidad de protegerse, pues la costumbre no escrita bastaba para condenar el delito. ¿Cómo es entonces que, prohibiendo lo mayor, guardaba silencio sobre lo menor? Porque el ejemplo del patriarca parecía perjudicial para muchos que se entregaban a la carne hasta el punto de vivir con hermanas. ¿Cuál debería ser mi proceder? ¿Citar las Escrituras o descifrar lo que no dicen? En estas leyes no está escrito que un padre y un hijo no deban tener la misma concubina. Sin embargo, en el profeta se considera merecedor de la más extrema condena, cuando "un hombre y su padrese acostarán con la misma doncella" (Am 2,7). ¡Cuántas otras formas de lujuria impura se han descubierto en la escuela del diablo, mientras que la Escritura divina guarda silencio al respecto, no optando por manchar su dignidad con nombres de cosas inmundas y condenando su impureza en términos generales! Como dice el apóstol Pablo, "la fornicación y toda inmundicia, que no se mencione entre vosotros, como conviene a santos" (Ef 5,3), incluyendo así las acciones indescriptibles de hombres y mujeres bajo el nombre de inmundicia. De ahí que el silencio ciertamente no da licencia a los lujuriosos.
IV
Yo sostengo que este punto no se ha silenciado, sino que el legislador Moisés estableció una prohibición clara. Las palabras "ninguno de vosotros se acercará a ningún pariente cercano suyo para descubrir su desnudez" (Lv 18,6) abarcan esta forma de parentesco, pues ¿qué podría ser más afín a un hombre que su propia esposa, o más bien que su propia carne? Porque no son más dos, sino "una sola carne" (Mt 19,6). Así, por medio de la esposa, la hermana se hace afín al esposo. Y así como no tomará a la madre de su esposa, ni a la hija de su esposa, porque no puede tomar a su propia madre ni a su propia hija, tampoco podrá tomar a la hermana de su esposa, porque no puede tomar a su propia hermana. Por otro lado, no será lícito que la esposa se una a los parientes del esposo, pues los derechos de parentesco son válidos para ambas partes. Por mi parte, a todo aquel que esté pensando en casarse, le testifico que "la moda de este mundo pasa" (1Cor 7,31) y "el tiempo es corto", y "queda que los que tienen esposa sean como si no la tuvieran" (1Cor 7,29). Si cita incorrectamente la acusación "creced y multiplicaos" (Gn 1,28), me río de él por no discernir las señales de los tiempos. El segundo matrimonio es un remedio contra la fornicación, no un medio para la lascivia. Si no pueden contenerse, se dice que se casen (1Cor 7,9), aunque si se casan no quebrantan la ley.
V
Aquellos cuyas almas están cegadas por la lujuria deshonrosa no consideran ni siquiera la naturaleza, que desde tiempos antiguos distinguió los nombres de la familia. En efecto, ¿bajo qué parentesco nombrarán a sus hijos quienes contraen estas uniones? ¿Los llamarán hermanos o primos entre sí? Pues, debido a la confusión, se aplicarán ambos nombres. Oh, hombre, no hagas de la tía la madrastra del pequeño; no armes con celos implacables a quien debería cuidarlos con el amor de una madre. Sólo las madrastras extienden su odio incluso más allá de la muerte, mientras otros enemigos hacen una tregua con los muertos. En resumen, lo que digo es esto: que si alguien quiere contraer un matrimonio legítimo, todo el mundo está abierto para él. Si sólo lo impulsa la lujuria, que sea más restringido, para que sepa cómo poseer su vasija en santificación y honor, no en la lujuria de la concupiscencia. Quisiera decir más, pero los límites de mi carta no me dejan más espacio. Ruego que mi exhortación sea más fuerte que la lujuria, o al menos que esta contaminación no se encuentre en mi propio territorio. Donde se ha aventurado, que permanezca.
CARTA
161
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
Bendito sea Dios, que de siglo en siglo elige a quienes le agradan, distingue vasos de elección y los usa para el ministerio de los santos. Aunque intentabas huir, como confiesas, no de mí, sino del llamado que esperabas a través de mí, él te ha atrapado en las seguras redes de la gracia y te ha traído al centro de Pisidia para atrapar hombres para el Señor y sacar a la luz la presa del diablo de las profundidades. Tú también puedes decir como dijo el bendito David: "¿Adónde me iré de tu Espíritu? ¿O adónde huiré de tu presencia?". Tal es la maravillosa obra de nuestro amado Maestro. Se pierden asnos para que haya un rey de Israel. David, sin embargo, siendo israelita, fue concedido a Israel. La tierra que te ha nutrido y te ha llevado a tal altura de virtud, ya no te posee, y ve a su vecina embellecida por su propio adorno. No obstante, todos los creyentes en Cristo son un solo pueblo. Todo el pueblo de Cristo, aunque proviene de muchas regiones, es una sola Iglesia. Por eso nuestro país se alegra y se regocija con la dispensación del Señor, y en lugar de pensar que es un solo hombre el más pobre, considera que por medio de un solo hombre ha llegado a poseer iglesias enteras. Que el Señor me conceda verte en persona y, mientras esté separado de ti, saber de tu progreso en el evangelio y del buen orden de tus iglesias.
II
Sé valiente y fuerte, y camina delante del pueblo que el Altísimo ha confiado a tu disposición. Como un hábil piloto, eleva tu mente por encima de toda ola levantada por ráfagas heréticas. Evita que la barca se hunda en las olas saladas y amargas de la falsa doctrina. Espera la calma que el Señor traerá tan pronto como se encuentre una voz digna de incitarlo a reprender a los vientos y al mar. Si deseas visitarme, ahora apremiado por una larga enfermedad hacia el fin inevitable, no esperes una oportunidad ni una palabra mía. Sabes que para el corazón de un padre todo momento es propicio para abrazar a un hijo amado, y que el cariño es más fuerte que las palabras. No te lamentes por una responsabilidad que sobrepasa tus fuerzas. Si hubieras estado destinado a soportar la carga sin ayuda, no solo habría sido pesada, sino intolerable. Si el Señor comparte la carga contigo, deposita toda tu preocupación en él y él mismo actuará. Sólo se te exhorta a prestar siempre atención, para que no te dejew llevar por las malas costumbres. Más bien, cambia todos los malos caminos anteriores en buenos, con la ayuda de la sabiduría que te ha dado Dios. Cristo te ha enviado no para seguir a otros, sino para que tú mismo tomes la iniciativa por todos los que están siendo salvados. Te encargo que ores por mí, para que, si todavía estoy en esta vida, se me permita verte con tu Iglesia. Si está ordenado que ahora parta, que pueda verte en el más allá con el Señor, y a tu Iglesia floreciendo como una vid con buenas obras, y a ti mismo como un sabio labrador y buen siervo dando alimento a su debido tiempo a sus consiervos y recibiendo la recompensa de un mayordomo sabio y fiel. Todos los que están conmigo saludan tu reverencia. Sé fuerte y alegre en el Señor, y que seas preservado glorioso en las gracia del Espíritu y de la sabiduría.
CARTA
162
Al obispo Eusebio de Samosata
La misma causa parece hacerme dudar en escribirte, y demostrar que debo hacerlo. Cuando pienso en la visita que te debo y calculo la ganancia de encontrarte, no puedo evitar despreciar las cartas, pues no son ni siquiera sombras en comparación con la realidad. Por otra parte, cuando considero que mi único consuelo, privado como estoy de todo lo mejor y más importante, es saludar a tal hombre y rogarle, como suelo hacer, que no me olvide en sus oraciones, pienso que las cartas son de gran valor. Yo mismo no quiero perder la esperanza de mi visita ni desesperar de verte. Me avergonzaría no confiar tanto en tus oraciones como para esperar que, si surgiera la necesidad, me convirtiera de anciano en joven, y no simplemente de enfermo y demacrado, como estoy ahora, en uno un poco más fuerte. No es fácil expresar con palabras el motivo de mi ausencia, ya que no sólo me lo impide una enfermedad grave, sino que ni siquiera tengo la fuerza de palabra suficiente para explicarles en cualquier momento una enfermedad tan compleja y compleja. Sólo puedo decir que, desde Pascua hasta ahora, la fiebre, la diarrea y los trastornos intestinales, que me ahogan como olas, no me permiten levantar la cabeza. El hermano Baraco quizás pueda explicarte la naturaleza de mis síntomas, si no con la gravedad que merecen, al menos con la suficiente claridad para que comprendas el motivo de mi retraso. Si te unes cordialmente a mis oraciones, no me cabe duda de que mis problemas desaparecerán fácilmente.
CARTA
163
Al conde Jovino
Se puede ver tu alma en tu carta, pues en realidad ningún pintor puede captar con tanta exactitud una imagen externa como los pensamientos expresados pueden representar los secretos del alma. Al leer tu carta, tus palabras caracterizaron con precisión tu firmeza, tu auténtica dignidad, tu inquebrantable sinceridad. Todo esto me reconfortó mucho, aunque no pudiera verte. No dejes, pues, de aprovechar cualquier oportunidad para escribirme, y darme el placer de conversar contigo a distancia. Verte cara a cara me lo impide mi precario estado de salud. mas la gravedad de esto te la dirá el amado obispo Anfiloquio, quien, por haber estado constantemente conmigo, puede informarte y es plenamente competente para contarte lo que ha visto. Pero la única razón por la que deseo que sepas de mis sufrimientos es para que me perdones en el futuro y me perdones de mi falta de energía si no voy a verte, aunque en realidad mi pérdida no necesita tanto mi defensa como tu consuelo. De haberme sido posible ir a verte, habría preferido con creces ver a tu excelencia a todos los fines que otros consideran dignos de esfuerzo.
CARTA
164
Al obispo Ascolio de Tesalónica
I
No me sería fácil expresar mi profunda satisfacción con la carta de su santidad. Mis palabras son demasiado débiles para expresar todo lo que siento, aunque usted debería poder conjeturarlo, por la belleza de lo que ha escrito. ¿Qué no contenía su carta? Contenía amor a Dios, la maravillosa descripción de los mártires (que me mostró la forma de su lucha con tanta claridad, que me pareció verla), bondad hacia mí mismo y palabras de una belleza incomparable. Así que, cuando la tomé en mis manos, la leí muchas veces y percibí cuán abundantemente llena estaba de la gracia del Espíritu, pensé que había regresado a los buenos tiempos, cuando las iglesias de Dios florecían, arraigadas en la fe, unidas en el amor, con todos sus miembros en armonía, como un solo cuerpo. Entonces se hicieron evidentes los perseguidores, y también los perseguidos. Entonces el pueblo se hizo más numeroso al ser atacado. Entonces la sangre de los mártires, que riega las iglesias, nutrió a muchos más defensores de la verdadera religión, despojándose cada generación para la lucha con el celo de los que nos precedieron. Entonces, los cristianos vivíamos en paz unos con otros. Vivíamos en esa paz que el Señor nos legó, y de la que tan cruelmente nos hemos alejado que no queda ni rastro. Sin embargo, mi alma regresó a aquella dicha de antaño cuando llegó una carta de lejos, radiante con la belleza del amor, y un mártir viajó hasta mí desde las regiones agrestes más allá del Danubio, predicando en persona la exactitud de la fe que allí se observa. ¿Quién podría describir el deleite de mi alma ante todo esto? ¿Qué capacidad de expresión podría concebirse para describir todo lo que sentí en lo más profundo de mi corazón? Sin embargo, cuando vi al atleta, bendije a su entrenador: él también, ante el Juez justo, tras fortalecer a muchos para la lucha por la verdadera religión, recibirá la corona de la justicia.
II
Al traerme a la memoria al bendito Eutiques y honrar a mi país por haber sembrado las semillas de la verdadera religión, me has deleitado al mismo tiempo con tu recordatorio del pasado y me has consternado con tu convicción del presente. Ninguno de nosotros se acerca ahora a Eutiques en bondad, pues tan lejos estamos de someter a los bárbaros al poder suavizador del Espíritu y la operación de sus gracias, dado que aquí estamos todavía bajo la influencia de los herejes. Quizás ninguna parte del mundo haya escapado a la conflagración de la herejía. Me hablas de luchas de atletas, cuerpos lacerados por causa de la verdad, furia salvaje despreciada por hombres de corazón intrépido, diversas torturas de perseguidores y la constancia de los luchadores a través de todas ellas, el bloque y el agua por los que murieron los mártires. ¿Y cuál es nuestra condición? El amor se ha enfriado, la enseñanza de los padres está siendo devastada, la fe naufraga por doquier, las bocas de los fieles callan, el pueblo es expulsado de las casas de oración y alza las manos al aire libre hacia su Señor que está en el cielo. Nuestras aflicciones son graves, el martirio no se ve por ninguna parte, porque quienes nos imploran con maldad llevan el mismo nombre que nosotros. Por tanto, ora tú mismo al Señor y únete a todos los nobles atletas de Cristo en oración por las iglesias, para que, si aún queda tiempo para este mundo y todo no se ve arrastrado a la destrucción, Dios se reconcilie con sus propias iglesias y les devuelva su antigua paz.
CARTA
165
Al obispo Ascolio de Tesalónica
Dios ha cumplido mi antigua oración al dignarme recibir la carta de su verdadera santidad. Mi mayor deseo es verle y ser visto por usted, y disfrutar en una comunicación directa de todas las gracias del Espíritu con las que está dotado. Sin embargo, esto es imposible, tanto por la distancia que nos separa como por las ocupaciones de cada uno. Por lo tanto, ruego, en segundo lugar, que mi alma se alimente de las frecuentes cartas de su amor en Cristo. Esto me ha sido concedido al recibir su epístola en mis manos. He sentido un doble deleite al disfrutar de su comunicación. Sentí como si realmente pudiera ver su alma brillar en sus palabras como en un espejo; y me conmovió un gozo inmenso, no sólo porque ha demostrado ser lo que todos los testimonios dicen de usted, sino porque sus nobles cualidades son el adorno de mi país. Ha llenado el país más allá de nuestras fronteras con frutos espirituales, como una rama vigorosa que brota de una raíz gloriosa. Con razón, pues, nuestro país se regocija con sus propios retoños. Cuando luchaban por la fe, ella oyó que la buena herencia de los padres se conservaba en ustedes y glorificó a Dios. ¿Y ahora qué hacen? Han honrado la tierra que los vio nacer enviándole un mártir que acaba de librar una buena batalla en el país bárbaro de sus fronteras, como un jardinero agradecido enviaría sus primicias a quienes le dieron las semillas. En verdad, el regalo es digno del atleta de Cristo, un mártir de la verdad, recién coronado con la corona de justicia, a quien hemos acogido con alegría, glorificando a Dios, quien ahora ha cumplido el evangelio de su Cristo en todo el mundo. Permítame pedirle que recuerde en sus oraciones a mí y a que los amo, y que por el bien de mi alma suplique fervientemente al Señor que un día yo también sea considerado digno de comenzar a servir a Dios, según el camino de sus mandamientos que nos ha dado para salvación.
CARTA
167
Al obispo Eusebio de Samosata
Me alegra que me recuerdes y me escribas. Y lo que es aún más importante, que me hayas enviado tu bendición en tu carta. Si hubiera sido digno de tus labores y de tus luchas por la causa de Cristo, me habría permitido acercarme a ti, abrazarte y tomarte como ejemplo de paciencia. Pero como no soy digno de esto, y me veo retenido por muchas aflicciones y muchas ocupaciones, hago lo que me parece mejor. Saludo a tu excelencia y te ruego que no te canses de recordarme. Porque el honor y el placer de recibir tus cartas no sólo es una ventaja para mí, sino motivo de jactancia y orgullo ante el mundo, al ser honrado por alguien cuya virtud es tan grande y que está en tan estrecha comunión con Dios como para ser capaz, tanto por su enseñanza como por su ejemplo, de unir a otros a él en ella.
CARTA
168
A Antíoco
Lamento la pérdida de tu iglesia, privada de la guía de un pastor así. No obstante, tengo más motivos para felicitarte por ser digno del privilegio de disfrutar, en un momento como éste, la compañía de quien libra una batalla tan noble por la verdad. Estoy seguro que tú, que apoyas y estimulas noblemente su celo, serás considerado digno por el Señor de algo similar a lo que él hizo. ¡Qué bendición disfrutar en ininterrumpida tranquilidad de la compañía de un hombre tan rico en conocimiento y experimentado en la vida! Ahora, al menos, estoy seguro, debes saber lo sabio que es. En tiempos pasados, tu mente estaba necesariamente entregada a muchas preocupaciones, y tú estabas demasiado ocupado para prestar atención únicamente a la fuente espiritual que brota de su corazón puro. Que Dios te conceda ser un consuelo para los demás, y nunca te falte el consuelo de los demás. Estoy seguro de la disposición de tu corazón, tanto por la experiencia que por poco tiempo he tenido de ti, como por la excelsa enseñanza de tu ilustre instructor (con quien pasar un solo día es provisión suficiente para el camino de la salvación).
CARTA
169
Al obispo Gregorio de Nacianzo
Ha emprendido una tarea bondadosa y caritativa, al reunir a la tropa cautiva del insolente Glicerio (debo escribirle ahora) y, en la medida de sus posibilidades, cubrir nuestra vergüenza común. Es justo que su reverencia deshaga esta deshonra con pleno conocimiento de los hechos que lo rodean. Este serio y venerable Glicerio fue ordenado por mí, diácono de la Iglesia de Venesa, para servir al presbítero y velar por la obra de la Iglesia, pues, aunque es un hombre intratable en otros aspectos, es hábil por naturaleza en el trabajo manual. Apenas nombrado, descuidó su trabajo, como si no hubiera absolutamente nada que hacer. Por su propio poder y autoridad, reunió a algunas vírgenes desdichadas, algunas de las cuales acudieron a él por voluntad propia (ya saben lo propensos que son los jóvenes a este tipo de cosas), y otras se vieron obligadas a aceptarlo a regañadientes como líder de su grupo. Entonces asumió el título de patriarca y, de repente, comenzó a mostrarse digno. No lo había logrado por ningún motivo razonable ni piadoso. Su único objetivo era ganarse la vida, así como algunos hombres empiezan un oficio y otros otro. Ha trastornado casi por completo a la Iglesia, despreciando a su propio presbítero, un hombre venerable tanto por su carácter como por su edad; despreciando a su co-epíscopo y a mí mismo, como si no tuviéramos ninguna importancia, llenando continuamente la ciudad y a todo el clero de desorden y disturbios. Y ahora, al ser reprendido suavemente por mí y su co-epíscopo, para que no nos trate con desprecio (pues intentaba incitar a los jóvenes a la insubordinación), está planeando una conducta de lo más audaz e inhumana. Después de robar tantas vírgenes como pudo, se ha fugado de noche. Estoy seguro de que todo esto le habrá parecido muy triste. Piense también en el momento. Se celebraba la fiesta allí y, como era natural, se había reunido mucha gente. Él, por su parte, sacó a su propia tropa, que seguía a los jóvenes y bailaba a su alrededor, causando gran consternación entre las personas bien dispuestas, mientras los charlatanes se reían a carcajadas. Y ni siquiera esto fue suficiente, por enorme que fuera el escándalo. Me dicen que incluso los padres de las vírgenes, al encontrar su duelo insoportable, deseosos de traer de vuelta a la dispersa compañía, y cayendo con suspiros y lágrimas no forzados a los pies de sus hijas, se han sentido insultados y ultrajados por este excelente joven y su tropa de bandidos. Estoy seguro de que su reverencia considerará todo esto intolerable. El ridículo nos afecta a todos por igual. Ante todo, ordénele que regrese con las vírgenes. Quizás encuentre alguna misericordia si regresara con una carta suya. Si no adopta este camino, al menos envíe a las vírgenes de vuelta a su madre la Iglesia. Si esto no se puede hacer, no permitas que se abuse de quienes estén dispuestos a regresar, sino que convenzamos a que regresen a mí. De lo contrario, pongo a Dios y a los hombres como testigos de que todo esto está mal hecho y es una violación de la ley de la Iglesia. Lo mejor sería que Glicerio regresara con una carta, y con un estado de ánimo adecuado. Y si no, que sea destituido de su ministerio.
CARTA
170
A Glicerio
¿Hasta dónde llegará tu locura? ¿Hasta cuándo seguirás conspirando contra ti mismo? ¿Hasta cuándo seguirás provocándome ira y avergonzando a la comunidad de los monjes? Regresa. Confía en Dios y en mí, que imitamos su amorosa bondad. Si te reprendí como un padre, como un padre te perdonaré. Este es el trato que recibirás de mí, pues muchos otros suplican por ti, y sobre todo tu propio presbítero, por cuyas canas y talante compasivo siento gran respeto. Si continúas manteniéndote alejado de mí, habrás caído por completo. También te alejarás de Dios, pues con tus canciones y tu atuendo estás llevando a las jóvenes no a Dios, sino al abismo.
CARTA
171
Al obispo Gregorio de Nacianzo
Te escribí hace poco sobre Glicerio y las vírgenes. Aún no han regresado, pero siguen dudando, sin saber cómo ni por qué. Lamentaría tener que atribuirte esto, como si actuaras así para desacreditarme, ya sea porque tienes algún motivo de queja contra mí o para complacer a otros. Que vengan, pues, sin temor. Sé tú la garantía de que lo hagan. A mí me duele que me corten los miembros, aunque sea con razón. Si persisten, la carga recaerá sobre otros. Me lavo las manos.
CARTA
172
Al obispo Sofronio
No hace falta que diga cuánto me encantó su carta. Sus propias palabras le permitirán conjeturar lo que sentí al recibirla. Me ha mostrado en su carta las primicias del Espíritu: el amor. ¿Qué puede ser más valioso para mí en la situación actual, cuando, debido a la abundancia de la iniquidad, el amor de muchos se ha enfriado (Mt 24,12)? Nada es más raro ahora que la comunión espiritual con un hermano, una palabra de paz y una comunión espiritual como la que he encontrado en usted. Por esto doy gracias al Señor, suplicándole que pueda participar del gozo perfecto que se encuentra en usted. Si tal es su carta, ¿qué será para mí conocerlo en persona? Si cuando está lejos me afecta tanto, ¿qué será para mí cuando nos veamos cara a cara? Tenga la seguridad de que si no me hubieran detenido las innumerables ocupaciones y todas las inevitables ansiedades que me atan, me habría apresurado a ver a su excelencia. Aunque esa vieja queja mía es un gran obstáculo para mi progreso, sin embargo, en vista del bien que espero, no habría permitido que esto me impidiera avanzar. Poder encontrarme con un hombre que comparte mis ideas y reverencia la fe de los padres, como dicen nuestros honorables hermanos y compañeros presbíteros, es en verdad regresar a la antigua bienaventuranza de las iglesias, cuando eran pocos los que sufrían disputas infundadas y todos vivían en paz, los obreros obedecían los mandamientos y no tenían de qué avergonzarse (2Tm 2,15), sirviendo al Señor con una confesión sencilla y clara, y manteniendo una fe pura e inviolable en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
CARTA
173
A la canonesa Teodora
Debería ser más diligente al escribirte, si no fuera por mi creencia, amiga mía, de que mis cartas no siempre llegan a tus manos. Temo que, por la maldad de aquellos de cuyo servicio dependo, especialmente en un momento como este, cuando el mundo entero está sumido en la confusión, muchas otras personas las obtengan. Así que espero que me critiquen y que me soliciten con entusiasmo mis cartas, para así tener constancia de su entrega. Sin embargo, escriba o no, una cosa hago sin desfallecer: guardar en mi corazón el recuerdo de tu excelencia y rogar al Señor que te conceda que completes el camino de la buena vida que has elegido. Porque, en verdad, no es cosa fácil para quien hace una profesión cumplir con todo lo que implica la promesa. Cualquiera puede abrazar la vida del evangelio, pero sólo unos pocos de los que he conocido han cumplido con su deber hasta el último detalle, sin pasar por alto nada de lo que contiene. Sólo unos pocos han sido constantes en controlar la lengua y guiar la vista (como lo estipula el evangelio), en trabajar con las manos (según la señal de hacer lo que agrada a Dios) y en mover los pies y usar cada miembro (como el Creador lo ordenó desde el principio). La corrección en el vestir, la vigilancia en la sociedad, la moderación en la comida y la bebida, el evitar lo superfluo en la adquisición de lo necesario... todas estas cosas parecen insignificantes cuando se mencionan, pero su observancia constante no requiere un esfuerzo fácil. Además, una humildad tan perfecta que ni siquiera recuerde la nobleza de familia, ni nos eleva por ninguna ventaja natural (de cuerpo o mente que podamos tener) ni permite que la opinión de los demás sobre nosotros sea motivo de orgullo y exaltación (pues todo esto pertenece a la vida evangélica). También hay autocontrol sostenido, diligencia en la oración, compasión en el amor fraternal, generosidad con los pobres, humildad, contrición de corazón, firmeza de fe, serenidad en la depresión, mientras jamás olvidamos el terrible e inevitable tribunal. Todos nos apresuramos hacia ese juicio, pero son muy pocos los que lo recuerdan y se preocupan por lo que vendrá después.
CARTA
174
A una viuda de Cesarea
He deseado mucho escribirle constantemente a su excelencia, pero a veces me he negado a hacerlo por temor a causarle alguna tentación, debido a quienes me tienen mala disposición. Según me han dicho, su odio ha llegado a tal extremo que arman un escándalo si alguien recibe una carta mía. Pero ahora que usted mismo ha comenzado a escribir, y es muy bueno de su parte, enviándome información necesaria sobre todo lo que piensa, me siento impulsado a responderle. Permítame, pues, corregir lo que se ha omitido en el pasado y, al mismo tiempo, responder a lo que su excelencia ha escrito. Bendita sea el alma que, de día y de noche, no tiene otra preocupación que cómo, cuando llegue el gran día en que toda la creación comparecerá ante el Juez y rendirá cuentas de sus actos, ella también podrá librarse fácilmente del control de la vida. Pues quien guarda ese día y esa hora siempre ante sí, y medita constantemente en la defensa que presentará ante el tribunal donde ninguna excusa servirá, no pecará en absoluto, o no pecará gravemente, pues comenzamos a pecar cuando nos falta el temor de Dios. Cuando los hombres tienen una clara comprensión de lo que los amenaza, el temor inherente a ellos nunca les permitirá caer en acciones o pensamientos desconsiderados. Por lo tanto, tengan presente a Dios. Mantengan su temor en sus corazones e inciten a todos a unirse a ustedes en sus oraciones, pues grande es la ayuda de quienes son capaces de conmover a Dios con su importunidad. Nunca dejen de hacer esto. Incluso mientras vivamos esta vida en la carne, la oración será una poderosa ayuda para nosotros, y cuando partamos de aquí será una provisión suficiente para nosotros en el viaje al mundo venidero. La ansiedad es buena; pero, por otro lado, el desaliento, la desilusión y la desesperación por nuestra salvación son perjudiciales para el alma. Confía, pues, en la bondad de Dios, y busca su socorro sabiendo que, si nos dirigimos a él con rectitud y sinceridad, no solo no nos rechazará para siempre, sino que nos dirá, incluso mientras pronunciamos nuestras oraciones: "Heme aquí, estoy contigo".
CARTA
175
Al conde Magneniano
Su excelencia me escribió recientemente, encargándome claramente, además de otros asuntos, que escribiera sobre la fe. Admiro su celo en este asunto, y ruego a Dios que su elección de las cosas buenas sea persistente, y que, progresando en conocimiento y buenas obras, llegue a la perfección. No deseo dejar un tratado sobre la fe ni escribir diversos credos, por lo que he declinado enviarle lo que me pidió. Me parece estar rodeado por el bullicio de sus hombres, individuos ociosos, que dicen ciertas cosas para calumniarme, con la idea de mejorar su posición mintiendo vergonzosamente contra mí. El pasado demuestra lo que son, y la experiencia futura los mostrará con mayor claridad. Sin embargo, hago un llamamiento a todos los que confían en Cristo a no oponerse a la antigua fe, sino a ser bautizados y, como bautizados, ofrecer la doxología. Nos basta con confesar los nombres que hemos recibido de las Sagradas Escrituras y evitar cualquier innovación al respecto. Nuestra salvación no reside en la invención de formas de dirigirnos a los demás, sino en la sólida confesión de la deidad en la que hemos profesado nuestra fe.
CARTA
176
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Que Dios quiera que, al recibir esta carta, se encuentre en buen estado de salud, completamente despreocupado y tal como desearía. De ser así, no será en vano que le envíe esta invitación para que esté presente en nuestra ciudad, para realzar la festividad anual que nuestra Iglesia acostumbra celebrar en honor a los mártires. Tenga la seguridad, mi muy honorable y querido amigo, de que nuestra gente, aunque ha tenido la experiencia de muchos, no desea la presencia de nadie con tanto anhelo como la suya, pues tan afectuosa impresión ha dejado su breve encuentro con ellos. Así pues, para que el Señor sea glorificado, el pueblo deleitado, los mártires honrados, y para que yo, en mi vejez, reciba la debida atención de mi verdadero hijo, no se niegue a viajar a mi encuentro con la mayor prontitud. Le ruego también que anticipe el día de la asamblea, para que podamos conversar con tranquilidad y nos reconfortemos mutuamente mediante el intercambio de dones espirituales. El día es el cinco de septiembre. Vengan, pues, tres días antes, para honrar también con su presencia la iglesia del hospital. Que por la gracia del Señor se mantengan con buena salud y ánimo en el Señor, orando por mí y por la Iglesia de Dios.
CARTA
177
Al magister Sofronio de Constantinopla
No es tarea fácil contar a todos aquellos que han recibido la bondad de vuestra excelencia por mi causa. Sobre todo, creo que son muchos los que me han beneficiado gracias a su amable ayuda, una bendición que el Señor me ha concedido para ayudarme en estos momentos tan difíciles. El más digno de todos es quien ahora le presento por mi carta, el reverendo hermano Eusebio, atacado por una ridícula calumnia que sólo usted, con su rectitud, puede destruir. Le suplico, por tanto, tanto por respeto al derecho como por su disposición humana, que me conceda sus favores habituales, adoptando la causa de Eusebio como suya y defendiéndolo, y, al mismo tiempo, la verdad. No es poca cosa que tenga la razón de su parte. Esto, si no se ve afectado por la crisis actual, no tendrá dificultad en demostrarlo claramente y sin posibilidad de contradicción.
CARTA
178
A Aburgio
A menudo he recomendado a muchas personas a su excelencia, y en graves emergencias he sido muy útil a amigos en apuros. No obstante, no creo haberle enviado nunca a nadie a quien tenga mayor respeto, ni a alguien involucrado en contiendas de mayor importancia, que a mi muy querido hijo Eusebio, quien ahora pone esta carta en sus manos. Él mismo informará a su excelencia, si se le permite la oportunidad, en qué dificultades se encuentra. Debo decir, al menos, lo siguiente: que este hombre no debe ser juzgado erróneamente, ni, porque muchos han sido condenados por hechos vergonzosos, debe caer bajo sospecha común. Debe tener un juicio justo y su vida debe ser investigada. De esta manera, la falsedad de las acusaciones contra él quedará clara, y él, después de disfrutar de su justa protección, proclamará siempre lo que debe a su bondad.
CARTA
179
A Arinto
Su nobleza natural y su accesibilidad me han enseñado a considerarlo un amigo de la libertad y de los hombres. Por lo tanto, no dudo en acercarme a usted en nombre de alguien ilustre por su larga ascendencia, pero que merece mayor estima y honor por sí mismo, debido a su bondad innata. Le ruego, a mi súplica, que le brinde su apoyo en una acusación legal, en realidad ridícula, pero difícil de afrontar debido a la gravedad de la misma. Sería de gran importancia para su éxito que usted se dignara a dirigir unas palabras amables en su favor. En primer lugar, estaría apoyando la justicia. Además, con esto estaría demostrando su acostumbrado respeto y amabilidad hacia mí, que soy su amigo.
CARTA
180
Al magister Sofronio de Constantinopla
Me sentí muy afligido al encontrarme con un hombre digno envuelto en graves problemas. Siendo humano, ¿cómo podría no compadecerme de un hombre de gran carácter que sufre una aflicción indebida? Al pensar en cómo podría serle útil, encontré una manera de ayudarlo a salir de sus dificultades: presentándolo a su excelencia. Ahora le corresponde a usted extenderle también los mismos buenos oficios que, como puedo atestiguar, ha mostrado a muchos. Conocerá todos los detalles del caso en la petición que presentó a los emperadores. Le ruego que tome este documento en sus manos y le imploro que lo ayude con todo lo posible. Estará ayudando a un cristiano, a un caballero, cuya profunda erudición merece respeto. A esto le agrego que, al ayudarlo, me otorgará una gran bondad. Aunque mis intereses sean asuntos de poca importancia, usted siempre tiene la amabilidad de darles importancia, por lo que su ayuda no será pequeña.
CARTA
181
Al obispo Otreio de Melitene
Sé que su reverencia está tan afligido como yo por la destitución del amado obispo Eusebio. Ambos necesitamos consuelo. Intentemos dárnoslo mutuamente. Escríbame lo que sepa de Samosata y le informaré de todo lo que sepa de Tracia. Para mí, saber la constancia del pueblo es un gran alivio para nuestra angustia actual. Lo mismo le sucederá a usted con noticias de nuestro padre común. Por supuesto, no puedo decírselo por carta, pero le recomiendo a alguien que está bien informado y que le informe en qué condición lo dejó y cómo lleva sus problemas. Ore, pues, por él y por mí, para que el Señor le conceda una pronta liberación de su aflicción.
CARTA
182
Al clero de Samosata
Aunque me duele la desolación de la Iglesia, os felicito por haber llegado tan pronto al límite de vuestra ardua lucha. Que Dios os conceda superarlo todo con paciencia, para que, a cambio de vuestra fiel administración y la noble constancia que habéis demostrado en la causa de Cristo, recibáis la gran recompensa.
CARTA
183
Al Senado de Samosata
Viendo, como veo, que la tentación ahora se ha extendido por todo el mundo, y que las ciudades más grandes de Siria han sido probadas por los mismos sufrimientos que vosotros (de hecho, en ninguna parte el Senado es tan aprobado y renombrado por sus buenas obras como el vuestro, por su celo justo), casi agradezco los problemas que os han sobrevenido. De hecho, si esta aflicción no hubiera sucedido, vuestra prueba bajo prueba nunca se habría conocido. Para todos los que se esfuerzan con fervor por el bien, la aflicción que soportan por su esperanza en Dios es como un horno para el oro. Despertad, pues, excelentísimos señores, para que las labores que estáis a punto de emprender no sean indignas de las que ya habéis realizado, y para que, sobre una base sólida, seáis vistos culminando una obra aún más digna. Despertad para que, cuando el Señor le conceda ser visto en su propio trono, podáis estar cerca del pastor de la Iglesia, contándoles a cada uno, a su turno, alguna buena obra realizada por el bien de la Iglesia de Dios. En el gran día del Señor, cada uno, según la proporción de sus labores, recibirá su recompensa del munífico Señor. Al recordarme y escribirme tan a menudo como podáis, haréis justicia al enviarme una respuesta, y además me daréis un gran placer al enviarme por escrito una clara señal de una voz que me deleita escuchar.
CARTA
184
Al obispo Eustacio de Himeria
Sé que la orfandad es muy deprimente y conlleva mucho trabajo, ya que nos priva de quienes nos gobiernan. Por lo tanto, deduzco que no me escribes porque estás deprimido por lo que te ha sucedido y, al mismo tiempo, estás muy ocupado visitando los rebaños de Cristo, pues son atacados por todos lados por enemigos. No obstante, todo dolor encuentra consuelo en la comunicación con amigos compasivos. Te lo ruego, pues, escríbeme tan a menudo como puedas. Hablar conmigo te reconfortará y me consolará tener noticias tuyas. Yo me esforzaré por hacer lo mismo contigo siempre que mi trabajo me lo permita. Ruega tú mismo y suplica a toda la hermandad que rueguen fervientemente al Señor que nos conceda algún día el alivio de esta angustia.
CARTA
185
Al obispo Teodoto de Berea
Aunque no me escribas, sé que me recuerdas en tu corazón; y esto lo deduzco, no porque sea digno de un recuerdo favorable, sino porque tu alma rebosa de amor. Sin embargo, en la medida de lo posible, aprovecha cualquier oportunidad que tengas para escribirme, para que me anime saber de ti y tenga la oportunidad de contarte algo sobre mí. Esta es la única forma de comunicación para quienes viven lejos. No nos privemos de ella, en la medida en que nuestras labores lo permitan. Ruego a Dios que podamos encontrarnos en persona, para que nuestro amor crezca y multipliquemos nuestra gratitud a nuestro Maestro por sus mayores dones.
CARTA
186
Al gobernador Antípatro
La filosofía es excelente, aunque sólo sea por esto: que cura a sus discípulos con poco gasto, con una comida tanto exquisita como saludable. Me dicen que has recuperado tu apetito con repollo encurtido. Antes me disgustaba, tanto por el proverbio como porque me recordaba la pobreza que conllevaba. Ahora, sin embargo, me veo obligado a cambiar de opinión. Me río del proverbio cuando veo que el repollo es tan buena nodriza y ha devuelto a nuestro gobernador el vigor de la juventud. En el futuro, no pensaré en nada como el repollo, ni siquiera en el loto de Homero, ni siquiera en esa ambrosía, fuera la que fuese, que alimentó a los olímpicos.
CARTA
187
Del gobernador Antípatro a Basilio
"Dos veces repollo es la muerte", dice el cruel proverbio. Yo, sin embargo, aunque lo he pedido muchas veces, moriré una vez. Sí, ¡aunque nunca lo haya pedido! Si mueres de todas formas, no temas comer un delicioso condimento, injustamente vilipendiado por el proverbio.
CARTA
188
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Carta Canónica, I
Se dice que un necio, incluso cuando pregunta, se considera sabio. Y que cuando un sabio pregunta, incluso un necio se vuelve sabio. Éste, gracias a Dios, es mi caso, cada vez que recibo una carta de tu diligente persona. ¿Por qué? Porque nos volvemos más eruditos y sabios que antes, simplemente haciendo preguntas, y aprendiendo muchas cosas que desconocíamos, y nuestro afán por responderlas nos sirve de maestro. Sin duda, en este momento, aunque nunca antes he prestado atención a los puntos que planteas, me he visto obligado a realizar una investigación minuciosa y a reflexionar sobre todo lo que he escuchado de los mayores y todo lo que me han enseñado de acuerdo con sus lecciones.
I
En cuanto a los cátaros, ya se ha hecho una declaración, y usted me ha recordado debidamente que es correcto seguir la costumbre vigente en cada región, pues quienes, en su momento, decidieron sobre estos puntos, tenían opiniones diferentes respecto a su bautismo. Pero el bautismo de los pepuzenos me parece carente de autoridad; y me asombra cómo esto pudo pasarle desapercibido a Dionisio, conocedor como estaba de los cánones. Las antiguas autoridades decidieron aceptar ese bautismo que en nada se aparta de la fe. Así, emplearon los nombres de herejías, cismas y congregaciones ilegales. Por herejías se referían a hombres completamente separados y alienados en asuntos relacionados con la fe. Por cismas se referían a hombres que se habían separado por razones eclesiásticas y cuestiones susceptibles de solución mutua. Por congregaciones ilegales se referían a reuniones celebradas por presbíteros u obispos desordenados o por laicos sin instrucción. Por ejemplo, si un hombre es condenado por un delito y se le prohíbe ejercer funciones ministeriales, y luego se niega a someterse a los cánones, pero se arroga derechos episcopales y ministeriales, y las personas abandonan la Iglesia Católica y se unen a ella, esto constituye una reunión ilegal. Discrepar con los miembros de la Iglesia sobre el arrepentimiento es cisma. Ejemplos de herejía son los maniqueos, los valentinianos, los marcionitas y los pepuzenos, pues con ellos surge de inmediato su desacuerdo sobre la fe verdadera en Dios. Así, a las autoridades antiguas les pareció bien rechazar por completo el bautismo de los herejes, pero admitir el de los cismáticos, con el argumento de que aún pertenecían a la Iglesia. En cuanto a quienes se reunían en congregaciones ilícitas, su decisión fue reincorporarlos a la Iglesia, tras haber sido redimidos mediante el debido arrepentimiento y la reprimenda, y así, en muchos casos, cuando los hombres pertenecientes a las órdenes se habían rebelado con los rebeldes, recibirlos, tras su arrepentimiento, en el mismo rango. Ahora bien, los pepuzenos son claramente heréticos, pues, al aplicar ilegal y vergonzosamente a Montano y Priscila el título de Paráclito, blasfemaron contra el Espíritu Santo. Por lo tanto, deben ser condenados por atribuir divinidad a los hombres y por ultrajar al Espíritu Santo al compararlo con ellos. Por lo tanto, también están sujetos a la condenación eterna, ya que la blasfemia contra el Espíritu Santo no admite perdón. ¿Qué fundamento hay, entonces, para aceptar el bautismo de hombres que bautizan en el Padre y el Hijo, y en Montano o Priscila? Pues quienes no han sido bautizados en los nombres que nos fueron entregados no han sido bautizados en absoluto. Así que, aunque esto escapó a la vigilancia del gran Dionisio, de ninguna manera debemos imitar su error. Lo absurdo de esta postura se hace evidente en un instante, y evidente para todo aquel que tenga un mínimo de capacidad de razonamiento. Los cátaros son cismáticos. No obstante, a las autoridades antiguas (me refiero a Cipriano y a nuestro Firmiliano) les pareció bien rechazar a todos ellos (cátaros, encratitas e hidroparastatas) mediante una condena común, porque el origen de la separación surgió a través del cisma, y quienes habían apostatado de la Iglesia ya no contaban con la gracia del Espíritu Santo, pues ésta dejó de impartirse al romperse la continuidad. Los primeros separatistas habían recibido su ordenación de los padres y poseían el don espiritual por la imposición de las manos. Quienes se separaron se habían convertido en laicos y, al no poder conferir a otros la gracia del Espíritu Santo de la que ellos mismos se habían apartado, carecían de autoridad para bautizar o ordenar. Por tanto, a quienes eran bautizados ocasionalmente por ellos, se les ordenaba, como si fueran bautizados por laicos, que acudieran a la Iglesia para ser purificados por el verdadero bautismo de la Iglesia. Sin embargo, dado que a algunos de Asia les ha parecido que, para el bienestar de la mayoría, su bautismo debía aceptarse, que así sea. Debemos, sin embargo, percibir la acción inicua de los encratitas, que para excluirse de ser recibidos nuevamente por la Iglesia se han esforzado en el futuro por anticipar la readmisión mediante un bautismo peculiar, violando así incluso su propia práctica. Mi opinión, por lo tanto, es que, al no haber nada claramente establecido sobre ellos, es nuestro deber rechazar su bautismo, y que en el caso de cualquiera que haya recibido el bautismo de ellos, debemos, al venir a la iglesia, bautizarlo. Si existe la posibilidad de que esto perjudique la disciplina general, debemos recurrir a la costumbre y seguir a los padres que han ordenado el camino que debemos seguir. Porque temo que, en nuestro afán por disuadirlos de bautizarse, podamos, por la severidad de nuestra decisión, ser un obstáculo para quienes se salvan. Si aceptan nuestro bautismo, no permitan que esto nos angustie. De ninguna manera estamos obligados a corresponderles con el mismo favor, sino solo a obedecer estrictamente los cánones. Que se ordene en todo caso que, quienes acudan a nosotros después de su bautismo, sean ungido en presencia de los fieles, y sólo bajo estas condiciones acercarse a los misterios. Soy consciente de haber recibido en el rango episcopal a Izois y Saturnino, de entre los seguidores encratitas. Por lo tanto, me es imposible separar de la Iglesia a quienes se han unido a su grupo, ya que, al aceptar a los obispos, he promulgado una especie de canon de comunión con ellos.
II
La mujer que destruye intencionalmente a su hijo nonato es culpable de asesinato. En nuestro país no se investiga con sutileza si está formado o no. En este caso, no sólo se reivindica al ser que está por nacer, sino a la mujer que se agrede a sí misma (porque en la mayoría de los casos, las mujeres que intentan hacerlo mueren). La destrucción del embrión es un delito adicional, un segundo asesinato, al menos si lo consideramos intencional. Sin embargo, el castigo para estas mujeres no debería ser de por vida, sino por un período de 10 años. Y que su tratamiento no dependa del mero transcurso del tiempo, sino de la naturaleza de su arrepentimiento.
III
Un diácono que cometa fornicación, después de su nombramiento al diaconado, será destituido. Sin embargo, tras ser rechazado y clasificado entre los laicos, no será excluido de la comunión. Pues existe un canon antiguo que establece que quienes han descendido de su grado deben ser sometidos únicamente a este tipo de castigo. En esto, supongo, las antiguas autoridades seguían la antigua regla: "No te vengarás dos veces por lo mismo". Existe además esta razón: los laicos, al ser expulsados del lugar de los fieles, son restaurados periódicamente al rango del que han caído; pero el diácono sufre de una vez por todas la pena permanente de la deposición. Al no restituirse sus órdenes diaconales, se conformaron con este único castigo. Hasta aquí lo que se refiere a lo que depende de la ley establecida. Pero, por lo general, un remedio más verdadero es apartarse del pecado. Por lo tanto, me dará plena prueba de su curación quien, tras rechazar la gracia por la indulgencia de la carne, haya, mediante la contusión de la carne y su esclavización por medio del autocontrol, abandonado los placeres que lo sometían. Por lo tanto, debemos conocer tanto la prescripción exacta como la costumbre, y en los casos que no admiten el tratamiento más elevado seguir la dirección tradicional.
IV
En el caso de la trigamia y la poligamia, se estableció la misma regla, proporcionalmente, que en el caso de la digamia. Es decir, 1 año para la digamia (algunos expertos dicen 2 años). Para la trigamia, los hombres están separados durante 3 años, y a menudo 4 años. No obstante, esto ya no se describe como matrimonio, sino como poligamia, o más bien como fornicación limitada. Es por esta razón que el Señor le dijo a la mujer de Samaria, que tenía cinco maridos: "El que ahora tienes no es tu marido". Él no considera a quienes han excedido los límites de un segundo matrimonio como dignos del título de marido o mujer. En casos de trigamia, hemos aceptado una reclusión de 5 años, no por los cánones, sino siguiendo el precepto de nuestros predecesores. A estos infractores no se les debe prohibir por completo los privilegios de la Iglesia. Se les debe considerar merecedores de ser escuchados después de 2 ó 3 años, y después de que se les permita ocupar su lugar. Pero deben ser apartados de la comunión del buen don, y sólo restituidos al lugar de comunión después de mostrar algún fruto de arrepentimiento.
V
Los herejes que se arrepienten al morir deben ser recibidos. Deben ser recibidos, por supuesto, no indiscriminadamente, sino a modo de prueba de exhibición de verdadero arrepentimiento y de producir fruto en evidencia de su celo por la salvación.
VI
La fornicación de personas canónicas no debe considerarse matrimonio, y su unión debe disolverse completamente, pues esto beneficia la seguridad de la Iglesia e impide que los herejes tengan motivos para atacarnos, como si indujéramos a los hombres a unirse a nosotros por la atracción de la libertad de pecar.
VII
Quienes abusan de sí mismos con la humanidad y con animales, así como los asesinos, hechiceros, adúlteros e idólatras, merecen el mismo castigo. Cualquiera que sea la regla que se aplique para los demás, obsérvese también para ellos. Sin embargo, no cabe duda de que debemos recibir a quienes se han arrepentido de la impureza cometida por ignorancia durante 30 años. En este caso, hay fundamento para el perdón en la ignorancia, en la espontaneidad de la confesión y en el largo plazo. Quizás hayan sido entregados a Satanás durante toda una era para que aprendan a no comportarse indebidamente. Por lo tanto, el canon ordena que sean recibidos sin demora, especialmente si derraman lágrimas para conmover tu misericordia y muestran una conducta digna de compasión.
VIII
El hombre que, en un ataque de ira, ha tomado el hacha contra su propia esposa es un asesino. No obstante, debe establecerse una amplia distinción entre los casos con y sin intención. Un caso de acto puramente involuntario, y muy alejado del propósito del agente, es el de un hombre que lanza una piedra a un perro o a un árbol y golpea a otro. El objetivo era ahuyentar a la bestia o sacudir la fruta. El hombre que se acerca por casualidad cae en el camino del golpe, y el acto es involuntario. También es involuntario el acto de quien golpea a otro con una correa o un palo flexible para castigarlo, y el hombre golpeado muere. En este caso, debe tenerse en cuenta que el objetivo no era matar, sino mejorar al ofensor. Además, entre los actos involuntarios cabe mencionar el caso de un hombre en una pelea que, al defenderse del ataque de un enemigo con un garrote o la mano, lo golpea sin piedad en una parte vital, hiriéndolo, aunque no causándole la muerte. Esto, sin embargo, se acerca mucho a lo intencional; pues quien emplea tal arma en defensa propia, o quien golpea sin piedad, evidentemente no perdona a su oponente, porque está dominado por la pasión. De igual manera, quien usa un garrote pesado o una piedra demasiado grande para que un hombre la sostenga, se considera involuntario, porque no hace lo que pretendía: en su furia, asesta un golpe que mata a su víctima, pero solo tenía en mente azotarla, no matarla. Si, por el contrario, un hombre usa una espada o algo similar, no tiene excusa; y mucho menos si arroja su hacha. Porque no golpea con la mano, para que la fuerza del golpe esté bajo su propio control, sino que arroja, de modo que por el peso y el filo del hierro, y la fuerza del lanzamiento, la herida no puede dejar de ser fatal. Por otro lado, los actos cometidos en guerras o robos son claramente intencionales y no admiten duda alguna. Los ladrones matan por codicia y para evitar ser condenados. Los soldados que infligen la muerte en la guerra lo hacen con el propósito obvio, no de luchar ni castigar, sino de matar a sus oponentes. Y si alguien ha inventado un filtro mágico por alguna otra razón y luego causa la muerte, lo considero intencional. Las mujeres con frecuencia intentan atraer a los hombres al amor mediante encantamientos y nudos mágicos, y les dan drogas que embotan su inteligencia. Estas mujeres, cuando causan la muerte, aunque el resultado de su acción no sea el que pretendían, deben, sin embargo, debido a que sus procedimientos son mágicos y están prohibidos, considerarse homicidas intencionales. Las mujeres que administran drogas para provocar abortos, así como las que toman venenos para destruir a los fetos, también son asesinas. Hasta aquí llegamos sobre este tema.
IX
La sentencia del Señor de que es ilegal retirarse del matrimonio, salvo por causa de fornicación (Mt 5,32) se aplica, según el argumento, a hombres y mujeres por igual. La costumbre, sin embargo, no se obtiene así. No obstante, en relación con las mujeres, se pueden encontrar expresiones muy estrictas, como por ejemplo las palabras del apóstol ("el que se une a una ramera, es un cuerpo uno solo"; 1Cor 6,16) y de Jeremías ("si una mujer se casa con otro hombre, ¿no será esa tierra grandemente contaminada?", pues "el que tiene una adúltera es un necio e impío"; Jer 3,1). Sin embargo, la costumbre ordena que los hombres que cometen adulterio y están en fornicación sean retenidos por sus esposas. En consecuencia, no sé si la mujer que vive con el hombre que ha sido despedido puede ser llamada apropiadamente adúltera. La acusación en este caso recae sobre la mujer que ha repudiado a su marido y depende de la causa por la que se retiró del matrimonio. En caso de ser golpeada y negarse a someterse, sería mejor que aguantara que separarse de su marido; en caso de que objetara una pérdida económica, incluso en este caso no tendría fundamento suficiente. Si su razón es que él vive en fornicación, no encontramos esto en la costumbre de la Iglesia. No obstante, de un marido incrédulo, a la esposa se le manda no separarse, sino quedarse, debido a la incertidumbre del desenlace. En efecto, ¿qué sabes tú, oh mujer, si salvarás a tu marido? (1Cor 7,16). Aquí, pues, la mujer, si deja a su marido y se une a otro, es adúltera. El hombre que ha sido abandonado es perdonable, y la mujer que vive con tal hombre no es condenada. Si el hombre que ha abandonado a su esposa se une a otro, él mismo es adúltero porque la hace cometer adulterio, y la mujer que vive con él es adúltera, porque ha hecho que el marido de otra mujer se acerque a ella.
X
Quienes juran que no recibirán la ordenación, rehusando recibirlas bajo juramento, no deben verse obligados a perjurar, aunque parece haber un canon que hace concesiones a tales personas. Sin embargo, he comprobado por experiencia que los perjuros nunca salen bien parados. No obstante, debe tenerse en cuenta la forma del juramento, sus términos, la disposición mental con la que se prestó y las más mínimas adiciones a los términos, ya que, si no se encuentra motivo de exención, dichas personas deben ser despedidas. Sin embargo, el caso de Severo (es decir, del presbítero ordenado por él), me parece que permite una exención de este tipo, si me lo permiten. Indiquen que el distrito bajo Mestia, al que fue designado el hombre, se cuente bajo Vasoda. Así, no se abjurará por no abandonar el lugar, y Longino, con Ciriaco a su lado, no dejará a la Iglesia desamparada ni será culpable de negligencia en su trabajo. Además, no seré considerado culpable de actuar en contravención de ningún cánón al hacer una concesión a Ciriaco, quien había jurado que permanecería en Mindana y, sin embargo, aceptó el traslado. Su regreso será de acuerdo con su juramento, y su obediencia al acuerdo no se le considerará perjurio, porque no se añadió a su juramento que no se iría, ni siquiera por poco tiempo, de Mindana, sino que permanecería allí en el futuro. A Severo, que alega olvido, lo perdonaré, diciéndole sólo que Aquel que conoce lo que es secreto no pasará por alto la devastación de su Iglesia por un hombre de tal carácter, y que un hombre que nombra de manera no canónica impone juramentos en violación del evangelio, y que perjurar en el asunto de su traslado es mentir en un fingido olvido. No soy juez de corazones, sino que sólo juzgo por lo que oigo. Dejemos la venganza al Señor, y perdonemos el común error humano del olvido, y recibamos al hombre sin cuestionarlo.
XI
El hombre culpable de homicidio involuntario ha dado satisfacción suficiente en 11 años. Sin duda, observaremos lo establecido por Moisés en el caso de los heridos, y no consideraremos que se ha cometido asesinato en el caso de un hombre que se recuesta después de ser herido y vuelve a caminar apoyándose en su bastón (Ex 21,19). Si no se levanta después de ser herido, al no haber intención de matar, el agresor es homicida, pero su homicidio es involuntario.
XII
Este canon (este canon 12) excluye absolutamente del ministerio a los dígamistas.
XIII
El homicidio en la guerra no es considerado por nuestros padres como tal, supongo que por su deseo de hacer concesiones a los hombres que luchan por la castidad y la verdadera religión. Sin embargo, quizás sea conveniente aconsejar que quienes no tengan las manos limpias se abstengan de la comunión durante 3 años.
XIV
El que toma usura, si consiente en gastar su ganancia injusta en los pobres, y librarse para el futuro de la plaga de la codicia, puede ser recibido en el ministerio.
XV
Me asombra que exijas exactitud en las Escrituras y que argumentes que hay algo forzado en la interpretación que da el significado del original, pero no traduce con exactitud el significado de la palabra hebrea. Sin embargo, no debo pasar por alto la pregunta planteada por una mente inquisitiva. En la creación del mundo, las aves del cielo y los peces del mar tuvieron el mismo origen, pues ambas especies surgieron del agua. La razón es que ambos tienen las mismas características. Los segundos nadan en el agua, los primeros en el aire. Por lo tanto, se mencionan juntos. La forma de expresión no se usa indistintamente, sino que se usa con mucha propiedad para todo lo que vive en el agua. Las aves del cielo y los peces del mar están sujetos al hombre; y no sólo ellos, sino todo lo que pasa por los canales del mar. Porque no todo ser acuático es pez, como por ejemplo los monstruos marinos, las ballenas, los tiburones, los delfines, las focas, incluso los caballitos de mar, los lobos marinos, los peces sierra, los peces espada y las vacas marinas. Y si se quiere, las ortigas de mar, los berberechos y todos los seres de caparazón duro, de los cuales ninguno es pez, y todos pasan por los caminos del mar; de modo que hay tres clases: las aves del aire, los peces del mar y todos los seres acuáticos que son distintos de los peces y pasan por los caminos del mar.
XVI
Naamán no era un gran hombre ante el Señor, sino ante su señor. Es decir, era uno de los principales príncipes del rey de Siria (2Re 5,1). Lea la Biblia con atención y allí encontrará la respuesta a su pregunta.
CARTA
189
Al médico Eustacio
I
La humanidad es la ocupación habitual de todos los que ejercen la medicina. Y en mi opinión, priorizar la ciencia en la vida es tomar decisiones razonables y correctas. Esto parece ser así, en cualquier caso, si la posesión más preciada del hombre, la vida, es dolorosa y no vale la pena vivirla, a menos que se viva con salud, y si para la salud dependemos de su habilidad. En su caso, la medicina se ve, por así decirlo, con dos manos derechas. De hecho, amplía los límites aceptados de la filantropía al no limitar la aplicación de su habilidad al cuerpo humano, sino al ocuparse también de la cura de las enfermedades del alma. No es sólo en consonancia con la opinión popular que escribo esto. Me conmueve la experiencia personal que he tenido en muchas ocasiones y, en grado notable, en la actualidad, en medio de la indescriptible maldad de nuestros enemigos, que ha inundado nuestra vida como un torrente nocivo. La has dispersado con gran habilidad y, al derramar tus palabras tranquilizadoras, has apaciguado la inflamación de mi corazón. Ante los sucesivos y diversos ataques de mis enemigos contra mí, pensé que debía guardar silencio y soportar sus sucesivos asaltos sin responder, y sin intentar contradecir a enemigos armados con la mentira, esa arma terrible que con demasiada frecuencia hunde su punta en el corazón mismo de la verdad. Hiciste bien en instarme a no abandonar la defensa de la verdad, sino más bien a condenar a nuestros calumniadores, no sea que, por el éxito de las mentiras, muchos resulten heridos.
II
Al adoptar una inesperada actitud de odio contra mí, mis oponentes parecen repetir la vieja historia de Esopo. Esta historia hace que el lobo presente ciertas acusaciones contra el cordero, mostrándose realmente avergonzado de parecer haber matado a una criatura que no le había hecho daño sin un pretexto razonable. Cuando el cordero refuta fácilmente la calumnia, el lobo continúa su ataque y, aunque derrotado en equidad, sale victorioso en la mordida. Lo mismo ocurre con quienes parecen considerar el odio hacia mí una virtud. Quizás se avergüencen de odiarme sin motivo, y así inventen argumentos y acusaciones contra mí, sin atenerse a ninguna de sus alegaciones, sino alegando como fundamento de su detestación ahora esto, ahora aquello, y ahora algo más. En ningún caso su malicia es consistente, pero cuando se ven frustrados en una acusación, se aferran a otra, y frustrados en ésta recurren a una tercera. En definitiva, aunque todas sus acusaciones son dispersas, no abandonan nunca su mala voluntad. Dicen que predico tres dioses, repitiendo la acusación a la multitud y calumniándola con verosimilitud y persistencia. Sin embargo, la verdad me defiende, y tanto en público (ante todo el mundo) como en privado (con todos los que conozco) demuestro que anatematizo a todo aquel que sostiene tres dioses, y ni siquiera le permito ser cristiano. Apenas oyen esto, Sabelio les resulta fácil arremeter contra mí, y se divulga que mi enseñanza está contaminada con su error. Una vez más, utilizo en mi defensa mi arma habitual, la verdad, y demuestro que me estremezco ante el sabelianismo tanto como ante el judaísmo.
III
¿Qué, entonces? ¿Se cansaron después de todos estos esfuerzos? ¿Lo abandonaron? En absoluto. Me acusan de innovar, basan su acusación en mi confesión de tres hipóstasis y me culpan por afirmar una sola bondad, un solo poder y una sola deidad. En esto no están lejos de la verdad, pues yo sí lo afirmo. Su queja es que su costumbre no lo acepta y que la Escritura no concuerda. ¿Cuál es mi respuesta? No me parece justo que la costumbre que prevalece entre ellos se considere ley y regla de ortodoxia. Si la costumbre debe tomarse como prueba de lo que es correcto, entonces ciertamente me corresponde presentar a mi favor la costumbre que prevalece aquí. Si la rechazan, claramente no estamos obligados a seguirlos. Por lo tanto, que la Escritura inspirada por Dios decida entre nosotros. A favor de quien quiera que se encuentren doctrinas, en armonía con la palabra de Dios, se emitirá el voto de la verdad. ¿Cuál es entonces la acusación? Se plantean dos puntos a la vez en las acusaciones formuladas contra mí. Se me acusa, por un lado, de separar las hipóstasis. Y por otro, de no usar nunca en plural ninguno de los sustantivos relativos a la divinidad, sino de hablar siempre en singular de una bondad, de un poder, de una deidad; y así sucesivamente. En cuanto a la separación de las hipóstasis, no debería haber objeción ni oposición por parte de quienes afirman, en el caso de la naturaleza divina, una distinción de esencias. Pues es irrazonable mantener tres esencias y objetar tres hipóstasis. No queda, pues, más que la acusación de usar palabras de la naturaleza divina en singular.
IV
Tengo bastante dificultad para responder a la segunda acusación. Quien condene a quienes afirman que la deidad es una, necesariamente debe estar de acuerdo con todos los que sostienen muchas deidades, o con aquellos que sostienen que no hay ninguna. No es concebible una tercera posición. La enseñanza de la Escritura inspirada no nos permite hablar de muchas deidades, sino que, dondequiera que menciona la deidad, habla de ella en número singular; como, por ejemplo, en él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad (Col 2,9). Y además; porque las cosas invisibles de él desde la creación del mundo se ven claramente, siendo entendidas por las cosas que son hechas, incluso su eterno poder y deidad (Rm 1,20). Por tanto, si multiplicar las deidades es la marca especial de las víctimas del error politeísta, y negar la deidad por completo es caer en el ateísmo, ¿qué sentido tiene esta acusación contra mí de confesar una deidad? Pero hacen una revelación más clara del fin que tienen en vista; Es decir, en el caso del Padre, aceptar que él es Dios y consiente de igual manera que el Hijo sea honrado con el atributo de la divinidad; pero negarse a comprender al Espíritu, aunque se le considere con el Padre y con el Hijo en la idea de la divinidad. Admiten que el poder de la divinidad se extiende del Padre al Hijo, pero separan la naturaleza del Espíritu de la gloria divina. Frente a esta perspectiva, en la medida de mis posibilidades, debo presentar una breve defensa de mi propia postura.
V
¿Cuál es, entonces, mi argumento? Al impartir la fe de salvación a quienes se hacen discípulos en su doctrina, el Señor une al Padre y al Hijo, también al Espíritu Santo. Sostengo que lo que una vez está unido está unido en todas partes y siempre. No se trata aquí de una clasificación conjunta en un aspecto y un aislamiento en otros. En el poder vivificador mediante el cual nuestra naturaleza se transforma de la vida corruptible a la inmortalidad, el poder del Espíritu se comprende con el Padre y con el Hijo, y en muchos otros casos, como en la concepción de lo bueno, lo santo, lo eterno, lo sabio, lo recto, lo supremo, lo eficiente y, en general, en todos los términos que tienen un significado superior, él está inseparablemente unido. Por lo tanto, considero correcto sostener que el Espíritu, así unido al Padre y al Hijo en tantos sentidos sublimes y divinos, nunca está separado. De hecho, no conozco ningún grado de mejor o peor en los términos concernientes a la naturaleza divina, ni puedo imaginar que sea reverente y correcto permitir al Espíritu una participación en aquellos de menor dignidad, mientras que él es juzgado indigno de los superiores. Porque todas las concepciones y términos que consideran lo divino son de igual dignidad entre sí, en el sentido de que no varían con respecto al significado del tema al que se aplican. Nuestro pensamiento no es llevado a un tema por la atribución de bueno, y a otro por la de sabio, poderoso y justo. Menciona cualquier atributo que quieras, que la cosa significada es una y la misma. Si nombras a Dios, te refieres al mismo ser que entendiste por el resto de los términos. Concediendo, entonces, que todos los términos aplicados a la naturaleza divina son de igual fuerza entre sí en relación con lo que describen, uno enfatizando un punto y otro, pero todos llevando nuestra inteligencia a la contemplación del mismo objeto; ¿Qué fundamento hay para conceder al Espíritu la comunión con el Padre y el Hijo en todos los demás términos, y aislarlo únicamente de la Deidad? No hay escapatoria a la postura de que debemos o bien aceptar la comunión aquí, o bien rechazarla en todas partes. Si él es digno en todos los demás aspectos, ciertamente no es indigno en este. Si, como argumentan nuestros oponentes, él es demasiado insignificante para que se le permita la comunión con el Padre y con el Hijo en la deidad, no es digno de compartir ninguno de los atributos divinos: pues cuando los términos se consideran cuidadosamente y se comparan entre sí, con la ayuda del significado especial contemplado en cada uno, se encontrará que implican nada menos que el título de Dios. Una prueba de lo que digo reside en que incluso muchos objetos inferiores se designan con este nombre. Es más, la Sagrada Escritura no duda en usar este término en el caso de cosas de carácter totalmente opuesto, como cuando aplica el título de dios a los ídolos. Que los dioses, está escrito, que no hicieron el cielo ni la tierra, sean quitados y arrojados bajo tierra. Además, los dioses de las naciones son ídolos. Se dice que la bruja, cuando invocó a los espíritus requeridos para Saúl, "vio dioses" (1Sm 28,13). Balaam también, augur y vidente, con los oráculos en la mano, como dice la Escritura, cuando obtuvo la enseñanza de los demonios por su ingenio divino, es descrito por la Escritura como consultando con Dios. De muchos ejemplos similares en la Sagrada Escritura se puede demostrar que el nombre de Dios no tiene preeminencia sobre otras palabras que se aplican a lo divino, ya que, como se ha dicho, lo encontramos empleado indistintamente incluso en el caso de cosas de carácter completamente opuesto. Por otra parte, las Escrituras nos enseñan que los nombres santo, incorruptible, justo y bueno no se usan indiscriminadamente para referirse a objetos indignos. De ello se deduce, entonces, que si no niegan que el Espíritu Santo se asocie con el Hijo y con el Padre en los nombres que, según el uso de la verdadera religión, se aplican exclusivamente a la naturaleza divina, no hay fundamento razonable para negar la misma asociación en el caso de esa palabra, que, como he demostrado, se usa como homónimo reconocido incluso de demonios e ídolos.
VI
Los herejes sostienen que este título establece la naturaleza de aquello a lo que se aplica, y que la naturaleza del Espíritu no es una naturaleza compartida con la del Padre y el Hijo, y que no se le debe permitir al Espíritu el uso común del nombre. Por lo tanto, les corresponde demostrar por qué medios han percibido esta variación en la naturaleza. Si fuera posible contemplar la naturaleza divina en sí misma; si pudiera descubrirse lo propio y lo ajeno mediante cosas visibles; entonces, ciertamente, no necesitaríamos palabras ni otras señales para comprender el objeto de la investigación. Pero la naturaleza divina es demasiado elevada para ser percibida como se perciben los objetos de investigación, y sobre cosas que escapan a nuestro conocimiento razonamos con base en evidencia probable. Por lo tanto, en la investigación de la naturaleza divina, nos guiamos necesariamente por sus operaciones. Supongamos que observamos que las operaciones del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo difieren entre sí; entonces conjeturaremos, a partir de la diversidad de operaciones, que las naturalezas que las operan también son diferentes. En efecto, es imposible que cosas que son distintas en cuanto a su naturaleza estén asociadas en cuanto a la forma de sus operaciones (por ejemplo, el fuego no congela, o el hielo no calienta), y por ello es evidente que la diferencia de naturalezas implica la diferencia de las operaciones que proceden de ellas. Concedamos, entonces, que percibamos que la operación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una y la misma, sin mostrar en ningún aspecto diferencia ni variación. De esta identidad de operación inferimos necesariamente la unidad de la naturaleza.
VII
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por igual santifican, vivifican, iluminan y consuelan. Nadie atribuirá una operación especial y peculiar de santificación a la obra del Espíritu, tras oír al Salvador en el evangelio decir al Padre acerca de sus discípulos: "Santifícalos en tu nombre". De igual manera, todas las demás operaciones son igualmente realizadas en todos los que son dignos de ellas, por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo: toda gracia y virtud, guía, vida, consuelo, transformación a la inmortalidad, el paso a la libertad y todos los demás bienes que descienden al hombre. Es más, incluso la dispensación que está por encima de nosotros en relación con la criatura, considerada tanto en lo que respecta a la inteligencia como a los sentidos, si es que es posible que cualquier conjetura sobre lo que está por encima de nosotros se forme a partir de lo que conocemos, no se constituye al margen de la operación y el poder del Espíritu Santo, compartiendo cada individuo su ayuda en proporción a su dignidad y necesidad. En verdad, el ordenamiento y la administración de los seres superiores a nuestra naturaleza son oscuros a nuestra percepción. Sin embargo, cualquiera, argumentando a partir de lo que conocemos, encontraría más razonable concluir que el poder del Espíritu opera incluso en esos seres, que que él está excluido del gobierno de las cosas supramundanas. Afirmar esto último es presentar una blasfemia descarada e infundada, y sustentar el absurdo en una falacia. Por otro lado, aceptar que incluso el mundo más allá de nosotros está gobernado por el poder del Espíritu, así como por el del Padre y del Hijo, es presentar una afirmación, apoyada en el claro testimonio de lo que se ve en la vida humana. La identidad de operación en el caso del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo prueba claramente la invariabilidad de la naturaleza. Se sigue que, incluso si el nombre de divinidad significa naturaleza, la comunidad de esencia prueba que este título se aplica muy apropiadamente al Espíritu Santo.
VIII
No logro comprender cómo nuestros oponentes, con todo su ingenio, pueden aducir el título de divinidad como prueba de la naturaleza, como si nunca hubieran oído en las Escrituras que la naturaleza no resulta de la institución y el nombramiento. Moisés fue hecho dios de los egipcios cuando la voz divina dijo: "Mira, te he hecho dios para faraón" (Ex 7,1). Por lo tanto, el título sí da prueba de cierta autoridad de supervisión o de acción. La naturaleza divina, por otro lado, en todas las palabras que se inventan, permanece siempre inexplicable, como siempre enseño. Hemos aprendido que es justa y buena. Por tanto, se nos han enseñado las diferencias entre operaciones. Sin embargo, somos incapaces de comprender la naturaleza del operador a través de nuestra idea de las operaciones. Que cualquiera explique cada uno de estos nombres y la naturaleza real a la que se aplican, y se encontrará que la definición no será la misma en ambos casos. ¿Por qué? Porque donde la definición no es idéntica, la naturaleza es diferente. Hay, entonces, una distinción que debe observarse entre la esencia, de la cual aún no se ha descubierto ningún término explicativo, y el significado de los nombres que se le aplican en referencia a alguna operación o dignidad. Que no debería haber diferencia en las operaciones, lo inferimos de la comunidad de términos. No obstante, no derivamos una prueba clara de variación en la naturaleza, porque la identidad de operaciones indica comunidad de naturaleza. Si la deidad es el nombre de una operación, por tanto, decimos que la deidad es una, como hay una operación del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si, como se supone popularmente, el nombre de deidad indica naturaleza, entonces, ya que no encontramos variación en la naturaleza, definimos razonablemente que la Santísima Trinidad es de una deidad.
CARTA
190
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
El interés que ha demostrado en los asuntos de la Iglesia Isáurica es justo lo que cabía esperar de ese celo y decoro que tan continuamente despiertan mi admiración por usted. El observador más descuidado percibirá de inmediato que es, en todos los aspectos, más ventajoso que la atención y la ansiedad se distribuyan entre varios obispos. Esto no ha escapado a su observación, y ha hecho bien en notar y ponerme al corriente de la situación. Pero no es fácil encontrar hombres idóneos. Si bien deseamos tener el crédito que proviene de la cantidad y lograr que la Iglesia de Dios sea administrada con mayor eficacia por más oficiales, tengamos cuidado de no menospreciar involuntariamente la palabra por el carácter insatisfactorio de los hombres llamados a ocupar cargos, ni acostumbrar a los laicos a la indiferencia. Usted mismo sabe bien que la conducta de los gobernados suele ser similar a la de quienes los presiden. Quizás sería mejor nombrar a un hombre bien aprobado, aunque esto no sea tarea fácil, para la supervisión de toda la ciudad y confiarle la gestión de los detalles bajo su propia responsabilidad. Que este hombre sea un siervo de Dios, un obrero que no tiene de qué avergonzarse (2Tm 2,15), no mirando por sus propios intereses (Flp 2,4) sino por los bienes de los más necesitados, para que sean salvos (1Ts 2,16). Si se siente abrumado por la responsabilidad, asociará a otros obreros para la cosecha con él. Si tan sólo pudiéramos encontrar a un hombre así, reconozco que creo que vale la pena por muchos, y que la organización de la cura de almas de esta manera probablemente se lograría de inmediato con mayor beneficio para las iglesias y con menor riesgo para nosotros. Sin embargo, si este camino resulta difícil, hagamos primero todo lo posible por nombrar superintendentes para los pequeños municipios o aldeas que antaño han sido sedes episcopales. Posteriormente, nombraremos de nuevo al obispo de la ciudad. A menos que adoptemos esta medida, el hombre designado podría resultar un obstáculo para la administración posterior, y debido a su deseo de gobernar una diócesis más grande y a su negativa a aceptar la ordenación de los obispos, podríamos vernos repentinamente envueltos en una disputa doméstica. Si esta medida resulta difícil y el tiempo no lo permite, procuremos que el obispo isauriano se mantenga estrictamente dentro de sus límites ordenando a algunos de sus vecinos inmediatos. En el futuro, nos reservaremos el derecho de asignar obispos al resto en el momento oportuno, después de haber examinado cuidadosamente a aquellos que nosotros mismos juzguemos más aptos.
II
Le pregunté a Jorge lo que me pediste, y él me respondió como tú me informaste. En todo esto debemos guardar silencio, dejando el cuidado de la casa en manos del Señor. Porque confío en el Dios Santo que, con mi ayuda, le concederá la liberación de sus dificultades de alguna otra manera, y me permitirá vivir mi vida sin problemas. Si esto no puede ser posible, ten la amabilidad de informarme tú mismo de qué parte debo encargarme, para que pueda empezar a pedir este favor a cada uno de mis amigos en el poder, ya sea gratis o por un precio moderado, según el Señor me lo permita. He escrito al hermano Valerio, de acuerdo con su solicitud. La situación en Nisa sigue su curso tal como la dejó su reverencia y, con la ayuda de su santidad, está mejorando. De los que se separaron de mí, algunos se han marchado a la corte, y otros permanecen a la espera de noticias. El Señor puede frustrar las expectativas de estos últimos tanto como hacer inútil el regreso de los primeros.
III
Filón, basándose en cierta tradición judía, explica que el maná era de tal naturaleza que cambiaba según el gusto de quien lo comía. También decía que era como semilla de mijo hervida en miel, que servía a veces para el pan, a veces para la carne (ya fuese de aves o de animales), a veces para las verduras (según el gusto de cada uno) y a veces para el pescado, de modo que el sabor de cada especie se reproducía exactamente en la boca del que lo comía. Las Escrituras reconocen carros que contenían tres jinetes, porque mientras otros carros contenían dos, el conductor y el hombre de armas, el del faraón tenía tres, dos hombres de armas y uno para sostener las riendas. Simplio me ha escrito una carta expresando su respeto y comunión. La carta que le he escrito en respuesta se la envío a su santidad, para que se la envíe si la aprueba, junto con alguna comunicación suya. Que, por la bondad del Santo, se conserve para mí y para la Iglesia de Dios, con buena salud, feliz en el Señor y siempre orando por mí.
CARTA
191
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Al leer la carta de su reverencia, di gracias a Dios de corazón. Lo hice porque encontré en sus expresiones rastros de un antiguo afecto. Usted no es como la mayoría. No insistió en negarse a iniciar una correspondencia afectuosa. Ha comprendido la grandeza del premio prometido a los santos por la humildad, y por eso ha elegido, ocupando el segundo lugar, anteponerme. Entre los cristianos, tales son las condiciones de la victoria, y quien se contenta con ocupar el segundo lugar se alza con la corona. Pero no debo quedarme atrás en esta virtuosa rivalidad, y por ello saludo a su reverencia a cambio; y le informo de mi parecer, pues, puesto que la concordia en la fe se ha establecido entre nosotros, nada impide que seamos un solo cuerpo y un solo espíritu, como hemos sido llamados en una misma esperanza de nuestra vocación. Le corresponde, pues, por caridad, aprovechar un buen comienzo para reunir a hombres de ideas afines y fijar la fecha y el lugar de encuentro. Así, por la gracia de Dios, mediante la mutua acomodación podemos gobernar las iglesias con el antiguo tipo de amor; recibiendo como miembros propios a los hermanos que vienen del otro lado, enviando como a nuestros parientes y, a su vez, recibiendo como de los nuestros. Tal, de hecho, fue una vez el orgullo de la Iglesia. Los hermanos de cada Iglesia, viajando de un extremo a otro del mundo, recibieron pequeñas muestras y encontraron a todos los hombres padres y hermanos. Este es un privilegio del cual, como todos los demás, el enemigo de las iglesias de Cristo nos ha robado. Estamos confinados cada uno en su propia ciudad, y cada uno mira a su vecino con desconfianza. ¿Qué más se puede decir sino que nuestro amor se ha enfriado (Mt 24,12), el único por el cual nuestro Señor nos ha dicho que sus discípulos se distinguen (Jn 13,35)? Ante todo, si quieren, conózcanse los unos a los otros, para que yo pueda saber con quién debo estar de acuerdo. Así pues, de común acuerdo, fijaremos un lugar conveniente para ambos y, en una época propicia para el viaje, nos apresuraremos a encontrarnos; el Señor nos guiará. Adiós. ¡Ánimo! Ruega por mí. Que la gracia del Santo me conceda estar contigo.
CARTA
192
Al magister Sofronio de Constantinopla
Con su extraordinario celo por las buenas obras, me ha escrito para decirme que me debe un doble agradecimiento. Primero, por recibir una carta mía, y segundo por haberme prestado un servicio. ¡Cuánto le debo, pues, tanto por leer sus encantadoras palabras como por ver cumplido tan rápidamente lo que esperaba! El mensaje fue sumamente gratificante por sí mismo, pero me gratificó mucho más saber que usted era el amigo a quien le debía el favor. Quiera Dios que pronto pueda verlo, agradecerle con palabras y disfrutar del gran placer de su compañía.
CARTA
193
Al médico Melecio
No soy capaz de huir de las incomodidades del invierno tan bien como las grullas, aunque para prever el futuro soy tan astuto como ellas. Pero en cuanto a libertad, las aves me llevan casi la misma ventaja que ellas en volar. Primero, me han entretenido ciertos asuntos mundanos; luego, me han consumido tanto los constantes y violentos ataques de fiebre que me siento incluso más delgado que antes: estoy más delgado que nunca. Además, he sufrido más de veinte ataques de fiebre cuartana. Ahora parece que no tengo fiebre, pero estoy tan débil que no soy más fuerte que una telaraña. Por lo tanto, el viaje más corto es demasiado largo para mí, y cualquier soplo de viento es más peligroso para mí que las grandes olas para quienes están en el mar. No tengo otra alternativa que esconderme en mi cabaña y esperar la primavera, si tan sólo pudiera aguantar tanto tiempo y no me llevara antes la enfermedad interna de la que nunca me libraría. Si el Señor me salva con su mano poderosa, con gusto me iré a tu remota región y abrazaré con alegría a un amigo tan querido. Sólo ruego que mi vida se organice para el bien de mi alma.
CARTA
194
A Zoilo
¿Qué pretende, excelentísimo señor, al anticiparme con humildad? A pesar de su educación y capacidad para escribir la carta que ha enviado, me pide perdón, como si se hubiera embarcado en una empresa imprudente y fuera de su posición. Pero una tregua a la burla. Continúe escribiéndome siempre. ¿Acaso no soy un completo analfabeto? Es un deleite leer las cartas de un escritor elocuente. ¿He aprendido de las Escrituras lo bueno que es el amor? Considero invaluable la relación con un amigo cariñoso. Y espero que pueda contarme todos los buenos dones que pido para usted: salud y prosperidad para toda su familia. En cuanto a mis asuntos, mi condición no es más soportable de lo habitual. Basta con decirle esto y comprenderá mi mal estado de salud. Ha llegado a tal extremo que es tan difícil de describir como de experimentar, si es que su propia experiencia no ha sido tan buena como la mía. Pero es obra del buen Dios darme poder para soportar con paciencia cualquier prueba que me sea infligida por mi propio bien en manos de nuestro misericordioso Señor.
CARTA
195
Al obispo Eufronio de Colonia Armenia
Colonia, que el Señor ha puesto bajo su autoridad, está muy apartada de las rutas habituales. Por consiguiente, aunque escribo con frecuencia al resto de los hermanos de Armenia Menor, dudo en escribir a su reverencia, porque no espero encontrar a nadie que me lleve mi carta. Ahora, sin embargo, como espero su presencia o que mi carta le sea enviada por algunos de los obispos a quienes he escrito, le escribo y le saludo por carta. Deseo decirle que parece que aún estoy vivo, y al mismo tiempo exhortarlo a orar por mí, para que el Señor alivie mis aflicciones y me quite la pesada carga de dolor que ahora oprime como una nube mi corazón. Recibiré este alivio si el Señor concede una pronta restauración a esos obispos piadosos que ahora son castigados por su fidelidad a la verdadera religión al ser dispersados por todas partes.
CARTA
196
A Aburgio
El rumor, mensajero de buenas noticias, relata constantemente cómo te desplazas velozmente, como las estrellas, apareciendo ahora aquí, ahora allá, en las regiones bárbaras; ahora abasteciendo a las tropas con provisiones, ahora presentándote en espléndida gala ante el emperador. Ruego a Dios que tus acciones prosperen como merecen y que alcances un éxito eminente. Ruego que, mientras viva y respire este aire (pues mi vida ahora no es más que un suspiro), nuestro país pueda contemplarte de vez en cuando.
CARTA
197
Al obispo Ambrosio de Milán
I
Los dones del Señor son siempre grandes y numerosos, en grandeza inconmensurables, en número incalculables. Para aquellos que no son insensibles a su misericordia, uno de los mayores de estos dones es aquel del que ahora me estoy valiendo: la oportunidad que se nos permite, aunque estemos muy separados, de dirigirnos por carta. Él nos concede dos medios para conocernos: uno por el trato personal, otro por correspondencia epistolar. Ahora te he conocido a través de lo que has dicho. No quiero decir que mi memoria esté impresa con tu apariencia exterior, sino que la belleza del hombre interior me ha sido traída a casa por la rica variedad de tus expresiones, porque cada uno de nosotros "habla desde la abundancia del corazón" (Mt 12,34). He dado gloria a Dios, que en cada generación selecciona a los que le son agradables, y que de antaño escogió del redil un príncipe para su pueblo, y que a través del Espíritu dotó al pastor Amós con poder y lo levantó para ser profeta, y que ahora ha sacado para el cuidado del rebaño de Cristo a un hombre de la ciudad imperial. A este hombre ha confiado el gobierno de toda una nación, y lo ha exaltado en carácter, linaje, posición, elocuencia y todo lo que este mundo admira. Este mismo hombre ha desechado todas las ventajas del mundo, contándolas todas "como pérdida para poder ganar a Cristo" (Flp 3,8) y ha tomado en su mano el timón de la nave, grande y famosa por su fe en Dios, la Iglesia de Cristo. Oh hombre de Dios; no de los hombres has recibido o te han enseñado el evangelio de Cristo, sino que ha sido el Señor mismo quien te ha transferido de los jueces de la tierra al trono de los apóstoles. Pelea la buena batalla, sana la enfermedad del pueblo, desinfecta la enfermedad de la locura arriana, renueva las antiguas huellas de los padres. Has puesto la base del afecto hacia mí, así que esfuérzate por fortalecerlo mediante la frecuencia de tus saludos. Así podremos estar cerca en espíritu, aunque nuestros hogares terrenales estén lejos.
II
Tu fervor y celo en el asunto del bendito obispo Dionisio da testimonio de tu amor al Señor, tu honor a tus predecesores y tu celo por la fe. Nuestra disposición hacia nuestros fieles consiervos se refiere al Señor, a quien ellos han servido. Quien honra a quienes han luchado por la fe demuestra que tiene el mismo celo por ella. Una sola acción es prueba de mucha virtud. Deseo hacerte saber que los hermanos que han sido comisionados por tu reverencia, para actuar en tu nombre en esta buena obra, han sido elogiados por todo el clero por la amabilidad de sus modales. Con su modestia y conciliación individuales han demostrado la buena condición de todos. Con todo celo y diligencia han afrontado una temporada inclemente, y con perseverancia inquebrantable han persuadido a los fieles guardianes del bendito cuerpo para que les transfieran la custodia de lo que han considerado la salvaguardia de sus vidas. Son hombres que nunca habrían sido obligados por ninguna autoridad o soberanía humana, sino por la perseverancia de los hermanos. Sin duda, una gran ayuda para el logro del objetivo deseado fue la presencia de nuestro amado y reverendo hijo Terasio, el presbítero. Él asumió voluntariamente todo el esfuerzo del viaje, moderó la energía de los fieles en el lugar, persuadió a los oponentes con sus argumentos. En presencia de sacerdotes y diáconos, y de muchos otros que temen al Señor, tomó las reliquias con la debida reverencia y ayudó a los hermanos a preservarlas. Éstos han recibido las reliquias con una alegría equivalente a la angustia con la que sus custodios se separaron de ellas y se las enviaron. Ahora nadie discute ni duda, porque tienen a un atleta invicto. Estos huesos, que compartieron el conflicto con el alma bendita, son conocidos por el Señor. Él coronará estos huesos, junto con esa alma, en el justo día de su retribución, como está escrito: "Debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno dé cuenta de las obras que ha realizado en el cuerpo". Un ataúd contenía ese cuerpo honrado, y ningún otro yace a su lado. El entierro fue noble, y se le rindieron los honores de un mártir. Los cristianos que lo recibieron como un santo, y luego lo depositaron con sus propias manos en la tumba. Lloraron como hombres que han perdido a un padre y a un campeón. No obstante, ya lo han desenterrado y te lo han enviado, pues anteponen tu alegría a su propio consuelo. Piadosas fueron las manos que dieron, y escrupulosamente cuidadosas fueron las manos que recibieron. No ha habido lugar para el engaño ni la astucia. Doy testimonio de ello. Que aceptes la verdad pura.
CARTA
198
Al obispo Eusebio de Samosata
I
Tras la carta que me entregaron los funcionarios, recibí otra que me enviaron posteriormente. No he enviado muchas, pues no he encontrado a nadie que viajara en su dirección. Pero sí he enviado más de cuatro, entre las que también estaban las que me llegaron de Samosata después de la primera epístola de vuestra santidad. Estas las he sellado y enviado a nuestro honorable hermano Leoncio, prefecto de Nicea, instando a que por su intermedio sean entregadas al mayordomo de la casa de nuestro honorable hermano Sofronio, para que se encargue de su envío. Como mis cartas pasan por muchas manos, es muy probable que, por estar un solo hombre muy ocupado o ser muy descuidado, vuestra reverencia nunca las reciba. Perdóneme, entonces, se lo suplico, si mis cartas son pocas. Con su habitual inteligencia, me ha reprochado con razón no enviar, como debía, un correo propio cuando hubo ocasión de hacerlo. No obstante, debe comprender que hemos tenido un invierno tan severo que todos los caminos estuvieron bloqueados hasta Pascua, y no tuve a nadie dispuesto a afrontar las dificultades del viaje. Pues, aunque nuestro clero parece muy numeroso, son hombres inexpertos en viajes, pues nunca comercian y prefieren no vivir lejos de casa. La mayoría se dedica a oficios sedentarios, de los cuales se ganan el sustento diario. He llamado del país al hermano que ahora he enviado a su reverencia y le he encomendado el envío de mi carta a su santidad, para que le dé información clara sobre mí y mis asuntos, y por la gracia de Dios me traiga de vuelta información clara y rápida sobre usted y los suyos. Nuestro querido hermano Eusebio, el lector, lleva tiempo deseando acudir a su santidad, pero lo he retenido aquí a la espera de que mejore el tiempo. Incluso ahora me preocupa bastante que su inexperiencia en viajes le cause problemas y le provoque alguna enfermedad, ya que no es robusto.
II
No necesito decirle nada por carta sobre las innovaciones de Oriente, pues los hermanos pueden brindarle información precisa. Debe saber, mi estimado amigo, que cuando escribía estas palabras, estaba tan enfermo que había perdido toda esperanza de vida. Me resulta imposible enumerar todos mis dolorosos síntomas, mi debilidad, la intensidad de mis ataques de fiebre y mi mala salud en general. Sólo puedo destacar un punto: que he cumplido el tiempo de mi peregrinación en esta vida miserable y dolorosa.
CARTA
199
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Carta Canónica, II
Le escribí hace tiempo respondiendo a las preguntas de su reverencia, pero no envié la carta, en parte porque debido a mi larga y peligrosa enfermedad no tuve tiempo de hacerlo, y en parte porque no tenía a nadie a quien enviarla. Tengo pocos hombres conmigo con experiencia en viajes y aptos para este tipo de servicio. Cuando conozca las causas de mi retraso, perdóneme. Me ha sorprendido mucho su disposición para aprender y su humildad. Se le ha confiado el oficio de maestro, y aun así se digna a aprender, y a aprender de mí, que no pretendo tener grandes conocimientos. No obstante, ya que, por su temor a Dios, consiente en hacer lo que otro dudaría, me veo obligado, por mi parte, a ir más allá de mis fuerzas para apoyar su disposición y su justo celo.
XVII
Me preguntaste sobre el presbítero Bianor. ¿Puede ser admitido entre el clero, debido a su juramento? Sé que ya he dictado una sentencia general para el clero de Antioquía respecto a todos los que habían jurado con él. Es decir, que deben abstenerse de las congregaciones públicas, pero pueden ejercer funciones sacerdotales en privado. Además, tiene mayor libertad para el desempeño de sus funciones ministeriales, dado que sus deberes sagrados no residen en Antioquía, sino en Iconio. Como tú mismo me has escrito, ha preferido vivir en este último lugar que en el primero. El hombre en cuestión puede, por lo tanto, ser recibido. No obstante, tu reverencia debe exigirle que muestre arrepentimiento por la temeraria prontitud con la que juró ante el infiel, siendo incapaz de soportar la molestia de ese pequeño peligro.
XVIII
En cuanto a las vírgenes que, tras profesar una vida casta ante el Señor, hacen vanos sus votos por haber caído en las concupiscencias de la carne, nuestros padres, compadeciéndose tierna y humildemente de las debilidades de las que caen, dispusieron que fueran recibidas después de un año, clasificándolas con los digamistas. Sin embargo, dado que, por la gracia de Dios, la Iglesia se fortalece a medida que avanza, y el orden de las vírgenes se hace más numeroso, considero que se debe prestar especial atención tanto al acto tal como se presenta al considerarlo, como a la esencia de las Escrituras, que puede descubrirse en el contexto. La viudez es inferior a la virginidad. En consecuencia, el pecado de las viudas es mucho menor que el de las vírgenes. Veamos lo que Pablo escribe a Timoteo. Las viudas jóvenes se niegan, pues cuando han comenzado a desobedecer a Cristo, se casarán, condenándose por haber abandonado su primera fe (1Tm 5,11-12). Por lo tanto, si una viuda se encuentra bajo una acusación muy grave, por menospreciar su fe en Cristo, ¿qué debemos pensar de la virgen, quien es la esposa de Cristo y un vaso escogido consagrado al Señor? Es una falta grave, incluso por parte de una esclava, entregarse en un matrimonio secreto y llenar la casa de impureza, y, con su vida malvada, perjudicar a su amo. Con todo, es mucho más vergonzoso que la novia se convierta en adúltera y, deshonrando su unión con el novio, se entregue a la indulgencia impura. La viuda, por ser una esclava corrupta, ciertamente es condenada, mientras que la virgen cae bajo la acusación de adulterio. Llamamos adúltero al hombre que vive con la esposa de otro hombre y no lo recibimos en la comunión hasta que haya cesado su pecado; y así ordenaremos en el caso del que tiene a la virgen. Sin embargo, hay que precisar de antemano un punto: el nombre de virgen se da a la mujer que se consagra voluntariamente al Señor, renuncia al matrimonio y abraza una vida de santidad. Y admitimos profesiones que datan de la edad de plena inteligencia. Pues no es correcto en tales casos admitir las palabras de simples niñas. Una muchacha de 16 ó 17 años, en plena posesión de sus facultades, que ha sido sometida a un examen estricto, y es constante y persiste en su súplica de ser admitida, puede entonces ser clasificada entre las vírgenes, su profesión ratificada y su violación rigurosamente castigada. Muchas muchachas son presentadas por sus padres, hermanos y otros parientes antes de alcanzar la mayoría de edad, y no tienen ningún impulso interior hacia una vida célibe. El objetivo de las amigas es simplemente mantenerse. Mujeres como estas no deben ser recibidas sin más antes de que hayamos investigado públicamente sus propios sentimientos.
XIX
No reconozco la profesión de los hombres, excepto en el caso de quienes se han inscrito en la orden de los monjes y parecen haber adoptado en secreto el celibato. Sin embargo, en su caso, considero conveniente que se les someta a un examen previo y que reciban una profesión específica, para que, cuando vuelvan a la vida de los placeres de la carne, sean sometidos al castigo de los fornicarios.
XX
No creo que deba condenarse a las mujeres que profesaron su virginidad durante la herejía y luego prefirieron el matrimonio. Lo que la ley dice, se lo dice a quienes "están bajo la ley" (Rm 3,19). Quienes aún no han asumido el yugo de Cristo no reconocen las leyes del Señor. Por lo tanto, deben ser recibidos en la Iglesia, pues reciben la remisión de estos pecados, así como de todos, por su fe en Cristo. Como regla general, no se tienen en cuenta los pecados cometidos anteriormente en el catecumenado. La Iglesia no recibe a estas personas sin el bautismo. En tales casos, es fundamental que se respeten los derechos de primogenitura.
XXI
Si un hombre que vive con una esposa no está satisfecho con su matrimonio y cae en la fornicación, lo considero fornicador y prolongo su período de castigo. Sin embargo, no tenemos ningún canon que lo someta a la acusación de adulterio si el pecado se comete contra una mujer soltera. Se dice que la adúltera, al ser contaminada, será contaminada (Jer 3,1), y no volverá a su esposo, y quien mantiene a una adúltera es un necio e impío. Sin embargo, quien ha cometido fornicación no debe ser separado de la compañía de su propia esposa. Así, la esposa recibirá al esposo cuando este regrese de la fornicación, pero el esposo expulsará a la mujer contaminada de su casa. El argumento aquí no es fácil, pero la costumbre así lo ha prevalecido.
XXII
Los hombres que retienen mujeres raptadas por violencia, si las raptaron estando comprometidas con otros hombres, no deben ser recibidos antes de retirar a las mujeres y restituirlas a aquellos con quienes se comprometieron inicialmente, ya sea que deseen recibirlas o separarse de ellas. En el caso de una joven que ha sido raptada sin estar comprometida, primero debe ser retirada y restituida a su propia gente, y entregada a la voluntad de su propia gente, ya sean padres, hermanos o cualquier persona que tenga autoridad sobre ella. Si deciden renunciar a ella, la cohabitación puede subsistir. Si se niegan, no se debe usar la violencia. En el caso de un hombre que tiene a una esposa por seducción, ya sea en secreto o por violencia, debe ser declarado culpable de fornicación. El castigo para los fornicadores se fija en 4 años. En el 1º año deben ser expulsados de la oración y llorar a la puerta de la iglesia, en el 2º año pueden ser recibidos para sermonear, en el 3º año para penitencia. En el 4º año pueden estar con el pueblo, mientras se les niega la oblación. Finalmente, pueden ser admitidos a la comunión del don.
XXIII
Respecto a los hombres que se casan con dos hermanas, o las mujeres que se casan con dos hermanos, se ha publicado una breve carta mía, de la cual he enviado copia a su reverencia. El hombre que se haya casado con la esposa de su propio hermano no será recibido hasta que se haya separado de ella.
XXIV
El apóstol ordena que una viuda cuyo nombre figura en la lista de viudas (es decir, que recibe el sustento de la Iglesia), deje de recibirlo al casarse (1Tm 5,11-12). No existe una regla especial para un viudo. El castigo establecido para la digamia puede ser suficiente. Si una viuda de 60 años decide volver a vivir con su esposo, será considerada indigna de la comunión del bien hasta que deje de ser movida por su deseo impuro. Si la consideramos antes de los 60 años, la culpa recae sobre nosotros, y no sobre la mujer.
XXV
El hombre que retenga por esposa a la mujer a quien ha violado, será reo de la pena de violación, pero le será lícito tenerla por esposa.
XXVI
La fornicación no es matrimonio, ni siquiera el principio del matrimonio. Por lo tanto, es mejor, si es posible, separar a quienes se unen en la fornicación. Si están decididos a cohabitar, que acepten la pena de fornicación. Que se les permita vivir juntos, para que no ocurra algo peor.
XXVII
En cuanto al sacerdote involucrado por ignorancia en un matrimonio ilícito, se ha establecido la reglamentación pertinente: que puede conservar su sede, pero debe abstenerse de otras funciones. En tal caso, basta el perdón. No es razonable que quien debe curar sus propias heridas bendiga a otro, pues la bendición es impartir santidad. ¿Cómo puede quien, por su falta, cometida por ignorancia, carece de santidad, impartirla a otro? Que no bendiga ni en público ni en privado, ni distribuya el cuerpo de Cristo a otros, ni realice ninguna otra función sagrada, sino que, contento con su sede de honor, suplique al Señor con lágrimas para que su pecado, cometido por ignorancia, le sea perdonado.
XXVIII
Ha parecido ridículo que alguien haga voto de abstenerse de la carne de cerdo. Ten la bondad de enseñar a los hombres a abstenerse de votos y promesas insensatas. Representa la costumbre como algo completamente indiferente. Ninguna criatura de Dios, recibida con agradecimiento, debe ser rechazada (1Tm 4,4). El voto es ridículo, y la abstinencia innecesaria.
XXIX
Es especialmente deseable prestar atención al caso de personas en el poder que amenazan bajo juramento con causar daño a quienes están bajo su autoridad. El remedio es doble. En primer lugar, que se les enseñe a no prestar juramentos al azar; en segundo lugar, a no persistir en sus malas intenciones. Cualquiera que sea arrestado con la intención de cumplir un juramento para perjudicar a otro debe mostrar arrepentimiento por la imprudencia de su juramento y no debe confirmar su maldad con el pretexto de la piedad. Herodes no se benefició de cumplir su juramento cuando, por supuesto, sólo para salvarse del perjurio, se convirtió en el asesino del profeta (Mt 14,10). Jurar está absolutamente prohibido (Mt 5,34), y es razonable que el juramento que tiende al mal sea condenado. Por lo tanto, quien jura debe cambiar de opinión y no persistir en confirmar su impiedad. Consideremos lo absurdo del asunto con más detalle. Supongamos que un hombre jura que le sacará los ojos a su hermano. ¿Le conviene llevar a cabo su juramento? ¿O cometer asesinato? ¿O quebrantar cualquier otro mandamiento? He jurado, y lo cumpliré, no pecar, sino obedecer tus justos juicios. Es nuestro deber tanto deshacer y destruir el pecado como confirmar el mandamiento con consejos inmutables.
XXX
En cuanto a los culpables de rapto, no tenemos una norma antigua, pero he expresado mi propio criterio. El plazo es de 3 años, y los culpables y sus cómplices serán excluidos del servicio. El acto cometido sin violencia no está sujeto a castigo, siempre que no haya sido precedido por violación o robo. La viuda es independiente, y seguir o no seguir el caso es su propia decisión. Por lo tanto, no debemos hacer caso de excusas.
XXXI
Una mujer cuyo esposo ha desaparecido y se casa con otro, antes de tener constancia de su muerte, comete adulterio. Los clérigos culpables del pecado de muerte son degradados de su orden, pero no excluidos de la comunión de los laicos. No se castigará dos veces por la misma falta.
XXXIII
Que se presente acusación de asesinato contra la mujer que dé a luz a un niño en el camino y no le preste atención.
XXXIV
Nuestros padres no permitieron que las mujeres que habían cometido adulterio y confesado su culpa por piedad, o que habían sido condenadas de cualquier manera, fueran expuestas públicamente, para no causarles la muerte tras la condena. Sin embargo, ordenaron que se les excluyera de la comunión hasta que cumplieran su penitencia.
XXXV
En el caso de un hombre abandonado por su esposa, debe tenerse en cuenta la causa del abandono. Si parece que ella lo abandonó sin motivo, él merece perdón, pero la esposa, castigo. Se le concederá el perdón para que pueda comunicarse con la Iglesia.
XXXVI
Las esposas de soldados que se hayan casado en ausencia de sus maridos estarán sujetas al mismo principio que las esposas que, estando sus maridos de viaje, no hayan esperado su regreso. Sin embargo, su caso admite cierta concesión por existir mayor motivo para sospechar la muerte.
XXXVII
El hombre que se casa después de raptar a la esposa de otro hombre incurrirá en el cargo de adulterio por el primer caso, pero por el segundo quedará libre.
XXXVIII
Las muchachas que siguen a sus padres en contra de su voluntad cometen fornicación. Si sus padres se reconcilian con ellas, el acto parece tener remedio. Sin embargo, no se les restituye inmediatamente a la comunión, sino que se les castiga con 3 años de cárcel.
XXXIX
La mujer que convive con un adúltero es adúltera todo el tiempo.
XL
La mujer que se entrega a un hombre contra la voluntad de su amo comete fornicación. Si posteriormente acepta el matrimonio libre, que se case. El primer caso es fornicación, y el segundo matrimonio. Los pactos entre personas que no son independientes carecen de validez.
XLI
La mujer viuda, que es independiente, puede vivir con su esposo sin culpa, si nadie impide su cohabitación, pues el apóstol dice: "Si su esposo muere, ella es libre de casarse con quien quiera, siempre que sea en el Señor" (1Cor 7,39).
XLII
Los matrimonios contraídos sin el permiso de las autoridades constituyen fornicación. Si ni el padre ni el amo viven, los contrayentes están exentos de culpa. Del mismo modo, si las autoridades consienten la cohabitación, se presupone la firmeza del matrimonio.
XLIII
El que hiere a muerte a su prójimo es asesino, ya sea que haya atacado primero o en defensa propia.
XLIV
La diaconisa que comete fornicación con un pagano puede ser recibida en arrepentimiento y será admitida a la oblación en el 7º año (por supuesto, si vive en castidad). El pagano que, después de haber creído, se entrega a la idolatría, regresa a su vómito. Sin embargo, no entregamos el cuerpo de la diaconisa al uso de la carne, como si estuviera consagrado.
XLV
Si alguno, después de tomar el nombre de cristianismo, insulta a Cristo, ningún bien obtiene de ese nombre.
XLVI
La mujer que se casa contra su voluntad con un hombre abandonado por su esposa y posteriormente repudiado por el regreso de esta, comete fornicación, pero involuntariamente. Por lo tanto, no se le prohibirá el matrimonio, aunque es mejor que permanezca como está.
XLVII
Los encratitas y apotactitas no se consideran de la misma manera que los novacianos, ya que en su caso se ha pronunciado un canon, mientras que de los primeros no se ha dicho nada. A todos ellos los rebautizo según el mismo principio. Si entre ustedes se les prohíbe su rebautismo, por algún motivo de acuerdo, que prevalezca mi principio. Su herejía es, por así decirlo, una rama de los marcionitas, que abominan, como hacen, del matrimonio, rechazan el vino y llaman a la criatura de Dios contaminada. Por lo tanto, no los recibimos en la Iglesia, a menos que sean bautizados en nuestro bautismo. Que no digan que han sido bautizados en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ya que hacen de Dios el autor del mal, a ejemplo de Marción y las demás herejías. Por lo cual, si esto se decide, más obispos deberían reunirse en un solo lugar y publicar el canon en estos términos, para que se pueda actuar sin peligro y se dé autoridad para responder a preguntas de esta clase.
XLVIII
La mujer que ha sido abandonada por su esposo debe permanecer como está, pues el Señor dijo: "Si alguien abandona a su esposa, salvo por causa de fornicación, la induce a cometer adulterio" (Mt 5,22). Así, al llamarla adúltera, la excluye de tener relaciones sexuales con otro hombre. ¿Cómo puede el hombre, siendo culpable de adulterio, y la mujer, quedar sin culpa, si el Señor la llama adúltera por haber tenido relaciones sexuales con otro hombre?
XLIX
Sufrir una violación no debe ser motivo de condena. Así, la esclava, si ha sido forzada por su amo, está libre de culpa.
L
No existe ley sobre la trigamia, y no se contrae un tercer matrimonio por ley. Consideramos estas cosas como impurezas de la Iglesia. Pero no las sometemos a condena pública, considerándolas mejores que la fornicación desenfrenada.
CARTA
200
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Estoy sufriendo una enfermedad tras otra, y todo el trabajo que me han encomendado, no sólo los asuntos de la Iglesia, sino también quienes la perturban, me ha retenido durante todo el invierno y hasta la fecha. Por lo tanto, me ha sido imposible enviar a alguien a visitarte. Supongo que te encuentras en una situación similar; no, ciertamente, en cuanto a la enfermedad, Dios no lo quiera; que el Señor te conceda salud continua para cumplir sus mandamientos. No obstante, sé que el cuidado de las Iglesias te causa la misma angustia que a mí. Estaba a punto de enviar a alguien para que me informara con precisión sobre tu estado. cuando mi amado hijo Melecio, quien está moviendo a las tropas recién alistadas, me recordó la oportunidad de saludarte de su parte, acepté con gusto la oportunidad de escribirte y recurrí a los amables servicios del remitente de mi carta. Él es quien podría servir de carta, tanto por su amabilidad como por estar al tanto de todo lo que me concierne. Por él, pues, imploro a su reverencia que ore especialmente por mí, para que el Señor me conceda liberarme de este cuerpo problemático. Imploro a sus iglesias paz, y a usted descanso. Cuando haya resuelto los asuntos de Licaonia de forma apostólica, como ha comenzado, tenga la oportunidad de visitar también este lugar. Ya sea que esté de paso o que ya se le haya pedido que parta hacia el Señor, espero que se interese por nuestra parte del mundo, como si fuera suya, como de hecho lo es, fortaleciendo a todo lo débil, animando a todo lo perezoso y, con la ayuda del Espíritu que mora en usted, transformando todo en una condición agradable al Señor. Mis honorables hijos, Melecio y Melicio, a quienes conoces desde hace tiempo y sabes que son devotos de ti, cuídalos y reza por ellos. Esto es suficiente para mantenerlos a salvo. Saluda en mi nombre, te lo ruego, a todos los que están con tu santidad, tanto al clero como a los laicos bajo tu cuidado pastoral, y a mis religiosos hermanos y compañeros ministros. Recuerda la memoria del bienaventurado mártir Eupsiquio y no esperes a que lo mencione de nuevo. No te esfuerces por venir el día exacto, sino anticípalo, y así me darás alegría, si aún vivo en esta tierra. Hasta entonces, que te preserves para mí y para las iglesias de Dios, gozando de salud y riqueza en el Señor, y rezando por mí.
CARTA
201
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Anhelo verte por muchas razones. Primero, para que pueda beneficiarme de tus consejos en los asuntos que tenía entre manos. Y segundo, para que al verte después de un largo intervalo pueda consolarme con tu ausencia. No obstante, a ambos nos lo impiden las mismas razones, tú por la enfermedad que te ha afectado, y yo por la dolencia de larga duración que aún no me ha abandonado. Perdonémonos, pues, mutuamente, para que ambos nos libremos de culpa.
CARTA
202
Al obispo Anfiloquio de Iconio
En otras circunstancias, consideraría un privilegio especial encontrarme con su reverencia, pero sobre todo ahora, cuando el asunto que nos reúne es de tanta importancia. Sin embargo, la enfermedad que aún me aqueja me impide moverme, aunque sea un trecho. Intenté conducir hasta los mártires y recaí casi en mi estado anterior. Por lo tanto, debe perdonarme. Si puede posponerse el asunto unos días, con la gracia de Dios me uniré a usted y compartiré sus inquietudes. Si el asunto apremia, con la ayuda de Dios, haga lo que sea necesario. Con todo, cuente conmigo, como presente y como participante en sus dignas obras. Que, por la gracia del Santo, sea preservado en la Iglesia de Dios, fuerte y gozoso en el Señor, y orando por mí.
CARTA
203
A los obispos del Egeo
I
He tenido un gran deseo de conoceros, pero de vez en cuando algún obstáculo me ha impedido cumplir mi propósito. Sobre todo me lo ha impedido la enfermedad, que desde mi juventud hasta mi vejez actual ha sido mi compañera constante, criada y castigadora por el justo juicio de Dios, quien ordena todas las cosas con sabiduría. También me lo han impedido las preocupaciones de la Iglesia, así como las luchas con los opositores de las doctrinas de la verdad. Hasta el día de hoy vivo en gran aflicción y dolor, con la sensación de que me faltáis y por lo que nos dijo el Señor: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros". El Señor dejó su paz a sus discípulos como regalo de despedida, y al estar a punto de completar su dispensación en la carne dijo: "La paz os dejo, mi paz os doy". Con esto, no puedo convencerme que sin amor al prójimo, y sin paz con todos, pueda ser considerado uno digno siervo de Jesucristo. He esperado mucho tiempo la oportunidad de que vuestro amor me visite. Nosotros, expuestos a todo, como rocas que se pierden en el mar, soportamos la furia de las olas heréticas, que rompen a nuestro alrededor y cubren el territorio que queda atrás. Digo nosotros para referirme, no al poder humano, sino a la gracia de Dios, quien, mediante la debilidad de los hombres, muestra su poder, como dice el profeta en la persona del Señor: "¿No me temerán a mí, que puse la arena como límite del mar?". Mediante la más débil y despreciable de todas las cosas, la arena, el Poderoso ha delimitado el inmenso y pleno mar. Siendo esta nuestra situación, pues, os conviene enviarnos con frecuencia a hermanos fieles, para que visiten y conozcan a quienes luchamos con la tormenta. Os conviene también enviarnos con mayor frecuencia cartas de cariño, en parte para confirmar nuestro valor, en parte para corregir cualquier error nuestro. Confesamos que somos propensos a innumerables errores, siendo hombres y viviendo en la carne.
II
Hasta ahora, honorables hermanos, no me habéis dado el debido homenaje, por dos razones. O bien no supisteis discernir el camino correcto; o bien, bajo la influencia de algunas de las calumnias difundidas sobre mí, no me considerasteis merecedor de ser visitado con amor. Ahora, por lo tanto, tomo yo la iniciativa. Os ruego que declaréis que estoy completamente dispuesto a deshacerme, en vuestra presencia, de las acusaciones que se me imputan, con la sola condición de que mis injuriadores sean admitidos a comparecer ante vuestras reverencias. Si soy declarado culpable, no negaré mi error. Vosotros, después de la condena, recibiréis el perdón del Señor por apartaros de la comunión conmigo, un pecador. Los acusadores que tengan éxito también tendrán su recompensa al revelar mi secreta maldad. Si me condenáis antes de tener las pruebas ante vosotros, no seré peor, salvo por la pérdida de algo que aprecio mucho: vuestro amor. Mientras que vosotros, por vuestra parte, sufriréis la misma pérdida al perderme, y pareceréis estar contradiciendo las palabras del evangelio: "¿Acaso nuestra ley juzga a alguien antes de oírlo?" (Jn 7,51). Además, si el injuriador no presenta ninguna prueba de lo que dice, se demostrará que no ha obtenido nada de su lenguaje perverso sino una mala reputación. En efecto, ¿qué nombre puede aplicarse apropiadamente al calumniador sino el que profesa llevar por la misma conducta de la que es culpable? Que el injuriador, por lo tanto, no aparezca como calumniador, sino como acusador. Es más, no lo llamaré acusador, sino más bien lo consideraré como un hermano que amonesta con amor y produce convicción para mi enmienda. No debéis ser oyentes de calumnias, sino examinadores de pruebas. Y yo no debo quedarme sin curar, porque mi pecado no se manifiesta.
III
No dejéis que esta consideración os influya, a forma de decir: Vivimos en el mar, estamos exentos de los sufrimientos de la mayoría y no necesitamos el socorro de otros, luego ¿de qué nos sirve la comunión extranjera? ¿Por qué? Porque el mismo Señor fue quien separó las islas del continente por el mar, y unió a los cristianos isleños con los del continente por amor. Nada, hermanos, nos separa, salvo un distanciamiento deliberado. Tenemos un solo Señor, una sola fe, la misma esperanza. Las manos se necesitan mutuamente; los pies se sostienen mutuamente. Los ojos poseen su clara comprensión por la concordia. Nosotros, por nuestra parte, confesamos nuestra propia debilidad y buscamos tu compasión. Aunque no estéis presentes físicamente, con la ayuda de la oración, nos seréis de gran beneficio en estos tiempos tan críticos. No es decoroso ante los hombres, ni agradable a Dios, que hagáis confesiones que ni siquiera los gentiles adoptan sin conocer a Dios. Incluso ellos, como oímos, aunque el país en el que viven les basta para todo, debido a la incertidumbre del futuro, valoran mucho las alianzas y buscan la mutua interacción como algo beneficioso para ellos. Nosotros, hijos de padres que han establecido la ley mediante pruebas de comunión, mientras nos difundimos de un extremo a otro de la tierra, debemos ser ciudadanos y familiares entre todos nosotros. Nosotros nos separamos del mundo entero, pero no nos avergonzamos de nuestra soledad, ni nos estremecemos de que nos haya caído la temible profecía del Señor: "Por la abundancia de la iniquidad, el amor de la mayoría se enfriará".
IV
No sufráis esto, honorables hermanos. Más bien, con cartas de paz y saludos de amor, consoladnos del pasado. Habéis herido mi corazón con vuestra anterior negligencia. Aliviad mi angustia, por así decirlo, con un toque tierno. Hacedlo, ya sea por deseos de venir a mí, o de examinar por vosotros mismos la verdad de lo que escucháis sobre mis debilidades, o porque con más mentiras se os informa que mis pecados son aún más graves. Aceptaré incluso esto. Estoy dispuesto a recibiros con los brazos abiertos, y a someterme a la prueba más estricta, con la condición de que el amor presida el procedimiento. Si preferís indicarme algún lugar en vuestro propio distrito, al que pueda ir a haceros la visita debida, me someteré a un examen para sanar el pasado y evitar calumnias en el futuro. Lo acepto. Aunque mi cuerpo es débil, mientras viva, soy responsable del debido cumplimiento de todo deber que tienda a la edificación de las iglesias de Cristo. Os suplico que no menospreciéis mi súplica. No me obliguéis a revelar mi angustia a otros. Hasta ahora, hermanos, como bien sabéis, he guardado mi dolor para mí mismo, pues me avergüenza hablar de vuestro distanciamiento con los miembros de la comunión que están lejos. A la vez, rehuyo causaros dolor. Sólo yo escribo esto. No obstante, también os envío, en nombre de todos los hermanos de Capadocia, a quienes me han encomendado no emplear a ningún mensajero casual, sino a alguien que no omitiera algún punto importante, para que pudiera proporcionaros la información con la que Dios le ha dotado. Me refiero a mi amado y reverendo compañero presbítero Pedro. Acogedlo en amor y enviadlo a mí en paz, para que me sea mensajero de bienes.
CARTA
204
Al clero de Neocesarea
I
Ha habido un largo silencio por ambas partes, reverenciados y amados hermanos, como si existieran sentimientos de enojo entre nosotros. Sin embargo, ¿quién es tan hosco e implacable con quien lo ha lastimado, como para prolongar el resentimiento que ha comenzado con disgusto durante casi toda una vida? Esto sucede en nuestro caso, sin que exista justa causa de distanciamiento, que yo sepa, sino al contrario, existiendo, desde el principio, muchas y sólidas razones para una amistad y unidad más estrechas. La mayor y primera es esta: el mandato de nuestro Señor, que dice con insistencia: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,35). De nuevo, el apóstol nos presenta claramente el bien de la caridad cuando nos dice que "el amor es el cumplimiento de la ley" (Rm 13,10) y de nuevo donde dice que la caridad es algo bueno que debe preferirse a todas las cosas grandes y buenas, en las palabras: "Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviese el don de profecía, y entendiese todos los misterios y todo el conocimiento. Y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo caridad, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, de nada me sirve" (1Cor 13,1-3). No es que cada uno de los puntos enumerados pudiera realizarse sin amor, sino que el Santo desea, como él mismo ha dicho, atribuir al mandamiento una excelencia supereminente mediante la figura de la hipérbole.
II
Si tener los mismos maestros contribuye mucho a la intimidad, para vosotros y para mí son los mismos maestros de los misterios de Dios, y padres espirituales, quienes desde el principio fueron los fundadores de vuestra Iglesia. Me refiero al gran Gregorio y a todos los que, al sucederse en el trono de tu episcopado, como estrellas que se alzan una tras otra, han seguido el mismo camino, dejando las señales de la política celestial más claras para quienes las desean. Si las relaciones naturales no deben despreciarse, sino que son en gran medida propicias para una unión y comunión inquebrantables, estos derechos también existen naturalmente para vosotros y para mí. ¿Por qué, entonces, oh venerables, me dirijo a toda la ciudad? ¿No proviene de vostoros ningún escrito cortés, ninguna voz bienvenida, sin que vuestros oídos estén abiertos a quienes buscan la calumnia? Por lo tanto, me siento más obligado a gemir cuanto más percibo el fin que persiguen los caluminadores. No cabe duda de quién es el autor de la calumnia. Es conocido por muchas malas acciones, pero se distingue más por esta maldad en particular, por la que se ha hecho famoso. Soportad mi franqueza, hermanos, y abrid ambos oídos a los calumniadores, que reciben con entusiasmo todo lo que escuchan, no preguntan nada, no distinguen entre mentira y verdad. ¿Quién ha sufrido alguna vez por falta de acusaciones inicuas mientras lucha solo? ¿Quién ha sido condenado por mentir en ausencia de su víctima? ¿Qué argumento no suena plausible para los oyentes cuando el injuriador insiste en que tal o cual es el caso, y el injuriado no está presente ni escucha lo que se le alega? ¿Acaso la costumbre aceptada de este mundo no les enseña, en referencia a estos asuntos, que si alguien quiere ser un oyente justo e imparcial, no debe dejarse llevar completamente por el primer orador, sino que debe esperar la defensa del acusado, para que así la verdad se demuestre mediante una comparación de los argumentos de ambas partes? Juzgar con justo juicio (Jn 7,24). Este precepto es uno de los más necesarios para la salvación.
III
Al decir esto, no olvido las palabras del apóstol, quien huyó de los tribunales humanos y reservó la defensa de toda su vida para el tribunal infalible, cuando dijo: "Para mí es muy poco que sea juzgado por vosotros o por el juicio humano" (1Cor 4,1). Vuestros oídos han estado preocupados por calumnias mentirosas, calumnias que han afectado a mi conducta, calumnias que han afectado mi fe en Dios. Tres personas a la vez están siendo perjudicadas por el calumniador: su víctima, su oyente y él mismo. En cuanto a mi propio agravio, me habría callado, tenedlo por seguro. Y no porque desprecie vuestra buena opinión (¿cómo podría, escribiendo ahora como lo hago y suplicando con fervor que no la pierda?), sino porque veo que de los tres que sufren, el que resulta menos perjudicado soy yo. Es cierto que me robarán de vosotros, pero a vosotros os están robando la verdad, y quien está detrás de todo esto se está alejando del Señor (pues nadie puede acercarse al Señor haciendo lo prohibido). Más bien por vosotros, que por mí, es por lo que ruego. En efecto, ¿quién podría sufrir peor calamidad que la pérdida de lo más preciado, la verdad?
IV
¿Qué digo, hermanos? No es que yo sea una persona sin pecado, y no es que mi vida no esté llena de innumerables faltas. Me conozco, y de hecho no dejo de llorar por mis pecados, si de alguna manera puedo apaciguar a mi Dios y escapar del castigo que se les amenaza. Pero esto digo: que quien me juzgue, y busque motas en mi ojo, diga en público que el suyo está limpio. Reconozco, hermanos, que necesito el cuidado de los sanos y fuertes, y lo necesito mucho. Si no puede decir que está limpio, y cuanto más claro esté, menos lo dirá (porque es propio de los perfectos no exaltarse; si lo hacen, sin duda caerán bajo la acusación del orgullo del fariseo, quien, mientras se justificaba, condenó al publicano), que venga conmigo al médico. Que no juzgue antes de tiempo hasta que venga el Señor, quien "sacará a la luz lo oculto de las tinieblas y manifestará los designios de los corazones" (1Cor 4,5). Recordad también las palabras "no juzguéis, y no seréis juzgados" (Mt 7,1), y "no condenéis, y no seréis condenados" (Lc 6,37). En una palabra, hermanos, si mis ofensas tienen cura, ¿por qué tal persona no obedece al maestro de las iglesias, que dice "reprende, exhorta, reprende" (2Tm 4,2)? Si, por otro lado, mi iniquidad es irremediable, ¿por qué no me resiste cara a cara y, al publicar mis transgresiones, libra a las iglesias del mal que les traigo? No toleréis a escondidas la calumnia que se profiere contra mí. Éste es el insulto que cualquier esclava de la muela podría proferir, éste es el tipo de elegante ostentación que podríais esperar de cualquier vagabundo de la calle. Sus lenguas están preparadas para cualquier calumnia. No obstante, hay obispos, y por eso lo que yo digo es que que se apele a ellos. Hay un clero en cada diócesis de Dios, luego que se reúnan los más eminentes. Que quien quiera hable con libertad, para que yo tenga que lidiar con una acusación, no con una calumnia. Que mi maldad secreta salga a la luz; que ya no me odien, sino que me amonesten como hermano. Es más justo que los bienaventurados y los inocentes nos compadezcan, que que se nos trate con ira.
V
Si mi falta es un punto de fe, que se me señale el documento. De nuevo, que se designe una investigación justa e imparcial. Que se lea la acusación; que se someta a prueba, para ver si no surge de la ignorancia del acusador, ni de la culpa en la escritura (pues las cosas correctas a menudo no les parecen tales a quienes carecen de un juicio preciso). Pesos iguales parecen desiguales cuando los brazos de la balanza son de diferente tamaño. Quienes tienen el sentido del gusto destruido por la enfermedad, a veces piensan que la miel es agria. Un ojo enfermo no ve muchas cosas que existen y observa muchas cosas que no existen. Lo mismo ocurre con frecuencia con respecto a la fuerza de las palabras, cuando el crítico es inferior al escritor. El crítico debería, en realidad, partir de una formación y un equipo similares a los del autor. Un hombre que ignora la agricultura es completamente incapaz de criticar la ganadería, y las distinciones entre armonía y discordancia solo pueden ser juzgadas adecuadamente por un músico experto. Pero cualquiera que elija se postulará para un crítico literario, aunque no pueda decirnos dónde fue a la escuela o cuánto tiempo dedicó a su educación, y no sepa nada de letras en absoluto. Veo claramente que, incluso en el caso de las palabras del Espíritu Santo, la investigación de los términos no debe ser intentada por cualquiera, sino por aquel que tiene el espíritu de discernimiento, como el apóstol nos ha enseñado, en las diferencias de dones: "A uno es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría; a otro la palabra de conocimiento por el mismo Espíritu; a otro la fe por el mismo Espíritu; a otro el don de sanidades por el mismo Espíritu; a otro el hacer milagros; a otro la profecía; a otro el discernimiento de espíritus" (1Cor 12,8-10). Por lo tanto, si mis dones son espirituales, quien quiera juzgarlos debe mostrar prueba de su propia posesión del don de discernimiento de espíritus. Si, por el contrario, como él calumniador afirma, mis dones provienen de la sabiduría de este mundo, que demuestre que es un experto en la sabiduría de este mundo, y me someteré a su veredicto. Y que nadie suponga que estoy poniendo excusas para evadir la acusación. Pongo en vuestras manos, queridos hermanos, que investiguen por sí mismos los puntos que se alegan en mi contra. ¿Son tan lentos de entendimiento como para depender completamente de abogados para descubrir la verdad? Si los puntos en cuestión les parecen bastante claros, convenzan a los bufones de que abandonen la discusión. Si hay algo que no entiendan, pregúntenme, a través de las personas designadas.¿Quién me hará justicia? ¿O me pedirá explicaciones por escrito? ¿Y se esforzará al máximo para que nada quede sin examinar?
VI
¿Qué prueba más clara puede haber de mi fe que la de haber sido criado por mi abuela, bendita mujer, que descendió de vosotros? Me refiero a la célebre Macrina, quien me enseñó las palabras del bienaventurado Gregorio (las cuales, hasta donde la memoria ha conservado hasta sus días, ella misma atesoró, mientras me moldeaba y formaba, siendo aún niño, en las doctrinas de la piedad). Cuando alcancé la capacidad de pensar, al haber madurado mi razón por la edad adulta, viajé por mucho mar y tierra, y a quienes encontré andando en la regla de la piedad los liberé, los consideré padres y los convertí en guías de mi alma en mi camino hacia Dios. Hasta el día de hoy, por la gracia de Aquel que me ha llamado en su santo llamamiento al conocimiento de sí mismo, no conozco ninguna doctrina opuesta a la sana enseñanza que ha calado en mi corazón; ni mi alma jamás fue contaminada por la infame blasfemia de Arrio. Si alguna vez he recibido en comunión a alguien que haya venido de ese maestro, ocultando profundamente sus defectos, o pronunciando palabras de piedad, o en cualquier caso, sin oponerse a lo que he dicho, es en estos términos que lo he admitido; y no he permitido que mi juicio sobre ellos recaiga completamente en mí, sino que he seguido las decisiones dadas al respecto por nuestros padres. Tengo en mi mano la carta del muy bendito padre Atanasio, obispo de Alejandría, en la que declara claramente que, cualquiera que exprese su deseo de abandonar la herejía de los arrianos, y acepte el Credo de Nicea, debe ser recibido sin vacilación ni dificultad, citando en apoyo de su opinión el asentimiento unánime de los obispos de Macedonia y de Asia. Yo, considerándome obligado a seguir la alta autoridad de tal hombre y de aquellos que hicieron la regla, y con todo el deseo de mi parte de ganar la recompensa prometida a los pacificadores, inscribí en las listas de comulgantes a todos los que aceptaron ese Credo.
VII
Lo justo sería juzgarme, y no por uno o dos que no andan rectamente en la verdad, sino por la multitud de obispos de todo el mundo, unidos a mí por la gracia del Señor. Investigad a los pisidios, licaones, isaurios, frigios de ambas provincias, armenios vecinos, macedonios, aqueos, ilirios, galos, españoles, toda Italia, sicilianos, africanos, la región saludable de Egipto, lo que queda de Siria. Todos ellos me envían cartas y, a su vez, las reciben de mí. De estas cartas, así como de todas las que ellos envían y de todas las que les enviamos, pueden aprender que todos compartimos una misma mente y una misma opinión. Quien rehúya la comunión conmigo, no puede escapar a su precisión, se aísla de toda la Iglesia. Mirad a vuestros alrededor, hermanos. ¿Con quién comulgáis? Si no la recibís de mí, ¿quién queda para reconoceros? No me obliguéis a aconsejar nada desagradable sobre una Iglesia tan querida para mí. Hay cosas que ahora escondo en lo más profundo de mi corazón, gimiendo y lamentando en secreto los tiempos aciagos en que vivimos, pues las iglesias más grandes, que durante mucho tiempo han estado unidas en amor fraternal, ahora, sin razón alguna, se oponen mutuamente. No me obliguéis a quejarme de estas cosas con todos los que están en comunión conmigo. No me obliguéis a pronunciar palabras que hasta ahora he reprimido con la reflexión y he guardado en mi corazón. Mejor sería para mí ser removido y las iglesias estar unidas, que dejar que el pueblo de Dios sufra tanto mal por nuestra infantil mala voluntad. Preguntad a vuestros antepasados, y os dirán que, aunque nuestros distritos estaban divididos en cuanto a posición social, en mente eran uno solo y se regían por un mismo sentimiento. La comunicación entre la gente era frecuente, y frecuentes eran las visitas del clero, y los pastores también tenían tal afecto mutuo, que cada uno se usaba como maestro y guía en asuntos relacionados con el Señor.
CARTA
205
Al obispo Elpidio
Una vez más, he dado la orden al amado presbítero Melecio para que le transmita mis saludos. Había decidido evitarle la debilidad que voluntariamente se ha impuesto, sometiendo su cuerpo por amor al evangelio de Cristo. No obstante, he creído oportuno saludarle por medio de hombres como él, capaces de suplir por sí mismos todas las deficiencias de mi carta y de convertirse, tanto para el autor como para el destinatario, en una especie de epístola viviente. También cumplo el profundo deseo que siempre ha tenido de ver a su excelencia, desde que ha experimentado sus altas cualidades. Por eso, le he rogado que viaje hasta usted, y a través de él cumplo con la deuda de la visita que le debo, y le suplico que ore por mí y por la Iglesia de Dios, para que el Señor me conceda la liberación de las injurias de los enemigos del evangelio y pueda vivir en paz y tranquilidad. Si usted, en su sabiduría, considera necesario que viajemos al mismo lugar y nos reunamos con el resto de nuestros honorables hermanos obispos de las regiones costeras, indique usted mismo un lugar y una fecha adecuados para dicha reunión. Escriba a nuestros hermanos para que, en el momento señalado, todos puedan dejar sus asuntos pendientes y contribuir a la edificación de las iglesias de Dios, disipar el dolor que ahora sufrimos por nuestras sospechas mutuas y establecer el amor, sin el cual el Señor mismo ha ordenado que la obediencia a todo mandamiento será nula.
CARTA
206
Al obispo Elpidio
Ahora, sobre todo, siento mi debilidad física, al ver cómo obstaculiza el bienestar de mi alma. Si las cosas hubieran ido como esperaba, no estaría hablando contigo por carta ni por mensajero, sino que personalmente habría estado pagando la deuda de afecto y disfrutando de las ventajas espirituales cara a cara. Ahora estoy en una situación que me alegraría enormemente si pudiera desplazarme por mi país para las necesarias visitas a las parroquias de mi distrito. Pero que el Señor te conceda fuerza y buena voluntad, y a mí, además de mi ferviente deseo, la posibilidad de disfrutar de tu compañía cuando esté en el país de Comana. Temo que tus problemas domésticos te sean un obstáculo, pues he sabido de tu aflicción por la pérdida de tu pequeño. Para un abuelo, su muerte no puede ser más que dolorosa. Por otro lado, para un hombre que ha alcanzado un grado tan alto de virtud, y que tanto por tu experiencia de este mundo como por tu formación espiritual conoce la naturaleza humana, es natural que la separación de tus seres queridos no te resulte del todo intolerable. El Señor exige de nosotros lo que no exige de todos. La mayoría de la humanidad vive por costumbre, pero la regla de vida del cristiano es el mandamiento del Señor y el ejemplo de los santos de la antigüedad, cuya grandeza de alma se manifestó, sobre todo, en la adversidad. Para que puedas dejar a quienes te sucedan un ejemplo de fortaleza y de genuina confianza en lo que esperamos, demuestra que no te dejas vencer por el dolor, sino que te sobrepones a tus penas, eres paciente en la aflicción y te regocijas en la esperanza. Ruego que nada de esto sea un obstáculo para nuestro anhelado encuentro. Los niños son considerados inocentes debido a su tierna edad. En cambio, tú y yo tenemos la responsabilidad de servir al Señor, como él nos manda, y de estar siempre preparados para la administración de los asuntos de las iglesias. Para el debido cumplimiento de ese deber, el Señor ha reservado grandes recompensas para los mayordomos fieles y sabios.
CARTA
207
Al clero de Neocesarea
I
Todos coinciden en odiarme. Han seguido hasta el cansancio al líder de la guerra contra mí. Por lo tanto, decidí no decir ni una palabra a nadie. Decidí no escribir ninguna carta amistosa ni iniciar ninguna comunicación, sino guardar silencio sobre mi dolor. Sin embargo, es incorrecto guardar silencio ante la calumnia, y no para que por contradicción podamos justificarnos, sino para evitar que una mentira se propague y sus víctimas resulten perjudicadas. Por lo tanto, he creído necesario plantearles este asunto también a todos ustedes y escribirles una carta, aunque, cuando escribí recientemente a todo el presbiterio en común, no me hicieron el honor de responderme. No satisfagan, hermanos míos, la vanidad de quienes llenan sus mentes de opiniones perniciosas. No consientan en mirar con ligereza cuando, según saben, el pueblo de Dios está siendo subvertido por enseñanzas impías. Sólo Sabelio el Libio y Marcelo el Gálata se han atrevido a enseñar y escribir lo que los líderes de su pueblo intentan presentar como su propio descubrimiento. Dan mucha charla al respecto, pero son completamente incapaces de dar a sus sofismas y falacias siquiera un toque de verdad. En sus arengas contra mí no se acobardan ante ninguna maldad, y se niegan persistentemente a reunirse conmigo. ¿Por qué? ¿Acaso temen ser condenados por sus propias opiniones perversas? Sí, y en sus ataques contra mí han perdido tanto el sentido de la vergüenza que inventan ciertos sueños para desacreditarme mientras acusan falsamente mi enseñanza de ser perniciosa. Que carguen sobre sus cabezas todas las visiones de los meses de otoño, pues no pueden blasfemar contra mí, y en cada iglesia hay muchos que dan testimonio de la verdad.
II
Cuando se les pregunta la razón de esta guerra furiosa e implacable, estos calumniadores alegan salmos y una música diferente a la habitual entre ustedes, y pretextos similares de los que deberían avergonzarse. Además, se nos acusa de mantener en la práctica de la verdadera religión a hombres que han renunciado al mundo y a todas esas preocupaciones de esta vida, que el Señor compara con espinas que impiden que la palabra dé fruto. Hombres como ellos llevan en el cuerpo la muerte de Jesús, han tomado su propia cruz y son seguidores de Dios. Con gusto daría mi vida si estas fueran realmente mis faltas, y si tuviera a mi lado hombres que me reconocieran como maestro y que hubieran elegido esta vida ascética. He oído que esta clase de virtud se encuentra ahora en Egipto, y quizás haya algunos hombres en Palestina cuya conversación sigue los preceptos del evangelio. También me dicen que hay hombres perfectos y benditos en Mesopotamia. Nosotras, en comparación con las personas perfectas, somos niñas. Si las mujeres también han elegido vivir la vida del evangelio, prefiriendo la virginidad al matrimonio, cautivando la lujuria de la carne y viviendo en el luto que se llama bienaventurado, son bienaventuradas en su profesión dondequiera que se encuentren. Sin embargo, tenemos pocos ejemplos de esto que mostrar, pues entre nosotras las personas aún están en una etapa elemental y están siendo gradualmente conducidas a la piedad. Si se presentan acusaciones de desorden contra la vida de nuestras mujeres, no me comprometo a defenderlas. Sin embargo, una cosa sí digo: que estos corazones audaces, y estas bocas desenfrenadas, siempre expresan sin temor lo que Satanás, padre de la mentira, hasta ahora no ha podido decir. Quiero que sepan que nos alegramos de tener asambleas de hombres y mujeres, cuya conversación está en el cielo y que han crucificado la carne con sus afectos y lujurias; no se preocupan por la comida ni el vestido, sino que permanecen tranquilos junto a su Señor, continuando día y noche en oración. Sus labios no hablan de las obras de los hombres, sino que cantan himnos a Dios continuamente, trabajando con sus propias manos para poder distribuir a los necesitados.
III
En cuanto a la acusación relacionada con el canto de los salmos, con la que mis calumniadores atemorizan especialmente a la gente común, mi respuesta es la siguiente: que las costumbres que prevalecen ahora son compatibles con las de todas las iglesias de Dios. Entre nosotros, la gente va de noche a la casa de oración y, con angustia, aflicción y constantes lágrimas, haciendo confesión a Dios, finalmente se levantan de sus oraciones y comienzan a cantar salmos. Divididos en dos partes, cantan antífonamente entre sí, confirmando así su estudio de los evangelios y, al mismo tiempo, desarrollando un carácter atento y un corazón libre de distracciones. Después, vuelven a encargar el preludio de la melodía a uno, y los demás lo retoman. Y así, tras pasar la noche en diversas salmodias, orando a intervalos al amanecer, todos juntos, como con una sola voz y un solo corazón, elevamos el salmo de confesión al Señor, cada uno formando sus propias expresiones de penitencia. Si por estas razones me renunciáis, renunciaréis a los egipcios, libios, tebanos, palestinos, árabes, fenicios, sirios y habitantes del Eufrates. En una palabra, a todos aquellos entre quienes se han celebrado vigilias, oraciones y salmodia común.
IV
Se alega que estas prácticas no se observaban en la época del gran Gregorio. Mi réplica es que incluso las letanías que ahora usan no se usaban en su época. No digo esto para criticarlos; pues mi oración sería que cada uno de ustedes viva en lágrimas y penitencia continua. Nosotros, por nuestra parte, siempre ofrecemos súplica por nuestros pecados, pero propiciamos a nuestro Dios no como ustedes, con palabras humanas, sino con los oráculos del Espíritu. ¿Y qué evidencia tienen de que esta costumbre no se seguía en la época del gran Gregorio? No han conservado ninguna de sus costumbres hasta el presente. Gregorio no se cubría la cabeza al orar. ¿Cómo podría hacerlo? Era un fiel discípulo del apóstol que dice que "todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza" (1Cor 11,4). Y el hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen de Dios (1Cor 11,7). Gregorio, alma pura y digna de la comunión del Espíritu Santo, se conformaba con el sí y el no, conforme al mandamiento del Señor, quien dijo: "No juréis en absoluto" (Mt 5,34). Gregorio no soportaba llamar necio a su hermano, pues le aterraba la amenaza del Señor. La pasión, la ira y la amargura nunca salieron de su boca. Odiaba la palabrota porque no conduce al reino de los cielos. La envidia y la arrogancia habían sido expulsadas de esa alma inocente. Nunca se habría presentado ante el altar antes de reconciliarse con su hermano. Abominaba la mentira o cualquier palabra destinada a calumniar a alguien, como quien sabe que las mentiras vienen del diablo y que el Señor destruirá a todo el que miente. Si no tienen ninguna de estas cosas y están libres de todo, entonces son verdaderamente discípulos del discípulo del Señor. De lo contrario, tengan cuidado, no sea que en sus disputas sobre el modo de cantar los salmos, coléis el mosquito y desestiméis el mayor de los mandamientos. Me he visto obligado a usar estas expresiones por la urgencia de mi defensa, para que aprendas a quitar la viga de tus propios ojos antes de intentar quitar las motas de los demás. Sin embargo, lo concedo todo, aunque no hay nada que no se investigue ante Dios. Tan sólo dejen que los grandes asuntos prevalezcan, y no permitan que las innovaciones en la fe se hagan oír. No desprecien las hipóstasis, no nieguen el nombre de Cristo, no malinterpreten las palabras de Gregorio. Si lo hacen, mientras respiren y tengan la capacidad de hablar, yo no podré callar, al ver que las almas están siendo destruidas de esta manera.
CARTA
208
A Eulancio
Has guardado silencio durante mucho tiempo, a pesar de tu gran capacidad de palabra y de tu gran destreza en el arte de la conversación y de exhibirte con tu elocuencia. Posiblemente sea Neocesarea la causa de que no me escribas. Supongo que debo tomarlo como un gesto de bondad si quienes están allí no me recuerdan, pues, según me informan quienes cuentan lo que oyen, mencionarme no es amable. Sin embargo, tú solías ser de los que eran antipáticos por mi causa, no de los que me desprecian por los demás. Espero que esta descripción te siga siendo válida, que dondequiera que estés me escribas y tengas buenos recuerdos de mí, si es que te importa lo justo y lo correcto. Ciertamente, es justo que quienes han sido los primeros en mostrar afecto sean recompensados con su propia moneda.
Carta
209
Sin destinatario definido
Te toca compartir mi aflicción y luchar por mí. En esto reside tu hombría. Dios, que ordena nuestras vidas, concede a quienes son capaces de sostener grandes batallas mayores oportunidades de alcanzar renombre. En verdad, has arriesgado tu vida como prueba de tu valor por tu amigo, como oro en la fragua. Ruego a Dios que otros hombres sean mejores, y que tú sigas siendo como eres, y no dejes de criticarme (como haces) y acusarme de no escribirte a menudo, como una falta que te perjudica enormemente. Esta es una acusación sólo hecha por un amigo. Persiste en exigir el pago de tales deudas. No soy tan irrazonable al pagar las exigencias de afecto.
CARTA
210
A los notables de Neocesarea
I
No tengo obligación de publicar mi opinión, ni de explicarles las razones de mi estancia actual, pues no suelo hacerme publicidad, ni el asunto merece publicidad. No sigo mis propias inclinaciones, y lo que hago es responder al desafío de sus líderes. Siempre he buscado ser ignorado con más ahínco que los cazadores de popularidad buscan la notoriedad. Según me han dicho, los oídos de todos en su pueblo están excitados, mientras que ciertos chismosos, creadores de mentiras, contratados para este mismo trabajo, les cuentan una historia sobre mí y mis acciones. Por lo tanto, no creo que deba pasar por alto que estén expuestos a la enseñanza de la mala intención y el lenguaje soez. Creo que estoy obligado a decirles yo mismo en qué posición me encuentro. Desde mi infancia he conocido este lugar, pues aquí me crió mi abuela. Aquí me he retirado a menudo y aquí he pasado muchos años, intentando escapar del bullicio de los asuntos públicos, pues la experiencia me ha enseñado que la tranquilidad y la soledad del lugar son propicias para la reflexión seria. Además, como mis hermanos viven aquí, me he retirado con gusto a este retiro y he tomado un breve respiro de las presiones que me agobian, no como un centro desde el que molestar a otros, sino para satisfacer mis propios anhelos.
II
¿Dónde está la necesidad de recurrir a sueños, y de contratar a sus intérpretes, y de convertirme en tema de conversación entre copas en espectáculos públicos? Si me hubieran calumniado desde cualquier otro lugar, los habría llamado a declarar para que probaran lo que pienso, y ahora les pido a todos que recuerden aquellos tiempos en que fui invitado por su ciudad para encargarme de la educación de los jóvenes, y una delegación de los hombres más destacados entre ustedes vino a verme. Después, cuando todos me rodearon, ¿qué no estaban dispuestos a dar? ¿Qué no a prometer? Sin embargo, no pudieron retenerme. ¿Cómo pude entonces yo, que en aquel momento no los escuché cuando me invitaron, intentar ahora presentarme sin invitación? ¿Cómo pude yo, que cuando me elogiaron y admiraron, los evité, haber pretendido cortejarlos ahora que me calumnian? Nada de eso, señores, que yo no soy tan barato. Ningún hombre en su sano juicio subiría a un barco sin timonel, ni se acercaría a una iglesia donde los hombres al timón están provocando tempestades y tormentas. ¿De quién fue la culpa de que la ciudad estuviera llena de tumulto, cuando algunos huían sin nadie tras ellos, y otros se escabullían sin que hubiera ningún invasor cerca, y todos los magos y adivinos blandían sus fantasmas? ¿De quién más fue la culpa? ¿Acaso no sabe cualquier niño que fue de los cabecillas de la turba? Sería de mal gusto por mi parte relatar las razones de su odio hacia mí; pero son bastante fáciles de comprender para ustedes. Cuando la amargura y la división han llegado al extremo de la ferocidad, y la explicación de la causa es completamente infundada y ridícula, entonces la enfermedad mental es evidente, peligrosa ciertamente para el bienestar ajeno, pero grave y personalmente calamitosa para el paciente. Y hay un punto encantador en ellas. Desgarrados y atormentados por la agonía interior como están, aún no pueden hablar de ello por vergüenza. Su estado puede conocerse no solo por su comportamiento conmigo, sino por el resto de su conducta. Si fuera desconocido, no importaría mucho. Pero la verdadera causa de su rechazo a la comunicación conmigo puede pasar desapercibida para la mayoría de ustedes. Escuchen, y se lo diré.
III
Entre ustedes se está gestando un movimiento ruinoso para la fe, desleal a los dogmas apostólicos y evangélicos, y también a la tradición de Gregorio, el verdaderamente grande, y de sus sucesores hasta el bienaventurado Musonio, cuya enseñanza aún resuena en sus oídos. Pues aquellos que, por temor a ser refutados, forjan invenciones contra mí, intentan renovar la antigua maldad de Sabelio, iniciada hace mucho tiempo y extinguida por la tradición del gran Gregorio. Pero despídanse de esas cabezas cargadas de vino, aturdidas por los vapores que emanan de su desenfreno, y de mí, que estoy completamente despierto y por temor a Dios no puedo callar, escuchen la plaga que azota a ustedes. El sabelianismo es judaísmo introducido en la predicación del evangelio bajo la apariencia de cristianismo. En efecto, si alguien llama Padre, Hijo y Espíritu Santo una sola cosa de múltiples facetas, y hace de la hipóstasis de los tres una sola, ¿qué es esto sino negar la preexistencia eterna del Unigénito? Además, niega también la estancia del Señor entre los hombres en la encarnación, el descenso a los infiernos, la resurrección, el juicio. Niega también las operaciones propias del Espíritu. Y oigo que entre ustedes se aventuran innovaciones aún más temerarias que las del insensato Sabelio. Se dice, y esto con base en el testimonio de testigos, que astutos hombres llegan al extremo de afirmar que no existe tradición del nombre del Unigénito, mientras que sí la hay del nombre del adversario. Ante esto se alegran y se llenan de júbilo, como si fuera un descubrimiento propio, y sobre todo cuando se dice: "Si otro viene en su propio nombre, a ese recibís". Respecto a la frase "bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), ellos afirman que el nombre es uno solo y no tres.
IV
Me avergüenzo de escribirles, pues los hombres así culpables son de mi propia sangre; y gimo por mi propia alma, pues, como boxeadores que luchan contra dos hombres a la vez, sólo puedo dar a la verdad su fuerza propia atacando con mis pruebas y derribando los errores de doctrina, tanto a la derecha como a la izquierda. Por un lado, me atacan los anomeanos; por el otro, los sabelianos. Les imploro que no presten atención a estos sofismas abominables e impotentes. Sepan que el nombre de Cristo, que es sobre todo nombre, es su ser llamado Hijo de Dios, como dice Pedro: "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hch 4,12). En cuanto a las palabras "vine en nombre de mi Padre", debe entenderse que así lo dice, describiendo a su Padre como origen y causa de sí mismo. Si se dice "bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", no debemos suponer que aquí se nos da un solo nombre. Pues así como quien dijo Pablo , Silas y Timoteo mencionó tres nombres, y los vinculó uno con el otro mediante el término y, así también quien habló del nombre de Padre, Hijo y Espíritu Santo mencionó tres, y los unió mediante la conjunción, enseñando que con cada nombre debe entenderse su propio significado; pues los nombres significan cosas. Nadie dotado con la más mínima partícula de inteligencia duda de que la existencia perteneciente a las cosas es peculiar y completa en sí misma. Del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo existe la misma naturaleza y una sola deidad, pero estos son nombres diferentes, y nos exponen la circunscripción y exactitud de los significados. A menos que el significado de las cualidades distintivas de cada uno sea inconfundible, es imposible que la doxología se ofrezca adecuadamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Esta negación no es fácil, pues contamos con muchos testigos que oyeron estas cosas. No obstante, dejemos atrás lo pasado, y que se abra firme el ahora. Si persisten en el mismo error, debo proclamar su calamidad incluso a otras iglesias y conseguir que más obispos les escriban cartas. En mis esfuerzos por desmantelar esta enorme masa de impiedad que crece gradual y secretamente, lograré algo para lograr mi objetivo; o al menos mi testimonio actual me exonerará de culpa en el día del juicio.
V
Ya habían insertado estas expresiones en sus propios escritos. Las enviaron primero al hombre de Dios, Melecio, obispo, y tras recibir de él una respuesta adecuada, como madres de monstruos, avergonzados de sus deformidades naturales, estos hombres dieron a luz y crían a su repugnante prole en la oscuridad apropiada. También intentaron hacerlo por carta a mi querido amigo Antimo, obispo de Tiana, alegando que Gregorio había dicho en su exposición de la fe que Padre e Hijo son dos en pensamiento, pero uno en hipóstasis. Quienes se felicitan por la sutileza de su inteligencia no pudieron percibir que esto no se refiere a una opinión dogmática, sino a una controversia con Eliano. Y en esta disputa hay no pocos errores de copistas, como, si Dios quiere, demostraré en el caso de las expresiones utilizadas. Pero en su afán por convencer a los paganos, consideró innecesario ser amable con las palabras que empleaba. A veces juzgaba más prudente hacer concesiones al carácter del sujeto persuadido, para no desaprovechar la oportunidad que se le brindaba. Esto explica por qué se pueden encontrar allí muchas expresiones que ahora respaldan con fuerza a los herejes, como por ejemplo, criatura, cosa creada, etc. Pero quienes critican estos escritos ignorantemente se refieren a la cuestión de la divinidad en gran parte de lo que se dice en referencia a la conjunción con el hombre (como es el caso de este pasaje que pregonan). Es indispensable tener una comprensión clara de que, así como quien no confiesa la comunidad de la esencia o sustancia cae en el politeísmo, quien se niega a reconocer la distinción entre las hipóstasis se deja arrastrar por el judaísmo. Debemos mantener la mente fija en cierto tema subyacente y, al formarnos una idea clara de sus líneas distintivas, llegar así al fin deseado. Suponiendo que no pensemos en la paternidad ni en Aquel de quien se distingue esta cualidad distintiva, ¿cómo podemos aceptar la idea de Dios Padre? Enumerar las diferencias entre las personas es insuficiente, y por eso debemos confesar que cada persona tiene una existencia natural en una hipóstasis real. Ahora bien, Sabelio ni siquiera desaprobaba la formación de las personas sin hipóstasis, afirmando que el mismo Dios, siendo uno en materia, se metamorfoseaba según lo requería la necesidad del momento, y se le mencionaba ora como Padre, ora como Hijo, ora como Espíritu Santo. Los inventores de esta herejía anónima están renovando el viejo error, extinguido hace mucho tiempo; me refiero a quienes repudian las hipóstasis y niegan el nombre del Hijo de Dios. Deben dejar de proferir iniquidades contra Dios, o tendrán que lamentarse con quienes niegan a Cristo.
VI
Me he sentido obligado a escribirles en estos términos para que estén en guardia contra los daños que surgen de las malas enseñanzas. Si en realidad podemos comparar las enseñanzas perniciosas con drogas venenosas, como dicen sus soñadores, estas doctrinas son la cicuta y el acónito, o cualquier otra mortal para el hombre. Son estas las que destruyen las almas, y no mis palabras, como hacen creer esta escoria de borrachos chillones, llenos de las fantasías de su condición. Si tuvieran algo de sentido común, deberían saber que en las almas puras y limpias de toda impureza, el don profético brilla con claridad. En un espejo opaco no se puede ver el reflejo, ni un alma preocupada por las preocupaciones de esta vida y oscurecida por las pasiones de la lujuria de la carne puede recibir los rayos del Espíritu Santo. No todo sueño es profecía, como dice Zacarías: "El Señor hará nubes de resplandor, y les dará lluvias torrenciales, porque los ídolos han hablado vanidad, y los adivinos han contado sueños falsos" (Zac 10,1-2). Aquellos que, como dice Isaías, sueñan y aman dormir en su cama olvidan que una operación de error es enviada a los hijos de la desobediencia (Ef 2,2). Y hay un espíritu de mentira, que se levantó en falsas profecías, y engañó a Acab (1Re 22,22). Sabiendo esto, no debieron haberse enaltecido tanto como para atribuirse a sí mismos el don de profecía. Se muestra que se quedan muy cortos incluso en el caso del vidente Balaam. Balaam, cuando fue invitado por el rey de Moab con poderosos sobornos, no permitió que profiriera una palabra más allá de la voluntad de Dios, ni que maldijera a Israel, a quien el Señor no maldijo (Nm 22,11). Por tanto, si sus fantasías soñadoras no concuerdan con los mandamientos del Señor, que se contenten con los evangelios. Los evangelios no necesitan sueños para enriquecerse. El Señor nos ha enviado su paz y nos ha dejado un nuevo mandamiento: amarnos unos a otros. No obstante, los sueños traen discordia, división y destrucción del amor. Por tanto, no den ocasión al diablo para atacar sus almas en sueños, ni hagan de sus imaginaciones algo más poderoso que la enseñanza de la salvación.
CARTA
211
Al filósofo Olimpo
Sinceramente, al leer la carta de su excelencia, sentí una alegría y un placer inusitados, y al encontrarme con sus queridos hijos me pareció contemplarlo a usted mismo. Me encontraron sumido en la más profunda aflicción, pero se comportaron de tal manera que me hicieron olvidar la cicuta que sus soñadores y traficantes de sueños traen para mi mal, para complacer a quienes los han contratado. Ya he enviado algunas cartas; otras, si lo desea, seguirán. Sólo espero que sean de alguna utilidad para los destinatarios.
CARTA
212
A su amigo Hilario de Dazimon
I
Puedes imaginarte lo que sentí y en qué estado de ánimo me encontraba cuando llegué a Dazimon y descubrí que te habías ido unos días antes de mi llegada. Desde mi infancia te he admirado y, por lo tanto, desde nuestros días de colegio, he valorado mucho la comunicación contigo. Otra razón para ello es que nada es tan valioso como un alma que ama la verdad y está dotada de un juicio sólido en los asuntos prácticos. Creo que esto se encuentra en ti. Veo a la mayoría de los hombres, como en el hipódromo, divididos en facciones, algunos a favor de un bando y otros a favor de otro, y gritando con sus partidos. Pero tú estás por encima del miedo, la adulación y todo sentimiento innoble, y por eso miras la verdad con naturalidad y sin prejuicios. Veo que te interesan profundamente los asuntos de las iglesias, sobre los cuales me has enviado una carta, como dijiste en la última. Quisiera saber quién se encargó de la entrega de esta epístola anterior, para saber quién me ha perjudicado con su pérdida. Aún no he recibido ninguna carta suya sobre este tema.
II
¿Cuánto habría dado, pues, por conocerte y contarte todas mis penas? Cuando uno sufre, como sabes, incluso describirlo es un alivio. Con cuánta alegría habría respondido a tus preguntas, no confiando en cartas sin vida, sino en mi propia persona, narrando cada detalle. La fuerza persuasiva de las palabras vivas es más eficaz y no son tan susceptibles como las cartas a ataques y tergiversaciones. Porque ahora nadie ha dejado nada sin probar, y los mismos hombres en quienes deposito mi mayor confianza, hombres que, al verlos entre otros, consideraba algo más que humanos, han recibido documentos escritos por alguien y los han enviado, sean lo que sean, como míos, y por ello me calumnian ante los hermanos como si no hubiera nada que los hombres piadosos y fieles debieran aborrecer más que mi nombre. Desde el principio, mi objetivo ha sido vivir en el anonimato, a un nivel inalcanzable para cualquiera que haya considerado la debilidad humana. No obstante, ahora, como si por otro lado hubiera sido mi propósito hacerme famoso ante el mundo, se ha hablado de mí por toda la tierra, y debo añadir que también por todo el mar. En efectos, algunos hombres que llegan al límite de la impiedad, e introducen en las iglesias la opinión impía de la desigualdad, me están combatiendo. Quienes también sostienen la vía media, como creen, y, aunque parten de los mismos principios, no extraen sus consecuencias lógicas por ser tan opuestos a la opinión de la mayoría, me son igualmente hostiles, abrumándome con sus reproches al máximo de sus fuerzas y sin abstenerse de ningún ataque insidioso contra mí. Pero el Señor ha hecho vanos sus esfuerzos. ¿No es este un estado lamentable? ¿No debería hacerme la vida dolorosa? En cualquier caso, tengo un consuelo en mis aflicciones: mi enfermedad física. Estoy seguro de que esto no me permitirá permanecer mucho más tiempo en esta vida miserable. No más sobre este punto. Te exhorto también a ti, en tu enfermedad física, a que te comportes con valentía y seas digno del Dios que nos ha llamado. Si él nos ve aceptando nuestras circunstancias presentes con agradecimiento, o bien apartará nuestras penas como hizo con las de Job, o bien nos recompensará con las gloriosas coronas de la paciencia en la vida venidera.
CARTA
213
Sin destinatario definido
I
Que el Señor, quien me ha brindado pronta ayuda en mis aflicciones, te conceda la ayuda del consuelo con el que me has confortado al escribirme, recompensando tu consuelo en mi humilde ser con la verdadera y gran alegría del Espíritu. En verdad, me sentí abatido al ver en una gran multitud la insensibilidad casi brutal e irrazonable del pueblo, y la inveterada e inerradicable insatisfacción de sus líderes. No obstante, vi tu carta, vi el tesoro de amor que contenía, y entonces supe que Aquel que ordena todas nuestras vidas había hecho brillar un dulce consuelo sobre mí en la amargura de mi vida. Por lo tanto, saludo a tu santidad a cambio, y te exhorto, como es mi costumbre, a no dejar de orar por mi vida desdichada, para que nunca, ahogado en las irrealidades de este mundo, olvide a Dios, quien levanta a los pobres del polvo. ¿Para qué? Para que nunca me enorgullezca y caiga en la condenación del diablo. Para que el Señor nunca me encuentre descuidando mi mayordomía ni dormido. Para que jamás, desempeñándola mal ni hiriendo la conciencia de mis compañeros, ni juntándome con los borrachos, sufra las penas que el justo juicio de Dios amenaza con imponer a los mayordomos malvados. Les suplico, por tanto, que en todas sus oraciones pidan a Dios que yo esté alerta en todo; para que no sea vergüenza ni deshonra para el nombre de Cristo, en la revelación de los secretos de mi corazón, en el gran día de la aparición de nuestro Salvador Jesucristo.
II
Sepan, pues, que espero ser convocado a la corte por la perversidad de los herejes, en nombre de la paz. Sepan también que, al ser informado, este obispo me escribió para que me apresurara a ir a Mesopotamia y, tras reunir a quienes en ese país comparten nuestros mismos sentimientos y están fortaleciendo el estado de la Iglesia, viajara con ellos hasta el emperador. Quizás mi salud no me permita emprender un viaje en invierno. De hecho, hasta ahora no he considerado el asunto urgente, a menos que ustedes lo aconsejen. Por lo tanto, esperaré su consejo para decidirme. Les ruego, pues, que no pierdan tiempo en hacerme saber, por medio de uno de nuestros fieles hermanos, qué camino les parece mejor a la divina guía de su excelencia.
CARTA
214
Al conde Terencio
I
Cuando supe que su excelencia se había visto obligado de nuevo a participar en los asuntos públicos, me sentí profundamente angustiado (a decir verdad) al pensar en lo contrario a su parecer que, tras haber abandonado las preocupaciones de la vida oficial y dedicarse al cuidado de su alma, se viera obligado a retomar su antigua profesión. En aquel momento, pensé que quizás el Señor había dispuesto que su excelencia vuelva a aparecer en público con el deseo de conceder el don de un alivio a los innumerables dolores que ahora aquejan a la Iglesia en nuestra parte del mundo. Además, me alegra pensar que estoy a punto de encontrarme con su excelencia una vez más antes de partir de esta vida.
II
Me ha llegado el rumor de que estás en Antioquía y que estás tratando asuntos pendientes con las principales autoridades. Además, he oído que los hermanos del partido de Paulino están entablando conversaciones con su excelencia sobre la unión con nosotros; y por nosotros me refiero a aquellos que apoyan al bendito hombre de Dios, Melecio. Además, oigo que los paulinos llevan una carta de los occidentales, asignándoles el episcopado de la Iglesia en Antioquía, pero hablando falsamente de Melecio, el admirable obispo de la verdadera Iglesia de Dios. No me sorprende. Ignoran por completo lo que sucede aquí; los demás, aunque se supone que lo saben, les dan cuenta de qué partido se antepone a la verdad. Y es de esperar que ignoren la verdad o que intenten ocultar las razones que llevaron al bendito obispo Atanasio a escribir a Paulino. Su excelencia tiene a su disposición a quienes pueden contarle con precisión lo sucedido entre los obispos durante el reinado de Joviano, y le ruego que obtenga información de ellos. No acuso a nadie, sino que ruego que pueda tener amor hacia todos, y especialmente hacia los de la familia de la fe (Gál 6,1). Por lo tanto, felicito a quienes han recibido la carta de Roma. Aunque es un gran testimonio a su favor, sólo espero que sea cierto y esté confirmado por los hechos. Nunca podré persuadirme, sobre estas bases, a ignorar a Melecio, ni a olvidar la Iglesia que está bajo su mando, ni a tratar como insignificantes y de poca importancia para la verdadera religión las cuestiones que originaron la división. Nunca cederé simplemente porque alguien se alegre mucho al recibir una carta de los hombres. Aun si hubiese descendido del mismo cielo, pero no está de acuerdo con la sana doctrina de la fe, no puedo considerarlo en comunión con los santos.
III
Considera bien, mi excelente amigo, que los falsificadores de la verdad, quienes han introducido el cisma arriano como una innovación en la sólida fe de los padres, no aducen otra razón para negarse a aceptar la piadosa opinión de los padres que el significado de la homoousion que sostienen en su maldad, y para calumniar toda la fe, alegando que nuestra afirmación es que el Hijo es consustancial en hipóstasis. Si les damos alguna oportunidad, dejándonos llevar por hombres que proponen estos sentimientos y similares, más por ingenuidad que por malevolencia, nada impide que les demos un argumento irrebatible contra nosotros mismos y confirmemos la herejía de aquellos cuyo único fin, en todas sus declaraciones sobre la Iglesia, es no tanto afirmar su propia postura como calumniar la mía. ¿Qué calumnia más grave podría haber? ¿Qué mejor manera de perturbar la fe de la mayoría que el hecho de que a algunos de nosotros se nos muestre que existe una sola hipóstasis de Padre, Hijo y Espíritu Santo? Nosotros afirmamos claramente que hay una diferencia de personas. Sabelio anticipó esta afirmación (afirmando que Dios es uno por hipóstasis), pero sosteniendo que la Escritura lo describe en diferentes personas, según las necesidades de cada caso (a veces bajo el nombre de Padre, cuando hay necesidad de esta persona; a veces bajo el nombre de Hijo cuando se trata de intereses humanos o de cualquier actividad económica; y a veces bajo la persona del Espíritu cuando la ocasión lo exige). Si a alguno de nosotros se le muestra que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno en sustancia, mientras que nosotros sostenemos las tres personas perfectas, ¿cómo evitaremos dar una prueba clara e incontrovertible de la verdad de lo que se afirma sobre nosotros?
IV
La no identidad de hipóstasis y ousía es, en mi opinión, sugerida incluso por nuestros hermanos occidentales, quienes, por sospechar la insuficiencia de su propio idioma, han dado la palabra ousia al griego, con el fin de preservar cualquier posible diferencia de significado en la distinción clara e inequívoca de términos. Si me piden que exprese brevemente mi propia opinión, afirmaré que ousia tiene la misma relación con la hipóstasis que lo común con lo particular. Cada uno de nosotros comparte la existencia por el término común de esencia (ousia) y por sus propias propiedades es tal y tal. De la misma manera, el término ousia es común, como la bondad, la divinidad o cualquier atributo similar; mientras que la hipóstasis se contempla en la propiedad especial de la paternidad, la filiación o el poder de santificar. Si describen a las personas como carentes de hipóstasis, la afirmación es per se absurda. Si admiten que las personas existen en hipóstasis real, como reconocen, que las consideren de tal manera que el principio de la homoousion se preserve en la unidad de la deidad, y que la doctrina predicada sea el reconocimiento de la verdadera religión, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la hipóstasis perfecta y completa de cada una de las personas nombradas. Sin embargo, hay un punto que quisiera recalcar a su excelencia: que usted y todos los que como usted se preocupan por la verdad, y honran al combatiente en la causa de la verdadera religión, esperen a que las más altas autoridades de la Iglesia (a quienes considero pilares y fundamentos de la verdad y de la Iglesia, a quienes reverencio aún más por haber sido condenados a castigo y exiliados lejos de casa) tomen la iniciativa para lograr esta unión y paz. Le imploro que se mantenga libre de prejuicios, para que en usted, a quien Dios me ha dado como apoyo y sostén en todo, pueda encontrar descanso.
CARTA
215
Al presbítero Doroteo
Aproveché la primera oportunidad para escribir al admirable conde Terencio, pensando que sería mejor escribirle sobre el asunto por medio de desconocidos, y deseando que nuestro querido hermano Acacio no sufriera ninguna demora. Por lo tanto, he entregado mi carta al tesorero del gobierno, quien viaja por correo imperial, y le he encomendado que se la muestre primero. No entiendo cómo es posible que nadie le haya dicho que el camino a Roma es totalmente impracticable en invierno, ya que la región entre Constantinopla y nuestras propias regiones está llena de enemigos. Si es necesario tomar la ruta por mar, la estación será favorable, siempre y cuando mi amado hermano Gregorio consienta en el viaje y en la comisión relativa a estos asuntos. Por mi parte, desconozco quién puede acompañarlo, y sé que es bastante inexperto en asuntos eclesiásticos. Con un hombre de buen carácter se puede llevar muy bien y ser tratado con respeto, pero ¿qué bien posible podría resultar para la causa de la comunicación entre un hombre orgulloso y exaltado, y por lo tanto incapaz de escuchar a quienes le predican la verdad desde un punto de vista inferior, y un hombre como mi hermano, para quien todo lo que se parezca al servilismo es desconocido?
CARTA
216
Al obispo Melecio de Antioquía
Muchos otros viajes me han alejado de casa. Llegué hasta Pisidia para resolver los asuntos de los hermanos de Isauria, en colaboración con los obispos de Pisidia. De allí viajé al Ponto, pues Eustacio había causado no pocos disturbios en Dazimón y había provocado allí una considerable secesión de nuestra iglesia. Incluso llegué hasta la casa de mi hermano Pedro, y, como no está lejos de Neocesárea, hubo considerables problemas para los neocesáreos y mucha rudeza conmigo. Algunos hombres huyeron cuando nadie los perseguía. Y se suponía que yo me entrometía sin ser invitado, simplemente para recibir elogios de la gente del lugar. En cuanto llegué a casa, tras contraer una grave enfermedad a causa del mal tiempo y mis ansiedades, recibí enseguida una carta de Oriente en la que se me informaba de que Paulino había recibido ciertas cartas de Occidente, en reconocimiento de una especie de derecho superior. y que los rebeldes antioquenos estaban enormemente entusiasmados con ellos, y estaban preparando un credo formal, ofreciendo sus términos como condición para la unión con nuestra Iglesia. Además de todo esto, me informaron que habían seducido a su facción al excelentísimo Terencio. Le escribí de inmediato, con la mayor vehemencia posible, para convencerlo de que se detuviera, y traté de señalar su falsedad.
CARTA
217
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Carta Canónica, III
Al regresar de un largo viaje (pues he estado en el Ponto por asuntos eclesiásticos y para visitar a mis parientes), con el cuerpo débil y enfermo, y el ánimo bastante destrozado, recibí la carta de su reverencia. Apenas recibí las señales de esa voz que para mí es la más dulce de todas, y de esa mano que tanto amo, olvidé todas mis penas. Si la recepción de su carta me alegró tanto, debería poder conjeturar cuánto valoro su presencia. Que el Santo me lo conceda, cuando le sea conveniente, y usted mismo me envíe una invitación. Y si viniera a la casa de Eufemias, me sería un placer encontrarme con usted, escapando de mis aflicciones y acercándome a su sincero afecto. Es posible que también, por otras razones, me vea obligado a ir hasta Nacianzo por la repentina partida del muy amado obispo Gregorio. Cómo o por qué ha sucedido esto, hasta ahora no tengo información. El hombre del que hablé con su excelencia, y que usted esperaba que estuviera listo para entonces, ha enfermado, como debe saber, de una enfermedad persistente y, además, padece una afección ocular derivada de su antigua dolencia y de la enfermedad que ahora padece, por lo que no está en condiciones de realizar ningún trabajo. No tengo a nadie más conmigo. Por lo tanto, es mejor, aunque me dejaron el asunto a mí, que propongan a alguien. De hecho, es inevitable pensar que las expresiones se usaron simplemente como una forma necesaria, y que lo que realmente deseaban era lo que originalmente solicitaron: que la persona seleccionada para el liderazgo fuera uno de ellos. Si hay alguno de los recién bautizados, lo apruebe o no macedonio, que sea nombrado. Usted le instruirá en sus deberes. El Señor, quien en todo coopera con usted, le concede su gracia también para esta obra.
LI
En cuanto al clero, los cánones han ordenado, sin hacer distinción alguna, que se asigne una pena para los que han caído en la tentación: la expulsión del ministerio, ya sea que estén en las órdenes o permanezcan en el ministerio que se confiere sin imposición de manos.
LII
La mujer que haya dado a luz a un niño y lo haya abandonado en el camino, si pudo salvarlo y lo descuidó, o si con ello pensó ocultar su pecado, o si fue movida por algún motivo brutal e inhumano, será juzgada como en un caso de asesinato. Si, por el contrario, no pudo mantenerlo, y el niño fallece por la intemperie y la falta de lo necesario para vivir, la madre será indultada.
LIII
La esclava viuda no incurre en falta grave si contrae un segundo matrimonio bajo pretexto de violación. No está sujeta a acusación por este motivo. Es más bien el objeto que el pretexto lo que debe tenerse en cuenta, pero es evidente que se expone al castigo de digamia.
LIV
Sé que ya he escrito a su reverencia, en la medida de lo posible, sobre las distinciones que deben observarse en casos de homicidio involuntario, y sobre este punto no puedo añadir nada más. Depende de su criterio aumentar o disminuir la severidad del castigo según lo requiera cada caso.
LV
A los asaltantes de ladrones, si están fuera, se les prohíbe la comunión del bien. Si son clérigos, son degradados de sus órdenes. Porque, como se dice, "todos los que toman la espada, a espada perecerán" (Mt 26,52).
LVI
El homicida intencional, que posteriormente se haya arrepentido, será excomulgado del sacramento durante 20 años. Los 20 años se le asignarán de la siguiente manera. Durante 4 años deberá llorar, de pie a la puerta de la casa de oración, suplicando a los fieles que entren que oren por él y confesando su propio pecado. Después de 4 años será admitido entre los oyentes y durante 5 años saldrá con ellos. Durante 7 años saldrá con los reclinatorios, rezando. Durante 4 años sólo estará de pie con los fieles y no participará en la oblación. Al finalizar este período, será admitido a participar del sacramento.
LVII
El homicida involuntario quedará excluido del sacramento durante 10 años. Los 10 años se distribuirán de la siguiente manera. Durante 2 años llorará, durante 3 años permanecerá entre los oyentes, durante 4 años se arrodillará, y durante 1 año permanecerá de pie. Luego será admitido a los santos ritos.
LVIII
El adúltero será excluido del sacramento durante 15 años. Durante 4 años será llorón, durante 5 años oyente, durante 4 años arrodillado y durante 2 años de pie sin comulgar.
LIX
El fornicador no será admitido a participar del sacramento durante 7 años; llorando 2 años, oyendo 2 años, arrodillándose 2 años y de pie 1 año. En el 8º año será recibido en la comunión.
LX
La mujer que haya profesado virginidad y haya roto su promesa cumplirá el tiempo señalado en caso de adulterio en su continencia. La misma regla se observará en el caso de los hombres que hayan profesado una vida solitaria y la hayan abandonado.
LXI
Al ladrón, si se ha arrepentido voluntariamente y se ha acusado a sí mismo, sólo se le prohibirá participar del sacramento durante 1 año, y si es condenado durante 2 años. El período se dividirá entre arrodillarse y estar de pie. Entonces será considerado digno de la comunión.
LXII
El que cometa actos indecorosos con varones quedará sujeto a disciplina por el mismo tiempo que los adúlteros.
LXIII
El que confiesa su iniquidad en caso de bestias observará el mismo tiempo de penitencia.
LXIV
Los perjuros serán penados con 10 años de excomunión, 2 años de llorar, 3 años de oír, 4 años de arrodillarse y 1 año de permanecer en pie. Tras esto, serán considerados dignos de la comunión.
LXV
El que confiesa magia o hechicería hará penitencia por el tiempo del asesinato, y será tratado de la misma manera que el que se convence de este pecado.
LXVI
El quebrantador de tumbas será excomulgado por 10 años, y llorará por 2 años, oirá durante 3 años, estará de rodillas durante 4 años, de pie durante 1 año, y luego será admitido.
LXVII
El incesto con una hermana incurrirá en penitencia por el mismo tiempo que el asesinato.
LXVIII
La unión de parientes dentro de los grados prohibidos del matrimonio, si se detecta que ha tenido lugar en actos de pecado, recibirá la pena de adulterio.
LXIX
El lector que tenga relaciones sexuales con su prometida antes del matrimonio podrá leer después de un año de suspensión, sin posibilidad de ascenso. Si ha tenido relaciones sexuales secretas sin compromiso, será destituido de su ministerio. Lo mismo ocurrirá con el ministro.
LXX
El diácono que haya tenido labios contaminados y haya confesado haber cometido este pecado será removido de su ministerio. Sin embargo, se le permitirá participar del sacramento junto con los diáconos. Lo mismo se aplica al sacerdote. Si alguien es descubierto en un pecado más grave, sea cual sea su grado, será destituido.
LXXI
Quien quiera que tenga conocimiento de la comisión de cualquiera de los pecados antes mencionados y sea condenado sin haber confesado, será castigado con la misma pena que el autor material.
LXXII
El que se ha confiado a adivinos o a personas semejantes, quedará bajo disciplina por el mismo tiempo que el homicida.
LXXIII
Quien ha negado a Cristo y ha pecado contra el misterio de la salvación, debe llorar toda su vida y está obligado a permanecer en penitencia, siendo considerado digno del sacramento en la hora de la muerte, por la fe en la misericordia de Dios.
LXXIV
Si cada persona que ha cometido los pecados anteriores es rehabilitada mediante la penitencia, aquel a quien la bondad amorosa de Dios le ha confiado el poder de desatar y atar no será merecedor de condenación si se vuelve menos severo, al contemplar la inmensa penitencia del pecador, de modo que se acorte el período de castigo, pues la historia bíblica nos informa que quienes ejercen la penitencia con mayor celo reciben rápidamente la bondad amorosa de Dios.
LXXV
Al hombre que se ha contaminado con su propia hermana, ya sea por parte de padre o madre, no se le debe permitir entrar a la casa de oración hasta que haya abandonado su conducta inicua e ilícita. Y después de que haya comprendido ese terrible pecado, que llore durante 3 años de pie a la puerta de la casa de oración, suplicando a los fieles, al entrar a orar, que todos ofrezcan misericordiosamente sus oraciones por él con fervor al Señor. Después de esto, que sea admitido durante otros 3 años a la escucha exclusiva, y mientras escucha las Escrituras y la instrucción, que sea expulsado y no se le permita orar. Después, si lo ha pedido con lágrimas y se ha postrado ante el Señor con contrición de corazón y gran humillación, que se le conceda arrodillarse durante otros 3 años. Así, cuando haya mostrado dignamente los frutos del arrepentimiento, sea recibido en el 10º año en la oración de los fieles sin oblación; y después de haber estado con los fieles en oración durante 2 años, entonces, y no hasta entonces, sea considerado digno de la comunión del bien.
LXXVI
La misma regla se aplica a quienes toman a sus propias nueras.
LXXVII
Quien abandona a su esposa, legítimamente unida a él, está sujeto, por sentencia del Señor, a la pena de adulterio. Pero nuestros padres han establecido como canon (canon 77) que tales pecadores deben llorar durante 1 año, ser oyentes durante 2 años, arrodillarse durante 3 años, y permanecer con los fieles en el 7º año. Así se harán dignos de la oblación, si se han arrepentido con lágrimas.
LXXVIII
La misma regla (del canon 77) se aplicará a quienes se casen con dos hermanas, aunque en diferentes momentos.
LXXIX
Los hombres que se enfurecen con sus madrastras están sujetos al mismo canon que los que se enfurecen con sus hermanas.
LXXX
Sobre la poligamia, los padres guardan silencio, considerándola brutal y totalmente inhumana. El pecado me parece peor que la fornicación. Por lo tanto, es razonable que tales pecadores estén sujetos a los cánones: 1 año de llanto, 3 años de rodillas y luego la recepción.
LXXXI
Durante la invasión de los bárbaros, muchos hombres hicieron juramentos paganos, probaron cosas que se les ofrecían ilegalmente en templos mágicos y, por lo tanto, quebrantaron su fe en Dios. Que se establezcan regulaciones para el caso de estos hombres de acuerdo con los cánones establecidos por nuestros padres. Aquellos que han soportado graves torturas y se han visto obligados a negar, por incapacidad para soportar la angustia, pueden ser excluidos durante 3 años, los oyentes durante 2 años, los reclinatorios durante 3 años, y así ser recibidos en la comunión. Aquellos que han abandonado su fe en Dios, imponiendo las manos sobre las mesas de los demonios y haciendo juramentos paganos, sin sufrir gran violencia, deben ser excluidos durante 3 años, los oyentes durante 2 años. Cuando hayan orado durante 3 años como reclinatorios y hayan permanecido otros 3 años con los fieles en súplica, entonces que sean recibidos en la comunión del bien.
LXXXII
En cuanto a los perjuros, si han roto sus juramentos bajo coacción violenta, se les imponen penas más leves y, por lo tanto, pueden ser admitidos después de 6 años. Si quebrantan su fe sin coacción, serán llorosos durante 2 años, oyentes durante 3 años, orarán como arrodillados durante 5 años, durante 2 años serán recibidos en la comunión de la oración, sin oblación, y así, finalmente, tras dar prueba del debido arrepentimiento, serán restaurados a la comunión del cuerpo de Cristo.
LXXXIII
Quienes consulten a adivinos y quienes sigan costumbres paganas, o traigan personas a sus casas para descubrir remedios y efectuar purificaciones, deberán estar sujetos al canon de 6 años. Tras llorar 1 año, escuchar 1 año, arrodillarse 3 años y estar de pie con los fieles 1 año, serán recibidos.
LXXXIV
Escribo todo esto con el fin de comprobar los frutos del arrepentimiento. No decido estos asuntos de forma absoluta por el tiempo, sino que presto atención a la forma de la penitencia. Si los hombres se encuentran en un estado en el que les resulta difícil apartarse de sus propios caminos y prefieren servir a los placeres de la carne que servir al Señor, y se niegan a aceptar la vida evangélica, no hay puntos en común entre ellos y yo. En medio de un pueblo desobediente y contradictorio, se me ha enseñado a escuchar las palabras "salva tu propia alma". No consintamos, pues, en perecer junto con tales pecadores. Tememos el terrible juicio. Tengamos presente el terrible día de la retribución del Señor. No consintamos en perecer en los pecados ajenos, porque si los terrores del Señor no nos han enseñado, si tan grandes calamidades no nos han hecho sentir que es a causa de nuestra iniquidad que el Señor nos ha abandonado y nos ha entregado en manos de bárbaros, que los pueblos han sido llevados cautivos delante de nuestros enemigos y entregados a la dispersión, porque los portadores del nombre de Cristo se han atrevido a tales hechos; si no han sabido ni entendido que es por estas razones que la ira de Dios ha venido sobre nosotros, ¿qué argumento común tengo yo con ellos? Debemos darles testimonio día y noche, tanto en público como en privado. No nos dejemos arrastrar por su maldad. Oremos, sobre todo, para hacerles bien y rescatarlos de la trampa del Maligno. Si no podemos hacerlo, hagamos todo lo posible por salvar nuestras almas de la condenación eterna.
CARTA
218
Al obispo Anfiloquio de Iconio
El hermano Eliano ha concluido personalmente el asunto por el que vino y no ha necesitado mi ayuda. Sin embargo, le debo un doble agradecimiento, tanto por traerme una carta de su reverencia como por brindarme la oportunidad de escribirle. Por él, pues, saludo su sincero y sincero amor, y le ruego que ore por mí más que nunca ahora, cuando tanto necesito la ayuda de sus oraciones. Mi salud ha resentido mucho desde el viaje al Ponto y mi enfermedad es insoportable. Hay algo que he anhelado comunicarle desde hace tiempo. No pretendo decir que me haya afectado tanto por otra causa como para olvidarlo, pero ahora deseo recordarles que envíen a algún buen hombre a Licia para averiguar quiénes son de la fe correcta, pues quizás no deban ser desatendidos, si es cierto el informe que me ha traído un viajero piadoso de allí, de que se han distanciado por completo de la opinión de los asiáticos y desean unirse a nosotros. Si alguien va, que pregunte en Coridala por el monje Alejandro, en Limira por Diótimo, en Mira por Taciano, Polemón y Macario, en Patara por el obispo Eudemo, en Telmeso por el obispo Hilario, en Felo por el obispo Lalliano. De estos y otros más, me han informado que son firmes en la fe, y agradezco a Dios que incluso algunos en la región asiática estén libres de la plaga de la herejía. Si es posible, mientras tanto, investiguemos personalmente sobre ellos. Cuando tengamos información, escribiré una carta y estoy ansioso por invitar a alguno de ellos a reunirse conmigo. Que Dios quiera que todo vaya bien en esa Iglesia de Iconio, que tanto aprecio. Por su intermedio, saludo a todo el honorable clero y a todos los que se relacionan con su reverencia.
CARTA
219
Al clero de Samosata
I
El Señor ordena todas las cosas con medida y peso (Sb 11,20), y nos impone tentaciones que no exceden nuestro poder para soportarlas, y prueba con la aflicción a todos los que luchan por la verdadera religión, sin permitirles ser tentados más allá de lo que pueden soportar. Él da lágrimas para beber en abundancia a todos los que deberían demostrar si en sus afectos preservan su gratitud hacia él. Especialmente en su dispensación con respecto a ustedes, él ha mostrado su amorosa bondad, no permitiendo que sus enemigos les persigan de tal manera que pueda desviar a algunos de ustedes o hacer que se desvíen de la fe de Cristo. Él les ha enfrentado con adversarios de poca importancia y fáciles de repeler, y ha preparado el premio por su paciencia en su victoria sobre ellos. No obstante, el enemigo común de nuestra vida, que en sus artimañas lucha contra la bondad de Dios, ha planeado que surjan entre ustedes ofensas y disputas mutuas, al ver que desprecian los ataques externos como un muro sólido. Estas disputas, al principio, son insignificantes y fáciles de remediar. Sin embargo, con el tiempo se agravan por la contienda, y suelen resultar en males irremediables. Por lo tanto, me he propuesto exhortarles por esta carta. De haber sido posible, habría venido personalmente a suplicarles. Las circunstancias actuales me lo impiden, y por eso, en lugar de súplicas, les extiendo esta carta para que respeten mi súplica, pongan fin a sus rivalidades mutuas y pronto me envíen la buena noticia de que toda causa de ofensa entre ustedes ha terminado.
II
Estoy muy ansioso de que sepan ustedes qué grande es ante Dios quien se somete humildemente a su prójimo y se somete a las acusaciones contra sí mismo, sin tener motivo de vergüenza (aunque no sean ciertas), para que pueda traer la gran bendición de la paz a la Iglesia de Dios. Espero que surja entre ustedes una rivalidad amistosa sobre quién será digno de ser llamado hijo de Dios, tras haber obtenido este rango por ser pacificador. Su amado obispo les ha escrito una carta sobre el camino que deben seguir. Él les escribirá lo que le corresponde. Yo también, dado que ya me ha sido permitido estar cerca de ustedes, no puedo ignorar su posición. Ante la llegada del devotísimo hermano Teodoro (el subdiácono), y su informe de que su Iglesia se encuentra en apuros y disturbios, profundamente afligido, y con gran dolor en el corazón, no pude permanecer en silencio. Les imploro que dejen de lado toda controversia y hagan la paz, para evitar complacer a sus oponentes y destruir la jactancia de la Iglesia, que ahora se divulga por todo el mundo. Que todos ustedes, gobernados por una sola alma y corazón, vivan en un solo cuerpo. Por sus reverencias, saludo a todo el pueblo de Dios, tanto a los que ocupan cargos como al resto del clero. Les exhorto a conservar su antigua conducta. No puedo pedirles nada más, pues con sus buenas obras se han anticipado e imposibilitado cualquier mejora.
CARTA
220
A la Iglesia de Berea
El Señor ha dado gran consuelo a todos los que se ven privados de la comunicación personal, al permitirles comunicarse por carta. Es cierto que por este medio no podemos conocer la imagen exacta del cuerpo, pero sí podemos conocer la disposición del alma. Así, en esta ocasión, al recibir la carta de sus reverencias, al instante les reconocí y acogí profundamente su amor hacia mí, sin tardar mucho en crear intimidad con ustedes. La disposición que mostraban en su carta fue suficiente para despertar en mí el afecto por la belleza de su alma. Además de su carta, y a pesar de su excelente calidad, tuve una prueba aún más clara de cómo les va gracias a la amabilidad de los hermanos que han sido el medio de comunicación entre nosotros. El muy querido y reverendo presbítero Acacio me ha contado mucho más de lo que ustedes han escrito, y me ha hecho ver el conflicto que mantienen día a día, y la firmeza de su postura a favor de la verdadera religión. Así, han conmovido mi admiración, y han despertado en mí un deseo tan ferviente de disfrutar de sus buenas cualidades, que ruego al Señor que llegue el día en que pueda conocerles personalmente. Me ha hablado de la exactitud de quienes tienen confiado el ministerio del altar, y de la armonía de todo el pueblo, y del carácter generoso y genuino amor a Dios de los magistrados y jefes de su ciudad. Por consiguiente, felicito a su Iglesia por estar compuesta por tales miembros, y ruego que se les conceda una paz espiritual aún mayor, para que en tiempos de calma puedan disfrutar de sus labores en el día de la aflicción. Los sufrimientos que son dolorosos mientras se experimentan, naturalmente, a menudo se recuerdan con placer. Por ello, les suplico que no desfallezcan. No desesperen porque sus problemas se suceden uno tras otro. Sus coronas están cerca, y la ayuda del Señor está cerca. No dejen que todo lo que han sufrido hasta ahora sea en vano, ni anulen una lucha que ha sido famosa en todo el mundo. La vida humana es efímera, y toda carne es hierba, y toda su belleza como la flor del campo. La hierba se seca, la flor se marchita, pero "la palabra de nuestro Dios permanece para siempre" (Is 40,6-8). Aferrémonos al mandamiento que permanece y despreciemos la irrealidad que pasa. Muchas iglesias se han alegrado con su ejemplo. Al llamar a nuevos campeones al campo, se han ganado una gran recompensa. El Dador del premio es rico y puede recompensarles dignamente por sus valientes acciones.
CARTA
221
A la Iglesia de Berea
Queridos amigos, ya os conocía por vuestra renombrada piedad y por la corona que obtuvisteis con vuestra confesión en Cristo. Quizás alguno de vosotros pregunte: ¿Quién ha llevado estas nuevas hasta aquí? El Señor mismo, pues él coloca a sus adoradores como una lámpara en un candelero y los hace brillar por todo el mundo. ¿Acaso los ganadores de los juegos no suelen ser famosos por el premio de la victoria, y los artesanos por la destreza de su obra? ¿Permanecerá para siempre inolvidable el recuerdo de estos y otros como ellos? ¿No serán los adoradores de Cristo, de quienes el Señor mismo dice: "A los que me honran, yo los honraré"? ¿No serán hechos famosos y glorificados por él ante todos? ¿No exhibirá él el brillo de su radiante esplendor como los rayos del sol? La carta que habéis tenido la amabilidad de enviarme me ha impulsado a un mayor anhelo por vosotros. Ha sido una carta en la que, además de vuestros anteriores esfuerzos por la verdad, habéis demostrado aún más vuestro abundante y vigoroso celo por la verdadera fe. En todo esto me regocijo con vosotros y ruego con vosotros para que el Dios del universo, cuyo es la lucha y el campo de batalla, y quien otorga la corona, os llene de entusiasmo, fortalezca vuestras almas y haga que vuestro trabajo sea tal que merezcáis su divina aprobación.
CARTA
222
Al pueblo de Calcis
La carta de vuestras reverencias me llegó en un momento de aflicción, como agua vertida en la boca de los caballos de carreras, inhalando polvo con cada respiración ansiosa al mediodía en pleno recorrido. Acosado por una prueba tras otra, respiré de nuevo, animado al instante por vuestras palabras y fortalecido por el pensamiento de vuestras luchas para afrontar lo que tengo por delante con un coraje inquebrantable. El incendio que ha devorado gran parte de Oriente ya avanza lentamente hacia nuestro propio vecindario, y tras quemarlo todo a nuestro alrededor, intenta alcanzar las iglesias de Capadocia, ya conmovidas hasta las lágrimas por el humo que se eleva de las ruinas de las casas de nuestros vecinos. Las llamas casi me han alcanzado. Que el Señor las desvíe con el aliento de su boca y detenga este fuego maligno. ¿Quién es tan cobarde, tan inmaduro, tan inexperto en las luchas atléticas, como para no animarse a la lucha con vuestros vítores y rezar para ser aclamado vencedor a vuestro lado? Habéis sido los primeros en entrar en la arena de la verdadera religión; habéis repelido muchos ataques en combates con los herejes; habéis soportado el fuerte viento abrasador de la prueba, tanto los líderes de la Iglesia (a quienes ha recaído el ministerio del altar) como cada individuo del laicado (incluyendo a los de rango superior). Esto es, en vosotros, especialmente admirable y digno de toda alabanza. También lo es que todos sois uno en el Señor, que sois líderes en la marcha hacia el bien, y que lo hacéis voluntariamente. Es por esta razón que sois demasiado fuertes para el ataque de vuestros asaltantes, y no permitís que vuestros antagonistas se aferren a ninguno de vuestros miembros. Por eso, día y noche, ruego al Rey de los siglos que preserve al pueblo en la integridad de su fe. Y que preserve al clero, como una cabeza ilesa en la cima, ejerciendo su propia y vigilante previsión para cada parte del cuerpo que está debajo. Mientras los ojos cumplen con sus funciones, las manos pueden trabajar como deben, los pies pueden moverse sin tropezar, y ninguna parte del cuerpo está privada del debido cuidado. Os suplico, pues, que os aferréis unos a otros, como ya hacéis y como haréis. Os suplico a vosotros, a quienes se os ha confiado el cuidado de las almas, que os mantengáis unidos y los cuidéis como hijos amados. Suplico al pueblo que continúe mostrándoos el respeto y el honor debidos a los padres, para que en el buen orden de vuestra Iglesia conservéis vuestra fuerza y el fundamento de vuestra fe en Cristo, y el nombre de Dios sea glorificado, y el buen don del amor crezca y abunde. Que, al saber de vosotros, me regocije por vuestro progreso en Dios. Si él aún me llama a vivir en este mundo, que un día os vea en la paz de Dios. Si él me llama a partir de esta vida, que os vea en la gloria radiante de los santos, junto con todos los que son considerados dignos por su paciencia y demostración de buenas obras, con coronas sobre sus cabezas.
CARTA
223
Al obispo Eustacio de Sebaste
I
"Hay tiempo para callar y tiempo para hablar", dice el predicador (Ecl 3,7). Se ha dado tiempo suficiente al silencio, y ahora ha llegado el momento de abrir la boca para publicar la verdad sobre asuntos hasta ahora desconocidos. El ilustre Job soportó sus calamidades en silencio durante mucho tiempo, y siempre demostró su valentía resistiendo los sufrimientos más insoportables. No obstante, cuando hubo luchado suficiente en silencio y persistido en ocultar su angustia en lo más profundo de su corazón, finalmente abrió la boca y pronunció sus conocidas palabras. En mi caso, este es ya el tercer año de mi silencio, y mi jactancia se ha vuelto como la del salmista. Era como un hombre que no oye y en cuya boca no hay reproches. Así, reprimí en lo más profundo de mi corazón las angustias que sufrí a causa de las calumnias dirigidas contra mí, pues la calumnia humilla al hombre y al pobre lo marea. Si el daño de la calumnia es demasiado grande, puede derribar incluso al hombre perfecto de su altura. Esto es lo que la Escritura indica con la palabra hombre, y por pobre se entiende aquel que carece de las grandes doctrinas, como también lo opina el profeta cuando dice: "Éstos son pobres, por lo tanto, no oirán". "Me acercaré a los grandes hombres" se refiere con pobres a aquellos que carecen de entendimiento; y aquí, también, se refiere claramente a aquellos que aún no han desarrollado su ser interior, y ni siquiera han alcanzado la madurez de su edad; son estos los que, según el proverbio, se marean y se dejan llevar. Yo pensé que debía soportar mis problemas en silencio, esperando que alguna señal me saliera de ellos. Ni siquiera pensé que lo que se decía en mi contra provenía de mala voluntad, sino que pensé que era resultado de la ignorancia de la verdad. No obstante, ahora veo que la hostilidad aumenta con el tiempo, y que mis calumniadores no se arrepienten de lo que dijeron al principio, ni se molestan en enmendar el pasado, sino que insisten y se unen para lograr su objetivo original. Esto era hacerme la vida miserable y urdir medios para manchar mi reputación entre los hermanos. Por lo tanto, ya no veo seguridad en el silencio. He recordado las palabras de Isaías: "He guardado silencio por mucho tiempo, mas ¿deberé permanecer siempre en silencio y contenerme? He sido paciente como una mujer de parto". Que Dios me conceda recibir la recompensa del silencio y adquirir fuerzas para refutar a mis oponentes, y que así, al refutarlos, pueda secar el amargo torrente de falsedad que ha brotado contra mí. Así, podría decir: "Mi alma ha cruzado el torrente. Si no hubiera sido el Señor quien estuvo de nuestro lado cuando los hombres se alzaron contra nosotros, entonces nos habrían tragado enseguida".
II
Había pasado mucho tiempo en la vanidad y malgastado casi toda mi juventud en el vano trabajo que realicé para adquirir la sabiduría que Dios había vuelto loca. Entonces, como un hombre que despierta de un sueño profundo, volví mis ojos a la maravillosa luz de la verdad del evangelio y percibí la inutilidad de la sabiduría de los príncipes de este mundo, que se desvanece (1Cor 2,6). Lloré mucho por mi miserable vida y oré para que se me concediera guía que me permitiera acceder a las doctrinas de la verdadera religión. Ante todo, quise enmendar mis caminos, pervertidos durante tanto tiempo por mi intimidad con hombres malvados. Entonces leí el evangelio, y vi en él que un gran medio para alcanzar la perfección era vender los bienes, compartirlos con los pobres, renunciar a toda preocupación por esta vida y negarme a permitir que el alma se desviara por cualquier simpatía hacia las cosas terrenales. Oré para poder encontrar a alguno de los hermanos que habían elegido este camino de vida, para que con él pudiera cruzar el corto y turbulento estrecho de la vida. Y encontré a muchos en Alejandría, y a muchos en el resto de Egipto, y a otros en Palestina, y en Celesia, y en Mesopotamia. Admiré su continencia en la vida y su resistencia en el trabajo. Me asombró su persistencia en la oración y su triunfo sobre el sueño, no sometidos por ninguna necesidad natural sino siempre manteniendo el propósito de sus almas alto y libre, en el hambre, en la sed, en el frío, en la desnudez (2Cor 11,27). Nunca se rindieron al cuerpo, nunca estuvieron dispuestos a desperdiciar atención en él, y siempre (como si vivieran en una carne que no era la suya) mostraron con hechos lo que es peregrinar por un tiempo en esta vida, y lo que es tener la ciudadanía y el hogar de uno en el cielo. Todo esto conmovió mi admiración. Llamé bienaventuradas las vidas de estos hombres, porque en verdad demostraron que "llevan en su cuerpo la muerte de Jesús" (2Cor 4,10). Y oré para que yo también, en la medida de mis posibilidades, pudiera imitarlos.
III
Cuando vi a ciertos hombres en mi país esforzándose por imitar sus costumbres, sentí que había encontrado una ayuda para mi propia salvación, y tomé lo visible como prueba de lo invisible. Como los secretos de cada uno de nosotros son desconocidos, consideré la modestia en el vestir como indicio suficiente de humildad de espíritu. Es decir, había suficiente para convencerme en la tosca capa, el cinturón y los zapatos de cuero sin curtir. Aunque muchos estaban a favor de alejarme de su compañía, no lo permití, porque vi que anteponían una vida de resistencia a una vida de placer; y, debido a la extraordinaria excelencia de sus vidas, me convertí en un ferviente partidario de ellos. Y así sucedió que no quería ni oír hablar de ninguna falta en sus doctrinas, aunque muchos sostenían que sus concepciones sobre Dios eran erróneas, y que se habían hecho discípulos del campeón de la herejía actual, propagando secretamente sus enseñanzas. Pero, como nunca había oído estas cosas con mis propios oídos, llegué a la conclusión de que quienes las denunciaban eran calumniadores. Entonces me llamaron a presidir la Iglesia. De los vigilantes y espías, que me fueron asignados bajo el pretexto de asistencia y comunión amorosa, no digo nada, no sea que parezca que perjudico mi propia causa contando una historia increíble, o que dé a los creyentes motivo para odiar a sus semejantes, si me creen. Éste casi habría sido mi caso, de no haber sido por la misericordia de Dios. Casi todos se convirtieron en objeto de sospecha para mí, y afligido como estaba por las heridas infligidas a traición, parecía no encontrar en nadie en quien pudiera confiar. Hasta entonces se mantenía cierta intimidad entre nosotros. Una y otra vez discutíamos sobre puntos doctrinales, y aparentemente parecíamos estar de acuerdo y mantenernos unidos. No obstante, empezaron a descubrir que hacía las mismas declaraciones sobre mi fe en Dios que siempre me habían oído decir. Si otras cosas en mí me hacen suspirar, al menos me atrevo a jactarme en el Señor de que nunca, ni por un instante, he albergado concepciones erróneas sobre Dios ni he albergado opiniones heterodoxas que luego he aprendido a cambiar. La enseñanza sobre Dios que recibí de niño de mi bendita madre y mi abuela Macrina, la he mantenido siempre con mayor convicción. Al llegar a la madurez de mi razón, no cambié mis opiniones de una a otra, sino que seguí los principios que me transmitieron mis padres. Así como la semilla, al crecer, es diminuta al principio y luego crece, pero siempre conserva su identidad, sin cambiar de especie, aunque se perfecciona gradualmente en su crecimiento, así considero que la misma doctrina ha crecido en mi caso a través de etapas progresivas. Lo que sostengo ahora no ha reemplazado lo que sostenía al principio. Que examinen sus propias conciencias. Que estos hombres que ahora me han convertido en el terco de la acusación de falsa doctrina y han ensordecido a todos con las cartas difamatorias que han escrito contra mí, de modo que me veo obligado a defenderme, se pregunten si alguna vez han oído algo de mí que difiera de lo que ahora digo, y que recuerden el tribunal de Cristo.
IV
Se me acusa de blasfemia contra Dios. Sin embargo, me es imposible ser condenado por ningún tratado sobre la fe que me imputan, ni se me puede acusar por las declaraciones que he pronunciado de vez en cuando, sin que se hayan puesto por escrito, en las iglesias de Dios. No se ha encontrado un solo testigo que diga haberme oído, hablando en privado, nada contrario a la verdadera religión. Si, entonces, no soy un escritor heterodoxo, si no se puede encontrar ninguna falta en mi predicación, si no descarrío a quienes conversan conmigo en mi propia casa, ¿sobre qué base se me juzga? ¡He aquí una nueva invención! Según dice la acusación, alguien en Siria ha escrito algo incompatible con la verdadera religión. Hace 20 años o más tú le escribiste una carta, así que eres cómplice de ese sujeto, y lo que se alega contra él se alega contra ti. Oh, señor amante de la verdad, respondo a quien le han enseñado que las mentiras son hijas del diablo. ¿Qué le ha demostrado que yo escribí esa carta? Nunca la envió, nunca preguntó, nunca fue informado por mí sobre quien podría haberle dicho la verdad. Además, si la carta era mía, ¿cómo sabe que el documento que ha llegado a sus manos ahora es de la misma fecha que mi carta? ¿Quién le dijo que tiene 20 años? ¿Cómo sabe que es una composición del hombre a quien se envió mi carta? Si él fue el autor, y yo le escribí, y mi carta y su composición pertenecen a la misma fecha, ¿qué prueba hay de que la acepté a mi juicio y de que mantengo esas opiniones?
V
Pregúntate esto, oh hermano: ¿Con qué frecuencia me visitaste en mi monasterio del Iris, cuando mi amado hermano Gregorio estaba conmigo, siguiendo mi mismo estilo de vida? ¿Alguna vez oíste algo parecido? ¿Hubo alguna señal de algo así, pequeña o grande? ¿Cuántos días pasamos en el pueblo de enfrente, en casa de mi madre, viviendo como amigos y conversando día y noche? ¿Alguna vez me encontraste con una opinión similar? Y cuando fuimos juntos a visitar al bienaventurado Silvano, ¿no hablamos de estas cosas en el camino? Y en Eusinoe, cuando estabas a punto de partir con otros obispos hacia Lámpsaco, ¿no fue nuestra conversación sobre la fe? ¿No estuvieron tus taquígrafos a mi lado todo el tiempo mientras dictaba mis objeciones a la herejía? ¿No estaban allí también tus discípulos más fieles? Cuando visitaba a la hermandad y pasaba la noche con ellos en oración, hablando y escuchando continuamente sobre asuntos de Dios sin discusión, ¿no fue exacta y definitiva la evidencia que di de mis sentimientos? ¿Cómo llegó entonces a considerar esta sospecha vil y débil más importante que la experiencia de tanto tiempo? ¿Qué evidencia de mi estado de ánimo deberías haber preferido al tuyo? ¿Ha habido la más mínima falta de armonía en mis declaraciones sobre la fe en Calcedonia, una y otra vez en Heraclea, y en un período anterior en el suburbio de Cesarea? ¿No son todas mutuamente coherentes? Sólo exceptúo el aumento de fuerza del que hablé hace un momento, resultante del avance, y que no debe considerarse como un cambio de peor a mejor, sino más bien como completar lo que faltaba en la adición de conocimiento. ¿Cómo puedes ignorar que el padre no cargará con la iniquidad del hijo, ni el hijo cargará con la iniquidad del padre, sino que cada uno morirá en su propio pecado? No he calumniado a ningún padre ni a ningún hijo, pues no he tenido ni maestro ni discípulo. No obstante, si los pecados de los padres deben imputarse a sus hijos, es mucho más justo que los pecados de Arrio se imputen a sus discípulos. En el caso del hereje Aecio, que las acusaciones contra el hijo se apliquen al padre. Si, por otro lado, es injusto que alguien sea acusado por su culpa, es mucho más injusto que yo sea considerado responsable por hombres con quienes no tengo nada que ver, aunque fueran pecadores en todos los aspectos y hubieran escrito algo digno de condenación. Debo ser perdonado si no creo todo lo que se les alega, ya que mi propia experiencia me muestra con qué facilidad los acusadores caen en la calumnia.
VI
Si se presentaran a acusarme, por haber sido engañados y creer que estaba asociado con los autores de esas palabras de Sabelio que difunden, serían culpables de conducta imperdonable al atacarme y herirme de inmediato, sin haberles causado ningún daño, antes de que obtuvieran pruebas fehacientes. No me gusta hablar de mí mismo como vinculado a ellos en la más íntima intimidad; ni de ellos como evidentemente no guiados por el Espíritu Santo, por albergar falsas sospechas. Debería reflexionar mucho, pasar muchas noches en vela y con muchas lágrimas buscar la verdad en Dios, quien está a punto de romper la amistad de un hermano. Incluso los gobernantes de este mundo, cuando están a punto de sentenciar a muerte a un malhechor, descorren el velo y convocan a peritos para que examinen el caso, dedicando un tiempo considerable a sopesar la severidad de la ley frente a la culpa común de la humanidad, y con muchos suspiros y lamentos por la severa necesidad del caso, proclaman ante todo el pueblo que obedecen la ley por necesidad y no dictan sentencia para satisfacer sus propios deseos. ¡Cuánto mayor cuidado y diligencia, cuánto mejor consejo debería tener quien está a punto de romper una larga amistad con un hermano! En este caso, sólo hay una carta, de dudosa autenticidad. Sería imposible argumentar que se conoce por la firma, pues no poseen el original, sino solo una copia. Se basan en un solo documento, y es antiguo. Hace ya 20 años que no se le ha escrito nada a esa persona. De mis opiniones y conducta durante este tiempo no puedo aducir mejores testigos que los mismos hombres que me atacan y me acusan.
VII
La verdadera razón de la separación no es esta carta. Hay otra causa de distanciamiento. Me avergüenza mencionarla, y habría guardado silencio para siempre al respecto si los recientes acontecimientos no me hubieran obligado a publicar toda su opinión por el bien del pueblo. Hombres de bien han creído que la comunión conmigo era un obstáculo para recuperar su autoridad. Algunos se han dejado influenciar por la firma de cierto credo que les propuse, no porque desconfiara de sus sentimientos, lo confieso, sino porque deseaba disipar las sospechas que la mayoría de los hermanos que coinciden conmigo albergaban sobre ellos. En consecuencia, para evitar que de esa confesión surgiera algo que impidiera su aceptación por las autoridades actuales, han renunciado a la comunión conmigo. Esta carta fue ideada a posteriori como pretexto para la separación. Una prueba evidente de lo que digo es que, tras denunciarme y formular las quejas que les convenían, enviaron sus cartas a todas partes antes de comunicarse conmigo. Su carta estaba en posesión de otros que la habían recibido durante el envío y que estaban a punto de enviarla siete días antes de que llegara a mis manos. La idea era que se pasara de mano en mano y, por lo tanto, se distribuyera rápidamente por todo el país. Esto me lo informaron en aquel momento quienes me informaban con claridad de todos sus procedimientos. Pero decidí guardar silencio hasta que el Revelador de todos los secretos publicara sus actos mediante una demostración clara e irrefutable.
CARTA
224
Al presbítero Genetlio
I
He recibido la carta de su reverencia y me complace el título que ha dado al escrito que han compuesto, llamándolo un escrito de divorcio (Mt 197). No puedo concebir qué defensa podrán presentar los escritores ante el tribunal de Cristo, donde ninguna excusa les servirá. Tras acusarme, menospreciarme con violencia y contar historias que no se ajustan a la verdad, sino a lo que pretendían que fuera cierto, han dado muestras de humildad y me han acusado de altivez por negarme a recibir a sus enviados. Han escrito, como lo han hecho, lo que es todo (o casi todo, para no exagerar) mentiras, en el afán de persuadir a los hombres antes que a Dios, y de complacer a los hombres antes que a Dios, para quien nada es más precioso que la verdad. Además, en la carta escrita contra mí, han introducido expresiones heréticas y han ocultado al autor de la impiedad, para que la mayoría de los más ingenuos se dejen engañar por la calumnia que se ha levantado contra mí y supongan que la parte introducida es mía. En efecto, mis ingeniosos calumniadores nada dicen sobre el nombre del autor de estas viles doctrinas, y queda para los ingenuos sospechar que estas invenciones, si no su expresión por escrito, me corresponden. Ahora que saben todo esto, le exhorto a no perturbarse y a calmar la agitación de quienes están agitados. Digo esto aunque sé que no será fácil que mi defensa sea aceptada, pues me han anticipado las viles calumnias proferidas contra mí por personas influyentes.
II
Ahora bien, en cuanto a que los escritos que circulan como míos no lo son en absoluto, la ira que sienten contra mí confunde tanto su razón que no ven qué es provechoso. Sin embargo, si ustedes mismos les plantearan la pregunta, creo que no llegarían a tal extremo de obstinada perversidad como para atreverse a mentir con sus propios labios y alegar que el documento en cuestión es mío. Y si no lo es, ¿por qué se me juzga por escritos ajenos? Pero alegarán que estoy en comunión con Apolinario y que albergo en mi corazón doctrinas perversas de este tipo. Que se les pida una prueba. Si son capaces de sondear el corazón de alguien, que lo digan; y ¿admiten la verdad de todo lo que dicen sobre cualquier cosa? Si intentan demostrar mi comunión con argumentos claros y evidentes, que presenten una carta canónica escrita por mí a él, o por él a mí. Que demuestren que he mantenido relaciones con su clero o que he recibido a alguno de ellos en la comunión de oración. Si aducen la carta escrita hace 25 años, escrita de laico a laico, y ni siquiera esta como la escribí yo, sino alterada (Dios sabe por quién), entonces reconozcan su injusticia. Ningún obispo es acusado si, siendo laico, escribió algo con cierta imprudencia sobre un asunto indiferente; nada relacionado con la fe, sino un simple saludo amistoso. Es posible que incluso mis oponentes hayan escrito a judíos y paganos sin incurrir en culpa alguna. Hasta ahora, nadie ha sido juzgado por una conducta como la que me condenan estos filtremos de mosquitos. Dios, que conoce los corazones de los hombres, sabe que nunca escribí estas cosas ni las aprobé, sino que anatematizo a todos los que sostienen la vil opinión de la confusión de las hipóstasis, punto en el que se ha revivido la impía herejía de Sabelio. Todos los hermanos que han conocido personalmente mi insignificancia lo saben igualmente bien. Que aquellos mismos hombres que ahora me acusan con vehemencia examinen sus propias conciencias, y reconocerán que desde mi infancia he estado muy alejado de cualquier doctrina de ese tipo.
III
Si alguien pregunta cuál es mi opinión, la conocerá por el documento, al que se adjunta su propia firma autógrafa. Quieren destruirlo y se esfuerzan por ocultar su cambio de postura al calumniarme. No quieren admitir que se han arrepentido de suscribir el tratado que les di. Mientras que me acusan de impiedad al pensar que nadie percibe que su ruptura conmigo es sólo un pretexto, cuando en realidad se han apartado de la fe que han profesado repetidamente por escrito, ante numerosos testigos, y que finalmente recibieron y firmaron cuando se la entregué. Cualquiera puede leer las firmas y descubrir la verdad en el propio documento. Su intención será evidente si, después de leer la suscripción que me dieron, alguien lee el credo que le dieron a Gelasio y observa la enorme diferencia entre ambas confesiones. Sería mejor para quienes cambian de opinión con tanta facilidad que no examinaran las motas ajenas, sino que sacaran la viga de su propio ojo. En otra carta, presentaré una defensa más completa de cada punto, y esto satisfará a los lectores que buscan mayor seguridad. Ahora que ha recibido esta carta, deje atrás el desaliento y confirme el amor que siento por mí, el cual me hace anhelar la unión con usted. En verdad, es una gran tristeza para mí, y un dolor en mi corazón incontenible, si las calumnias proferidas contra mí prevalecen hasta el punto de enfriar su amor y distanciarnos. Adiós.
CARTA
225
Al gobernador Demóstenes de Capadocia
Siempre estoy muy agradecido a Dios y al emperador, bajo cuyo gobierno vivimos, cuando veo que el gobierno de mi país está en manos de alguien que no solo es cristiano, sino que además es recto en su vida y un cuidadoso guardián de las leyes que rigen nuestra vida en este mundo. He tenido un motivo especial para ofrecer esta gratitud a Dios y a nuestro amado emperador con motivo de su venida entre nosotros. He sido consciente de que algunos de los enemigos de la paz han estado a punto de incitar a su augusto tribunal contra mí, y han estado esperando ser convocados por su excelencia para que pudiera aprender la verdad de mí, si es que su alta sabiduría se digna a considerar el examen de los asuntos eclesiásticos como de su competencia. El tribunal me ignoró, pero su excelencia, conmovido por los reproches de Filocares, ordenó que mi hermano y compañero ministro Gregorio fuera llevado ante su tribunal. Él obedeció su citación, pues ¿cómo podría haber actuado de otra manera? Pero sufrió un dolor en el costado y, al mismo tiempo, a consecuencia de un resfriado, sufrió una antigua afección renal. Por lo tanto, se vio obligado, detenido a la fuerza por sus soldados, a ser trasladado a un lugar tranquilo donde pudiera atender sus dolencias y encontrar consuelo en su intolerable agonía. En estas circunstancias, nos hemos unido para dirigirnos a su señoría con la súplica de que no se enoje por el aplazamiento del juicio. El interés público no se ha visto afectado en absoluto por nuestra demora, ni el de la Iglesia se ha visto perjudicado. Si se trata de un gasto innecesario de dinero, los tesoreros de los fondos de la Iglesia están allí, dispuestos a rendir cuentas a quien lo desee y a exponer la injusticia de las acusaciones presentadas por hombres que se han atrevido a escuchar atentamente el caso ante usted. No tendrán ninguna dificultad en aclarar la verdad a quien la busque en los escritos del bendito obispo. Si hay algún otro punto de orden canónico que requiera investigación, y su excelencia se digna encargarse de escucharlo y juzgarlo, será necesario que todos estemos presentes, porque, si ha habido una falla en algún punto de orden canónico, la responsabilidad recae en los consagrantes y no en quien se ve obligado a ejercer el ministerio. Por lo tanto, le solicitamos que reserve la audiencia del caso para nosotros en nuestro propio país, y que no nos obligue a viajar fuera de sus fronteras, ni nos obligue a reunirnos con obispos con quienes aún no hemos llegado a un acuerdo eclesiástico. Les ruego también que tenga compasión de mi vejez y mala salud. Investigando a fondo, si Dios quiere, descubrirá que ninguna regla canónica, ni pequeña ni grande, se omitió en el nombramiento del obispo. Ruego que, bajo su administración, se logre la unidad y la paz con mis hermanos. Mientras esto no exista, nos será difícil incluso reunirnos, porque muchos de nuestros hermanos más humildes sufren por nuestras disputas mutuas.
CARTA
226
A los monjes de Capadocia
I
Puede ser que el Dios santo me conceda el gozo de un encuentro con ustedes, pues siempre anhelo verlos y saber de ustedes, porque en ninguna otra cosa encuentro descanso para mi alma que en su progreso y perfección en los mandamientos de Cristo. Pero mientras esta esperanza permanezca sin realizarse, me siento obligado a visitarlos a través de la instrumentalidad de nuestros queridos y temerosos hermanos, y a dirigirme a ustedes, mis amados amigos, por carta. Por lo cual he enviado a mi reverendo y querido hermano y colaborador en el evangelio, Melecio el presbítero. Él les comunicará mi anhelo de afecto por ustedes y la ansiedad de mi alma, en que, noche y día, suplico al Señor por ustedes, que pueda tener confianza en el día de nuestro Señor Jesucristo a través de su salvación, y que cuando su obra sea probada por el justo juicio de Dios, puedan brillar con el resplandor de los santos. Al mismo tiempo, las dificultades del día me causan profunda ansiedad, pues todas las iglesias han sido sacudidas de un lado a otro y todas las almas están siendo zarandeadas. Algunos incluso han abierto la boca sin reservas contra sus compañeros de servicio. Se dicen mentiras con descaro y se oculta la verdad. Se condena a los acusados sin juicio y se cree a los acusadores sin pruebas. Había oído que circulaban muchas cartas contra mí, atacándome por asuntos sobre los cuales tengo preparada mi defensa ante el tribunal de la verdad; y tenía la intención de guardar silencio, como de hecho he hecho; pues ya hace tres años que soporto los golpes de la calumnia y los azotes de la acusación, contento de pensar que tengo al Señor, que conoce todos los secretos, como testigo de su falsedad. Pero ahora veo que muchos hombres consideran el silencio como una corroboración de estas calumnias, y han llegado a la conclusión de que mi silencio se debió, no a mi paciencia, sino a mi incapacidad para expresar mi oposición a la verdad. Por estas razones, he intentado escribirles, implorando a su amor en Cristo que no acepten estas calumnias parciales como ciertas, porque, como está escrito, la ley no juzga a nadie sin haber oído y conocido sus acciones.
II
Sin embargo, ante un juez imparcial, los hechos mismos son prueba suficiente de la verdad. Por lo tanto, incluso si guardo silencio, pueden observar los acontecimientos. Los mismos hombres que ahora me acusan de heterodoxia han sido vistos abiertamente contados entre la facción herética. Los mismos acusadores que me condenan por escritos ajenos contravienen abiertamente sus propias confesiones, que me dieron por escrito. Observen la conducta de quienes exhiben esta audacia. Su invariable costumbre es pasarse al partido en el poder, pisotear a sus amigos más débiles y cortejar a los fuertes. Los autores de aquellas famosas cartas contra Eudoxio y toda su facción, quienes las enviaron a toda la hermandad, quienes protestan por rechazar su comunión por considerarla fatal para las almas y no aceptar los votos emitidos para su destitución, porque fueron emitidos por herejes, como me convencieron entonces; estos mismos hombres, completamente olvidados de todo esto, se han unido a su facción. No les queda margen para la negación. Dejaron al descubierto su mente al abrazar la comunión privada con ellos en Ancira, cuando aún no habían sido recibidos públicamente por ellos. Pregúntenles, entonces, si Basílides, quien dio la comunión a Ecdicio, es ahora ortodoxo, ¿por qué al regresar de Dardania, derribaron sus altares en el territorio de Gangra y erigieron sus propias mesas? ¿Por qué han atacado comparativamente recientemente las iglesias de Amasea y Zela y nombrado allí presbíteros y diáconos? Si se comunican con ellos como ortodoxos, ¿por qué los atacan como heréticos? Si los consideran heréticos, ¿cómo es que no rehúyen la comunión con ellos? ¿No es, mis honorables hermanos, evidente incluso para la inteligencia de un niño, que siempre es con vistas a alguna ventaja personal que se esfuerzan por calumniar o brindar apoyo? Así que se han distanciado de mí, no porque no les haya respondido (lo cual se alega es el principal motivo de la ofensa), ni porque no haya recibido a los co-epíscopos que dicen haber enviado. Quienes inventan el cuento rendirán cuentas al Señor. Un hombre, Eustacio, fue enviado y entregó una carta al tribunal del vicario, y pasó tres días en la ciudad. Cuando estaba a punto de irse a casa, se dice que llegó a mi casa tarde en la noche, mientras yo dormía. Al enterarse de que dormía, se fue; no se acercó a mí al día siguiente, y después de cumplir así con la simple formalidad de cumplir con su deber hacia mí, se fue. Este es el cargo del que soy culpable. Este es el pecado. Ante lo cual estas personas sufridas han descuidado el servicio previo que les presté con amor. Por este error, han enfurecido tanto contra mí que han hecho que me denuncien en todas las iglesias del mundo, al menos dondequiera que han podido.
III
Por supuesto, ésta no es la verdadera causa de nuestra separación. Fue cuando descubrieron que se recomendarían a Euzoio si se distanciaban de mí, que idearon estos pretextos. El objetivo era encontrar algún fundamento ante las autoridades para su ataque contra mí. Ahora están empezando a menospreciar incluso el Credo de Nicea, porque en ese Credo se dice que el Hijo unigénito es homoousios con Dios Padre. No es que una esencia se divida en dos partes afines; ¡Dios no lo quiera! Este no era el significado de ese santo y amado sínodo; su significado era que lo que el Padre es en esencia, tal es el Hijo. Y así nos lo han explicado ellos mismos, en la frase "luz de luz". Ahora bien, es el Credo de Nicea, traído por ellos mismos desde Occidente, el que presentaron al Sínodo de Tiana, por el cual fueron recibidos. Pero tienen una ingeniosa teoría sobre cambios de este tipo; usan las palabras del Credo como los médicos usan un remedio para el momento particular, y sustituyen ahora uno y ahora otro para adaptarse a enfermedades particulares. Es más bien para que ustedes consideren la insensatez de tal sofisma que para que yo la pruebe. Porque el Señor les dará entendimiento (2Tm 2,7) para saber cuál es la doctrina correcta y cuál la torcida y perversa. Si de hecho vamos a suscribir un credo hoy y otro mañana, y cambiar con las estaciones, entonces es falsa la declaración de quien dijo: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef 4,5). Pero si es verdad, entonces que nadie los engañe con estas vanas palabras. Falsamente me acusan de introducir novedades sobre el Espíritu Santo. Pregunten cuál es la novedad. Confieso lo que he recibido, que el Paráclito está clasificado con el Padre y el Hijo, y no contado con los seres creados. Hemos profesado nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y somos bautizados en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por lo tanto, nunca separamos al Espíritu de su conjunción con el Padre y el Hijo. Porque nuestra mente, iluminada por el Espíritu, contempla al Hijo, y en él, como en una imagen, contempla al Padre. Y no invento nombres para mí mismo, sino que llamo al Espíritu Santo Paráclito; ni consiento en destruir su debida gloria. Éstas son verdaderamente mis doctrinas. Si alguien quiere acusarme por ellas, que me acuse; que mi perseguidor me persiga. Que quien crea en las calumnias contra mí esté listo para el juicio. El Señor está cerca. No me preocupo por nada.
IV
Si alguien en Siria escribe, esto no es nada para mí. Porque está dicho: "Por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado" (Mt 12,37). Que mis propias palabras me juzguen. Que nadie me condene por los errores de otros hombres ni cite cartas escritas hace veinte años como prueba de que permitiría la comunión con los escritores de tales cosas. Antes de que estas cosas se escribieran, y antes de que se levantara cualquier sospecha de este tipo contra ellos, escribí como laico a laico. No escribí nada sobre la fe en ninguna forma como la que ahora están usando para calumniarme. No envié nada más que un mero saludo para devolver una comunicación amistosa, porque rechazo y anatematizo como impíos por igual a todos los que están afectados por la falta de solidez de Sabelio, y a todos los que mantienen las opiniones de Arrio. Si alguien dice que Padre, Hijo y Espíritu Santo son lo mismo, y supone una cosa bajo varios nombres, y una hipóstasis descrita por tres personas, lo clasifico como perteneciente a la facción de los judíos. De manera similar, si alguien dice que el Hijo es en esencia diferente del Padre, o degrada al Espíritu Santo a una criatura, lo anatematizo y digo que se está acercando al error pagano. Pero es imposible que las bocas de mis acusadores sean restringidas por mi carta; más bien es probable que se irriten con mi defensa y estén lanzando nuevos y más violentos ataques contra mí. Pero no es difícil para tus oídos estar atentos. Por lo tanto, en lo que a ti respecta, haz lo que te ordeno. Mantén tu corazón limpio e imparcial ante sus calumnias; e insiste en que rinda cuentas para refutar los cargos presentados contra mí. Si encuentras que la verdad está de mi lado, no cedas a las mentiras. Si, por otro lado, sientes que soy débil para defenderme, entonces cree en mis acusadores como dignos de crédito. Se pasan las noches en vela para hacerme daño. No te pido esto. Se dedican a una carrera comercial y convierten sus calumnias contra mí en un medio de lucro. Te imploro, por otro lado, que te quedes en casa y lleves una vida decorosa, haciendo discretamente la obra de Cristo. Te aconsejo que evites la comunicación con ellos, pues siempre tiende a la perversión de sus oyentes. Digo esto para que mantengas tu afecto por los puros, para que conserves la fe de los padres en su integridad, y puedan aparecer aprobados ante el Señor como amigos de la verdad.
CARTA
227
Al clero de Colonia Armenia
¿Qué es tan bueno y honorable ante Dios y los hombres como el amor perfecto, que, como nos dice el sabio maestro, es el cumplimiento de la ley (Rm 13,10? Por lo tanto, apruebo su cálido afecto por su obispo, porque, como para un hijo afectuoso la pérdida de un buen padre es insoportable, así la Iglesia de Cristo no puede soportar la partida de un pastor y maestro. Así, en su excesivo afecto por su obispo, están dando prueba de una disposición buena y noble. Pero esta su buena voluntad hacia su padre espiritual debe ser aprobada siempre que se muestre con razón y moderación; una vez que comience a sobrepasar esta línea, ya no es merecedora del mismo elogio. En el caso de su muy amado hermano, nuestro compañero ministro Eufronio, se ha demostrado un buen gobierno por parte de aquellos a quienes se les ha encomendado la administración de la Iglesia. Han actuado según lo exigía la ocasión, para beneficio tanto de la Iglesia a la que fue destituido como de ustedes mismos, de quienes fue arrebatado. No consideren esto simplemente como una orden humana, ni como producto de los cálculos de hombres que se preocupan por las cosas terrenales. Crean que quienes tienen a su cargo el cuidado de las Iglesias han actuado, como lo han hecho, con la ayuda del Espíritu Santo. Graben este principio de los procedimientos en sus corazones y hagan todo lo posible por perfeccionarlo. Acepten con serenidad y agradecimiento lo sucedido, con la convicción de que quienes se niegan a aceptar lo ordenado por las iglesias de Dios se resisten a la ordenanza divina. No entren en disputa con su Iglesia madre en Nicópolis. No se exasperen contra quienes han asumido la responsabilidad de sus almas. En el firme establecimiento de las cosas en Nicópolis, su participación en ellas también puede preservarse; pero si alguna perturbación las afecta, aunque tengan innumerables protectores, junto con la cabeza, el corazón será destruido. Es como los hombres que viven a orillas del río; cuando ven a alguien río arriba construyendo una fuerte presa contra la corriente, saben que, al detener la embestida de la corriente, está velando por su seguridad. Así también quienes ahora han asumido el peso del cuidado de las iglesias. Al proteger a los demás, estás contribuyendo a tu propia seguridad. Estarás protegido de cualquier tormenta, mientras que otros tendrán que soportar el peso del ataque. Pero también debes considerar esto: él no te ha rechazado; ha tomado a otros a su cargo. No soy tan envidioso como para obligar al hombre, capaz de compartir sus dones con otros, a que también te conceda su favor, limitándolo a tu propia ciudad. Quien cerca un manantial y arruina el flujo de las aguas no está libre de la envidia, y lo mismo le ocurre a quien intenta impedir el flujo de abundante enseñanza. Deja que también se preocupe por Nicópolis, y que tus intereses se sumen a sus preocupaciones allí. Ha recibido un aumento de trabajo, pero no ha disminuido su diligencia por ti. Me angustia mucho algo que has dicho, que me parece bastante extravagante: que si no logras tu objetivo, acudirás a los tribunales y pondrás el asunto en manos de hombres cuyo principal objetivo es la destrucción de las iglesias. Ten cuidado, no sea que hombres, arrastrados por pasiones imprudentes, te convenzan, para tu propio perjuicio, de presentar un alegato ante los tribunales, ya que podría sobrevenir una catástrofe y el peso del resultado recaerá sobre quienes la han ocasionado. Sigue mi consejo. Te lo ofrezco con un espíritu paternal. Acepta el acuerdo con los amados obispos, que se ha hecho conforme a la voluntad de Dios. Espera mi llegada. Cuando esté contigo, con la ayuda de Dios, te daré en persona todas las exhortaciones que me ha sido imposible expresar en mi carta, y haré todo lo posible por darte todo el consuelo posible, no con palabras, sino con hechos.
CARTA
228
A los magistrados de Colonia Armenia
He recibido la carta de sus señorías y doy gracias a Dios santísimo porque, ocupados como están con los asuntos de estado, no dejen los de la Iglesia en segundo plano. Me alegra pensar que cada uno de ustedes ha mostrado ansiedad como si actuara en su propio interés, es más, en defensa de su propia vida, y que me han escrito angustiados por la destitución de su amado obispo Eufronio. Nicópolis no se lo ha arrebatado realmente. Si defendiera su causa ante un juez, podría decir que recupera lo que es suyo. Si se la trata con honor, les dirá, como corresponde a una madre cariñosa, que compartirá con ustedes al Padre, quien les dará una porción de su gracia a cada uno: no permitirá que ninguno se vea perjudicado por la invasión de sus adversarios, y al mismo tiempo no los privará del cuidado al que están acostumbrados. Piensen, pues, en la urgencia del momento. Apliquen su mejor inteligencia para comprender cómo un buen gobierno requiere cierto curso de acción; y luego perdonen a los obispos que han adoptado este curso para el establecimiento de las iglesias de nuestro Señor Jesucristo. Sugieran qué les conviene. Su propia inteligencia no necesita instrucción. Saben cómo adoptar los consejos de quienes los aman. Es natural que ignoren muchas de las cuestiones que se agitan, debido a nuestra ubicación lejos en Armenia; pero nosotros, que estamos en medio de los asuntos y tenemos los oídos llenos de noticias diarias de iglesias que están siendo derribadas, estamos profundamente preocupados por si el enemigo común, envidioso por la prolongada paz de nuestra vida, puede sembrar su cizaña también en su tierra, y Armenia, así como otros lugares, sea entregada a nuestros adversarios para que la devoren. Por ahora, estén tranquilos, como si no rehusaran permitir que sus vecinos compartan con ustedes el uso de una buena vasija. Dentro de poco, si el Señor me permite ir a verte, recibirás, si te parece necesario, un consuelo aún mayor por lo sucedido.
CARTA
229
Al clero de Nicópolis
I
Estoy seguro que una obra realizada por uno o dos hombres piadosos no se realiza sin la cooperación del Espíritu Santo. Porque cuando nada meramente humano se nos presenta, cuando los hombres santos son movidos a la acción sin pensar en su propia gratificación personal, y con el único objetivo de agradar a Dios, es evidente que es el Señor quien dirige sus corazones. Cuando los hombres de mente espiritual toman la iniciativa en el consejo, y el pueblo del Señor los sigue con corazones consensuados, no puede haber duda de que sus decisiones se toman con la participación de nuestro Señor Jesucristo, quien derramó su sangre por amor a las iglesias. Por lo tanto, tienen razón al suponer que nuestro muy amado hermano y compañero ministro Poemenio, quien llegó entre ustedes en un momento oportuno y descubrió este medio de consolarlos, ha sido divinamente movido. No sólo alabo su descubrimiento del camino correcto a seguir. Admiro profundamente la firmeza con la que, sin permitir ninguna demora que debilitara la energía de los peticionarios ni diera a la parte contraria la oportunidad de tomar precauciones y poner en marcha las contra conspiraciones de enemigos secretos, coronó de inmediato su feliz camino con una conclusión exitosa. Que el Señor, en su gracia especial, lo guarde a él y a los suyos, para que la Iglesia, como le corresponde, permanezca en una sucesión sin degenerar en absoluto ni ceda el paso al maligno, quien ahora, si alguna vez, se ve frustrado por el firme establecimiento de las iglesias.
II
He escrito extensamente para exhortar a nuestros hermanos de Colonia. Además, es mejor que ustedes se comporten con paciencia antes que aumentar su irritación, como si los despreciaran por su insignificancia o los provocaran a una disputa con su desprecio. Es natural que los litigantes actúen sin el debido consejo y administren mal sus propios asuntos con el fin de irritar a sus oponentes. Y nadie es tan insignificante como para no ser capaz de dar lugar, a quienes lo necesitan, a grandes problemas. No hablo al azar. Hablo desde mi propia experiencia de mis propios problemas. Que Dios los guarde de estos, respondiendo a sus oraciones. Oren también por mí, para que tenga un viaje próspero y, a mi llegada, comparta su alegría con su pastor actual y encuentre consuelo con ustedes tras la partida de nuestro padre común.
CARTA
230
A los magistrados de Nicópolis
El gobierno de las iglesias lo llevan a cabo aquellos a quienes se les han confiado los principales cargos, pero sus manos son fortalecidas por los laicos. Se han tomado las medidas que correspondían a los obispos amados por Dios. El resto les concierne, si se dignan a recibir cordialmente al obispo que les ha sido asignado y a resistir vigorosamente los ataques externos. Pues nada desalienta tanto a todos, ya sean gobernantes o quienes envidian su pacífica posición, como la adhesión al obispo designado y la firmeza en su postura. Es probable que desesperen ante cualquier intento maligno si ven que sus consejos no son aceptados ni por el clero ni por los laicos. Procuren, pues, que sus propios sentimientos sobre lo correcto sean compartidos por toda la ciudad, y hablen así a los ciudadanos y a todos los habitantes del distrito, confirmando sus buenos sentimientos, para que la sinceridad de su amor a Dios sea conocida en todas partes. Confío en que algún día se me permita visitar e inspeccionar una Iglesia que es la madre de la verdadera religión, honrada por mí como metrópoli de la ortodoxia, porque desde siempre ha estado bajo el gobierno de hombres honorables y elegidos de Dios, quienes se han aferrado a la palabra fiel tal como se nos ha enseñado. Ustedes han aprobado al que acaba de ser nombrado como digno de estos predecesores, y yo estoy de acuerdo. Que la gracia de Dios los preserve. Que él disipe los malos designios de nuestros enemigos e infunda en sus almas fuerza y constancia para preservar lo que se ha determinado correctamente.
CARTA
231
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Tengo pocas oportunidades de escribir a su reverencia, y esto me causa no pocos problemas. Es como si, cuando podía verlo y disfrutar de su compañía muy a menudo, lo hiciera rara vez. Pero me es imposible escribirle porque muy pocos viajan a visitarlo; de lo contrario, no habría razón para que mi carta no fuera una especie de diario de mi vida, para contarle, querido amigo, todo lo que me sucede día a día. Me consuela contarle mis asuntos, y sé que nada le importa más que lo que me concierne. Ahora, sin embargo, Elpidio regresa a casa con su señor para refutar las calumnias que algunos enemigos han lanzado contra él, y me ha pedido una carta. Por lo tanto, saludo a su reverencia de su parte y le recomiendo a un hombre que merece su protección, tanto por justicia como por mi propio bien. Aunque no puedo decir nada más en su favor, sin embargo, puesto que ha considerado de suma importancia ser portador de mi carta, considérenlo entre nuestros amigos, recuérdenme y oren por la Iglesia. Debes saber que mi amado hermano está en el exilio, pues no pudo soportar la molestia que le causaron personas desvergonzadas. Doara está en estado de agitación, pues el enorme monstruo marino está sembrando la confusión. Mis enemigos, según me informan quienes lo saben, conspiran contra mí en la corte. Pero hasta ahora, la mano del Señor ha estado sobre mí. Sólo ruega para que no me abandonen al final. Mi hermano se está tomando las cosas con calma. Doara ha recibido al viejo arriero. No puede hacer más. El Señor dispersará los planes de mis enemigos. La única cura para todos mis problemas presentes y futuros es ponerte los ojos en ti. Si te es posible, mientras aún estoy vivo, ven a verme. El libro sobre el Espíritu lo he escrito yo y está terminado, como sabes. Mis hermanos aquí me han impedido enviártelo escrito en papel, y me han dicho que tenían órdenes de su excelencia de plasmarlo en pergamino. Así pues, para no parecer que hago algo en contra de tus mandatos, me he demorado ahora, pero lo enviaré un poco más tarde, si encuentro a alguien adecuado para transmitirlo. Que la bondad del Santo te conceda a mí y a la Iglesia de Dios, salud y felicidad, y que intercedas por mí ante el Señor.
CARTA
232
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Cada día que me llega una carta tuya es un día de fiesta, el más grande de los días de fiesta. Y cuando se traen los símbolos de la fiesta, ¿cómo puedo llamarlo sino una fiesta de fiestas, como la antigua ley solía hablar del sabath de sabaths? Doy gracias al Señor porque estás muy bien y porque has celebrado la conmemoración de la economía de la salvación en una Iglesia en paz. He estado perturbado por algunos problemas; y no he estado sin angustia por el hecho de que mi amado hermano está en el exilio. Ruega por él para que Dios un día le conceda ver a su Iglesia sanada de las heridas de las mordeduras heréticas. Ven a verme mientras aún estoy en esta tierra. Actúa de acuerdo con tus propios deseos y con mis más fervientes oraciones. Permíteme asombrarme por el significado de tus bendiciones, ya que misteriosamente me has deseado una vejez vigorosa. Con tus lámparas me despiertas al trabajo nocturno; Y con tus dulces viandas pareces asegurarte de que todo mi cuerpo está bien. Pero no hay nada que comer a estas alturas de mi vida, pues mis dientes están desgastados hace tiempo por el tiempo y la mala salud. En cuanto a lo que me has preguntado, hay algunas respuestas en el documento que te envío, escritas lo mejor que he podido y según la oportunidad.
CARTA
233
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
Yo mismo he oído hablar de esto, y conozco la constitución de la humanidad. ¿Qué diré? La mente es algo maravilloso, y en ella poseemos aquello que es a imagen del Creador. Y el funcionamiento de la mente es maravilloso; pues, en su movimiento perpetuo, con frecuencia forma imaginaciones sobre cosas inexistentes como si existieran, y con frecuencia es llevada directamente a la verdad. Pero hay en ella dos facultades: de acuerdo con la visión de los que creemos en Dios, la malvada, la de los demonios, que nos arrastra a su propia apostasía; y la divina y buena, que nos lleva a la semejanza de Dios. Por lo tanto, cuando la mente permanece sola y sin ayuda, contempla cosas pequeñas, acordes con ella misma. Cuando cede ante quienes la engañan, anula su juicio correcto y se preocupa por fantasías monstruosas. Entonces considera que la madera ya no es madera, sino un dios. Entonces, ya no considera el oro como dinero, sino como objeto de adoración. Si, por el contrario, asiente a su parte divina y acepta los dones del Espíritu, entonces, en la medida en que su naturaleza lo permite, se vuelve perceptiva de lo divino. Hay, por así decirlo, tres condiciones de vida y tres operaciones de la mente. Nuestros caminos pueden ser malvados, y los movimientos de nuestra mente perversos; como adulterios, robos, idolatrías, calumnias, contiendas, pasiones, sediciones, vanagloria y todo lo que el apóstol Pablo enumera entre las obras de la carne. O la operación del alma es, por así decirlo, en un término medio, y no tiene nada de condenable ni de loable, como la percepción de tales artesanías mecánicas que comúnmente llamamos indiferentes y, por su propia naturaleza, no inclinan ni hacia la virtud ni hacia el vicio. Pues ¿qué vicio hay en el oficio del timonel o del médico? Estas operaciones no son virtudes en sí mismas, sino que se inclinan en una u otra dirección según la voluntad de quienes las ejercen. Pero la mente impregnada de la divinidad del Espíritu es capaz de contemplar grandes objetos de inmediato; contempla la belleza divina, aunque solo en la medida en que la gracia la imparte y su naturaleza la recibe.
II
Que descarten, por tanto, estas cuestiones de dialéctica, y examinen la verdad. Y no con exactitud maliciosa, sino con reverencia. El juicio de nuestra mente nos es dado para la comprensión de la verdad. Ahora bien, nuestro Dios es la verdad misma. Así pues, la función principal de nuestra mente es conocer a un solo Dios, pero conocerlo en la medida en que lo infinitamente grande puede ser conocido por lo muy pequeño. Cuando nuestros ojos se dirigen por primera vez a la percepción de los objetos visibles, no todos los objetos visibles se presentan de inmediato a la vista. El hemisferio del cielo no se contempla con una sola mirada, sino que estamos rodeados de cierta apariencia, aunque en realidad muchas cosas, por no decir todas, en él son imperceptibles (la naturaleza de las estrellas, su grandeza, sus distancias, sus movimientos, sus conjunciones, sus intervalos, sus otras condiciones, la esencia misma del firmamento, la distancia de profundidad desde la circunferencia cóncava hasta la superficie convexa). Sin embargo, nadie alegaría que el cielo es invisible debido a lo desconocido; Se diría que es visible debido a nuestra percepción limitada de ella. Lo mismo ocurre con Dios. Si la mente ha sido dañada por demonios, será culpable de idolatría o se verá pervertida hacia alguna otra forma de impiedad. Pero si se ha rendido a la ayuda del Espíritu, comprenderá la verdad y conocerá a Dios. Pero lo conocerá en parte, como dice el apóstol, y en la vida venidera de forma más perfecta, porque "cuando venga lo perfecto, entonces lo que es parcial desaparecerá" (1Cor 13,10). El juicio de la mente es, por tanto, bueno, y nos fue dado para un buen fin: la percepción de Dios. No obstante, sólo opera en la medida de sus posibilidades.
CARTA
234
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
¿Adoráis lo que sabéis o lo que no sabéis ? Si respondo que adoro lo que sé, inmediatamente replican: ¿Cuál es la esencia del objeto de adoración? Entonces, si confieso que ignoro la esencia, me atacan de nuevo y dicen: Adoráis lo que no sabéis. Respondo que el término conocer tiene muchos significados. Decimos que conocemos la grandeza de Dios, su poder, su sabiduría, su bondad, su providencia sobre nosotros y la justicia de su juicio; pero no su esencia misma. Por lo tanto, la pregunta se plantea sólo con fines de debate. Pues quien niega conocer la esencia no se confiesa ignorante de Dios, porque nuestra idea de Dios se deriva de todos los atributos que he enumerado. Pero Dios, dice, es simple, y cualquier atributo suyo que se considere cognoscible pertenece a su esencia. Pero los absurdos que implica este sofisma son innumerables. Una vez enumerados todos estos elevados atributos, ¿son todos nombres de una misma esencia? ¿Y existe la misma fuerza mutua en su temibilidad y su amorosa bondad, su justicia y su poder creativo, su providencia y su presciencia, y su otorgamiento de recompensas y castigos, su majestad y su providencia? ¿Al mencionar cualquiera de estos, declaramos su esencia? Si dicen que sí, que no pregunten si conocemos la esencia de Dios, sino que nos pregunten si sabemos que Dios es temible, justo o misericordioso. Confesamos que conocemos estas cosas. Si dicen que la esencia es algo distinto, que no nos equivoquen por su simplicidad. Pues ellos mismos confiesan que hay una distinción entre la esencia y cada uno de los atributos enumerados. Las operaciones son diversas, y la esencia simple, pero decimos que conocemos a nuestro Dios por sus operaciones, pero no nos proponemos acercarnos a su esencia. Sus operaciones llegan a nosotros, pero su esencia permanece fuera de nuestro alcance.
II
Si ignoras la esencia, ignoras a Cristo mismo. Respóndeme, pues: Si dices que conoces su esencia, ¿lo ignoras a él mismo? Un hombre que ha sido mordido por un perro rabioso y ve un perro en un plato, en realidad no ve más de lo que ven las personas sanas; es digno de lástima porque cree ver lo que no ve. No lo admires, pues, por su anuncio, sino compadécele por su locura. Reconoce que la voz es de burladores, cuando dicen: Si ignoras la esencia de Dios, adoras lo que no conoces. Yo sé que él existe; lo que es su esencia, lo veo más allá de la inteligencia. ¿Cómo, entonces, me salvo? Por la fe. Es suficiente la fe para saber que Dios existe, sin saber qué es; y él es galardonador de quienes lo buscan (Hb 11,6). Así que el conocimiento de la esencia divina implica la percepción de su incomprensibilidad, y el objeto de nuestra adoración no es aquello de lo cual comprendemos la esencia, sino aquello de lo cual comprendemos que la esencia existe.
III
También se les puede plantear la siguiente pregunta: A Dios nadie lo ha visto jamás, pues el Unigénito que está en el seno lo ha declarado (Jn 1,18), mas ¿qué declaró el Hijo unigénito del Padre? ¿Su esencia o su poder? Si su poder, sabemos tanto como él nos declaró. Si su esencia, dime dónde dijo que su esencia era el ser no engendrado. ¿Cuándo adoró Abraham? ¿No fue cuando creyó? ¿Y cuándo creyó? ¿No fue cuando fue llamado? ¿Dónde en este lugar hay algún testimonio en las Escrituras de que Abraham comprendiera? ¿Cuándo lo adoraron los discípulos? ¿No fue cuando vieron la creación sujeta a él? Fue por la obediencia del mar y los vientos a él que reconocieron su divinidad. Por lo tanto, el conocimiento vino de las operaciones, y la adoración del conocimiento. ¿Crees que puedo hacer esto? Creo, Señor; y lo adoró. Así que la adoración sigue a la fe, y la fe es confirmada por el poder. Pero si dices que el creyente también sabe, sabe por lo que cree; y viceversa, cree por lo que sabe. Conocemos a Dios por su poder. Por lo tanto, creemos en Aquel en quien se cree y adoramos a Aquel en quien se cree.
CARTA
235
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
¿Qué es primero, el conocimiento o la fe? Respondo que, generalmente, en el caso de los discípulos, la fe precede al conocimiento. Pero, en nuestra enseñanza, si alguien afirma que el conocimiento precede a la fe, no me opongo; entiendo el conocimiento en la medida en que está dentro de los límites de la comprensión humana. En nuestras lecciones, primero debemos creer que se nos dice la letra a; luego aprendemos los caracteres y su pronunciación, y por último, obtenemos una idea clara de la fuerza de la letra. Pero en nuestra creencia sobre Dios, primero viene la idea de que Dios existe. Esto lo obtenemos de sus obras. Pues, al percibir su sabiduría, su bondad y todas sus cosas invisibles desde la creación del mundo, lo conocemos. Así también, lo aceptamos como nuestro Señor. Pues, puesto que Dios es el Creador de todo el mundo, y nosotros somos parte de él, Dios es nuestro Creador. A este conocimiento le sigue la fe, y a esta fe, la adoración.
II
El término conocimiento tiene muchos significados, y por eso quienes se burlan de las mentes más simples y se destacan con afirmaciones asombrosas (como malabaristas que ocultan las bolas ante los ojos de los hombres), rápidamente lo incluyen todo en su investigación general. El conocimiento, digo, tiene una aplicación muy amplia, y se puede obtener conocimiento de lo que es una cosa por número, por volumen, por fuerza, por su modo de existencia, por el período de su generación, por su esencia. Entonces, cuando nuestros oponentes incluyen la totalidad en su pregunta, si nos sorprenden confesando que sabemos, inmediatamente nos exigen conocimiento de la esencia. Si, por el contrario, nos ven cautelosos a la hora de hacer cualquier afirmación sobre el tema, nos estigmatizan con impiedad. Yo, sin embargo, confieso que sé lo que es cognoscible de Dios, y que sé lo que está más allá de mi comprensión. Así que si me preguntas si sé qué es la arena, y te respondo que sí, obviamente me estarás calumniando si me preguntas directamente el número de la arena; ya que tu primera pregunta se refería solo a la forma de la arena, mientras que tu segunda objeción injusta se refería a su número. La objeción es como si alguien dijera: ¿Conoces a Timoteo? Oh, si conoces a Timoteo, conoces su naturaleza. Ya que has reconocido que conoces a Timoteo, dame una explicación de la naturaleza de Timoteo. Sí, pero al mismo tiempo conozco y no conozco a Timoteo, aunque no de la misma manera ni en el mismo grado. No es que no lo sepa de la misma manera en que lo sé, sino que lo conozco de una manera y soy ignoro de otra. Lo conozco según su forma y otras propiedades; pero soy ignorante de su esencia. De hecho, de esta manera también, me conozco y soy ignorante de mí mismo. Sé, en efecto, quién soy, mas en la medida en que soy ignorante de mi esencia, no me conozco a mí mismo.
III
Que me digan en qué sentido dice Pablo "ahora conocemos en parte" (1Cor 13,9), y que me respondan: ¿Conocemos su esencia en parte, como conociendo partes de su esencia? No. Esto es absurdo, porque Dios no tiene partes. Pero ¿conocemos toda la esencia? ¿Cómo entonces "cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará" (1Cor 13,10)? ¿Por qué se critica a los idólatras? ¿No es porque conocieron a Dios y no le honraron como a Dios? ¿Por qué Pablo reprocha a los insensatos (Gál 3,1) con las palabras "después de haber conocido a Dios, ¿cómo os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos?" (Gál 4,9)? ¿Cómo era conocido Dios en el judaísmo? ¿Era porque en el judaísmo se sabía cuál es su esencia? Se dice que "el buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su amo" (Is 1,3). Así que el asno conoce la esencia del pesebre, pero Israel no me conoce. Así que, según tú, Israel es hallado culpable por no saber cuál es la esencia de Dios. Derrama tu ira sobre las naciones que no te han conocido, es decir, que no han comprendido tu esencia. Pero, repito, el conocimiento es múltiple: implica la percepción de nuestro Creador, el reconocimiento de sus obras maravillosas, la observancia de sus mandamientos y la comunión íntima con él. Todo esto lo dejan de lado y fuerzan el conocimiento en un solo significado, la contemplación de la esencia de Dios. Los pondrás, se dice, antes del testimonio y seré conocido de ti desde allí. ¿Es el término, seré conocido de ti, en lugar de, revelaré mi esencia? El Señor "conoce a los que son suyos" (2Tm 2,19), mas ¿conoce la esencia de los que son suyos, pero ignora la esencia de los que le desobedecen? "Adán conoció a su esposa" (Gn 4,1), mas ¿conoció su esencia? Se dice de Rebeca que "era virgen, y varón no la había conocido" (Gn 24,16), y María dijo: "¿Cómo será eso, pues no conozco varón?" (Lc 1,34). ¿Acaso ningún hombre conoció la esencia de Rebeca? ¿Quiere decir María que no conozco la esencia de ningún hombre? ¿No es costumbre en las Escrituras usar la palabra conocer para los abrazos nupciales? La afirmación de que Dios será conocido desde el propiciatorio significa que sus adoradores lo conocerán. Y el Señor conoce a los que son suyos, significa que a causa de sus buenas obras los recibe en una comunión íntima con él.
CARTA
236
Al obispo Anfiloquio de Iconio
I
Ya se ha indagado con frecuencia sobre lo que dicen los evangelios acerca de la ignorancia de nuestro Señor Jesucristo respecto al día y la hora del fin (Mc 13,32). Ésta es una objeción constante de los anomeos a la destrucción de la gloria del Unigénito, para demostrar que es diferente en esencia y subordinado en dignidad; puesto que, si no lo sabe todo, no puede poseer la misma naturaleza ni ser considerado semejante a Aquel que, por su propia presciencia y facultad de predecir el futuro, posee un conocimiento tan amplio como el universo. Esta pregunta me ha sido planteada por su inteligencia como una nueva. Puedo responder con la misma respuesta que escuché de nuestros padres cuando era niño, y que, debido a mi amor por el bien, he recibido sin cuestionarla. No espero que pueda remediar la desvergüenza de quienes luchan contra Cristo, pues ¿dónde está el razonamiento lo suficientemente sólido como para resistir su ataque? Sin embargo, puede ser suficiente para convencer a todos los que aman al Señor, y en quienes la seguridad previa proporcionada por la fe es más fuerte que cualquier demostración de la razón. Ahora bien, ningún hombre parece ser una expresión general, de modo que no se exceptúa a ninguna persona, pero este no es su uso en las Escrituras, como he observado en el pasaje donde no hay ninguno bueno sino uno (es decir, Dios). Porque incluso en este pasaje el Hijo no habla así excluyéndose a sí mismo de la buena naturaleza. No obstante, puesto que el Padre es el primer bien, creemos que las palabras ningún hombre fueron pronunciadas con la adición sobreentendida de primero. Así, con el pasaje "ningún hombre conoce al Hijo sino el Padre" (Mt 11,27) no hay acusación de ignorancia contra el Espíritu, sino solo un testimonio de que el conocimiento de su propia naturaleza pertenece naturalmente primero al Padre. Así también entendemos que "ningún hombre sabe" (Mt 24,36) se refiere al Padre como el primer conocimiento de las cosas, tanto presentes como futuras, y en general para exhibir a los hombres la primera causa. De lo contrario, ¿cómo puede este pasaje coincidir con el resto de la evidencia de la Escritura o estar de acuerdo con las nociones comunes de nosotros que creemos que el Unigénito es la imagen del Dios invisible, e imagen no de la figura corporal, sino de la misma deidad y de las poderosas cualidades atribuidas a la esencia de Dios, imagen del poder, imagen de la sabiduría, como Cristo es llamado "poder de Dios y sabiduría de Dios" (1Cor 1,24)? Ahora bien, de la sabiduría el conocimiento es claramente una parte; y si en alguna parte falla, no es una imagen del todo. ¿Cómo podemos entender que el Padre no haya mostrado ese día y esa hora (la porción más pequeña de los siglos) a Aquel por medio de quien hizo los siglos? ¿Cómo puede el Creador del universo quedarse corto en el conocimiento de la porción más pequeña de las cosas creadas por él? ¿Cómo puede Aquel que dice, cuando el fin esté cerca, que tales y tales señales aparecerán en el cielo y en la tierra, ignorar el fin mismo? Cuando dice: "El fin aún no es" (Mt 24,6). Hace una declaración definitiva, como si tuviera conocimiento y no dudara. Además, es evidente para el investigador justo que nuestro Señor dice muchas cosas a los hombres, en el carácter humano. Por ejemplo, la frase "dame de beber" (Jn 4,7) es un dicho de nuestro Señor, que expresa su necesidad corporal. Sin embargo, quien pedía no era carne sin alma, sino la divinidad, que usaba carne dotada de alma. Así, en el presente caso, nadie que comprenda la ignorancia de aquel que había recibido todas las cosas según la economía y progresaba con Dios y los hombres en favor y sabiduría, se verá arrastrado a la interpretación de la verdadera religión.
II
Sería digno de su diligencia poner las frases del evangelio una al lado de la otra, y comparar juntas las de Mateo y las de Marcos, pues sólo estas dos se encuentran en concurrencia en este pasaje. La redacción de Mateo es de ese día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, sino sólo mi Padre. La de Marcos dice: "De ese día y esa hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre" (Mc 13,32). Lo que es notable en estos pasajes es esto; que Mateo no dice nada acerca de la ignorancia del Hijo, y parece estar de acuerdo con Marcos en cuanto al sentido al decir pero sólo mi Padre. Ahora bien, entiendo que la palabra sólo se usó en contraposición a los ángeles, pero que el Hijo no está incluido con sus propios siervos en la ignorancia. No podía decir lo que es falso quien dijo: "Todas las cosas que el Padre tiene son mías" (Jn 16,15), pero una de las cosas que el Padre tiene es el conocimiento de ese día y de esa hora. En el pasaje de Mateo, entonces, el Señor no hizo mención de su propia Persona, como un asunto fuera de controversia, y dijo que los ángeles no sabían y que solo su Padre sabía, afirmando tácitamente que el conocimiento de su Padre también era su propio conocimiento, debido a lo que había dicho en otra parte: "Como el Padre me conoce, así también yo conozco al Padre" (Jn 10,15). Si el Padre tiene conocimiento completo del Hijo, sin excepción alguna, de modo que sabe que todo el conocimiento mora en él, claramente será conocido plenamente por el Hijo con toda su sabiduría inherente y todo su conocimiento de las cosas por venir. Esta modificación, creo, se puede dar a las palabras de Mateo, pero solo mi Padre. En cuanto a las palabras de Marcos, que parece excluir claramente al Hijo del conocimiento, mi opinión es esta. Ningún hombre sabe, ni siquiera los ángeles de Dios, o ni siquiera el Hijo, lo habría sabido si el Padre no lo hubiera sabido. Es decir, la causa del conocimiento del Hijo proviene del Padre. Para un oyente imparcial, esta interpretación no es forzada, pues no se añade el término sólo, como en Mateo. El sentido de Marcos, entonces, es el siguiente: De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles de Dios; pero ni siquiera el Hijo lo habría sabido si el Padre no lo hubiera sabido, pues el conocimiento que naturalmente le fue dado por el Padre. Es muy decoroso y propio de la naturaleza divina decir esto del Hijo, porque él ha contemplado su conocimiento y su ser en toda la sabiduría y gloria que le corresponden a su Divinidad, provenientes de Aquel con quien es consustancial.
III
En cuanto a Jeconías, a quien el profeta Jeremías declara con estas palabras como rechazado de la tierra de Judá, Jeconías fue deshonrado como un vaso inservible; y debido a que fue expulsado, él y su descendencia, y nadie de su descendencia se levantará para sentarse en el trono de David y gobernar en Judá, el asunto es claro y evidente. Tras la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor, el reino fue destruido, y ya no existía la sucesión hereditaria de reinados como antes. Sin embargo, en ese momento, los descendientes depuestos de David vivían en cautiverio. Con el regreso de Salatiel y Zorobabel, el gobierno supremo recayó en mayor medida en el pueblo, y la soberanía fue posteriormente transferida al sacerdocio, debido a la mezcla de las tribus sacerdotales y reales; por lo que el Señor, en lo que respecta a Dios, es a la vez rey y sumo sacerdote. Además, la tribu real no decayó hasta la venida de Cristo. Sin embargo, la descendencia de Jeconías ya no se sentaba en el trono de David. Claramente, es la dignidad real la que se describe con el término trono. Recordemos la historia de cómo toda Judea, Idumea, Moab, las regiones vecinas de Siria y los países más lejanos hasta Mesopotamia, y el país del otro lado hasta el río de Egipto, eran tributarios de David. Si entonces ninguno de sus descendientes apareció con una soberanía tan amplia, ¿cómo no es cierta la palabra del profeta de que nadie de la descendencia de Jeconías volvería a sentarse en el trono de David, pues ninguno de sus descendientes parece haber alcanzado esta dignidad? Sin embargo, la tribu de Judá no fracasó, hasta que vino Aquel para quien estaba destinada. Pero ni siquiera él se sentó en el trono material. El reino de Judea fue transferido a Herodes, hijo de Antípatro el Ascalonita, y a sus hijos, quienes dividieron Judea en cuatro principados, cuando Pilato era Procurador y Tiberio era Señor del Imperio Romano. Es el reino indestructible que él llama el trono de David, sobre el cual se sentó el Señor. Él es la "expectativa de los gentiles" (Gn 49,10) y no de la más pequeña división del mundo, pues está escrito: "En aquel día surgirá la raíz de Jesé, que se pondrá por pendón del pueblo; a ella acudirán las naciones. Te he llamado para pacto del pueblo, para luz de las naciones". Así, Dios permaneció como sacerdote. aunque no recibió el cetro de Judá y rey de toda la tierra, así se cumplió la bendición de Jacob que decía: "En él serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 22,18).
IV
En cuanto a la tremenda pregunta de los graciosos encratitas (¿por qué no comemos de todo?), que se les dé esta respuesta: que nos deshagamos de nuestros excrementos con asco. En cuanto a la dignidad, para nosotros la carne es hierba; pero en cuanto a la distinción entre lo útil y lo no útil, así como en las verduras separamos lo insalubre de lo saludable, en la carne distinguimos entre lo bueno y lo malo. La cicuta es una verdura, así como la carne de buitre es carne. Sin embargo, nadie en su sano juicio comería beleño ni carne de perro a menos que estuviera en serios apuros. Sin embargo, si lo hiciera, no pecaría.
V
En cuanto a quienes sostienen que los asuntos humanos están gobernados por el destino, no me pidan información, sino apuñalenlos con sus propias flechas retóricas. La pregunta es demasiado larga para mi actual debilidad. Respecto a la resurrección en el bautismo, no sé cómo se les ocurrió hacer tal pregunta, si es que entendían que la inmersión cumplía la figura de los tres días. Es imposible que alguien se sumerja tres veces sin resucitar tres veces. Escribimos el término φάγος en tono paroxístico.
VI
La distinción entre οuσία y uπόστασις es la misma que entre lo general y lo particular (como, por ejemplo, entre el animal y el hombre particular). Por lo tanto, en el caso de la Deidad, confesamos una esencia o sustancia para no dar una definición variante de la existencia, pero confesamos una hipóstasis particular, para que nuestra concepción del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo sea sin confusión y clara. Si no tenemos una percepción clara de las características separadas (a saber, la paternidad, la filiación y la santificación), sino que formamos nuestra concepción de Dios a partir de la idea general de la existencia, no podemos dar una explicación sólida de nuestra fe. Debemos confesar la fe, por tanto, añadiendo lo particular a lo común. La deidad es común, y la paternidad particular. Por lo tanto, debemos combinar los dos y decir: Creo en Dios Padre. El mismo curso debe seguirse en la confesión del Hijo. Debemos combinar lo particular con lo común y decir "Creo en Dios Hijo", así que en el caso del Espíritu Santo debemos hacer que nuestra expresión se ajuste a la denominación y decir " en Dios Espíritu Santo". De aquí resulta que hay una preservación satisfactoria de la unidad por la confesión de la única deidad, mientras que en la distinción de las propiedades individuales consideradas en cada una está la confesión de las propiedades peculiares de las personas. Por otro lado, quienes identifican esencia o sustancia e hipóstasis se ven obligados a confesar solo tres personas y, en su vacilación para hablar de tres hipóstasis, son convencidos de no evitar el error de Sabelio, pues incluso el propio Sabelio, quien en muchos lugares confunde el concepto, sin embargo, al afirmar que la misma hipóstasis cambió su forma para satisfacer las necesidades del momento, se esfuerza por distinguir personas.
VII
Finalmente, en cuanto a sobre cómo se nos ordenan las cosas neutrales e indiferentes, ya sea por obra del azar o por la providencia divina, mi respuesta es esta: la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, el crédito y el descrédito, en la medida en que no benefician a quienes las poseen, no se consideran naturalmente buenas, pero, en la medida en que facilitan la vida, en cada caso, las primeras son preferibles a las contrarias y tienen cierto valor. A algunos hombres, estas cosas les son dadas por Dios para su mayordomía, como por ejemplo a Abraham, a Job y otros similares. Para las personas de carácter inferior, son un desafío para mejorar. Pues quien persiste en la injusticia, después de una muestra tan admirable del amor de Dios, se somete a la condenación sin defensa. El hombre bueno, sin embargo, ni se inclina a las riquezas cuando las posee, ni las busca si no las tiene. Trata lo que se le da como algo que le es dado, no para su disfrute egoísta, sino para una administración sabia. Nadie en su sano juicio se molesta en distribuir los bienes ajenos, a menos que busque la alabanza del mundo, que admira y envidia a cualquiera que ocupe la autoridad. Los hombres buenos se enfrentan a la enfermedad como los atletas a su competición, esperando las coronas que recompensarán su resistencia. Atribuir la dispensación de estas cosas a cualquier otra persona es tan incompatible con la verdadera religión como con el sentido común.
CARTA
237
Al obispo Eusebio de Samosata
I
Escribí a su reverencia por medio del vicario de Tracia y envié otras cartas por medio de uno de los funcionarios de la tesorería de Filipópolis, quien partía de nuestro país hacia Tracia, rogándole que las llevara a su partida. Pero el vicario nunca recibió mi carta, pues mientras yo visitaba mi diócesis, llegó a la ciudad por la tarde y partió temprano por la mañana, de modo que los funcionarios de la iglesia no supieron de su llegada, y la carta se quedó en mi casa. El tesorero también, debido a un asunto imprevisto y urgente, partió sin verme ni llevarse mis cartas. No se encontró a nadie más; así que me quedé, lamentando no poder escribirle y no recibir ninguna carta de su reverencia. Sin embargo, deseaba, si fuera posible, contarle todo lo que me sucede día a día. Suceden tantas cosas asombrosas que requieren una narración diaria, y puede estar seguro de que la habría escrito, si la presión de los acontecimientos no me hubiera distraído.
II
La primera y mayor de mis preocupaciones fue la visita del vicario. No sé si es un hombre de mentalidad herética; creo que es bastante ignorante en doctrina y no tiene el más mínimo interés ni experiencia en tales asuntos, pues lo veo día y noche ocupado, tanto en cuerpo como en alma, en otras cosas. Pero sin duda es amigo de los herejes; y no es más amistoso con ellos que mal dispuesto conmigo. Ha convocado un sínodo de hombres malvados en pleno invierno en Galacia. Ha depuesto a Hipsino y puesto a Ecdicio en su lugar. Ha ordenado la destitución de mi hermano por la acusación de un hombre, y ese hombre es bastante insignificante. Más tarde, tras ocuparse un rato con el ejército, volvió a nosotros rebosante de furia y matanza, y en una sola frase entregó toda la Iglesia de Cesarea al Senado. Se estableció durante varios días en Sebaste, separando a amigos de enemigos, nombrando senadores a quienes estaban en comunión conmigo y condenándolos a cargos públicos, mientras promovía a los partidarios de Eustacio. Ha ordenado que se convoque un segundo sínodo de obispos de Galacia y Ponto en Nisa. Se han sometido, se han reunido y han enviado a las iglesias a un hombre de cuyo carácter no me gusta hablar; pero su reverencia puede comprender bien qué clase de hombre debe ser quien se pone a disposición de tales consejos. Ahora, mientras escribo esto, la misma banda se ha apresurado a Sebaste para unirse a Eustacio y, con él, para perturbar la Iglesia de Nicópolis. Pues el bienaventurado Teodoto ha dormido. Hasta ahora, los nicopolitanos han resistido con valentía y tenacidad el primer ataque del vicario, pues este intentó persuadirlos para que recibieran a Eustacio y aceptaran a su obispo tras su nombramiento. No obstante, al ver que no están dispuestos a ceder, ahora intenta, con acciones aún más violentas, lograr el nombramiento del obispo que se les ha intentado asignar. Además, se rumorea que se espera un sínodo, por lo que pretenden convocarme para recibirlos en la comunión o para ser amistosos con ellos. Tal es la situación de las iglesias. En cuanto a mi salud, creo que es mejor no decir nada. No soporto no decir la verdad, y al decirla solo los afligiré.
CARTA
238
Al clero de Nicópolis
Recibí su carta, reverendos hermanos, pero no me decía nada que no supiera ya, pues todo el país circundante ya estaba lleno de rumores anunciando la desgracia de aquel entre ustedes que ha caído, y que por vanagloria se ha atraído una vergonzosa deshonra, y por amor propio ha perdido las recompensas prometidas a la fe. Es más, por el justo odio de los que temen al Señor, pierde incluso esa despreciable gloria por la cual se ha vendido a la impiedad. Con su carácter, ha demostrado claramente, en lo que respecta a toda su vida, que nunca ha vivido con la esperanza de las promesas que el Señor nos reserva, sino que, en todas sus transacciones humanas, ha usado palabras de fe y burla de la piedad, todo para engañar a cuantos conocía. Pero ¿en qué se les perjudica? ¿Están peor por esto que antes? Uno de ustedes ha caído, y si uno o dos más se han ido con él, merecen lástima por su caída; pero, por la gracia de Dios, su cuerpo está completo. La parte inútil se ha ido, y lo que queda no ha sufrido mutilación. Quizás estén angustiados por ser expulsados fuera de los muros, pero morarán bajo la protección del Dios del Cielo, y el ángel que vela por la Iglesia ha salido con ustedes. Así que se acuestan en lugares vacíos día tras día, atrayendo sobre sí mismos un duro juicio por la dispersión del pueblo. Y, si en todo esto hay dolor que soportar, confío en el Señor que no será inútil para ustedes. Por lo tanto, cuanto más hayan sido sus pruebas, esperen una recompensa más perfecta de su justo Juez. No se tomen a mal sus problemas actuales. No pierdan la esperanza. Dentro de poco, su Ayudador vendrá a ustedes y no tardará (Hab 2,3).
CARTA
239
Al obispo Eusebio de Samosata
I
El Señor me ha concedido el privilegio de saludar ahora a su santidad por medio de nuestro amado y reverendo hermano, el presbítero Antíoco, exhortándolo a orar por mí como de costumbre, y ofreciéndole en nuestra comunicación por carta algún consuelo por nuestra larga separación. Cuando ore, pida al Señor este primer y mayor favor: que me libre de hombres viles y malvados, que han adquirido tal poder sobre el pueblo que ahora me parece ver, de hecho, una repetición de los sucesos de la toma de Jerusalén. Pues cuanto más se debilitan las iglesias, más crece el ansia de poder de los hombres. Ahora, el título mismo de obispo ha sido conferido a miserables esclavos, pues ningún siervo de Dios escogería presentarse en oposición para reclamar la sede; nadie sino miserables individuos como los emisarios de Aniso, criatura de Eupio, y de Ecdicio de Parnaso: quienquiera que los haya designado ha enviado a las iglesias un pobre medio para ayudar a su propia entrada en la vida venidera. Han expulsado a mi hermano de Nisa, y en su lugar apenas han introducido a un hombre: un simple bribón que vale sólo uno o dos óbolos, pero que, en lo que se refiere a la ruina de la fe, está a la altura de quienes lo han puesto donde está. En la ciudad de Doara han deshonrado el pobre nombre del obispo, y han enviado allí a un miserable, un criado de huérfanos, fugitivo de sus propios amos, para adular a una mujer impía, que antes usaba a Jorge a su antojo, y ahora tiene a este hombre para sucederlo. ¿Y quién podría lamentar con justicia lo ocurrido en Nicópolis? Ese infeliz Frontón, en efecto, fingió por un tiempo estar del lado de la verdad, pero ahora ha traicionado vergonzosamente tanto la fe como a sí mismo, y a costa de su traición se ha ganado un nombre deshonroso. Imagina haber obtenido de estos hombres el rango de obispo, mas en realidad se ha convertido en la abominación de toda Armenia. Pero no hay nada que no se atrevan a hacer; nada en lo que les falten cómplices dignos. Respecto al resto de las noticias de Siria, mi hermano las conoce mejor y puede contárselas mejor que yo.
II
Ya conoces las noticias de Occidente, según el relato del hermano Doroteo. ¿Qué tipo de cartas se le entregarán a su partida? Quizás viaje con el excelente Santísimo, quien está lleno de entusiasmo, recorriendo Oriente y recogiendo cartas y firmas de todos los hombres de la marca. Qué deberían escribir, o cómo puedo llegar a un acuerdo con los que escriben, lo ignoro. Si sabes de alguien que pronto viajará por aquí, ten la amabilidad de hacérmelo saber. Me siento impulsado a decir, como dijo Diomedes: "Ojalá que tu petición, Atrides, no se realizase aún; él está muy orgulloso". Las almas verdaderamente nobles, cuando son cortejadas, se vuelven más altivas que nunca. Si el Señor nos es propicio, ¿qué más necesitamos? Si la ira del Señor persiste, ¿qué ayuda nos puede venir del ceño fruncido de Occidente? Los hombres que desconocen la verdad y no desean aprenderla, sino que están prejuiciados por falsas sospechas, están haciendo ahora lo que hicieron en el caso de Marcelo, cuando se pelearon con hombres que les decían la verdad y, con sus propias acciones, fortalecieron la causa de la herejía. Aparte del documento común, me hubiera gustado escribir a sus corifeos. Nada sobre asuntos eclesiásticos, excepto sugerirles con amabilidad que no saben nada de lo que sucede aquí, y que no aceptarán el único medio por el cual podrían enterarse. Diría, en general, que no deben presionar con fuerza a los hombres que están abrumados por las pruebas. No deben confundir la dignidad con el orgullo. El pecado sólo sirve para generar enemistad contra Dios.
CARTA
240
Al clero de Nicópolis
I
Ha hecho usted muy bien en enviarme una carta, y al hacerlo por medio de alguien que, incluso si usted no hubiera escrito, habría sido perfectamente competente para brindarme un gran consuelo en todas mis inquietudes y un informe auténtico sobre la situación. Constantemente me llegaban muchos rumores vagos, y por lo tanto deseaba obtener información sobre diversos puntos de alguien capaz de proporcionarla con conocimiento preciso. Sobre todo esto, he recibido una narración satisfactoria e inteligente de nuestro muy querido y honorable hermano Teodosio, el presbítero. Ahora escribo a sus reverencias el consejo que me doy a mí mismo, pues en muchos aspectos nuestras posiciones son idénticas; y esto no sólo en el momento presente, sino también en tiempos pasados, como muchos ejemplos pueden probar. De algunos de ellos poseemos registros escritos; otros los hemos recibido por recuerdos no escritos de personas familiarizadas con los hechos. Sabemos cómo, por amor al nombre del Señor, las pruebas han asolado por igual a individuos y ciudades que han depositado su confianza en él. Sin embargo, todos han pasado, y la angustia causada por los días de oscuridad no ha sido eterna. Porque así como la granizada, las inundaciones y todas las calamidades naturales dañan y destruyen a la vez las cosas débiles, mientras que solo se ven afectadas al caer sobre las fuertes, así también las terribles pruebas que se han desatado contra la Iglesia han demostrado ser más débiles que el firme fundamento de nuestra fe en Cristo. La granizada ha pasado, el torrente se ha desbordado, un cielo despejado ha ocupado el lugar del primero, y éste ha dejado seco y sin agua el cauce por el que pasó, desapareciendo en las profundidades. Así también, dentro de poco, la tormenta que ahora se abate sobre nosotros cesará. Pero esto será a condición de que estemos dispuestos a no mirar al presente, sino a mirar con esperanza el futuro algo más lejano.
II
¿Es dura la prueba, hermanos míos? Soportemos el trabajo. Nadie que rehúya los golpes y el polvo de la batalla gana una corona. ¿Son insignificantes esas burlas del diablo y de los enemigos enviados a atacarnos? Son problemáticas porque son sus ministros, pero despreciables porque Dios ha combinado en ellas la maldad con la debilidad. Cuidémonos de ser condenados por gritar demasiado por un pequeño dolor. Sólo una cosa vale la pena la angustia: la pérdida de uno mismo, cuando por el crédito del momento, si es que realmente se puede llamar deshonrar públicamente el propio crédito, uno se ha privado de la recompensa eterna de los justos. Son hijos de confesores; son hijos de mártires; han resistido el pecado hasta la sangre. Usen, cada uno de ustedes, el ejemplo de sus seres queridos para hacerse valientes por amor a la verdadera religión. Ninguno de nosotros ha sido desgarrado por los latigazos, ninguno de nosotros ha sufrido la confiscación de su casa. No hemos sido obligados al exilio, no hemos sufrido prisión. ¿Qué gran sufrimiento hemos padecido, a menos que quizás sea doloroso que no hayamos sufrido nada y no hayamos sido considerados dignos de los sufrimientos de Cristo? Pero si te afliges porque alguien a quien no necesito nombrar ocupa la casa de oración, y adoras al Señor del cielo y la tierra al aire libre, recuerda que los once discípulos estaban encerrados en el aposento alto, mientras que quienes habían crucificado al Señor adoraban en el famoso templo de los judíos. Quizás Judas, quien prefirió la muerte en la horca a vivir en desgracia, demostró ser mejor hombre que aquellos que ahora enfrentan la condenación universal sin rubor.
III
No se dejen engañar por sus mentiras cuando afirman tener la fe correcta. No son cristianos, sino traficantes de Cristo, que siempre prefieren sus ganancias en esta vida a vivir conforme a la verdad. Cuando creyeron que debían obtener esta dignidad vacía, se unieron a los enemigos de Cristo: ahora que han visto la indignación del pueblo, vuelven a fingir ortodoxia. No reconozco como obispo (no contaría entre el clero de Cristo) a un hombre que ha sido ascendido a un puesto principal por manos impuras, para la destrucción de la fe. Esta es mi decisión. Si tienen algo que ver conmigo, sin duda pensarán como yo. Si se deciden por su propia responsabilidad, cada uno es dueño de su propia mente, y yo soy inocente de esta sangre. He escrito esto, no porque desconfíe de ustedes, sino para, al manifestar mi opinión, fortalecer la vacilación de algunos y evitar que, tras recibir la imposición de manos de nuestros enemigos, cuando se haga la paz, alguno comulgue prematuramente o intente posteriormente obligarme a enrolarlo en el sagrado ministerio. Por su intermedio, saludo al clero de la ciudad y la diócesis, y a todos los laicos que temen al Señor.
CARTA
241
Al obispo Eusebio de Samosata
No es para aumentar su angustia que abundo en temas dolorosos en mis cartas a su excelencia. Mi objetivo es consolarme con las lamentaciones, que son un medio natural para disipar el dolor profundo cuando se producen, y además, animarlo, mi generoso amigo, a orar con más fervor por las iglesias. Sabemos que Moisés oró continuamente por el pueblo. Sin embargo, al comenzar su batalla contra Amalec, no bajó las manos desde la mañana hasta la tarde, y el alzamiento de las manos del santo solo terminó al terminar la batalla.
CARTA
242
A los obispos de Occidente
I
El Dios Santo ha prometido un feliz respiro de todas sus debilidades a quienes confían en él. Nosotros, por tanto, aunque nos hemos visto desgarrados en medio de un océano de tribulaciones, aunque somos sacudidos por las grandes olas que los espíritus de maldad nos levantan contra nosotros, resistimos en Cristo que nos fortalece. No hemos disminuido nuestro celo por las iglesias, ni, como si desesperáramos de nuestra salvación, mientras las olas de la tempestad se alzan sobre nuestras cabezas, esperamos ser destruidos. Al contrario, seguimos resistiendo con toda la vehemencia posible, recordando cómo incluso aquel que fue tragado por el monstruo marino, por no desesperar de su vida, sino clamar al Señor, fue salvado. Así también nosotros, aunque hemos llegado al último extremo del peligro, no perdemos nuestra esperanza en Dios. Vemos su socorro por todas partes. Por estas razones, ahora volvemos nuestra mirada hacia ustedes, honorables hermanos. En muchas horas de nuestra aflicción hemos esperado que estuvieras a nuestro lado; y defraudados en esa esperanza, nos hemos dicho: "Esperé compasión, pero no la hubo; y consuelo, pero no la encontré". Nuestros sufrimientos son tales que han alcanzado los confines del imperio, y puesto que "cuando un miembro sufre, todos los miembros sufren" (1Cor 12,26), es sin duda justo que nos muestres compasión a quienes hemos estado en apuros durante tanto tiempo. Pues esa compasión que esperábamos que sintieras por tu caridad, se debe menos a la cercanía del lugar que a la unión de espíritu.
II
¿Cómo es posible que no hayamos recibido nada de lo que nos corresponde por la ley del amor, ninguna carta de consuelo, ninguna visita de hermanos? Este es el año 13 desde que comenzó la guerra de herejía contra nosotros. En este contexto, las iglesias han sufrido más tribulaciones que todas las registradas desde que se predicó el evangelio de Cristo. No deseo describirlas una por una, para que la debilidad de mi relato no haga menos convincente la evidencia de las calamidades. Además, es menos necesario que se las cuente, ya que ya saben lo sucedido desde hace mucho tiempo por los informes que les habrán llegado. La esencia de nuestros problemas es esta: que la gente ha abandonado las casas de oración, y se congrega en el desierto. Es un triste espectáculo. Mujeres, niños, ancianos y quienes padecen otras dolencias permanecen al aire libre, bajo la lluvia torrencial, la nieve, los vendavales y las heladas del invierno, así como en verano, bajo el calor abrasador del sol. Todo esto lo sufren porque se niegan a tener nada que ver con la malvada levadura de Arrio.
III
¿Cómo podrían las simples palabras darles una idea clara de todo esto sin que su experiencia personal y el testimonio de testigos oculares los conmovieran? Les imploramos, por lo tanto, que extiendan una mano amiga a quienes ya han sido derribados y que envíen mensajeros para recordarnos los premios que aguardan como recompensa a todos los que sufren pacientemente por Cristo. Una voz a la que estamos acostumbrados es, por naturaleza, menos capaz de consolarnos que una que suena desde lejos, y esa que proviene de hombres que, en todo el mundo, son reconocidos por la gracia de Dios como de los más nobles; pues el rumor general los presenta como personas firmes, sin sufrir una herida en su fe, y como personas que han mantenido intacto el depósito de los apóstoles. Este no es nuestro caso. Hay entre nosotros algunos que, por codicia y esa soberbia que suele destruir las almas de los cristianos, han expresado con audacia ciertas novedades, con el resultado de que las iglesias se han convertido en ollas y sartenes agrietadas, dejando entrar la impureza herética. Que ustedes, a quienes amamos y anhelamos, sean para nosotros como cirujanos de los heridos, como entrenadores de todo, sanando el miembro enfermo y ungiendo el miembro sano para el servicio de la verdadera religión.
CARTA
243
A los obispos de Italia y la Galia
I
A sus hermanos verdaderamente amados y muy queridos, y ministros de la misma opinión, los obispos de la Galia e Italia, Basilio, obispo de Cesarea de Capadocia. Nuestro Señor Jesucristo, quien se dignó llamar a la Iglesia universal de Dios su cuerpo, y nos hizo individualmente miembros los unos de los otros, nos ha concedido además a todos vivir en íntima asociación, como corresponde al acuerdo de los miembros. Por lo tanto, aunque vivimos lejos unos de otros, sin embargo, en cuanto a nuestra estrecha convivencia, estamos muy cerca. Puesto que "la cabeza no puede decir a los pies no os necesito" (1Cor 12,21) estoy seguro de que no toleraréis rechazarnos; al contrario, os compadeceréis de nosotros en las tribulaciones a las que, por nuestros pecados, hemos sido entregados, en la medida en que nos regocijamos junto con vosotros al gloriaros en la paz que el Señor os ha concedido. Ya en otra ocasión hemos invocado tu caridad para que nos enviaras socorro y compasión; pero nuestro castigo no fue completo, y no se te permitió acudir en su ayuda. Uno de nuestros principales deseos es que, a través de ti, el estado de confusión en el que nos encontramos sea dado a conocer al emperador de tu parte del mundo. Si esto resulta difícil, te suplicamos que envíes emisarios para visitarnos y consolarnos en nuestra aflicción, para que puedas tener la evidencia de testigos presenciales de esos sufrimientos de Oriente que no pueden relatarse verbalmente, porque el lenguaje es insuficiente para dar un informe claro de nuestra condición.
II
La persecución nos ha sobrevenido, honorables hermanos, y la persecución en su forma más severa. Se persigue a los pastores para dispersar sus rebaños. Y lo peor de todo es que quienes sufren maltrato no pueden aceptar sus sufrimientos como prueba de su testimonio, ni el pueblo puede reverenciar a los atletas como en el ejército de mártires, porque se aplica el nombre de cristianos a los perseguidores. La única acusación que ahora seguro conllevará un severo castigo es la cuidadosa observancia de las tradiciones de los padres. Por esto, los piadosos son exiliados de sus hogares y enviados a vivir en regiones lejanas. Los jueces de iniquidad no muestran reverencia alguna hacia las canas, hacia la piedad práctica, hacia la vida vivida desde la infancia hasta la vejez según el evangelio. Ningún malhechor es condenado sin pruebas, pero obispos han sido condenados solo por calumnia y condenados a penas por cargos sin ningún respaldo probatorio. Algunos ni siquiera saben quién los acusa, ni han sido llevados ante tribunal alguno, ni siquiera han sido acusados falsamente. Han sido aprehendidos con violencia a altas horas de la noche, exiliados a lugares lejanos y, por las penurias de estos remotos yermos, condenados a muerte. El resto es notorio, aunque no lo menciono: la huida de los sacerdote, la huida de los diáconos, la huida de todo el clero. O se adora la imagen, o somos entregados a la malvada llama de los látigos. Los laicos gimen; las lágrimas caen sin cesar en público y en privado; todos lamentan mutuamente sus penas. Nadie tiene el corazón tan duro como para perder a un padre y soportar el duelo con docilidad. Se oye un sonido de luto en la ciudad; un sonido en los campos, en los caminos, en los desiertos. Pero una sola voz se oye de todos los que pronuncian palabras tristes y lastimeras. La alegría y la felicidad espiritual desaparecen. Nuestras fiestas se han convertido en luto (Am 8,10), nuestras casas de oración están cerradas. Los altares del servicio espiritual están inactivos. Los cristianos ya no se reúnen; los maestros ya no presiden. Ya no se enseñan las doctrinas de la salvación. Ya no tenemos asambleas solemnes, ni himnos vespertinos, ni ese bendito gozo que brota en las almas. De todos los que creen en el Señor en las comuniones y la impartición de dones espirituales. Bien podemos decir: "No hay en este momento príncipe, ni profeta, ni lector, ni ofrenda, ni incienso, ni lugar para sacrificar ante vosotros y hallar misericordia".
III
Escribimos a quienes conocen estas cosas, pues no hay región del mundo que ignore nuestras calamidades. No supongan que usamos estas palabras como para informarles o para recordarnos. Sabemos que no podrían olvidarnos, como una madre no olvida a los hijos de su vientre (Is 49,15). Pero todos los que están abrumados por el peso de la agonía encuentran un alivio natural a su dolor profiriendo gemidos de angustia, y es por eso que hacemos lo que hacemos. Nos liberamos del peso de nuestra tristeza al contarles nuestras múltiples desgracias y al expresar la esperanza de que quizás se sientan más motivados a orar por nosotros y puedan persuadir al Señor para que se reconcilie con nosotros. Si estas aflicciones se hubieran limitado a nosotros mismos, incluso podríamos haber decidido guardar silencio y regocijarnos en nuestros sufrimientos por amor a Cristo, ya que "los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que será revelada en nosotros" (Rm 8,18). Pero en el tiempo presente estamos alarmados, no sea que el mal que crece día a día, como una llama que se extiende a través de un leño ardiente, cuando ha consumido lo que está cerca, pueda alcanzar también objetos distantes. La plaga de la herejía se está extendiendo, y hay motivos de aprensión no sea que, cuando haya devorado nuestras iglesias, pueda después arrastrarse incluso hasta la parte sana de su distrito. Tal vez es porque entre nosotros ha abundado la iniquidad que hemos sido primero entregados para ser devorados por los crueles dientes de los enemigos de Dios. Pero el evangelio del reino comenzó en nuestras regiones, y luego se extendió por todo el mundo. Así que, quizás (y esto es muy probable) el enemigo común de nuestras almas se esfuerza por que las semillas de la apostasía, originadas en el mismo lugar, se distribuyan por todo el mundo. Pues la oscuridad de la impiedad conspira para invadir los mismos corazones donde ha brillado la luz del conocimiento de Cristo.
IV
Como verdaderos discípulos del Señor, consideren que nuestros sufrimientos son los suyos. No nos atacan por riquezas, gloria ni ventajas temporales. Nos mantenemos en la arena para luchar por nuestra herencia común, por el tesoro de la sólida fe que heredamos de nuestros padres. Lloren con nosotros, todos los que aman a los hermanos, por el silencio de nuestros hombres de verdadera religión y por la apertura de los labios atrevidos y blasfemos de todos los que profieren injusticia contra Dios. Los pilares y el fundamento de la verdad están dispersos. Nosotros, cuya insignificancia ha permitido que se nos ignore, estamos privados de nuestro derecho a la libertad de expresión. Únanse a la lucha por el bien del pueblo. No piensen solo en estar anclados en un puerto seguro, donde la gracia de Dios los protege de la tempestad de los vientos de la maldad. Extiende tu mano a las iglesias que están siendo azotadas por la tormenta, no sea que, si son abandonadas, sufran un completo naufragio en la fe. Llora por nosotros, pues el Unigénito está siendo blasfemado, y nadie puede contradecirlo. El Espíritu Santo está siendo menospreciado, y quien puede refutar el error ha sido enviado al exilio. El politeísmo ha prevalecido. Nuestros oponentes reconocen un Dios grande y un Dios pequeño. El Hijo ya no es un nombre de la naturaleza, sino un título honorífico. El Espíritu Santo no es considerado como complemento de la Santísima Trinidad, ni como participante de la naturaleza divina y bendita, sino como uno de los muchos seres creados, y unido al Padre y al Hijo, al azar y según la ocasión lo requiera. ¡Oh, si mi cabeza se convirtiera en agua, y mis ojos en fuente de lágrimas! (Jer 9,1). Lloraré muchos días por el pueblo que está siendo llevado a la destrucción por estas viles doctrinas. Los oídos de los ingenuos se están desviando y ahora se han acostumbrado a la impiedad herética. Los niños de la Iglesia están siendo educados en las doctrinas de la iniquidad. ¿Qué harán? Nuestros oponentes tienen el mandato de los bautismos; apresuran el camino de los moribundos; visitan a los enfermos; consuelan a los afligidos; ayudan a los afligidos; brindan socorro de diversas clases; comunican los misterios. Todas estas cosas, mientras su cumplimiento dependa de ellos, son otros tantos lazos que atan al pueblo a sus opiniones. El resultado será que, dentro de poco, incluso si se nos concede alguna libertad, hay pocas esperanzas de que quienes han estado durante mucho tiempo bajo la influencia del error reconozcan la verdad.
V
En estas circunstancias, habría sido conveniente que muchos de nosotros hubiéramos viajado hasta sus reverencias e informado individualmente a cada uno de nuestra situación. Como prueba de la difícil situación en la que nos encontramos, pueden tomar como prueba el hecho de que ni siquiera tenemos libertad para viajar al extranjero. Pues si alguien abandona su Iglesia, aunque sea por un breve periodo, dejará a su pueblo a merced de quienes traman su ruina. Por la misericordia de Dios, en lugar de muchos, hemos enviado a uno: nuestro reverendo y amado hermano, el presbítero Doroteo. Él puede suplir con su informe personal cualquier omisión en nuestra carta, pues ha seguido atentamente todo lo ocurrido y es celoso de la fe recta. Recíbanlo en paz y envíenlo de vuelta rápidamente, con la buena noticia de su disposición a socorrer a la hermandad.
CARTA
244
Al obispo Patrofilo de Aegae
I
He leído, y leído con agrado, la carta que me has enviado por medio del presbítero Estrategio. ¿Cómo no iba a leerla así, escrita como está por un hombre sabio y dictada por un corazón que ha aprendido a observar el amor universal que enseña el mandamiento del Señor? Posiblemente no desconozco las razones que hasta ahora te han mantenido en silencio. Te has quedado, por así decirlo, asombrado y pasmado ante la idea del cambio en el famoso Basilio. Pues bien, desde niño prestó tal o cual servicio a tal persona; en tales o cuales momentos hizo tales o cuales cosas; libró la guerra contra innumerables enemigos por su lealtad a un solo hombre; ahora ha adquirido un carácter totalmente diferente; ha cambiado el amor por la guerra; él es todo lo que has escrito; así que, naturalmente, muestras considerable asombro ante el giro tan inesperado de los acontecimientos. Y si has encontrado alguna falla, no me lo tomo a mal. No estoy tan incorregible como para sorprenderme ante las afectuosas reprimendas de mis hermanos. De hecho, tu carta me molestó tanto que casi me hizo reír pensar que, cuando ya existían, como creía, tantas razones de peso para cimentar nuestra amistad, hubieras expresado tanta sorpresa ante las nimiedades que te han contado. Así has sufrido el destino de todos aquellos que omiten indagar en la naturaleza de las circunstancias y prestar atención a los hombres de quienes se habla; de todos los que no examinan la verdad, sino que juzgan por la distinción de personas, olvidando la exhortación: "No harás acepción de personas en el juicio" (Dt 1,17).
II
Dado que Dios, al juzgar a los hombres, no hace distinciones personales, no me negaré a presentarles la defensa que he preparado para el gran tribunal. Por mi parte, desde el principio, no ha habido motivo de disputa, ni pequeño ni grande; pero hombres que me odian, por razones que solo ellos conocen (no diré nada de ellos), me han calumniado incesantemente. Me exculpé una y otra vez de calumnias. El asunto parecía no tener fin, y mi continua defensa no sirvió de nada, pues estaba lejos, y los autores de las falsas declaraciones, estando allí, lograron con sus calumnias herir un corazón susceptible, uno que nunca ha aprendido a escuchar a los ausentes. Cuando los nicopolitanos, como ustedes mismos saben en parte, pidieron una prueba de fe, decidí recurrir al documento escrito. Pensé que cumpliría dos objetivos a la vez. Esperaba persuadir a los nicopolitanos de no pensar mal de él y callarles la boca a mis calumniadores, pues un acuerdo de fe excluiría la calumnia por ambas partes. De hecho, el Credo ya estaba redactado, lo traje de mi parte y lo firmé. Tras la firma, se fijó un lugar para una segunda reunión y otra fecha, para que mis hermanos de la diócesis pudieran reunirse y unirse, y nuestra comunión futura fuera genuina y sincera. Yo, por mi parte, llegué a la hora señalada, y de los hermanos que trabajan conmigo, algunos estaban allí mismo, y otros se apresuraban, todos alegres y ansiosos, como si estuvieran en el camino correcto hacia la paz. Correos y una carta mía anunciaron mi llegada; pues el lugar designado para la recepción de los reunidos era el mío. No obstante, nadie apareció por el otro lado, nadie se adelantó, nadie anunció la llegada de los obispos esperados. Así que los enviados por mí regresaron con el informe del profundo abatimiento y las quejas de los reunidos, como si yo hubiera promulgado un nuevo credo. Además, se les dijo que estaban decididos a no permitir que su obispo se uniera a mí. Entonces llegó un mensajero que me trajo una carta redactada a toda prisa, sin mencionar los puntos acordados originalmente. Mi hermano Teófilo, hombre digno de todo respeto y honor. En mis manos, envió a uno de sus seguidores e hizo ciertos anuncios que no consideró impropio que él pronunciara ni inapropiado que yo escuchara. No se dignó a escribir, no tanto por temor a ser condenado por escrito, sino por no verse obligado a dirigirse a mí como obispo. Sin duda, su lenguaje fue violento y provenía de un corazón vehementemente agitado. En estas circunstancias, partí avergonzado y deprimido, sin saber qué responder a mis interrogadores. Luego, sin mucho tiempo de espera, viajé a Cilicia, regresé de allí e inmediatamente recibí una carta repudiando mi comunión.
III
La causa de la ruptura fue la acusación de que le escribí a Apolinar y que estaba en comunión con el presbítero Diodoro. Nunca consideré a Apolinar un enemigo, y por alguna razón incluso lo respeto. Pero nunca me acerqué tanto a él como para asumir las acusaciones en su contra (de hecho, tengo algunas acusaciones que presentar contra él después de leer algunos de sus libros). No recuerdo haberle pedido un libro sobre el Espíritu Santo ni haberlo recibido por su envío: me dicen que se ha convertido en un escritor muy prolífico, pero he leído muy pocas de sus obras. Ni siquiera tengo tiempo para investigar tales asuntos. De hecho, me retraigo de admitir cualquiera de las obras más recientes, pues mi salud ni siquiera me permite leer las Escrituras inspiradas con diligencia y como debo. ¿Qué me importa, entonces, si alguien ha escrito algo que desagrada a otra persona? Sin embargo, si alguien ha de rendir cuentas por otro, que quien me acusa por Apolinario se defienda ante mí por Arrio, su maestro, y por Aecio, su discípulo. Nunca aprendí nada de este hombre, cuya culpa me corresponde. A Diodoro, como hijo del bienaventurado Silvano, lo recibí desde el principio: ahora lo amo y lo respeto por su gracia de palabra, gracias a la cual muchos de quienes lo conocen se convierten en personas mejores.
IV
Esta carta me conmovió como era de esperar, y me asombró un cambio tan repentino y agradable. Me sentí incapaz de responder. Mi corazón apenas latía; me fallaba la lengua y se me entumecía la mano. Me sentía como un pobre ser (pues la verdad será dicha, pero es perdonable); casi caí en un estado de misantropía; miraba a todos con recelo y pensaba que no había caridad en la humanidad. El término caridad me parecía un término engañoso, una especie de adorno para quienes la usaban, mientras que tal sentimiento no se encontraba realmente en el corazón del hombre. ¿Era posible que alguien que parecía haberse disciplinado desde la infancia hasta la vejez, pudiera ser tan fácilmente brutalizado por tales motivos, sin pensar en mí, sin tener la menor idea de que su experiencia de años pasados debía tener más peso que esta miserable calumnia? ¿Podría realmente, como un potro sin domar, aún sin aprender a llevar bien a su jinete, encabritarse y derribarlo por una pequeña sospecha, derribando al suelo lo que una vez fue su orgullo? De ser así, ¿qué pensar de los demás, con quienes no tenía lazos de amistad tan fuertes y que no habían dado tantas pruebas de una vida bien educada? Todo esto le daba vueltas al alma y me daba vueltas en el corazón, o, mejor dicho, mi corazón se revolvía con estas cosas que me atormentaban al recordarlas. No escribí respuesta, mas no por desprecio sino porque yo no me defiendo ante los hombres, sino que hablo ante Dios en Cristo. Guardé silencio por la absoluta incapacidad de decir una palabra que reflejara mi dolor.
V
Mientras me encontraba en esta situación, recibí otra carta dirigida a un tal Dazizas, pero en realidad dirigida a todo el mundo. Esto es evidente por su rapidísima distribución, pues en pocos días se repartió por todo el Ponto y recorrió Galacia; de hecho, se dice que los portadores de esta buena nueva atravesaron Bitinia y llegaron al mismo Helesponto. Lo que se escribió contra mí a Dazizas lo sabes muy bien, pues no te consideran tan ajeno a su amistad como para haberte dejado sin este honor. Sin embargo, si la carta no te ha llegado, te la enviaré. En ella me encontrarás acusado de astucia y traición, de corrupción de iglesias y de ruina de almas. La acusación que consideran más cierta es que hice esa exposición de la fe por razones secretas y deshonestas, no para servir a los nicopolitanos, sino con el propósito de obtener una confesión de ellos con engaño. De todo esto, el Señor es juez. ¿Qué prueba clara puede haber de los pensamientos del corazón? Una cosa me asombra en ellos: que tras firmar el documento que presenté, muestren tal desacuerdo que confundan la verdad con la falsedad para satisfacer a quienes los acusan, olvidando por completo que su confesión escrita del Credo de Nicea se conserva en Roma, y que entregaron de su puño y letra al concilio de Tiana el documento traído de Roma que está en mis manos y que contiene el mismo Credo. Olvidaron su propia dirección cuando se presentaron y lamentaron el engaño con el que se les había inducido a adherirse al documento redactado por la facción de Eudoxio, y así pensaron en la defensa de ese error: ir a Roma y aceptar allí el credo de los padres, para así reparar el daño que habían causado a la Iglesia al concordar en el mal, introduciendo algo mejor. Ahora, los mismos hombres que emprendieron largos viajes por la fe y pronunciaron todos estos discursos tan elogiosos, me injurian por actuar con astucia y por actuar como un conspirador bajo el manto del amor. De la carta, que ahora circula, se desprende claramente que han condenado la fe de Nicea. Vieron a Cícico y regresaron con otro Credo.
VI
No obstante, ¿por qué hablar de una mera inconsistencia verbal? Las pruebas prácticas de su cambio de postura, proporcionadas por su conducta, son mucho más contundentes. Se negaron a ceder a la sentencia de cincuenta obispos dictada en su contra. Se negaron a renunciar al gobierno de sus iglesias a pesar de que el número de obispos que asentían al decreto para su destitución era tan elevado, alegando que no eran partícipes del Espíritu Santo ni gobernaban sus iglesias por la gracia de Dios, sino que se habían aferrado a su dignidad con la ayuda del poder humano y por vanagloria. Ahora están a favor de recibir como obispos a los hombres consagrados por estas mismas personas. Quisiera que les pidieras en mi lugar (aunque desprecian a toda la humanidad, por carecer de ojos, oídos y sentido común), que percibieran la inconsistencia de su conducta, qué sentimientos albergan realmente en sus corazones. ¿Cómo puede haber dos obispos, uno depuesto por Eupio y el otro consagrado por él? Ambas son acciones del mismo hombre. Si no hubiera tenido la gracia concedida a Jeremías para derribar y reconstruir, para arrancar y plantar, ciertamente no habría arrancado uno ni plantado el otro. Concédele uno y debes concederle el otro. Su único objetivo, al parecer, es buscar siempre su propio beneficio y considerar como amigo a todo aquel que actúa según sus propios deseos, mientras que tratan como enemigo a quien se les opone y no escatiman calumnias para desprestigiarlo.
VII
¿Qué medidas están tomando ahora contra la Iglesia? Escandalosa la insidia de sus creadores; lamentable la apatía de todos los afectados. Una comisión respetable ha convocado a los hijos y nietos de Eupio desde regiones lejanas a Sebasteia, y a ellos se les ha confiado el pueblo. Han tomado posesión del altar. Se han convertido en la levadura de esa Iglesia. Me persiguen como homoousiasta. Eustacio, quien trajo el homoousion escrito de Roma a Tiana, aunque no logró ser admitido en su tan codiciada comunión, ya sea por temor o respeto a la autoridad del gran número de personas que habían acordado condenarlo, ahora mantiene una estrecha alianza con ellos. Sólo espero no tener tiempo suficiente para contarles todas sus acciones, sobre quiénes se reunieron, cómo fue ordenado cada uno y de qué vida anterior llegó cada uno a su dignidad actual. Me han enseñado a orar para que mi boca no pronuncie las obras de los hombres. Si indagas, aprenderás estas cosas por ti mismo, y si te son ocultas, no seguirán ocultándose a los jueces.
VIII
No dejaré de contarte, mi querido amigo, en qué estado me he encontrado. El año pasado sufrí una fiebre muy fuerte y estuve a punto de morir. Cuando, por la misericordia de Dios, fui restaurado, me angustió volver a la vida, pues recordé todos los problemas que me aguardaban. Reflexioné sobre la razón, oculta en las profundidades de la sabiduría de Dios, por la cual se me habían concedido aún más días de vida en la carne. Pero al enterarme de estos asuntos, concluí que el Señor deseaba que viera a las iglesias en paz tras la tormenta que habían sufrido previamente por el alejamiento de los hombres en quienes, debido a su ficticia gravedad de carácter, se había depositado toda la confianza. O tal vez el Señor quiso vigorizar mi alma y hacerla más vigilante para el futuro, a fin de que, en lugar de prestar atención a los hombres, se perfeccionara por medio de aquellos preceptos del evangelio que no participan de los cambios y azares de las estaciones y circunstancias humanas, sino que permanecen para siempre iguales, tal como fueron pronunciados por los labios benditos que no pueden mentir.
IX
Los hombres son como nubes, que se mueven en el cielo con los vientos. Y de todos los hombres que he conocido, estos de los que hablo son los más inestables. En cuanto a otros asuntos de la vida, quienes han convivido con ellos pueden dar testimonio; pero en cuanto a lo que conozco, su inconsistencia en la fe, no creo haberla observado ni oído de nadie más algo parecido. Originalmente eran seguidores de Arrio; luego se unieron a Hermógenes, quien se oponía diametralmente a los errores de Arrio, como lo demuestra el Credo que recitó originalmente en Nicea. Hermógenes se durmió, y luego se unieron a Eusebio, el Corifeo, como sabemos por testimonio personal, del círculo arriano. Dejando esto, por las razones que sean, regresaron a casa y ocultaron una vez más sus sentimientos arrianos. Tras alcanzar el episcopado, y considerando lo ocurrido en el intervalo, ¿cuántos credos propusieron? Uno en Ancira; otro en Seleucia; otro en Constantinopla, el famoso; otro en Lampsaco, luego el de Niké de Tracia; y ahora, de nuevo, el Credo de Cícico. De este último no sé nada, salvo que me han dicho que han suprimido el homoousion y que apoyan uno similar en esencia, mientras que suscriben, junto con Eunomio, las blasfemias contra el Espíritu Santo. Aunque todos los credos que he enumerado pueden no ser opuestos entre sí, sin embargo, ambos exhiben la inconsistencia de las mentes de los hombres, pues nunca se mantienen fieles a las mismas palabras. No he dicho nada sobre otros innumerables puntos, pero esto que digo es cierto. Ahora que se han unido a ti, te ruego que me respondas por medio del mismo hombre, es decir, nuestro compañero presbítero Estrategio, tanto si has mantenido la misma opinión hacia mí como si te has distanciado a raíz de tu encuentro con ellos. Porque era improbable que guardaran silencio, ni que tú mismo, después de escribirme como lo has hecho, no les hablaras también con franqueza. Si permaneces en comunión conmigo, es bueno; es por lo que rezo con fervor. Si te han atraído hacia ellos, es triste. ¿Cómo no sería triste separarse de un hermano así? Si no fuera por otra cosa, al menos por soportar pérdidas como esta, hemos sido muy probados por ellos.
CARTA
245
Al obispo Teófilo
Ha pasado algún tiempo desde que recibí tu carta, pero esperé poder responder por medio de alguien idóneo; así, quien me la envió podría suplir cualquier falta. Ahora ha llegado nuestro muy querido y reverendo hermano Estrategio, y he creído conveniente recurrir a sus servicios, pues conoce mi mente y es capaz de comunicarme mis noticias con la debida propiedad y reverencia. Debes saber, por tanto, mi querido y honorable amigo, que valoro mucho mi afecto por ti, y no soy consciente, en lo que respecta a mi corazón, de haberlo defraudado en ningún momento, aunque he tenido muchos motivos serios de queja razonable. Pero he decidido sopesar lo bueno y lo malo, como en una balanza, y añadir mi propia opinión donde mejor se inclina. Ahora han hecho cambios aquellos que menos deberían haber permitido algo así. Perdóname, pues, porque no he cambiado de opinión; si he cambiado de bando, o mejor dicho, seguiré del mismo bando, pero hay otros que cambian constantemente y ahora se pasan abiertamente al enemigo. Tú mismo sabes cuánto valoro su comunión, mientras pertenecieron al partido sensato. Si ahora me niego a seguirlos y evito a todos los que piensan como ellos, debería ser perdonado. Antepongo la verdad y mi propia salvación a todo.
CARTA
246
Al pueblo de Nicópolis
Me llena de angustia ver el mal en el camino al éxito, mientras ustedes, mis reverendos amigos, desfallecen y flaquean bajo la continua calamidad. Pero cuando vuelvo a pensar en la poderosa mano de Dios y reflexiono que él sabe cómo levantar a los quebrantados, amar a los justos, aplastar a los soberbios y derrocar a los poderosos, entonces mi corazón se llena de esperanza, y sé que, gracias a sus oraciones, la calma que el Señor nos mostrará pronto llegará. No se cansen de orar, sino que en la presente emergencia procuren dar a todos un claro ejemplo con hechos de lo que enseñan con palabras.
CARTA
247
Al pueblo de Nicópolis
Al leer la carta de sus santidades, ¿cómo no gemí y lamenté al enterarme de estos nuevos problemas, de los golpes e insultos infligidos a ustedes mismos, de la destrucción de hogares, la devastación de la ciudad, la ruina de todo su país, la persecución de la Iglesia, el destierro; de sacerdotes, la invasión de lobos y la dispersión de los rebaños? Pero he puesto mis ojos en el Señor del cielo y he dejado de gemir y llorar, porque estoy completamente seguro, como espero que ustedes también lo sepan, de que la ayuda llegará pronto y que no serán abandonados para siempre. Lo que hemos sufrido, lo hemos sufrido por nuestros pecados. Pero nuestro amoroso Señor nos mostrará su propia ayuda por su amor y compasión por las iglesias. Sin embargo, no he omitido suplicar personalmente a las autoridades. He escrito a quienes nos aman en la corte, para que se calme la ira de nuestro enemigo voraz. Pienso, además, que desde muchos sectores la condenación puede recaer sobre su cabeza, a menos que estos tiempos turbulentos no dejen a nuestros hombres públicos tiempo libre para estos asuntos.
CARTA
248
Al obispo Anfiloquio de Iconio
En lo que respecta a mis propios deseos, me apena vivir tan lejos de su reverencia. En cuanto a la paz de su propia vida, agradezco al Señor que lo haya mantenido alejado de esta conflagración que ha asolado especialmente mi diócesis. Pues el justo Juez me ha enviado, de acuerdo con mis obras, un mensajero de Satanás, que me está abofeteando con bastante severidad y está defendiendo vigorosamente la herejía. De hecho, ha llevado la guerra contra nosotros a tal extremo que no rehúye ni siquiera derramar la sangre de los que confían en Dios. Seguramente habrá oído que un hombre llamado Asclepio, por no consentir en la comunión con Doeg, murió bajo los golpes que le infligieron, o mejor dicho, por sus golpes ha vuelto a la vida. Puede suponer que el resto de sus acciones son similares a esto; Las persecuciones de presbíteros y maestros, y todo lo que se podría esperar de hombres que abusan de la autoridad imperial a su antojo. Pero, en respuesta a sus oraciones, el Señor nos dará liberación de estas cosas y paciencia para soportar el peso de nuestras pruebas como merece nuestra esperanza en él. Por favor, escríbame con frecuencia sobre todo lo que le concierna. Si encuentra a alguien en quien pueda confiar para que le lleve el libro que he terminado, tenga la amabilidad de pedirlo, para que, cuando me sienta alentado por su aprobación, pueda enviárselo también a otros. Que por la gracia del Santo, se le conceda a mí y a la Iglesia del Señor buena salud, regocijándose en el Señor y orando por mí.
CARTA
249
Al comendador de Cesarea
Felicito a este hermano mío por haber sido liberado de nuestras tribulaciones y por haber llegado a su reverencia. Al elegir una buena vida con los que temen al Señor, ha elegido una buena provisión para la vida venidera. Lo encomiendo a su excelencia y, por él, le suplico que ore por mi miserable vida, para que pueda ser liberado de estas pruebas y comenzar a servir al Señor según el evangelio.
CARTA
250
Al obispo Patrofilo de Aegae
He tardado un poco en recibir su respuesta a mi carta anterior; pero me ha llegado a través del muy querido Estrategio, y he dado gracias al Señor por su constante amor hacia mí. Lo que ha tenido la amabilidad de escribir sobre el mismo tema demuestra sus buenas intenciones, pues piensa como debe y me aconseja para mi beneficio. Pero veo que mis palabras irían demasiado lejos si respondiera a todo lo que me ha escrito su excelencia. Por lo tanto, me limito a decir que, si la bendición de la paz no va más allá del mero nombre de paz, es ridículo seguir señalando a uno y otro, y permitirles solo participar de la bendición, mientras que otros innumerables quedan excluidos. Pero si el acuerdo con hombres maliciosos, bajo la apariencia de paz, realmente causa el daño que un enemigo podría causar a todos los que lo consienten, entonces considere quiénes son esos hombres que han sido admitidos en su compañía, quienes han concebido un odio injusto contra mí; ¿Quiénes sino hombres de la facción que no están en comunión conmigo? No es necesario que los mencione por su nombre. Han sido invitados por ellos a Sebasteia; han asumido el cargo de la Iglesia; han servido en el altar; han dado de su propio pan a todo el pueblo, siendo proclamados obispos por el clero local y escoltados por todo el distrito como santos y en comunión. Si uno debe adoptar la facción de estos hombres, es absurdo empezar por los extremos, y no, más bien, mantener relaciones con quienes los encabezan. Si, entonces, debemos considerar hereje y no rechazar a nadie en absoluto, ¿por qué, dime, te separas de la comunión de ciertas personas? Si hay que rechazar a algunos, que me digan estas personas, tan lógicamente consecuentes en todo, ¿a qué partido pertenecen aquellos a quienes han invitado desde Galacia para unirse a ellos? Si tales cosas te parecen graves, atribuye la separación a los responsables. Si los consideras insignificantes, perdóname por negarme a ser parte de la levadura de los maestros de doctrina errónea. Por lo tanto, si quieres, no te involucres más con esos argumentos engañosos, sino refuta con toda franqueza a quienes no andan correctamente en la verdad del evangelio.
CARTA
251
Al pueblo de Evaesae
I
Mis ocupaciones son muy numerosas y mi mente está llena de inquietudes, pero nunca los he olvidado, queridos amigos, orando siempre a mi Dios por su constancia en la fe, en la que se mantienen firmes y se jactan en la esperanza de la gloria de Dios. Ciertamente, hoy en día es difícil encontrar, y extraordinario ver, una Iglesia pura, libre de las dificultades de los tiempos, que preserve la doctrina apostólica en toda su integridad y plenitud. Así es su Iglesia, mostrada en este tiempo presente por Aquel que en cada generación manifiesta a los que son dignos de su llamada. Que el Señor les conceda las bendiciones de la Jerusalén celestial, a cambio de que hayan rechazado las calumnias de los mentirosos contra mí y de que se hayan negado a permitirles entrar en sus corazones. Sé, y estoy convencido en el Señor, que su recompensa es grande en el cielo (Mt 5,12), incluso por esta misma conducta. Porque habéis concluido sabiamente entre vosotros, como en verdad es, que los hombres que me pagan mal por bien y odio por amor, me acusan ahora por los mismos puntos que ellos mismos han confesado y suscrito.
II
Presentarles sus propias firmas para acusarme no es la única contradicción en la que han caído. Fueron depuestos unánimemente por los obispos reunidos en Constantinopla. Se negaron a aceptar esta deposición y apelaron a un sínodo de impíos, negándose a admitir el episcopado de sus jueces para no aceptar la sentencia dictada. La razón alegada para su no reconocimiento fue que eran líderes de una herejía perversa. Todo esto ocurrió hace casi 17 años. Los principales hombres que los depusieron fueron Eudoxio, Eupio, Jorge, Acacio y otros desconocidos para usted. Los actuales tiranos de las iglesias son sus sucesores, algunos ordenados para ocupar sus puestos y otros realmente promovidos por ellas.
III
Quienes me acusan de doctrina errónea, que me respondan a esto: ¿En qué sentido eran herejes los hombres cuya deposición se negaron a aceptar? Que me digan en qué sentido son ortodoxos aquellos promovidos por ellos, que comparten las mismas ideas que sus padres. Si Eupio era ortodoxo, ¿cómo puede Eustacio, a quien depuso, ser otra cosa que un laico? Si Eupio era hereje, ¿cómo puede alguien ordenado por él estar ahora en comunión con Eustacio? Pero toda esta conducta, este intento de acusar a los hombres y reinstaurarlos, es un juego de niños, organizado contra las iglesias de Dios para su propio beneficio. Cuando Eustacio viajaba por Paflagonia, derribó los altares de Basílides de Paflagonia y solía oficiar el servicio divino en sus propias mesas. Ahora le ruega a Basílides que lo admita a la comunión. Se negó a comulgar con nuestro reverendo hermano Elpidio (debido a su alianza con los amasenes), y ahora acude como suplicante a los amasenes, solicitando su alianza. Ustedes mismos saben lo impactantes que fueron sus declaraciones públicas contra Eupio, y que ahora glorifica a los defensores de las opiniones de Eupio por su ortodoxia, con tal de que cooperen en promover su restitución. Y mientras tanto, me calumnian, no porque yo esté haciendo algo malo, sino porque han imaginado que así serán recomendados al partido en Antioquía. El carácter de aquellos a quienes mandaron traer de Galacia el año pasado, como personas que probablemente recuperarían el libre ejercicio de sus poderes episcopales, es bien conocido por todos los que han convivido, aunque sea brevemente, con ellos. Ruego que el Señor nunca me permita relatar todos sus procedimientos. Sólo diré que han recorrido todo el país, con el honor y la asistencia de los obispos (escoltados por su honorable guardia personal y simpatizantes), que han hecho una entrada triunfal en la ciudad y que han celebrado una asamblea con toda autoridad. El pueblo les ha sido entregado. El altar les ha sido entregado. Cómo fueron a Nicópolis, y no pudieron hacer allí nada de lo que habían prometido, cómo llegaron y qué aspecto presentaron a su regreso, es conocido por quienes estuvieron en el lugar. Obviamente, están tomando cada medida para su propio beneficio. Si dicen que se han arrepentido, que lo muestren por escrito; que anatematicen el Credo de Constantinopla; que se separen de los herejes y que no engañen más a los ingenuos. Hasta aquí llegan ellos y los suyos.
IV
Amados hermanos, pequeño e insignificante como soy, siempre he permanecido igual por la gracia de Dios, y jamás he cambiado con los cambios del mundo. Mi Credo no ha variado en Seleucia, en Constantinopla, en Zela, en Lampsaco ni en Roma. Mi Credo actual no difiere del anterior; ha permanecido siempre igual. Tal como recibimos del Señor, así somos bautizados; tal como somos bautizados, así profesamos nuestra fe; tal como profesamos nuestra fe, así ofrecemos nuestra doxología, sin separar al Espíritu Santo del Padre y del Hijo, ni prefiriéndolo en honor al Padre, ni afirmándolo anterior al Hijo, como inventan las lenguas blasfemas. ¿Quién podría ser tan imprudente como para rechazar el mandamiento del Señor y con valentía idear un orden propio para los Nombres? Pero yo no llamo criatura al Espíritu, que está al mismo nivel que el Padre y el Hijo. No me atrevo a llamar servil a lo que es real. Y os suplico que recordéis la amenaza pronunciada por el Señor en las palabras: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; pero "la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada a los hombres, ni en este mundo ni en el venidero" (Mt 12,31-32). Guardaos de las enseñanzas peligrosas contra el Espíritu. Manteneos firmes en la fe (1Cor 16,13). Observad todo el mundo y ved cuán pequeña es la parte que no es sana. Todo el resto de la Iglesia que ha recibido el evangelio, de un extremo al otro del mundo, permanece en esta doctrina sana y sin perversiones. De su comunión pido que nunca caiga, y pido que pueda tener parte y suerte con vosotros en el día justo de nuestro Señor Jesucristo, cuando él venga a dar a cada uno conforme a su conducta.
CARTA
252
A los obispos del Ponto
Los honores de los mártires deben ser anhelados por todos los que depositan su esperanza en el Señor, y más especialmente por ustedes, que buscan la virtud. Con su disposición hacia los grandes y buenos entre sus consiervos, están demostrando su afecto a nuestro Señor común. Además, una razón especial para esto se encuentra en el vínculo, por así decirlo, de sangre, que une la vida de disciplina rigurosa a quienes han sido perfeccionados mediante la perseverancia. Desde entonces, Eupsiquio y Damas y sus compañeros son ilustres entre los mártires, y su memoria se conserva anualmente en nuestra ciudad y en todos los alrededores. La Iglesia, invitándolos por mi voz, les recuerda que mantengan su antigua costumbre de visitarlos. Una gran y buena obra les espera entre el pueblo, que desea ser edificado por ustedes y anhela la recompensa que depende del honor rendido a los mártires. Atiendan, por tanto, mis súplicas y consientan su bondad para que, a costa de pequeñas molestias para ustedes, me concedan un gran favor.
CARTA
253
Al clero de Antioquía
La gran preocupación que sienten por las Iglesias de Dios se verá aliviada en cierta medida por nuestro muy querido y reverendo hermano Santísimo, el presbítero, al hablarles del amor y la bondad que todo Occidente siente por nosotros. Por otro lado, se avivará y se intensificará aún más cuando les comunique en persona el celo que exige la situación actual. Todas las demás autoridades nos han informado, por así decirlo, a medias, sobre la mentalidad de los hombres en Occidente y la situación allí. Él es muy competente para comprender la mentalidad de los hombres y para realizar una investigación precisa de la situación, y les informará de todo y guiará su buena voluntad en todo el asunto. Tienen ante ustedes un tema que refleja la excelente voluntad que siempre han demostrado en su preocupación por las iglesias de Dios.
CARTA
254
Al obispo Pelagio de Laodicea Siria
Que el Señor me conceda contemplar en persona nuevamente tu verdadera piedad y suplir con mis palabras todo lo que falta en mi carta. Estoy retrasado al comenzar a escribir y debo excusarme. Pero tenemos con nosotros al muy amado y reverendo hermano Santísimo, el presbítero. Él te lo contará todo, tanto nuestras noticias como las de Occidente. Te alegrará lo que escuches; pero cuando te cuente los problemas en los que estamos envueltos, quizás añada algo de angustia y ansiedad a la que ya aqueja a tu bondadosa alma. Sin embargo, no es en vano que sientas aflicción, ya que eres capaz de conmover al Señor. Tu ansiedad se convertirá en nuestro beneficio, y sé que recibiremos socorro de Dios mientras contemos con la ayuda de tus oraciones. Ora también conmigo para que me libere de mis ansiedades y pide que aumenten mis fuerzas físicas. De hacerlo, el Señor me prosperará en mi camino hacia el cumplimiento de mis deseos y hacia el espectáculo de tu excelencia.
CARTA
255
Al obispo Vito de Charras
¡Ojalá me fuera posible escribirle a su reverencia todos los días! Desde que experimenté su afecto, he deseado profundamente conversar con usted o, si esto no es posible, al menos comunicarme por carta para contarle mis propias noticias y saber en qué estado se encuentra. Sin embargo, no tenemos lo que deseamos, sino lo que el Señor nos da, y esto debemos recibirlo con gratitud. Por lo tanto, he agradecido a Dios por darme la oportunidad de escribirle a su reverencia con motivo de la llegada de nuestro muy querido y reverendo hermano Santísimo, el presbítero. Ha tenido considerables dificultades para completar su viaje y le contará con exactitud todo lo que ha aprendido en Occidente. Por todo esto, debemos agradecer al Señor y suplicarle que nos conceda también la misma paz y que podamos recibirnos libremente unos a otros. Reciban a todos los hermanos en Cristo en mi nombre.
CARTA
256
A los monjes de Capadocia
Me han llegado noticias de la severa persecución que se ha librado contra ustedes, y de cómo, inmediatamente después de la Pascua, los hombres que ayunan por contienda y debate (Is 58,4) atacaron sus hogares y entregaron sus trabajos a las llamas, preparándoles una casa celestial, no hecha por manos humanas (2Cor 5,1) sino para sí mismos, atesorando el fuego que habían usado para perjudicarlos. Apenas me enteré de esto, gemí por lo sucedido; no compadeciéndome de ustedes, hermanos míos (¡Dios no lo quiera!), sino de los hombres que están tan sumidos en la maldad que llevan sus malas acciones a tal extremo. Esperaba que todos se apresuraran de inmediato al refugio preparado para ustedes en mi humilde ser. Esperaba que el Señor me diera consuelo en medio de mis continuos problemas al abrazarte y al recibir en este cuerpo inactivo mío el noble sudor que estás derramando por amor a la verdad, y así tener alguna participación en los premios guardados para ti por el Juez de la verdad. No obstante, esto no entró en vuestras mentes, y ni siquiera esperabas ningún alivio de mis manos. Por lo tanto, estaba al menos ansioso de encontrar oportunidades frecuentes para escribirte, para el fin de que, como aquellos que animan a los combatientes en la arena, yo mismo pudiera darte algún aliento por carta en tu buena lucha. Sin embargo, por dos razones, no me ha resultado fácil. En primer lugar, no sabía dónde residías. Y en segundo lugar, pocos de los nuestros viajan en vuestra dirección. Ahora el Señor nos ha traído al muy amado y reverendo hermano Santísimo, el presbítero. Por él puedo saludarlos, y les ruego que oren por mí, regocijándome y exultando porque "su recompensa es grande en el cielo" (Mt 5,12) y porque tienen libertad con el Señor para no cesar de invocarle día y noche para que ponga fin a esta tormenta de las iglesias; para que conceda a los pastores a sus rebaños, y para que la Iglesia recupere su dignidad. Estoy convencido de que si se encuentra una voz que conmueva a nuestro buen Dios, él no alejará su misericordia, sino que ahora, junto con la tentación, les dará una salida para que puedan soportarla (1Cor 10,13). Saluden a todos los hermanos en Cristo en cualquier nombre.
CARTA
257
A los monjes de Capadocia
I
He creído oportuno anunciarles por carta lo que me dije a mí mismo, al enterarme de las pruebas que les infligieron los enemigos de Dios, que en un tiempo considerado de paz se han ganado las bendiciones prometidas a todos los que sufren persecución por causa del nombre de Cristo. En mi opinión, la guerra que nos libran nuestros compatriotas es la más difícil de soportar, porque contra enemigos declarados y abiertos es fácil defenderse, mientras que estamos necesariamente a merced de nuestros aliados, y por lo tanto expuestos a un peligro continuo. Este ha sido su caso. Nuestros padres fueron perseguidos, pero los idólatras saquearon sus bienes, destruyeron sus casas y ellos mismos fueron llevados al exilio por nuestros enemigos declarados, por causa del nombre de Cristo. Los perseguidores que han aparecido recientemente nos odian tanto como ellos, y para engaño de muchos presentan el nombre de Cristo, para que los perseguidos pierdan todo consuelo que ofrece su confesión. ¿Por qué? Porque la mayoría de la gente común, si bien admite que estamos siendo agraviados, no está dispuesta a considerar nuestra muerte por la verdad como martirio. Por tanto, estoy convencido de que la recompensa que les espera del Juez justo es aún mayor que la otorgada a aquellos mártires anteriores. De hecho, ambos recibieron la alabanza pública de los hombres y la recompensa de Dios; a ustedes, aunque sus buenas obras no son menores, el pueblo no les rinde honores. Es justo que la recompensa que les espera en el mundo venidero sea mucho mayor.
II
Os exhorto, por tanto, a no desfallecer en vuestras aflicciones, sino a ser revividos por el amor de Dios y a aumentar cada día vuestro celo, sabiendo que en vosotros debe preservarse ese remanente de la verdadera religión que el Señor encontrará cuando venga a la tierra. Aunque los obispos sean expulsados de sus iglesias, no os desalentéis. Si han surgido traidores entre el mismo clero, no permitáis que esto socave vuestra confianza en Dios. Somos salvos no por nombres, sino por mente, propósito y amor genuino hacia nuestro Creador. Recordad cómo, en el ataque contra nuestro Señor, los sumos sacerdotes, escribas y ancianos tramaron la conspiración, y cuán pocos del pueblo recibieron realmente la palabra. Recordad que no es la multitud la que se salva, sino los elegidos de Dios. No os asustéis, pues, ante la gran multitud que es arrastrada de aquí para allá por vientos como las aguas del mar. Si tan solo uno se salva, como Lot en Sodoma, debe permanecer en el buen juicio, manteniendo inquebrantable su esperanza en Cristo, porque el Señor no abandonará a sus santos. Saluden de mi parte a todos los hermanos en Cristo. Oren fervientemente por mi alma afligida.
CARTA
258
Al obispo Epifanio
I
Desde hace tiempo se esperaba que, según la predicción de nuestro Señor, debido a la abundancia de la iniquidad, el amor de la mayoría se enfriaría. La experiencia ha confirmado esta expectativa. Pero aunque esta situación ya se ha dado entre nosotros, la carta de Su Santidad parece contradecirla. Porque, en verdad, no es una simple muestra de amor, primero, que recuerde a una persona indigna e insignificante como yo; y segundo, que me envíe a visitar a hermanos que sean ministros idóneos de una correspondencia de paz. Porque ahora, cuando todos miran con recelo a los demás, ningún espectáculo es más raro que el que usted presenta. En ninguna parte se ve piedad, en ninguna parte compasión, en ninguna parte una lágrima fraternal por un hermano en apuros. Ni las persecuciones por la verdad, ni las iglesias con todos sus feligreses llorando; ni esta gran historia de problemas que nos rodea, son suficientes para incitarnos a la ansiedad por el bienestar mutuo. Saltamos sobre los caídos, arañamos y desgarramos las heridas. Nosotros, que supuestamente estamos de acuerdo, lanzamos las maldiciones de los herejes; hombres que coinciden en los asuntos más importantes se separan por completo en un solo punto. ¿Cómo, entonces, puedo admirar a quien en tales circunstancias demuestra que su amor al prójimo es puro e inocente, y me brinda toda la atención posible aunque la distancia que me separa sea tan grande de mar y tierra?
II
Me ha impresionado especialmente su angustia incluso por la disputa de los monjes en el Monte de los Olivos, y su deseo de que se encuentren medios para reconciliarlos. Me ha alegrado saber, además, que no ha ignorado las desafortunadas medidas tomadas por ciertas personas que han causado disturbios entre los hermanos, y que se ha interesado vivamente incluso en estos asuntos. No obstante, he considerado poco digno de su sabiduría que me encomendara la rectificación de asuntos de tanta importancia, pues no me guía la gracia de Dios, debido a mi vida en pecado. No tengo elocuencia, porque me he retirado alegremente de los estudios vanos, y aún no estoy suficientemente versado en las doctrinas de la verdad. Por lo tanto, ya he escrito a mis queridos hermanos en el Monte de los Olivos, a nuestro propio Paladio y a Inocencio el Italiano, en respuesta a sus cartas dirigidas a mí, que me es imposible hacer la más mínima adición al Credo de Nicea, salvo la atribución de la gloria al Espíritu Santo, porque nuestros padres trataron este punto superficialmente, sin que en ese momento se planteara ninguna cuestión sobre el Espíritu. En cuanto a las adiciones que se propone hacer a ese Credo, relativas a la encarnación de nuestro Señor, no las he probado ni aceptado, por estar más allá de mi comprensión. Sé bien que, si comenzamos a interferir con la simplicidad del Credo, nos embarcaremos en una discusión interminable, con la contradicción arrastrándonos sin cesar, y solo perturbaremos las almas de la gente más sencilla con la introducción de nuevas frases.
III
En cuanto a la Iglesia de Antioquía (me refiero a la que concuerda en la misma doctrina), que el Señor nos conceda que un día la veamos unida. Corre el peligro de ser especialmente vulnerable a los ataques del enemigo, quien la enfurece porque allí se impuso por primera vez el nombre de cristiano. Allí la herejía está dividida contra la ortodoxia, y la ortodoxia está dividida contra sí misma. Mi postura, sin embargo, es la siguiente: el reverendo obispo Melecio fue el primero en defender con valentía la verdad y libró esa buena batalla en tiempos de Constantino. Por lo tanto, mi Iglesia ha sentido un profundo afecto por él, por su valiente y firme postura, y ha mantenido comunión con él. Por consiguiente, yo, por la gracia de Dios, lo he mantenido en comunión hasta ahora; y, si Dios quiere, continuaré haciéndolo. Además, el muy bendito papa Atanasio vino de Alejandría y anhelaba profundamente que se estableciera la comunión entre Melecio y él. pero por la malicia de los consejeros su unión fue pospuesta para otra ocasión. ¡Ojalá no hubiera sido así! Nunca he aceptado la comunión con ninguno de los que desde entonces han sido introducidos en la sede, no porque los considere indignos, sino porque no veo motivo para la condena de Melecio. Sin embargo, he oído muchas cosas sobre los hermanos, sin prestarles atención, porque los acusados no fueron llevados cara a cara con sus acusadores, según lo que está escrito: "¿Acaso nuestra ley juzga a alguien antes de oírlo y saber lo que hace" (Jn 7,51)? Por lo tanto, no puedo escribirles en este momento, honorable hermano, y no debería verme obligado a hacerlo. Será conveniente para su pacífica disposición no causar unión en una dirección y desunión en otra, sino restaurar el miembro separado a la unión original. Primero, ore, y continuación exhorte con toda su capacidad, para que la ambición sea expulsada de sus corazones y se logre la reconciliación entre ambos para restaurar la fuerza de la Iglesia y aniquilar la furia de nuestros enemigos. Me ha consolado mucho que, además de tus otras afirmaciones teológicas correctas y precisas, reconozcas la necesidad de afirmar que las hipóstasis son tres. Que los hermanos de Antioquía. Sean instruidos por ustedes de esta manera. De hecho, estoy seguro de que así lo han sido, y de que ustedes nunca habrían aceptado la comunión con ellos si no se hubieran asegurado cuidadosamente de este punto.
IV
Los magos, como usted tuvo la amabilidad de señalarme en su otra carta, se encuentran aquí en un número considerable, dispersos por todo el país, pues hace mucho tiempo que se establecieron en estas tierras desde Babilonia. Sus costumbres son peculiares, pues no se mezclan con otros hombres. Es completamente imposible conversar con ellos, pues han sido hechos presa del diablo para hacer su voluntad. Carecen de libros y de instructores en la doctrina. Se crían en instituciones sin sentido, transmitiendo la piedad de padres a hijos. Además de las características que son fácilmente observables, se oponen a la matanza de animales por considerarla impura, y hacen que otros sacrifiquen a los animales que necesitan para su propio beneficio. Se enfurecen por los matrimonios ilícitos; consideran el fuego divino, etc. Hasta ahora, nadie me ha contado fábulas sobre la descendencia de los magos de Abraham, aunque mencionan a un tal Zarnuas como el fundador de su raza. No tengo nada más que escribir a vuestra excelencia sobre ellos.
CARTA
259
A los monjes Paladio e Inocencio
Por su afecto hacia mí, deberían poder conjeturar el mío. Siempre he deseado ser un heraldo de paz, y cuando no lo logro, me aflijo. ¿Cómo podría ser de otra manera? No puedo enojarme con nadie por esta razón, porque sé que la bendición de la paz nos ha sido retirada hace mucho tiempo. Si la responsabilidad de la división recae en otros, que el Señor conceda que quienes causan disensión dejen de hacerlo. Ni siquiera puedo pedirles que me visiten con frecuencia. Por lo tanto, no tienen por qué excusarse en este aspecto. Sé muy bien que los hombres que han abrazado la vida del trabajo y siempre proveen con sus propias manos para las necesidades de la vida, no pueden estar mucho tiempo lejos de casa. Donde quiera que estén, recuérdenme y oren por mí para que ninguna causa de perturbación habite mi corazón, y para que pueda estar en paz conmigo mismo y con Dios.
CARTA
260
Al obispo Optimo
I
En cualquier circunstancia, me habría alegrado ver a los buenos muchachos, tanto por su firmeza de carácter, propia de su edad, como por su estrecha relación con su excelencia, lo que me habría hecho esperar algo extraordinario en ellos. Al verlos acercarse con su carta, mi afecto hacia ellos se duplicó. Ahora que he leído la carta, y he he visto todo el anhelo por la Iglesia que encierra, y la evidencia que ofrece de su celo en la lectura de las Sagradas Escrituras, doy gracias al Señor. E invoco bendiciones para quienes me trajeron esta carta, e incluso antes que ellos, para el propio autor.
II
Has pedido una solución a ese famoso pasaje, interpretado en diversos sentidos: "Quien mate a Caín pagará por siete pecados". Tu pregunta demuestra que has observado atentamente el encargo de Pablo a Timoteo, pues es evidente que prestas atención a tu lectura. Además, me has despertado, a pesar de mi avanzada edad, de mis dolencias físicas y de las muchas aflicciones que me han afligido y han agobiado mi vida. Con tu fervor de espíritu, me estás despertando, ahora entumecido como una bestia en su guarida, a un poco de vigilia y energía vital. El pasaje en cuestión puede interpretarse de forma sencilla y también recibir una explicación elaborada. La más sencilla, y que a cualquiera se le ocurre de improviso, es esta: que Caín debe sufrir siete veces el castigo por sus pecados. Pues no es tarea de un juez justo definir la retribución según el principio de igual por igual, sino que quien comete el mal debe pagar su deuda con creces, si quiere ser enmendado por el castigo y hacer a otros hombres más sabios con su ejemplo. Por lo tanto, está ordenado que Caín pague siete veces la pena de su pecado, y que quien lo mate cumplirá la sentencia pronunciada contra él por el juicio divino. Este es el sentido que se nos presenta en nuestra primera lectura del pasaje.
III
Los lectores, dotados de mayor curiosidad, se sienten naturalmente inclinados a profundizar en la cuestión. ¿Cómo, preguntan, puede la justicia satisfacerse siete veces? ¿Y cuáles son las venganzas? ¿Son por siete pecados cometidos? ¿O se comete el pecado una sola vez y hay siete castigos por un solo pecado? La Escritura continuamente asigna al número 7 el número de la remisión de los pecados. ¿Cuántas veces, se pregunta, pecará mi hermano contra mí y yo lo perdonaré? Es Pedro quien habla con el Señor, y le pregunta: "¿Hasta siete veces?". Entonces viene la respuesta del Señor: "No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete" (Mt 18,21-22). Nuestro Señor no varió el número, sino que multiplicó por siete, y así fijó el límite del perdón. Después de siete años, los hebreos solían ser liberados de la esclavitud (Dt 5,12). Siete semanas de años usadas antiguamente para celebrar el famoso jubileo (Lv 25,10), durante las cuales la tierra descansaba, se perdonaban las deudas, se liberaba a los esclavos y, por así decirlo, una nueva vida comenzaba de nuevo, completándose la vida de generación en generación en cierto sentido con el número 7. Estas cosas son símbolos de esta vida presente, que gira en siete días y transcurre, donde se infligen castigos por pecados leves, según el amoroso cuidado de nuestro buen Señor, para salvarnos de ser entregados al castigo en la era eterna. La expresión siete veces se introduce, por lo tanto, debido a su conexión con este mundo presente, pues los hombres que aman este mundo deben ser castigados especialmente por las cosas por las cuales han elegido vivir vidas malvadas. Si entiendes que las venganzas son por los pecados cometidos por Caín, encontrarás que esos pecados son siete. O si entiendes que se refieren a la sentencia dictada sobre él por el Juez, no te equivocarás. Tomemos los crímenes de Caín. El primer pecado fue la envidia, por la preferencia de Abel. El segundo fue el engaño, por lo cual le dijo a su hermano: "Vamos al campo" (Gn 4,8). El tercero fue el asesinato, el cuarto fue el fratricidio, el quinto fue dar un mal ejemplo a la humanidad, el sexto fue entristecer a sus padres. El séptimo mal fue mentir a Dios, pues cuando éste le preguntó "¿dónde está tu hermano?", Caín respondió: "No lo sé" (Gn 4,9). Por lo tanto, siete pecados fueron vengados en la destrucción de Caín. Porque cuando el Señor dijo "maldita sea la tierra que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano", y "habrá gemidos y temblores en la tierra", Caín dijo: "Si me echas hoy de la tierra, entonces me esconderé de tu presencia, y gimiendo y temblando me quedaré en el suelo, y cualquiera que me encuentre me matará". Fue en respuesta a esto que el Señor dijo: "Cualquiera que mate a Caín ejecutará siete venganzas". Caín supuso que sería presa fácil de todos, por no haber seguridad para él en la tierra (pues la tierra fue maldecida por su causa), y por estar privado del socorro de Dios, quien estaba enojado con él por el asesinato, y por no haber ayuda para él ni de la tierra ni del cielo. Por lo tanto, dijo: "Sucederá que cualquiera que me encuentre me matará". La Escritura prueba su error en las palabras "no así" (es decir, no serás asesinado), pues para los hombres que sufren castigo, la muerte es una ganancia, porque alivia su dolor. Por eso la vida de Caín se prolongaría, para que su castigo fuese proporcional a sus pecados. ¿Por qué? Porque la palabra κδικούμενον puede entenderse en dos sentidos: tanto el pecado por el cual se tomó venganza, como la forma del castigo. Examinemos ahora, pues, si el criminal sufrió un tormento séptuple.
IV
Los siete pecados de Caín han sido enumerados en lo ya dicho. Ahora pregunto si los castigos que se le infligieron fueron siete, y lo declaro así. El Señor preguntó "¿dónde está tu hermano Abel?", mas no porque deseara información, sino para darle a Caín la oportunidad de arrepentirse, como lo demuestran las propias palabras, pues al negarlo, el Señor lo condenó de inmediato diciendo: "La voz de la sangre de tu hermano clama a mí". Así que la pregunta "¿dónde está tu hermano Abel?" no se hizo con la intención de obtener información de Dios, sino para darle a Caín la oportunidad de percibir su pecado. Si Dios no lo hubiera visitado, podría haber alegado que lo habían dejado solo y que no se le había dado la oportunidad de arrepentirse. Entonces apareció el médico para que el paciente acudiera a él en busca de ayuda. Sin embargo, Caín no sólo no oculta su llaga, sino que inventa otra al añadir la mentira al asesinato y decir: "No lo sé, pues ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?". Ahora, desde este punto, comiencen a calcular los castigos. Maldita sea la tierra por tu culpa; un castigo. Cultivarás la tierra. Este es el segundo castigo. Una necesidad secreta le fue impuesta, obligándolo a cultivar la tierra, para que nunca se le permitiera descansar cuando quisiera, sino sufrir siempre el dolor de la tierra, su enemiga, a la que, al contaminarla con la sangre de su hermano, había maldecido. Cultivarás la tierra. Terrible castigo, vivir con quienes te odian, tener como compañero a un enemigo, un adversario implacable. "Cultivarás la tierra" viene a decir: Trabajarás en las labores del campo, sin descanso, día y noche, atado por una necesidad secreta, más dura que cualquier amo salvaje, y continuamente impulsado a trabajar. Y no te cederá su fuerza. Aunque el trabajo incesante dio algún fruto, el trabajo en sí mismo era una tortura considerable para quien se veía obligado a no ceder jamás. Pero el trabajo es incesante, y las labores en la tierra son infructuosas (pues ella no rindió su fuerza ), y esta infructuosa labor es el tercer castigo. Gimiendo y temblando estarás en la tierra. Aquí se añaden dos más a los tres: gemidos continuos y temblores del cuerpo, privados los miembros de la firmeza que da la fuerza. Caín había hecho un mal uso de la fuerza de su cuerpo, y así su vigor fue destruido, y se tambaleó y se estremeció, y le era difícil llevarse comida y bebida a la boca, pues después de su conducta impía, su malvada mano ya no se le permitió ministrar a las necesidades de su cuerpo. Otro castigo es el que Caín reveló cuando dijo: "Me has expulsado de la faz de la tierra, y de tu rostro me esconderé". ¿Cuál es el significado de este expulsar de la faz de la tierra? Significa la privación de los beneficios que se derivan de la tierra. No fue transferido a otro lugar, sino que se le hizo un extraño a todas las cosas buenas de la tierra. Y de tu rostro me esconderé. El castigo más severo para los hombres de buen corazón es el alejamiento de Dios. Y "sucederá que cualquiera que me encuentre me matará". Él infiere esto de lo que ha sucedido antes. Si soy arrojado de la tierra y escondido de tu rostro, me queda ser asesinado por todos. ¿Qué dice el Señor? No es así. Pero le puso una marca. Este es el séptimo castigo: que no se oculte, sino que mediante una clara señal se proclame a todos que este es el primero en cometer actos impíos . Para todos los que razonan correctamente, el castigo más severo es la vergüenza. Hemos aprendido esto también en el caso de los juicios, cuando "algunos resucitarán para vida eterna, y otros para vergüenza y desprecio eterno" (Dn 12,2).
V
Su siguiente pregunta es similar, respecto a las palabras de Lamec a sus esposas ("he matado a un hombre por mi herida, y a un joven por mi daño; si Caín será vengado siete veces, Lamec en realidad setenta y siete veces"; Gn 4,23-24). Algunos suponen que Caín fue asesinado por Lamec y que sobrevivió hasta esta generación para sufrir un castigo más prolongado. Pero este no es el caso. Lamec evidentemente cometió dos asesinatos, según sus propias palabras ("he matado a un hombre y a un joven, al hombre por su herida, y al joven por su daño"). Hay una diferencia entre herir y herir. Y hay una diferencia entre un hombre y un joven. Si Caín será vengado 7 veces, Lamec en realidad 77 veces. Es justo que yo sufra 490 castigos, si el juicio de Dios sobre Caín fue justo, que sus castigos fueran siete. Caín no había aprendido a asesinar de otro, y nunca había visto a un asesino sufrir castigo. Pero yo, que tenía ante mis ojos a Caín gimiendo y temblando, y la fuerza de la ira de Dios, no me hice más sabio con el ejemplo que tenía ante mí. Por lo tanto, merezco sufrir 490 castigos. Sin embargo, hay quienes han llegado a la siguiente explicación: que desde Caín hasta el diluvio transcurrieron 7 generaciones, y el castigo fue traído sobre toda la tierra, porque el pecado se extendió por todas partes. No obstante, el pecado de Lamec requiere para su curación no un diluvio, sino a Aquel que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Cuenten las generaciones desde Adán hasta la venida de Cristo, y encontrarán, según la genealogía de Lucas, que el Señor nació en la generación 77. Así pues, he investigado este punto lo mejor que he podido, aunque he pasado por alto asuntos que podrían investigarse, por temor a extender mis observaciones más allá de los límites de mi carta. Pero para tu inteligencia, bastan unas pocas semillas. Se dice que instruye al sabio, y será aún más sabio (Prov 9,9). Si un hombre hábil escucha una palabra sabia, la elogiará y la enriquecerá (Eclo 20,18).
VI
En cuanto a las palabras de Simeón a María, no hay oscuridad ni variedad de interpretación. Simeón los bendijo y dijo a su madre María: "Mira, este niño está puesto para la caída y el levantamiento de muchos en Israel. Será una señal que será contradicha, y a ti una espada traspasará tu propia alma, para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones" (Lc 2,34-35). Me asombra que, después de pasar por alto las palabras anteriores como si no requirieran explicación, preguntes sobre la expresión "una espada traspasará tu propia alma". Para mí, la pregunta de cómo el mismo niño puede ser para la caída y el levantamiento, y cuál es la señal que será contradicha, no me parece menos desconcertante que la pregunta de cómo una espada traspasará el corazón de María.
VII
Mi punto de vista es que el Señor está a favor de caer y levantarse, no porque algunos caigan y otros se levanten, sino porque en nosotros cae lo peor y se establece lo mejor. La venida del Señor destruye nuestros afectos corporales y despierta las cualidades propias del alma, como bien recuerda Pablo cuando dice: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2Cor 12,10). El hombre, pues, es débil y es fuerte, es débil en la carne y es fuerte en el espíritu. Así, el Señor no da a algunos ocasiones de caer y a otros de levantarse. Quienes caen, caen de la posición en la que una vez estuvieron, pero es evidente que el hombre infiel nunca se mantiene en pie, sino que siempre es arrastrado por el suelo con la serpiente a la que sigue. Entonces no tiene dónde caer, porque ya ha sido derribado por su incredulidad. Por lo tanto, la primera bendición es que quien permanece en su pecado caiga y muera, y luego viva en justicia y se levante, ambas gracias que nuestra fe en Cristo nos confiere. Que caiga lo peor para que lo mejor tenga oportunidad de levantarse. Si la fornicación no cae, la castidad no se levanta. A menos que nuestra irracionalidad sea aplastada, nuestra razón no alcanzará la perfección. En este sentido, él está a favor de la caída y el renacimiento de muchos.
VIII
Respecto a que "una señal será contradicha", por señal entendemos en las Escrituras propiamente una cruz. Se dice que Moisés colocó la serpiente sobre un asta (Nm 21,8). Esto es, sobre una cruz. O bien, una señal indica algo extraño y oscuro, visto por los simples, pero comprendido por los inteligentes. No cesa la controversia sobre la encarnación del Señor. Algunos afirman que asumió un cuerpo, y otros que su estancia fue incorpórea. Algunos dicen que tuvo un cuerpo pasible, y otros que cumplió la economía corporal mediante una especie de aparición. Algunos dicen que su cuerpo fue terrenal, y otros que fue celestial. Algunos dicen que preexistió antes de los siglos, y otros que tuvo su origen en María. Es por esto que él es una señal contradicha.
IX
Por espada se entiende la palabra que prueba y juzga nuestros pensamientos, que penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne nuestros pensamientos. Ahora bien, en la hora de la pasión, cada alma fue sometida, por así decirlo, a una especie de escrutinio. Según la palabra del Señor, se dice: "Todos se escandalizarán por mi causa" (Mt 26,3). Simeón, por tanto, profetiza acerca de la propia María que, al estar junto a la cruz, contemplando lo que se está haciendo y oyendo las voces, tras el testimonio de Gabriel, tras su conocimiento secreto de la concepción divina, tras la gran exhibición de milagros, sentirá una poderosa tempestad en su alma. El Señor estaba destinado a gustar la muerte por todos los hombres, a convertirse en propiciación por el mundo y a justificar a todos los hombres con su propia sangre. Incluso tú mismo, que has sido instruido desde lo alto en las cosas concernientes al Señor, serás alcanzado por alguna duda. Ésta es la espada. Para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Indica que, tras la ofensa en la cruz de Cristo, una pronta sanación vendrá del Señor a los discípulos y a la propia María, confirmando su fe en él. De la misma manera, vimos a Pedro, tras ser ofendido, aferrándose con más firmeza a su fe en Cristo. Lo que era humano en él se reveló defectuoso, para que se manifestara el poder del Señor.
CARTA
261
Al pueblo de Sozópolis
I
He recibido la carta que ustedes, honorables hermanos, me enviaron en relación con las circunstancias en las que se encuentran. Agradezco al Señor que me hayan permitido compartir la ansiedad que sienten respecto a su atención a asuntos necesarios y que merecen seria atención. Pero me consternó saber que, además de la perturbación que los arrianos han provocado en las iglesias y la confusión que han causado en la definición de la fe, ha surgido entre ustedes otra innovación que ha sumido a la hermandad en un profundo desaliento, ya que, como me han informado, ciertas personas están expresando, ante los fieles, doctrinas nuevas y desconocidas que, según afirman, se deducen de las enseñanzas de las Escrituras. Usted escribe que hay hombres entre ustedes que están tratando de destruir la encarnación salvadora de nuestro Señor Jesucristo, y, en la medida de lo posible, están derribando la gracia del gran misterio no revelado desde la eternidad, pero manifestado en Sus propios tiempos, cuando el Señor, después de haber pasado por todas las cosas pertenecientes a la cura de la raza humana, nos otorgó a todos la bendición de Su propia estancia entre nosotros. Porque él ayudó a su propia creación, primero a través de los patriarcas, cuyas vidas fueron expuestas como ejemplos y reglas para todos los dispuestos a seguir los pasos de los santos, y con celo como el de ellos para alcanzar la perfección de las buenas obras. Después, para socorro, dio la ley, ordenándola por ángeles en la mano de Moisés; luego los profetas, prediciendo la salvación venidera; jueces, reyes y hombres justos, haciendo grandes obras, con mano poderosa. Después de todo esto, en los últimos días, él mismo se manifestó en carne, hecho de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos (Gál 4,4-5).
II
Si la estancia del Señor en la carne nunca tuvo lugar, por tanto, el Redentor no pagó la pena de muerte por nosotros, ni por sí mismo destruyó el reino de la muerte. Pues si lo que la muerte reinó no fue lo que asumió el Señor, la muerte no habría cesado de obrar para sí, ni los sufrimientos de la carne portadora de Dios se habrían convertido en nuestra ganancia. Él no habría matado el pecado en la carne: nosotros, que morimos en Adán, no habríamos sido vivificados en Cristo; los caídos en pedazos no habrían sido reconstruidos; los destrozados no habrían sido reconstruidos; lo que por el engaño de la serpiente se había alejado de Dios nunca habría sido de nuevo suyo. Todos estos beneficios son deshechos por quienes afirman que fue con un cuerpo celestial que el Señor vino entre nosotros. Y si la carne portadora de Dios no fue ordenada para ser asumida de la masa de Adán, ¿qué necesidad había de la Santa Virgen? Pero ¿quién tiene la osadía de renovar ahora, con la ayuda de argumentos sofistas y, por supuesto, con la evidencia bíblica, ese viejo dogma de Valentín, silenciado hace tanto tiempo? Pues esta impía doctrina de la apariencia no es nueva. Fue iniciada hace mucho tiempo por el débil mental Valentín, quien, tras descartar algunas declaraciones del apóstol, se inventó esta impía invención, afirmando que "el Señor asumió la forma de siervo" (Flp 2,7) y no el siervo mismo, y que fue hecho a semejanza, pero que no asumió la humanidad real. Sentimientos similares expresan estos hombres, a quienes sólo cabe lamentar por traerles nuevos problemas.
III
En cuanto a la afirmación de que los sentimientos humanos se transmiten a la divinidad, la hacen hombres que no mantienen un orden en sus pensamientos e ignoran que existe una distinción entre los sentimientos de la carne, de la carne dotada de alma y del alma que usa un cuerpo. Es propio de la carne sufrir división, disminución y disolución; de la carne dotada de alma sentir cansancio, dolor, hambre, sed y ser vencida por el sueño; del alma que usa el cuerpo sentir pena, pesadez, ansiedad y similares. De estos, algunos son naturales y necesarios para toda criatura viviente; otros provienen de la mala voluntad y son sobreinducidos por la falta de disciplina y entrenamiento adecuados para la virtud. Por lo tanto, es evidente que nuestro Señor asumió los afectos naturales para establecer su verdadera encarnación, y no mediante una apariencia de encantamiento, y que todos los afectos derivados del mal que mancillan la pureza de nuestra vida, los rechazó como indignos de su inmaculada divinidad. Por esta razón se dice que fue hecho en semejanza de carne de pecado; no, como sostienen estos hombres, en semejanza de carne, sino en carne de pecado. De ello se deduce que tomó nuestra carne con sus aflicciones naturales, pero no pecó (1Pe 2,22). Así como la muerte que está en la carne, transmitida a nosotros por medio de Adán, fue absorbida por la deidad, así también el pecado fue quitado por la justicia que está en Cristo Jesús, de modo que en la resurrección recibimos de vuelta una carne que no está sujeta a la muerte ni al pecado. Éstos son los misterios de la Iglesia, éstas son las tradiciones de los padres. A todo aquel que teme al Señor y espera el juicio de Dios, le encargo que no se deje llevar por diversas doctrinas. Si alguien enseña una doctrina diferente y se niega a aceptar las sanas palabras de la fe, rechazando los oráculos del Espíritu y haciendo de su propia enseñanza una autoridad mayor que las enseñanzas de los evangelios, cuídense de él. Que el Señor nos conceda que un día podamos encontrarnos, para que todo lo que he dejado escapar de mi argumento pueda ser explicado cuando nos encontremos cara a cara. He escrito poco cuando había mucho que decir, pues no quería excederme de los límites de mi carta. Al mismo tiempo, no dudo de que a todos los que temen al Señor les basta un breve recordatorio.
CARTA
262
Al monje Urbicio
I
Has hecho bien en escribirme. Has demostrado cuán grande es el fruto de la caridad. Sigue haciéndolo. No pienses que, al escribirme, necesitas excusarte. Reconozco mi posición y sé que, por naturaleza, todo hombre es de igual honor que los demás. Cualquier excelencia que haya en mí no proviene de mi familia, ni de mis riquezas superfluas, ni de mi condición física; proviene únicamente de mi superioridad en el temor de Dios. ¿Qué te impide, entonces, temer aún más al Señor y, por lo tanto, ser superior a mí en este aspecto? Escríbeme con frecuencia y cuéntame cómo es la hermandad contigo. Dime qué miembros de la Iglesia en tu comunidad son sanos, para que sepa a quién debo escribir y en quién puedo confiar. Me dicen que algunos se esfuerzan por depravar la doctrina correcta de la encarnación del Señor con opiniones perversas, y por lo tanto, les pido, a través de usted, que se abstengan de esas opiniones irrazonables que, según me han dicho, algunos sostienen. Quiero decir que Dios mismo se hizo carne; que no asumió, por medio de Santa María, la naturaleza de Adán, sino que, en su propia divinidad, se transformó en una naturaleza material.
II
Esta absurda postura puede refutarse fácilmente. La blasfemia es su propia convicción, y por lo tanto creo que, para quien teme al Señor, el simple recordatorio basta. Si él cambió, entonces cambió. Pero lejos de mí decir o pensar tal cosa, cuando Dios ha declarado: "Yo soy el Señor, no cambio" (Mal 3,6). Además, ¿cómo podría transmitirnos el beneficio de la encarnación si nuestro cuerpo, unido a la deidad, no fuera hecho superior al dominio de la muerte? Si él cambió, ya no constituía un cuerpo propio, como el que subsistía tras la unión con él del cuerpo divino. No obstante, si toda la naturaleza del Unigénito cambió, ¿cómo podría la incomprensible deidad circunscribirse a la masa de un cuerpo pequeño? Estoy seguro de que nadie en su sano juicio y con temor de Dios padece esta insensatez. Pero me han informado que algunos de ustedes padecen esta enfermedad mental, y por lo tanto, he creído necesario, no solo enviarles un saludo formal, sino incluir en mi carta algo que incluso pueda fortalecer las almas de quienes temen al Señor. Por lo tanto, les insto a que estos errores reciban corrección eclesiástica y a que se abstengan de la comunión con los herejes. Sé que la indiferencia en estos puntos nos priva de nuestra libertad en Cristo.
CARTA
263
A los obispos de Occidente
I
Que el Señor Dios, en quien hemos depositado nuestra confianza, les conceda a cada uno la gracia suficiente para que puedan realizar su esperanza, en proporción al gozo que han llenado mi corazón, tanto por la carta que me han enviado por medio de los queridos presbíteros como por la compasión que han sentido por mí en mi aflicción, como "hombres que se han revestido de entrañas de misericordia" (Col 3,12), como me han descrito los presbíteros antes mencionados. Aunque mis heridas siguen igual, me alivia tener sanguijuelas a mano, capaces, si encuentran la oportunidad, de aplicar remedios rápidos a mis heridas. Por lo tanto, a cambio, los saludo por medio de nuestros queridos amigos y los exhorto, si el Señor les permite venir a mí, a no dudar en visitarme. Porque parte del mayor mandamiento es la visita a los enfermos. Pero si el buen Dios y sabio dispensador de nuestras vidas reserva esta bendición para otra ocasión, al menos escríbeme lo que te parezca oportuno para consolar a los oprimidos y animar a los oprimidos. La Iglesia ya ha sufrido muchos golpes severos, y grande ha sido mi aflicción por ellos. No hay esperanza de socorro a menos que el Señor nos envíe un remedio por medio de ustedes, sus verdaderos siervos.
II
La herejía audaz y descarada de los arrianos, tras ser públicamente excluida del cuerpo de la Iglesia, persiste en su propio error y no nos perjudica mucho, pues su impiedad es notoria para todos. Sin embargo, hombres disfrazados de ovejas y con una apariencia afable y amable, que por dentro devastan sin piedad el rebaño de Cristo, encuentran fácil dañar a los más sencillos, porque provienen de nosotros. Son estos los que resultan penosos y difíciles de combatir. Imploramos su diligencia para que los denuncien públicamente a todas las Iglesias de Oriente; para que, o bien se vuelvan al camino recto y se unan a nosotros en una genuina alianza, o bien, si persisten en su perversidad, se guarden sus males para sí mismos y no puedan contagiar su propia plaga a sus vecinos mediante una comunión descuidada. Me veo obligado a mencionarlos por su nombre para que ustedes mismos reconozcan a quienes están provocando disturbios aquí y puedan darlos a conocer a nuestras iglesias. Mis propias palabras son sospechosas por la mayoría, como si les tuviera mala voluntad debido a alguna disputa privada. Sin embargo, ustedes tienen tanto más crédito ante el pueblo cuanto más lejos están de su hogar, además de que están dotados con la gracia de Dios para ayudar a los afligidos. Si varios de ustedes coinciden en expresar las mismas opiniones, es evidente que el número de quienes las han expresado hará imposible oponerse a su aceptación.
III
Uno de los que me han causado gran dolor es Eustacio de Sebasteia, en la Pequeña Armenia. Anteriormente discípulo de Arrio y seguidor suyo durante su florecimiento en Alejandría, donde urdió sus infames blasfemias contra el Unigénito, fue contado entre sus discípulos más fieles. A su regreso a su patria, presentó una confesión de fe firme a Hermógenes, el bendito obispo de Cesarea, quien estuvo a punto de condenarlo por falsa doctrina. En estas circunstancias, fue ordenado por Hermógenes y, a la muerte de este obispo, se dirigió rápidamente a Eusebio de Constantinopla, quien, por su parte, no cedió ante nadie en su vehemencia a favor de la impía doctrina de Arrio. De Constantinopla fue expulsado por alguna razón, regresó a su país y se defendió por segunda vez, intentando ocultar sus sentimientos impíos y disimulándolos con cierta ortodoxia verbal. Apenas obtuvo el rango de obispo, inmediatamente apareció escribiendo un anatema sobre el homoousion en el arriano Sínodo de Ancira. De allí fue a Seleucia y participó en las notorias medidas de sus compañeros herejes. En Constantinopla, asintió por segunda vez a las proposiciones de los herejes. Al ser expulsado de su episcopado, debido a su anterior deposición en Melitina, se le ocurrió viajar a ti como medio de restitución. Ignoro qué proposiciones le hizo el bendito obispo Liberio y a qué accedió. Sólo sé que trajo una carta de restitución, la cual mostró al Sínodo de Tiana, y fue restituido en su sede. Ahora difama el mismo credo por el que fue recibido; se asocia con quienes anatematizan el homoousion y es el principal líder de la herejía de los pneumatómacos. Dado que su poder para perjudicar a las iglesias proviene de Occidente y utiliza la autoridad que usted le concedió para la derrota de la mayoría, es necesario que su corrección provenga del mismo lugar y que se envíe una carta a las iglesias indicando en qué términos fue recibido y de qué manera ha cambiado su conducta, anulando así el favor que le otorgaron los padres en aquel momento.
IV
A continuación viene Apolinar, quien no es menos causa de tristeza para las iglesias. Con su facilidad para escribir y una lengua propensa a discutir sobre cualquier tema, ha llenado el mundo con sus obras, ignorando el consejo de quien dijo: "Cuídense de hacer muchos libros". En su multitud hay ciertamente muchos errores. ¿Cómo es posible evitar el pecado en una multitud de palabras? Y las obras teológicas de Apolinar se basan en pruebas bíblicas, pero tienen un origen humano. Ha escrito sobre la resurrección desde un punto de vista mítico, o más bien judío, instando a que volvamos al culto de la ley, nos circuncidemos, guardemos el sabath, nos abstengamos de comer carne, ofrezcamos sacrificios a Dios, adoremos en el templo de Jerusalén y nos convirtamos por completo del cristianismo al judaísmo. ¿Qué podría ser más ridículo? O mejor dicho, ¿qué podría ser más contrario a las doctrinas del evangelio? Además, ha creado tal confusión entre los hermanos acerca de la encarnación, que pocos de sus lectores conservan la antigua marca de la verdadera religión; sino que la mayor parte, en su afán de novedad, se han desviado hacia investigaciones y discusiones pendencieras acerca de sus tratados inútiles.
V
En cuanto a si hay algo objetable en la conversación de Paulino, pueden decirlo ustedes mismos. Lo que me preocupa es que muestre inclinación por la doctrina de Marcelo y admita sin reservas a sus seguidores en la comunión. Saben, honorables hermanos, que la doctrina de Marcelo implica la inversión de toda nuestra esperanza, pues no confiesa al Hijo en su hipóstasis propia, sino que lo presenta como enviado y como retornado a Aquel de quien vino. Tampoco admite que el Paráclito tenga su propia subsistencia. De ello se deduce que nadie podría equivocarse al declarar que esta herejía está en total desacuerdo con el cristianismo y al calificarla de judaísmo corrupto. Les imploro que presten debida atención a estas cosas. Esto será así si consienten en escribir a todas las Iglesias de Oriente que quienes han pervertido estas doctrinas están en comunión con ustedes, si se enmiendan. Pero si, por contienda, deciden acatar sus innovaciones, se les separará de ellos. Sé muy bien que habría sido conveniente tratar estos asuntos, reunido en sínodo con ustedes en deliberación común. Pero el tiempo no lo permite. La demora es peligrosa, pues el daño que han causado ya ha echado raíces. Por lo tanto, me he visto obligado a enviar a estos hermanos para que sepan de ellos todo lo omitido en mi carta, y para que los motiven a brindar el socorro que pedimos a las Iglesias de Oriente.
CARTA
264
Al obispo Barses de Edesa
A Barsés, obispo, verdaderamente amado por Dios y digno de toda reverencia y honor, Basilio le envía saludos en el Señor. Como mi querido hermano Domnino se dirige a usted, aprovecho con gusto la oportunidad para escribirle y le saludo por su intermedio, rogando al Dios santo que nos preserve en esta vida lo suficiente como para que podamos verlo y disfrutar de los dones que posee. Solo le suplico que ore para que el Señor no nos entregue para siempre a los enemigos de la cruz de Cristo, sino que guarde a sus Iglesias hasta el tiempo de esa paz que el mismo Juez justo sabe cuándo concederá. Porque él la concederá. No siempre nos abandonará. Así como él limitó 70 años (Jer 25,12) al período de cautiverio de los israelitas como castigo por sus pecados, quizás el Poderoso, tras entregarnos por un tiempo determinado, nos llame de nuevo y nos restaure la paz del principio, a menos que la apostasía esté ya cerca y los acontecimientos recientes sean el inicio de la llegada del Anticristo. Si es así, oren para que el buen Señor nos libre de nuestras aflicciones o nos preserve invictos a través de ellas. Por medio de ti, saludo a todos los que han sido considerados dignos de estar contigo. Todos los que están conmigo saludan su reverencia. Que, por la gracia del Santo, sean preservados en la Iglesia de Dios con buena salud, confiando en el Señor y orando por mí.
CARTA
265
A los obispos de Egipto
I
En todo encontramos que la providencia de nuestro buen Dios sobre sus iglesias es poderosa, y que, así, incluso las cosas que parecen sombrías y no resultan como desearíamos, están ordenadas para el beneficio de la mayoría, en la sabiduría oculta de Dios y en los juicios inescrutables de su justicia. Ahora el Señor os ha sacado de las regiones de Egipto y os ha traído y establecido en medio de Palestina, a la manera del antiguo Israel, a quien llevó cautivo a la tierra de los asirios, y allí extinguió la idolatría mediante la estancia de sus santos. Ahora también encontramos lo mismo, cuando observamos que el Señor da a conocer vuestra lucha por la verdadera religión, abriéndoos, durante vuestro exilio, el escenario de vuestras benditas contiendas, y a todos los que ven ante ellos vuestra noble constancia, dándoles la bendición de vuestro buen ejemplo para guiarlos a la salvación. Por la gracia de Dios, he oído hablar de la rectitud de su fe y de su celo por los hermanos, y de que no es con un espíritu descuidado ni superficial que proveen lo que es útil y necesario para la salvación, ni que apoyan todo lo que contribuye a la edificación de las Iglesias. Por lo tanto, he creído conveniente ponerme en comunión con su bondad y unirme a sus reverencias por carta. Por estas razones, he enviado a mi muy querido hermano, el diácono Elpidio, quien no solo transmite mi carta, sino que además está plenamente capacitado para anunciarles cualquier cosa que se haya omitido en ella.
II
Me ha impulsado especialmente a desear unirme a ustedes el testimonio del celo de sus reverencias por la ortodoxia. La constancia de sus corazones no se ha conmovido ni por la multiplicidad de libros ni por la variedad de argumentos ingeniosos. Por el contrario, han reconocido a quienes intentaron introducir innovaciones en contra de las doctrinas apostólicas y se han negado a guardar silencio sobre el daño que están causando. En verdad, he encontrado gran angustia entre todos los que se aferran a la paz del Señor ante las diversas innovaciones de Apolinar de Laodicea. Me ha angustiado aún más el hecho de que al principio parecía estar de nuestro lado. Un paciente puede, en cierto sentido, soportar lo que le viene de un enemigo declarado, aunque sea extremadamente doloroso, como está escrito: "No fue un enemigo quien me reprochó, luego podría haberlo soportado". Es intolerable, por tanto, y está más allá del consuelo, ser agraviado por un amigo cercano y comprensivo. Ahora bien, he descubierto que ese mismo hombre, a quien esperaba tener a mi lado en defensa de la verdad, obstaculiza de muchas maneras a quienes se salvan, seduciendo sus mentes y apartándolos de la doctrina directa. ¿Qué acto imprudente y precipitado no ha cometido? ¿Qué argumento imprudente y peligroso no ha arriesgado? ¿Acaso no está toda la Iglesia dividida contra sí misma, especialmente desde el día en que envió hombres a las iglesias gobernadas por obispos ortodoxos para desmembrarlas y establecer algún servicio peculiar e ilegal? ¿No se ridiculiza el gran misterio de la verdadera religión cuando los obispos andan sin pueblo ni clero, sin más que su nombre y título, y sin contribuir en nada al avance del evangelio de paz y salvación? ¿No están sus discursos sobre Dios llenos de doctrinas impías, renovando ahora en sus escritos la antigua impiedad del demente Sabelio? Pues si las obras que circulan entre los Sebastenes no son falsificación de enemigos, sino realmente su composición, ha alcanzado un colmo de impiedad insuperable al decir que Padre, Hijo y Espíritu son lo mismo, y otras oscuras irreverencias que me he negado incluso a escuchar, rogando no tener nada que ver con quienes las han pronunciado. ¿Acaso no confunde la doctrina de la encarnación? ¿Acaso no ha confundido la economía de la salvación? ¿Se ha hecho dudar a muchos debido a sus oscuras y nubladas especulaciones al respecto? Recopilarlas todas y refutarlas requiere mucho tiempo y mucha discusión. Pero ¿dónde se han embotado y destruido las promesas del evangelio como por sus invenciones? Tan miserable y pobremente se ha atrevido a explicar la bendita esperanza guardada para todos los que viven según el evangelio de Cristo, como para reducirla a meras fábulas de viejas y doctrinas de judíos. Proclama la renovación del templo, la observancia del culto de la ley, un sumo sacerdote típico de nuevo después del verdadero sumo sacerdote, y un sacrificio por los pecados después del "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). Predica bautismos parciales después del único bautismo, y las cenizas de una novilla rociando a la Iglesia que, por su fe en Cristo, "no tiene mancha ni arruga ni cosa similar" (Ef 5,27). Predica una limpieza de la lepra después del estado indoloro de la resurrección; una ofrenda de celos cuando no se casan ni se dan en matrimonio; un pan de la proposición después del pan del cielo; las lámparas encendidas después de la luz verdadera. En resumen, si la ley de los mandamientos ha sido abolida por los dogmas, es evidente que bajo estas circunstancias los dogmas de Cristo serán anulados por los mandatos de la ley. Ante estas cosas, la vergüenza y la desgracia han cubierto mi rostro, y un profundo dolor ha llenado mi corazón. Por lo tanto, les suplico, como médicos hábiles e instruidos en cómo disciplinar a los antagonistas con amabilidad, que intenten traerlo de vuelta al orden correcto de la Iglesia, y que lo persuadan a despreciar la verbosidad de sus propias obras; pues ha demostrado la verdad del proverbio que dice que "en la multitud de palabras no falta pecado" (Prov 10,19). Presenten con valentía ante él las doctrinas de la ortodoxia, para que su enmienda pueda ser publicada y su arrepentimiento dado a conocer a sus hermanos.
III
También es conveniente que recuerde a su reverencia la situación de los seguidores de Marcelo, para que no tome ninguna decisión precipitada o desconsiderada en su caso. Debido a sus doctrinas impías, abandonó la Iglesia. Por lo tanto, es necesario que sus seguidores solo sean recibidos en la comunión con la condición de que anatematicen esa herejía, para que quienes se unen a mí a través de usted sean aceptados por todos los hermanos. Y ahora, la mayoría de los hombres se conmueve con no poca pena al saber que usted los ha recibido y admitido a la comunión eclesiástica al llegar a su excelencia. Sin embargo, debería haber sabido que, por la gracia de Dios, no está solo en Oriente, sino que tiene muchos en comunión con usted, que reivindican la ortodoxia de los Padres y que expusieron la piadosa doctrina de la fe en Nicea. Los occidentales también están de acuerdo contigo y conmigo, cuya exposición de la fe he recibido y conservo, adhiriendo a su sana doctrina. Debiste, pues, convencer a todos los que están de acuerdo contigo, para que la acción que se está tomando sea ratificada por el consenso general, y que la paz no se rompa por la aceptación de algunos mientras otros se mantienen al margen. Así, debiste, al mismo tiempo, deliberar con seriedad y delicadeza sobre asuntos importantes para todas las iglesias del mundo. No se debe alabar a quien decide un punto apresuradamente, sino a quien gobierna cada detalle con firmeza e inalterabilidad, de modo que cuando se investigue su juicio, incluso posteriormente, sea más estimado. Este es el hombre aceptable tanto para Dios como para los hombres, pues guía sus palabras con discreción. Así, me he dirigido a tu reverencia en los términos que me es posible escribir. Que el Señor nos conceda que un día podamos encontrarnos, para que, tras organizar todo con ustedes para el gobierno de las iglesias, reciba junto con ustedes la recompensa preparada por el Juez justo para los administradores fieles y sabios. Mientras tanto, tengan la amabilidad de informarme con qué intención han recibido a los seguidores de Marcelo, sabiendo que, incluso si logran todo, en lo que a ustedes respecta, no deberían tratar un asunto de tal importancia bajo su propia responsabilidad. Es además necesario que los occidentales, y quienes están en comunión con ellos en Oriente, concurran en la restauración de estos hombres.
CARTA
266
Al obispo Pedro de Alejandría
I
Me has reprendido con toda razón, como corresponde a un hermano espiritual a quien el Señor le ha inculcado el amor genuino, porque no te doy información exacta y detallada de todo lo que sucede aquí, pues es tu responsabilidad interesarte por lo que me concierne, y la mía contarte todo lo que me concierne. Pero debo decirte, honorable y amado hermano, que nuestras continuas aflicciones y esta poderosa agitación que ahora sacude a las iglesias me llevan a dar por sentado todo lo que sucede. Así como en las herrerías, donde los hombres sordos se acostumbran al sonido, así también, por la frecuencia de las extrañas noticias que me llegan, me he acostumbrado a no perturbarme ni desmayarme ante los acontecimientos extraordinarios. Así pues, la política que los arrianos han seguido durante tanto tiempo en detrimento de la Iglesia, aunque sus logros han sido numerosos y grandiosos y divulgados por todo el mundo, me ha resultado tolerable, ya que es obra de enemigos declarados de la palabra de verdad. Me asombra cuando estos hombres hacen algo inusual, no cuando intentan algo grande y audaz contra la verdadera religión. Sin embargo, me aflige y me preocupa lo que hacen hombres que comparten mis sentimientos y pensamientos. Sin embargo, sus actos me son tan frecuentes y constantes que ni siquiera me sorprenden. Por ello, no me inquietó el reciente desorden, en parte porque sabía perfectamente que la información pública los traería a ustedes sin mi intervención, y en parte porque preferí esperar a que alguien más les diera noticias desagradables. Además, no me pareció razonable indignarme ante tales actos, como si me molestara sufrir un desaire. A los agentes involucrados en el asunto les he escrito en términos apropiados, exhortándolos, debido a la disensión que surge entre algunos hermanos allí, a no desviarse de la caridad, sino a esperar a que quienes tienen autoridad para remediar los desórdenes lo resuelvan adecuadamente eclesiásticamente. Que hayan actuado así, movidos por motivos honorables y apropiados, merece mi elogio y me motiva mi gratitud al Señor porque aún se conserva en ustedes una reliquia de la antigua disciplina, y porque la Iglesia no ha perdido su fuerza en mi persecución. Los canónigos no han sufrido persecución, igual que yo. Aunque los gálatas me importunaron de nuevo, nunca pude darles una respuesta, pues esperaba tu decisión. Ahora bien, si el Señor así lo quiere y ellos aceptan escucharme, espero poder atraer a la gente a la Iglesia. No se me puede reprochar que me haya pasado a los marcelianos, y que ellos, por el contrario, se conviertan en miembros del cuerpo de la Iglesia de Cristo. Así, la vergüenza causada por la herejía desaparecerá con el método que adopte, y evitaré el oprobio de haberme pasado a ellos.
II
También me ha dolido nuestro hermano Doroteo, pues, como él mismo ha escrito, no le ha informado de todo con amabilidad y gentileza a su excelencia. Lo atribuyo a la dificultad de los tiempos. Parece que mis pecados me privan de todo éxito en mis proyectos si, de hecho, los mejores de mis hermanos resultan mal dispuestos e incompetentes al no cumplir con sus deberes conforme a mis deseos. A su regreso, Doroteo me informó de la conversación que había tenido con su excelencia en presencia del venerable obispo Dámaso, y me causó consternación al decir que nuestros amados hermanos y compañeros ministros, Melecio y Eusebio, habían sido contados entre los ariomaníacos. Si su ortodoxia no se estableció con nada más, los ataques lanzados contra ellos por los arrianos son, para toda persona sensata, una prueba no pequeña de su rectitud. Incluso su participación con ellos en los sufrimientos soportados por Cristo debería unir su reverencia hacia ellos en amor. Tenga la seguridad, honorable señor, de que no hay palabra de ortodoxia que estos hombres no hayan proclamado con toda valentía. Dios es testigo. Yo mismo los he escuchado. Ciertamente, no los habría admitido a la comunión si los hubiera descubierto tropezando en la fe. Pero, si le parece bien, dejemos atrás el pasado. Comencemos el futuro con paz. Porque nos necesitamos unos a otros en la comunión de los miembros, especialmente ahora, cuando las iglesias de Oriente nos observan y tomarán su acuerdo como garantía de fortaleza y consolidación. Si, por el contrario, perciben que se encuentran en un estado de sospecha mutua, cederán y cederán en su resistencia a los enemigos de la fe.
CARTA 267
Al obispo Barses de Edesa
Por el cariño que siento por ti, anhelo estar contigo, abrazarte, mi querido amigo, en persona, y glorificar al Señor, quien se magnifica en ti y ha hecho que tu honorable vejez sea célebre entre quienes le temen en todo el mundo. Pero una grave enfermedad me aflige, y, más allá de mis palabras, me agobia el cuidado de las iglesias. No soy dueño de mí mismo para ir adonde quiera y visitar a quien quiera. Por lo tanto, intento satisfacer mi anhelo por tus buenos dones escribiéndote, y suplico a tu reverencia que ores por mí y por la Iglesia, para que el Señor me conceda pasar los días u horas restantes de mi estancia aquí sin ofensas. Que me permita ver la paz de sus iglesias. Que pueda escuchar todo lo que pido de tus compañeros ministros y compañeros atletas, y de ti mismo, para que se te conceda lo que el pueblo bajo tu mando busca día y noche del Señor de la justicia. No he escrito con frecuencia, ni siquiera con la frecuencia que debería, pero sí he escrito a tu reverencia. Es posible que los hermanos a quienes encomendé mis saludos no hayan podido conservarlos. Pero ahora que he encontrado a algunos de mis hermanos viajando hacia tu excelencia, les he confiado mi carta y les he enviado algunos mensajes que te ruego recibas con humildad y sin desdén, y que me bendigas a la manera del patriarca Isaac (Gn 27,27). He estado muy ocupado, con la mente sumida en múltiples preocupaciones. Así que bien podría haber omitido algo que debía haber dicho. Si es así, no me lo tomes en cuenta; y no te aflijas. Actúa en todo conforme a tu noble carácter, para que yo, como todos, disfrute del fruto de tu virtud. Que te conceda a mí y a la Iglesia que goces de buena salud, que te alegres en el Señor y que ores por mí.
CARTA
268
Al obispo Eusebio
En nuestros tiempos, el Señor nos ha enseñado, protegiendo con su mano poderosa la vida de tu santidad, que él no abandona a sus santos. Considero tu caso casi como el del santo que sobrevivió ileso en las entrañas del monstruo de las profundidades, o el de los hombres que temieron al Señor, que sobrevivieron ilesos en el fuego feroz. Pues aunque la guerra te rodea por todas partes, él, según tengo entendido, te ha mantenido ileso. Que Dios todopoderoso te guarde, si vivo más tiempo, para cumplir mi ferviente oración de poder verte. Si no es por mí, que te guarde por los demás, que esperan tu regreso como si esperaran su propia salvación. Estoy convencido de que el Señor, en su amorosa bondad, escuchará las lágrimas de las iglesias y los suspiros que todos lanzan por ti, y te preservará con vida hasta que conceda la oración de todos los que le ruegan noche y día. De todas las medidas tomadas contra ti, hasta la llegada de nuestro querido hermano Libanio, el diácono, he sido suficientemente informado por él durante su viaje. Anhelo saber qué sucedió después. He oído que, mientras tanto, han ocurrido problemas aún mayores donde te encuentras; sobre todo esto, si es posible, cuanto antes, o si no, al menos por nuestro reverendo hermano Pablo, el presbítero, a su regreso, que tu vida se encuentra sana y salva. Pero debido a los informes de que todos los caminos están infestados de ladrones y desertores, he temido confiarle nada a tu hermano, por temor a causarle la muerte. Si el Señor te concede un poco de tranquilidad (como me dicen de la llegada del ejército), intentaré enviarte a uno de mis hombres para que te visite y me traiga noticias de todo lo relacionado contigo.
CARTA
269
A la esposa del general Arinto
I
Hubiera sido justo, y debido a su afecto, que yo estuviera presente y participara en los presentes sucesos. Así, habría podido aliviar de inmediato mi propio dolor y consolar a su excelencia. Pero mi cuerpo ya no soporta largos viajes, y por ello me veo obligado a escribirle, ya que lo sucedido no me parece del todo irrelevante. ¿Quién no ha llorado a ese hombre? ¿Quién tiene un corazón tan firme como para no derramar una lágrima tierna por él? Me ha llenado de tristeza pensar en todas las muestras de respeto que he recibido de él y en la protección general que ha brindado a las Iglesias de Dios. Sin embargo, he recordado que era humano, que cumplió con su deber en esta vida, y que ahora, en el tiempo señalado, ha sido rescatado por Dios, quien nos ha dado la suerte. Te suplico que, con sabiduría, tomes todo esto en serio y afrontes el acontecimiento con mansedumbre, y, en la medida de lo posible, soportes tu pérdida con moderación. El tiempo quizá pueda apaciguar tu corazón y permitir que la razón se acerque. Al mismo tiempo, tu gran amor por tu esposo y tu bondad hacia todos me hacen temer que, por la misma sencillez de tu carácter, la herida de tu dolor te traspase profundamente y te entregues por completo a tus sentimientos. La enseñanza de las Escrituras siempre es útil, y especialmente en momentos como este. Recuerda, entonces, la sentencia de nuestro Creador. Por ella, todos los que somos polvo, al polvo volveremos (Gn 3,19). Nadie es tan grande como para estar por encima de la disolución.
II
Tu admirable esposo era un hombre bueno y grande, y su fuerza física rivalizaba con las virtudes de su alma. Era insuperable, debo reconocerlo, en ambos aspectos. Pero era humano, y está muerto; como Adán, como Abel, como Noé, como Abraham, como Moisés, o cualquier otro de naturaleza similar que puedas nombrar. No nos quejemos, pues, de que nos lo hayan arrebatado. Más bien, agradezcamos a Aquel que nos unió a él, que hayamos vivido con él desde el principio. Perder a un esposo es una suerte que compartes con otras mujeres; pero haber estado unida a un esposo así es una jactancia que no creo que ninguna otra mujer pueda hacer. En verdad, nuestro Creador creó a ese hombre para nosotras como modelo de lo que debe ser la naturaleza humana. Todas las miradas se posaron en él, y todas las lenguas hablaron de sus hazañas. Pintores y escultores no alcanzaron su excelencia, y los historiadores, al relatar sus hazañas bélicas, parecen caer en lo mítico y lo increíble. Así, la mayoría ni siquiera ha podido dar crédito al relato de la triste noticia, ni aceptar la verdad de la muerte de Arinto. Sin embargo, Arinto ha sufrido lo que le sucederá al cielo, al sol y a la tierra. Ha muerto con una muerte radiante; no abatido por la vejez; sin perder un ápice de su honor; grande en esta vida; grande en la venidera; sin privarse de nada de su esplendor presente en vista de la gloria esperada, porque lavó toda mancha de su alma, en el preciso momento de su partida, en el lavatorio de la regeneración. Que hayas organizado y participado en este rito es motivo de supremo consuelo. Dirige ahora tus pensamientos del presente al futuro, para que, mediante buenas obras, seas digno de obtener un lugar de descanso como el suyo. Perdona a una madre anciana; perdona a una hija tierna, para quien ahora eres el único consuelo. Sé un ejemplo de fortaleza para otras mujeres y controla tu dolor de tal manera que no lo rechaces de tu corazón ni te sientas abrumada por la angustia. Mantén siempre la mirada fija en la gran recompensa de la paciencia, prometida por nuestro Señor Jesucristo como recompensa por las obras de esta vida.
CARTA
270
Sin destinatario definido
Me aflige saber que no te indignas en absoluto por los pecados prohibidos y que pareces incapaz de comprender cómo este rapto cometido constituye un acto de ilegalidad y tiranía contra la sociedad y la naturaleza humana, y un ultraje a los hombres libres. Estoy seguro de que si todos hubieran estado de acuerdo en este asunto, nada habría impedido que esta mala costumbre fuera expulsada hace mucho tiempo de tu país. Demuestra ahora el celo de un cristiano y conmuévete como merece la injusticia. Dondequiera que encuentres a la joven, insiste en llevársela y devolverla a sus padres; excluye al hombre de las oraciones y excomulga. Sus cómplices, según el canon que ya he expuesto, excluyeron a toda su familia de las oraciones. El pueblo que recibió a la joven después del rapto y la retuvo, o incluso se opuso a su restitución, excluye a todos sus habitantes de las oraciones para que todos sepan que consideramos al violador como un enemigo común, como una serpiente o cualquier otra bestia salvaje, y por eso lo perseguimos y ayudamos a aquellos a quienes ha hecho daño.
CARTA
271
Al obispo Eusebio
Inmediatamente y con prisa, tras tu partida, llegué a la ciudad. ¿Para qué decirle a alguien que no necesita que se lo digan, pues sabe por experiencia, lo afligido que me sentí al no encontrarte? ¡Qué alegría habría sido para mí volver a ver al excelente Eusebio, abrazarlo, viajar de nuevo en el recuerdo a nuestra juventud y recordar los viejos tiempos en que ambos teníamos un mismo hogar, un mismo hogar, el mismo maestro, el mismo ocio, el mismo trabajo, las mismas alegrías, las mismas dificultades y todo en común! ¿Qué crees que no habría dado por recordar todo esto al encontrarte en persona, por librarme del peso de la vejez y sentir que he vuelto de viejo a joven? Pero he perdido este placer. Al menos no me falta el privilegio de encontrarme con tu excelencia por correspondencia y de consolarme con los mejores medios a mi alcance. Tengo la fortuna de conocer al reverendo presbítero Ciriaco. Me avergüenza recomendarlo y, a través de mí, hacerlo suyo, para no parecer superfluo al ofrecerle lo que ya posee y valora como suyo. Pero es mi deber dar testimonio de la verdad y brindar los mejores dones a quienes están unidos espiritualmente a mí. Creo que usted conoce bien la intachabilidad de este hombre en su sagrada posición; pero lo confirmo, pues no sé si lo acusan quienes no temen al Señor y lo están atacando a todos. Incluso si hubieran hecho algo parecido, el hombre no habría sido indigno, pues los enemigos del Señor prefieren reivindicar las órdenes de aquellos a quienes atacan antes que privarlos de la gracia que les ha sido concedida por el Espíritu. Sin embargo, como dije, no se ha pensado en nada contra este hombre. Tenga la bondad, entonces, de considerarlo un presbítero intachable, en unión conmigo, y digno de toda reverencia. De esta manera te beneficiarás a ti mismo y me gratificarás a mí.
CARTA
272
Al magister Sofronio de Constantinopla
I
El diácono Actiaco me ha informado que ciertos hombres te han provocado ira contra mí al afirmar falsamente que no me agrada su excelencia. No me sorprende que un hombre de tu posición sea seguido por ciertos aduladores. Los altos cargos parecen estar naturalmente acompañados de miserables parásitos de este tipo. Carentes como están de cualquier cualidad propia que los haga conocidos, se esfuerzan por ensalzarse a través de los males ajenos. Quizás, así como el moho es una plaga que crece en el grano, la adulación que roba la amistad es una plaga de la amistad. Así que, como dije, no me sorprende en absoluto que estos hombres zumben alrededor de tu brillante y distinguido hogar, como zánganos alrededor de las colmenas. Pero lo que me ha maravillado, y me ha parecido del todo asombroso, es que un hombre como usted, especialmente distinguido por la seriedad de su carácter, haya sido inducido a escuchar a esta gente y a aceptar sus calumnias contra mí. Desde mi juventud hasta esta vejez he sentido afecto por muchos hombres, pero no recuerdo haber sentido jamás mayor afecto por nadie que por su excelencia. Incluso si mi razón no me hubiera inducido a considerar a un hombre de tal carácter, nuestra intimidad desde la infancia habría bastado para apegarme a su alma. Usted mismo sabe cuánto influye la costumbre en la amistad. Perdone mi deficiencia si no puedo demostrar nada digno de esta preferencia. No me pedirá ningún acto como prueba de mi buena voluntad; se conformará con una disposición mental que sin duda ruega por usted para que tenga todo lo mejor. ¡Que su fortuna nunca caiga tan bajo como para necesitar la ayuda de alguien tan insignificante como yo!
II
¿Cómo iba yo, entonces, a decir algo en tu contra o a tomar alguna medida en el asunto de Memnión? El diácono me informó de estos puntos. ¿Cómo iba yo a anteponer la riqueza de Himecio a la amistad de alguien tan pródigo en bienes como tú? Nada de esto es cierto. No he dicho ni hecho nada en tu contra. Es posible que se hayan dado motivos para algunas de las mentiras que se dicen al comentar a algunos de los que causan disturbios: "Si el hombre ha decidido lograr lo que tiene en mente, entonces, provoques disturbios o no, lo que él se propone se hará sin duda". Hablarás o te callarás; no importará. Si cambia de opinión, ten cuidado de difamar el honorable nombre de mi amigo. No intentes, bajo el pretexto de tu celo por la causa de tu patrón, obtener algún beneficio personal con tus intentos de amenazar y alarmar. En cuanto a que esa persona haya hecho su testamento, nunca he dicho una palabra, grande o pequeña, directa o indirectamente, sobre el asunto.
III
No debes negarte a creer lo que digo, a menos que me consideres un personaje desesperado, que no le teme al gran pecado de mentir. Aparta toda sospecha sobre mí en relación con este asunto, y de ahora en adelante considera mi afecto por ti más allá de toda calumnia. Imita a Alejandro, quien recibió una carta diciendo que su médico planeaba su muerte, justo cuando estaba a punto de tomar su medicina, y estaba tan lejos de creer al calumniador que leyó la carta y bebió el brebaje al mismo tiempo. Me niego a admitir que soy en algo inferior a los hombres que han sido famosos por su amistad, pues nunca he sido descubierto en ninguna infracción de la mía; y, además, he recibido de mi Dios el mandamiento del amor, y te debo amor no sólo como parte de la humanidad en general, sino porque te reconozco individualmente como un benefactor tanto de mi país como de mí mismo.
CARTA
273
Al maestro Himerio
Estoy seguro de que su excelencia me ama lo suficiente como para considerar todo lo que me concierne como si le concierne a usted. Por lo tanto, encomiendo a su gran bondad y alta consideración a mi reverendo hermano Hera, a quien no llamo hermano simplemente por una expresión convencional, sino por su inmenso afecto. Le suplico que lo considere como un ser cercano a usted y, en la medida de lo posible, le brinde su protección en los asuntos en que requiera su generosa y atenta ayuda. Así contaré con esta bondad más, además de las muchas que ya he recibido de su parte.
CARTA
274
Al maestro Himerio
Mi amistad y afecto por el reverendo hermano Hera comenzó siendo un niño y, por la gracia de Dios, ha continuado hasta mi vejez, nadie lo sabe mejor que usted. Pues el Señor me concedió el afecto de su excelencia casi al mismo tiempo que me permitió conocer a Hera. Ahora necesita su patrocinio, y por lo tanto le suplico y ruego que le haga un favor por nuestro antiguo afecto y que atienda la necesidad que ahora nos aqueja. Le ruego que haga suya su causa, para que no necesite otra protección, sino que regrese a mí, con éxito en todo lo que pide. A las muchas bondades que he recibido de sus manos, podré añadir esta otra. No podría reclamar un favor más importante para mí, ni uno que afecte más directamente a mis propios intereses.
CARTA
275
Al maestro Himerio
Has anticipado mis súplicas en tu afecto por mi reverendo hermano Hera, y has sido mejor con él de lo que yo hubiera podido desear, con el abundante honor que le has mostrado y la protección que le has brindado en cada ocasión. Pero no puedo permitir que sus asuntos pasen desapercibidos, y debo suplicar a su excelencia que, por mi bien, aumentes el interés que has mostrado por él y lo envíes de regreso a su país victorioso sobre las injurias de sus enemigos. Ahora muchos intentan insultar la paz de su vida, y no está exento de los dardos de la envidia. Contra sus enemigos encontraremos un medio seguro de salvación, si consientes en extenderle tu protección.
CARTA
276
A Harmatio
La ley común de la naturaleza humana hace que los mayores sean padres de los jóvenes, y la ley peculiar de nosotros, los cristianos, nos pone a los ancianos en el lugar de padres de los más jóvenes. No pienses, entonces, que soy impertinente ni que me muestro indefendiblemente entrometido si te suplico por tu hijo. En otros aspectos, creo que es justo que le exijas obediencia; pues, en lo que respecta a su cuerpo, está sujeto a ti, tanto por la ley natural como por la ley civil bajo la que vivimos. Su alma, sin embargo, proviene de una fuente más divina y puede considerarse sujeta a otra autoridad. Las deudas que tiene con Dios tienen mayor derecho que cualquier otra. Puesto que, pues, ha preferido al Dios de nosotros, los cristianos, el Dios verdadero, a tus muchos dioses que se adoran con la ayuda de símbolos materiales, no te enfades con él. Admira más bien su noble firmeza de alma, al sacrificar el temor y el respeto debidos a su padre por una estrecha unión con Dios, mediante el verdadero conocimiento y una vida de virtud. La naturaleza misma te moverá, así como tu invariable gentileza y bondad de carácter, a no permitirte enojarte con él ni siquiera en lo más mínimo. Y estoy seguro de que no menospreciarás mi mediación (o mejor dicho, la mediación de tus conciudadanos, de la que soy exponente). Todos te quieren tanto y rezan con tanto fervor por todas tus bendiciones, que suponen que en ti también han acogido a un cristiano. Tan rebosantes de alegría se han sentido al oír la noticia que ha llegado repentinamente a la ciudad.
CARTA
277
Al doctor Máximo
El excelente Teotecno ha dado una descripción pésima de su alteza, lo que me ha inspirado el deseo de conocerla; sus palabras reflejan con tanta claridad su carácter. Ha despertado en mí un afecto tan ardiente por usted que, si no fuera por el peso de la edad, por ser víctima de una enfermedad congénita y por estar atado de pies y manos por las innumerables preocupaciones de la Iglesia, nada me habría impedido acudir a usted. Porque, en efecto, no es poca cosa que un miembro de una gran casa, un hombre de ilustre linaje, al adoptar la vida del evangelio, controle las inclinaciones de la juventud mediante la reflexión y someta a la razón los afectos de la carne; que muestre una humildad acorde con su profesión cristiana, recordando, como es su deber, de dónde viene y adónde va. Pues es esta consideración de nuestra naturaleza la que reduce la hinchazón mental y destierra toda jactancia y arrogancia. En una palabra, nos convierte en discípulos de nuestro Señor, quien dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Y en verdad, querido hijo, lo único que merece nuestros esfuerzos y alabanzas es nuestro bienestar eterno; y este es el honor que viene de Dios. Los asuntos humanos son más tenues que una sombra; más engañosos que un sueño. La juventud se marchita más rápido que las flores de la primavera; nuestra belleza se desgasta con la edad o la enfermedad. Las riquezas son inciertas; la gloria, voluble. El estudio de las artes y las ciencias está limitado por la vida presente; el encanto de la elocuencia, que todos codician, solo alcanza el oído; mientras que la práctica de la virtud es una posesión preciosa para su poseedor, un espectáculo delicioso para quienes la presencian. Haz de esto tu estudio; así serás digno de los bienes prometidos por el Señor. Pero la descripción de los medios para adquirir y asegurar el disfrute de estas bendiciones queda fuera del propósito de esta carta. Sin embargo, tras lo que escuché de mi hermano Teotecno, se me ocurrió escribirte. Ruego que siempre diga la verdad, especialmente en sus relatos sobre ti; para que el Señor sea más glorificado en ti, abundando como lo haces en los preciados frutos de la piedad, aunque provengan de una raíz extranjera.
CARTA
278
A Valeriano
Deseaba, estando en Orfanene, ver a su excelencia; también esperaba que, mientras vivía en Corsagaena, nada le impidiera venir a verme a un sínodo que esperaba celebrar en Ataena. Sin embargo, como no pude celebrarlo, mi deseo era verlo en la región montañosa; pues Evesio, estando allí también, albergaba esperanzas de nuestro encuentro. Pero como me he visto defraudado en ambas ocasiones, decidí escribirle para rogarle que se dignara visitarme; pues creo que es justo y apropiado que el joven venga a ver al anciano. Además, en nuestra reunión, le ofrecería mi consejo sobre sus negociaciones con ciertos en Cesarea: una conclusión correcta del asunto requiere mi intervención. Si le parece bien, no dude en venir a verme.
CARTA
279
Al prefecto Modesto
Aunque mis cartas son tan numerosas, transmitidas a vuestra excelencia por otros tantos portadores, sin embargo, teniendo en cuenta el honor especial que me ha demostrado, no puedo pensar que su gran número le cause ninguna molestia. No dudo, por tanto, en confiar a este hermano la carta adjunta: sé que encontrará todo lo que desea y que me considerará tan solo un benefactor al brindarle la ocasión para la satisfacción de sus amables inclinaciones. Anhela su defensa. Explicará su causa en persona, si tan sólo se digna considerarlo con buenos ojos y animarlo a hablar libremente en presencia de tan augusta autoridad. Le aseguro que cualquier amabilidad que le muestre, la consideraré personal. Su razón principal para dejar Tiana y venir a mí fue el gran valor que le atribuía la presentación de una carta escrita por mí en apoyo de su solicitud. Que no se vea defraudado; que pueda seguir disfrutando de su consideración; que su interés por todo lo bueno, en este asunto, encuentre su pleno desarrollo: son las razones por las que anhelo una grata recepción para él y un lugar entre sus allegados.
CARTA
280
Al prefecto Modesto
Me siento audaz al presentarle mi solicitud por carta a un hombre de su posición; sin embargo, el honor que me ha tributado en el pasado ha disipado todos mis escrúpulos. Por consiguiente, le escribo con confianza. Mi súplica es para un pariente mío, un hombre digno de respeto por su integridad. Él es el portador de esta carta y, para mí, representa el lugar de un hijo. Su favor es todo lo que necesita para el cumplimiento de sus deseos. Por lo tanto, dígnese recibir, de manos del mencionado portador, mi carta para atender su súplica. Le ruego que le dé la oportunidad de explicar sus asuntos en una entrevista con quienes puedan ayudarlo. Así, con su ayuda, verá rápidamente cumplidos sus deseos; mientras tanto, tendré ocasión de jactarme de haber encontrado, gracias a la gracia de Dios, un defensor que considera las súplicas de mis amigos como derechos personales a su protección.
CARTA
281
Al prefecto Modesto
Soy consciente del gran honor que recibí al animarme, junto con otros, a dirigirme a su excelencia. Aprovecho el privilegio y el gozo de su amable favor. Me felicito por tener un corresponsal como éste, como también por la oportunidad brindada a su excelencia de conferirme un honor con su respuesta. Solicito su clemencia en nombre de Heladio, mi amigo especial. Ruego que se le alivie de las preocupaciones de un asesor fiscal y pueda así trabajar por los intereses de nuestro país. Ya habéis dado vuestro amable consentimiento, por lo que ahora repito mi petición y os ruego que enviéis instrucciones al gobernador de la provincia para que Heladio quede liberado de esta aflicción.
CARTA
282
A un obispo de Capadocia
Me culpas por no invitarte; y, cuando te invitan, no asistes. Que tu excusa anterior fue vana queda claro por tu conducta en la segunda ocasión. Pues si te hubieran invitado antes, con toda probabilidad nunca habrías venido. No obréis de nuevo imprudentemente, sino obedeced a esta presente invitación, pues sabéis que su repetición fortalece una acusación, y que una segunda da credibilidad a una acusación anterior. Te exhorto a que siempre tengas paciencia conmigo. Y si no, al menos es deber tuyo no descuidar a los mártires y unirte a su conmemoración, a la cual estás invitado. Presta tu servicio, pues, a ambos. Y si no, consiente al menos al más digno.
CARTA
283
A una viuda de Cesarea
Espero encontrar un día adecuado para la conferencia, después de las que tengo pensado fijar en la región montañosa. No veo ninguna oportunidad para nuestra reunión (a menos que el Señor lo disponga más allá de mis expectativas), salvo en una conferencia pública. Puedes imaginar mi situación por tu propia experiencia. Si al cuidar de un solo hogar te acosan tantas ansiedades, ¿cuántas distracciones crees que me trae cada día? Tu sueño, creo, revela con mayor claridad la necesidad de prepararte para la contemplación espiritual y cultivar esa visión mental mediante la cual Dios suele ser visto. Disfrutando como lo haces del consuelo de las Sagradas Escrituras, no necesitas ni mi ayuda ni la de nadie más para comprender tu deber. Cuentas con el consejo y la guía del Espíritu Santo, que son totalmente suficientes para guiarte hacia lo correcto.
CARTA
284
A un abad de Capadocia
En lo que respecta a los monjes, creo que vuestra excelencia ya tiene reglas en vigor, de modo que no necesito pedir ningún favor especial en su nombre. Basta con que compartan con otros el goce de tu beneficencia general. Aun así, considero que también me corresponde interesarme por su caso. Por lo tanto, someto a tu más perfecto juicio que los hombres que hace tiempo que dejaron esta vida, que han mortificado sus cuerpos, de modo que no tienen dinero para gastar ni servicio físico que prestar al bien común, estén exentos de impuestos. Pues si sus vidas son congruentes con su profesión, no poseen dinero ni cuerpo; pues el primero se gasta en ayudar a los necesitados, mientras que sus cuerpos se desgastan en la oración y el ayuno. Sé que consideraréis con especial reverencia a los hombres que viven tales vidas. Más aún, desearéis asegurar su intervención, puesto que por su vida en el evangelio son capaces de prevalecer ante Dios.
CARTA
285
Sin destinatario definido
El oyente de esta carta es aquel sobre quien descansa el cuidado de nuestra Iglesia y la administración de sus propiedades: nuestro amado hijo. Dígnate concederle libertad de expresión en aquellos puntos que se refieren a vuestra santidad, y atención a la expresión de sus propios puntos de vista; así nuestra Iglesia finalmente se recuperará, y de ahora en adelante quedará liberada de esta hidra de múltiples cabezas. Nuestra propiedad es nuestra pobreza, tanto que siempre estamos buscando alguien que nos alivie de ella, porque los gastos de la propiedad de la Iglesia son más que cualquier ganancia que ella derive de ella.
CARTA
286
Al comentariensis de Cesarea
Considerando que ciertos vagabundos han sido arrestados en la iglesia por robar, en contra del mandamiento de Dios, ropa de pobres, de escaso valor, pero que preferirían llevar puesta. Considerando que usted considera que, en virtud de su cargo, debería tener la custodia de los infractores, declaro que, en el caso de las ofensas cometidas en la Iglesia, nos corresponde imponer el castigo, y que la intervención de las autoridades civiles es superflua en estos casos. Por lo tanto, le insto a conservar la propiedad robada, según consta en el documento que obra en su poder y en la transcripción realizada ante testigos presenciales, reservando una parte para futuras reclamaciones y distribuyendo el resto entre los solicitantes actuales. En cuanto a los ofensores, que sean corregidos con la disciplina y amonestación del Señor. Por este medio espero obrar sus sucesivas reformas. Porque donde los azotes de los tribunales humanos han fallado, a menudo he visto la eficacia de los temibles juicios de Dios. No obstante, si desea remitir este asunto también al conde, tal es mi confianza en su justicia y rectitud que le dejo que siga sus propios consejos.
CARTA
287
Sin destinatario definido
Es difícil tratar con este hombre. Apenas sé cómo tratar a un personaje tan taimado y, a juzgar por las pruebas, tan desesperado. Cuando lo citan ante el tribunal, no comparece; y si asiste, es tan voluble en sus palabras y juramentos que me considero en buena situación si me deshago de él rápidamente. A menudo lo he visto tergiversar sus acusaciones contra sus acusadores. En resumen, no hay criatura viviente en la tierra tan sutil y versátil en la villanía. Un simple conocimiento de él basta para demostrarlo. ¿Por qué, entonces, recurren a mí? ¿Por qué no se someten de inmediato a su maltrato, como a un castigo de la ira de Dios? Al mismo tiempo, no debéis contaminaros por el contacto con la maldad. Por lo tanto, ordeno que a él y a toda su familia se les prohíban los servicios de la Iglesia y cualquier otra comunión con sus ministros. Al ser así un ejemplo, quizá pueda ser conducido a una comprensión de sus atrocidades.
CARTA
288
Sin destinatario definido
Cuando el castigo público no logra que un hombre recupere la cordura, o la exclusión de las oraciones de la Iglesia no lo impulsa al arrepentimiento, solo queda tratarlo de acuerdo con las instrucciones de nuestro Señor, como está escrito: "Si tu hermano peca contra ti, repréndele su falta entre tú y él. Si no te escucha, toma contigo a otro; y si entonces no te escucha, díselo a la Iglesia; pero si no escucha ni siquiera a la Iglesia, que de ahora en adelante lo traten como a un pagano y como a un publicano" (Mt 18,15-17). Ahora bien, todo esto hemos hecho en el caso de este individuo. Primero, fue acusado de su falta. Luego fue declarado culpable en presencia de uno o dos testigos. Finalmente, fue declarado culpable en presencia de la Iglesia. Así hemos hecho nuestra solemne protesta, y él no la ha escuchado. De ahora en adelante, que sea excomulgado. Además, que se haga una proclamación en todo el distrito para que se le excluya de participar en todas las relaciones ordinarias de la vida, de modo que al abstenernos de todo trato con él, pueda llegar a ser completamente alimento para el diablo.
CARTA
289
Sin destinatario definido
Considero un error igual dejar impune al culpable y exceder los límites del castigo. Por consiguiente, impuse sobre este hombre la sentencia que consideré que me correspondía: la excomunión de la Iglesia. Exhorté a la víctima a no vengarse, sino a dejar en manos de Dios la reparación de sus agravios. Así pues, si mis advertencias hubieran tenido algún peso, habrían sido obedecidas, pues el lenguaje que empleé tenía muchas más probabilidades de asegurar el crédito que cualquier carta para imponer su cumplimiento. Así pues, aun después de haber escuchado sus declaraciones, que contenían temas suficientemente graves, permanecí en silencio; y aún ahora no estoy seguro de que me corresponda tratar nuevamente esta misma cuestión. Pues, dice, he renunciado a mi marido, a mis hijos y a todos los placeres de la vida por alcanzar este único objetivo: el favor de Dios y la buena reputación. Sin embargo, un día, el delincuente, experto desde la infancia en corromper familias, con su habitual descaro, entró por la fuerza en mi casa; y así, en el más mínimo espacio de una entrevista, se forjó una relación. Fue solo debido a mi desconocimiento del hombre y a la timidez propia de la inexperiencia, que dudé en echarlo abiertamente. Sin embargo, llegó a tal extremo de impiedad e insolencia que llenó la ciudad de calumnias y me atacó públicamente colocando carteles difamatorios en las puertas de la iglesia. Es cierto que por esta conducta se ganó el desagrado de la ley; pero, a pesar de todo, volvió a sus ataques calumniosos contra mí. Una vez más, la plaza del mercado se llenó de sus insultos, así como los gimnasios, teatros y casas cuya simpatía le permitió entrar. Su propia extravagancia no llevó a los hombres a reconocer las virtudes por las que yo era conspicua, pues universalmente se me había presentado como una persona de carácter incontinente. En estas calumnias, continúa, algunos encuentran deleite; tal es el placer que los hombres sienten naturalmente ante el menosprecio de otros; algunos se muestran dolidos, pero no muestran compasión; otros creen en la verdad de estas calumnias; otros, considerando la persistencia de sus juramentos, se muestran indecisos. Pero yo no siento compasión. Y ahora, de hecho, empiezo a darme cuenta de mi soledad y a lamentarme. No tengo hermano, amigo, pariente, sirviente, esclavo o libre, en una palabra, nadie en absoluto con quien compartir mi dolor. Y sin embargo, creo que soy más que nadie objeto de compasión, en una ciudad donde los que odian la maldad son tan pocos. Usan la violencia; pero la violencia, aunque no la ven, se mueve en círculos y con el tiempo los alcanzará a todos. En términos aún más sugestivos, contó su historia, entre lágrimas, y así se marchó. No me eximió del todo de culpa; pensaba que, cuando debería compadecerme de ella como un padre, soy indiferente a sus penas y considero el sufrimiento ajeno con demasiada filosofía. Porque no es, insistió, la pérdida de dinero lo que me pides que descuide, ni el soportar los sufrimientos corporales, sino una reputación dañada, una lesión que implica pérdidas para la Iglesia en general. Ésta es su súplica; y ahora le ruego, excelentísimo señor, que considere qué respuesta desea que le dé. La decisión que he tomado es no entregar a los infractores a los magistrados, ni rescatar a los que ya están bajo su custodia, ya que el apóstol declaró hace mucho tiempo que los magistrados deben ser un terror para ellos en sus malas acciones; pues, se dice, no lleva la espada en vano (Rm 13,4). Entregarlo, entonces, es contrario a mi humanidad; mientras que liberarlo sería un estímulo para su violencia. Quizás, sin embargo, pospongas actuar hasta mi llegada. Entonces te demostraré que no puedo lograr nada si no hay nadie que me obedezca.
CARTA
290
A Nectario
Que muchas bendiciones descansen sobre quienes alientan a su excelencia a mantener una correspondencia constante conmigo. Y no considere tal deseo como una simple convención, sino como la expresión de mi sincera convicción del valor de sus palabras. ¿A quién podría honrar más que a Nectario, a quien conocí desde pequeño como un niño de gran promesa, quien ahora, mediante el ejercicio de todas sus virtudes, ha alcanzado una posición de la más alta eminencia? Tanto es así, que de todos mis amigos, el más querido es el portador de su carta. En cuanto a la elección de los elegidos para presidir los distritos, Dios me libre de hacer algo para complacer a los hombres, escuchando importunidades o cediendo al miedo. En ese caso, no sería un mayordomo, sino un charlatán, maltratando el don de Dios para obtener el favor de los hombres. Pero dado que los votos son otorgados únicamente por mortales, quienes solo pueden dar testimonio de las apariencias, mientras que la elección de las personas idóneas se confía con humildad a Aquel que conoce los secretos del corazón, quizá sea mejor para todos, tras presentar la evidencia de su voto, abstenerse de toda vehemencia y contienda, como si algún interés personal estuviera involucrado en el testimonio, y rogar a Dios que lo ventajoso no quede en el olvido. Así, el resultado ya no es atribuible al hombre, sino motivo de agradecimiento a Dios. Porque estas cosas, si provienen del hombre, no pueden decirse que existan; son solo pretensiones, completamente vacías de realidad. Consideremos también que cuando un hombre se esfuerza con todas sus fuerzas para alcanzar su fin, existe un gran peligro de que atraiga incluso a pecadores a su lado; y hay mucha pecaminosidad, tal es la debilidad de la naturaleza humana, incluso donde menos la esperaríamos. Además, en consultas privadas, a menudo ofrecemos buenos consejos a nuestros amigos, y aunque no los acepten, no nos enojamos. Entonces, cuando no es el hombre quien aconseja, sino Dios quien decide, ¿nos indignaremos por no ser preferidos a la decisión de Dios? Y si estas cosas fueron dadas al hombre por el hombre, ¿qué necesidad habría de que nos las pidiéramos? ¿No sería mejor que cada uno las tomara de sí mismo? Si son don de Dios, debemos orar y no lamentarnos. Y en nuestra oración no debemos buscar nuestra propia voluntad, sino dejarla en manos de Dios, quien dispone para lo mejor. Ahora pues, que el Dios santo guarde de tu casa todo sabor de tristeza, y conceda a ti y a tu familia una vida exenta de daños y enfermedades.
CARTA
291
Al obispo Timoteo
Los límites de una carta, y esa forma de dirigirme a usted, me hacen incómodo escribir todo lo que pienso; al mismo tiempo, callar mis pensamientos, cuando mi corazón arde de justa indignación contra usted, es casi imposible. Optaré por un término medio: escribiré algunas cosas; omitiré otras. Porque deseo reprenderlo, si me lo permite, en términos tanto directos como amistosos. Sí, ese Timoteo que conocí desde la infancia, tan empeñado en una vida recta y ascética, hasta el punto de ser acusado de exceso, ahora abandona la búsqueda de los medios para unirnos a Dios; ahora prioriza lo que piensen los demás de él y vive una vida dependiente de las opiniones ajenas; se preocupa principalmente por servir a sus amigos sin caer en el ridículo de sus enemigos; y teme la desgracia del mundo como una gran desgracia. ¿Acaso no sabe que, mientras se ocupa en estas nimiedades, descuida inconscientemente sus intereses más elevados? Pues las Sagradas Escrituras están llenas de enseñanzas para nosotros, que no podemos ocuparnos de ambas cosas a la vez (las cosas de este mundo y las del cielo). Es más, la naturaleza misma está llena de ejemplos. En el ejercicio de la facultad mental, pensar dos cosas a la vez es completamente imposible. En la percepción de nuestros sentidos, admitir dos sonidos que llegan a nuestros oídos al mismo tiempo y distinguirlos, aunque tengamos dos vías de acceso, es imposible. Nuestros ojos, por otro lado, a menos que ambos estén fijos en el objeto de nuestra visión, son incapaces de realizar su acción con precisión. Hasta aquí llega la naturaleza; pero recitarles la evidencia de las Escrituras sería tan ridículo como, como dice el proverbio, "llevar búhos a Atenas". ¿Por qué entonces combinar cosas incompatibles: los tumultos de la vida civil y la práctica religiosa? Apártense del clamor; dejen de ser causa u objeto de molestia; guardémonos para nosotros mismos. Hace tiempo que nos propusimos la religión como meta; hagamos de ella nuestra práctica, y demostremos a quienes desean insultarnos que no les corresponde molestarnos a su antojo. Pero esto solo ocurrirá cuando les hayamos demostrado claramente que no damos cabida al abuso. ¡Basta ya de esto! Ojalá algún día pudiéramos reunirnos y considerar con mayor profundidad las cosas que son para el bienestar de nuestras almas; para que no nos entretengamos demasiado con pensamientos vanos, ya que un día la muerte nos alcanzará. Me complacieron mucho los regalos que amablemente me enviaron. Fueron muy bien recibidos por sí mismos; pensar en quién los envió los hizo mucho más bienvenidos. Los regalos del Ponto, las pastillas y los medicamentos, los acepto amablemente cuando los envío. Por el momento no los tengo.
CARTA
292
A Paladio
Dios ha cumplido la mitad de mi deseo en la entrevista que me concedió con nuestra bella hermana, su esposa. La otra mitad la puede cumplir; y así, al ver a su excelencia, le daré las gracias plenamente. Y tengo más deseos de verte ahora que oigo que has sido adornado con ese gran ornamento, la vestidura de la inmortalidad, que cubre nuestra mortalidad y oculta la muerte de la carne, en virtud de la cual lo corruptible es absorbido por la incorrupción. Así, Dios, en su bondad, te ha separado del pecado, te ha unido a sí mismo, te ha abierto las puertas del cielo y te ha señalado los caminos que conducen a la dicha celestial. Te suplico, por tanto, por esa sabiduría con la que superas a todos los demás hombres, que recibas el favor divino con circunspección, demostrando ser un fiel guardián de este tesoro, como el depositario de este don real, vigilándolo con todo cuidado. Conserva este sello de justicia inmaculado, para que así puedas estar ante Dios, brillando con el resplandor de los santos. Que ninguna mancha ni arruga manche el manto puro de la inmortalidad; sino mantén la santidad en todos tus miembros, como revestidos de Cristo. Porque, se dice, "cuantos de vosotros han sido bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo" (Gál 3,27). Por lo tanto, que todos sus miembros sean santos como corresponde a su investidura en una vestidura de santidad y luz.
CARTA
293
A Juliano
¿Cómo te va durante tanto tiempo? ¿Has recuperado por completo el uso de tus manos? ¿Y cómo prosperan otras cosas? ¿Según tus deseos y mis oraciones? ¿De acuerdo con tus propósitos? Cuando los hombres están fácilmente dispuestos a cambiar, es natural que sus vidas no estén bien ordenadas; pero cuando sus mentes son fijas, firmes e inalterables, se sigue que sus vidas deben ser conformes a sus propósitos. Es cierto que no está en el poder del timonel provocar la calma cuando quiere; pero para nosotros es muy fácil tranquilizar nuestras vidas acallando las tormentas de pasión que surgen en nuestro interior, superando las que nos asaltan desde fuera. Al hombre recto no le afectan ni la pérdida, ni la enfermedad, ni los demás males de la vida; pues camina con el corazón en Dios, mantiene la mirada fija en el futuro y capea con facilidad y ligereza las tormentas que surgen de la tierra. No te preocupes por las preocupaciones terrenales. Tales hombres son como pájaros gordos, inútilmente dotados de vuelo, que se arrastran como bestias por el suelo. Pero ustedes (pues los he visto en dificultades) son como nadadores que se lanzan a la carrera en el mar. Una sola garra revela al león entero, así que, con sólo conocerte brevemente, creo conocerte completamente. Y me parece grandioso que me tengas en tanta estima, que no esté ausente de tus pensamientos, sino constantemente presente en tu recuerdo. Ahora bien, escribir es una prueba del recuerdo; y cuanto más a menudo escribas, más satisfecho estoy.
CARTA
294
A Festo y Magno
Sin duda, es deber de un padre proveer para sus hijos; de un agricultor, cuidar sus plantas y cosechas; de un maestro, brindar cuidado a sus alumnos, especialmente cuando la bondad innata muestra signos de promesa para ellos. El labrador encuentra placer en el trabajo cuando ve madurar las espigas o crecer las plantas; el maestro se alegra con el crecimiento del conocimiento de sus alumnos, el padre con la estatura de su hijo. Pero mayor es el cariño que siento por ti; mayores son las esperanzas que albergo; en la medida en que la piedad es más excelente que todas las artes, que todos los animales y frutas juntos. Y la piedad la sembré en tu corazón siendo aún puro y tierno, y la maduré con la esperanza de verla madurar y dar fruto a su debido tiempo. Mientras tanto, mis oraciones se vieron alentadas por tu amor por el conocimiento. Y sabes bien que tienes mis mejores deseos y que el favor de Dios descansa sobre tus esfuerzos; pues cuando están bien dirigidos, llamados o no, Dios está presente para impulsarlos. Ahora bien, todo hombre que ama a Dios es propenso a enseñar; es más, cuando existe el poder de enseñar cosas provechosas, su afán es casi incontrolable; pero primero las mentes de sus oyentes deben estar libres de toda resistencia. No es que la separación corporal sea un obstáculo para la instrucción. El Creador, en la plenitud de su amor y sabiduría, no confinó nuestras mentes en nuestros cuerpos, ni el poder de hablar en nuestras lenguas. La capacidad de aprovechar se beneficia incluso del paso del tiempo. Así, podemos transmitir instrucción, no sólo a quienes viven lejos, sino incluso a quienes nacerán en el futuro. Y la experiencia confirma mis palabras: quienes vivieron muchos años antes enseñan a la posteridad mediante la instrucción preservada en sus escritos; y nosotros, aunque tan separados en el cuerpo, siempre estamos cerca en pensamiento y conversamos con facilidad. La instrucción no tiene límites ni para el mar ni para la tierra, siempre que nos preocupemos por el beneficio de nuestras almas.
CARTA
295
A los monjes de Capadocia
No creo que necesite encomendarlos más a la gracia de Dios, después de las palabras que les dirigí personalmente. Les invité entonces a adoptar la vida en comunidad, según la forma de vida de los apóstoles. Ustedes la aceptaron como una instrucción saludable y dieron gracias a Dios por ella. Así que vuestra conducta se debió, no tanto a las palabras que yo pronunciaba, cuanto a mis instrucciones para ponerlas en práctica, conducentes a la vez a vuestro beneficio quien las aceptasteis, a mi consuelo quien os dio el consejo, y a la gloria y alabanza de Cristo, por cuyo nombre somos llamados. Por esta razón les he enviado a nuestro querido hermano, para que conozca su celo, alivie su pereza y me informe de la oposición. Gran deseo es verlos a todos unidos en un solo cuerpo y saber que no se conforman con vivir sin testimonio, sino que se han comprometido a ser vigilantes de la diligencia de los demás y testigos de sus éxitos. Así, cada uno de ustedes recibirá una recompensa completa, no solo por sí mismo, sino también por el progreso de su hermano. Y como corresponde, serán fuente de beneficio mutuo, tanto por sus palabras como por sus acciones, gracias a la constante comunicación y exhortación. Pero sobre todo, los exhorto a ser conscientes de la fe de los padres y a no dejarse intimidar por quienes, en su retiro, intenten apartarlos de ella. Porque saben que, sin la iluminación de la fe en Dios, la severidad de la vida de nada sirve; ni una correcta confesión de fe, si está desprovista de buenas obras, podrá presentarlos ante el Señor. La fe y las obras deben ir unidas: así el hombre de Dios será perfecto, y su vida no decaerá por ninguna imperfección. Porque la fe que nos salva, como dice el apóstol, es la que obra por el amor.
CARTA
299
A un censor romano
Ya sabía, antes de que me lo dijeras, que no te gusta tu empleo en los asuntos públicos. Dice un viejo refrán que quienes anhelan una vida piadosa no se entregan con gusto al cargo. El caso de los magistrados me parece similar al de los médicos. Ven cosas horribles; se topan con malos olores; se meten en problemas por las calamidades ajenas. Al menos, esto ocurre con los verdaderos magistrados. Todos los hombres que se dedican a los negocios, buscan también obtener ganancias y se entusiasman con esta clase de gloria, consideran la mayor ventaja posible adquirir poder e influencia que les permita beneficiar a sus amigos, castigar a sus enemigos y obtener lo que desean. Tú no eres un hombre así. ¿Cómo deberías serlo? Te has retirado voluntariamente incluso de un alto cargo en el estado. Podrías haber gobernado la ciudad como una sola casa, pero has preferido una vida libre de preocupaciones y ansiedades. Has valorado más no tener problemas ni molestar a los demás que a los demás por ser desagradables. Pero al Señor le ha parecido bien que el distrito de Ibora no esté bajo el poder de los charlatanes ni se convierta en un simple mercado de esclavos. Es su voluntad que todos sus habitantes se registren, como es justo. ¿Aceptas, pues, esta responsabilidad? Es vejatorio, lo sé, pero puede traerte la aprobación de Dios. No adules a los grandes y poderosos, ni desprecies a los pobres y necesitados. Muestra a todos bajo tu mando una imparcialidad mental, más equilibrada que cualquier balanza. Así, a la vista de quienes te han confiado estas responsabilidades, tu celo por la justicia quedará patente, y te verán con admiración excepcional. Y aunque pases desapercibido para ellos, no pasarás desapercibido para nuestro Dios. Los premios que él nos ha ofrecido por las buenas obras son grandes.
CARTA
303
A un conde de Capadocia
Creo que usted ha sido inducido a imponer una contribución de yeguas a estas personas debido a información falsa de los habitantes. Lo que está sucediendo es completamente injusto. No puede sino desagradar a su excelencia, y me resulta angustioso debido a mi estrecha relación con las víctimas de este agravio. Por lo tanto, no he perdido tiempo en rogarle a su señoría que no permita que estos promotores de la iniquidad triunfen en su maldad.
CARTA
306
Al gobernador de Sebaste
Sé que su excelencia recibe mis cartas con agrado, y comprendo por qué. Ama todo lo bueno; es usted muy generoso con las obras de bondad. Por eso, siempre que le doy la oportunidad de mostrar su magnanimidad, las recibe con agrado, pues sabe que son una ocasión para buenas obras. Ahora, una vez más, ¡preséntela!, una ocasión para mostrar todos los signos de rectitud y, al mismo tiempo, para exhibir públicamente sus virtudes. Ciertas personas han venido de Alejandría para cumplir con un deber necesario que todos los hombres deben a los muertos. Piden a su excelencia que ordene que se les permita trasladar, con autorización oficial, el cadáver de un familiar que falleció en Sebasteia, mientras las tropas estaban acuarteladas allí. Además, ruegan que, en la medida de lo posible, se les proporcione ayuda para el viaje con fondos públicos, para que, gracias a su generosidad, encuentren consuelo y alivio en su largo viaje. La noticia de esto llegará hasta la gran Alejandría, y allí se dará a conocer la asombrosa bondad de su excelencia. Usted lo comprende perfectamente sin necesidad de que yo lo mencione. Añadiré mi gratitud por este favor más a la que siento por todo lo que me ha hecho.
CARTA
334
A un discípulo escritor
Escribe recto y haz las líneas rectas. No dejes que tu mano suba ni baje demasiado. Evita forzar el trazo de la pluma, como el cangrejo de Esopo. Avanza recto, como si siguieras la línea de la regla de carpintero, que siempre preserva la exactitud y evita cualquier irregularidad. La oblicuidad es desgarbada. Es la recta la que agrada a la vista y evita que los ojos del lector se balanceen como una viga de columpio. Este ha sido mi destino al leer tu escritura. Como las líneas se extienden en escalera, me vi obligado, al pasar de una a otra, a ascender hasta el final de la última; luego, al no encontrar la conexión, tuve que retroceder y buscar de nuevo el orden correcto, retrocediendo y siguiendo el surco, como Teseo en la historia siguiendo el hilo de Ariadna. Escribe recto y no nos confundas con tu escritura inclinada e irregular.
CARTA
335
A Libanio
Me avergüenza mucho enviarte a los capadocios, uno por uno. Preferiría inducir a todos nuestros jóvenes a dedicarse a las letras y al conocimiento, y a aprovechar tu instrucción en su formación. Pero es imposible conseguirlos a todos a la vez, mientras eligen lo que les conviene. Por lo tanto, te envío a aquellos que de vez en cuando se convencen; y lo hago con la seguridad de que les concedo un favor tan grande como el que reciben quienes llevan a los sedientos a la fuente. El muchacho que ahora te envío será muy apreciado por sí mismo cuando haya estado en tu compañía. Ya es muy conocido gracias a su padre, quien se ha ganado un nombre entre nosotros tanto por su rectitud de vida como por su autoridad en nuestra comunidad. Es, además, un amigo íntimo mío. Para recompensarlo por su amistad hacia mí, le concedo a su hijo el beneficio de ser presentado a usted, una bendición que bien merece ser solicitada fervientemente por todos aquellos que son competentes para juzgar el alto carácter de un hombre.
CARTA
336
De Libanio a Basilio
I
Al poco tiempo, un joven capadocio me ha alcanzado. Una ventaja para mí es que es capadocio. Pero este capadocio es de primera categoría. Esta es otra ventaja. Además, me trae una carta del admirable Basilio. Esta es la mayor ventaja de todas. Crees que te he olvidado. Te respetaba mucho en tu juventud. Te vi compitiendo con ancianos en autocontrol, y esto en una ciudad rebosante de placeres. Te vi ya con un conocimiento considerable. Entonces pensaste que también debías ver Atenas y convenciste a Celso para que te acompañara. ¡Feliz Celso, ser querido por ti! Luego regresaste y te quedaste en casa, y me pregunté: ¿Qué estará haciendo Basilio ahora? ¿A qué se ha dedicado? ¿Está siguiendo a los antiguos oradores y ejerciendo en los tribunales? ¿O está convirtiendo en oradores a los hijos de padres afortunados? Luego vinieron los que me informaron que estabais adoptando un modo de vida mejor que cualquiera de éstos y que, más bien, pensaban en cómo podríais ganar la amistad de Dios en lugar de montones de oro. Os bendije a ti y a los capadocios; a ti, por hacer de esto vuestro objetivo; a ellos, por ser capaces de señalar a un compatriota tan noble.
II
Sé que Firmio, a quien mencionas, ha triunfado constantemente en todas partes; de ahí su gran poder como orador. Pero con todos los elogios que se le han dedicado, no me consta que haya recibido jamás tantos elogios como los que he oído en tu carta. ¡Qué honor para él que seas tú quien declare que su reputación no tiene nada que envidiar a la de nadie! Al parecer, me has enviado a este joven antes de ver a Firmino; de haberlo hecho, tus cartas no habrían dejado de mencionarlo. ¿Qué hace o piensa hacer Firmino ahora? ¿Sigue ansioso por casarse? ¿O ya ha terminado todo eso? ¿Le pesan las exigencias del Senado? ¿Está obligado a quedarse donde está? ¿Hay alguna esperanza de que vuelva a estudiar? Que me envíe una respuesta, y confío en que sea satisfactoria. Si es angustiosa, al menos le evitará verme en su puerta. Y si Firmino hubiera estado ahora en Atenas, ¿qué habrían hecho tus senadores? ¿Habrían enviado a Salaminia tras él? Ya ves que solo tus compatriotas me hacen daño. Sin embargo, nunca dejaré de amar y alabar a los capadocios. Me gustaría que me tuvieran mejor disposición, pero, si siguen actuando como lo hacen, lo soportaré. Firmino estuvo cuatro meses conmigo y no estuvo ni un día ocioso. Sabrás cuánto ha adquirido, y quizá no te quejes. En cuanto a si podrá volver aquí, ¿a quién puedo recurrir? Si tus senadores son sensatos, como deben ser los hombres cultos, me honrarán en el segundo caso, ya que me afligieron en el primero.
CARTA
337
A Libanio
¡Miren!, otro capadocio ha llegado a ustedes; ¡un hijo mío! Sin embargo, mi posición actual convierte a todos los hombres en mis hijos. Por ello, puede ser considerado hermano del anterior y merecedor de la misma atención, tanto de mi padre como de usted, su instructor, si es que realmente es posible que estos jóvenes, que provienen de mí, obtengan más favores. No quiero decir que su excelencia no pueda dar más a sus antiguos camaradas, sino porque sus servicios son tan generosos con todos. Será suficiente para el muchacho, antes de que adquiera experiencia, que se encuentre entre aquellos a quienes usted conoce íntimamente . Confío en que me lo envíen, digno de mis oraciones y de su gran reputación en erudición y elocuencia. Lo acompaña un joven de su misma edad, con el mismo celo por la instrucción; un joven de buena familia y muy cercano a mí. Estoy seguro de que será tratado igual de bien en todos los aspectos, aunque sus medios son menores que los del resto.
CARTA
338
De Libanio a Basilio
Sé que me escribirás a menudo, y diciendo: ¡Aquí tienes otro capadocio para ti! Espero que me envíes muchos. Estoy seguro de que, con tus halagos, presionas a padres e hijos. Pero no sería amable de mi parte no mencionar lo sucedido con tu carta. Estaban sentados conmigo no pocos de nuestros distinguidos, entre ellos el excelentísimo Alipio, primo de Hierocles. Los mensajeros me entregaron la carta. La leí de principio a fin sin decir palabra. Luego, con una sonrisa y evidentemente complacido, exclamé: ¡Estoy vencido! ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?, preguntaron. Estoy derrotado, respondí con una hermosa letra. Al oír esto, todos quisieron saber de la victoria por la carta. Alipio la leyó, mientras todos escuchaban. Se votó que lo que había dicho era totalmente cierto. Entonces el lector salió, con la carta aún en la mano, para enseñársela, supongo, a otros. Me costó recuperarla. Sigue escribiendo a otros como esta; sigue ganando. Esto es para mí. Tienes toda la razón al pensar que mis servicios no se miden en dinero. Le basta a quien no tiene nada que dar, con que esté tan deseoso de recibir. Si percibo que alguien pobre ama el conocimiento, tiene precedencia sobre los ricos. Es cierto que nunca encontré tales instructores; pero nada impedirá que yo sea, al menos en ese aspecto, una mejora respecto a los míos. Que nadie, pues, dude en venir aquí por ser pobre, con tal de que posea la única cualidad de saber trabajar.
CARTA
339
A Libanio
¿Qué no podría decir un sofista? ¡Y qué sofista! ¡Uno cuyo arte peculiar es, cuando quiere, empequeñecer las grandes cosas y dar grandeza a las pequeñas! Esto es lo que has demostrado en mi caso. Esa sucia cartita mía, como quizás la llamarías tú que vives en el lujo de la elocuencia, una carta en nada más tolerable que la que ahora tienes en tus manos, ¡la has ensalzado tanto que, en verdad, te la has comido y me estás dando el premio a la composición! Actúas como los padres cuando se unen a los juegos de sus hijos y dejan que los pequeños se enorgullezcan de las victorias que les han permitido ganar sin ninguna pérdida para ellos y con mucho provecho para la emulación de los niños. ¡Realmente el deleite que tu discurso debió de causar, cuando bromeabas sobre mí, debió de ser indescriptible! ¡Es como si Polidamante o Milón rechazaran el pancracio o una lucha conmigo! Tras examinarlo cuidadosamente, no he encontrado ningún signo de debilidad. Así que quienes buscan exageraciones se asombran aún más de que usted haya podido rebajarse a mi nivel por diversión, que si hubiera guiado al bárbaro a toda vela sobre el monte Athos. Yo, sin embargo, mi querido señor, ahora paso mi tiempo con Moisés y Elías, y santos como ellos, quienes me cuentan sus historias en una lengua bárbara, y yo expreso lo que aprendí de ellos, cierto, sin duda, en el sentido, aunque tosco en la frase, como lo atestigua lo que escribo. Si alguna vez aprendí algo de usted, lo he olvidado con el tiempo. Pero continúe escribiéndome y sugiérame otros temas de correspondencia. Su carta lo delatará, no me condenará a mí. Ya le he presentado al hijo de Aniso, como a un hijo mío. Si es mi hijo, es hijo de su padre, pobre, e hijo de un pobre. Lo que digo lo sabe bien quien es sabio y sofista.
CARTA
340
De Libanio a Basilio
Si hubieras considerado durante mucho tiempo cómo responder a mi carta sobre la tuya, a mi juicio, no habrías podido hacerlo mejor que escribiendo como lo has hecho. Me llamas sofista y alegas que la función de un sofista es engrandecer las cosas pequeñas y empequeñecer las grandes. Y sostienes que el objetivo de mi carta era demostrar que la tuya era buena, cuando no lo era, y que no era mejor que la última que enviaste; en resumen, que no tienes capacidad de expresión, pues los libros que tienes ahora en la mano no producen el mismo efecto, y la elocuencia que poseías antaño ha desaparecido por completo. Ahora bien, en el intento de demostrarlo, has hecho también esta epístola, que denostas, tan admirable, que mis visitantes no pudieron evitar saltar de admiración al leerla. Me asombró que, tras intentar desprestigiar al anterior con esto, diciendo que era similar, en realidad lo elogiaras. Para lograr tu objetivo, deberías haber empeorado este para poder difamar al anterior. Pero no es propio de ti, creo, menospreciar la verdad. Se habría hecho desprecio si hubieras escrito mal a propósito y no hubieras puesto en evidencia tus habilidades. Sería propio de ti no criticar lo que merece elogio, no sea que, en tu intento de minimizar las grandes cosas, tus procedimientos te reduzcan al rango de sofistas. Cíñete a los libros que, según tú, son inferiores en estilo, aunque mejores en sentido. Nadie te lo impide. Pero de los principios que siempre fueron míos y que una vez fueron tuyos, las raíces permanecen y permanecerán mientras existas. Aunque los riegues un poco, el tiempo no los destruirá por completo.
CARTA
341
De Libanio a Basilio
Aún no has dejado de ofenderte conmigo, y por eso tiemblo mientras escribo. Si te ha importado, ¿por qué, mi querido señor, no escribes? Si aún te sientes ofendido, algo ajeno a cualquier alma razonable y al tuyo propio, ¿por qué, mientras predicas a los demás que no deben guardar su ira hasta el anochecer, has guardado la tuya durante muchos soles? ¿Quizás has querido castigarme privándome del sonido de tu dulce voz? No, excelente señor, sé amable y déjame disfrutar de tu lengua dorada.
CARTA
342
A Libanio
Todos los que sienten apego por la rosa, como cabría esperar de quienes aman lo bello, no se disgustan ni siquiera con las espinas que la desgarran. Incluso he oído decir a alguien, quizás en broma o, quizás, incluso en serio, que la naturaleza ha dotado a la flor de esas delicadas espinas, como aguijones de amor para los amantes, para despertar en quienes las arrancan un deseo más intenso mediante estos pinchazos ingeniosamente adaptados. Pero ¿qué quiero decir con esta introducción de la rosa en mi carta? No hace falta que lo digas, si recuerdas tu propia carta. Tenía, en efecto, la flor de la rosa y, con su elegante lenguaje, se abrió ante mí toda la primavera; pero estaba sembrada de ciertas críticas y acusaciones contra mí. Pero incluso la espina de tus palabras me deleita, pues despierta en mí un mayor anhelo por tu amistad.
CARTA
343
De Libanio a Basilio
Si estas son palabras de una lengua inexperta, ¿qué serías si las pulieras? En tus labios viven fuentes de palabras mejores que el fluir de los manantiales. Yo, en cambio, si no me riegan a diario, callo.
CARTA
344
A Libanio
Mi timidez y mi ignorancia me disuaden de escribirte a menudo, a pesar de lo erudito que eres. Pero tu persistente silencio es diferente. ¿Qué excusa se puede dar? Si alguien considera que eres lento para escribirme, viviendo como vives entre cartas, te condenará por olvidarme. Quien es hábil para hablar no está desprevenido para escribir. Y si un hombre así calla, es evidente que lo hace por olvido o por desprecio. Sin embargo, recompensaré tu silencio con un saludo. Adiós, honorable señor. Escribe si quieres. Si lo prefieres, no escribas.
CARTA
345
De Libanio a Basilio
Creo que es más necesario que me defienda por no haber empezado a escribirte hace mucho tiempo que ofrecer cualquier excusa para empezar ahora. Soy el mismo hombre que siempre acudía corriendo a ti cuando aparecías y escuchaba con el mayor deleite el torrente de tu elocuencia; me regocijaba al oírte; me costaba separarme; y les decía a mis amigos: "Este hombre es muy superior a las hijas de Aqueloo, pues, como ellas, apacigua, pero no hiere como ellas". En verdad, no es gran cosa no herir; pero las canciones de este hombre son una auténtica ganancia para quien las escucha. Que yo esté en este estado de ánimo, que piense que me aprecian con cariño y que parezca capaz de hablar, y sin embargo no me atreva a escribir, es señal de un hombre culpable de extrema ociosidad y, al mismo tiempo, de infligirse un castigo. Porque es evidente que pagarás mi pobre carta con una grande y hermosa, y te cuidarás de volver a ofenderme. Al oír esto, supongo, muchos gritarán y se apiñarán a su alrededor gritando: ¿Ha hecho Basilio algún mal, aunque sea pequeño? También lo han hecho Oaco, Minos y su hermano. En otros aspectos, admito que has ganado. ¿Quién te ha visto que no te envidie? En una cosa has pecado contra mí, y si te lo recuerdo es para que incites a quienes se indignan a no protestar públicamente. Nadie te ha pedido jamás un favor fácil de conceder y se ha marchado sin éxito. Pero yo soy de los que han anhelado un favor sin recibirlo. ¿Qué pedí entonces? A menudo, cuando estaba contigo en el campamento, deseaba adentrarme, con la ayuda de tu sabiduría, en las profundidades del frenesí de Homero. Si todo es imposible, dije, ¿me das una parte de lo que quiero? Anhelaba una parte en la que, cuando las cosas van mal con los griegos, Agamenón corteja con regalos al hombre al que ha insultado. Cuando dije eso, te reíste, porque no podías negar que podías si quisieras, pero no estabas dispuesto a dar. ¿De verdad te parezco agraviado a ti y a tus amigos, que se indignaron al decir que estabas haciendo algo malo?
CARTA
346
De Libanio a Basilio
Usted mismo juzgará si he aportado algo de conocimiento a los jóvenes que ha enviado. Espero que este aporte, por pequeño que sea, tenga el mérito de ser grande, por su amistad hacia mí. Pero como usted alaba menos el conocimiento que la templanza y la negativa a abandonar nuestras almas a placeres deshonrosos, ellos han dedicado su atención principal a esto y han vivido, como es debido, con el debido recuerdo del amigo que los envió aquí. Así que acoge lo que es tuyo y alaba a quienes, con su estilo de vida, nos han honrado tanto a ti como a mí. Pero pedirte que les seas útil es como pedirle a un padre que les sea útil a sus hijos.
CARTA
347
De Libanio a Basilio
Todo obispo es algo de lo que es muy difícil sacar algo. Cuanto más has avanzado en conocimiento que otros, más me haces temer que rechaces lo que te pido. Quiero unas vigas. Cualquier otro sofista las habría llamado estacas, o postes, no porque quisiera estacas o postes, sino más bien para presumir de sus palabrerías que por necesidad real. Si no me las proporcionas, tendré que pasar el invierno al raso.
CARTA
348
A Libanio
Si γριπίζειν es lo mismo que ganar, y éste es el significado de la frase que tu ingenio sofístico ha extraído de las profundidades de Platón, considera, mi querido señor, de quién es más difícil obtener, de mí, que estoy así empalado por tu habilidad epistolar, o de la tribu de sofistas, cuyo oficio es lucrarse con sus palabras. ¿Qué obispo ha impuesto jamás tributo con sus palabras? ¿Qué obispo ha hecho pagar impuestos a sus discípulos? Son ustedes quienes hacen que sus palabras sean vendibles, como los confiteros hacen pasteles de miel. ¡Miren cómo han hecho saltar al viejo! Sin embargo, a ustedes, que tanto alboroto hacen con sus declamaciones, les he ordenado que se les suministren tantas vigas como guerreros había en las Termópilas, todas de buena longitud y, como dice Homero, de larga sombra, que el sagrado Alfao ha prometido restaurar.
CARTA
349
De Libanio a Basilio
¿No te rendirás, Basilio, llenando este lugar sagrado de las Musas de capadocios, y estos que huelen a escarcha, nieve y todas las bondades de Capadocia? Casi me han convertido en capadocio también, cantando siempre su "te saludo". Debo aguantar, ya que es Basilio quien manda. Sepan, sin embargo, que estoy estudiando cuidadosamente las costumbres del país, y que pretendo transformar a los hombres en la nobleza y la armonía de mi Calíope, para que les parezca que han pasado de ser palomas a ser tórtolas.
CARTA
350
A Libanio
Se acabó tu fastidio. Que éste sea el comienzo de mi carta. Sigue burlándote y maltratándome a mí y a los míos, ya sea riendo o en serio. ¿Para qué hablar de escarcha o nieve, cuando podrías estar disfrutando de la burla? Por mi parte, Libanio, para provocarte una carcajada, he escrito mi carta envuelta en un velo blanco como la nieve. Cuando la tomes en tus manos, sentirás lo fría que está y cómo simboliza la condición del remitente: encerrado en casa y sin poder asomar la cabeza. Porque mi casa es una tumba hasta que llegue la primavera y nos devuelva la vida de la muerte, y nos devuelva, como a las plantas, la bendición de la existencia.
CARTA
351
A Libanio
Muchos de los que han venido a verme desde donde estás han admirado tu poder oratorio. Comentaban que se había dado un ejemplo brillante de esto, y una gran contienda, según alegaban, con el resultado de que todos se apiñaron y nadie apareció en la ciudad excepto Libanio en la palestra, y todos, jóvenes y viejos, escuchando. Porque nadie quería ausentarse: ni un hombre de rango, ni un soldado distinguido, ni un artesano. Incluso las mujeres se apresuraron a estar presentes en la contienda. ¿Y qué fue? ¿Cuál fue el discurso que convocó a esta vasta asamblea? Me han dicho que contenía la descripción de un hombre de temperamento irascible. Por favor, no pierdas tiempo en enviarme este admirado discurso, para que yo también pueda unirme a los elogios de tu elocuencia. Si soy un elogiador de Libanio sin sus obras, ¿en qué me convertiré después de recibir las razones para alabarlo?
CARTA
352
De Libanio a Basilio
¡Miren! ¡Les he enviado mi discurso, empapado en sudor! ¿Cómo podría ser de otra manera, si le envío mi discurso a alguien que, con su habilidad oratoria, es capaz de demostrar que la sabiduría de Platón y la habilidad de Demóstenes fueron alabadas en vano? Me siento como un mosquito comparado con un elefante. ¡Cómo tiemblo y tiemblo, mientras imagino el día en que inspeccionarán mi actuación! ¡Estoy casi fuera de mí!
CARTA
353
A Libanio
He leído tu discurso y lo he admirado profundamente. ¡Oh musas, oh erudición, oh Atenas! ¡Qué no les das a quienes te aman! ¡Qué frutos no recogen quienes pasan un breve tiempo contigo! ¡Oh, por tu fuente de abundante caudal! ¡Qué hombres se revelan todos los que beben de ella! Me pareció ver al hombre mismo en tu discurso, en compañía de su mujercita parlanchina. Una historia viviente ha sido escrita sobre la tierra por Libanio, quien solo ha otorgado el don de la vida a sus palabras.
CARTA
354
De Libanio a Basilio
Ahora reconozco la descripción que los hombres me hacen, pues ¡Basilio me ha elogiado y soy aclamado vencedor! Ahora que he recibido tu voto, tengo derecho a caminar con el paso orgulloso de quien desprecia al mundo. Has compuesto un discurso contra la embriaguez. Me gustaría leerlo. Pero no quiero intentar decir nada ingenioso. Cuando vea tu discurso, aprenderé el arte de expresarme.
CARTA
355
De Libanio a Basilio
¿Vives en Atenas, Basilio? ¿Te has olvidado de ti mismo? Los hijos de los cesáreos no soportaban oír estas cosas. Mi lengua no estaba acostumbrada. Como si estuviera pisando terreno peligroso, y me sorprendiera la novedad de los sonidos, me dijo a su padre: Padre mío, nunca enseñaste esto. Este hombre es Homero, o Platón, o Aristóteles, o Susarión. Lo sabe todo. Hasta aquí mi lengua. ¡Ojalá, Basilio, pudieras elogiarme de la misma manera!
CARTA
356
A Libanio
Me alegra mucho recibir lo que escribes, pero cuando me pides que responda, me encuentro en un aprieto. ¿Qué podría responder a una lengua tan ática, salvo que confieso, y con alegría, que soy discípulo de pescadores?
CARTA
357
De Libanio a Basilio
¿Qué ha hecho que Basilio se oponga a la carta, prueba de la filosofía? He aprendido a burlarme de ti, pero aun así tu humor es venerable y, por así decirlo, anticuado. No obstante, por nuestra amistad, y por nuestros pasatiempos comunes, te encargo que acabes con la angustia que te causa tu carta, sin ninguna deferencia.
CARTA
358
De Libanio a Basilio
¡Ay aquellos tiempos en que éramos todo para el otro! Ahora, en cambio, estamos ¡tristemente separados! Se tienen el uno al otro, yo no tengo a nadie como tú para reemplazarlos. He oído que Alcimo, en su vejez, se está aventurando en las hazañas de un joven y se apresura a Roma, tras imponerte la tarea de quedarte con los muchachos. Tú, que siempre eres tan amable, no lo tomarás a mal. Ni siquiera te enojaste conmigo por tener que escribir primero.
CARTA
359
A Libanio
Tú que has incluido en tu mente todo el arte de los antiguos, guardas tanto silencio que ni siquiera me dejas obtener nada en una carta. Yo, si el arte de Dédalo hubiera estado a salvo, me habría hecho las alas de Ícaro y habría acudido a ti. Pero la cera no se puede confiar al sol, así que, en lugar de las alas de Ícaro, te envío palabras para demostrarte mi afecto. Es propio de las palabras expresar el amor del corazón. Hasta ahora, palabras. Haces con ellas lo que quieres y, con todo tu poder, guardas silencio. Por favor, transfiere a mí las fuentes de palabras que brotan de tu boca.
CARTA
360
A Libanio
Según la fe intachable de los cristianos, que hemos obtenido de Dios, confieso y acepto que creo en un solo Dios Padre todopoderoso, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Adoro y venero a un solo Dios trino. Confieso la economía del Hijo en la carne, y que Santa María, quien lo dio a luz según la carne, fue madre de Dios. Reconozco también a los santos apóstoles, profetas y mártires; y los invoco al suplicar a Dios, para que por su mediación el Dios misericordioso me sea propicio y me sea dado un rescate por mis pecados. Por lo tanto, también honro y beso los rasgos de sus imágenes, ya que han sido transmitidos por los santos apóstoles y no están prohibidos, sino que están en todas nuestras iglesias.
CARTA
366
Al monje Urbicio
Haces bien en darme definiciones precisas, para que pueda reconocer no sólo la continencia, sino también su fruto, que es la compañía de Dios. En efecto, no corromperse es tener parte con Dios, así como corromperse es dejarse acompañar por el mundo. La continencia es negar el cuerpo y confesarse a Dios. Se aparta de todo lo mortal, como un cuerpo que tiene el Espíritu de Dios. No tiene rivalidad ni envidia, y nos une a Dios. Quien ama un cuerpo envidia a otro. Quien no ha admitido la enfermedad de la corrupción en su corazón, es lo suficientemente fuerte para soportar cualquier trabajo en el futuro, y aunque haya muerto en el cuerpo, vive en incorrupción. En verdad, si entiendo bien el asunto, Dios me parece continencia, porque no desea nada, sino que lo tiene todo en sí mismo. No busca nada, ni tiene sentido en los ojos ni en los oídos; al no carecer de nada, es en todos los aspectos completo y pleno. La concupiscencia es una enfermedad del alma; pero la continencia es su salud. Y la continencia no debe considerarse solo en una especie, como, por ejemplo, en asuntos de amor sensual. Debe considerarse en todo lo que el alma codicia malvadamente, no contentándose con lo que necesita. La envidia se causa por amor al oro, e innumerables males por amor a otras lujurias. No emborracharse es continencia. No comer en exceso es continencia. Someter el cuerpo es continencia, y mantener los malos pensamientos en sujeción, siempre que el alma sea perturbada por alguna fantasía falsa y mala, y el corazón se distraiga con vanas preocupaciones. La continencia hace a los hombres libres, siendo a la vez una medicina y un poder, pues no enseña la templanza; la da. La continencia es una gracia de Dios. Jesús parecía ser continencia, cuando fue hecho luz en tierra y mar, pues no fue llevado ni por la tierra ni por el océano, y así como caminó sobre el mar, tampoco aplastó la tierra. Pues si la muerte proviene de la corrupción, y no morir proviene de no tener corrupción, entonces Jesús no obró la mortalidad, sino la divinidad. Comió y bebió de una manera peculiar, sin entregar su alimento. Tan poderoso fue en él la continencia, que su alimento no se corrompió en él, ya que no tenía corrupción. Si tan sólo hay un poco de continencia en nosotros, somos superiores a todos. Se nos ha dicho que los ángeles fueron expulsados del cielo por concupiscencia y se volvieron incontinentes. Fueron vencidos; no descendieron. ¿Qué habría podido hacer allí esa plaga, si hubiera estado allí un ojo como el que estoy pensando? Por eso dije: Si tenemos un poco de paciencia y no amamos el mundo, sino la vida de arriba, nos encontraremos allí donde dirigimos nuestra mente. ¿Por qué? Porque la mente es, aparentemente, el ojo que ve lo invisible, de igual manera que decimos "la mente ve", "la mente oye". He escrito extensamente, aunque te parezca poco. Todo lo que he dicho tiene un significado, y cuando lo leas lo verás.
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