EPIFANIO DE SALAMINA
Cartas
CARTA I
Carta al obispo Juan de Jerusalén
I
Al señor obispo y amado hermano Juan, Epifanio le envía saludos. Ciertamente nos corresponde, amado hermano, no abusar de nuestro rango como clérigos para convertirlo en motivo de orgullo, sino, mediante la observancia diligente de los mandamientos de Dios, ser en realidad lo que de nombre profesamos ser. Si las Sagradas Escrituras dicen "de nada les aprovechará su suerte", ¿de qué nos servirá el orgullo en nuestra posición clerical a quienes pecamos no solo de pensamiento y sentimiento, sino también de palabra? He oído, por supuesto, que están indignados conmigo, que están enojados y que amenazan con escribir sobre mí, no solo a lugares y provincias particulares, sino a los confines de la tierra. ¿Dónde está ese temor de Dios que nos hace temblar con el temblor del que habla el Señor, cuando dice: "Quien se enoje con su hermano sin causa será culpable de juicio" (Mt 5,22)? No es que me importe mucho que escriban lo que quieran, pues Isaías nos habla de cartas escritas en papiro y arrojadas a las aguas, misivas que pronto fueron arrastradas por el tiempo y la marea. No te he hecho daño, no te he infligido daño, no te he extorsionado con violencia. Mi acción se refería a un monasterio cuyos residentes eran extranjeros que no estaban sujetos en absoluto a tu jurisdicción provincial. Además, su consideración por mi insignificancia y por las cartas que les dirigía con frecuencia había comenzado a generar un sentimiento de aversión a la comunión contigo. Sintiendo, por tanto, que una excesiva severidad o escrupulosidad de mi parte podría tener el efecto de alejarlos de la Iglesia y su antigua fe, ordené diácono a uno de los hermanos y, después de que ejerciera su ministerio como tal, lo admití al sacerdocio. Creo que deberías haberme agradecido por esto, sabiendo, como seguramente debes, que es el temor de Dios lo que me ha impulsado a actuar de esta manera, sobre todo cuando recuerdas que el sacerdocio de Dios es el mismo en todas partes, y que simplemente he provisto para las necesidades de la Iglesia. Porque, aunque cada obispo de la Iglesia tiene bajo su cargo iglesias, y aunque nadie puede excederse de sus posibilidades (2Cor 10,14), el amor de Cristo, que es sin disimulo (Rm 12,9). Se nos presenta como ejemplo a todos, mas debemos considerar no tanto la acción realizada, sino el momento, el lugar, el modo y el motivo. Vi que el monasterio albergaba a un gran número de reverendos hermanos, y que los reverendos presbíteros, Jerónimo y Vicente, por modestia y humildad, no estaban dispuestos a ofrecer los sacrificios permitidos a su rango ni a trabajar en esa parte de su vocación que ministra más que ninguna otra a la salvación de los cristianos. Sabía, además, que no podrías encontrar ni poner las manos sobre este siervo de Dios, quien había huido de ti varias veces simplemente por su reticencia a asumir las onerosas tareas del sacerdocio, y que ningún otro obispo podría encontrarlo fácilmente. Por consiguiente, me sorprendí mucho cuando, por orden de Dios, vino a mí con los diáconos del monasterio y otros hermanos para compensarme por alguna queja que tenía contra ellos. Mientras se celebraba la colecta en la iglesia de la villa contigua a nuestro monasterio (como él desconocía completamente mis intenciones), ordené a varios diáconos que lo apresaran y le taparan la boca, para que, en su afán por liberarse, no me conjurara en nombre de Cristo. Ante todo, lo ordené diácono, presentándole el temor de Dios y obligándolo a ministrar; pues se resistía con tenacidad, protestando por su indignidad y alegando que esta pesada carga superaba sus fuerzas. Con dificultad, pues, superé su reticencia, persuadiéndolo lo mejor que pude con pasajes de las Escrituras y exponiéndole los mandamientos de Dios. Cuando hubo administrado la ofrenda de los santos sacrificios, con gran dificultad le cerré la boca y lo ordené presbítero. Luego, usando los mismos argumentos que antes, lo induje a sentarse en el lugar reservado para los presbíteros. Después de esto, escribí a los reverendos presbíteros y a otros hermanos del monasterio, reprendiéndolos por no haberme escrito sobre él. Un año antes, había oído a muchos quejarse de que no tenían a nadie que les celebrara los sacramentos del Señor. Todos concordaron entonces en pedirle que asumiera la tarea, destacando la gran utilidad que sería para la comunidad del monasterio. Los culpé por no haberme escrito para proponerme que lo ordenara, cuando se les dio la oportunidad.
II
Todo esto lo he hecho, como acabo de decir, confiando en ese amor cristiano que, estoy seguro, ustedes albergan hacia mi insignificancia; sin mencionar el hecho de que celebré la ordenación en un monasterio, y fuera de los límites de su jurisdicción. ¡Cuán bendita es la mansedumbre y complacencia de los obispos de mi propio Chipre, así como su sencillez, aunque, a su refinamiento y discernimiento, parece merecer solo la compasión de Dios! Muchos obispos, en comunión conmigo, han ordenado presbíteros en mi provincia a quienes no había podido captar, y me han enviado diáconos y subdiáconos a quienes he tenido el gusto de recibir. Yo también he instado al obispo Filón, de bendita memoria, y al reverendo Teoprepo, a que se ocuparan de la Iglesia de Cristo ordenando presbíteros en aquellas iglesias de Chipre que, aunque se consideraban pertenecientes a mi sede, estaban cerca de ellas, y esto debido a que mi provincia era extensa y dispersa. Por mi parte, nunca he ordenado diaconisas ni las he enviado a provincias ajenas, ni he hecho nada que desgarrara la Iglesia. ¿Por qué, entonces, han creído conveniente estar tan enojados e indignados conmigo por la obra de Dios que he realizado para la edificación de los hermanos, y no para su destrucción? (2Cor 10,8). Además, me ha sorprendido mucho la afirmación que ha hecho a mi clero, de que me envió un mensaje por medio del reverendo presbítero, el abad Gregorio, en el que me decía que no debía ordenar a nadie y que prometí cumplir, diciendo: "¿Soy un jovencito o no conozco los cánones?". Por Dios, le digo la verdad cuando digo que no sé ni he oído nada de todo esto, y que no tengo el más mínimo recuerdo de haber usado un lenguaje similar. Sin embargo, como tenía dudas, por si acaso, siendo solo un hombre, hubiera olvidado esto entre tantos otros asuntos, he preguntado al reverendo Gregorio y al presbítero Zenón, quien está con él. A estos, el abad Gregorio responde que no sabe nada del asunto, mientras que Zenón dice que el presbítero Rufino, en el transcurso de algunas observaciones inconexas, pronunció estas palabras: "¿Crees que te atreves a ordenar a alguien?". No obstante, la conversación no prosiguió. Yo, Epifanio, sin embargo, nunca recibí el mensaje ni lo respondí. No permitas, pues, querido, que la ira te domine ni que la indignación te domine, no sea que te inquietes en vano; y que se piense que estás presentando esta queja solo para dar pie a otras tendencias, y así haber buscado una ocasión para pecar. Para evitar esto, el profeta ora al Señor, diciendo: "No desvíes mi corazón hacia palabras de maldad, hacia excusas por mis pecados".
III
También me ha sorprendido oír que ciertas personas, que suelen contar historias de un lado a otro y siempre añaden algo nuevo a lo que han oído para avivar agravios y disputas entre hermanos, han logrado inquietarte diciendo que, cuando ofrezco sacrificios a Dios, suelo decir esta oración por ti: "Concede a Juan, Señor, la gracia de creer correctamente". No me consideres tan inculto como para decir esto tan abiertamente. Para serte sincero, mi querido hermano, aunque continuamente uso esta oración mentalmente, nunca la he confiado a otros, por temor a parecer que te deshonro. Pero cuando repito las oraciones requeridas por el ritual de los misterios, entonces digo en nombre de todos y de vosotros así como de los demás, Guardadlo, para que predique la verdad. Oh Señor, concédele tu ayuda y guárdalo, para que predique la palabra de verdad, cuando se presente la ocasión para las palabras, y cuando llegue el turno para la oración en particular. Por lo cual te suplico, muy amado, postrándome a tus pies, que me concedas a mí y a ti mismo esta única oración, para que te salves, como está escrito, de una generación perversa (Hch 2,40). Apártate, muy amado, de la herejía de Orígenes y de todas las herejías. Porque veo que toda tu indignación se ha despertado contra mí simplemente porque te he dicho que no debes elogiar a quien es el padre espiritual de Arrio, y la raíz y padre de todas las herejías. Cuando les supliqué que no se desviaran y les advertí de las consecuencias, ellos interrumpieron mis palabras y me hicieron llorar y entristecer, y no solo a mí sino a muchos otros católicos presentes. Considero que éste es el origen de su indignación y pasión. Por esta razón, amenazan con enviar cartas en mi contra y difundir su versión del asunto por doquier. Así, mientras con el propósito de defender su herejía, encienden las pasiones de los hombres. Contra mí, quebrantáis la caridad que he mostrado hacia vos y actuáis con tan poca discreción, que hacéis que me arrepienta de haber mantenido comunión con vos y de haber mantenido así las opiniones erróneas de Orígenes.
IV
Hablo claramente. Para usar el lenguaje de la Escritura, no escatimaré en arrancarme el ojo si me hace ofender, ni en cortarme la mano o el pie si me hacen hacerlo (Mt 18,8-9). Y de la misma manera trataré mis ojos, mis manos o mis pies. No obstante, ¿qué católico, o qué cristiano que adorna su fe con buenas obras, puede escuchar con calma la enseñanza y el consejo de Orígenes, o creer en su extraordinaria predicación? Porque según Orígenes, el Hijo no puede ver al Padre, y el Espíritu Santo no puede ver al Hijo. Estas palabras aparecen en su libro Sobre los Primeros Principios. Eso es lo que leemos, y eso es lo que ha dicho Orígenes. Como es inadecuado decir que el Hijo puede ver al Padre, es consecuentemente inadecuado suponer que el Espíritu puede ver al Hijo. ¿Puede alguien, además, aceptar la afirmación de Orígenes de que las almas de los hombres fueron una vez ángeles en el cielo, y que habiendo pecado en el mundo superior, han sido arrojadas a este, y han sido confinadas en cuerpos como en túmulos o tumbas, para pagar la pena por sus pecados anteriores; y que los cuerpos de los creyentes no son templos de Cristo, sino prisiones de los condenados? De nuevo, Orígenes manipula el verdadero significado de la narrativa mediante un falso uso de la alegoría, multiplicando palabras sin límite; y socava la fe de los simples con los argumentos más variados. Ahora sostiene que las almas (en griego las cosas frescas, de una palabra que significa estar fresco) se llaman así porque al descender de los lugares celestiales al mundo inferior han perdido su calor anterior; y ahora, que nuestros cuerpos son llamados por los griegos cadenas, de una palabra que significa cadena, o bien (por analogía con nuestra propia palabra latina) cosas caídas, porque nuestras almas han caído del cielo. Y que la otra palabra para cuerpo, que la abundancia del idioma griego proporciona, muchos la interpretan como un monumento funerario, porque el alma está encerrada en él de la misma manera que los cadáveres de los muertos están encerrados en tumbas y túmulos. Si esta doctrina es cierta, ¿qué sucede con nuestra fe? ¿Dónde está la predicación de la resurrección? ¿Dónde está la enseñanza de los apóstoles? ¿Qué perdura hasta el día de hoy en las iglesias de Cristo? ¿Dónde está la bendición para Adán, su descendencia, Noé y sus hijos? Aquí mismo: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra". Sin embargo, según Orígenes, estas palabras deben ser una maldición y no una bendición, y convierte a los ángeles en almas humanas, obligándolos a abandonar el rango más alto y a descender, como si Dios no pudiera, mediante su bendición, conceder almas a la raza humana si los ángeles no hubieran pecado, y como si por cada nacimiento en la tierra debiera haber una caída en el cielo. De ser esto así, deberíamos abandonar la enseñanza de los apóstoles y profetas, de la ley y de nuestro Señor y Salvador mismo, a pesar de su lenguaje tan estridente en el evangelio. Orígenes, por otro lado, ordena e insta (por no decir obliga) a sus discípulos a no orar para ascender al cielo, no sea que, pecando una vez más peor de lo que habían pecado en la tierra, fueran arrojados de nuevo al mundo. Generalmente, confirma Orígenes estas ideas insensatas y descabelladas distorsionando el sentido de las Escrituras y haciéndoles entender lo que no significan en absoluto. Cita este pasaje de los salmos: "Antes de humillarme por mi maldad, me extraviaba", y: "Vuelve a tu descanso, alma mía", y: "Saca mi alma de la cárcel", y: "Confesaré al Señor en la tierra de los vivientes". No cabe duda de que el significado de la divina Escritura difiere de la interpretación con la que Orígenes la tergiversa injustamente para sustentar su propia herejía. Esta manera de actuar es común a los maniqueos, los gnósticos, los ebionitas, los marcionitas y los devotos de las otras ochenta herejías, todos los cuales extraen sus pruebas del pozo puro de las Escrituras, no interpretándolas en el sentido en que están escritas, sino tratando de hacer que el lenguaje sencillo de los escritores de la Iglesia concuerde con sus propios deseos.
V
De una postura que se esfuerza por mantener, apenas sé si me hace llorar o reír. Este maravilloso doctor presume de enseñar que el diablo volverá a ser lo que fue, que recuperará su antigua dignidad y ascenderá al reino de los cielos. ¡Qué horror! ¡Que un hombre sea tan frenético e insensato como para sostener que Juan el Bautista, el apóstol Pedro y evangelista Juan, Isaías, Jeremías y el resto de los profetas son coherederos del diablo en el reino de los cielos! Paso por alto su superficial explicación de las túnicas de piel, y no menciono los esfuerzos y argumentos que ha empleado para inducirnos a creer que estas túnicas de piel representan cuerpos humanos. Entre muchas otras cosas, dice esto: ¿Era Dios curtidor o talabartero, para que preparara pieles de animales y cosiera con ellas túnicas de piel para Adán y Eva? Está claro, continúa, que se refiere a cuerpos humanos. Si esto es así, ¿cómo es que antes de las túnicas de piel, la desobediencia y la caída del paraíso, Adán no habla en alegoría, sino literalmente, así: "Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23)? ¿O cuál es el fundamento de la narración divina, que dice: "El Señor Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y este durmió; y tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar; y de la costilla que el Señor Dios había tomado del hombre, hizo una mujer para él" (Gn 2,21-22)? ¿O qué cuerpos podrían tener Adán y Eva cubiertos con hojas de higuera después de comer del árbol prohibido (Gn 3,7)? ¿Quién puede escuchar con paciencia los peligrosos argumentos de Orígenes cuando niega la resurrección de esta carne, como lo hace con tanta claridad en su libro de explicaciones del Salmo 1 y en muchos otros lugares? ¿O quién puede tolerarlo cuando nos da un paraíso en el tercer cielo y transfiere lo que mencionan las Escrituras de la tierra a los lugares celestiales, y cuando explica alegóricamente todos los árboles mencionados en el Génesis, diciendo en efecto que los árboles son potencias angélicas, un sentido que el verdadero sentido del pasaje no admite? Pues la Escritura divina no ha dicho que "Dios puso a Adán y a Eva en la tierra", sino que él los expulsó del paraíso, y los hizo morar enfrente del paraíso. Él no dice debajo del paraíso. Él puso querubines y una espada llameante para guardar el camino del árbol de la vida (Gn 3,24). Él no dice nada acerca de un ascenso a él. Y un río salía de Edén (Gn 2,10). Él no dice que descendía de Edén. Se dividió y se convirtió en cuatro brazos. El nombre del primero es Pisón, y el nombre del segundo es Gihón. Yo mismo he visto las aguas de Gihón, las he visto con mis ojos corporales. Es a este Gihón al que Jeremías señala cuando dice: "¿Qué tienes que hacer en el camino de Egipto para beber el agua fangosa de Gihón?". También he bebido del gran río Eufrates, no agua espiritual sino real, tal como puedes tocar con tu mano y beber con tu boca. Pero donde hay ríos que admiten ser vistos y bebidos, se sigue que allí también habrá higueras y otros árboles; y es de estos que el Señor dice: "De cada árbol del jardín puedes comer libremente" (Gn 2,16). Son como otros árboles y madera, así como los ríos son como otros ríos y aguas. Pero si el agua es visible y real, entonces la higuera y el resto de la madera deben ser reales también, y Adán y Eva deben haber sido formados originalmente con cuerpos reales y no fantasmales, y no, como Orígenes nos quiere hacer creer, haberlos recibido después a causa de su pecado. Pero, dices, leemos que San Pablo fue arrebatado al tercer cielo, al paraíso. Explica las palabras correctamente, mas cuando menciona el tercer cielo, y luego agrega la palabra paraíso, muestra que el cielo está en un lugar y el paraíso en otro. ¿No debería todo el mundo rechazar y despreciar una argumentación tan especial como la que Orígenes utiliza para afirmar que las aguas que están sobre el firmamento no son aguas, sino seres heroicos de poder angelical, y que las aguas que están sobre la tierra (es decir, bajo el firmamento) son potencias de la clase contraria (es decir, demonios)? Si es así, ¿por qué leemos en el relato del diluvio que se abrieron las ventanas de los cielos y que las aguas del diluvio prevalecieron? Como consecuencia de lo cual se abrieron las fuentes del abismo y toda la tierra quedó cubierta de aguas (Gn 7,11).
VI
¡Oh! La locura y la necedad de quienes han abandonado la enseñanza del libro de Proverbios, que dice: "Hijo mío, guarda el mandamiento de tu padre y no abandones la ley de tu madre" (Prov 6,20). Esos tales se han vuelto al error, y dicen al necio que él será su líder, y no desprecian las cosas necias que dice el hombre necio, así como la Escritura da testimonio, cuando dice: "El hombre necio habla neciamente, y su corazón entiende la vanidad". Te suplico, amado mío, y por el amor que siento hacia ti, te imploro (como si fueran mis propios miembros de los que quisiera tener piedad) de palabra y carta que cumplas lo que está escrito, ¿No odio a los que te odian, oh Señor? ¿Y no me afligen los que se levantan contra ti? Las palabras de Orígenes son las palabras de un enemigo, odiosas y repugnantes para Dios y para sus santos; y no solo los que he citado, sino innumerables otros. Porque no es mi intención ahora argumentar en contra de todas sus opiniones. Orígenes no vivió en mi época ni me ha robado. No le he sentido antipatía ni me he peleado con él por herencia ni por ningún asunto mundano, pero me duele amargamente ver a tantos de mis hermanos, y en particular a aquellos que más prometen y han alcanzado el rango más alto en el ministerio sagrado, engañados por sus argumentos persuasivos, y convertidos, por sus perversas enseñanzas, en alimento del diablo, con lo cual se cumple el dicho: "Se burla de toda fortaleza, y su comida es selecta, y ha reunido cautivos como la arena". Que Dios te libre, hermano mío, y al santo pueblo de Cristo que te ha sido confiado, y a todos los hermanos que te acompañan, y especialmente al presbítero Rufino, de la herejía de Orígenes y otras herejías, y de la perdición a la que conducen. Pues si por una o dos palabras contrarias a la fe la Iglesia ha rechazado muchas herejías, ¡cuánto más será considerado hereje quien ha urdido interpretaciones tan perversas y doctrinas tan perversas para destruir la fe, y de hecho se ha declarado enemigo de la Iglesia! Pues, entre otras cosas perversas, se ha atrevido a decir que Adán perdió la imagen de Dios. Aunque la Escritura no lo declara en ninguna parte. Si así fuera, jamás todas las criaturas del mundo estarían sujetas a la descendencia de Adán (es decir, a toda la raza humana). Sin embargo, en palabras del apóstol, todo está domado y ha sido domado por la humanidad (Sant 3,7). Porque jamás todas las cosas estarían sujetas a los hombres si estos no tuvieran (junto con su autoridad sobre todo) la imagen de Dios. Pero la divina Escritura une y asocia a esto la gracia de la bendición que fue conferida a Adán y a las generaciones que descendieron de él. Nadie puede, tergiversando el significado de las palabras, pretender decir que esta gracia de Dios fue dada a uno solo, y que solo él fue hecho a imagen de Dios (él y su esposa, pues mientras que él fue formado de barro, ella fue hecha de una de sus costillas), sino que quienes fueron concebidos posteriormente en el vientre materno y no nacieron como Adán no poseían la imagen de Dios, pues la Escritura añade inmediatamente la siguiente declaración: Y vivió Adán 230 años, y conoció a Eva, su mujer, la cual le dio a luz un hijo a su imagen y conforme a su semejanza, y llamó su nombre Set. Y de nuevo, en la XII generación, 2.242 años después, Dios, para vindicar su propia imagen y mostrar que la gracia que había dado a los hombres aún continuaba en ellos, da el siguiente mandamiento: "Carne con su sangre no comerás". Ciertamente, vuestra sangre la demandaré de mano de todo hombre que la derrame; porque a imagen de Dios he hecho al hombre. Desde Noé hasta Abraham pasaron 10 generaciones (Gn 11,10-26), y desde el tiempo de Abraham hasta el de David, catorce más (Mt 1,17), y estas 24 generaciones suman, en conjunto, 2.117 años. Sin embargo, el Espíritu Santo en el Salmo 39, al lamentar que todos los hombres anden en una apariencia vana, y que estén sujetos a los pecados, habla así: "Por todo lo que todo hombre anda a imagen de Dios". También después del tiempo de David, en el reinado de Salomón su hijo, leemos una referencia algo similar a la semejanza divina. En efecto, en el libro de la Sabiduría, que está inscrito con su nombre, Salomón dice: "Dios creó al hombre para ser inmortal, y lo hizo para que fuera una imagen de su propia eternidad" (Sb 2,23). Y de nuevo, unos mil años después, leemos en el Nuevo Testamento que los hombres no han perdido la imagen de Dios. Santiago, apóstol y hermano del Señor, a quien he mencionado arriba (para que no caigamos en las trampas de Orígenes) nos enseña que el hombre posee la imagen y semejanza de Dios. Así, después de una explicación un tanto discursiva de la lengua humana, ha continuado diciendo de ella: "Es un mal indomable, y con ella bendecimos a Dios, el Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios" (Sant 3,8-9). También Pablo, el vaso escogido (Hch 9,15), y quien en su predicación ha mantenido plenamente la doctrina del evangelio, nos instruye que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Un hombre, dice, no debe llevar el pelo largo, puesto que es imagen y gloria de Dios (1Cor 11,7). Habla de la imagen simplemente, pero explica la naturaleza de la semejanza con la palabra gloria.
VII
En lugar de las tres pruebas de las Sagradas Escrituras que dijiste que te bastarían si pudiera presentarlas, he aquí que te he dado siete. ¿Quién, entonces, tolerará las locuras de Orígenes? No emplearé una palabra más severa, como él o sus seguidores, quienes presumen, con riesgo de su alma, de afirmar dogmáticamente lo primero que les viene a la mente y de dictarle a Dios, cuando deberían orarle o aprender la verdad de él. Algunos dicen que la imagen de Dios que Adán había recibido previamente se perdió al pecar. Otros suponen que el cuerpo que el Hijo de Dios estaba destinado a tomar de María era la imagen del Creador. Algunos identifican esta imagen con el alma, otros con la sensación, otros con la virtud. Algunos la consideran el bautismo; otros afirman que es en virtud de la imagen de Dios que el hombre ejerce el poder universal. Como borrachos en sus copas, exclaman ahora esto, ahora aquello, cuando deberían haber evitado un riesgo tan grave y haber obtenido la salvación por la simple fe, sin negar la palabra de Dios. A Dios debieron haberle confiado el conocimiento seguro y exacto de su propio don y de la manera particular en que creó al hombre a su imagen y semejanza. Al abandonar este camino, se han involucrado en muchas cuestiones sutiles, y por ellas se han hundido en el lodo del pecado. Pero nosotros, amados, creemos en la palabra del Señor y sabemos que la imagen de Dios permanece en todos los hombres, y le dejamos a él saber en qué sentido el hombre es creado a su imagen. Que nadie se engañe por ese pasaje de la epístola de Juan, que algunos lectores no entienden, donde dice: "Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es" (1Jn 3,2). Porque esto se refiere a la gloria que entonces ha de ser revelada (1Pe 5,1) a sus santos. En otro lugar, también leemos las palabras de gloria en gloria (2Cor 3,18), de la cual gloria serán los santos. Incluso en este mundo han recibido una pequeña porción y una arras. A la cabeza está Moisés, cuyo rostro resplandecía con la fuerza del sol. Junto a él viene Elías, quien fue arrebatado al cielo en un carro de fuego (2Re 2,11) y no sintió los efectos de las llamas. Esteban también, cuando era apedreado, tenía el rostro de un ángel visible para todos (Hch 6,15). Esto que hemos verificado en algunos casos debe ser entendido por todos, para que se cumpla lo escrito: "Todo aquel que se santifique será contado entre los bienaventurados", y: "Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8).
VIII
Siendo así, amado, cuida tu alma y deja de murmurar contra mí, porque la Sagrada Escritura dice: "No murmuréis unos contra otros, como algunos de ellos murmuraron y fueron destruidos por las serpientes" (1Cor 10,10). Más bien, da paso a la verdad y ámame a mí, que os amo a ti y a la verdad. Que el Dios de paz, según su misericordia, nos conceda que Satanás sea aplastado bajo los pies de los cristianos (Rm 16,20), y que se evite toda ocasión de mal, para que el vínculo de amor y paz no se rompa entre nosotros, ni se obstaculice la predicación de la fe correcta.
IX
Además, he oído que ciertas personas tienen esta queja contra mí, pues cuando los acompañé al lugar santo llamado Betel, para celebrar la colecta con ellos después del oficio de la Iglesia, llegué a una villa llamada Anablata. Al pasar, vi una lámpara encendida. Pregunté qué lugar era y supe que era una iglesia. Entré a orar y encontré una cortina que colgaba de la puerta de dicha iglesia, teñida y bordada. Tenía una imagen de Cristo o de uno de los santos, pues no recuerdo bien de quién era. Al ver esto, y reticente a que se colgara la imagen de un hombre en la iglesia de Cristo, en contra de las enseñanzas de las Escrituras, la rompí y aconsejé a los guardianes del lugar que la usaran como mortaja para algún pobre. Sin embargo, murmuraron y dijeron que si decidía romperla, lo justo era que les diera otra cortina en su lugar. En cuanto oí esto, prometí dar una y dije que la enviaría de inmediato. Desde entonces ha habido un pequeño retraso, debido a que he estado buscando una cortina de la mejor calidad para dársela en lugar de la anterior, y pensé que sería correcto pedirla a Chipre. Ya he enviado la mejor que he podido encontrar, y te ruego que ordenes al presbítero del lugar que tome la cortina que le he enviado de manos del lector, y que después des instrucciones para que las cortinas del tipo que rompí, por opuestas a nuestra religión, no se cuelguen en ninguna iglesia de Cristo. Un hombre de tu rectitud debería tener cuidado de evitar cualquier ocasión de ofensa indigna tanto de la Iglesia de Cristo como de los cristianos que están a su cargo. Cuida de Paladio de Galacia, un hombre que una vez fue querido para mí, pero que ahora necesita urgentemente la compasión de Dios, pues predica y enseña la herejía de Orígenes. Cuida de que no seduzca a ninguno de los que están bajo tu cuidado a los caminos perversos de su doctrina errónea. Ruego que te vaya bien en el Señor.