GREGORIO DE NISA
Cartas
CARTA
1
Al obispo Eusebio de Samosata
Cuando la duración del día comienza a extenderse en invierno, a medida que el sol asciende hacia la cima de su curso, celebramos la fiesta de la aparición de la verdadera luz divina, que a través del velo de la carne ha proyectado sus brillantes rayos sobre la vida de los hombres. Ahora que esa luminaria ha recorrido la mitad del cielo en su recorrido, de modo que la noche y el día tienen la misma duración, el retorno de la naturaleza humana de la muerte a la vida es el tema de esta gran festividad universal, que celebran juntos todos los que han abrazado el misterio de la resurrección. ¿Cuál es el significado del tema que sugiero para mi carta? Este mismo: que en estas grandes festividades aprovechemos todos los medios para demostrar el afecto que albergamos en nuestros corazones, y demos prueba de nuestra buena voluntad con nuestros propios regalos, no dejando a nadie sin el homenaje de nuestros dones, sino manifestando entre todos un alma noble y altruista junto a las escasas ofrendas de nuestra pobreza. Mi ofrenda para ti, en este caso, es esta misma carta. Y tu ofrenda para mí es que aceptes la carta, en la que verás que no hay una sola palabra adornada con las flores de la retórica ni las gracias de la composición, como para ser considerada regalo en los círculos literarios. El oro místico, que se envuelve en la fe de los cristianos, como en un paquete, es mi obsequio para ti. Está envuelto entre estas líneas, y cuando lo desenvuelvas mostrará su brillo oculto. Tras esto, regresemos a nuestro preludio. ¿Por qué es que sólo entonces, cuando la noche ha llegado a su máxima duración, de modo que ya no es posible añadir nada más de tinieblas, se nos aparece en carne él, quien tiene el universo en su mano y controla el mismo universo con su propio poder, quien no puede ser contenido ni siquiera por todas las cosas inteligibles, sino que incluye el todo, incluso en el momento en que entra en la estrecha morada de un tabernáculo carnal, mientras que su poderoso poder se mantiene al ritmo de su propósito benéfico, y se muestra incluso como una sombra dondequiera que la voluntad se inclina, de modo que ni en la creación del mundo se encontró el poder más débil que la voluntad, ni cuando estaba ansioso de rebajarse a la humildad de nuestra naturaleza mortal le faltó poder para ese mismo fin, sino que en realidad llegó a estar en esa condición, sin embargo, sin dejar el universo sin piloto? Hay que dar alguna explicación a ambas estaciones, y explicar por qué fue en tiempo de invierno cuando Dios apareció en la carne de hombre, y por qué cuando los días eran tan largos como las noches fue cuando él restauró a la vida al hombre, tras haber éste regresado por sus pecados a la tierra de donde vino. Explicando la razón de esto, lo mejor que puedo en pocas palabras, te presento esta carta. ¿Ha adivinado ya tu propia sagacidad, como por supuesto lo habrá hecho, el misterio que sugieren estas coincidencias, entre el avance de la noche (que se detiene con la llegada de la luz) y el freno de la oscuridad (que comienza a acortarse a medida que la duración del día aumenta con las sucesivas adiciones)? Tal vez esto sea lo suficientemente claro, incluso para los no iniciados: que el pecado es casi similar a la oscuridad (de hecho, el mal es llamado así por las Escrituras), y que el momento en que comienza nuestro misterio de piedad es una especie de exposición de la dispensación divina en favor de nuestras almas. En efecto, era justo y apropiado que, cuando el vicio se desató sin límites, en esta noche de maldad saliera el Sol de Justicia, mientras los hombres caminaban en la oscuridad. Y también era justo que, a medida que los hombres recibieran a Aquel que puso esa luz en nuestros corazones, dicha luz aumentara cada vez más. ¿Para qué? En primer lugar, para que la vida que está en la luz se prolongue al máximo, aumentando constantemente a través de la adición de bienes. Y en segundo lugar, para que la vida en el vicio se reduzca gradualmente a la mínima expresión (pues el aumento de los bienes equivale a la disminución de los males). La fiesta de la resurrección, que ocurre cuando los días son de igual duración, nos da por sí misma esta interpretación de la coincidencia: que ya no lucharemos contra los males sólo en igualdad de condiciones (luchando el vicio con la virtud en una lucha indecisa), sino que la vida de la luz prevalecerá, y la oscuridad de la idolatría se desvanecerá a medida que el día se intensifica. Por esta razón, después que la luna ha recorrido su curso durante 14 días, la Pascua exhibe su opuesto exacto a los rayos del sol, plena de toda la riqueza de su brillo, sin permitir que entre ellos haya intervalos de oscuridad. En efecto, tras ocupar el lugar del sol en su ocaso, la luna no se pone sin antes mezclar sus propios rayos con los rayos genuinos del sol, de modo que una sola luz permanece continuamente a lo largo de todo el recorrido de la tierra, día y noche, sin interrupción alguna causada por la interposición de la oscuridad. Esta conversación, querido, es la que ofrecemos como regalo de nuestra pobre y necesitada mano. Que toda tu vida sea una fiesta continua y un día glorioso, jamás oscurecido por una sola mancha de penumbra nocturna.
CARTA
2
Al obispo Pedro de Sebaste
Algunos de los hermanos cuyo corazón es como el nuestro nos hablaron de las calumnias que se propagaban en nuestro detrimento por parte de aquellos que odian la paz y difaman en secreto a su prójimo, y no tienen miedo del grande y terrible tribunal de Aquel que ha declarado que se requerirá cuenta incluso de las palabras ociosas en esa prueba de nuestra vida que todos debemos esperar: dicen que los cargos que circulan contra nosotros son tales como estos; que mantenemos opiniones opuestas a las de los que en Nicea expusieron la fe correcta y sólida, y que sin la debida discriminación e investigación recibimos en la comunión de la Iglesia Católica a los que anteriormente se reunieron en Ancira bajo el nombre de Marcelo. Por lo tanto, para que la falsedad no se impusiera a la verdad, en otra carta presentamos una defensa suficiente contra las acusaciones que se nos imputaban, y ante el Señor protestamos que no nos habíamos apartado de la fe de los santos padres, ni habíamos actuado sin la debida discriminación e investigación en el caso de quienes se habían pasado de la comunión de Marcelo a la de la Iglesia. Sin embargo, todo lo que hicimos lo hicimos sólo después de que los ortodoxos de Oriente y nuestros hermanos en el ministerio nos hubieran confiado la consideración del caso de estas personas y hubieran aprobado nuestra acción. Desde que redactamos esa defensa escrita de nuestra conducta, algunos hermanos que comparten nuestra opinión nos pidieron que, por separado y con nuestros propios labios, hiciéramos una profesión de fe, la cual mantenemos con plena convicción, siguiendo como lo hacemos las declaraciones de la inspiración y la tradición de los padres, consideramos necesario tratar brevemente también estos puntos. Confesamos que la doctrina del Señor, que enseñó a sus discípulos al comunicarles el misterio de la piedad, es el fundamento y la raíz de una fe recta y sólida, y no creemos que haya nada más elevado ni más seguro que esa tradición. Ahora bien, la doctrina del Señor es esta: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". En el caso de quienes son regenerados de la muerte a la vida eterna, es a través de la Santísima Trinidad que el poder vivificante se otorga a quienes con fe se consideran dignos de la gracia, y de la misma manera la gracia es imperfecta, si alguno, cualquiera que sea, de los nombres de la Santísima Trinidad se omite en el bautismo salvador. ¿Por qué? Porque el sacramento de la regeneración no se completa en el Hijo y el Padre solos sin el Espíritu, ni se imparte el don perfecto de vida al bautismo en el Padre y el Espíritu, si se suprime el nombre del Hijo, ni se cumple la gracia de esa resurrección en el Padre y el Hijo, si se deja fuera el Espíritu. Por esta razón descansamos toda nuestra esperanza, y la persuasión de la salvación de nuestras almas, sobre las tres personas, reconocidas por estos nombres; y creemos en el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que es la fuente de vida, y en el Hijo unigénito del Padre, que es el "autor de la vida", como dice el apóstol, y en el Espíritu Santo de Dios, acerca de quien el Señor ha dicho que "es el Espíritu que vivifica". Puesto que a nosotros, que hemos sido redimidos de la muerte, se nos concede la gracia de la inmortalidad, como hemos dicho, mediante la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, guiados por estos creemos que nada servil, nada creado, nada indigno de la majestad del Padre debe asociarse en el pensamiento con la Santísima Trinidad; ya que, digo, nuestra vida nos viene por la fe en la Santísima Trinidad, surgiendo del Dios de todo, fluyendo a través del Hijo y obrando en nosotros por el Espíritu Santo. Teniendo, pues, esta plena seguridad, somos bautizados como se nos mandó, y creemos como somos bautizados, y sostenemos como creemos; de modo que, con un solo acuerdo, nuestro bautismo, nuestra fe y nuestra atribución de alabanza son al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Si alguno menciona dos o tres dioses, o tres deidades, sea anatema. Si alguno, siguiendo la perversión de Arrio, dice que el Hijo o el Espíritu Santo fueron producidos de cosas que no son, sea maldito. Todos los que siguen la regla de la verdad, y reconocen las tres personas, devotamente reconocidas en sus diversas propiedades, y creen que hay una sola deidad, una bondad, una regla, una autoridad y poder, y ni anulan la supremacía de la soberanía única, ni caen en el politeísmo, ni confunden las personas, ni componen la Santísima Trinidad con elementos heterogéneos y dispares, sino que con sencillez reciben la doctrina de la fe, fundamentando toda su esperanza de salvación en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Éstos, según nuestro juicio, son de la misma mente que nosotros, y con ellos también confiamos en tener parte en el Señor.
CARTA
3
Al orador Ablabio
El Señor, como era debido, nos salvó, acompañados por sus oraciones, y les contaré una muestra manifiesta de su amorosa bondad. Cuando el sol estaba justo sobre el lugar que dejamos atrás (llamado Earso), de repente las nubes se espesaron, y el cielo despejado cambió a una profunda oscuridad. Entonces, una brisa fría sopló entre las nubes, trayendo consigo una llovizna y golpeándonos con una sensación de humedad extrema, amenazando con una lluvia como nunca antes se había visto. A la izquierda se oían continuos truenos, y agudos relámpagos se alternaban con ellos, uno tras otro, y todas las montañas, delante, detrás y a ambos lados, estaban envueltas en nubes. Una densa nube ya se cernía sobre nuestras cabezas, arrastrada por un fuerte viento y cargada de lluvia, y aun así, como los antiguos israelitas en su milagrosa travesía del Mar Rojo, aunque rodeados por todos lados por la lluvia, llegamos sin mojarnos a Vestena. Cuando ya habíamos encontrado refugio allí, y nuestras mulas habían descansado, entonces la señal para el aguacero fue dada por Dios al aire. Cuando habíamos pasado unas tres o cuatro horas allí, y habíamos descansado lo suficiente, nuevamente Dios detuvo la caída, y nuestro transporte avanzó con más rapidez que antes, ya que la rueda se deslizaba fácilmente por el barro húmedo y en la superficie. El camino desde ese punto hasta nuestro pequeño pueblo es todo a lo largo de la orilla del río, bajando río abajo con el agua, y hay una hilera continua de aldeas a lo largo de las orillas, todas cerca del camino, y con distancias muy cortas entre ellas. Como consecuencia de esta línea ininterrumpida de viviendas, todo el camino estaba lleno de gente, algunos venían a recibirnos, y otros nos acompañaban, mezclando abundantes lágrimas con su alegría. Ahora había una pequeña llovizna, no desagradable, lo suficiente para humedecer el aire. Poco antes de llegar a casa, la nube que nos cubría se condensó en un chaparrón más fuerte, de modo que nuestra entrada fue bastante silenciosa, pues nadie se había percatado de nuestra llegada. Justo al entrar en el pórtico, al oírse el sonido de las ruedas de nuestro carruaje sobre el suelo seco y duro, la gente apareció en grupos, como por algún artilugio mecánico, no sé de dónde ni cómo, apiñándose a nuestro alrededor tan cerca que no fue fácil bajar del carruaje, pues no había ni un palmo de espacio libre. Después que los persuadimos con dificultad para que nos dejaran bajar y dejaran pasar a nuestras mulas, fuimos aplastados por todos lados por la gente que se agolpaba a nuestro alrededor, tanto que su excesiva amabilidad casi nos hizo desmayar. Cuando estábamos cerca del interior del pórtico, vimos un torrente de fuego fluyendo hacia la iglesia; para el coro de vírgenes, con sus antorchas de cera en la mano, marchaban en fila por la entrada de la iglesia, encendiendo el conjunto con su resplandor. Cuando estuve dentro y me regocijé y lloré con mi gente (pues experimenté ambas emociones al presenciarlas en la multitud), en cuanto terminé las oraciones, escribí esta carta a su santidad lo más rápido posible, bajo la presión de una sed extrema, para poder, una vez terminada, atender mis necesidades físicas.
CARTA 4
Al cónsul Cinegio de Constantinopla
Tenemos una ley que nos manda regocijarnos con los que se alegran y llorar con los que lloran; pero de estos mandamientos, a menudo parece que sólo podemos poner en práctica uno. En efecto, hay una gran escasez en el mundo de quienes se alegran, de modo que no es fácil encontrar con quién compartir nuestras bendiciones, pero hay muchos que se encuentran en el caso contrario. Te escribo esto a modo de prefacio, debido a la triste tragedia que algún poder rencoroso ha estado representando entre personas de nobleza de larga data. Un joven de buena familia, llamado Sinesio, no ajeno a mí, en la plenitud de la juventud, que apenas ha comenzado a vivir, se encuentra en grandes peligros, de los cuales sólo Dios tiene poder para rescatarlo, y después de Dios, tú, a quien se te han confiado las decisiones sobre todas las cuestiones de vida o muerte. Ha ocurrido un accidente involuntario. De hecho, ¿qué accidente es voluntario? Quienes han presentado esta demanda contra él, que conlleva la pena de muerte, han convertido su desgracia en motivo de acusación. Intentaré, mediante cartas privadas, apaciguar su resentimiento y conmoverlos, pero también suplico tu bondad para que te pongas del lado de la justicia y de nosotros, para que tu benevolencia prevalezca sobre la lamentable situación del joven, buscando cualquier artimaña para ponerlo a salvo del peligro, tras haber vencido al poder maligno que lo asalta con la ayuda de su alianza. He dicho todo lo que quería en breve, pues entrar en detalles, para que mi esfuerzo tenga éxito, sería decir lo que no me corresponde decir, ni tú oír de mí.
CARTA 5
A un benefactor de Nisa
Aquello por lo que el rey de los macedonios es más admirado por la gente inteligente (pues no es admirado tanto por sus famosas victorias sobre los persas e indios, ni por su penetración hasta el océano, sino por decir que tenía su tesoro en sus amigos), en este aspecto me atrevo a compararme con sus maravillosas hazañas, y con razón expresaré también este sentimiento. Dado que soy rico en amistades, quizás supere en ese tipo de propiedades incluso a aquel gran hombre que se enorgullecía de ello. En efecto, ¿quién fue tan amigo para él como tú lo eres para mí, esforzándote constantemente por superarte en toda clase de excelencia? Sin duda, nadie me acusaría de adulación al decir esto, si viera mi edad y tu vida, pues las canas no son propicias para la adulación, y la vejez no es propicia para la complacencia. En cuanto a ti, aunque siempre seas propicio para la adulación, los elogios no caerían en la sospecha de adulación, pues tu vida demuestra tus elogios antes que las palabras. Cuando los hombres son ricos en bendiciones, es un don especial saber usar lo que se tiene, y el mejor uso de lo superfluo es dejar que los amigos lo compartan. Mi amado hijo Alejandro es un amigo unido a mí con toda sinceridad, así que anímate a mostrarle mi tesoro, y no sólo a mostrárselo, sino también a ponerlo a su disposición para que lo disfrute en abundancia, brindándole tu protección en los asuntos por los que ha recurrido a ti. Te ruego que seas su protector. Él te lo dirá todo con sus propios labios, porque es mejor hacerlo así que entrar en detalles a través de una carta.
CARTA 6
Al funcionario Estagirio
Dicen que los magos en los teatros idean maravillas como esta que voy a describir. Tomando una narración histórica o alguna historia antigua como argumento de su prestidigitación, la relatan a los espectadores en acción, y es así como hacen sus representaciones de la narración. Se ponen sus vestidos y máscaras, y aparejan algo que se asemeja a una ciudad en el escenario con ahorcamientos, y luego asocian la escena desnuda con su imitación realista de la acción que son una maravilla para los espectadores, tanto los propios actores de los incidentes de la obra como los ahorcamientos, o más bien su ciudad imaginaria. ¿Qué crees que quiero decir con esta alegoría? Esto mismo: que ya que debemos mostrar a los que se reúnen lo que no es una ciudad como si lo fuera, ¿te dejas persuadir para convertirte por el momento en el fundador de nuestra ciudad, simplemente apareciendo allí? Haré que el lugar desierto parezca una ciudad, y nos mostraremos espléndidos a nuestros compañeros. Pero lo haremos si, en lugar de cualquier otro adorno, nos adorna el esplendor de tu presencia.
CARTA 7
A un amigo de Nisa
¿Qué flor en primavera es tan brillante, qué voces de pájaros cantores son tan dulces, qué brisas que apaciguan el mar en calma son tan ligeras y suaves, qué gleba es tan fragante para el labrador, ya sea rebosante de hojas verdes o mecida por espigas fructíferas como la primavera del alma, iluminada con tus rayos pacíficos, desde el resplandor que brilló en tu carta, que elevó nuestra vida del abatimiento a la alegría? Así, tal vez, no sea inapropiado adaptar la palabra del profeta a nuestras bendiciones presentes. En la multitud de las penas que tenía en mi corazón, los consuelos de Dios, por tu bondad, han refrescado mi alma, como rayos de sol, animando y calentando nuestra vida quemada por la escarcha. Ambos alcanzaron el punto más alto: la severidad de mis problemas por un lado, y la dulzura de tus favores por el otro. Si nos has alegrado tanto, con solo enviarnos la alegre noticia de tu llegada, que todo cambió para nosotros de la más extrema aflicción a una condición brillante, ¿qué hará tu preciosa y benigna llegada, incluso el verla? ¿Qué consuelo nos brindará el sonido de tu dulce voz en nuestros oídos? Que esto suceda pronto, con la buena ayuda de Dios, quien da alivio del dolor a los desfallecidos y descanso a los afligidos. Ten la seguridad que, cuando consideramos nuestro propio caso, nos aflige enormemente el estado actual de las cosas, y los hombres no cesan de desgarrarnos. Ten también la seguridad que, cuando volvemos nuestros ojos a tu excelencia, reconocemos que tenemos gran motivo de gratitud a la dispensación de la divina providencia, por poder disfrutar en tu vecindad de tu dulzura y buena voluntad hacia nosotros, y deleitarnos a voluntad con tales alimentos hasta la saciedad, si es que existe tal cosa como la saciedad de bendiciones como estas.
CARTA 8
A un estudiante de filosofía
Cuando buscaba un exordio adecuado y apropiado (me refiero, por supuesto, a las Sagradas Escrituras) para encabezar mi carta, según mi costumbre, no sabía cuál elegir. Y no por incapacidad para encontrarlo, sino porque consideraba superfluo escribir tales cosas a quienes ignoraban el tema. Tu afán por la literatura profana me mostró incontestablemente que no te interesaba la literatura sagrada. Por consiguiente, no te diré nada sobre los textos bíblicos, sino que seleccionaré un preludio adaptado a tus gustos literarios, tomado de los poetas que tanto amas. El gran maestro de su educación introduce uno que muestra la alegría de un anciano que, tras una larga aflicción, volvió a ver a su hijo y también al hijo de su hijo. El tema principal de su júbilo era la rivalidad entre ambos, Ulises y Telémaco, y la más alta recompensa al valor. El recuerdo de sus hazañas contra los cefalénicos refuerza el sentido del discurso. Tú y tu admirable padre, al recibirme (como ellos a Laertes) con afecto, competisteis en la más honorable rivalidad por el premio de la virtud, mostrándonos todo el respeto y la amabilidad posibles, él de numerosas maneras que no necesito mencionar aquí, y tú acribillándome con tus cartas desde Capadocia. ¿Qué hay, entonces, de mí, el anciano? Considero bendito ese día, en el que presencio tal competencia entre padre e hijo. Nunca dejes de cumplir la legítima plegaria de un padre excelente y admirable, y supera con tu disposición y buenas obras el renombre que de él heredaste. Seré un juez aceptable para ambos, y te concederé el primer premio a ti y a tu padre. Así soportaremos todos la ruda Ítaca, ruda no tanto por las piedras como por las costumbres de sus habitantes y sus muchos pretendientes (que lo son sobre todo por las posesiones de la que cortejan). Esos pretendientes insultaban a la esposa de Ulises, y amenazaban su castidad matrimonial, y actuaban de una manera digna de Melanto o de alguna otra persona similar, mientras no hubiera un Ulises que los hiciera entrar en razón con su arco. Ya ves cómo, como un anciano, me voy divagando sobre asuntos que no te incumben. Por favor, tenme indulgencia por mis canas; pues la locuacidad es tan característica de la vejez como la legañosa debilidad de las extremidades. En cuanto a ti, al entretenernos con tu lenguaje vivaz y ágil, como un joven audaz, tú rejuvenecerás mi vejez, y compensarás la debilidad de mis largos días con esa amable atención que tan bien te sienta.
CARTA 9
A un benefactor de Nisa
No es propio de la primavera brillar de repente con su radiante belleza, pero llegan como preludios primaverales el rayo de sol que calienta suavemente la superficie helada de la tierra, el brote medio oculto bajo el terrón y las brisas que soplan sobre la tierra, de modo que el poder fertilizante y regenerador del aire penetra profundamente en ella. Se puede ver la hierba fresca y tierna, el regreso de los pájaros que el invierno había ahuyentado, y muchas otras señales similares, que son más bien señales de la primavera, no la primavera en sí. No es que no sean dulces, porque son indicios de lo que es más dulce. ¿Cuál es el significado de todo esto que digo? Esto mismo: que tu bondad nos llegó en tus cartas, como un anticipo de los tesoros que contienes y un buen preludio de la bendición que esperamos de tus manos. También quiere decir que ambos recibimos la bendición que las cartas transmiten (como una flor primaveral que brota por primera vez), y que rezo para que pronto podamos disfrutar de ti como la plena belleza de la estación. Ten por seguro que he sido profundamente afligido por las pasiones y el rencor de la gente de aquí y sus costumbres. Así como se forma hielo en las cabañas después de las lluvias que llegan (pues haré mi comparación con el clima de nuestra parte del mundo), y así como la humedad, cuando entra, se extiende sobre la superficie que ya está congelada, se congela alrededor del hielo, y se añade a la masa ya existente, así también uno puede notar algo muy parecido en el carácter de la mayoría de la gente de este vecindario, que siempre está tramando e inventando algo rencoroso. Cada nueva calumnia se congela sobre la parte superior que se ha forjado antes, y esto continúa sin interrupción, y no hay límite para su odio y para el aumento de los males. Necesitamos con urgencia muchas oraciones para que la gracia del Espíritu los inunde pronto, derrita la amargura de su odio y derrita la escarcha que se endurece sobre ellos por su malicia. Por eso la primavera, dulce como es por naturaleza, se vuelve aún más deseable que nunca para quienes, después de tales tormentas, te esperan. No dejes, pues, que la bendición se demore. Sobre todo al acercarse nuestra gran festividad, en que sería más razonable que la tierra que te vio nacer se regocijara en sus propios tesoros que el Ponto en los nuestros. Ven, pues, amado, y tráenos multitud de bendiciones, incluso a ti mismo. Esto colmará la medida de nuestra bienaventuranza.
CARTA 10
Al filósofo Libanio de Antioquía
Una vez oí a un médico hablar de un maravilloso fenómeno de la naturaleza, y esta era su historia. Un hombre padecía una dolencia incontrolable y empezó a criticar a la facultad de medicina, pues esta era mucho menos capaz de hacer de lo que afirmaba; pues todo lo que se había ideado para curarlo era ineficaz. Después, cuando recibió una buena noticia que superó sus esperanzas, el suceso hizo el trabajo de la curación, poniendo fin a su enfermedad. Si fue porque el alma, por la inmensa sensación de liberación de la ansiedad y por una repentina recuperación, dispuso al cuerpo a estar en la misma condición, o por alguna otra razón, no puedo decirlo, pues no tengo tiempo para entrar en tales disquisiciones, y quien me lo contó no especificó la causa. Acabo de recordar la historia muy oportunamente, pues cuando no me encontraba tan bien como desearía (no necesito contarte exactamente las causas de todas las preocupaciones que me aquejaron desde que estuve contigo hasta el presente), después de que alguien me contara de repente sobre la carta que había llegado de tu incomparable erudición, en cuanto recibí la epístola y repasé lo que habías escrito, inmediatamente mi alma se conmovió de la misma manera que si me hubieran proclamado ante todo el mundo como el héroe de los más gloriosos logros (tan altamente valoraba el testimonio que me favorecías en tu carta) y luego también mi salud física comenzó a mejorar de inmediato. Te ofrezco un ejemplo de la misma maravilla que la historia que acabo de contar, en que estaba enfermo cuando leí la mitad de la carta, y bien cuando leí la otra mitad. Hasta aquí todo sobre estos asuntos. Dado que Cinegio fue la ocasión de ese favor, puedes, en la desbordante abundancia de tu capacidad para hacer el bien, no sólo beneficiarnos a nosotros, sino también a nuestros benefactores. Él es un benefactor nuestro, como he dicho antes, y la causa y ocasión de que recibiéramos una carta tuya. Por esta razón, bien merece nuestros buenos oficios. Si preguntas quiénes son nuestros maestros (si es que realmente se cree que hemos aprendido algo), encontrarás que son Pablo y Juan, y el resto de los apóstoles y profetas. Si no me atrevo demasiado al afirmar algún conocimiento de ese arte en el que tanto sobresales, jueces competentes declaran que las reglas de la oratoria fluyen de ti, como de un manantial desbordante, sobre todos los que tienen alguna pretensión de excelencia en ese departamento. Esto he oído decir al admirable Basilio, quien fue tu discípulo y mi padre y maestro. Con todo, ten por seguro esto: que no encontré un sustento rico en los preceptos de mis maestros, y que disfruté de la compañía de mi hermano sólo por un corto tiempo, y que apenas aprendí lo suficiente de su lengua aguda, como para poder discernir la ignorancia de quienes no están iniciados en la oratoria. Por supuesto, más adelante y siempre que tenía tiempo libre, dedicaba mi tiempo y energías a este estudio, y así me enamoré de su belleza, aunque aún no había alcanzado el objeto de mi pasión. Si nunca tuvimos un maestro (como considero que fue nuestro caso), y si es incorrecto suponer que la opinión que tienes de nosotros es distinta a la verdadera (de hecho, tienes razón en tu afirmación, y no somos del todo despreciables a tu juicio), permíteme atribuirte la causa de la competencia que hayamos alcanzado. Si Basilio fue el autor de nuestra oratoria, y si su riqueza provino de vuestros tesoros, entonces lo que poseemos es suyo, aunque lo hayamos recibido de otros. Si nuestros logros son escasos, también lo es el agua de una tinaja. Aun así, también ésta proviene del Nilo.
CARTA 11
Al filósofo Libanio de Antioquía
Era costumbre entre los romanos celebrar una fiesta en invierno, siguiendo la costumbre de sus antepasados, cuando los días comienzan a acortarse a medida que el sol asciende a las regiones superiores del cielo. Ahora bien, el comienzo del mes se considera sagrado, y con este día (que augura el carácter de todo el año) se dedican muchos a pronosticar accidentes afortunados, alegrías y riquezas. ¿Cuál es mi objetivo al comenzar mi carta de esta manera? Sobre todo, recordar que yo también celebré esta fiesta, habiendo recibido mi regalo de oro tan bien como cualquiera de ellos. En mi caso, lo que llegó a mis manos, así como a las tuyas, fue oro. Pero no como ese oro vulgar que ostenta los tesoros y que, quienes lo poseen, amarran como posesión pesada, vil y desalmada, sino como una riqueza mucho más elevada, a la vista de quienes, como dice Píndaro, tienen el sentido de la visión. Por este oro me refiero a tu carta y a la vasta riqueza que contenía. Así sucedió. Ese día, mientras me dirigía a la metrópoli de los capadocios, me encontré con un conocido que me entregó tu carta como regalo de año nuevo. Yo, rebosante de alegría, abrí mi tesoro a todos los presentes. La carta, al pasar por las manos de todos, como una entrada a un festín, se convirtió en patrimonio privado de cada uno. Algunos, al leerla con constancia, grababan las palabras en su memoria, y otros las grababan en tablillas. Cuando todo eso cesó, la carta volvió a estar en mis manos, dándome más placer que el duro metal a los ojos de los ricos. Para los agricultores, por usar una comparación sencilla, la aprobación de las labores que ya han realizado es un fuerte estímulo para las que siguen. ¿Qué quiero decir? Esto mismo: que tengas paciencia conmigo, pues lo que tú mismo has aportado, como si fuera una semilla, provocará una respuesta. Te pido una bendición pública y general para nuestra vida, y que ya no abrigues el propósito que nos expresaste en una oscura insinuación al final de tu carta. No creo que sea una decisión justa (ya que hay quienes se deshonran desertando de la lengua griega para unirse a los bárbaros, convirtiéndose en soldados mercenarios y eligiendo las raciones de un soldado en lugar del renombre de la elocuencia) que debas condenar por completo la oratoria de los humanos, sino que a veces es mejor que la vida sea tan muda como la de las bestias. En efecto, ¿quién abrirá la boca si llevas a cabo esta severa sentencia contra la oratoria? Quizás sea bueno recordarte un pasaje de nuestras Escrituras. Nuestra palabra exhorta a quienes puedan a hacer el bien, sin fijarse en el temperamento de quienes reciben el beneficio, de modo que no se esfuercen por beneficiar sólo a quienes son sensibles a la bondad, ni cierren su beneficencia a los ingratos, sino que más bien imiten al Dispensador de todo, que distribuye los bienes de su creación por igual a todos, a buenos y a malos. Teniendo esto en cuenta, muéstrate en tu forma de vida como lo has hecho el pasado. Quienes no ven el sol no por ello impiden su existencia. Del mismo modo, tampoco es justo que los rayos de tu elocuencia se apaguen por culpa de quienes son ciegos a las percepciones del alma. En cuanto a Cinegio, ruego que se mantenga lo más alejado posible de la enfermedad común que ahora se ha apoderado de los jóvenes, y que se dedique por voluntad propia al estudio de la retórica. Si no está dispuesto, es justo, aunque no quiera, que se le obligue a ello, para evitar la lamentable y deshonrosa situación en la que se encuentran quienes han abandonado previamente la oratoria.
CARTA 12
A los obispos de Capadocia
Nosotros, los capadocios, carecemos de casi todo lo que hace felices a quienes las poseen. Pero sobre todo, carecemos de personas capaces de escribir. Esta, sin duda, es la razón por la que tardo tanto en enviaros una carta, pues aunque mi respuesta a la herejía de Eunomio estaba terminada hace tiempo, no había nadie que la transcribiera. Esta escasez de escritores me hizo sospechar de lentitud o de incapacidad para formular una respuesta. Como ahora, gracias a Dios, el escritor y el revisor han llegado, os he enviado este tratado. No como dice Isócrates, como un regalo, pues no lo considero como algo que deba recibirse en lugar de algo de valor sustancial, sino para que podamos animar a quienes están en la plenitud de la juventud a luchar contra el enemigo, estimulando el temperamento naturalmente optimista de la juventud. Si alguna parte del tratado os pareciera merecedora de seria consideración, tras examinar algunas partes, especialmente las que preceden a los juicios, y las que son del mismo tipo, y quizás también algunas de las partes doctrinales del libro, no penséis que están compuestas con ingratitud. Sea cual sea la conclusión a la que llegue, por supuesto las leeréis, como a un maestro y corrector, a quienes no actúan como los jugadores de pelota (que se paran en tres lugares diferentes y lanzan la pelota de uno a otro, apuntando con precisión y atrapando una pelota de uno y otra de otro, y desconciertan al jugador que está en el medio, que salta para atraparla, fingiendo que van a lanzar con una expresión falsa, y tal o cual movimiento de la mano a izquierda o derecha, y dondequiera que lo vean apresurarse, envían la pelota justo en la dirección opuesta, engañando sus expectativas con un truco). Esto se aplica también a la mayoría de nosotros, quienes, abandonando toda seriedad, jugamos a la bondad, como si estuviéramos jugando a la pelota con los hombres en lugar de hacer realidad la esperanza favorable que albergamos, seduciendo a quienes confían en nosotros hacia situaciones siniestras. Cartas de reconciliación, caricias, obsequios, regalos, abrazos cariñosos por carta... todo esto es como lanzar la pelota hacia la derecha. No obstante, en lugar del placer que se espera, se reciben acusaciones, conspiraciones, calumnias, menosprecios, acusaciones, fragmentos de frases arrancados de su contexto, retocados y convertidos en nuestro propio perjuicio. Benditos seáis vosotros en vuestras esperanzas, pues a través de todas las pruebas confiáis en Dios. Os suplico que no os fijéis en vuestras palabras, sino en la enseñanza de nuestro Señor en el evangelio, pues ¿qué consuelo puede ofrecer a un afligido quien lo supera en la agonía, para ayudar a que su desgracia se desencadene? Como dice el Señor, "mía es la venganza, y yo pagaré". Vosotros, los mejores de los hombres, seguid adelante como es debido, confiad en Dios y no os dejéis impedir por el espectáculo de nuestras desgracias. Encomendad a Dios, que juzga con rectitud, el desenlace adecuado y justo de los acontecimientos, y actuad según os guíe la sabiduría divina. Sin duda, José no tenía motivos para lamentarse por la envidia de sus hermanos, y la malicia de sus parientes se convirtió para él en el camino hacia el Imperio.
CARTA 13
A la Iglesia de Nicomedia
Que el Padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo, que dispone todas las cosas con sabiduría para lo mejor, os visite por su propia gracia y os consuele por sí mismo, obrando en vosotros lo que le agrada. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo venga sobre vosotros, y la comunión del Espíritu Santo, para que tengáis sanación de toda tribulación y aflicción, y avancéis hacia todo bien, para el perfeccionamiento de la Iglesia, para la edificación de sus almas y para alabanza de la gloria de su nombre. Al hacer aquí una defensa de nosotros mismos ante vuestra caridad, diría que no fuimos negligentes en dar cuenta del cargo que se nos confió, ya sea en el pasado o desde la partida de Patricio (de bendita memoria). Insisto en que hubo muchos problemas en nuestra Iglesia, y el deterioro de nuestras facultades corporales fue grande, aumentando, como era natural, con el paso de los años. Grande también fue la negligencia de vuestra excelencia hacia nosotros, pues ninguna carta nos indujo a emprender la tarea, ni se mantuvo ninguna conexión entre vuestra Iglesia y nosotros, aunque Eufrasio, vuestro obispo de bendita memoria, con toda santidad unió nuestra humildad consigo mismo y con vosotros con amor, como con cadenas. Aunque la deuda de amor no ha sido satisfecha, ni por mi parte me he hecho cargo de vosotros, por el aliento de vuestra piedad hacia mí oro a Dios, tomando vuestra oración como aliada a mi propio deseo. A él le pido que pueda visitaros con la mayor rapidez posible, y ser consolado junto con vosotros, y junto con vosotros mostrar diligencia, como el Señor nos indique. Así descubriremos un medio para rectificar los desórdenes que se han producido, y asegurar la seguridad para el futuro, de modo que ya no os dejéis distraer por esta discordia, uno alejándose de la Iglesia en una dirección, otro en otra, y siendo así expuestos al hazmerreír al diablo, cuyo deseo y negocio es (en directa contradicción con la voluntad divina) que nadie se salve, ni llegue al conocimiento de la verdad. ¿Cómo creéis, hermanos, que me aflige escuchar, de quienes me informan, que vuestro estado no ha tornado a una vida mejor? La resolución de quienes una vez se desviaron siempre sigue el mismo curso. Así como el agua de un conducto a menudo desborda la orilla vecina, y al fluir lateralmente se desborda, y a menos que se detenga la fuga es casi imposible volver a su cauce (cuando el terreno sumergido se ha excavado según el curso de la corriente), así también quienes han abandonado la Iglesia, una vez que por motivos personales se han desviado de la fe recta y correcta, se han hundido profundamente en la rutina y no regresan fácilmente a la gracia que una vez tuvieron. Por todo ello, sus asuntos exigen un administrador sabio y fuerte, hábil para guiar correctamente esos temperamentos caprichosos, de modo que pueda devolver a su prístina belleza el desordenado curso de este río, para que los campos de trigo de su piedad vuelvan a florecer abundantemente, regados por la irrigadora corriente de la paz. Por esta razón, se requiere gran diligencia y ferviente deseo de todos vosotros en este asunto, para que el Espíritu Santo designe como presidente a alguien que tenga la mirada puesta únicamente en las cosas de Dios, sin desviar su mirada de un lado a otro o hacia ninguna de las cosas que los hombres anhelan. Por esta razón, creo que la ley antigua no le daba al levita ninguna parte en la herencia general de la tierra (para que sólo Dios fuera su porción de posesión, y pudiera siempre ocuparse de la posesión en sí mismo, sin preocuparse por ningún objeto material). En efecto, no es lícito que los simples se inmiscuyan en lo que no les incumbe, sino que eso pertenece propiamente a otros. Cada uno debe ocuparse de sus propios asuntos, para que se produzca lo más conveniente y la Iglesia vuelva a prosperar, cuando los que se han dispersado hayan regresado a la unidad del único cuerpo, y la paz espiritual se establezca por quienes glorifican a Dios con devoción. Para ello, creo que conviene buscar altas cualificaciones en la elección de dicho presidente, para que quien sea nombrado sea idóneo para el puesto. A este respecto, los mandatos apostólicos no nos indican que busquemos la alta cuna, la riqueza o la distinción (a los ojos del mundo) entre las virtudes de un obispo. Si todo esto, sin buscarlo, acompañara a los líderes espirituales, no lo rechazamos, pero lo consideramos simplemente como una sombra que sigue accidentalmente al cuerpo. Por otro lado, acogeremos con agrado las dotes más valiosas, sobre todo si son independientes de esas bendiciones de la fortuna. El profeta Amós era pastor de cabras, Pedro era pescador, su hermano Andrés ejercía la misma profesión, y también lo era el sublime Juan. Pablo era fabricante de tiendas, Mateo publicano, y los demás apóstoles, de igual manera (no cónsules, generales, prefectos, ni distinguidos en retórica y filosofía, sino pobres, sin profesiones eruditas, sino comenzando desde las ocupaciones más humildes de la vida). Sin embargo, su voz resonó por toda la tierra, y sus palabras hasta los confines del mundo. Considerad vuestra condición, hermanos, que no sois sabios según la carne, ni poderosos, ni nobles, sino lo necio del mundo (1Cor 1,26-27). Quizás hoy en día se considere necio, según la opinión de los hombres, a uno no pueda hacer mucho desde la pobreza, o sea menospreciado por su condición de clase baja. Pero no por su carácter. De hecho, ¿quién sabe si el cuerno de la unción no se derrama por gracia sobre alguien así, aunque sea inferior al encumbrado y más ilustre? Y si no, ¿qué era más conveniente para la Iglesia de Roma? ¿Que en sus inicios estuviera presidida por algún senador de alta cuna y pomposo, o por el pescador Pedro, quien carecía de las ventajas de este mundo para atraer a los hombres? ¿Qué casa tenía, qué esclavos, qué propiedades que ministraban lujo, mediante la riqueza?¿Acaso fluyendo constantemente? Ese extraño llamado Pedro, sin mesa ni techo, era más rico que quienes lo poseen todo, porque al no tener nada poseía a Dios por completo. Así también los mesopotámicos, aunque contaban con sátrapas adinerados, prefirieron a Tomás por encima de todos para la presidencia de su Iglesia. De igual manera, los cretenses prefirieron a Tito, y los habitantes de Jerusalén a Santiago, y nosotros los capadocios al centurión, quien en la cruz reconoció la divinidad del Señor, aunque en aquel tiempo había muchos de espléndido linaje, cuyas fortunas les permitían mantener una cuadra y e enorgullecían de ocupar el primer puesto en el Senado. En toda la Iglesia se puede ver a quienes son grandes según el modelo de Dios, preferidos por encima de la magnificencia mundana. Vosotros también, creo, deberíais prestar atención a estas cualidades espirituales, si realmente deseáis revivir la antigua gloria de vuestra Iglesia (pues nada os es más conocido que vuestra propia historia). Antiguamente, antes del florecimiento de la ciudad cercana, la sede del gobierno estaba en vosotros, y entre las ciudades bitinias no había nada superior a la vuestra. Hoy en día, los edificios públicos de antaño han desaparecido, aunque los habitantes de la ciudad está ascendiendo rápidamente, a la altura de su antiguo esplendor. Por consiguiente, os convendría albergar pensamientos que no desciendan a la altura de las bendiciones que ahora poseéis, sino que eleven su entusiasmo en la obra que tenéis por delante, a la altura de la magnificencia de vuestra ciudad. Encontrad a alguien que presida a los laicos y demuestre ser digno de vosotros. Es vergonzoso, hermanos, y absolutamente monstruoso, que si bien nadie se convierte en piloto si no es experto en navegación, quien está al timón de la Iglesia no sepa cómo llevar las almas de quienes navegan con él a salvo al puerto de Dios. ¡Cuántos naufragios de iglesias, hombres y almas, han ocurrido hasta ahora por la inexperiencia de sus líderes! ¿Quién puede imaginar cuántos desastres no se habrían evitado si quienes estaban al mando hubieran tenido la habilidad de un piloto? Es más, los artesanos confían en el hierro para fabricar vasijas, y no en quienes desconocen la materia, sino en quienes conocen el arte de la forja. ¿No deberíamos, por tanto, confiar las almas a quien es hábil para ablandarlas con el calor ardiente del Espíritu Santo? ¿Y quién, mediante la influencia de instrumentos racionales, puede moldear a cada uno de vosotros para que sea un instrumento escogido y útil? Es así como el inspirado apóstol nos invita a reflexionar, en su Carta a Timoteo (1Tm 3,2), cuando dice que un obispo debe ser irreprochable. ¿Es esto todo lo que le importa al apóstol, que quien asciende al sacerdocio sea irreprochable? Ciertamente, sí. ¿Y qué mayor ventaja hay que tener en cuenta todas las cualidades posibles? El sujeto se moldea por el carácter de su superior, y la rectitud del guía se convierte también en la de sus seguidores, y lo que el maestro es, así hace que sea el discípulo. En efecto, es imposible que quien ha sido aprendiz del arte del herrero practique el del tejedor, o que quien sólo ha aprendido a trabajar en el telar se convierta en orador o matemático. Por el contrario, lo que el discípulo ve en su maestro, eso es lo adopta y transfiere a sí mismo. Por esta razón, la Escritura dice: "Todo discípulo que sea perfecto será como su maestro". ¿Qué entonces, hermanos? ¿Es posible ser humilde y sumiso en carácter, moderado, superior al amor al lucro, sabio en las cosas divinas y entrenado en la virtud y la consideración en obras y caminos, sin ver esas cualidades en el maestro? Es más, no sé cómo un hombre puede volverse espiritual si ha sido discípulo en una escuela mundana. Y si no, ¿cómo pueden quienes se esfuerzan por parecerse a su maestro no ser como él? ¿Qué ventaja tiene la magnificencia del acueducto para el sediento si no hay agua, a pesar de la disposición simétrica de columnas de diversas formas en la parte trasera del frontón? ¿Qué preferiría el sediento para satisfacer sus necesidades, ver mármoles bellamente dispuestos o encontrar agua de manantial, aunque fluyera por una tubería de madera (siempre que el arroyo que brotara fuera limpio y potable)? Hermanos, quienes buscan la piedad deberían descuidar las apariencias. Ya sea que un hombre se regocije con amigos poderosos, o se enorgullezca de sus largas dignidades, o se jacte de sus grandes ingresos anuales, o se envanezca pensando en su noble ascendencia, o tenga la mente nublada por la vanidad de la autoestima, no debería tener nada que ver con él (como tampoco con un acueducto seco), si no muestra en su vida las cualidades esenciales para un alto cargo. Empleando la lámpara del Espíritu para la búsqueda, debéis, en la medida de lo posible, buscar un jardín cerrado, una fuente sellada (Cant 4,12), para que, por vuestra elección, abierto el jardín de las delicias y desbordado el agua de la fuente, haya una adquisición común para la Iglesia Católica. Que Dios conceda que pronto se encuentre entre vosotros a alguien así, que sea un instrumento escogido y un pilar de la Iglesia. Confío en el Señor que así será, si por la gracia de la concordia os disponéis a ver con un mismo propósito lo bueno, prefiriendo a vuestra propia voluntad la voluntad del Señor. Lo que él aprueba es perfecto y agradable a vuestros ojos. Que haya un desenlace tan feliz entre vosotros, y que en él podamos regocijarnos, y vosotros triunféis, y el Dios de todos sea glorificado.
CARTA 14
Al obispo Otreio de Melitene
¡Qué hermosas son las semejanzas de los objetos bellos cuando conservan con toda su claridad la huella de su belleza original! De tu alma, tan verdaderamente hermosa, vi una imagen clarísima en la dulzura de tu carta que, como dice el evangelio, "llenaste de miel con la abundancia de tu corazón". Por eso me pareció verte en persona y disfrutar de tu reconfortante compañía, por el afecto expresado en tu carta. Al tomarla en mis manos y repasarla de principio a fin, sólo anhelaba con más vehemencia el disfrute, y no sentía saciedad. Tal sentimiento no puede acabar con mi placer, como tampoco con el que se deriva de cualquier cosa que sea por naturaleza bella y preciosa. ¿Por qué? Porque ni nuestra constante participación en el beneficio ha embotado nuestro anhelo de contemplar el sol, ni el goce ininterrumpido de la salud impide que deseemos su continuidad. Estamos convencidos de que es igualmente imposible que nuestro disfrute de tu bondad, que a menudo hemos experimentado cara a cara y ahora por carta, llegue jamás a la saciedad. Nuestro caso es como el de quienes, por alguna circunstancia, sufren una sed insaciable. De la misma manera, cuanto más disfrutamos de tu bondad, más sedientos nos sentimos. A menos que supongas que mi lenguaje es mera lisonja y adulación irreal (que seguramente no supondrás, siendo, como eres, bueno y leal conmigo), sin duda creerás lo que digo: que el favor de tu carta, aplicada a mis ojos como una receta médica, detuvo mi inagotable fuente de lágrimas, y que, depositando nuestras esperanzas en la medicina de tus santas oraciones, esperamos que pronto y por completo la enfermedad de nuestra alma sane. Ahora estamos en tal situación que evitamos los oídos de quien nos aprecia, y ocultamos la verdad para no arrastrar a quienes nos aman lealmente a nuestros problemas. Privados de lo que más amamos, estamos envueltos en guerras, y son nuestros hijos los que nos vemos obligados a dejar atrás, esos hijos a quienes consideramos dignos de llevar a Dios en angustias espirituales, unidos a nosotros por la ley del amor. Éstos, en sus propias pruebas y aflicciones, nos extendieron su afecto. Además de esto, hemos tenido que dejar un hogar querido, y hermanos y parientes, y compañeros y amigos, y un hogar, y mesa, bodega, cama, asiento y saco, y conversación y lágrimas (¡cuán dulces eran, y cuán apreciados por la larga costumbre!). Para no cansarte más, considera tú mismo lo que tengo a cambio de esas bendiciones. Ahora que estoy al final de mi vida, empiezo a vivir de nuevo, y me veo obligado a aprender la elegante versatilidad de carácter que ahora está de moda. Como dice el dicho, "somos aprendices tardíos en la escuela de la bellaquería", de modo que constantemente nos vemos obligados a sonrojarnos de nuestra torpeza e ineptitud para este nuevo estudio. Nuestros adversarios, equipados con todo el entrenamiento de esta sabiduría, son muy capaces de conservar lo aprendido e inventar lo que no han aprendido. Su método de guerra consiste en escaramuzas a distancia, y en (tras una señal preconcertada) formar su falange en orden sólido. Pronuncian a modo de preludio lo que les conviene, sorprenden con exageraciones y se rodean de aliados por doquier. Una vasta cantidad de astucia, invencible en poder, les acompaña, avanzando delante de ellos para liderar a su ejército, como un combatiente diestro y zurdo, luchando con ambas manos al frente de su ejército, por un lado cobrando tributos a sus súbditos y por el otro castigando a quienes se cruzan en su camino. Si se preocupan por indagar el estado de nuestros asuntos internos, encontrarán otros problemas comparables, tales como una choza sofocante, abundante frío, oscuridad, confinamiento y todas esas ventajas. Sobre todo, encontrarán una vida marcada por la observación crítica de todos. La voz, la mirada, la forma de vestir la capa, el movimiento de las manos, la posición de los pies, y todo lo demás, todo eso es ahora objeto de entrometimiento. A menos que uno emita una respiración profunda, y a menos que se emita un gemido continuo con la respiración, y a menos que la túnica pase elegantemente por el cinturón (por no mencionar el desuso del mismo), y a menos que nuestra capa nos caiga oblicuamente por la espalda, la omisión de cualquiera de estas sutilezas es un pretexto para la guerra contra nosotros. Con tales argumentos, se unen para luchar contra nosotros, hombre por hombre, municipio por municipio e incluso en todo tipo de lugares remotos. En definitiva, uno no puede estar siempre bien o siempre mal (pues la vida de cada uno está hecha de contrarios), mas si la gracia de Dios nos acompaña con firmeza, soportaremos la abundancia de molestias, con la esperanza de ser siempre partícipes de su bondad. Nunca dejes de concedernos tales favores, para que con ellos nos refresques y prepares para ti con mayor abundancia la recompensa prometida a quienes guardan los mandamientos.
CARTA 15
Al abogado Adelfio
Te escribo esta carta desde la sagrada Vanota. Si no le hago injusticia al lugar dándole su nombre local, le hago injusticia porque en su nombre no se nota pulido. Al mismo tiempo, la belleza del lugar, por grande que sea, no se transmite con este epíteto gálata, pues se necesitan ojos para interpretar su belleza. Aunque antes de esto yo he visto mucho, y también he observado muchas cosas por medio de descripciones verbales en los relatos de antiguos escritores, creo que todo lo que he visto y oído no vale nada en comparación con la belleza que se encuentra aquí. Tu Helicón no es nada, las Islas de los Bienaventurados son una fábula, la llanura sicionia es una nimiedad, los relatos del Peneo son otro caso de exageración poética (ese río que, según dicen, al desbordar con su rica corriente las orillas que flanquean su curso, convierte a los tesalios en su afamado Tempe). ¿Qué belleza hay en cualquiera de estos lugares que he mencionado, como la que Vanota puede mostrarnos por sí sola? Si se busca la belleza natural en el lugar, no necesita ninguno de los adornos del arte, y si se considera lo que se ha hecho con ayuda artificial, se ha hecho tanto, y tan bien, que podría superar incluso las desventajas naturales. Los dones otorgados al lugar por la naturaleza, que embellece la tierra con una gracia ingenua, son tales: abajo, el río Halys embellece el lugar con sus orillas, y brilla como una cinta dorada a través de su púrpura intenso, enrojeciendo su corriente con la tierra que arrastra. Arriba, una montaña densamente cubierta de bosques se extiende con su larga cresta, cubierta por completo con el follaje de los robles, digna de encontrar a un Homero que la cante mejor que ese Nerito de Ítaca, al que el poeta llama de vista lejana con hojas temblorosas. El crecimiento natural del bosque, al descender por la ladera, se encuentra al pie con las plantaciones agrícolas. Las vides, extendidas por las laderas, y las protuberancias y hondonadas en la base de la montaña, cubren con su color, como un manto verde, toda la tierra baja; y la estación en esta época incluso aumentaba su belleza, exhibiendo sus racimos de uvas, maravillosos de contemplar. No obstante, esto fue lo que me causó aún más sorpresa: que mientras la comarca vecina muestra frutos aún verdes, uno puede disfrutar aquí de los racimos llenos y saciarse con su perfección. A lo lejos, como una hoguera encendida desde un gran faro, brilló ante nuestros ojos la hermosa belleza de los edificios. A la izquierda, al entrar, estaba la capilla construida para los mártires. Aún no estaba terminada su estructura, pero aún le faltaba el techo, pero aun así ofrecía un buen espectáculo. Justo frente a nosotros, en el camino, se encontraban las bellezas de la casa, donde una parte se distingue de otra por una delicada invención. Había torres salientes y preparativos para banquetes entre las amplias y altas hileras de árboles arqueados que coronaban la entrada ante las puertas. Alrededor de los edificios se encuentran los jardines feacios; mejor aún, que las bellezas de Vanota no se vean ofendidas en comparación con aquellos. Homero nunca vio una manzana con un fruto brillante como el que tenemos aquí, acercándose al tono de su propia flor en el extraordinario brillo de su colorido; nunca vio una pera más blanca que el marfil recién pulido. ¿Y qué se puede decir de las variedades de melocotón, diversas y multiformes, pero mezcladas y compuestas a partir de diferentes especies? Porque, así como pintan ciervos, centauros y similares, mezclando cosas de diferentes tipos y haciéndose más sabios que la naturaleza, así sucede con esta fruta. La naturaleza, bajo el despotismo del arte, convierte a uno en una almendra, a otro en una nuez, y a otro en un Doracino, ambos mezclados por igual en nombre y sabor. En todos ellos, la cantidad de árboles individuales es más notable que su belleza, y exhiben una disposición de buen gusto en su plantación, y esa forma armoniosa de dibujo (lo llamo dibujo, pues la maravilla pertenece más al arte del pintor que al del jardinero). La naturaleza se adapta tan fácilmente al designio de quienes disponen estos recursos, que parece imposible expresarlo con palabras. ¿Quién podría encontrar palabras dignas para describir el camino bajo las enredaderas, y la dulce sombra de su grupo, y esa novedosa estructura de muro donde las rosas con sus brotes y las enredaderas con sus remolques se entrelazan y forman una fortificación que sirve de muro contra un ataque de flanco, y el estanque en la cima de este sendero, y los peces que allí se crían? En cuanto a todo esto, las personas encargadas de la casa de vuestra nobleza estuvieron dispuestas a servirnos de guías con cierta ingenua amabilidad, y nos las señalaron, mostrándonos cada uno de los detalles que tú mismo nos habrías mostrado con esmero y toda cortesía. Allí también, uno de los muchachos, como un mago, nos mostró una maravilla como pocas veces se encuentra en la naturaleza. En efecto, el muchacho bajó a aguas profundas y sacó a su antojo los peces que seleccionó, y éstos no parecían ajenos al toque del pescador, sino que parecían mansos y sumisos bajo las manos del artista, como perros bien entrenados. Luego me llevaron a una casa como para descansar. El pórtico se alzaba a gran altura sobre una profunda poza. El basamento que sostenía el pórtico triangular, como una puerta que conducía a las delicias del interior, y estaba bañado por el agua. Justo delante de nosotros, en el interior, una especie de casa ocupaba el vértice del triángulo, con un tejado alto, iluminada por todos lados por los rayos del sol y adornada con diversas pinturas; de modo que este lugar casi nos hizo olvidar lo que la había precedido. La casa nos atraía, y el pórtico sobre la poza era una vista única. Los magníficos peces nadaban desde las profundidades a la superficie, saltando en el aire como seres alados, como si se burlaran a propósito de nosotros, criaturas de la tierra firme. Mostrando la mitad de su forma, y dando volteretas por el aire, los peces se sumergían una vez más en las profundidades. Otros, en bancos, uno tras otro, eran un espectáculo para ojos desacostumbrados. En otro lugar se veía otro banco apiñado alrededor de un trozo de pan, empujados uno tras otro, y aquí uno saltando, allá otro zambulléndose. Esto nos lo hicieron olvidar las uvas que nos trajeron en cestas de brotes retorcidos, y la variada abundancia de fruta de temporada, y la preparación del desayuno, y las diversas exquisiteces, y los platos salados, y los dulces, y las bebidas de salud, y las copas de vino. Una vez saciado y con ganas de dormir, puse a un escriba a mi lado y envié a tu elocuencia, como si fuera un sueño, esta carta parlanchina. No obstante, espero contarte todas estas bellezas del lugar con detalle, a ti y a tus amigos, y no con papel y tinta, sino con mi propia voz y lengua.
CARTA 16
Al obispo Anfiloquio de Iconio
Estoy convencido que, por la gracia de Dios, la obra de la Iglesia de los Mártires marcha con buen pie. Ojalá estuvieran muchos dispuestos a colaborar. La tarea que tenemos entre manos llegará a su fin por el poder de Dios, quien, donde quiera que hable, puede convertir las palabras en hechos. Como dice el apóstol, "quien ha comenzado una buena obra también la perfeccionará". Por ello, hermano, te exhorto a ser imitador del gran Pablo, y a llevar nuestra esperanza a su cumplimiento real, y a enviarnos tantos obreros como sean suficientes para la obra que tenemos entre manos. Su perfección podría quizás ser informada por el cálculo de las dimensiones que alcanzará la obra total, y para ello intentaré explicar la estructura completa mediante una descripción verbal. La forma de la capilla es una cruz, cuya figura se completa, como cabría esperar, con 4 estructuras. Las uniones de los edificios se interceptan, como vemos por todas partes en el patrón cruciforme. Dentro de la cruz hay un círculo, dividido por 8 ángulos (llamo círculo a la figura octogonal en vista de su circunferencia), de tal manera que los 2 pares de lados del octógono, diametralmente opuestos, unen mediante arcos el círculo central a los bloques adyacentes del edificio; mientras que los otros 4 lados del octógono, que se encuentran entre los edificios cuadriláteros, no se llevarán a encontrarse con los edificios, sino que sobre cada uno de ellos se describirá un semicírculo como una concha, que termina en un arco arriba. De este modo, los arcos serán 8 en total, y por medio de ellos los edificios cuadriláteros y semicirculares se conectarán, lado a lado, con la estructura central. En los bloques de mampostería formados por los ángulos habrá un número igual de pilares, a la vez para adorno y para fuerza, y estos a su vez soportarán arcos construidos de igual tamaño para corresponder con los interiores. Sobre estos 8 arcos, con la simetría de una hilera superior de ventanas, el edificio octogonal se elevará a la altura de 4 codos. La parte que se levanta de él será un cono en forma de cima, ya que la bóveda estrecha la figura del techo de su ancho completo a una cuña puntiaguda. Las dimensiones a continuación serán: el ancho de cada uno de los edificios cuadriláteros, 8 codos; su longitud, la mitad; y la altura, según la proporción del ancho. Será igual en los semicírculos. La longitud total entre los pilares se extiende de la misma manera a 8 codos, y la profundidad será la que indique el compás, con el punto fijo colocado en el centro del lado y extendiéndose hasta el extremo. La altura también se determinará en este caso por la proporción al ancho. El grosor del muro, un intervalo de 3 pies desde el interior de estos espacios (que se miden internamente), rodeará todo el edificio. Te he molestado con esta nimiedades, con la intención de que, por el grosor de los muros y los espacios intermedios, pueda determinar con precisión la suma de los pies que corresponde a la medida. También te he molestado porque tu intelecto es sumamente ágil en todos estos asuntos, y por la gracia de Dios te abres camino en cualquiera de estos temas mediante un cálculo sutil, determinando la suma total de todas las partes. Dinos todo lo que piensas al respecto, y envíanos ni más ni menos albañiles de los que necesitamos. Te ruego que prestes especial atención a este punto, para que algunos de ellos puedan ser hábiles en la construcción de bóvedas sin soportes, pues me han informado que construidas de esta manera son más duraderas que las que se construyen sobre puntales. Es la escasez de madera la que nos lleva a este recurso de techar toda la estructura con piedra, ya que el lugar no dispone de madera para techar. Algunos de los presentes me han ofrecido proporcionarme 30 obreros para la mampostería labrada, por supuesto con una ración específica junto con el estáter contratado. El material de nuestra mampostería no es de este tipo, sino ladrillo de arcilla y piedras sueltas, por lo que no necesitan dedicar tiempo a encajar las caras de las piedras con precisión. Sé que, en cuanto a habilidad y equidad en los salarios, los obreros de tu vecindario son mejores para nuestro propósito que los que se dedican aquí al oficio. El trabajo del escultor no sólo consiste en los 8 pilares (que deben ser mejorados y embellecidos), sino que la obra requiere molduras de base tipo altar y capiteles tallados al estilo corintio. El pórtico también será de mármol labrado con adornos apropiados. Las puertas que se asientan sobre estos estarán adornadas con diseños similares a los que se suelen emplear como adorno en la proyección de la cornisa. De todo esto, por supuesto, nosotros proporcionaremos los materiales, mas el arte será el que nos dará la forma que se imprimirá en ellos. Además, habrá en la columnata no menos de 40 pilares, también de piedra labrada. Si mi relato ha explicado la obra en detalle, espero que tu santidad, al percibir lo necesario, pueda aliviarnos por completo de la ansiedad en lo que respecta a los obreros. Si el obrero quisiera hacer un trato favorable, que se fije una cantidad específica de trabajo. Si es posible, para cada día, para que no pase el tiempo sin hacer nada, y luego, aunque no tenga trabajo que mostrar, por haber trabajado para nosotros tantos días, exija el pago. Sé que a la mayoría de la gente les pareceré regateador, al ser tan meticuloso con los contratos. Te ruego que me disculpes por ello, porque ese dinero Mammón, de quien tantas veces he hablado tan duramente, al final se ha alejado de mí todo lo que ha podido, disgustado por las tonterías que constantemente se dicen en su contra, y se ha fortificado contra mí con un abismo infranqueable (a saber, la pobreza), de modo que ni él puede venir a mí, ni yo puedo pasar a él. Por eso me preocupo por la equidad de los trabajadores, para que podamos cumplir con la tarea que tenemos por delante y no nos veamos obstaculizados por la pobreza. Bueno, en todo esto hay una cierta mezcla de broma. Hombre de Dios, en la forma que sea posible y legítima, promete valientemente a tus obreros que todos recibirán aquí un trato justo de nuestra parte y el pago completo de sus salarios. Daremos todo y no retendremos nada, ya que Dios también nos abre, por las oraciones, su mano de bendición.
CARTA
17
A Eustacia, Ambrosía y Basilisa
A las discretas y devotísimas hermanas Eustacia y Ambrosia, y a la discreta y noble hija Basilisa, Gregorio envía saludos en el Señor. El encuentro con los buenos y amados, y las muestras del inmenso amor del Señor por nosotros, que se manifiestan en vuestras localidades, han sido para mí fuente de la más intensa alegría y gozo. Doblemente, en verdad, han brillado en días de fiesta divina, tanto al contemplar las señales salvadoras del Dios que nos dio la vida, como al encontrarnos con almas en quienes las señales de la gracia del Señor se disciernen espiritualmente con tal claridad que uno puede creer que Belén, el Gólgota, el Monte de los Olivos y la escena de la resurrección están realmente en el corazón que alberga a Dios. Cuando Cristo ha sido formado en alguien por una buena conciencia, o cuando alguien (por el poder del temor piadoso) ha superado los impulsos de la carne y se ha crucificado con Cristo, o cuando alguien ha quitado de sí la pesada piedra de las ilusiones de este mundo y, saliendo de la tumba del cuerpo, ha comenzado a caminar en una vida nueva (abandonando este valle bajo de la vida humana y ascendiendo con un deseo elevado a ese país celestial con todos sus pensamientos elevados, donde Cristo está, ya no sintiendo la carga del cuerpo, sino levantándola por la castidad, de modo que la carne con una ligereza similar a una nube acompaña al alma que asciende)... tal persona, en mi opinión, debe ser contada en el número de aquellos famosos en quienes se pueden ver los memoriales del amor del Señor por nosotros los hombres. Cuando no sólo vi con la vista aquellos lugares sagrados, sino también las señales de lugares como ellos, evidentes también en vosotras, me llené de una alegría tan grande que la descripción de su bendición es indescriptible. Como es difícil para un ser humano disfrutar de cualquier bendición sin maldad, algo de amargura se mezcló con las delicias que saboreé. Por ello, tras disfrutar de esas bendiciones, me entristecí en mi viaje de regreso a mi tierra natal, apreciando ahora la verdad de las palabras del Señor: que "el mundo entero yace en la maldad" (1Jn 5,19), de modo que ninguna parte de la tierra habitada está libre de su parte de degeneración. En efecto, si el lugar mismo que ha recibido las huellas de la Vida misma no está libre de la maldad, ¿qué debemos pensar de otros lugares donde la comunión con la bendición se ha inculcado solo con oír y predicar? No es necesario explicar con más detalle con qué propósito digo esto, pues los hechos mismos proclaman con más fuerza que cualquier discurso, por inteligible que sea, la triste verdad. El Legislador de nuestra vida nos ha impuesto un solo odio. Me refiero al odio hacia la serpiente, pues con ningún otro propósito nos ha ordenado Dios ejercer esta facultad de odio, sino como un recurso contra la maldad, como recuerda la Escritura ("pondré enemistad entre vosotros y él"). Dado que la maldad es algo complejo y multiforme, la Escritura la alegorizaba mediante la serpiente, cuya densa gama de escamas simboliza esta multiformidad del mal. Los hombres, obrando la voluntad de nuestro adversario, nos aliamos con esta serpiente, y reproducimos este odio unos contra otros, y quizás no sólo contra nosotros mismos, sino contra Aquel que dio este mandamiento: "Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo", ordenándonos a considerar al enemigo de nuestra humanidad como nuestro único enemigo, y declarando que todos los que comparten esa humanidad son prójimos de cada uno de nosotros. Esta época de corazón grosero nos ha separado de nuestro prójimo, y nos ha obligado a acoger a la serpiente y a deleitarnos con sus escamas moteadas. Afirmo, por ello, que es lícito odiar a los enemigos de Dios, y que este tipo de odio agrada a nuestro Señor. Por "enemigos de Dios" me refiero a aquellos que niegan la gloria de nuestro Señor, ya sean judíos, o idólatras declarados, o aquellos que a través de la enseñanza de Arrio idolatran a la criatura, y así adoptan el error de los judíos. Por el lado contrario, cuando el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son glorificados y adorados con devoción ortodoxa por aquellos que creen que en una trinidad distinta e inconfundible hay una sustancia, gloria, reinado, poder y gobierno universal, en este caso ¿qué buena excusa puede haber para luchar? Cuando prevalecían las opiniones heréticas, era bueno intentar resolver los problemas con las autoridades, por quienes se veía que la causa de los adversarios se fortalecía; había temor entonces de que nuestra doctrina salvadora fuera anulada por gobernantes humanos. Pero ahora, cuando por todo el mundo, y de un extremo al otro del cielo, se predica la fe ortodoxa, quien lucha con quienes la predican no lucha con ellos, sino con Aquel a quien así se predica. ¿Qué otro objetivo, en realidad, debería tener quien tiene celo por Dios? ¿Qué excusa plausible queda para pelear con estos disputadores tan refinados, que rasgan la túnica sin costuras, reparten el nombre del Señor entre Pablo y Cefas, y aborrecen abiertamente el contacto con quienes adoran a Cristo, casi exclamando con las palabras "¡aléjate de mí, soy santo!"? Si bien el conocimiento que creen haber adquirido es algo mayor que el de otros, ¿acaso pueden poseer algo más que la creencia de que el Hijo del Dios mismo es Dios mismo, ya que en ese artículo del Dios mismo se incluye toda idea ortodoxa, toda idea que es nuestra salvación? También se incluye la idea de su bondad, su justicia, su omnipotencia: que él no admite variabilidad ni alteración, sino que es siempre el mismo; incapaz de empeorar ni de mejorar, porque lo primero no es su naturaleza, lo segundo no lo admite; pues ¿qué puede ser superior a lo Altísimo, qué puede ser mejor que lo mejor? De hecho, él está asociado a toda perfección y, en cuanto a toda forma de alteración, es inalterable. Él no mostró este atributo en ocasiones, sino que siempre lo fue, tanto antes de la dispensación que lo hizo hombre como durante ella y después, y en todas sus actividades en nuestro favor, y nunca rebajó ningún aspecto de ese carácter inmutable e invariable a algo que no fuera acorde con él. Lo que es esencialmente imperecedero e inmutable siempre lo es; no sigue la variación de un orden inferior de cosas, cuando por disposición divina llega a estar allí. Así como el sol, al hundir su rayo en la oscuridad, no atenúa su brillo, sino que la oscuridad se transforma en luz gracias a él, así también la Luz verdadera, que brilla en nuestra oscuridad, no se vio eclipsada por esa sombra, sino que la iluminó por sí misma. Viendo que nuestra humanidad estaba en tinieblas, como está escrito ("no saben, ni entenderán, caminan en tinieblas"), el Iluminador de este mundo oscurecido proyectó el rayo de su divinidad a través de toda nuestra naturaleza, a través del alma y del cuerpo, y así se apropió de la humanidad entera mediante su propia luz, y la tomó y convirtió en aquello que él mismo es. Así como esta divinidad no se hizo perecedera, aunque habitó un cuerpo perecedero, tampoco se alteró en la dirección de ningún cambio, aunque sanó lo cambiante en nuestra alma. En medicina, el médico del cuerpo, al tomar las riendas de su paciente, lejos de contraer la enfermedad, perfecciona así la curación de la parte que sufre. Que nadie, interpretando erróneamente las palabras del evangelio, suponga que nuestra naturaleza humana en Cristo se transformó en algo más divino mediante gradaciones y avances, pues el crecimiento en estatura, sabiduría y favor se registra en las Sagradas Escrituras sólo para probar que Cristo realmente estuvo presente en la humanidad, y así no dar cabida a sus conjeturas, quienes proponen que allí había un fantasma o una forma con contorno humano, y no una verdadera manifestación divina. Es por esta razón que la Sagrada Escritura registra sin tapujos, con respecto a él, todos los accidentes de nuestra naturaleza (incluso el comer, beber, dormir, el cansancio, la crianza, el crecimiento corporal, la madurez) y todo lo que caracteriza a la humanidad (excepto la tendencia al pecado). El pecado, de hecho, es un defecto, no una cualidad de la naturaleza humana, pues así como la enfermedad y la deformidad no le son congénitas en primer lugar (sino sus acreciones antinaturales), así también la actividad en dirección al pecado debe considerarse una mera mutilación de la bondad innata en nosotros. En este caso, no es que se descubra que sea algo real en sí mismo, sino que sólo lo vemos en ausencia de esa bondad. Por tanto, Aquel que transformó los elementos de nuestra naturaleza en sus capacidades divinas, la protegió de la mutilación y la enfermedad, porque no admitió en sí mismo la deformidad que el pecado obra en la voluntad. Él no hizo pecado, dice la Escritura, "ni se halló engaño en su boca" (1Pe 2,22). En él, esto no debe considerarse en conexión con ningún intervalo de tiempo, pues de inmediato el hombre en María (donde la sabiduría construyó su casa), aunque naturalmente partió de nuestro compuesto sensual, junto con la venida sobre ella del Espíritu Santo (y su sombra con el poder del Altísimo) se convirtió en lo que ese poder que eclipsa en esencia era. Viendo, entonces, que el poder de la deidad es una cosa inmensa e inmensurable, mientras que el hombre es un átomo débil, en el momento en que el Espíritu Santo vino sobre la Virgen, y el poder del Altísimo la cubrió con su sombra, el tabernáculo formado por tal impulso no fue revestido con nada de corrupción humana. Tal como fue constituido primero, así permaneció: como hombre, junto con su divino espíritu lleno de gracia, y poder (de hecho, los atributos especiales de nuestra humanidad derivaron brillo de esta abundancia de poder divino). Existen, en efecto, dos límites en la vida humana: el que nos da origen y el que nos da fin. Por eso era necesario que el Médico de nuestro ser nos envolviera en ambos extremos y se apoderara no sólo del fin, sino también del principio, para asegurar en ambos la resurrección del paciente. Lo que encontramos que ocurrió en el fin, por tanto, lo concluimos también en cuanto al principio. Igual que al final él causó (en virtud de la encarnación) que, aunque el cuerpo fuese desunido del alma, la deidad indivisible que se había mezclado de una vez por todas con el sujeto que lo poseía no fue despojada de ese cuerpo más de lo que lo fue de esa alma (sino que mientras estaba en el paraíso junto con el alma), y allanó una entrada allí en la persona del ladrón para toda la humanidad, y permaneció por medio del cuerpo en el corazón de la tierra, y allí destruyó a aquel que tenía el poder de la muerte (por lo que su cuerpo también es llamado Señor a causa de esa deidad inherente). El poder del Altísimo, por tanto, fusionándose con toda nuestra naturaleza por esa venida sobre la Virgen del Espíritu Santo, reside en nuestra alma, en la medida en que la razón ve posible que resida allí, y se mezcla con nuestro cuerpo, para que nuestra salvación en cada elemento pueda ser perfecta, esa celestial falta de pasión que es peculiar de la deidad siendo, sin embargo, preservada tanto en el principio como en el final (de esta vida como hombre). Así pues, el principio no fue como nuestro principio, ni el fin como nuestro fin, sino que tanto en uno como en otro él manifestó su independencia divina. Es decir, el principio no tenía mancha de placer, y el fin no fue el fin en disolución. Si predicamos en voz alta todo esto, y testificamos que Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y que siempre es inmutable e imperecedero (aunque él viene en lo cambiante y lo perecedero), y que nunca se manchó, sino que limpia lo que está manchado, ¿cuál es el crimen que cometemos y por qué somos odiados? ¿Y qué significa esta serie opuesta de nuevos altares? ¿Anunciamos a otro Jesús? ¿Insinuamos otro? ¿Producimos otras escrituras? ¿Se ha atrevido alguno de nosotros llamar "madre del hombre" a la Santa Virgen y madre de Dios (que es lo que oímos que algunos de ellos dicen sin restricciones)? ¿Nos imaginamos tres resurrecciones? ¿Prometemos la glotonería del milenio? ¿Declaramos que los sacrificios animales judíos serán restaurados? ¿Rebajamos de nuevo las esperanzas de los hombres a la Jerusalén de abajo, imaginando su reconstrucción con piedras de un material más brillante? ¿Qué acusación como esta puede presentarse contra nosotros, que nuestra compañía sea considerada algo que debe evitarse, y que en algunos lugares se erija otro altar en nuestra contra, como si fuéramos a profanar sus santuarios? Mi corazón estaba indignado por esto, y ahora que he vuelto a la ciudad anhelo desahogar mi alma apelando, en una carta, a vuestro amor. Permaneced allí donde el Espíritu Santo os quiera tener, y que él os guíe y camine delante de vosotros. No os relacionéis con la carne ni con la sangre, ni deis a nadie motivo de gloria (para que no se gloríen a costa vuestra, aumentando su ambición con cualquier cosa de vuestras vidas). Recordad a los santos padres, en cuyas manos fuisteis encomendadas en la dicha, y en quienes, por la gracia de Dios, fuisteis consideradas dignas. No eliminéis los límites que nuestros padres han establecido, ni dejéis de lado en modo alguno la claridad de nuestra proclamación, que cuanto más sencilla es mayor en su sutilidad. Vivid según la regla primitiva de la fe, y que el Dios de paz esté con vosotras, para que seáis fuertes de mente y cuerpo. Que Dios os guarde incorruptibles, es vuestra oración.
CARTA 18
A Flaviano
Las cosas entre nosotros, oh hombre de Dios, no van bien. El desarrollo del resentimiento existente entre ciertas personas, que han concebido un odio infundado e inexplicable hacia nosotros, ya no es una mera conjetura, sino que se manifiesta con una sinceridad y franqueza dignas sólo de una obra sagrada. Mientras tanto, tú, que hasta ahora has estado a salvo de tal molestia, eres demasiado negligente a la hora de sofocar la devoradora conflagración en la tierra de tu vecino. Sin embargo, quienes son prudentes en sus propios intereses, realmente se esfuerzan por controlar el fuego cercano, previniéndose, mediante esta ayuda prestada al vecino, de necesitar ayuda en circunstancias similares. Bueno, te preguntarás de qué me quejo. Me quejo de esto mismo: de que la piedad ha desaparecido del mundo, y la verdad ha huido de entre nosotros. En cuanto a la paz, solíamos tener el nombre circulando en boca de todos, pero ahora no sólo ha dejado de existir, sino que ni siquiera conservamos la palabra que la expresa. Para que sepas con más exactitud las cosas que mueven mi indignación, te detallaré brevemente toda la trágica historia. Algunas personas me habían informado que el reverendo Heladio me tenía antipatía, y que en sus conversaciones se explayaba con todos sobre los problemas que le había causado. Al principio no creí lo que decían, a juzgar sólo por mí mismo y por la verdad del asunto. Cuando todos nos contaban historias similares, y los hechos corroboraban su relato, consideré mi deber no seguir ignorando este resentimiento, mientras aún no se había arraigado ni desarrollado. Por tanto, te escribí una carta a ti y a muchas otras personas que podían ayudarme en mi propósito, y alenté tu celo en este asunto. Tras concluir los servicios en Sebaste en conmemoración de Pedro, de bendita memoria, y de los santos mártires que vivieron en su época y a quienes el pueblo solía conmemorar con él, regresaba a mi sede cuando alguien me dijo que el propio Heladio se encontraba en la región montañosa vecina, celebrando servicios conmemorativos de los mártires. Al principio, yo seguí mi viaje, considerando más apropiado que nuestro encuentro tuviera lugar en la propia metrópoli. Mas cuando uno de sus parientes se tomó la molestia de recibirme, y asegurarme que estaba enfermo, dejé mi carruaje en el lugar donde me detuvo esta noticia y realicé el trayecto a caballo por un camino que parecía un precipicio, casi intransitable con sus ascensos rocosos. Unos 15 mojones medían la distancia que debíamos recorrer. Viajando penosamente, a veces a pie, a veces a caballo, de madrugada, e incluso aprovechando parte de la noche, llegué entre las 12.00 y las 13.00 a Andumocina (pues ese era el nombre del lugar donde, con otros dos obispos, celebraba su conferencia). Desde la ladera de la colina que dominaba este pueblo, contemplamos, aún a distancia, la asamblea al aire libre de la Iglesia. Lentamente, a pie y guiando a los caballos, mi compañía y yo cruzamos el terreno intermedio y llegamos a la capilla justo cuando él se retiraba a su residencia. Sin demora, se envió un mensajero para informarle de nuestra presencia; y poco después, el diácono que lo atendía nos recibió, y le pedimos que se lo comunicara a Heladio de inmediato, para poder pasar el mayor tiempo posible con él y así tener la oportunidad de resolver cualquier malentendido entre nosotros. En cuanto a mí, permanecí sentado, quieto al aire libre, esperando la invitación en el interior; y en el momento más inoportuno, me convertí, sentado allí, en el blanco de las miradas de todos los asistentes a la conferencia. El tiempo se hizo largo, y me sobrevino la somnolencia y la languidez, intensificadas por la fatiga del viaje y el calor excesivo del día. Todo esto me sucedió, con la gente mirándome y señalándome a otros, y fue tan angustiante que en mí se cumplieron las palabras del profeta: "Mi espíritu estaba desolado". Me mantuvieron en este estado hasta el mediodía, y me arrepentí profundamente de esta visita y de haberme acarreado esta descortesía. Mi propia reflexión me afligió más que la injuria que me infligieron mis enemigos, pues luchaba contra sí misma y se transformó en arrepentimiento por haberme aventurado. Finalmente, se abrió el acceso a los altares y se nos permitió entrar al santuario. Sin embargo, la multitud fue excluida, aunque mi diácono entró conmigo, sosteniendo con su brazo mi cuerpo exhausto. Me dirigí a su señoría y permanecí de pie un momento, esperando su invitación a sentarme. Al no oír nada parecido, me volví hacia uno de los asientos más alejados y me apoyé en él, esperando aún que dijera algo amistoso, o al menos amable, o al menos que me hiciera un gesto de reconocimiento. Cualquier esperanza que albergaba estaba condenada a una completa decepción. Siguió un silencio sepulcral como la noche, y miradas tan abatidas como en una tragedia, y aturdimiento, estupor y absoluta mudez. Fue un largo intervalo de tiempo, prolongado como en la oscuridad de la noche. Tan abatido quedé por esta recepción, en la que él no se dignó a concederme ni siquiera la más mínima expresión de esos saludos comunes con los que se despachan las cortesías de un encuentro casual (por ejemplo, ¿de dónde viene?, o ¿a qué debo este placer?, o ¿qué importante asunto tiene aquí?) que me incliné a convertir este lapso de silencio en una imagen de la vida llevada en el inframundo. Condeno la similitud por inadecuada, porque en ese inframundo la igualdad de condiciones es completa, y ninguna de las cosas que causan las tragedias de la vida en la tierra perturba la existencia. Como dice el profeta, "su gloria no sigue a los hombres allí abajo". Cada alma, abandonando las cosas a las que la mayoría se aferra con tanto afán, su petulancia, orgullo y vanidad, entra en ese mundo inferior en una desnudez sencilla y sin trabas, de modo que ninguna de las miserias de esta vida se encuentra entre ellas. Aun así, a pesar de esta reserva, mi condición entonces me parecía un inframundo, una mazmorra turbia, una lúgubre cámara de tortura; más aún, cuando reflexionaba sobre los tesoros de cortesía social que hemos heredado de nuestros padres y qué escrituras registradas de ellas dejaremos a nuestros descendientes. ¿Por qué, en realidad, debería hablar de esa disposición afectuosa de nuestros padres entre sí? No es de extrañar que, siendo todos naturalmente iguales, no desearan ninguna ventaja sobre los demás, sino que pensaran superarse solo en humildad. Mi mente estaba penetrada sobre todo por este pensamiento: que el Señor de toda la creación, el Hijo unigénito, que estaba en el seno del Padre, que era en el principio, que era en forma de Dios, que sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, se humilló no sólo en este respecto (que en la carne habitó entre los hombres), sino también en que dio la bienvenida incluso a Judas, su propio traidor (cuando se acercó para besarlo en sus benditos labios). Cuando entró en la casa de Simón el Leproso, como amando a todos los hombres, el Señor reprendió a su anfitrión por no haber sido besado por él. En cambio, a mí no me consideró igual ni siquiera a ese leproso. ¿Qué era yo y qué era él? No puedo descubrir ninguna diferencia entre nosotros. Si uno lo mira desde el punto de vista mundano, ¿dónde estaba la altura de la que él había descendido, dónde estaba el polvo en el que yo yacía? Si uno considera las cosas de esta vida carnal, tal vez no lastime los sentimientos de nadie afirmar que, considerando nuestro linaje, ya fuera noble o libre, nuestra posición era casi igual. Sin embargo, si uno buscara en ambos la verdadera libertad y nobleza (es decir, la del alma), cada uno de nosotros sería encontrado igualmente esclavo del pecado, pues cada uno necesita por igual a uno que quite sus pecados. No obstante, fue Otro quien nos rescató a ambos de la muerte y el pecado con su propia sangre, y quien nos redimió, y quien no mostró desprecio por aquellos a quienes redimió, llamándolos de la muerte a la vida y sanando toda enfermedad de sus almas y cuerpos. Viendo que la magnitud de esta presunción y orgullo desmedido era tal, y que la cima del cielo era casi un límite demasiado estrecho para ella (y eso que yo no veía causa ni motivo alguno para este estado mental enfermizo, que pudiera hacerlo excusable en el caso de quienes lo contraen, cuando el rango, la educación o la preeminencia en las dignidades del cargo pueden haber inflado las mentes más vanidosas), no tenía forma de aconsejarme a mí mismo sobre cómo guardar silencio, y veía mi corazón se henchía de indignación ante lo absurdo de todo el proceso y rechazaba todas las razones para soportarlo. Entonces sentí admiración por ese divino apóstol que tan vívidamente describe la guerra civil que ruge en nuestro interior, declarando que existe cierta ley de pecado en los miembros, que lucha contra la ley de la mente y a menudo la convierte en cautiva de sí misma. Este era el conjunto de dos sentimientos contrapuestos que percibí en mi interior: uno, la ira por el insulto causado por el orgullo, y el otro la necesidad de apaciguar la creciente tormenta. Por la gracia de Dios, la peor inclinación no logró imponerse, sino que finalmente le dije: "¿Es acaso nuestra presencia obstaculiza algo de lo necesario para tu bienestar personal, y es hora de que nos retiremos?". Al declarar que no tenía necesidades físicas, le dirigí algunas palabras destinadas a aliviar, en lo que a mí respecta, su malestar. Cuando declaró que la ira que sentía hacia mí se debía a las muchas ofensas que le habían infligido, yo le respondí así: "Las mentiras poseen un inmenso poder para engañar a la humanidad, pero en el juicio divino no habrá lugar para los malentendidos que así surgen. En mi relación contigo, mi conciencia es lo suficientemente audaz como para incitarme a esperar obtener el perdón de todos mis demás pecados. Si he actuado de alguna manera para perjudicarte, esto quede para siempre sin perdón". Él se indignó con estas palabras, y no permitió que se añadieran las pruebas de lo que había dicho. Eran ya más de las 18.00, el baño estaba bien preparado, se estaba sirviendo el banquete y era la conmemoración de un mártir. Observen de nuevo cómo este discípulo del evangelio imita al Señor del evangelio. Éste, al comer y beber con publicanos y pecadores, respondía a quienes lo criticaban que lo hacía por amor a la humanidad. Este discípulo, en cambio, consideraba un pecado y una impureza tenernos a su mesa, incluso después de toda la fatiga que sufrimos en el viaje, y del calor excesivo del exterior, y de que nos asábamos sentados a sus puertas. Así, con toda clase de melancolía nos trató hasta el final, desde que que llegamos a su presencia. Nos envió también a trabajar penosamente, con el cuerpo ya completamente exhausto por la fatiga, por la misma distancia y por la misma ruta, de modo que apenas alcanzamos a nuestros compañeros de viaje al atardecer, después de haber sufrido muchos percances en el camino. En efecto, una nube de tormenta, aglutinada en el aire limpio por un remolino de viento, nos caló hasta los huesos con sus torrentes de lluvia, pues debido al excesivo calor no nos habíamos preparado para ningún chaparrón. Por la gracia de Dios escapamos de la difícil situación de los náufragos, y nos alegramos mucho de reunirnos con nuestros compañeros. Tras unir nuestras fuerzas, descansamos allí esa noche, y finalmente llegamos con vida a nuestro distrito. Tras haber cosechado este resultado de nuestro encuentro, el recuerdo de todo lo sucedido anteriormente revivió con este último insulto infligido. Como ves, me vemos obligado a tomar medidas para el futuro, en nuestro propio beneficio. O mejor dicho, en tu beneficio, pues fue porque tus designios no fueron frenados, en ocasiones anteriores, por lo que se procedió a esta desmesurada muestra de vanidad. Por todo esto, creo que debemos hacer algo por nuestra parte, para que Heladio mejore y aprenda que es él humano y no tiene autoridad para insultar ni deshonrar a quienes comparten sus mismas creencias y su mismo rango. Supongamos por un momento, a modo de argumento, que es cierto que he hecho algo que le ha molestado. En ese caso, ¿qué juicio se instituyó contra nosotros para juzgar el hecho o los rumores? ¿Qué pruebas se presentaron de esta supuesta injuria? ¿Qué cánones se citaron en nuestra contra? ¿Qué decisión episcopal legítima confirmó cualquier veredicto emitido sobre nosotros? Suponiendo que alguno de estos procesos se hubiera llevado a cabo, y que mi posición en la Iglesia ciertamente hubiera estado en juego, ¿qué cánones podrían haber sancionado los insultos infligidos a una persona libre, y la desgracia infligida a alguien de igual rango? Juzga tú mismo con justicia, tú que te atienes a la ley de Dios, y di en qué consideras excusable esta desgracia que se me ha impuesto. Si mi dignidad se estima sobre la base de la jurisdicción sacerdotal, el privilegio de cada uno registrado por el Concilio de Nicea es el mismo (o mejor dicho, la supervisión de la corrección católica, por el hecho de que poseo una parte igual de ella). Si algunos se inclinan a considerar a cada uno por separado, y a despojar de cualquier dignidad sacerdotal, ¿en qué aspecto tiene uno ventaja sobre el otro (en educación, o en nacimiento vinculado con el linaje más noble e ilustre, o en teología)? Estas cosas serán iguales, o al menos no inferiores a mí. Quizás se me dirá: ¿Qué hay de los ingresos? Preferiría no hablar de esto en este caso, mas bastará con decir que yo siempre he tenido las mismas prácticas. Dejemos que otros investiguen las causas de este aumento de mis ingresos, alimentados como están hasta ahora y creciendo casi a diario gracias a nobles iniciativas. ¿Qué licencia tiene Heladio, entonces, para insultarme, si no tiene ni superioridad de cuna que mostrar, ni un rango exaltado sobre los demás, ni una oratoria imponente, ni ninguna bondad previa hacia mí? Incluso si tuviera todo esto que mostrar, la falta de haber menospreciado a personas de noble cuna seguiría siendo inexcusable. No tiene excusa, por tanto, y considero justo asegurarme que esta enfermedad del orgullo inflado no quede sin remedio. Su remedio será rebajarla a su nivel adecuado y reducir sus dimensiones infladas, dejando salir un poco de la vanidad que lo embarga. La manera de lograr esto se la dejamos a Dios.
CARTA 19
Al filósofo Eustacio de Capadocia
I
Todos los que estudiáis medicina tenéis, querido Eustacio, humanidad por profesión. Y creo que quien prefiriera vuestra ciencia a todas las actividades serias de la vida formaría el juicio adecuado y no erraría la decisión correcta. También es cierto que la vida, lo más preciado de todo, es algo que debe evitarse y está lleno de dolor, si no se puede tener con salud, y la salud es su arte. En tu caso, la ciencia médica tiene un notable grado de doble eficacia, porque amplía los límites de la humanidad, y no limitan el beneficio de su arte al cuerpo humano, sino que también se preocupa por la cura de los problemas de la mente. Digo esto no sólo siguiendo los informes comunes, sino porque lo he aprendido por experiencia la indescriptible malicia de nuestros enemigos, que vosotros dispersasteis hábilmente cuando se extendió como una inundación maligna sobre nuestra vida, disipando esta violenta inflamación de nuestro corazón con su fomento de palabras tranquilizadoras. En vista del continuo y variado esfuerzo de nuestros enemigos contra nosotros, consideré correcto guardar silencio y recibir sus ataques con calma, en lugar de hablar contra hombres armados con la falsedad (esa arma tan dañina, que a veces se impone incluso a través de la verdad). Tú hiciste bien en instarme a no traicionar la verdad, sino a refutar a los calumniadores, para que, si la falsedad triunfaba contra la verdad, muchos no pudieran resultar perjudicados.
II
Quienes concibieron este odio infundado hacia nosotros parecían actuar según el principio de la fábula de Esopo. En efecto, así como el lobo presentó cargos contra el cordero (para destruir, sin justa razón, a quien no le había hecho daño), y el cordero supo barrer fácilmente todas las acusaciones difamatorias presentadas contra él, y esto hizo que el lobo no cejara en su ataque, sino que se impusiera con los dientes al ser vencido por la justicia... así también quienes nos odian tratan de destruirnos como si fuera algo bueno (haciendo parecer que odian sin causa), inventando acusaciones y quejas contra nosotros. No obstante, estos acusadores no se atienen a nada de lo que dicen, sino que alegan ahora una cosa y al poco tiempo otra, y luego otra, como causa de su hostilidad hacia nosotros. Su malicia no se sostiene en ningún terreno, y cuando se les aparta de una acusación se aferran a otra, y a partir de esta a una tercera. En definitiva, aunque todas sus acusaciones sean refutadas, no abandonan su odio. Nos acusan de predicar tres dioses, y repiten a voz en cuello esta calumnia, que no dejan de mantener de forma persuasiva. La verdad lucha de nuestro lado, pues demostramos tanto públicamente a todos, como en privado a quienes conversan con nosotros, que anatematizamos a cualquiera que diga que hay tres dioses, y no lo consideremos ni siquiera cristiano. En cuanto lo oyen, encuentran en Sabelio un arma útil contra nosotros, y la plaga que propagó es objeto de continuos ataques contra nosotros. Una vez más, oponemos a este asalto nuestra habitual armadura de la verdad, y demostramos que aborrecemos esta forma de herejía tanto como el judaísmo. ¿Qué pasa entonces? ¿Están ya cansados de tantos esfuerzos, y se conforman con descansar? De ningún modo, pues ahora alegan que, si bien confesamos tres personas, decimos que hay una sola bondad, un solo poder y una sola deidad. Con esta afirmación no se extralimitan (pues así lo decimos nosotros), mas el fundamento de su queja es que su costumbre no lo admite y las Escrituras no lo sustentan. ¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta? Esta misma: que no creemos que sea correcto convertir su costumbre predominante en ley y regla de la sana doctrina. Si la costumbre ha de servir como prueba, en cuanto a la solidez, nosotros también podemos promover nuestra costumbre predominante; y si la rechazan, no estamos obligados a seguir la suya. Que la Escritura inspirada sea, pues, nuestro árbitro, y el voto de la verdad sin duda recaerá sobre aquellos cuyos dogmas concuerden con las palabras divinas.
III
En concreto, ¿cuál es su acusación? Que yo sepa, presentan dos acusaciones contra nosotros: una, que dividimos las personas; la otra, que no empleamos ninguno de los nombres que pertenecen a Dios en plural, sino que hablamos de la bondad como una sola, del poder, de la deidad y de todos estos atributos en singular. Respecto a la división de las personas, quienes sostienen la doctrina de la diversidad de sustancias en la naturaleza divina no pueden objetar (pues no debe suponerse que quienes dicen que hay tres sustancias no digan también que hay tres personas). Así pues, sólo este punto se cuestiona: que los atributos que se atribuyen a la naturaleza divina los empleamos en singular.
IV
En respuesta a esto, mi argumento es claro y directo: que quien condene a quienes afirman que la deidad es una, necesariamente debe apoyar a quienes afirman que hay más de una o a quienes afirman que no hay ninguna. Pero la enseñanza inspirada no nos permite afirmar que hay más de una, ya que, siempre que usa el término, menciona la deidad en singular; como "en él habita toda la plenitud de la deidad" (Col 2,9), y "las cosas invisibles de él desde la fundación del mundo" (Rm 1,20) se ven claramente, siendo entendidas por las cosas hechas, incluso su eterno poder y deidad. Si, entonces, extender el número de la deidad a una multitud pertenece solo a quienes padecen la plaga del error politeísta, y por otro lado, negar completamente la deidad sería la doctrina de los ateos, ¿qué doctrina es la que nos acusa de afirmar que la deidad es una? Y sobre todo, que esos acusadores revelen con mayor claridad el objetivo de su argumento. ¿Por qué? Porque en cuanto al Padre, admiten que él es Dios, y que el Hijo también es honrado con el atributo de la divinidad, pero no incluyen en ella al Espíritu, ni lo consideran con el Padre y el Hijo, ni en su concepción de la divinidad, sino que sostienen que el poder de la divinidad emana del Padre al Hijo y se detiene allí, separando la naturaleza del Espíritu de la gloria divina. Por lo tanto, en la medida de lo posible, deberemos refutar también esta opinión.
V
¿Cuál es, entonces, nuestra doctrina? Esta misma: que el Señor, al impartir la fe salvadora a quienes se convierten en discípulos de la palabra, une al Padre y al Hijo, también al Espíritu Santo; y afirmamos que la unión de lo que una vez estuvo unido es continua; pues no está unido en una cosa y separado en otras. El poder del Espíritu, al estar incluido con el Padre y el Hijo en el poder vivificante, por el cual nuestra naturaleza se transfiere de la vida corruptible a la inmortalidad, y también en muchos otros casos, como en la concepción del bien, santo, eterno, sabio, justo, supremo, poderoso y omnipresente, tiene una asociación inseparable con ellos en todos los atributos atribuidos en un sentido de especial excelencia. Por lo tanto, consideramos correcto pensar que lo que está unido al Padre y al Hijo en tan sublimes y exaltadas concepciones no está separado de ellos en nada. Nosotros no conocemos diferencias de superioridad o inferioridad en los atributos que expresan nuestras concepciones de la naturaleza divina, de modo que deberíamos suponer un acto de piedad (aunque admitamos la comunidad del Espíritu en los atributos inferiores) juzgarlo indigno de aquellos más exaltados. Todos los atributos divinos, ya sean nombrados o concebidos, son de igual rango entre sí, en el sentido de que no se distinguen en cuanto al significado de su sujeto. En este sentido, la denominación de Bueno no nos lleva a un sujeto, y la de Sabio a otro, y la de Poderoso a otro, y la de Justo a otro, sino que lo que todos los atributos señalan es uno. Y si hablamos de Dios, nos referimos a lo mismo que entendimos por los demás atributos. Si, entonces, todos los atributos atribuidos a la naturaleza divina tienen la misma fuerza en cuanto a la designación del sujeto, y nos llevan al mismo sujeto en diversos aspectos, ¿qué razón hay para que, al admitir la comunidad del Espíritu con el Padre y el Hijo en los demás atributos, lo excluya únicamente de la deidad? Es absolutamente necesario admitirle la comunidad también en esto, o no admitirla en los demás. Si es digno en esos atributos, no es menos digno en esto. Si es menos, según su frase, quedaría excluido de la comunidad con el Padre y el Hijo. En el atributo de la divinidad, tampoco es digno de compartir ningún otro de los atributos que pertenecen a Dios, porque los atributos, cuando se entienden correctamente y se comparan mutuamente según la noción que contemplamos en cada caso, se implican nada menos que el apelativo de Dios. Una prueba de esto es que muchas incluso de las existencias inferiores son llamadas por este mismo nombre. Además, la divina Escritura no escatima en este uso del nombre incluso en el caso de cosas incongruentes, como cuando nombra ídolos con el apelativo de Dios, cuando dice: "Que los dioses que no han hecho los cielos y la tierra perezcan y sean arrojados debajo de la tierra". ¿Por qué? Porque todos los dioses de los paganos son demonios, y porque la bruja en sus encantamientos, cuando hace aparecer para Saúl los espíritus que él buscaba, dice que vio dioses (1Sm 28,13). Además, Balaam, siendo augur y vidente, y dedicándose a la adivinación, y habiendo obtenido para sí la instrucción de demonios y augurios mágicos, se dice en las Escrituras que recibe consejo de Dios (Nm 22). Se puede demostrar recopilando muchos ejemplos del mismo tipo de la divina Escritura, que este atributo no tiene supremacía sobre los demás atributos que son propios de Dios, ya que, como se ha dicho, lo encontramos predicado, en un sentido equívoco, incluso de cosas incongruentes. No obstante, en ninguna parte de las Escrituras se nos enseña que los nombres de Santo, Incorruptible, Justo, o Bueno, se hagan comunes a cosas indignas. Si, entonces, no niegan que el Espíritu Santo tenga comunidad con el Padre y el Hijo en aquellos atributos que, en su sentido de excelencia especial, se predican piadosamente solo de la naturaleza divina, ¿qué razón hay para pretender que él está excluido de la comunidad solo en esto, en lo que se mostró que, por un uso equívoco, incluso los demonios y los ídolos comparten?
VI
Dicen los acusadores que esta denominación indica naturaleza, y que, como la naturaleza del Espíritu no es común al Padre y al Hijo, por esta razón tampoco participa en la comunidad de este atributo. Que demuestren, pues, cómo disciernen esta diversidad de naturaleza. Si fuera posible contemplar la naturaleza divina en su esencia absoluta, y que encontráramos por las apariencias lo que le es propio y lo que no, no necesitaríamos otros argumentos ni pruebas para comprender la cuestión. No obstante, dado que está por encima del entendimiento de quienes preguntan, y tenemos que argumentar a partir de alguna evidencia particular sobre aquellas cosas que escapan a nuestro conocimiento, es absolutamente necesario que nos guiemos a la investigación de la naturaleza divina por sus operaciones. Si, pues, vemos que las operaciones realizadas por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo difieren entre sí, conjeturaremos, a partir de la diferente naturaleza de las operaciones, que las naturalezas que operan también son diferentes. En efecto, no puede ser que cosas que difieren en su naturaleza concuerden en la forma de su operación (el fuego, por ejemplo, no enfría, ni el hielo calienta, sino que sus operaciones se distinguen junto con la diferencia entre sus naturalezas). Si, por otro lado, entendemos que la operación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una, sin diferir ni variar en nada, la unidad de su naturaleza debe necesariamente inferirse de la identidad de su operación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por igual dan santificación, vida, luz, consuelo y todas las gracias similares. Así pues, que nadie atribuya el poder de la santificación en un sentido especial al Espíritu, cuando oye al Salvador en el evangelio decir al Padre respecto a sus discípulos: "Padre, santifícalos en tu nombre". Así pues, todos los demás dones son obrados en aquellos que son igualmente dignos por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (toda gracia, y poder, y guía, y vida, y consuelo, y la inmortalidad, y el paso a la libertad, y todo otro beneficio que existe y que desciende a nosotros).
VII
El orden de las cosas que nos superan, tanto en la esfera intelectual como en la sensorial (si por nuestro conocimiento podemos conjeturar sobre ellas), se establece mediante la acción y el poder del Espíritu Santo, y cada cual recibe el beneficio según su propio mérito y necesidad. Aunque la disposición y el ordenamiento de las cosas que nos superan resulta oscuro para nuestros sentidos, es más razonable inferir, por lo que conocemos, que también en ellas actúa el poder del Espíritu, que que esté excluido del orden existente en las cosas superiores. Quien afirma esta última postura presenta su blasfemia de forma descarada e indecorosa, sin poder fundamentar su absurda opinión con argumento alguno. Quien concuerda en que las cosas que nos superan también están ordenadas por el poder del Espíritu con el Padre y el Hijo, basa su afirmación en este punto en una clara evidencia de su propia vida. En efecto, como la naturaleza del hombre está compuesta de cuerpo y alma, y la naturaleza angélica tiene por su porción la vida sin cuerpo, si el Espíritu Santo trabajara sólo en el caso de los cuerpos, y el alma no fuera capaz de recibir la gracia que viene de él, uno podría quizás inferir de esto, si la naturaleza intelectual e incorpórea que está en nosotros estuviera por encima del poder del Espíritu, que la vida angélica también no tendría necesidad de su gracia. Si el don del Espíritu Santo es principalmente una gracia del alma, y la constitución del alma está vinculada por su intelectualidad e invisibilidad a la vida angélica, ¿qué persona que sepa ver una consecuencia no estaría de acuerdo en que toda naturaleza intelectual está gobernada por el ordenamiento del Espíritu Santo? En efecto, en la Escritura se dice que "los ángeles siempre contemplan el rostro de mi Padre que está en el cielo" (Mt 18,10), y que no es posible contemplar la persona del Padre de otra manera que fijando la vista en ella a través de su imagen. La imagen de la persona del Padre es el Unigénito, y a él nadie puede acercarse si la mente no ha sido iluminada por el Espíritu Santo. ¿Qué otra cosa demuestra esto sino que el Espíritu Santo no está separado de ninguna operación realizada por el Padre y el Hijo? De ahí que la identidad de operación en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, muestra claramente el carácter indistinguible de su sustancia. De modo que, incluso si el nombre de divinidad indica naturaleza, la comunidad de sustancia muestra que esta denominación se aplica también correctamente al Espíritu Santo. En este sentido, no entiendo cómo estos inventores de todo tipo de argumentos presentan la denominación de divinidad como una indicación de naturaleza, como si no hubieran oído de la Escritura que es una cuestión de designación, de modo que la naturaleza no surge. En efecto, Moisés fue designado como dios de los egipcios, ya que Aquel que le dio los oráculos le dijo así: "Te he dado como dios al faraón" (Ex 7,1). Así, la fuerza de la denominación es la indicación de algún poder, ya sea de supervisión o de operación. En cambio, la naturaleza divina misma, tal como es, permanece sin expresarse por todos los nombres que se conciben para ella, como declara nuestra doctrina. Al aprender que Dios es benéfico, juez, bueno y justo, y todo lo demás de la misma clase, aprendemos diversidades en sus operaciones, pero no por ello somos más capaces de aprender, mediante nuestro conocimiento de sus operaciones, la naturaleza de Aquel que obra. Cuando alguien da una definición de cualquiera de estos atributos, y de la naturaleza a la que se aplican los nombres, no dará la misma definición de ambos; y de las cosas cuya definición es diferente, la naturaleza también es distinta. De hecho, la sustancia es una cosa que no se ha encontrado una definición que la exprese, y el significado de los nombres empleados varía, ya que los nombres provienen de alguna operación o accidente. Ahora bien, el hecho de que no haya distinción en las operaciones que aprendemos de la comunidad de los atributos, pero de la diferencia con respecto a la naturaleza, no encontramos una prueba clara; la identidad de las operaciones indica más bien, como dijimos, comunidad de naturaleza. Si, pues, la deidad es un nombre derivado de la operación, como decimos que la operación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es una, así decimos que la deidad es una; o si, según la opinión de la mayoría, la deidad es indicativa de la naturaleza, puesto que no podemos encontrar ninguna diversidad en su naturaleza, no sin razón definimos a la Santísima Trinidad como de una sola deidad.
VIII
Si alguien llamara a este apelativo indicativo de dignidad, no puedo decir con qué razonamiento le atribuye este significado. Así, por mucho que se oiga a muchos decir cosas de este tipo, para que el celo de sus oponentes no encuentre fundamento para atacar la verdad, nosotros nos esforzaremos por considerar, junto con quienes adopten este punto de vista, que, aunque el nombre denote dignidad, también en este caso el apelativo le corresponderá apropiadamente al Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque el atributo de la realeza denota toda dignidad, y nuestro Dios es "rey desde la eternidad", y el Hijo posee todas las cosas del Padre y es proclamado rey por la Sagrada Escritura, y la divina Escritura dice que el Espíritu Santo es la unción del Unigénito (Hch 10,38), interpretando la dignidad del Espíritu mediante una transferencia de los términos comúnmente usados en este mundo. Así como en la antigüedad, a quienes ascendían a la realeza, la señal de esta dignidad era la unción que se les aplicaba, y cuando esto ocurría, se producía un cambio de la condición privada y humilde a la superioridad del gobierno, y quien era considerado digno de esta gracia recibía, tras su unción, otro nombre, siendo llamado, en lugar de un hombre común, el "ungido del Señor". Por esta razón, para que la dignidad del Espíritu Santo se mostrara más claramente a los hombres, las Escrituras lo llamaban "la señal del reino" y "la unción", mediante la cual se nos enseña que el Espíritu Santo comparte la gloria y el reino del Hijo unigénito de Dios. En efecto, así como en Israel no se permitía entrar en el reino sin que se administrara previamente la unción, así también la palabra, mediante una transferencia de los términos que usamos entre nosotros, indica la igualdad de poder, mostrando que ni siquiera el reino del Hijo se recibe sin la dignidad del Espíritu Santo. Por esta razón se le llama propiamente Cristo, pues este nombre prueba su inseparable e indivisible unión con el Espíritu Santo. Si, pues, el Dios unigénito es el Ungido, y el Espíritu Santo es su unción, y el apelativo de Ungido indica la autoridad real, y la unción es la señal de su realeza, entonces el Espíritu Santo comparte también su dignidad. Si, por lo tanto, dicen que el atributo de la divinidad significa dignidad, y se muestra que el Espíritu Santo comparte esta última cualidad, se sigue que quien participa de la dignidad también participará del nombre que la representa.
CARTA 20
Al orador Ablabio
I
Vosotros que sois fuertes con todas las fuerzas en el hombre interior, querido Ablabio, noble soldado de Cristo, debéis por derecho llevar adelante la lucha contra los enemigos de la verdad, y no rehuir la tarea, para que nosotros, los padres, nos alegremos del noble trabajo de nuestros hijos. Este es el impulso de la ley de la naturaleza. No obstante, cuando cambiáis de filas y enviáis contra nosotros los asaltos de esos dardos que son lanzados por los oponentes de la verdad, y exigís que sus brasas ardientes y sus flechas afiladas (por el falsamente llamado conocimiento) sean apagadas por nosotros, los ancianos, nosotros aceptamos vuestro mandato y nos hacemos un ejemplo de obediencia, para que vosotros mismos podáis seguir el ejemplo en mandatos similares, si alguna vez os convocáramos a semejante contienda.
II
En verdad, la pregunta que me planteas no es pequeña, ni tan grave que sólo causará pequeños perjuicios si no se trata adecuadamente. Por la fuerza de la pregunta, me veo obligado a aceptar, a primera vista, una u otra de dos opiniones erróneas: o bien afirmar que hay tres dioses (lo cual es ilícito), o bien no reconocer la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo (lo cual es impío y absurdo). El argumento que planteas es algo así como esto: Pedro, Santiago y Juan, siendo de una misma naturaleza humana, son llamados tres hombres, y son más de uno, y se les llama por el plural del nombre derivado de su naturaleza. Si la costumbre lo admite, y nadie nos prohíbe hablar de quienes son dos como dos, o de quienes son más de dos como tres, ¿cómo es que en los misterios de la fe, aunque confesamos tres personas, decimos que la divinidad de cada uno por separado es la misma, y prohibimos a los hombres decir que hay tres dioses? La cuestión es, como dije, muy difícil de tratar. Sin embargo, si fuéramos capaces de encontrar algo que pudiera dar apoyo a la incertidumbre de nuestra mente, de modo que yo no pudiera tambalearme ni vacilar en este monstruoso dilema, estaría bien. Por otro lado, incluso si mi razonamiento fuera encontrado insuficiente, debemos mantener para siempre, firme e inamovible, la tradición que recibimos por sucesión de los padres, y buscar en el Señor la razón, pues él es el abogado de nuestra fe. Si esto es encontrado por alguno de aquellos dotados de gracia, debemos dar gracias a Aquel que otorgó la gracia. Y si no, en los puntos que han sido determinados, mantener nuestra fe inmutable.
III
¿Cuál es, entonces, la razón por la que, al contar uno por uno a quienes se nos presentan en una sola naturaleza, ordinariamente los nombramos en plural, y hablamos de tantos hombres, en lugar de llamarlos a todos uno? En el caso de la naturaleza divina, nuestra definición doctrinal rechaza la pluralidad de dioses, enumerando las personas y no admitiendo el significado plural. Tal vez uno podría decir (hablando informalmente a personas directas) que la definición se negó a contar a los tres dioses para evitar cualquier semejanza con el politeísmo de los paganos, no fuera que, si nosotros también enumeráramos la deidad en plural, se supusiera que también existe cierta comunidad de doctrina pagana. Esta respuesta, digo, si se diera a personas de espíritu más inocente, podría parecer de cierto peso. En el caso de quienes exigen que se establezca una de las alternativas que me propones (o bien que no reconozcamos la divinidad en tres personas, o bien que hablemos de quienes comparten la misma divinidad como tres), esta respuesta no es tal que ofrezca solución alguna a la dificultad. Por lo tanto, debemos profundizar en nuestra respuesta, exponiendo la verdad lo mejor posible, pues la pregunta no es cualquiera.
IV
Para empezar, digo que la práctica de llamar a quienes no están divididos en naturaleza por el nombre mismo de su naturaleza común en plural, y decir que son muchos hombres, es un abuso habitual del lenguaje, y sería prácticamente lo mismo que decir que son muchas naturalezas humanas. La verdad de esto podemos verla en el siguiente ejemplo. Cuando nos dirigimos a alguien, no lo llamamos por el nombre de su naturaleza, para que no resulte confusión por la comunidad del nombre (como sucedería si cada uno de los que lo oyera pensara que él mismo es la persona a la que se dirige, porque la llamada no se hace por el apelativo propio, sino por el nombre común de su naturaleza), sino que lo separamos de la multitud al usar ese nombre que le pertenece como propio (es decir, el que significa el sujeto en particular). Así, hay muchos que han compartido la naturaleza (muchos discípulos, por ejemplo, o apóstoles, o mártires), pero el hombre en todos ellos es uno. Como he dicho, el término hombre no pertenece a la naturaleza del individuo como tal, sino a la común. Lucas es un hombre, y Esteban es un hombre, pero de ello no se sigue que si alguien es hombre sea Lucas y Esteban. En efecto, la idea de las personas admite esa separación, que se produce por los atributos peculiares de cada una individualmente. Cuando se combinan, se nos presenta mediante el número. Sin embargo, su naturaleza es una, en unión en sí misma, y una unidad absolutamente indivisible, incapaz de aumentar por adición ni de disminuir por sustracción. En su esencia es y permanece continuamente una, inseparable aunque aparezca en pluralidad. Y continua completa e indivisible con los individuos que la componen. Así también, solemos hablar de un pueblo, una multitud, un ejército o una asamblea en singular, mientras que cada uno de estos se concibe en pluralidad. Así, según la expresión más precisa, se diría que el hombre es uno, aunque quienes se nos presentan en la misma naturaleza constituyan una pluralidad. Así pues, sería mucho mejor corregir nuestro hábito erróneo, de modo que ya no extendiéramos a una pluralidad el nombre de la naturaleza, que, por nuestra esclavitud al hábito, transferir a nuestras afirmaciones acerca de Dios el error que existe en el caso anterior. Dado que la corrección del hábito es impracticable, ¿cómo se podría persuadir a alguien de no hablar de aquellos que se manifiestan en la misma naturaleza que muchos hombres? De hecho, en todos los casos el hábito es algo difícil de cambiar, y no nos equivocamos tanto al no ir en contra del hábito prevaleciente en el caso de la naturaleza inferior, ya que el uso erróneo del nombre no causa daño alguno. En el caso de la afirmación sobre la naturaleza divina, el uso diverso de los términos ya no está tan exento de peligro, pues lo que es de poca importancia en estos temas ya no es poca cosa. Por lo tanto, debemos confesar a un solo Dios, según el testimonio de la Escritura ("escucha, Israel, el Señor tu Dios es un solo Señor"), aunque el nombre de la divinidad se extiende a través de la Santísima Trinidad. Digo esto según la explicación que he dado en el caso de la naturaleza humana, en la que hemos aprendido que es impropio extender el nombre de la naturaleza por la marca de la pluralidad. Sin embargo, debemos examinar con más cuidado el nombre de la divinidad para obtener, mediante el significado que implica la palabra, alguna ayuda para aclarar la cuestión que nos ocupa.
V
La mayoría de las personas cree que el término divinidad se usa de forma peculiar con respecto a la naturaleza, y así como el cielo, el sol o cualquier otra parte constituyente del universo se denotan por nombres propios que representan a sus sujetos, así también, en el caso de la naturaleza suprema y divina, el término divinidad se adapta perfectamente a lo que nos representa, como una especie de nombre especial. Nosotros, por nuestra parte, siguiendo las sugerencias de las Escrituras hemos aprendido que esa naturaleza es innombrable e indecible, y decimos que todo término, ya sea inventado por la costumbre humana o transmitido por las Escrituras, explica nuestras concepciones de la naturaleza divina, pero no incluye el significado de esa naturaleza misma. En efecto, todos los demás términos que se usan para referirse a la creación pueden, incluso sin analizar su origen, aplicarse accidentalmente a los sujetos, pues nos conformamos con denotar las cosas de cualquier manera con la palabra que se les aplica para evitar confusiones en nuestro conocimiento de las cosas significadas. En cambio, todos los términos que se emplean para conducirnos al conocimiento de Dios tienen cada uno su propio significado, y no se puede encontrar ninguna palabra entre los términos especialmente aplicados a Dios que carezca de un sentido distintivo. Por lo tanto, está claro que con ninguno de los términos que usamos se significa la naturaleza divina en sí, sino que se da a conocer algo de su entorno. Por eso decimos que Dios es incorruptible, o poderoso, o cualquier otra cosa que solemos decir de él. No obstante, en cada uno de estos términos encontramos un sentido peculiar, adecuado para ser entendido o afirmado de la naturaleza divina, pero que no expresa lo que esa naturaleza es en su esencia. El sujeto, sea cual sea, es incorruptible; pero nuestra concepción de la incorruptibilidad es esta: que lo que es no se desintegra. Así, cuando decimos que él es incorruptible, declaramos lo que su naturaleza no sufre, pero no expresamos lo que es incorruptible. Así, de nuevo, si decimos que él es el dador de la vida, aunque con esa denominación mostramos lo que él da, no declaramos con esa palabra qué es lo que la da. Por el mismo razonamiento, encontramos que todo lo demás que resulta del significado implícito en los nombres que expresan los atributos divinos nos impide concebir lo que no debemos concebir de la naturaleza divina, o nos enseña lo que debemos concebir de ella, pero no incluye una explicación de la naturaleza misma. En este sentido, al percibir las diversas operaciones del poder que está sobre nosotros, formamos nuestras denominaciones a partir de las diversas operaciones que conocemos para nosotros. Desde la operación de examinar todas las cosas, discerniendo nuestros pensamientos, e incluso entrando en la contemplación de las cosas invisibles, suponemos que la deidad, o θεότης, se llama así de θέα, o contemplar, y que Aquel que es nuestro θεατής o contemplador, por uso habitual y por instrucción de las Escrituras, se llama θεός, o Dios. Ahora bien, si alguien admite que contemplar y discernir son la misma cosa, y que el Dios que supervisa todas las cosas, es y es llamado el superintendente del universo, que considere esta operación y juzgue si pertenece a una de las personas en quienes creemos en la Santísima Trinidad, o si el poder se extiende a través de las tres personas. Si nuestra interpretación del término divinidad, o θεότης, es correcta, y se dice que las cosas que se ven son contempladas, o θεατά, y aquello que las contempla se llama θεός, o Dios, ninguna de las personas de la Trinidad podría razonablemente excluirse de tal denominación basándose en el sentido que implica la palabra. Por su parte, la Escritura atribuye el acto de ver por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como cuando David dice: "Mira, oh Dios, nuestro defensor". De esto aprendemos que la vista es una operación propia de la idea de Dios, en la medida en que Dios es concebido, ya que dice "mira, oh Dios". Pero Jesús también ve los pensamientos de quienes lo condenan, y se pregunta por qué por su propio poder perdona los pecados de los hombres, cuando el evangelio dice: "Jesús, viendo sus pensamientos". Respecto del Espíritu Santo, Pedro le dice a Ananías: "¿Por qué Satanás ha llenado tu corazón para que mintieras al Espíritu Santo?" (Hch 5,3). Esto muestra que el Espíritu Santo era un testigo fiel, consciente de lo que Ananías se había atrevido a hacer en secreto, y por quien se manifestó el secreto a Pedro (pues Ananías se convirtió en ladrón secretamente, pero el Espíritu Santo hizo a Pedro detectar su intención, haciéndole ver cosas ocultas).
VI
Alguien dirá que la prueba de mi argumento aún no aborda la cuestión, pues incluso si se admitiera que el nombre de la divinidad es un nombre común de la naturaleza, no se establecería que no debiéramos hablar de dioses, sino que estos argumentos nos obligarían a hablar de dioses, según la costumbre humana (que no sólo de quienes participan de la misma naturaleza, sino incluso de cualquiera que tenga la misma profesión, cuando son muchos, no se habla en singular, ni de muchos oradores se habla del orador, ni del conjunto de agricultores se habla del agricultor, sino de oradores y agricultores). Si, en efecto, la divinidad fuese un nombre de naturaleza, sería más propio, según el argumento expuesto, incluir las tres personas en número singular, y hablar de un solo Dios, en razón de la inseparabilidad e indivisibilidad de la naturaleza. No obstante, como se ha establecido por lo dicho que el término divinidad significa operación, y no naturaleza, el argumento de lo que se ha adelantado parece volverse a la conclusión contraria: llamar tres dioses a aquellos que se contemplan en la misma operación, como también se hablaría de tres oradores o agricultores, o cualquier otro nombre derivado de un negocio, cuando los que toman parte en el mismo negocio son más de uno.
VII
Al exponer este punto de vista, me he esforzado por presentar el razonamiento de los adversarios, para que nuestra decisión sea más firme, al verse reforzada por las contradicciones más elaboradas. Reanudemos ahora mi argumento. Como he demostrado hasta cierto punto, con mi afirmación de que el término divinidad no tiene significado de naturaleza sino de operación, quizás se podría alegar razonablemente por qué quienes comparten las mismas actividades se enumeran y se mencionan en plural, mientras que cuando se habla de las tres personas divinas se hace en singular, como un solo Dios y una sola divinidad, por el hecho de que las tres no están separadas del significado expresado por el término divinidad. Se podría alegar, digo, el hecho de que los hombres, incluso si varios se dedican a la misma forma de acción, trabajan por separado, cada uno por sí mismo en la tarea que han emprendido, sin participar en su acción individual con otros que se dedican a la misma ocupación. Por ejemplo, suponiendo el caso de varios retóricos, su actividad, al ser una, tiene el mismo nombre en los numerosos casos: pero cada uno de los que la siguen trabaja por sí mismo, uno abogando por su propia cuenta, y el otro por la suya propia. Así, dado que entre los hombres la acción de cada uno en las mismas actividades es discriminada, se les llama propiamente múltiples, pues cada uno está separado de los demás dentro de su propio entorno, según el carácter especial de su operación. En el caso de la naturaleza divina, no aprendemos de igual manera que el Padre haga algo por sí mismo en lo que el Hijo no trabaje conjuntamente, ni que el Hijo tenga una operación especial aparte del Espíritu Santo; sino que toda operación que se extiende desde Dios hasta la creación, y que recibe su nombre según nuestras diversas concepciones, tiene su origen en el Padre, procede a través del Hijo y se perfecciona en el Espíritu Santo. Por esta razón, el nombre derivado de la operación no se divide en función del número de quienes la realizan, porque la acción de cada uno respecto a algo no es separada ni peculiar, sino que todo lo que sucede, ya sea en referencia a los actos de su providencia para con nosotros o al gobierno y constitución del universo, sucede por la acción de los tres; sin embargo, lo que sucede no son tres cosas. Podemos comprender el significado de esto a partir de un solo ejemplo. De él, digo, quien es la fuente principal de los dones, todas las cosas que han participado de esta gracia han obtenido su vida. Cuando indagamos, pues, de dónde nos llegó este buen don, encontramos, guiados por las Escrituras, que provino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, aunque presentamos tres personas y tres nombres, no consideramos que se nos hayan otorgado tres vidas, una de cada persona por separado; sino que la misma vida es forjada en nosotros por el Padre, y preparada por el Hijo, y depende de la voluntad del Espíritu Santo. Desde entonces, la Santísima Trinidad cumple cada operación de una manera similar a la que he mencionado, no por acción separada según el número de las personas, sino de modo que hay un solo movimiento y disposición de la buena voluntad que se comunica del Padre a través del Hijo al Espíritu (pues así como no llamamos tres dadores de vida a aquellos cuya operación da una vida, tampoco llamamos tres seres buenos a aquellos que son contemplados en una bondad, ni hablamos de ellos en plural por ninguno de sus otros atributos). Así, tampoco podemos llamar tres dioses a quienes ejercen este poder y operación divinos y supervisores hacia nosotros y toda la creación, conjunta e inseparablemente, por su acción mutua. En efecto, cuando leemos que "él juzga a toda la tierra" (Rm 3,6), es entonces cuando decimos que él es el juez de todas las cosas a través del Hijo. Y cuando oímos que "el Padre no juzga a nadie", no pensamos que la Escritura esté en desacuerdo consigo misma (porque Aquel que juzga a toda la tierra lo hace por medio de su Hijo a quien ha encomendado todo el juicio, y todo lo que hace el Unigénito tiene su referencia al Padre, de modo que él mismo es a la vez el juez de todas las cosas y no juzga a nadie, en razón de haber, como dijimos, encomendado todo el juicio al Hijo, mientras que todo el juicio del Hijo es conforme a la voluntad del Padre; y uno no podría decir apropiadamente ni que son dos jueces, ni que uno de ellos está excluido de la autoridad y el poder implícitos en el juicio). En el caso del término deidad, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y ese mismo poder de superintendencia y el Padre ejerce la contemplación, que llamamos divinidad, a través del Unigénito, mientras que el Hijo perfecciona todo poder por el Espíritu Santo, juzgando, como dice Isaías, por el Espíritu de juicio y el Espíritu de ardor (Is 4,4), y actuando también por medio de él, según lo que se dijo en el evangelio a los judíos: "Yo, por el Espíritu de Dios, echo fuera los demonios" (Mt 12,28). Esto indica toda forma de hacer el bien en una descripción parcial, en razón de la unidad de acción. ¿Por qué? Porque el nombre derivado de la operación no puede dividirse entre muchos, donde el resultado de su operación mutua es uno.
VIII
Puesto que el carácter del poder supervisor y contemplativo es uno, en Padre, Hijo y Espíritu Santo (como he dicho en mi argumento anterior, surgiendo del Padre como de un manantial, puesto en operación por el Hijo, y perfeccionando su gracia por el poder del Espíritu), y puesto que ninguna operación está separada con respecto a las personas (siendo cumplida por cada una individualmente, aparte de lo que está unido a él en nuestra contemplación), sino que toda providencia y cuidado de todo (tanto de las cosas en la creación sensible como de las de naturaleza supramundana), y ese poder que preserva las cosas que son (y corrige las que están mal, e instruye a las que están correctamente ordenadas) es uno y no tres (siendo dirigido por la Santísima Trinidad), pero no separado por una triple división según el número de las personas contempladas en la fe (de modo que cada uno de los actos, contemplado por sí mismo, debería ser obra del Padre solo, o del Hijo peculiarmente, o del Espíritu Santo por separado), y así como dice el apóstol que "el único y mismo Espíritu divide sus buenos dones a cada hombre por separado" (1Cor 12,11), debemos concluir que el movimiento del bien que procede del Espíritu no es sin principio, y que el poder que concebimos como precedente a este movimiento es el Dios unigénito y creador de todas las cosas, y que sin él ninguna cosa existente llega al principio de su ser. Además, esta misma fuente de bien proviene de la voluntad del Padre.
IX
Si todo bien y todo buen nombre, dependiendo de ese poder y propósito que no tiene principio, es llevado a la perfección en el poder del Espíritu a través del Dios unigénito, sin marca de tiempo o distinción (ya que no hay demora, existente o concebida, en el movimiento de la voluntad divina del Padre, a través del Hijo, al Espíritu), y si la deidad también es uno de los buenos nombres y conceptos, no sería apropiado dividir el nombre en una pluralidad, ya que la unidad existente en la acción impide la enumeración plural. Como el Salvador de todos los hombres, especialmente de los que creen (1Tm 4,10), es mencionado por el apóstol como uno solo, y nadie de esta frase argumenta ni que el Hijo no salva a los que creen, ni que la salvación se da a quienes la reciben sin la intervención del Espíritu, Dios es el salvador de todos, mientras que el Hijo obra la salvación por medio de la gracia del Espíritu. Sin embargo, no por esto son llamados en la Escritura tres salvadores (aunque se confiesa que la salvación procede de la Santísima Trinidad) ni tres dioses, según el significado asignado al término deidad.
X
No me parece absolutamente necesario, con vistas a la presente prueba de nuestro argumento, contender contra quienes se oponen a nosotros afirmando que no debemos concebir la divinidad como una operación. No me parece, pues nosotros, creyendo que la naturaleza divina es ilimitada e incomprensible, no concebimos comprensión alguna de ella, sino que declaramos que la naturaleza debe concebirse en todos los aspectos como infinita, y que lo absolutamente infinito no está limitado en un aspecto mientras que permanece ilimitado en otro, sino que la infinitud está completamente libre de limitación. Por tanto, lo que es ilimitado no está limitado ni siquiera por el nombre. Para marcar la constancia de nuestra concepción de infinitud, en el caso de la naturaleza divina, decimos que la deidad está por encima de todo nombre, y la divinidad es un nombre. Ahora bien, no puede ser que una misma cosa sea a la vez un nombre y se considere por encima de todo nombre.
XI
Si a nuestros adversarios les complace decir que el significado del término no es operación, sino naturaleza, yo recurriré a mi argumento original: que la costumbre aplica erróneamente el nombre de naturaleza para denotar multitud, pues ni disminución ni aumento corresponden a ninguna naturaleza cuando se contempla en mayor o menor número. En efecto, sólo las cosas contempladas en su circunscripción individual se enumeran por adición. Ahora bien, esta circunscripción se aprecia por la apariencia corporal (el tamaño, el lugar, la diferencia de figura y color), y lo que se contempla independientemente de estas condiciones está libre de la circunscripción formada por tales categorías. Lo que no está así circunscrito no se enumera, y lo que no se enumera no puede contemplarse en multitud. Por ejemplo, decimos que el oro, aunque esté cortado en muchas figuras, es uno, y así se habla de él, pero hablamos de muchas monedas o muchos estáters, sin encontrar ninguna multiplicación de la naturaleza del oro por el número de estáters, y por eso hablamos de oro, cuando se contempla en mayor volumen, ya en placa o en moneda, como mucho, pero no hablamos de él como de muchos oros a causa de la multitud del material (excepto cuando se dice que hay muchas piezas de oro, en cuyo caso no es el material, sino las piezas de dinero a las que se aplica el significado del número). De hecho, propiamente no deberíamos llamar a tales piezas oro, sino monedas de oro.
XII
Así como los estatores de oro son muchos, pero el oro es uno, así también quienes se nos presentan individualmente en la naturaleza humana (como Pedro, Santiago y Juan) son muchos, pero el hombre en ellos es uno. Aunque la Escritura extiende la palabra según el significado plural, donde dice que los hombres juran por el mayor (Hb 6,16) e hijos de los hombres, debemos reconocer que, al usar la costumbre del lenguaje predominante, no establece una ley sobre la pertinencia de usar las palabras de una manera u otra, ni dice estas cosas para darnos instrucciones sobre las frases, sino que usa la palabra según la costumbre prevaleciente, con el único fin de que la palabra sea provechosa para quienes la reciben (sin tener en cuenta, en su forma de hablar, los puntos donde no puede resultar perjudicial su forma de entenderse).
XIII
Sería una tarea extensa detallar, a partir de las Escrituras, aquellas construcciones que se expresan de forma inexacta, para probar la afirmación que he hecho; sin embargo, donde existe el riesgo de perjudicar alguna parte de la verdad, ya no encontramos en las frases bíblicas ningún uso indiscriminado o indiferente de las palabras. Por esta razón, la Escritura admite la denominación de los hombres en plural, porque nadie se extravía en sus concepciones al imaginar una multitud de humanidades, ni supone que muchas naturalezas humanas se indican por el hecho de que el nombre expresivo de esa naturaleza se use en plural. En cambio, el término Dios se emplea cuidadosamente sólo en singular, evitando introducir la idea de diferentes naturalezas en la esencia divina mediante el significado plural de dioses. Esta es la causa por la que la Escritura dice que "el Señor nuestro Dios es un solo Señor" (Dt 6,4) y proclama al Dios unigénito con el nombre de deidad, sin dividir la unidad en un significado dual (de modo que llame al Padre y al Hijo dos dioses, aunque cada uno es proclamado por los escritores sagrados como Dios). El Padre es Dios, el Hijo es Dios, y por la misma proclamación Dios es uno, porque no se contempla diferencia alguna ni de naturaleza ni de operación en la deidad. Si, según la idea de aquellos que han sido extraviados, la naturaleza de la Santísima Trinidad fuera diversa, el número se extendería por consecuencia a una pluralidad de dioses, siendo dividido según la diversidad de esencia en los sujetos. Pero como la naturaleza divina, única e inmutable, para ser una, rechaza toda diversidad en esencia, no admite en su propio caso el significado de multitud. Así como se llama una naturaleza, así se le llama en singular con todos sus otros nombres (Dios, Bueno, Santo, Salvador, Justo, Juez y cualquier otro nombre divino concebible), ya sea que los nombres se refieran a la naturaleza o a la operación.
XIV
Si alguien objeta mi argumento, argumentando que al no admitir la diferencia de naturaleza se produce una mezcla y confusión de las personas, respondo a esta acusación lo siguiente. Si bien confesamos el carácter invariable de la naturaleza, no negamos la diferencia respecto a la causa y a lo causado, por lo cual únicamente percibimos que una persona se distingue de otra, es decir, por nuestra creencia de que una es la causa y otra es de la causa; y a su vez, en lo que es de la causa reconocemos otra distinción. En efecto, una proviene directamente de la primera causa, y otra por lo que proviene directamente de la primera causa, de modo que el atributo de ser unigénito reside en el Hijo, y la intervención del Hijo (si bien preserva su atributo de ser unigénito) no excluye al Espíritu de su relación natural con el Padre.
XV
Al hablar de causa y de la causa, no denoto con estas palabras la naturaleza (pues nadie daría la misma definición de causa y de naturaleza), sino que indico la diferencia en el modo de existencia. Cuando digo que una es causada y que la otra es sin causa, no divido la naturaleza por la palabra causa, sino que sólo indico el hecho de que el Hijo no existe sin generación, ni el Padre por generación, pues primero debemos creer que algo existe, y luego escudriñar el modo de existencia del objeto de nuestra creencia. Así, la cuestión de la existencia es una, y la del modo de existencia es otra. Decir que algo existe sin generación establece el modo de su existencia, pero esta frase no indica qué existe. Si uno le preguntara a un labrador sobre un árbol, si fue plantado o creció por sí mismo, y él respondiera que el árbol no fue plantado o que fue el resultado de la plantación, ¿declararía con esa respuesta la naturaleza del árbol? Seguramente no, pero al explicar cómo existe dejaría la cuestión de su naturaleza oscura e inexplicada. En el otro caso, cuando aprendemos que él es ingénito, se nos enseña de qué modo existe y cómo es apropiado que lo concibamos como existente, pero no entendemos qué es él en esa frase. Por lo tanto, cuando reconocemos tal distinción en el caso de la Santísima Trinidad, como para creer que una persona es la causa y otra es de la causa, ya no se nos puede acusar de confundir la definición de las personas por la comunidad de naturaleza.
XVI
Puesto que la idea de causa diferencia las personas de la Santísima Trinidad (declarando que una existe sin causa y otra es de la causa), y puesto que la naturaleza divina es aprehendida por toda concepción como inmutable e indivisa, por estas razones declaro propiamente que la deidad es una y que Dios es uno, y empleo en singular todos los demás nombres que expresan atributos divinos.
CARTA
21
Al obispo Simplicio
I
Dios nos manda por su profeta, querido Simplicio, que no consideremos a ningún nuevo dios como Dios, ni que adoremos a ningún dios extraño. Ahora bien, está claro que se llama nuevo a lo que no es eterno, y se llama eterno a lo que no es nuevo. Quien no cree que el Dios unigénito es eterno del Padre, no niega que él sea nuevo, pues lo que no es eterno es confesadamente nuevo, y lo que es nuevo no es Dios, según lo dicho por la Escritura ("no habrá en ti ningún dios nuevo"). Por lo tanto, quien dice que el Hijo no existía una vez, niega su divinidad. Además, quien dice "no adorarás a un dios extraño" nos prohíbe adorar a otro Dios, al tiempo que el "dios extraño" se llama así en contraposición a nuestro propio Dios. ¿Quién es, entonces, nuestro propio Dios? Claramente, el Dios verdadero. ¿Y quién es el dios extraño? Seguramente, el que es ajeno a la naturaleza del Dios verdadero. Si, por tanto, nuestro Dios es el Dios verdadero, y si, como dicen los herejes, el Dios unigénito no es de la naturaleza del Dios verdadero, el Dios de los herejes es un dios extraño, y no nuestro Dios. Quien llama a su Dios "ser creado" lo hace ajeno a la naturaleza del Dios verdadero. ¿Qué harán, entonces, quienes llaman así a Dios ("ser creado")? ¿Adorarán a ese mismo ser creado como Dios, o no? Porque si no lo adoran, siguen a los judíos al negar la adoración a Cristo; y si lo adoran, adoran a alguien ajeno al Dios verdadero. Ciertamente, es tan impío no adorar al Hijo como adorar al dios extraño. Debemos entonces decir que el Hijo es el verdadero Hijo del verdadero Padre, para que podamos adorarle y evitar la condena por adorar a un dios extraño. A quienes citan de Proverbios el pasaje "el Señor me creó" (Prov 8,28), y creen que con ello presentan un argumento sólido de que el Creador de todas las cosas fue creado, debemos responder que el Dios unigénito fue creado para nosotros en muchas cosas. En efecto, él era el Verbo y se hizo carne, él era Dios y se hizo hombre, él era incorpóreo y se hizo cuerpo. Y además, se hizo pecado y maldición, y una piedra, y un hacha, y pan, y cordero, y camino, y puerta, y una roca y muchas cosas similares. Lo hizo no siendo por naturaleza ninguna de estas cosas, sino haciéndose estas cosas por nuestro bien, a modo de dispensación.
II
Así como el Verbo fue hecho carne por nosotros, y siendo Dios se hizo hombre, así también el Creador se hizo criatura por nosotros (porque la carne es creada). Ése es el significado de lo que dijo el profeta ("así dice el Señor, el que me formó desde el vientre para ser su siervo"; Is 49,5) y Salomón ("el Señor me creó como el principio de sus caminos, para sus obras"; Prov 8,28). De hecho, toda la creación, como dice el apóstol, está en servidumbre. Por lo tanto, Aquel que fue formado en el vientre de la Virgen (según la palabra del profeta) es el siervo, el hombre según la carne en quien Dios se nos manifestó para la renovación del mundo y la salvación humana. Así pues, reconocemos en Cristo dos cosas: una divina y una humana (la divina por naturaleza, la humana en la encarnación). En consecuencia, reclamamos para la deidad lo que es eterno, y lo creado lo atribuimos a su naturaleza humana. Y decimos con el profeta que fue "formado en el vientre" como siervo, y con Salomón que "se manifestó en la carne" mediante esta creación servil. A este respecto, los herejes (que dicen que si él era, no fue engendrado, y que si fue engendrado él no era) han de aprender que no es apropiado atribuir a la naturaleza divina los atributos que pertenecen al origen carnal. En efecto, los cuerpos que no existen son generados, y Dios hace existir lo que no es, pero nada surge de lo que no es. Por esta razón, también Pablo lo llama "resplandor de la gloria" (Hb 1,3), para que aprendamos que, al igual que la luz de la lámpara, Cristo es de la naturaleza de Aquel que irradia el resplandor, y está unido a él (pues tan pronto como aparece la lámpara, la luz que emana de ella brilla simultáneamente). En defintiva, el apóstol nos invita a considerar que el Hijo es del Padre, y que el Padre nunca está sin el Hijo, pues es imposible que la gloria sea sin resplandor, como es imposible que la lámpara sea sin resplandor.
III
El ser esplendoroso del Hijo es un testimonio de su ser en relación con la gloria (pues si la gloria no existiera, el resplandor que emana de ella no existiría, y es imposible que la gloria sea sin el resplandor). Por tanto, como no es posible decir en el caso del resplandor "si fue, no llegó a existir, y si llegó a existir, no fue", así tampoco es posible decir esto del Hijo, ya que el Hijo es el resplandor. Aquellos que hablan de menor y mayor, en el caso del Padre y del Hijo, han de aprender de Pablo a no medir las cosas inconmensurables. De hecho, el apóstol dice que "el Hijo es la imagen expresa de la persona del Padre" (Hb 1,3) Está claro entonces que, por grande que sea la persona del Padre, tan grande es también la imagen expresa de esa persona, porque no es posible que la imagen expresa sea menor que la Persona contemplada en ella. Esto el algo que también enseña el gran Juan, cuando dice: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios". Al decir que él "estaba en el principio", y no después del principio, mostró que el principio nunca fue sin el Verbo. Y al declarar que el Verbo "estaba con Dios", significó la ausencia de defecto en el Hijo en relación con el Padre, y que el Verbo es contemplado como un todo junto con todo el ser de Dios. Si la Palabra fuese tan débil en su propia grandeza, que no fuese capaz de relacionarse con la totalidad del ser de Dios, nos veríamos obligados a suponer que esa parte de Dios, que se extiende más allá de la Palabra, está fuera de ella (de hecho, toda la magnitud de la Palabra se contempla junto con toda la magnitud de Dios). En consecuencia, en las afirmaciones sobre la naturaleza divina no es admisible hablar de mayor o menor.
IV
En cuanto a quienes afirman que lo engendrado es por naturaleza diferente de lo ingénito, que aprendan del ejemplo de Adán y Abel a no decir disparates. En efecto, Adán mismo no fue engendrado según la generación natural de los hombres, así como Abel sí lo fue de Adán. Ciertamente, quien nunca fue engendrado se llama ingénito, y quien llegó a existir por generación se llama engendrado. Sin embargo, el hecho de no haber sido engendrado no impidió que Adán fuera hombre, ni la generación de Abel lo diferenció en absoluto de la naturaleza humana, sino que tanto uno como otro eran hombres, aunque uno existiera por ser engendrado, y el otro sin generación. En el caso de nuestras afirmaciones sobre la naturaleza divina, el hecho de no haber sido engendrado, y el de haber sido engendrado, no producen diversidad de naturaleza, sino que, así como en el caso de Adán y Abel la humanidad es una, también lo es la divinidad en el caso del Padre y el Hijo.
V
En cuanto al Espíritu Santo, los blasfemos afirman que él también es creado, al igual que afirmaban del Hijo. La Iglesia Católica cree, tanto respecto al Hijo como respecto al Espíritu Santo, que ambos son increados. También cree que toda la creación se vuelve buena al participar del bien que está por encima de ella, mientras que el Espíritu Santo no necesita de nada para ser bueno (ya que él es bueno en virtud de su naturaleza, como atestigua la Escritura). También cree que la creación es guiada por el Espíritu, y gobernada por el Espíritu, y consolada por el Espíritu, y liberada de la esclavitud por el Espíritu. También cree que la creación se hace sabia por el Espíritu que da la gracia de la sabiduría, y que la creación participa de los dones porque el Espíritu se los otorga, y que "todas estas obras las realiza uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere" (1Cor 12,11). Se pueden encontrar multitud de ejemplos en las Escrituras de que todos los atributos supremos y divinos que se aplican al Padre y al Hijo también se aplican al Espíritu Santo, tales como inmortalidad, bienaventuranza, bondad, sabiduría, poder, justicia, santidad. Todo atributo excelente se atribuye al Espíritu Santo, al igual que se atribuye al Padre y al Hijo, con excepción de aquellos por los cuales las personas se dividen clara y distintamente entre sí. Es decir, que al Espíritu Santo no se le llama Padre ni Hijo, ni al Padre y al Hijo se le aplican el nombre de Espíritu Santo. Por esto, comprendemos que el Espíritu Santo está por encima de la creación, y en el ámbito de Dios. Así, donde se entiende que están el Padre y el Hijo, también se entiende que está el Espíritu Santo. Y si el Padre y el Hijo están por encima de la creación, este atributo corresponde también al Espíritu Santo. De esto se sigue que quien sitúa al Espíritu Santo por encima de la creación, ha recibido la doctrina correcta y sana, y confesará que la naturaleza increada que contemplamos en el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, es una y la misma.
VI
Los herejes presentan como prueba, sobre la naturaleza creada del Espíritu Santo, aquella declaración del profeta que dice: "El que establece el trueno y crea el espíritu, y declara al hombre su Cristo". Respecto a esto, debemos considerar esto: que el profeta habla de la creación del espíritu humano, y no del Espíritu Santo. De hecho, el término trueno se da en lenguaje místico al evangelio, y se aplica a aquellos en quienes surge una fe firme e inquebrantable, y pasan de ser carne a convertirse en espíritu, como dice el Señor: "Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del Espíritu, espíritu es". Es Dios, por tanto, quien al establecer la voz del evangelio hace al creyente espíritu. Quien nace del Espíritu, y se hace espíritu por tal trueno, declara a Cristo, como dice el apóstol: "Nadie puede llamar a Jesucristo Señor, sino por el Espíritu Santo" (1Cor 12,3).
CARTA 22
Al obispo Pedro de Sebaste
Tras haber obtenido con dificultad un poco de tiempo libre, he podido recuperarme de la fatiga física a mi regreso de Armenia y recopilar las hojas de mi respuesta a Eunomio, sugerida por tu sabio consejo. De este modo, nuestra obra está ahora organizada en un tratado completo, que puede leerse entre páginas. Sin embargo, no he escrito todavía contra los dos panfletos de Eunomio, pues quien me prestó el volumen herético, con la mayor descortesía, lo mandó a buscar de nuevo y no me dio tiempo ni para escribirlo ni para estudiarlo. En el breve espacio de 17 días me fue imposible estar preparado para responder a ambos ataques. Como se ha hecho notorio que ambos nos esforzamos por responder a este manifiesto blasfemo, muchas personas con cierto celo por la verdad me han insistido al respecto. No obstante, he creído oportuno preferirte a ti por tu sabiduría, para que me aconsejes si publicar esta obra o tomar otro camino. La razón por la que dudo es esta: que cuando nuestro santo hermano Basilio se durmió, y yo recibí el legado de su controversia contra Eunomio, y mi corazón ardía de dolor por ambas pérdidas (la de Basilio y la de muchos fieles por herejía), Eunomio no se limitó a defender sus puntos de vista, sino que dedicó la mayor parte de sus energías a insultar laboriosamente a nuestro hermano Basilio. Esto me exasperó, y hubo pasajes donde la llama de mi sincera indignación estalló contra este escritor. El público nos ha perdonado por muchas otras cosas, porque hemos sido pacientes al enfrentar ataques ilegales y porque hemos practicado la moderación que el santo nos enseñó. No obstante, temo que, si seguimos escribiendo contra este oponente, el lector pensara que somos polemistas muy duros, y que perdemos la paciencia ante los insultos insolentes. Quizás, sin embargo, esta sospecha sobre nosotros se desarme al recordar que esta muestra de ira no es por nosotros mismos, sino por los insultos dirigidos contra nuestro hermano Basilio, y que éste es un caso en que la apacibilidad sería más imperdonable que la ira. Si la primera parte de mi tratado parece algo ajena a la controversia, la siguiente explicación será, creo, aceptada por un lector con criterio. No fue justo dejar sin defender la reputación de nuestro noble santo, destrozada como estaba por las blasfemias del oponente, como tampoco fue conveniente que esta batalla en su favor se extendiera difusamente a lo largo de toda la discusión. Además, si alguien reflexiona estas páginas, verá que realmente forman parte de la controversia. El tratado de nuestro adversario tiene dos armas distintas: abusar de nosotros y refutar la sana doctrina. Por lo tanto, el nuestro también debe mostrar un doble frente. Para mayor claridad, y para que el hilo de la discusión sobre asuntos de fe no quede interrumpido por paréntesis (consistentes en respuestas a sus abusos personales), he dividido nuestro trabajo en dos partes, dedicándonos en la primera a refutar estas acusaciones y en la segunda a lidiar lo mejor posible con lo que han presentado contra la fe. Nuestro tratado contiene también, además de una refutación de sus opiniones heréticas, una exposición dogmática de nuestra propia enseñanza, pues sería una vergonzosa falta de espíritu, cuando nuestros enemigos no ocultan su blasfemia, no ser audaces en nuestra declaración de la verdad.
CARTA
23
A un monje de Capadocia
I
Amigo mío, me planteas una pregunta en tu carta, que creo que me corresponde responderte en el orden correcto sobre todos los puntos relacionados. Opino que es bueno que quienes se han dedicado de por vida a la vida superior fijen su atención continuamente en las palabras del evangelio. Así como quienes corrigen su trabajo en cualquier material con una regla, y mediante la rectitud de esa regla corrigen las irregularidades que detectan, así también es correcto que apliquemos a estas preguntas una medida estricta e impecable, por así decirlo (me refiero, por supuesto, a la regla de vida del evangelio), y de acuerdo con ella nos orientemos ante Dios.
II
Entre quienes han entrado en la vida monástica y eremítica, algunos han hecho parte de su devoción contemplar esos lugares de Jerusalén donde se exhiben los monumentos de la vida de nuestro Señor en la carne. Sería bueno, entonces, observar esta Regla, y si el dedo de sus preceptos señala la observancia de tales cosas, realizar la obra, como el mandato real de nuestro Señor. No obstante, si quedan completamente fuera del mandamiento del Maestro, no veo que se pueda ordenar a alguien ser celoso en el cumplimiento de esas reglas secundarias de peregrinación.
III
Cuando el Señor invita a los bienaventurados a su herencia en el Reino de los Cielos, no incluye una peregrinación a Jerusalén entre sus buenas obras. Cuando él anuncia las bienaventuranzas, no menciona entre ellas ese tipo de devoción. En cuanto a aquello que no nos hace bienaventurados, ni nos encamina hacia el Reino, y por qué razón se debe perseguir, que el sabio lo considere y lo responda. Incluso si hubiera algún beneficio en lo que hacen, aun así, los perfectos harían mejor en no ansiarlo por practicarlo. Dado que este asunto, al examinarlo detenidamente, resulta ser perjudicial para quienes han comenzado a llevarlo de forma más estricta, está tan lejos de merecer una búsqueda seria. De hecho, requeriría una mayor precaución, para evitar que quien se ha consagrado a Dios se vea afectado por sus influencias nocivas. ¿Qué hay, entonces, de dañino en ello? Veámoslo.
IV
La vida santa está abierta a todos, hombres y mujeres por igual. De esa vida contemplativa, la característica peculiar es la modestia. La modestia se preserva en sociedades que viven separadas, de modo que no debe haber reuniones ni mezclas entre personas de sexo opuesto. Los hombres no deben apresurarse a observar las reglas de la modestia en compañía de las mujeres, ni las mujeres hacerlo en compañía de hombres.
V
Las necesidades de un viaje tienden continuamente a reducir esta escrupulosidad a una observancia muy indiferente de tales reglas. Por ejemplo, es imposible para una mujer realizar un viaje tan largo sin un guía; debido a su debilidad natural. Y tiene que ser subida a su caballo y bajada de nuevo, y ser sostenida en situaciones difíciles. Supongamos que tiene un conocido para realizar este servicio de terrateniente, o un asistente contratado para realizarlo, de manera que el procedimiento es irreprensible. En ese caso, ya sea que se apoye en la ayuda de un extraño, o en la de su propio sirviente, no cumple con la ley de la conducta correcta. Por decir más, las posadas, hosterías y ciudades de Oriente presentan muchos ejemplos de licencia e indiferencia hacia el vicio. Así pues, ¿cómo será posible que alguien que pase por tal humo escape sin escozor en los ojos? Donde el oído y la vista se contaminan, y también el corazón, al recibir todas esas impurezas a través de la vista y el oído, ¿cómo será posible atravesar sin infección tales focos de contagio? ¿Qué ventaja obtiene, además, quien llega a esos lugares célebres?
VI
No puedo imaginar que nuestro Señor viva en Palestina en la actualidad, y se haya alejado del resto de extranjeros; o que el Espíritu Santo abunde en Jerusalén, pero no pueda viajar tan lejos como nosotros. Si realmente es posible inferir la presencia de Dios a partir de símbolos visibles, se podría considerar con mayor justicia que él habita en Capadocia más que en cualquier otro lugar. ¿Por qué? Por esto mismo: ¡cuántos altares hay allí, en los que se glorifica el nombre de nuestro Señor! De hecho, difícilmente se podrían contar tantos en el resto del mundo. Además, si la gracia divina fuera más abundante en Jerusalén que en cualquier otro lugar, el pecado no estaría tan de moda entre los que viven allí. No obstante, como es el caso, no hay forma de impureza que no se perpetre entre los habitantes de Jerusalén.
VII
La picardía, el adulterio, el robo, la idolatría, el envenenamiento, las riñas y el asesinato, por ejemplo, son moneda corriente en Jerusalén. Este último tipo de mal está tan extendido que en ningún lugar del mundo la gente está tan dispuesta a matarse como allí, donde los parientes se atacan como fieras y se derraman la sangre, simplemente por el botín. Pues bien, si en dicho lugar ocurren tales cosas, ¿qué prueba hay de la abundancia de la gracia divina allí? Sé lo que muchos replicarán a todo lo que he dicho, al decir: ¿Por qué no estableciste esta regla también para ti? Si no hay ganancia para el peregrino piadoso a cambio de haber estado allí, ¿por qué soportaste la fatiga de un viaje tan largo?
VIII
Escucha de mi boca mi argumento, al respecto. Por las necesidades del oficio que me ha encomendado el Dispensador de mi vida, era mi deber, a efectos de la corrección que el santo Concilio de Nicea había resuelto, visitar los lugares de la Iglesia en Arabia. En segundo lugar, como Arabia está en los confines del distrito de Jerusalén, había prometido consultar también a los jefes de las santas iglesias de Jerusalén, porque los asuntos con ellos estaban en confusión y necesitaban un árbitro. En tercer lugar, nuestro muy religioso emperador me había concedido facilidades para el viaje, mediante correo postal, de modo que no tuve que soportar ninguno de los inconvenientes que he observado en el caso de otros. Mi carro era, de hecho, tan bueno como una iglesia o un monasterio, y todos los que venían conmigo cantaban salmos y ayunaban durante todo el viaje. Que mi caso no dificulte a nadie. Más bien, que mis consejos sean escuchados, pues los doy sobre asuntos que realmente se presentaron ante mis ojos.
IX
Confieso que el Cristo manifestado es Dios mismo, tanto antes como después de mi estancia en Jerusalén. Por ello, mi fe en él no aumentó después, ni disminuyó. Antes de ver Belén, ya sabía que se hizo hombre por medio de la Virgen. Antes de ver su tumba, ya creía en su resurrección. Además de ver el Monte de los Olivos, ya confesaba que su ascensión al cielo fue real. Mi viaje allí sólo me benefició en esto: que al compararlos, supe que nuestros lugares son mucho más sagrados que los del extranjero.
X
Por tanto, oh temeroso del Señor, alábale en los lugares donde ahora te encuentres. Cambiar de lugar no implica un acercamiento a Dios. Donde quiera que estés, Dios vendrá a ti si las entrañas de tu alma son de tal naturaleza que él pueda morar y caminar en ti. Si mantienes tu ser interior lleno de malos pensamientos, incluso si estuvieras en el Gólgota, o en el Monte de los Olivos, o en la roca conmemorativa de la resurrección, estarías tan lejos de recibir a Cristo en ti como quien ni siquiera ha comenzado a confesarlo.
XI
Por lo tanto, mi amado amigo, aconseja a los hermanos que se ausenten del cuerpo para ir con nuestro Señor, en lugar de ausentarse de Capadocia para ir a Palestina. Si alguien alegara el mandato dado por nuestro Señor a sus discípulos de no abandonar Jerusalén, que se le haga comprender su verdadero significado. Antes que el don y la distribución del Espíritu Santo hubiesen llegado a los apóstoles, nuestro Señor les ordenó permanecer en el mismo lugar hasta que fueran investidos con poder desde lo alto. Si lo que sucedió entonces, cuando el Espíritu Santo dispensó cada uno de sus dones bajo la apariencia de una llama, continuara hasta ahora, sería correcto que todos permanecieran en el lugar donde tuvo lugar esa dispensación. No obstante, el Espíritu sopla donde él quiere, y también los que se han convertido en creyentes aquí son hechos partícipes de ese don. Esto es algo que sucede según la proporción de su fe, y no como consecuencia de una peregrinación a Jerusalén.